EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Nicanor Parra en revista “Huelén” de marzo 1982.

por Hernán Ortega Parada
Artículo publicado el 08/02/2012

I

Introducción
Ramón Camaño Cubillos (1945-1997), fue una figura imprescindible de la Revista Literaria Huelén (Santiago-1980-1984, con 14 números de colección), de cuya plana editora él fue director de Ensayo. Así como Paz Molina, de Poesía y Jorge Calvo, de Narrativa. A mí me cupo la administración general. Nuestro guía en el taller homónimo, fue Martín Cerda, ensayista clásico de esa calidad intelectual como no se ha vuelto a repetir en Chile.


Ramón fue el más incisivo crítico literario del grupo y, tal vez, el mejor lector de narrativa, teatro y literatura en general: siempre estaba adelantado a las ediciones extranjeras de nuestro tiempo que podían y “no podían” circular en nuestro medio. A la vez investigador literario y escritor versátil (ensayo, cuento –un libro publicado- y teatro con obra premiada; dejó obras inéditas como “Mi anfitrión: Chile”, extenso y prolijo registro comentado de autores extranjeros de visita en nuestro país, siglo XX). Era la época de la dictadura y nuestra publicación estaba rigurosamente vigilada (censurada) sin que esto fuera óbice para que Montero Abt publicara en “Huelén” sus “diabluras”, o diéramos a conocer poesía de Aristóteles España, o números dedicados con estudios especiales a Nicanor Parra (Nº 6, de Marzo 1982), Francisco Coloane (Nº 9, Septiembre 1982), Raúl Zurita (Nº 10, Agosto 1983), Luis Sánchez Latorre (Nº 13, Marzo 1984). Pero la huella de “Huelén” es otro capítulo.

Nicanor Parra fue un colaborador constante de “Huelén”. Imagínense. Fue muy cordial y generoso. Lo visitamos repetidas veces en La Reina y en Isla Negra (su oasis algunos años). En el original de la portada del Nº 6, firmaron Martín Cerda, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Ximena Adriasola, Teresa Hamel, entre otros, como adhesión a la figura señera del autor de la antipoesía, forma incomprensible para el miliciano.

Todas nuestras iniciativas eran señales luminosas de nuestro sueño libertario. A pesar de que tuvimos un “oreja secreto” inserto en el grupo de más de veinte poetas y narradores (aceptado también, con mayor secreto aún de nuestra parte, como escudo).

Este año 2012 se configura en el mundo, bajo la sabia orientación del escritor peruano Julio Ortega, una seria campaña para acercar el nombre de NICANOR PARRA al Premio Nobel de Literatura. Una vez más.

Yo quiero recordar que no he visto en los muchos estudios literarios sobre la obra de Parra la cosa sustancial y precisa que vio, y escribió, nuestro amigo Camaño. Camaño, poseedor de una memoria prodigiosa. Por esta razón revivo ese gran texto revelador, con inclusión de voz teatral, a veces juguetón e irónico en correspondencia con el carácter del personaje.

Hernán Ortega Parada (Febrero 2012)

 

 

Parra, divagaciones compulsivas
por Ramón Camaño C.

Cuando abandoné la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, en 1968, cierto entusiasmo juvenil por la música de moda dejábame entrever la existencia de los Parra como una gran familia de folcloristas; se deslizaba por ahí, de contrabando, que un hermano de Violeta e Hilda, llamado Nicanor, escribía poemas y hacía clases de Mecánica Racional. Por ese entonces mi experiencia poética se reducía a fastidiosos versos de liceo y algunos endecasílabos que mi abuela solía leer para aplacar mi inquietud, de modo que el llamado Nicanor ingresó a mis archivos como accidente biográfico de Violeta.

Unos años después, atrapado ya por los libros, viajé a Bulnes con mi padre que heredaba bienes. Entre los textos de una nutrida biblioteca desempolvé “Cancionero sin nombre”, primera edición en tirada de diez ejemplares y una dedicatoria afectuosa con letra adolescente del vate. Mi padre (don Fulvio Camaño, N. del E.) se defendió del interrogatorio. En efecto, sostuvo una relación con el poeta en un plano estrictamente fraterno de modo que no se creyera que él andaba también asonando locuras. Condiscípulos de liceo, aunque en distintos cursos, Nicanor finalizó su enseñanza y viajó a Santiago para regresar a Chillán convertido en maestro de sus propios amigos. Se efectuaron almuerzos de camaradería en la propiedad de mi padre: tal vez el embrujo de algunas copas provocó la malversación de uno de aquellos diez ejemplares históricos.

