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Zurita o el poeta como redentor.

por Fernando Gil Villa
Artículo publicado el 29/07/2012

¿Necesitan los pueblos un mesías? Tal vez, sobre todo en el caso de profundas crisis económicas y políticas. En esos tristes periodos los taxistas se quejan de que ni Zapatero ni Rajoy tuvieron la autoridad suficiente como para sacar al país del agujero. Emerge entonces la fantasía de un líder padre que se haga cargo de la situación. Pero en el caso de que el cirujano de hierro tome las riendas, tarde o temprano acabará llevar a sus confiadas ovejas al matadero provocando un trauma colectivo. La posterior transición democrática necesitará el complemento de una operación de psicología social que cure la herida, que ritualice el duelo, porque el susto (y por tanto parte del espíritu del diablo) todavía está vivo en el cuerpo de la nación.

El pueblo busca entonces un nuevo mesías, sólo que ahora “blanco”, antiautoritario, en realidad una especie de anti-mesías cuya misión, no obstante, sigue siendo la sanación, la pacificación espiritual necesaria para lograr la redención. Instintiva e insensiblemente, el pueblo sustituye, en términos de Weber, la “ética de la convicción” por la “ética de la responsabilidad”, la lógica de la política –imposible de separar de la violencia y la revancha- por la lógica evangélica de la paz (Weber, 1981:163). El candidato más adecuado sería una figura religiosa, pero la tendencia de la secularización hace que en la época moderna se deba encontrar un equivalente funcional laico. Se vuelven entonces las miradas hacia los intelectuales y de modo especial hacia la figura del poeta, que comparte con la del religioso la misma raíz profética. “El poeta sirve para rebelar más que para entretener”, observa Antonio Colinas en El sentido primero de la palabra poética. (Colinas, 2008: 24).

Como aparte de la divina, la única palabra, el único saber sagrado, es el científico, para ser legitimado el poeta tendría que aceptar la condición de convertirse en investigador. Con este punto de vista se puede limar algo el debate sobre la relación entre la política y el arte. Una primera visión se centraría en dos posturas opuestas. ¿Sirve la poesía para demoler el edificio de la Dictadura franquista?, le preguntó Jesús Fernández Palacios a Jaime Gil de Biedma. Respuesta contundente: “No, desde luego que no. En absoluto, no. La misión de la poesía nunca ha sido esa” (…) “Durante algunos años fui marxista bastante activamente”. Alguno de sus poemas, efectivamente, constituyen “claramente un análisis marxista”. Pero, -añade-, dicho poema, “no se queda ahí, claro está, si no, no sería un poema” (Gil de  Biedma, 2010: 1284-1285).

Aparentemente, la postura contraria quedaría ejemplificada en trayectorias cuya identidad gira en base a su pasado antidictatorial. Tal es el caso de Raúl Zurita, probablemente el poeta chileno sobre el que más abunda la crítica literaria en España en los últimos tiempos. El prestigioso Premio Nacional de Literatura le fue otorgado envuelto en el papel de regalo de la polémica ideológica. La ministra de educación tuvo que salir al paso, en agosto del año 2000, declarando que el jurado no había utilizado criterios políticos. Demostrar tal acusación es casi imposible. Es más fácil argumentar la obsesión del poeta por el pasado político. Refiriéndose al día después del golpe de Estado, afirma: “Mi decisión, entre comillas, artística, fue: Ese día será mi día eterno. Para el resto de la vida” (El País, 07/07/2012).

Zurita mantiene una clara identificación con algunas de las figuras míticas que informan del paradigma heroico de la investigación. Uno de sus libros se titula sintomáticamente Inri. El poeta asume el papel de un cristo crucificado por causas políticas (Herodes como Pinochet) mejor que ninguna otra figura pública, precisamente porque, como tal poeta, tiene la virtud de encarnar el verbo, de establecer su identidad sobre la palabra primigenia. En ese sentido, cabe preguntarse si la concesión del premio no es un acto simbólico generado, consciente o inconsciente, por una necesidad colectiva de rendir honores a todas las víctimas de la dictadura, encarnadas en el poeta vivo. Éste a su vez correspondería, también de manera relativamente consciente, cultivando el estigma de dos maneras: haciendo monotemática su obra y propiciando una cierta imagen. “Como los filósofos griegos y los profetas –comenta el periodista chileno Patricio Fernández en el recién citado reportaje-, es calvo y tiene una barba deshilachada”.

