EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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La poesía de Waldo Rojas: Margarita la rubia y sus novios.

por Jorge Nájar
Artículo publicado el 02/05/2007

w_rojasTexto de la presentación de “Waldo Rojas: un poeta chileno en París”, recital y mesa redonda, en el Instituto Cervantes de París, por Jorge Nájar, 15 de febrero de 2002.

La publicación de Veinticinco años de poesía chilena (1), así como la del n° 88 de la revista Digraphe, consagrado a la Poesía Chilena de 1973 a 1998 (2), facilita la ubicación en su contexto de la poesía de Waldo Rojas. Nacido en Concepción en 1944, forma parte de una generación de poetas ansiosa de salir de la endogamia pasando por la recuperación de la experiencia de ese enorme campo de operaciones que es la poesía chilena. Obligada al exilio, se ha llegado a decir que la suya es una generación de “desarrollo separado ” pues la mayoría tuvo que construir su obra alejado de la sociedad de origen.

Pero ha sido sobre todo la suma y condensación de ocho libros de Waldo Rojas reunidos en Poesía continua (3) la que nos ha permitido leer en sucesión una obra de alta intensidad expresiva en la que se conjuntan el carácter autoreflexivo con la puesta en acción de dos movimientos divergentes. En un primer momento se nota la presencia de figuras y escenarios que en gran parte consiguen deslocalizar el discurso, para avanzar luego hacia la reflexión sobre el desasimiento del hombre frente a su propia creación, la urbe, esta vez recurriendo a elementos precisos. Ambos movimientos están abrazados por un factor común: la fragmentación de Yo.

Sólo para dar unos ejemplos del primer movimiento, detengámonos en Príncipe de Naipes, de 1966.(4) Tras la lectura de ese poemario pareciera que estuviésemos ante la visión crítica de un mundo ocupado en la autocontemplación y el escepticismo. Y a partir de ahí, más de un comentarista del poemario ha señalado la lucidez del autor al poner en relieve las características propias del actuar negativo de los chilenos en lo que concierne a las carencias y privaciones de la sociabilidad. Si pensamos bien, no estamos lejos de aquel tópico cultivado por los propios chilenos: ese país no sólo es una isla sino que, sobre todo, está marcada por sus textos inaugurales. Pero quisiera recordar que en realidad Chile deja de ser una isla el día mismo en que don Alonso de Ercilla y Zúñiga terminó de concebir La Araucana, epopeya en la que relata la lucha de la conquista del territorio araucano. Y para remachar el asunto, casi inmediatamente después emerge El Arauco domado de don Pedro de Oña. Si la obra de Ercilla obedece a una visión luminosa y clásica, la de de Oña avanza por el lado de la sombra. En una caverna tétrica, los brujos se esconden detrás de una piel humana estirada, monstruosa, y responden sobre el porvenir de la guerra de Arauco. Es de suponer que esas sean las tendencias generales de la literatura en Chile, la de los herederos de Ercilla, y la de los descendientes del inventor del “imbunche”. ¿Pero qué es el imbunche? Se dice que los araucanos tenían la costumbre de escoger a un niño bien dotado, deformarlo a la fuerza para recurrir a él, cuando ya se había transformado en un monstruo, y pedirle la lectura del porvenir. Sea como fuese, pareciera que la tradición heredera de De Oña y la de Ercilla han coexistido hasta ahora. Pero, lógicamente, a lo largo de la historia han brotado otras tendencias y opiniones en el conjunto de la actividad literaria.

Regresemos ahora a nuestro tema, la deslocalización del discurso y la fragmentación del Yo. En Poesía continua hallamos sólo tres poemas en los que hay un «Yo» rotundo, aunque no tanto ; los otros derivan hacia un « nosotros » o bien a la tercera persona. El primero pertenece a Príncipe de naipes. En ese poemario el lugar emblemático es el círculo que gira en redondo sobre sí mismo, mirándose mirar. He aquí las principales figuras allí censadas: el padre —calificado de «el único dios»—,un nosotrosubicable en varios poemas, Antonius Block, el jugador de ajedrez, un joven matrimonio. Cada uno, en su debido momento, se encuentra en situaciones diferentes: frente a los despojos de una mesa,en la casa del ahorcado, en una ciudad nunca designada, en una sala de cine, o «en medio del aire que arde por los cuatro costados.» Alfonso Calderón ha señalado a propósito de este libro que uno de sus rasgos más eficaces es «su ajenidad a la maniática y accesoria divinización del Yo». En efecto, la presencia del pronombre personal de primera persona sólo aparece de manera explicita en Ajedrez. El lector está allí en una sala de cine ante una escena probablemente de «El séptimo sello» de Bergman. El sujeto hablante hace intrusión e interrumpe al mismo tiempo la ficción fílmica y de paso la del poema. Se amalgaman filme y mundo exterior en una metáfora, el juego de ajedrez, de antagonismos insolubles. El «Yo» se desliza a un «nosotros» en un mundo incapaz de trascendencia.

