Para muchos historiadores, Chile aún vive en un largo periodo de transición, que más allá de la reincorporación de la democracia al sistema político, se presenta como una temática nacional después del golpe militar. Una transición que -por lo demás- no se sabe hacia donde va, la única certeza es haber dejado atrás al siglo XIX. En este sentido, la novela de Mauricio Electorat, La burla del tiempo (2), surge como un ejercicio imaginativo y contundente de esa transición contradictoria (unas veces real, otras tantas irreal) por la cual camina la sociedad chilena.
En reiteradas ocasiones se ha hecho mención a la caída de los ideales, de las utopías, de los metadiscursos; tal como sostienen Sofía Correa y otros autores: «No se exagera cuando se argumenta que este ha sido el siglo de las esperanzas frustradas» (2001, 373). De esta forma, hay que entender que gran parte de estas esperanzas revolucionarias y restauradoras se fundaron en los movimientos de acción juvenil. En ellos se centra Mauricio Electorat, en estos pequeños grupos subversivos con finalidades desmesuradas para sus incipientes organizaciones. Grupos subversivos -cabe destacar- que se sustentan logísticamente en sus miembros más antiguos y experimentados; pero que, paradojalmente, refuerzan sus ideologías en los miembros más nuevos e ingenuos. Es en este punto, donde parece surgir lo que el autor denomina como la burla del tiempo; la pérdida de una inocencia idealista. La anagnórisis violenta frente al oscuro manejo de la realidad. El individuo solitario que, a lo largo de los años, va recolectando un cúmulo de experiencias inverosímiles que, en definitiva, lo hacen dudar de su propio pasado.
El autor intenta, en cierta manera, la concreción de un recuerdo fragmentario; una historia in extrema res cargada de recuerdos que se topan unos con otros. Recuerdos que, además, se equiparan a las vivencias de quienes se oponían a la revolución, de los soplones (quienes, sin ser los encargados o jefes de la opresión, sufrieron igual o peor que ellos). Electorat, de este modo, se encarga de hacer justicia; de ponerlos a todos en el mismo nivel de escepticismo frente al pasado. Por un lado, los idealistas revolucionarios del barrio alto que quieren ser parte del proceso renovador de este país; y por el otro, los meritócratas decadentes que no tienen más que los puños o la guitarra para surgir.
A este respecto, resalta la forma burguesa de enfrentar -al principio- la revolución: «El MIR no era el partido, nosotros no estabamos por la lucha armada, sino por la acción política, sólo las masas derrocarían a las dictaduras, no las vanguardias armadas…» (2004, 61-62), dice Rocío. El idealismo está en los libros, en las canciones de protesta, en el populismo; fuertes ganchos para una juventud ávida de cambios fundamentales; pero que -finalmente- no termina siendo más que un discurso panfletario que apela a la nostalgia de un pasado mejor. Tal como afirman Pablo y el Flaco sobre el final de la obra, en el Chile actual ya no se sabe cuál es el socialista y cual el derechista, si el serio y académico Lagos o el populoso Lavín. El país transita en una total tranquilidad, en un universo ausente de importantes disputas nacionales; la discusión polarizada es parte de un pasado que se tiende a olvidar, o bien, duele recordar. Si alguien levanta la voz, es preferible hacer oídos sordos; las manifestaciones escolares o universitarias no pasan de ser meras anécdotas televisivas de niñitos «pequeños burgueses» que juegan a la revolución. No obstante, los altos dirigentes políticos, los presidentes de los partidos más importantes del país, siguen siendo los mismos elefantes blancos del pasado.
En conclusión, La burla del tiempo no es más que intento de reflexión sobre nuestra actual estabilidad económica, social y política; sobre la incierta necesidad de verdaderos cambios estructurales; sobre relativa (pero, tal vez necesaria) heroicidad estudiantil y sobre el avasallante régimen de mercado que gobierna el país («Takashi, el japonés que trabaja conmigo en la agencia, se jacta de poder matar a un ser humano con el filo de su tarjeta de crédito» 81-82). El autor no carga la mano en los protagonistas de la obra, sino en esa incrédula visión juvenil de los hechos; en el acto ingenuo de no entender que toda mantención de un discurso hegemónico o fuertemente revolucionario requiere engañar a la gente y mantenerla en un estado de éxtasis donde no haya cabida para las preguntas. Mejor no saber (aunque el discurso sea absurdamente increíble) y vivir en la eterna posibilidad de un mundo acorde a nuestras necesidades. Mejor cerrar la boca y creer que los cambios (el cambio) se están realizando, que el cine y el fútbol son herramientas para nuestra revolución y que todo el resto del mundo se preocupa de lo que aquí nos pasa. En definitiva, mejor quedarse sentado en la casa viendo -durante un día feriado- todos los pormenores televisivos de la cumbre de la APEC.
1. Correa, Sofía, et al. Historia del siglo XX chileno. Santiago de Chile: Editorial Sudamericana chilena, 2001. Página 269.
2. Electorat, Mauricio. La burla del tiempo. Barcelona: Editorial Seix Barral, 2004.
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