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Comentario de Antonio Gil con ocasión del lanzamiento de “Los Insobornables” de Adolfo Pardo, el 17/12/1997

por Antonio Gil
Artículo publicado el 10/05/2019

Los-Insobornables-portadaHe tenido Los Insobornables, en este ejemplar de tiraje unitario (editado anteriormente por el autor), días y días guardados en el bolsillo de la chaqueta sin atreverme a abrirlo. Por supuesto que siempre he contado con una buena justificación para postergar su lectura. Tareas por hacer. sueño o lo que venga al caso en cada momento.

Un secreto temor nos impide partir, mientras algunas circunstancias personales, que no es el caso reseñar aquí, nos empujaban en un viaje vertiginoso. ¿Pero cuál es el miedo a Los Insobornables… Por qué le tememos al libro que se acurruca en nuestro bolsillo, ese sordo temor..? Vamos a ver:

Los Insobornables han sido para mí una obra de existencia mítica. Una leyenda con la que hemos aprendido a convivir a lo largo de los años. Un proyecto literario apenas entrevisto en textos seleccionados por ahí, sospechados las más de las veces por allá… Capítulos sueltos en extrañas separatas.
O comentados y referenciados mil veces por alguien que no recordamos, en un lugar que no logramos identificar en la memoria. ¿En el Taller 666… el etílico refugio López Velarde de la SECH… una fábrica de lámparas de papel encolado a orillas del canal San Carlos?… Quién sabe. Quién puede saberlo.

Y porque no admitirlo hoy, incluso en más de una oportunidad hasta llegamos a dudar de la real existencia del libro. Todo podía ser simple superchería literaria de los 80, gestada y gastada con el correr de los muchos días de singladura entre Las Malvinas y las escolleras dejadas en Berlín por el naufragio del Muro.

El natural temor de saber que la mitológica novela duerme ahora en uno de nuestros bolsillos nos llena de una sensación inquietante. No queremos enfrentarnos a la realidad, pero Los Insobornables están aquí y ahora, con sus páginas roncando como las olas del mar embravecido por donde navega el fabuloso Loncomilla.

No queremos tener que descubrir ninguna oscura verdad. Nos negamos a escarbar en este antiguo referente que ya ahora nos pertenece, personalmente, de alguna manera extraña e inefable.

No queremos enfrentar ningún desastre de construcción, de estilo o de estrategia narrativa. Ningún error en este arquetipo de novela del mar, redonda, perfecta en su existencia intangible.

No queremos vivir ni por un segundo la decepción y menos aún de la propia mano de esta vieja novela invisible.
Pero no se haga mi voluntad… sino la tuya.

Como decía, hemos cargado con Los Insobornables, clausurado, durante los últimos veinte días, en circunstancias curiosas. Siempre moviéndonos entre un lugar y otro, lo que sin duda se acomoda al espíritu errabundo de la novela… (Pero que tiene también como efecto colateral el que —ineludiblemente— se entremezclen la narración de Pardo con mis propias navegaciones).

Pero en fin, estamos aquí para intentar dar cuenta de lo que viví y sentí enfrentado a este texto inquietante. Una novela que desde su propio título, tajante y excluyente, parece apuntar con su dedo acusador hacia un mundo que se nos hunde, infectado de sobornos y corruptelas.

Cruzamos el barrio de Palermo en un tren que traquetea bajo la lluvia torrencial cuando, armados de valor por un par de ginebras, le entramos a esta misteriosa obra por la puerta uno, llamada El Desembarco.

Desde ese instante, y parodiando una frase del personaje del Judío, «¡nunca me había sentido más a gusto, por fin a salvo de las majaderías del amor!».

Busco, escaneando en el recuerdo, referentes literarios que me sirvan para encuadrar a Los Insobornables. Está Melville y su ballena blanca… Está Raimond Russel con su Locus Solus y sus Impresiones de Africa… de algún modo oblicuo quiero encontrar a nuestro Coloane, al viejo lobo Conrad… marinada la novela quizá con un fondo de Stevenson, en algo evocamos también su remota aroma… pero nada me ofrece fondo suficiente en realidad para soltar el ancla. No hay una costa conocida que me haga posible el cabotaje, ni faros ni balizas. Todo es Pardo, Pardo como un océano revuelto por los coletazos de las gigantescas ballenas jorobadas.