Asumir el rol de profeta consiste, precisamente, en glosar la historia con fines morales, por medio de parábolas versificadas, basándose en el ciclo mítico de sufrimiento, muerte y resurrección. La última de estas fases supone imitar la creencia en un futuro de esperanza, un mundo utópico representado en una democracia plena donde se verifiquen los ideales de igualdad y libertad y  cuya llegada es incierta pero probable. Ahora bien, dado que en el arte de la poesía opera la máxima –encaminada a la distinción- noblesse obligue, es decir, como la ciudadanía a la que sirve aquélla debe guardar ciertas distancias respecto a su trasunto mítico, en este caso católico, es lógico que la parte de la resurrección sea la menos elaborada, tímidamente sugerida apenas, un subdesarrollo que se puede además maquillar con una pátina de timidez y de arrobamiento seductor que implica este tipo de licencia poética. Así, en el epílogo de Inri, el autor repite la letanía: “Cientos de cuerpos  fueron arrojados sobre las montañas, lagos y mar de chile”, y añade: “Están muertos”. Pero es un certificado dudoso, pues antes había observado: “Todos los cuerpos arrojados sobre las cordilleras, ríos y mar de Chile, flotan en el viento. Se han devuelto al cielo y flotan. Resucitadas olas…”(Zurita, 2004:115).

Recibir el Premio Nacional de Literatura podría suponer la “consagración” de una trayectoria, el reconocimiento colectivo de que el poeta no sólo hizo méritos a lo largo de los años, atravesando épocas de escritura, obra tras obra, en un largo ascenso, sino que, además, logró reflejar en su mismo contenido el sufrimiento. No es sólo que el camino sea largo y arduo, y en ese sentido, suponga un trabajo para el autor; es que, además, el tema narrado es el sufrimiento, el diario de los padecimientos del camino. La obra es un registro de las muertes, de ahí que no pueda ser ignorado por los políticos de la cultura, encargados de proteger los archivos y testimonios orales y escritos (la poesía es la mezcla perfecta de los dos) como patrimonio nacional.

Esto probaría que el material de que esta hecha la poesía en este caso es pura investigación. El poeta investigó las muertes y escribió su informe. El poeta, como el investigador, sufrió un calvario, tuvo que atravesar su desierto como prueba de iniciación. “Hay un poema de Anteparaíso –explica el autor en otra entrevista- que para mí es como la síntesis. Se llama Pastoral: Chile entero es un desierto” (1). El poeta, en definitiva, se hizo héroe (y en ese sentido se realizó).

Siendo esto así, lo ideal sería que el poeta se viera de alguna manera obligado a corresponder al pueblo y sus gobernantes, tras el reconocimiento obtenido, culminando su carrera con un postrero esfuerzo. La idea de un final para la obra, no sólo para cada obra, sino para toda la obra, el pre-juicio de que todo tiene que tener un final, ilustrador de toda una concepción cultural occidental y moderna, haría caer al poeta en la tentación de publicar Zurita, primero en Chile y ahora en España. Se trataría de una especie de Poema Total, una mezcla de las dos posibilidades de Libro Total señaladas por Barthes: el Libro Suma, enciclopédico, omnicomprensivo y el Libro Puro, un libro “breve, denso, puro, esencial”, soñado por Mallarmé (Barthes, 2005 : 251). De ahí que Zurita tenga 800 páginas y pese a ello aspire a ser esencial. El apellido es la parte del nombre completo que más compartimos con nuestros paisanos. Al optar por él, el autor da a la obra un valor notarial, estableciendo un diálogo complementario y deudor con los políticos democráticos culturales, como si dijéramos: yo, en represtación de todos los González, o Zuritas de este país…. “¿Quién, qué poeta, en cuál lengua, escribe hoy un libro suelto sustentado en semejante ambición?”, se pregunta Edgardo Dobry en su artículo “Una visión imponente” (El País, Babelia, 07/07/2012).  De esa forma, el poeta quedaría, ahora sí, consagrado, porque su escritura es ya sagrada escritura.