Por el setenta y seis o el setenta y siete, acudí a la Escuela de Ingeniería por unos documentos. Imperaba en la Universidad el sistema crediticio y era comienzo de temporada, de modo que el hall central se mostraba pletórico de informaciones al respecto. Uno de los créditos ofrecidos era “Literatura I”, con Nicanor Parra. ¿Por qué no puedo asistir –pensé- en calidad de ex alumno de esta Escuela? Infiltrado audazmente entre los alumnos regulares mi osadía colmó los límites cuando, en la segunda sesión del curso, Parra, que se paseaba con furia de extremo a extremo de la sala de clases con su rostro cuadrado y su nariz de boxeador mulato, solicitó a la concurrencia un trabajo inédito. Me levanté muy compuesto, con cara de santurrón, en medio de la expectación general. Semejante humorada produjo la apertura comunicativa. Del intercambio posterior de impresiones resultó que el poeta no olvidaba sus devaneos campestres de Bulnes: recordaba a mi padre y ambos hechos debieron influir en su paciencia para aceptar de buen grado muchas preguntas de mi parte.

Con gruesos rasgos, Parra fue estructurando el semestre, fundamentado en un método que él denominó de “divagaciones compulsivas”, y que en el fondo no era más que una asociación espontánea de temas porque, a su modo de ver, el curso había de orientarse para abrir el apetito de alumnos que al cabo consideraban la expresión literaria como una materia menor, un escollo en el campo de su formación matemática. Así vadeamos el arroyo, saltando de la lectura a la crítica, del modernismo al realismo mágico; disecamos un día a Paul Valéry, y, en la clase siguiente, el “Urinario” de Duchamp; además de la obra de cierto artista inglés que agrupó los números telefónicos de todos los John Smith, de Londres, en un poema. Todo ello nos fue presentado como conjunción de arte y concepto. El maestro llevó un visitante junto a quien expuso las trabas que nuestra lengua opone a la comprensión de los fenómenos físicos y cómo los idiomas van delineando formas de conducta y de pensamiento: el ruso, que no ofrece posesivos en su lenguaje delimita el concepto de propiedad individual; el francés, plagado de posesivos que impiden al ciudadano ver más allá de sus propias narices; el mapuche, exaltado por el visitante como lengua compatible con la compleja Teoría de la Relatividad. Mediante reseñas bibliográficas, Parra fijaba rumbos a la literatura del siglo destacando, por esclarecedores, “El Castillo”, “Ulises” y “La Montaña Mágica”. Entretanto, dábase maña para sentar posiciones referentes a su propio trabajo, cosa muy lícita si consideramos la antipoesía como artefacto aclaratorio de nuestro tiempo.

El muestrario de circunstancias y proposiciones supuestamente inconexas concluyó con la mención de un texto de Henri Lefebre (1), que formó parte de “Introducción a la Modernidad” (1962).

A partir de este hito, señalo que utilizaré a Lefebre sin previo aviso pues mi intención es acercarme a Parra con la complicidad del filósofo galo.

Según Parra, durante mucho tiempo acumuló antipoemas, artefactos y quebrantahuesos guiado por una suerte intuitiva, puesto que, a la vigencia y al éxito de la obra, no conseguía atribuirle razón específica; es decir, producir un efecto. En el artista estaba claro el deseo de provocarlo, lo que fallaba era la explicación de su naturaleza. ¿Dónde, en qué zona de la civilización se ubicaba una voz paternal? Entonces apareció Lefevre y le dijo:

–Don Nicanor, lo que usted busca nace con Sócrates. ¡Es la ironía socrática! La misma ironía que se reencarna en Montaigne, Musset, Heine y, generalizando, en el vidente de los períodos agitados, turbulentos, inseguros, cuando la gente se torna a él, se consagra a negocios importantes, cuando el porvenir depende de grandes decisiones, cuando hay en juego intereses inmensos y cuando los hombres de acción se entregan a la lucha sin reservas. En estos períodos siempre aparece un hombre vuelto hacia el público, preguntando a los actores para conocer si saben bien por qué arriesgan su vida, su felicidad o su ausencia de felicidad, sin contar con la felicidad o la desgracia de los demás. ¿Saben bien que están jugando y cuál es el juego? A ese hombre, ironista, las tareas del momento, aquellas mismas cuya urgencia reconoce, no le satisfacen. Escruta el horizonte y trata de apreciar el presente. Se da cuenta de los límites y de los intereses comprometidos y de las posibilidades de las tácticas momentáneas. Mientras que aquellos que las escriben se sienten obligados a creer en ellas sin reservas y a cubrir las apariencias ante sus partidarios.

