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Biografía de mi Biblioteca. El valor social del relato.

por Rogelio Demarchi
Artículo publicado el 03/12/2014

Mark-Twain

 

Ver también:
Biografía de mi biblioteca. 1
La literatura es un juego

 

1. Entre los múltiples fenómenos que marcan la historia de una biblioteca, cuando me dispongo a escribir sobre Mark Twain, habrá que consignar los cuatro siguientes.

Primero, las pérdidas. No están todos los libros de Twain que debieran estar. Y no falta uno, sino tres: Las aventuras de Tom Sawyer, una edición independiente de El diario de Adán y Eva, y una antología muy particular de sus cuentos (como objeto, quiero decir, porque tenía un diseño oblongo, con una tapa de papel muy delgada y un papel viejo), que se titulaba El robo del elefante blanco… Ahora que he escrito que se trataba de una antología, dudo: puede haber sido directamente una reproducción del libro de cuentos que Twain lanzó con ese título, en 1882.

En alguno de ellos, casi seguro que en el Sawyer, además, recuerdo haber guardado un par de recortes periodísticos pequeños, que comentaban las ocurrencias de Samuel Langhorme Clemens, más conocido como Mark Twain, que no sólo fue un escritor genial sino también un periodista notable. Uno de aquellos recortes periodísticos giraba alrededor de un artículo que escribió a propósito de una campaña contra el tabaco. Presentaba su compromiso con el asunto a través de un decálogo que no tenía desperdicio y que decía cosas como, uno, prometo no fumar dos cigarros al mismo tiempo, dos, prometo no fumar mientras duermo. En el otro, el tema era el periodismo, que estaba en el centro de un excelente aforismo que se le atribuía y que se desarrollaba, por lo que recuerdo, en dos cláusulas: cotidianamente, compro varios diarios porque quiero estar bien informado; pero no los leo nunca porque no puedo estar mal informado.

Todo lo que ha quedado de él en mi biblioteca, entonces, es Las aventuras de Huckleberry Finn; una edición conjunta de El diario de Adán y Eva, El billete del millón de libras y El hombre que corrompió Hadleyburg; y Cuentos selectos, que contiene, entre otros relatos, “La célebre rana saltadora del condado de Calaveras”, su primer cuento, publicado en 1865, y el extraviado “El robo del elefante blanco”.

¿Por qué faltan? La ausencia de un libro cualquiera en una biblioteca puede deberse a tres diferentes motivos: primero, por préstamos que nunca fueron agradecidos con la devolución del ejemplar en cuestión, y como uno no va por la vida como un bibliotecario público, anotando fecha del préstamo y datos personales del beneficiado, aunque más de una vez se fantasee con abrir un cuaderno o libreta a tal efecto, se pierde toda posibilidad de reclamar el libro a alguien en concreto cuando ha pasado un tiempo prudencial; segundo, por mudanzas, y a mí me han tocado varias, y al menos en una, de Buenos Aires a Córdoba, recuerdo haber descubierto, una vez instalado, que me faltaba una caja de tamaño considerable, pero cuando me comuniqué con la empresa que transportó mis cosas juraron que ellos no se habían quedado con nada; y tercero, por regalos que la memoria termina por olvidar, porque a cuento de qué seguiría teniendo aquel ejemplar del Adán y Eva si también está editado en los otros dos que recopilan textos de Twain, y a uno siempre le falta espacio para guardar libros.

Lo que me lleva —por aquello de que si A es igual a B, entonces B es igual a A— al fenómeno de la memoria falsa, segundo de los cuatro que me propongo apuntar: ¿será cierto que yo he tenido todos esos libros de Twain en la biblioteca? ¿No puede ser posible que alguien, de quien me he olvidado por completo, me haya prestado un ejemplar viejo con varios de sus cuentos? ¿No es factible que me haya interesado por el Adán y Eva y haya pretendido comprarlo, pero que no fuera eso posible porque no está editado en solitario, ya que en ediciones de bolsillo puede ocupar entre treinta y cincuenta páginas, de modo que tuve que comprar, por ejemplo, la edición económica mencionada que contiene tres textos, que es la más vieja de esas dos recopilaciones?

Hay un tercer fenómeno, entonces, asociado en parte a lo anterior, que atraviesa la historia de cualquier biblioteca personal: son sus puntos de contacto con todas aquellas otras bibliotecas que, a lo largo de nuestras vidas, han satisfecho nuestro deseo de leer ciertos libros, las recordemos en detalle o no. Mi historia con Twain —esto sí lo recuerdo bien— comenzó en la biblioteca de la escuela.

