Resumen:
Reseña del relato Una en un millón del escritor chileno contemporáneo Rodrigo Juri. Desde el pequeño nicho literario que constituye actualmente la ciencia ficción en Chile, este autor nacional nos presenta una narrativa en la vertiente más noble del género, en aquella capacidad artística y especulativa que le permite desfigurar la realidad para presentarla a través de un nuevo prisma, nostálgico y estimulante.
Palabras claves:
Ficción especulativa, ciencia ficción chilena, literatura de ideas, Rodrigo Juri.
El relato Una en un millón, de Rodrigo Juri, me significó, tras su lectura, dos días de introspección hasta tomar la decisión de escribir esta breve reseña. Tuve ciertas discusiones con aquel superyó del aparato psíquico, siempre tan estricto y tan severo, y fue finalmente una apelación a la virtud platónica de la justicia, de dar lo que es debido, lo que me terminó de convencer por proceder. Debía plasmar, en este caso, un justo reconocimiento.
Aún no conozco a Rodrigo Juri en persona, y por lo mismo quise narrar este comentario antes de que eso fuera a suceder, dejando de lado la mayor cantidad de reciprocidades inconscientes. Y toda esta parafernalia discursiva que he utilizado de preludio encuentra su razón en que no haré una sentencia liviana. Diré primero, indirectamente, que el relato pertenece a ese glorioso diez por ciento que establece Theodore Sturgeon con su conocida ley. Y diré después, directamente, que en lo que respecta a la ciencia ficción chilena, Rodrigo Juri ha escrito, en mi opinión, una obra maestra. Tal cual. Así lo creo. Y para quien todavía esté leyendo estas palabras, indico dos cosas antes de arrojarme al análisis: primero, puede que haya spoilers; segundo, le recomiendo bastante leer el cuento en cuestión, publicado y de fácil acceso en la Revista Axxón y en el Sitio de Ciencia-Ficción.
Una en un millón no es un cuento «corto». Con casi nueve mil palabras, algunos podrían clasificarla en la categoría de novelette, pero es evidente que guarda el espíritu del relato breve, del short story norteamericano, tal como ocurriese, por ejemplo, con Nightfall, del buen doctor Asimov, o A Martian Odyssey, de Stanley Weinbaum. En mi caso, no soy para nada un lector veloz; soy un lector pausado, que no devora lo que encuentra. Más bien le doy mil vueltas a un párrafo si me termina cautivando, o incluso a una oración. Y cuando me senté a leer el cuento de Rodrigo Juri, no anticipé lo que me iba a tardar. ¿Resultado? Un par de tazas de café bien pasada ya la medianoche. Pero valió la pena.
El relato es ciencia ficción pura, sin que exista duda alguna en su clasificación, sin ningún tipo de excesiva hibridación que lo haga divergir del dinamismo del género en cuestión. Y es ciencia ficción ejecutada de manera hermosa. Los conceptos tecnológicos descritos no exigen vacíos de lógica científica: son simples pero certeros. Plausibles. No todas las concepciones, podría alguien argüir, son nuevas (robots, inteligencias artificiales, un cilindro espacial tipo Rama), pero en este escenario aplica perfecto lo que un personaje del escritor David Mitchell, en su novela Cloud Atlas, dijera: es el cómo, no el qué. Y aun así, sí existen trazos diáfanos de originalidad, además de contemporaneidad: Una en un millón tiene inscrito en su contenido la globalización del mundo actual, la rapidez y la conectividad. Y Rodrigo Juri lo expresa con gentilicios y lugares geográficos que otorgan al relato una estética elegante, curtida. Y es, a la vez, con uno de estos gentilicios que el escritor nos hace una alusión particular a quienes compartimos su misma nacionalidad: el chileno del relato, el que aparece de manera tan efímera en esta historia protagonizada por Luis Javier Fontiveros. Es una invitación, un estímulo a ser partes de este gran teatro, con humildad, a mantenernos presentes ahí en la obra hispanoamericana, seguros de nuestro aporte sin tomar en cuenta las fronteras; objetivo que esta obra logra por completo: la capacidad de ser leída no tan solo en Chile, apelando a mucho más, apelando a cualquier individuo que desee recorrer sus líneas en lengua cervantina.