¡Está claro! Es cierto que se ríen de usted. No importa. La ironía supone la conciencia aguda de un conflicto.

¡Es un caudaloso carente de fuerza resolutiva! No importa. Se trata de agravar la conciencia y el conflicto mismo más que resolverlo. El acento se coloca en distinto lugar pero hay una situación común en los dos casos: el conflicto que parece insoluble o cuya solución parece tan imprevisible que se puede esperar lo peor. ¿O no es eso lo que deseamos indicar cuando hablamos de Cristo y sus maderos infamantes, y nos extendemos en consideraciones acerca del tamaño de la cruz o de los clavos y de la huella que dejó sobre el suelo o de la distancia exacta que recorrió con el pesado armatoste?

Se le acusa de comediante a usted. Puede ser verdad puesto que el ironista representa una comedia: la del no-saber y la del falso conocimiento. Tiene un papel. Lleva una máscara. Y esta es su manera de desenmascarar los roles. Dice lo falso, ¡y sabe qué es lo falso!, para llegar a lo verdadero. Toma el papel de alienación para desalinearse y desalinear a los demás. Se encarga de este mal papel, ¡excúseme si lo estoy retratando!, y finge mala fe por necesidad, superándola por medio del fingimiento y superando, al mismo tiempo, la gran sencillez –fingida o real- de la buena conciencia.

En cuanto a su procacidad, caballito de guerra para sus detractores, digamos que usted se pretende inmoral –en la medida que se pretende ser “procaz”- es para salvar la moral o, tal vez, para descubrir una moral nueva. En el ironista cada posición o proposición encubre una contraria. Ya hemos dicho que usted finge. Con ello hace vacilar las certezas adquiridas porque las cosas que parecen tan bien lo que son y tan sólidas y tan “cosas”, haciendo tan bien su oficio de cosas, revelan su fragilidad.

Por último, don Nicanor, en lo que se refiere a su ignorancia… El ironista no sabe adónde va su ciudad ni el pensamiento de su época. Únicamente concibe los posibles, todos los posibles, más allá del horizonte de los posibles. Aquel que tal vez se abalanzará sobre la Tierra desde lo alto de su cielo como un ave de mal presagio. Quizás usted tiene sus preferencias entre los posibles pero no sabe cuál surgirá. Lleva al lenguaje –al “logos”- la vida de la ciudad, la praxis social y política. Revela sus contradicciones; luego, sus incertidumbres. Se contenta con preguntar. Se pone en duda a sí mismo. Querría saber adónde va el mundo, ese que usted observa en torno a sí mismo. Como teme lo peor, quiere el silencio. Quiere la muerte… ¿No es así, don Nicanor?

La lectura de Lefebre esclarece por completo la concepción antipoética de Nicanor Parra. Los mundos de la palabra y de la acción han fracasado y aunque el mundo moderno avanza con majestad -o sin ella-, suntuoso –o desaliñado-, opulento –o cubierto de harapos-, cada vez más brutal, más rápido y más ruidoso, no lo hace por las rutas previstas en la mente de los grandes cerebros del pasado siglo (XIX). Por consecuencia: el arte ha fracasado si entendemos por arte lo definido pretéritamente. El arte ha muerto ya por agotamiento de formas y contenido. Entramos en la esfera de las reiteraciones. Nos esforzamos por mejorar metáforas inmejorables y ello tiene bastante menos sentido que la búsqueda, el buceo en temáticas que no poseen la belleza original, que ya no son casi muestras de arte: el recuerdo, el tiempo pasado, el inventario, el balance, el informe de vida transcurrida, la autobiografía, el signo en la exterioridad, la pura mirada, el espectáculo puro, proceso sin salida y sin fin… El rasgo fundamental del espectáculo moderno es la puesta en escena de su propia ruina.

Cuando un problema matemático nos confunde, dejamos el escritorio y acudimos a un cine o a un parque público o, simplemente, alcanzamos la ventana para observar el desfile de los vehículos. De vuelta al escritorio, prontamente se detecta la causa de la perturbación y el problema se resuelve. Por qué –si el camino del arte toma forma de laberinto- no buscamos distancia y somos lúdicos. Juguemos con nuestros males.