Llego al cuarto fenómeno: el trabajo editorial. Toda editorial es autora de un libro: su catálogo. Como uno se hace lector no tanto con la lectura en sí misma de un libro, sino en la medida en que un libro lo lleva a otro que lo lleva a un tercero y así, el catálogo de una editorial puede estimular ese recorrido: a mi Finn lo editó Hyspamerica para su colección “Mis Libros”, en Argentina, en 1982, lo que quiere decir que ya tenía mis buenos veinte años cuando lo compré, o sea que era bastante mayor que el “lector modelo” para el que se debe de haber destinado la colección. Cada volumen traía datos e ilustraciones de la edición original, más un apéndice que contenía un ensayo sobre el texto y una cronología bibliográfica del autor, firmado, en no pocos casos, por escritores españoles, como Juan José Millás, que para esa fecha ya había publicado un par de novelas. De esa colección, en mi biblioteca, están, entre otros, El candor del Padre Brown, de Gilbert Chesterton, Estudio en escarlata, de Arthur Conan Doyle, y La maravillosa historia de Peter Schlemihl, de Adelbert von Chamisso; a este último, por ejemplo, no habría llegado si no fuera porque salió en esa colección. Y a la lectura de aquellos apéndices le debo haber entendido, entre otras tantas cosas, la oposición ideológica entre el Brown de Chesterton y el Holmes de Conan Doyle. Por eso, hasta hoy, cada vez que entro a una librería de viejos, mi ojo busca ejemplares de aquella colección de Hyspamerica.

 

2. En 1974, mi tía Perla —esa hermana soltera de mi madre que no vivía con mi abuela— con su hermano Omar se fueron de viaje a la Patagonia en un Fiat 600. Viajaron ellos dos, pero al viaje lo preparamos entre los tres. Junto a ellos, revisé los mapas y las rutas, los ayudé a imaginar el camino de ida por la montaña y la vuelta por el mar, en qué localidades parar, qué sitios visitar, y practiqué el cambio de las ruedas y de los fusibles como parte del entrenamiento básico que implicaba el chequeo del auto.

Tengo para mí que Perla debe de haber pensado en llevarme, pero entendió que si abría la boca tal vez se ganara un problema —no conmigo, ni con su hermana, sino con mi padre—, así que optó por prometerme que el año siguiente viajaríamos los dos a Bariloche. Cumplió, claro: en febrero de 1975, yo navegaba el Nahuel Huapi rumbo a la isla Victoria y gastaba mi primer rollo de fotos antes de pisar tierra, entusiasmado con las gaviotas. Eso sí, no fuimos en su auto, sino en ómnibus.

Perla era muy viajera, y con sus historias y regalos acaso me contagió. De cada viaje suyo que recuerdo, recuerdo un estupendo regalo. De Acapulco, me trajo un pequeño tocadiscos que se podía llevar de un lado a otro porque tenía la forma de una valija y funcionaba a pilas o a electricidad. En Europa, muerta de frío, se compró un gamulán de muy buena calidad que llegaba hasta las rodillas, y a su regreso lo acondicionó para mi talle. (Ha sido una modista excelente, se ha ganado la vida cosiendo, de modo que el arreglo no se notaba.) De aquel viaje al sur, me trajo un gorro de piel de zorro con cola a lo Daniel Boone.

Para mi generación, Daniel Boone, caracterizado por el actor Fess Parker, era una serie de la televisión, pero el caballero había existido en la realidad de los Estados Unidos, por los tiempos de la Declaración de la Independencia, cuando abrió la posibilidad de que los blancos se instalaran en Kentucky, en plena década de 1770, que hasta entonces era territorio indio. En la serie, la situación política no era fácil de entender porque era bastante paradójica: los indios estaban aliados con el ejército británico en contra de los colonos liderados por Boone, que tenía, por supuesto, un gran amigo que era indio por parte de madre y blanco por parte de padre. Entonces, había indios buenos e indios malos, y blancos buenos y blancos malos. Curiosamente, para decirlo con el vocabulario político de aquellos años, los blancos malos eran imperialistas: estaban a favor de la corona británica.

Aunque parezca increíble, en aquella adolescente cabecita mía, todas estas cosas estaban unidas, y asociadas, a su vez, a Mark Twain y su Finn, y al presente escolar, del mismo modo que me permitían soñar un futuro donde la escritura podía jugar un papel importante en mi vida.

Por un lado, no me perdí la posibilidad, al primer día verdaderamente frío del invierno, de aparecerme en el colegio con mi ya famoso gamulán y mi nuevo gorro de zorro. Casi toda la división se dedicó a jugar con mi gorro, y Daniel Risler, que era fanático admirador de Daniel Boone, quería que le pidiera a mi tía los datos de la casa donde lo había comprado porque él no sólo quería conseguirse uno sino que, además, ya se imaginaba vendiéndolos en la armería de su padre.