En cuanto al otro movimiento del que hablaba tomemos como ejemplo su Deriva florentina (5) . Y observemos allí cómo la imagen de la ciudad presta su lenguaje a los poemas. De Florencia, «ciudad luminosa expatriada en el crepúsculo», se desprenden sonidos y rumores. La impresión es que ese espacio tiene un pie en el ayer y otro en el hoy sin abandonar «su escolta sombría». Se la percibe como una ciudad discorde, sin un centro, y que en su vacío apelara a lo de afuera. Contentémonos de momento con citar un fragmento del canto quinto.

Siena, Nínive toscana de levitaciones góticas,
hermana gibelina e impune como lo es mi desazón
a la proximidad de tus umbrales.
Del estrago de las simulaciones del olvido
sabremos restañarnos, nunca del traspiés de una memoria
que se repliega a ciegas.
La ciudades son la forma finita de la impavidez de las cosas ante el festín de los amantes, o su duelo.

¿Qué ambición vela en esa deriva? ¿Alguna idea paralela a la de Huidobro, aquel que sostuvo que los cuatro puntos cardinales son tres: el norte y el sur? Dado que la obra entera del autor del Altazor está regida por el gobierno de un Yo incuestionable, séanos permitida la ocurrencia de descartar el paralelismo, sólo por esa razón y no por la envergadura de ambas obras. Más cercana la encuentro de proyecto de Enrique Lihn, también refractario a la realidad urbana. ¿Son universos interconectados? No lo sé.

Comencé hablando de condensación. Pues bien, no se entienda con eso que el poeta sea un corrector compulsivo de su textos ya publicados. Salvo leves limaduras, cuando los poemas sobreviven son desplazados casi intactos de un lugar a otro dentro del cuerpo vivo de esta obra. Con lo dicho no abrigo ninguna intención de misterio. Pero conviene entrar en detalles. La primera vez que me encontré con Waldo Rojas fue en Lima, allá por los años 7O, pero no en sus calles llenas de garúa y farolas de otra época, ni en el Patio de Letras, tan cercano al bar que entonces se había convertido en el despacho de los petulantes jovencillos que nos lanzamos a la aventura de la poesía allá por los años 60-70. El encuentro ocurrió en las páginas de la Antología General de la Poesía Chilena, concebida por José Miguel Minguel y publicada por Brugüera en 1969. Descubrí allí Proustiana dentro de una serie de 9 poemas con el título genérico de Puestas en escena. De esos seleccionados por Minguel hay varios que no he vuelto a ver en El puente oculto (6) que reunía toda su poesía escrita hasta 1981, es decir 58 poemas miembros de tres poemarios: Príncipe de Naipes (1966), Cielorraso (1971) y el mismísimo El Puente Oculto (1980). SuPoesía continua cuenta con 42 piezas extraídas de 8 poemarios. Aunque en uno y otro es evidente el proyecto de construcción de un mundo poético autosuficiente que rehúsa todo descriptivismo, nótese el rigor autocrítico y el proceso de autoselección que sólo con el paso de los años llegué a comprender. «En el fondo el mundo se creó para culminar en un hermoso libro», decía Mallarmé. Y en este caso añádase la mirada interior desconfiado de los referentes inmediatos.