Desdramaticemos. Como lo ha hecho Parra.

Total, como dijo Nietzsche, “Somos más libres que hayamos sido jamás para dirigir la mirada en todas las direcciones: no percibimos límite por ninguna parte. Tenemos la ventaja de sentir a nuestro alrededor un espacio inmenso, pero también un vacío inmenso…”

R.C.

El primer parágrafo, atribuido o inspirado por Lefebre, posee resonancias vivas en el lector de nuestro tiempo. Pero, subrayemos repitiendo aquella sentencia en el texto de Ramón Camaño: “El rasgo fundamental del espectáculo moderno es la puesta en escena de su propia ruina.” Sentencia profunda válida para la obra de Nicanor Parra, sentencia que mana de esa obra, tomada en 1982 por Camaño, bajo dictadura político-militar. Es una videncia escalofriante de hace treinta años atrás, para esta otra dictadura global.

En sintonía, el arte, en cualquiera de sus manifestaciones, no se ha renovado con el vigor suficiente en esta nueva era. Hecho, este último, que fija la importancia de la obra de Nicanor Parra, al renovar el lenguaje y enriquecer las imágenes sociales auténticas. Su influencia literaria en Chile y en escritores de habla hispánica es enorme.

Podríamos agregar que el valor moral de su rescate de la cosa social está prefijado en el testamento de Alfred Nobel.
O.

II

Sermones en La Reina

por Hernán Ortega Parada

“Los artefactos nacieron de la
explosión de los antipoemas”.
N.P.

Cuando el poeta habló, habló en propiedad sermoneando (La Reina, 26.04.81). La reencarnación del Cristo de Elqui (Domingo Zárate Vega) no es casual. Parra sabe “que algo anda mal…”, y lo dice en el lenguaje del pueblo, su lenguaje. No tiene empachos: él es pueblo puro. El Cristo de Elqui es pueblo puro. Ambas voces –aún literariamente- son coincidentes. En “La Promesa y la Vida” (Ed. Cultura, Stgo., 1948, Zárate dice: “Como me considero un admirador de los intelectuales, de la literatura y del libro, deseo contribuir con mi granito de arena acerca de lo que he podido observar”. ¿No se parece la voz del santón a la voz del poeta? Y, en estricto sentido, ¿no son poetas ambos? Los “Sermones y Prédicas del Cristo de Elqui” se publican casi treinta años después, cuando Parra tiene una certeza: su lengua tomó ya las proporciones de una solución. Él lo explica al pie de nuestra montaña santiaguina, en  estos que llamamos “sermones de La Reina”. Sin embargo, hay algo que entender primero: su discurso no es de líder, no ambiciona ser líder, ni ambiciona transformar la sociedad con su palabra. Él se sabe en evolución. Más bien espera que la sociedad –la tribu- cambie. “Yo soy más yerbatero que mago” parece ser su mejor autodefinición. Pero, hemos querido verlo diferente a esa apostura que nos tiene acostumbrados… ¿Por qué se le ve lejano, con una mirada que ya parece tener siglos y que parece que resistirá todos los vientos y todas las lluvias? Misterio. Él no aspira a parecerse a un moai. El espectador enmudece ante un monumento así. Él no quiere eso: quiere que el espectador sonría y tome parte de su juego. Diríamos que Parra puede ser un moai con sonrisa de huaso socarrón. Pero la tribu lo respeta justamente como a un moai.

Escuchemos su primer sermón:

-Hay un problema grave, es el problema del nuevo lenguaje. Si no se puede hablar como antes. Cambió la caja de resonancias y hay que aprender a hablar de nuevo. ¡Andando patitas…! El lenguaje antiguo está obsoleto, eso hay que entenderlo. Entonces, hay que ver cómo hablarlo ahora. Yo creo que los jóvenes van a resolver ese problema; los viejos ya no porque tienen que aprender a hablar un idioma nuevo. Principalmente, es el tono. Por eso mi trabajo, ahora, consiste en la búsqueda de ese nuevo lenguaje. Lenguaje que sea escuchado, que se imponga. Acaba de salir en la revista “Cosas” (23.04.81) un reportaje mío. Y la sensación es que ese lenguaje ya lo tengo.