Por otro lado, Boone se la pasaba caminando por montañas, bosques, ríos y lagos, como yo lo había hecho en Bariloche o como lo hacía más habitualmente en las sierras de Córdoba, en mi Santa María de Punilla, donde —comparación mediante— el anémico río Cosquín era mi versión a escala del poderoso Mississippi por el que navegaba Huck, que tenía más o menos la misma edad que yo: a él, la corriente lo arrastraba en su balsa; a mí y a mis amigos, cuando venía un poco crecido, nos arrastraba en una cámara de camión, así que éramos capaces de caminarnos un largo kilómetro río arriba varias veces al día para vivir esa experiencia.

Y Huck me lleva de vuelta al colegio, más exactamente a la biblioteca, donde descubrí a Twain. Solíamos pasar allí nuestro descanso de la siesta, entre el almuerzo y las clases de la tarde, leyendo y escuchando música. Es que la biblioteca contaba con, no se me ocurre otro modo de decirlo, una musicoteca: una sala cerrada, como un aula, donde se escuchaba —mientras se leía— la música solicitada por quienes a ella ingresábamos. Así que después de Beethoven, podía venir algo como los Carpenters o Emerson, Lake & Palmer, y nadie tenía derecho a quejarse. Ahora que lo escribo, si alguien me preguntase cómo es que la biblioteca tenía ciertos discos modernos, digamos, si los llevábamos nosotros, si los compraban directamente los responsables de su administración, o si determinaban su compra los profesores de Formación Musical, no sabría qué responder.

Por cierto, hay una referencia geográfica donde Boone y Huck se conectaban, pero no sé si entonces éramos perfectamente conscientes de ello, aunque es probable porque nos gustaba —a mí y a algunos de mis compañeros— jugar con mapas: las tierras de Kentucky están atravesadas por el río Ohio, que desemboca en el Mississippi en Cairo, la ciudad del Estado de Illinois que Huck y el negro Jim intentan alcanzar, ya que Illinois formaba parte de los estados no esclavistas.

De todos modos, Boone y Huck no fueron coterráneos ya que no pertenecieron a la misma tierra: según Thomas Bender [2011], en la época de Boone, aquellos americanos rara vez habían oído hablar del Mississippi, lo que significa que apenas dominaban una franja costera del Atlántico y del Golfo de México. Huck, entonces, representa otra etapa en la conquista del territorio.

Bueno, en ese contexto, tuve el primer sueño de mi futuro: ser naturalista, viajar y escribir crónicas de viaje; y en vez de dibujar, tomar fotos; podría vender todo el material a la National Geographic, por ejemplo. Si incluyéramos la televisión, ese documental que acabo de ver en NatGeo sobre los osos pardos en el Valle de Kamchatka, sería otro ejemplo. Claudio Asrín, primo mío por parte de mi padre, me dijo, cerca de los treinta, cuando yo ya escribía, que una tarde de aquellos años, en Santa María de Punilla, le dije que cuando fuera grande sería escritor.

 

3. Finn es una novela de aventuras y es la continuación de Sawyer. Es cierto, nadie lo niega, ni siquiera el libro, que empieza así: «Tú no sabes nada de mí si no has leído un libro llamado Las aventuras de Tom Sawyer; pero eso no tiene la menor importancia». Esto es lo más cierto de todo: esa relación no tiene la menor importancia. Lo que importa es que Finn es la gran novela americana.

Eduardo Lago [2011] ha señalado que fue John William De Forest, en un ensayo de 1898, casualmente titulado La gran novela americana, quien sostuvo que todo novelista estadounidense tenía la obligación de escribir una ficción que presentase la siempre compleja realidad social del país.

La gran novela americana, entonces, debe contener una especie de radiografía del espíritu de la Nación, en un momento dado de su historia y desde un determinado punto de vista. Debe estar escrita en clave realista, y tener elementos propios del bildungsroman, la novela de iniciación, de aprendizaje. Y debe ser un “gran relato”: sea porque abarca un amplio segmento de la historia nacional, sea porque es extenso, sea porque su trama es compleja, sea por todo ello simultáneamente, algo que no sólo es posible sino también deseable.

La letra escarlata, de Nathaniel Hawthorne; Moby Dick, de Herman Melville; y el Finn, de Twain, serían las tres grandes novelas americanas del siglo XIX. El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald; El ruido y la furia, de William Faulkner; Las uvas de la ira, de John Steinbeck; El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers; En el camino, de Jack Kerouac; y A sangre fría, de Truman Capote, algunas de las escritas durante el siglo XX.