Una brisa liviana me trae un dejo de Cendras y su Moravagin, el que se desvanece al segundo siguiente. A fin de cuentas nada es reconocible en medio de esta niebla alucinante que nos lleva de sorpresa en sorpresa. Leo y releo varias veces el capítulo llamado Cabalística. Entro y salgo del Reino de los Cielos.

Bajo del tren y tomo otro par de ginebras holandesas en una esquina sin nombre, con el corazón dándome saltos en el pecho.

Los Insobornables delira de sus propias fiebres y va avanzando, a palo seco, rompiendo la resaca de mis cientos de lecturas desordenadas y miles de prejuicios librescos.

La idea de un manuscrito encontrado por azar, como el que alguna vez hallara un oficial de Napoleón en Zaragoza, pone al lector —desde el inicio— en un clima mental de curiosa ambivalencia. Siempre existe la lejana posibilidad de que en efecto se trate de un documento. ¿Por qué no? De un testimonio que se extravió para ser encontrado más tarde. Y así, la sensación de lo apócrifo predomina a lo largo y ancho del relato. Lo enriquece, lo pone en una perspectiva más honda. Más arcana. Con una duda siempre parpadeando en el fondo de todos los paisajes descritos y todas las cosas contadas.

No vuelvo ya a cerrar este ejemplar solitario. Es imposible abandonar la apretada trama. Y ahora, como por corte, estoy a 15 mil 500 metros de altura volando sobre la sierra peruana cuando, paradojalmente, me sumerjo en el capítulo llamado Segunda Jornada en Tierra.

Es sorprendente la tesitura del relato. Un trabajo de loutier, donde las palabras van ensamblando unas con otras, manteniendo la estricta coherencia de un hablante que observa y opina sobre lo observado, sin perder pie. Siempre el mismo tono, la misma cadencia de pensamiento que hace —con el mismo énfasis— detallados catastros de objetos, herramientas y alimentos o desgrana complejos pormenores acerca de las desconcertantes costumbres de una nación de amazonas.

Así navegan Los Insobornables esta mar rizada que es la escritura de Adolfo Pardo. Única en su género. Cautivante en su desmesura de sueño. Magnético en sus ritmos contenidos y sus viñetas, muchas veces cargadas por encima de la línea de flotación y escoradas por el peso de sus inauditos protagonistas.

Respiro con alivio. El gran mito sigue allí, tronándome entre las manos todo su descabellado argumento. Sigue bramando esta novela su marejada hasta el maravilloso cementerio de ballenas donde va a romper… a morir con su estruendo.

Y aquí, en un perdido atardecer limeño del barrio de Barranco, sentado en un escaño, nos quedamos mirando el harapiento ejemplar. Este volumen desarrapado, drizado sobre las rodillas.
Los Insobornables si existen. Si son una novela de buen calado que ha soportado los periplos infernales de todos estos años de Sur inclemente.

Por fin están aquí para ser leídos. Para dejarnos caer en el asombro de su oleaje. Toda duda se ha disipado. Aquí están Los Insobornables de Adolfo Pardo, con el Loncomilla, el Sefardita, el Capitán, el Onanista, el Argentino… esperando por nosotros.

Parodiando una de las frases del libro podemos decir:
—¡Bote, bote a la vista —grité extremadamente sorprendido de ver una embarcación tan insignificante en alta mar, a la vez que feliz de encontrar, después de tanto tiempo, una nueva cara, un rostro distinto que mirar.

Bajo la noche peruana avanzo con una sensación de alivio. Como si una nave que se había perdido hace mucho… hubiese aparecido de pronto en el horizonte, con todas sus velas desplegadas.
Como si un amigo -dormido por años- se hubiera incorporado de pronto en su cama sonriendo, como si nunca le hubiese ocurrido nada.

Antonio Gil

Ver, en esta misma revista, La aventura como destino, otro comentario sobre este mismo libro.
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