Le preguntamos si considera que no pueden coexistir el narrador y el poeta en un mismo escritor. Pregunta natural que hace el aprendiz y a la cual, tajantemente,  responden los maestros que NO. Y ahora lanzamos esta consulta con la secreta esperanza de obtener reiteraciones valorizadas de antemano como necesarias. Sin embargo, Nicanor Parra, con brío y pasión, dice:

-De ninguna manera se topan. Especialmente yo creo que esa pregunta se responde sola si echamos un vistazo a esa entrevista de “Cosas”. Claro, porque el lenguaje antipoético en el cual yo estaba trabajando desde hace mucho tiempo parece que resuelve simultáneamente los problemas de la prosa y de la poesía. No es mi intención “pasar un avisito”…Pero, parece que resuelve eso simultáneamente. Porque es un  lenguaje que sirve para hablar de la vida real; no se trata de seguir por espacios literarios cerrados. La poesía, tradicionalmente, sobre todo los exotismos del siglo veinte, es una poesía de invernadero, una poesía de escritorio. Los temas que abordan los poetas, en general, no son temas que interesan a la mayoría de los mortales, punto uno. Y, en seguida, no tan sólo los temas son exóticos y elitistas, sino que el lenguaje con que se expresan los poetas es un  lenguaje distorsionado –digo yo- del lenguaje de la tribu. Es un lenguaje personal. Me parece que la poesía debe hacerse en el lenguaje de la tribu para que sepa todo el mundo de qué se está hablando. De lo contrario se está haciendo poesía para unos pocos. Ese es un punto de vista burgués para empezar: elitista, de perfumería en último término. Y de esta crítica son muy pocos los que se libran. El primero en librarse es José Hernández, el de “Martín Fierro”. Yo creo que él ha entendido a fondo cuál es el problema de la poesía, porque es un gran poema, un  poema extraordinario digno de ser comparado con los más grandes poemas de la literatura universal. Con el “Poema del Mío Cid”, con el “Romancero”, con “La Divina Comedia”… ¡y con  Homero! Ninguno de los vicios mencionados anteriormente aparece allí. No se trata de temas selectos y no se trata de una lengua cultivada. Los temas son comunes y la jerga, el lenguaje, es un lenguaje auténtico. Yo creo que estamos nosotros muy ofuscados. Nosotros los poetas andamos perdidos, sumamente extraviados.

-Esta idea, ¿la viene afinando usted con su propio quehacer?

-Mucho tiempo. Angustiado. Tratando de encontrar un lenguaje que realmente interese, que responda a una necesidad. A una necesidad social, evidentemente. Porque el paso de lo personal a lo social lo había dado yo hace algún tiempo. Pero estaba trabado todavía por las cadenas del surrealismo, del dadaísmo, de las corrientes europeas. Ahí hay una cosa que decir: ordinariamente se dice que el siglo 19 chileno es europeizante, y que en el presente nos independizamos. ¡Mentira! Nunca hemos sido más esclavos de Europa y de Norteamérica. Y estos conflictos no se tocan, no hay conciencia de ellos.

-Parece que los jóvenes poetas, los que han estado o están bajo la influencia literaria suya no entienden esa razón profunda sino que más bien se dejan llevar por lo exterior: sueltan sus lenguajes para abusar de descripciones superficiales.

– Es que el trayecto antipoético es muy largo y yo mismo no he llegado a la meta. Pero sí creo que estoy próximo a la meta.  En sentido de que todo este trabajo me permite ahora abordar el estudio de los problemas sociales y tengo entendido de que de una manera plausible; me refiero a la plausibilidad del lenguaje. Es lo primero que tiene que percibirse. Y esa plausibilidad, repito, tiene que ver con la correspondencia del lenguaje poético, supuestamente poético, del lenguaje de la tribu, del lenguaje hablado.

-¿Usted cree de verdad que puede haber un acercamiento entre las dos disciplinas: narrativa y poesía?

-Sin ninguna duda. El problema que yo acabo de enunciar para la poesía es idéntico para la narrativa. La diferencia que hay para mí entre prosa y poesía es la siguiente: la prosa es una poesía floja y la poesía en sí es una prosa condensada, es una prosa densa. Es la única diferencia, no hay otra. Y no estoy solo en este planteamiento: Cardenal sustenta esta misma posición. Yo sustento la misma posición que él.

-Hay narradores que dicen que no quieren saber nada con la poesía, que no la entienden y que no les interesa.