El camino de Zurita muestra, en primer lugar, que no es fácil dividir a los poetas en dos simples bandos, según sean partidarios o no de unir la poesía a la lucha o toma de conciencia política.  Porque la función del poeta rebasa con mucho la lucha ideológica, y por tanto de revancha, inscribiéndose en la dimensión de la crónica (poética) de las tragedias del mundo, algo que le hace falta al pueblo para otorgar sentido a su historia. Para ello, el poeta se transforma en investigador, más concretamente en arqueólogo que busca orígenes sin creer en ellos, en practicante de la genealogía, análisis de la procedencia que “permite disociar el Yo y hacer pulular, en los lugares y posiciones de su síntesis vacía, mil acontecimientos ahora perdidos” (Focault, 1988: 26). El poeta debe historiar las ruinas, narrar las crónicas de los vaivenes de los pueblos, dibujar los ciclos centrándose en los declives. Debe ser también arqueólogo forense. Recordemos la letanía  (una vez más la letanía) de la cantata Santa María de Iquique de Luis Advis: Un niño juega en la iglesia Santa María. Si juega a encontrar tesoros, qué encontraría. El poeta asume ese mandato. Todo el mundo comprende que su figura encaja bien en la del infante. Por otra parte, el niño representa con su curiosidad al investigador. El poeta asume la misión espeleológica. Sabe que en toda cueva pueden encontrarse restos humanos, igual que en medio del desierto, lo mismo que en el fondo del mar. Montaña, desierto y mar.

En segundo lugar, la obra del poeta chileno puede servirnos para pensar las contradicciones que acechan a los creadores en las circunstancias actuales. Porque la poesía en sí misma no redime. Para hacerlo necesita de un vehículo personalizado, el poeta. Pero aquí se da una paradoja. Por una parte, es necesario que aquél asuma la función de encauzamiento redentor de la poesía, pero por otra parte, todo hace entrever que no es del todo consciente de las implicaciones que supone ese rol.

La línea que separa al antihéroe del héroe es muy delgada, dado que se dibuja sobre el equilibrio inestable entre el bien y el mal. A la postre, el juego es bastante complejo, plagado de provocaciones y de consecuencias no deseadas. Uno no puede ser sólo paloma, sentenciaba Baltasar Gracián en su Oráculo manual y arte de prudencia, sino una mezcla de paloma y de serpiente, “no quiera ser uno tan hombre de bien, que ocasione al otro el serlo de mal” (Gracián, 2011:415).

Si el poeta juega como un niño no podrá controlar tales efectos, porque el niño, cuando juega, no vigila epistemológicamente sus acciones. Tampoco algunos investigadores diletantes, aquellos que se toman el trabajo autorial literalmente como una “excursión”. En el otro extremo estarían quienes asumen igualmente el carácter expedicionario (compatible con la arqueología) de la poesía, siguiendo a Emerson, con “la sensibilidad suficiente para entrar en esa región” -la región del mundo, “Porque la poesía estaba toda escrita antes del mundo” (Emerson, 2010: 219)-. Pero con un espíritu de sacrificio como rasgo definitorio clave. Para distinguirlos podríamos establecer un paralelismo con el deporte. De una parte el amateur inconstante. De otra, el profesional centrado en batir records. En definitiva, el poeta como arqueólogo y explorador, como redentor científico, será más o menos masoquista según aspire a ser más o menos héroe. El problema está por tanto en la ubicación. Porque todo masoquismo exige su reverso sádico en la misma medida que toda soledad poética es relativamente falsa al hacerse (al quererse) pública. Al final, cabe dudar si el poeta que entra en estos juegos se pregunta a sí mismo lo siguiente: ¿queriendo ser yo un anti-héroe que lucha contra los super-héroes, no estaré queriendo ser un héroe? La cuestión, claro está, no tiene sentido si eximimos al poeta de sus obligaciones epistemológicas, disculpándolo como hacemos con un niño. Pero aquí partimos de un presupuesto diferente: ningún trabajador adulto está exento de obligaciones éticas, incluyendo artistas y poetas. No se vale aceptar la poesía como sustituto trascendental de redención de un pueblo y al momento siguiente disfrazarse de niño excéntrico e irresponsable.  La llamada licencia poética no es una carta blanca en el territorio de la moral pública.

 

Bibliografía
Colinas, A. (2008). El sentido primero de la palabra poética. Madrid: Siruela.
Barthes, R. (2005). La preparación de la novela. Buenos Aires: Argentina.
Emerson, R.W. (2010). Obra ensayística. Valencia: Artemisa.
Foucault, M (1988). Nietzsche, la genealogía, la historia. Valencia: Pre-Textos.
Gil de Biedma, J. (2010). Obras. Barcelona: Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores.
Gracián, B. (2011). Obras completas. Madrid: Cátedra.
Weber, M. (1981). El político y el científico. Madrid: Alianza.
Zurita, R. (2004). Inri. Madrid: Visor.
— (2012). Zurita. Salamanca: Delirio.
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1. Ver entrevista de Manuel Toledo, para BBC Mundo,
Raúl Zurita: «Deberíamos estar llorando»
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