En Cielorraso (7), el segundo poemario de este conjunto, también se ponen en evidencia, como en el anterior, ciertos conflictos sociales imperceptibles en la cotidianidad. Estamos ante un mundo lleno de contradicciones. Está el contraste entre el acoso y la defensa de dos fuerzas que se enfrentan como poderes en tensión. Pero aquí ya no estamos en el círculo del que hablaba anteriormente sino dentro de un espacio mental en el que se producen sobresaltos, delirios, pesadillas y alucinaciones situadas en zonas limítrofes entre el sueño y la realidad, «imagen que tal vez quiera aludir a las incertidumbres voluntaristas del proyecto de la Unidad Popular», ha dicho Carmen Foxley. Sea como sea,  encontramos en ese universo las mismas características observadas en el primer poemario, es decir figuras y escenarios deslocalizados y la fragmentación del Yo en una serie de figuras de enmascaramiento: el dormido y su consorte en un loco agitarse de sábanas; un Cuerpo -así, con mayúscula- abrazándose a las estatuas heladas de un hospital, evocando la casa de los limoneros; el señor de magra figura, padre de indolente progenie, en una sala de espera; un rostro de mujer semihundido en la almohada de años y años; un caballero a la hora del té observando desde la terraza el flotar o el dormitar o el morir de alguien que es él mismo. Acierta Waldo Rojas en recuperar dentro de este universo a un poema que había dejado de lado, Proustiana, que, como dije, lei por primera vez en la ya citada antología de Minguel. En ese poema emergeEl Que Entonces Yo Era evocando su entorno familiar al tiempo que espera aMargarita La Rubia en la pileta del patio del jardín. Retengamos esa figura que, me parece, evoluciona a lo largo de esta obra marcada por su tendencia a la búsqueda de seres, personajes, acontecimientos extraviados donde sea que él se encuentre. Retengamos para tratar de hacerlo encontrar con El Que Ahora soy, figura ésta de su producción europea. No voy a seguir detallando más estos elementos pues ya hemos llegado a una de la metas: detectar a los novios de Margarita.

Proustiana
Abuelas otoñales y las tías juveniles
en la calle que da acceso al colegio para niños.
Campanas invisibles de alguna catedral
les hicieron girar la cabeza
como si alguien las llamara
o descubrieran que el tañido las hiciera a la mar de la memoria
de alguien que recuerda.
Luego de la última campanada de la tarde
nos quedamos los únicos, Margarita La Rubia
y El Que Entonces Yo Era,
ambos, las manos entintadas, junto a la pileta del patio jardín.

Es el caso que detrás de aquellos muros esperamos hasta lo absurdo
el paso del Verano.
Han caído los años y su chapuceo de peces.
Seca o derruida la fuente del Cetrero,
y nosotros sin hablarnos.
Como sucede hasta este mismo día.

El agua y la memoria, el olvido y la añoranza son binomios contantes en esta poesía marcada al mismo tiempo por la luz y las sombras. El poema comienza por la descripción de una escena narrada por una voz omnisciente, la cual deja el paso a un personaje que asumirá un reflexión memoriosa inducida por los elementos de un cuadro más o menos idílico, pero rápidamente dislocada por un cambio de giro. No sabemos si estamos ante una nota autobiográfica  o ante la metáfora del desencuentro. «La manos entintadas» de ambos protagonistas se unifican en los avatares de la conciencia. Obsérvese el peso del agua en ese poema inaugural. “La mar de la memoria”, dice. La densidad que adquiere en “la pileta del patio jardín”, o en el “chapuceo de peces”. Y piénsese en el verso de Deriva Florentina: “Del estrago de las simulaciones del olvido sabremos restañarnos”.

El tercer poema marcado por las características que venimos señalando es « A este lado de la verdad » y forma parte del poemario El Puente oculto. La imagen emblemática de este libro es la de la ciudadela, lugar de autodefensa y sobrevivencia. Y más precisamente en el poema aludido todo proyecto y deseo han sido suspendidos pues el hablante da la sensación de no encontrar salida al problema en el que se encuentran la naturaleza y los hombres.

 

A este lado de la verdad

A este lado de la Verdad
donde me quedo a ver si nazco,
el Río, símbolo de nada,
zanja el fluyente rencor
de las piedras y del cieno,
trenza el limo su lechosidad
en la que cuaja el verdor de la alimaña,
y yo, que digo un límite
para todo lo que repta, corre o pasa,
sueño un sueño en el que nombro
a las cosas por su muerte
y muerdo aquello que se agita
cual el filamento del limo
en el agua destrenzada,
así de limpia, así de pulcra,
puesto que aves ahí mismo vuelan
sus distintos vuelos,
helechos aguardan repetir su clave
y es posible que peces sobrenaden
a la emboscada del copioso desove.

Cuanto existe en este Lado
capaz de estertor o movimientos
se yergue, se entierra, se encrespa o reaparece
a despecho de cualquier fiereza
en tanto el aire, el virginal, el cauto,
en mi boca despereza su espasmo de guadaña.