-Es, justamente, problema de lenguaje. Es el problema de la prosa. Por otra parte, hay un lenguaje que tradicionalmente se llama “literario”. Los jóvenes suelen decir: el lenguaje de los viejos está periclitado, y, entonces, a cambio ofrecen otra jerga personal, otro lenguaje “literario, otra retórica que también está vieja, y nunca dan en el blanco. Quien entendía muy bien esto era la Violeta. Ahora, cuando yo hablo de lenguaje, de lengua de la tribu me refiero al lenguaje hablado, el de la calle, el de todas partes. Le doy un ejemplo: “Está bien que me pase por imbécil”. Antes esta frase no tenía nada que hacer en la poesía. Pero así habla el chileno. Se trata de demostrar cómo habla la tribu. No se trata de ninguna otra cosa. Lo que dijo ese señor de sombrero alón y de corbata de rosa… ¡esas son chivas del modernismo, de la belle époque! Pero estamos tan lejos de sospechar siquiera el planteamiento del problema.

-¿Y qué pasa con Rimbaud?

-Ese tiene un lenguaje de la tribu: “He terminado por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu”. Así se habla. Pero los poetas creen que hay que escribir de otra manera. Aquí, a veces, yo veo libros como si la Mistral, Huidobro y Neruda no hubieran existido nunca. Y, en vez de ir más allá de la Mistral, más allá de Huidobro, más allá de Neruda, en vez  de asimilar todo eso críticamente… ¡No, señor! ¡Atrás! Y, además, un atrás fantasmagórico… (Cambiando de tema, sin pausa). El problema fundamental del mundo, del mundo en estos momentos, es el problema ecológico, subsistencia del hombre como especie. Los problemas poético-literarios, y hasta políticos, vienen después. Primero: la supervivencia en el planeta. Hay que estudiar un poco esto, meterse en la filosofía ambiental. Desde ahí se puede avanzar. ¿Desde qué otra parte se puede instalar un puente? ¿Desde un concepto literario difuso?

-Hay poetas chilenos que vienen marcados por la “tensión de la palabra”, por la magia, por el sueño y otras cosas, por un lado, y, por otro, por filosofías trascendentales o sometidos a creencias orientalistas, ¿qué opina sobre esto?

-Yo voy a ser muy duro, por razones didácticas. Yo creo que esos dos planteamientos anteriores son anacrónicos. Son líneas cerradas. Así, a priori,  yo creo que están condenados. La historia va a barrer con ellos. La historia es muy cruel.

-¿La antipoesía es la solución?

-Con el lenguaje antipoético se pueden contestar preguntas concretas. Eso es lo importante. La antipoesía no es una manera de escribir sino que de hablar, o sea, de vivir. Yo desafío a los profesores de literatura, a los retóricos, a que estudien mis poemas con lupa. El punto de la métrica yo lo tengo resuelto. Porque si no estuviera resuelto, lo mío no funcionaría. Cuente por ahí: once sílabas por verso. Hay endecasílabos elásticos, que bajan a diez o suben a doce para evitar la monotonía de la lectura. Si no hago esto la respuesta resulta con un sonsonete. Y, debido a ese sonsonete, no se le podría tomar en serio. Entonces, uso endecasílabos hablados, hieráticos muchas veces. Y ya tengo el oído formado. A veces necesito versos cortos y a veces otros más largos para que se vaya equilibrando la cosa. Ritmo, movimiento, color, respiración. Si alguien oye esto dice: “Este tipo está hablando en prosa”, pero estoy hablando en verso. Esta es, entonces, la solución que afecta simultáneamente a la poesía como a la prosa.

Yo soy más yerbatero que mago
No resuelvo problemas insolubles
Yo mejoro yo calmo los nervios
Hago salir el demonio del cuerpo
Donde pongo la mano pongo el codo
Pero no resucito cadáveres putrefactos
El arte excelso de la resurrección
Es exclusividad del divino maestro

De “Sermones y Prédicas del Cristo de Elqui”.

Elinor Comandari preguntó cierta vez: “Hay quienes afirmaron que usted era un cadáver literario. ¿Qué le detonó internamente? ¿Qué ha hecho para desmentir esos rumores?” Parra contestó: “Eres feliz cadáver eres feliz / en tu sepulcro no te falta nada / ríete de los peces de colores”.

De: Revista Literaria “Huelén”, Nº 6, Marzo 1982.

 

[1]  HENRI LEFEVRE (fr.1901-1991). Filósofo marxista humanista, expulsado del Partido Comunista francés en 1958. Profesor en La Sorbonne y en Estrasburgo, primero de Filosofía y finalmente de Sociología. Intelectual que ejerció enorme influencia a través de su pensamiento, una vasta obra escrita, acerca de la ciudad, del espacio social, la vida cotidiana y la modernidad.

 

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