Habiéndose cumplido la dimensión científica, y todo lo que ella significa, nos encontramos entonces con el núcleo unificador de este relato: una trama excelente, pulida, cautivante y, muy importante, emotivamente vigorosa. La prosa del autor contribuye considerablemente a lograr aquello: Rodrigo Juri es capaz de evocar imágenes que surgen sin esfuerzo en la mente del lector y que perduran y lo acompañan tanto en la lectura como después de ella. Ambientaciones que adquieren viveza perceptual, desde palmeras que desfilan mientras Luis Javier se transporta en automóvil, hasta una luna llena que «brillaba en lo alto mientras su reflejo se rompía en mil destellos sobre el suave oleaje que acariciaba la orilla». Y eso es tan solo introductorio, porque hay pasajes completos que resultan majestuosos, como aquel jugueteo entre Luis y Estela en los mares del Caribe, tan llenos de inocencia y juventud, con un Luis adolescente que se nos obliga a contrastar continuamente con su propio yo demacrado del futuro, ya con décadas que le han ido desgastando. Y en estos aparentes claroscuros destaco un segmento en específico: la redacción casi en paralelo entre la muerte y el primer contacto amoroso, ambos ríos, llamaradas peregrinando por la piel, «haciendo que el universo entero explotara y que volviera a nacer».
Y también están los pequeños detalles del lenguaje…
Una en un millón está escrita en primera persona conjugando los verbos en plural. Al ser un relato de ciencia ficción sabemos que algo esconde tal recurso. Y, en mi caso, fue uno de los elementos que me mantuvo expectante hasta el punto final. Dos veces, solo dos, percibí el cambio al singular, aquel momento en que Luis Javier nos dice: «Lejos de todo aquello que pudiera recordarme lo que nos habían hecho», y después, teniendo un efecto aún más enérgico, cuando el protagonista enuncia: «Estela y yo».
Estela y yo: después de la ciencia y de la prosa viene el símbolo. Viene Estela, la Estela de todos y cada uno, la que nos hace dos y no tan solo uno. Pero antes de la esperanza hay que soportar el desengaño. Luis Javier Fontiveros nos contagia su melancolía y su temor alienante ante lo obsceno que le resulta la idea de ceder su cuerpo, su integridad, al recipiente de una máquina. El miedo enajenante se nos impregna: el dualismo cartesiano resulta inquietante, la idea de una de separación de mente y cuerpo. Acompañamos a Luis en su enamoramiento de la dulce Estela y nos vamos asustando con la intriga de la naturaleza de su amada. «Sospechamos que el destino existe y que es una fuerza inexorable», dice Luis, y no sabemos si aquello es un buen o mal augurio. Hasta que nos fustiga el diálogo revelador, las palabras del padre de Luis, y no hay retorno ante la verdad desvelada. La pureza resquebrajada no por la experiencia, sino por la voz ajena. La belleza de Estela resumida a «un cuerpo de carne con un cerebro de computadora». «Haremos miles de copias de ella…», dice el padre. ¿Acaso no hay en este fugaz y breve discurso paternal la crudeza maníaca del deseo varonil? ¿Acaso no se nos revelan los infiernos del Eros? Ella…, desgarrada de humanidad y, peor aún, de singularidad. Pero ¿es eso posible en la mente sincera del amante? La paranoia masculina concretada, el deseo de posesión despojado de sentido. Y sin embargo se nos da la oportunidad de una redención final. Porque, así como lo previo son nociones que surgen en la mente inmadura de Luis ante un discurso cruel, nuevas nociones son posibles de engendrar al comprender que la unicidad y la importancia las otorga uno mismo, y ahí encuentran su validez.
En Estela hay una multiplicidad de símbolos y espejos. Al final del relato revivimos el dolor de Luis, de ver lo que ha vivido tildado de artificial, de virtual, de falso, quedando a nuestra merced el decidir, o más bien comprender, que nada es irreal. Que nada es completamente una ficción. «¿Cuántas veces se está repitiendo la misma escena?», se pregunta un Luis Javier Fontiveros. Y se entrevé la reverberación del infinito mientras exista alguna capacidad cognoscitiva. El final es duro, punzante: el lector también ha tenido a Estela y se le arrebata, por momentos, de igual forma. Y de allí no se puede contener otra pregunta: ¿cuál es la Estela que nos corresponde?, ¿cuál es la nuestra? Y no en el sentido meramente romántico hacia una persona, sino en un sentido más abstracto: ¿qué es nuestra Estela?, ¿cuál es ese ideal prístino que se nos puede intentar arrebatar, contaminar? En esta cantidad de recipientes semánticos, llegué incluso a vislumbrar la misma ciencia ficción como nuestra Estela, a veces amenazada por patriarcas literarios, tan reales como inventados; esa Estela que se ha repetido millones de veces y sin embargo se siente única en cada uno de nosotros. Una alegoría lóbrega en primera instancia, pero que rápidamente da paso a la esperanza ya mencionada, a la luz vislumbrada.
Una en un millón es uno de esos relatos que nos vienen a recordar que la ciencia ficción no es un simple adorno literario; no debe serlo. Es un mundo fértil de interrogantes y soluciones nacidas de sus principios como ficción especulativa, capaz de desfigurar la realidad para presentarla a través de un prisma que busca al observador necesitado de tal reflejo.
¿Qué nos deja este relato? Nos deja, pues, una Estela.
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