A este lado de la verdad, verdor y landas,
descorro yo la gasa pálida,
contemplo el estupor de lo que veo
como desde adentro de una pulsante llaga,
o es que veo que me miran mientras digo
lo que hago y callo lo que muerdo,
y es por eso esta apostura vergonzante
y es por eso, además, que ahora pasa
a grandes voces como el cortejo de un ajusticiado
toda esta agua indigna de su solemnidad,
que sopla una brisa de inocencia abyecta,
que rompe el pétalo la luz que vivifica
y desde el fondo de esa linfa de putrefacciones
—símbolo de todo cuanto pasa—
muerde el hongo a traición
su hueso algodonoso,
y tanta calma, tanta,
(ahh, Realidad Espejeante)
que las palabras me van pesando
con la fuerza obtusa de un cerrojo
herrumbrado.

El sujeto de la primera persona, tácito al comienzo y luego pronominalmente explícito, controla el discurso en torno al drama advenido en el mundo de los hombres. ¿Pero de quién es ese “Yo”? ¿Es el de la persona del poeta reflexionando sobre la naturaleza del drama que acaba de ocurrir? ¿O es el de una naturaleza a la que se le otorga voz para hablar sobre el sentido de la vida? Aunque « A este lado de la verdad » se terminó de escribir en San Juan de Pirque, el lector que desconoce la geografía dificilmente sabrá si el río aludido brota de la imaginación o si se trata de una alusión directa al Mapocho santiaguino. Me parece que para una cabal evaluación de su significado y trascendencia conviene no olvidar la fecha de escritura ni las características entrevistas en los textos fundadores. Y acaso detenernos en algunos detalles de la tradición poética chilena.

Pues bien, a la isla chilena le cabe la gloria de ser el único país que en un cuarto de siglo recogió dos Premio Nobel, nada menos que en poesía. Gabriela Mistral en 1945 y Pablo Neruda en 1971. Pero ya decía que la insularidad de la literatura chilena acaba con La Araucanay elArauco domado. Lo quieran ellos o no, ese país no es una isla. Para mí, Chile siempre ha estado en el ojo de la turbulencia política, cultural y económica de Hispanoamérica. Recuerdo que cuando yo todavía era un jovencillo, no éramos cuatro gatos los que soñábamos con darnos el salto a Santiago para acercarnos a los Talleres de Literatura, embriagarnos en sus librerías y en el tinto añejo de los vascos. No olvidábamos tampoco que algunos intelectuales de la generación de nuestros padres, huyendo de la dictadura de Odría, habían encontrado refugio y serenidad en la isla del sur. Allí escribió Luis Alberto Sánchez alguno de sus más afilados ensayos, América, novela sin novelistas, me parece. Creo saber que Ciro Alegría terminó allí alguno de sus tochos. Sin hablar de nuestro querido José María Arguedas que, literalmente, se salvó entre los chilenos. Súmese a esto el caso de Rubén Darío, cuya obra más significativa fue escrita precisamente en Chile a inicios del siglo XX. De Santiago nos llegaban entonces los libros que más buscábamos.

Señalemos también que la primera vanguardia surge en Chile con poetas de estéticas muy diversa: el citado Vicente Huidobro y su teoría de los puntos cardinales, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Pablo de Rokha, y otros. Creacionistas, surrealistas, neosimbolistas, realistas mágicos. Las propuestas de cada uno de ellos están todavía vigentes cuando emerge la voz rotunda de Nicanor Parra en un medio entonces poco interesado por una motivación social que le diera realidad al mensaje. En un medio que ya no le da importancia a la idea de pertenencia a una escuela, dispuestos más bien a librar una batalla individual, siempre tentativa. Me parece que todo eso ocurre sin una ruptura generacional para incorporarse casi con naturalidad en la historia de la retórica del país.

Vistos desde fuera, quienes ilustran nítidamente la gama de tendencias estéticas que predominan en la generación del 50 son Enrique Lihn (1929-1988) y Jorge Tellier (1935-1997), sin olvidar al artífice del verso tradicional que fue Miguel Arteche. A Arteche le rondaban los fantasmas de los místicos, y escribía sobre un mundo que se quedó escondido en alguna corte de España. La poesía de Lihn, particularmente en La pieza oscura (1964), produce una impresión alucinante que no es ajena, sin embargo, al goce de una alta especulación filosófica; este poeta funciona a base de desordenadas esencias, señales que el hombre va reconociendo al azar en las casas iluminadas, en el cielo de la tarde, en los rostros equívocos de los parientes: la vida vista desde su lado mórbido. Jorge Tellier, con quien tuve el gusto de caminar en la oscuridad de Lima, tan fino él y tan duende, vivía oyendo el ruido de los viejos trenes, olfateando el olor de la lluvia, adivinando los colores entre las sombras, manejando imágenes como naipes, sintiendo ya la estocada de ciertas verdades definitivas.

Ya hemos llegado, pues, al meollo de las cosas, la Generación de 60 a la que pertenece Waldo Rojas. En Veinticinco años de poesía chilena (1970-1995), nos encontramos con 14 espadachines: Claudio Bertoni, Juan Cameron, José Angel Cuevas, Jaime Gómez Rogers, Oscar Hahn, Gonzalo Millán, Hermán Miranda, Naín Nómez, Floridor Pérez, Jaime Quezada, Waldo Rojas, Federico Schopf, Manuel Silva Acevedo y Cecilia Vicuña. A los que deben añadirse los poetas que aparecen en el número ya citado de la revista Digraphe: Omar Lara, Juan Luis Martinez, Thito Valenzuela, Gustavo Mujica, Miguel Vicuña.Esta generación marcó su presencia a lo largo de una década de intensa actividad social, política y administrativa, por ejemplo, en el marco de la descentralización universitaria que desenclavó y vivificó la vida cultural, favoreciendo la mutua permeabilidad de las expresiones culturales regionales. De este fenómeno la poesía de los jóvenes de entonces fue una de las manifestaciones más extensas. Un análisis de las grandes líneas que la marcan permiten señalar algunas orientaciones.

Por un lado de la isla poesía se hallan los que practican el tono épico con resonancias telúricas, convencidos de la misión redentora de la palabra por su capacidad para denunciar el lado oscuro de la condición humana, las injusticias y la opresión social. Por otros flancos suben los poetas de la mirada interior, con toques simbolistas, abiertos a los aportes cosmopolitas y desconfiados de los referentes inmediatos; preocupados más bien en la fragmentación del Yo, pues ya no creen en la idea romántica el poeta dueño de la voz que encarna a la sociedad. Entre unos y otros están los hijos de Parra, todavía seducidos por los efectos antiretóricos en las formas, la desmitificación de la realidad y la critica de los conformismos. Y entre muchos de ellos la herencia de ese loco maravilloso llamado Vicente Huidobro.

Regresemos ahora a una opinión vertida por Waldo Rojas en el N° 17 de la revistaTrilce, Madrid, 1982: “El poema ocupa un más allá del lenguaje que es un más acá de la comunicación tradicional, territorio de la opacidad de la palabra donde las palabras se pierden para otra causa que no sea la de su propia consistencia”. No se trata entonces en su poesía de un comunicar sino de un lenguaje para hacer surgir, para hacer aparecer. ¿Qué han hecho aparecer los citados « Ajedrez », « Proustiana» y «A este lado de la verdad», como decía, los tres únicos poemas con un “Yo” evidente?

En fin, ¿qué hay de la recuperación o negación de la tradición chilena en lo que estamos subrayando? Volvamos al río sin nombre de « A este lado de la verdad » : la orilla en la que el hablante se queda para ver si nace, el río que zanja el fluyente rencor de las piedras… en la que cuaja el verdor de la alimaña, si no alude al precio de la ruptura política, al peso de una ruptura moral, se inscribe tal vez en una vertiente del imbunche, una de las primeras figuras retóricas de esa tradición, como ya lo señalamos. ¿Estamos ante una deformación de la realidad o ante la lucidez de la palabra? Lo quiera o no su autor, ese poema está cargado por una enorme carga política dentro del contexto chileno, pese a lo que ya señalamos sobre la deslocalización del discurso. ¿Por qué? Porque está habitado de un anhelo de eternidad válido en donde sea. “Sueño un sueño en el que nombro a las cosas por su muerte” nos dice aquella voz que diagnostica el sobrenado de los peces hacia “la emboscada del copioso desove”. Parecerá un desatino lo que digo, pero les ruego que lo contextualicen. Estamos en septiembre/octubre de 1973, en los días inmediatamente posteriores a la ruptura del proceso democrático.

Pasemos ahora a la poesía escrita por Waldo Rojas en vida europea. ¿Que hace aparecer « Rosa Gris», poema extraído de Almenara (8). El subrayado es nuestro.

Rosa gris

Detrás de los pinedos y más extensa que ellos,
encubierta y batiente, creció para tu asombro
a todo lo amplio de la larga noche recia
la cercanía del mar
en acto baustismal para los ojos, para el sobrecogimiento
de todos los sentidos.
Para aquel instante tuyo que no creció contigo.
Tras el recinto de tu sueño esperó a tu edad
más impaciente
la vasta edad del Agua,
la primera certeza inamovible.
Eran las aguas sorprendidas en pleno estado de palabra.
El cuerpo de todos los hallazgos
y su voz ya próxima tendida hacia tu encuentro:
contra la mañana tumultuosa se iba irguiendo
la galana apostura, el don jamás desposeído
de la gran rosa gris.

Poema lleno de sombras, en el que destellan fogonazos de la memoria. ¿La memoria de quién? Nótese también el cambio de posición de la voz. En los poemas escritos en Chile estamos ante una oscilación entre la tercera y la primera persona. En los poemas posteriores, en los poemas europeos, el posicionamiento en la segunda persona es evidente. Ya hemos hablado de la presencia del agua desde el citado poema inaugural y que se puede observar a lo largo de esta poesía. Véase ahora cómo su valor se carga de otras densidades: “la vasta edad del Agua…/ aguas sorprendidas en pleno estado de palabra”. Está claro que cuando aparece El Que Entonces Yo Era esa voz alude a la pubertad o a la adolescencia. ¿Pero a qué momento de la vida se refiere cuando dice “aquel instante tuyo que no creció contigo”? Dejemos nuestras preguntas sin respuesta y trasladémonos al tercer poema de los seis que componen Deriva Florentina :

Reflejo de los puente, migración fluvial que nada agota,
el Arno, divisorio y pródigo, toma cuerpo esta vez
al pie de nuestra vigilia.
Cambiante monotonía del deambular del agua,
como un reptar de sombra en el pórtico de un solar en duelo
entra sin apremio mayor el volumen del puente
en la hendida paridad del equinoccio,
sin menoscabo, sin alianzas,
en pleno clamor de las dagas y el fustigar de los emblemas.
Ignora el puente los asaltos del asombro de permanecer
en pie,
el agua no abandona su hastío de no fluir sobre
otro lecho.

Ese nosotros que se presenta en “nuestra vigilia” es, qué duda cabe, el mismo personaje que detectamos en El Que Entonces Yo Era, víctima ahora de los asaltos del asombro y, quién sabe, como las aguas del Arno, en el “hastío de no fluir sobre otro lecho”.

No quiero terminar sin referirme, aunque sea brevemente, a Fuente Itálica (1990). El tono sombrío de esa voz de oráculo que habitaba en los poemas chilenos se carga aquí de luces, particularmente en « Ritratto de bambina ». La voz que la pinta quiere restaurar la gracia abolida, la plenitud idílica de un mundo de realeza, brocado y perlería, tras del que se agazapa la melancolía de quien rema aguas arriba de la historia con el anhelo de llegar tal vez a ese momento anterior al desbande: “No soy en su mirada el Otro de mirada alguna ahora que el que soy no me dictan tus ojos”.En « Piaza Navona», después de parafrasear a Quevedo, entra en una reflexión sobre la ciudad en la que las llamaradas de la observación se resuelven en esplendidas alegorías del conocimiento:

“Todo cuanto permanece es porque ha sido proferido.
Improbable que bebas de estas aguas, improbable
que de viva voz el acto que tu sed desdiga
se apegue en cuerpo y alma a tu palabra:
un sueño arrancado de su cauce las retuvo
en su remanso y nos retiene,
causa pura embancada en la zozobra de agosto.”

En fin, ya se han encontrado en esta pesquisa El Que Entonces Yo era con El Que Ahora Soy, los novios de Margarita La Rubia. Entrando en el terreno de la pura suposición, y para tranquilidad de este libidinoso, se me ocurre imaginar que laMargarita de « Proustiana», al correr de los años se ha convertido en la bambina delRitratto. Pero no sé en qué se ha transformado el hablante que las designa. Así que me queda sólo una preguntar al autor de esas figuras, ¿quién es ahora mismo aquél que entonces eras?

Jorge NAJAR.

París, enero de 2002.

NOTAS ___________
1. Fondo de Cultura Económica, Santiago de Chile, 1996.
2. “Dossier: Poésie chilienne 1973-1988”, París, 1999.
3. Editorial Universidad de Santiago, Santiago de Chile, 1997.
4. Ediciones Mimbre, Santiago de Chile, 1966.
5. Universidad de Ginebra, Suiza, 1989.
6. Ediciones LAR, Madrid, 1981.
7. Ediciones Letras, Santiago de Chile, 1971.
8. Ediciones Cordillera, Ottawa, Canadá, 1985.

 

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