¿Qué tiene el Finn? Entre tantas cosas notables, el espíritu sureño tal como era antes de ser derrotado en la cruenta Guerra Civil (1861-1865): el tiempo de la novela no puede ser otro que la década de 1850, y su espacio es el río Mississippi, la vía de comunicación por excelencia entre el norte y el sur, desde un pequeño pueblo ubicado junto al río en el Estado de Missouri hasta otro situado en el Estado de Arkansas, lo que quiere decir que también atraviesa los estados de Kentucky y de Tennessee, todos esclavistas, deriva fluvial a la que Huck y el negro Jim se entregan expectantes, tras fallar en su objetivo de alcanzar el pueblo de Cairo, en el Estado de Illinois, símbolo de los estados que estaban a favor de la abolición de la esclavitud.

¿Qué nos dará, qué nos enseñará el río?, podría ser el interrogante que agita, de distinto modo, a estos dos protagonistas, tan distintos y tan parecidos al mismo tiempo: Huck es un muchacho de unos 13-14 años, semianalfabeto, que no tiene madre, cuyo padre golpeador es alcohólico, vago y ladronzuelo, y que está al cuidado de la viuda Douglas, que trata de educarlo con la asistencia de su hermana, la señorita Watson, que es la dueña del negro grande llamado Jim, que está casado y tiene un par de hijos, y que de buenas a primeras decide huir porque deduce de una conversación que escucha que su dueña está dispuesta a venderlo en el temible mercado de negros de Orleans.

En consecuencia, la novela encierra una doble paradoja, de la que Huck es superficialmente consciente: primera, un negro trata de huir del sur esclavista adentrándose en el sur, como si la solución estuviese en su interior o formase parte del problema; y, segunda, el único apoyo que recibe Jim es el de un muchacho blanco ignorante que tiene sus propios motivos para huir y que a cada paso que da se pregunta si está bien eso de ayudar a un negro a huir, de modo que las periódicas reflexiones de esa conciencia, así como sus inconscientes dichos, son expresión de una fuerte crítica social, cultural y política.

En tanto Huck es el narrador, la segunda paradoja envuelve a la primera: es aquélla la que hace posible a ésta; entonces, en aquélla está la solución de ésta. En otras palabras, son los blancos ignorantes los que han planteado y sostenido, a lo largo del tiempo, la esclavitud, hasta el punto que —como la han naturalizado— ni el negro que la sufre ni el joven blanco que la legitima, en el presente del relato, comprenden su verdadero significado.

Por un lado, Jim, como ha escuchado que la señorita Watson podría cobrar ochocientos dólares por su venta, se cree un hombre rico: «Yo me pertenezco a mí mismo, y valgo ochocientos dólares».

Por el otro, a Huck no le importaría que en el pueblo lo llamasen puerco abolicionista y que lo despreciaran por no haber denunciado que Jim se ha escapado porque, en realidad, no piensa volver. Pero, además, tiene tan internalizada la filosofía esclavista que piensa que Jim, «para ser negro, era bastante sensato»; sabe «de sobra que no puedes enseñar a un negro a discutir»; le sorprende darse cuenta de que el negro extraña a su mujer y a sus hijos porque los quiere «como los blancos a los suyos»; y al relatar una supuesta explosión de un barco, cuando le preguntan si hubo heridos, responde que no, «mató a un negro».

Con todo, al final de esta odisea en miniatura, Huck, al juzgar el comportamiento de dos grupos de blancos entre sí, llegará a la conclusión de que «los seres humanos pueden ser espantosamente crueles los unos con los otros». Como la novela ha sido escrita después de la Guerra Civil, pero representa el mundo tal cual era justo antes de ella, su planteo en general y esta conclusión en particular adquieren múltiples resonancias.

 

4. El índice de mi Finn tiene anotaciones marginales sobre los ciclos narrativos que pueden distinguirse en la novela. El primer ciclo abarca los primeros ocho capítulos. Funcionan como enlace con el Sawyer y, en consecuencia, reconfiguran la atmósfera de aventura propia de la novela anterior. Allí está el grupo de muchachos que Tom quiere convertir en una banda de ladrones para saquear caravanas de colonos, pero Huck sólo ve cerdos, nabos y palos de escoba donde Tom ve las carretas. Es que Huck, se defiende Tom, no ha leído el Quijote. Este es un dato importante que hay que guardar hasta el final: Tom tiene la cabeza quemada por la lectura de cierto tipo de libros, como Alonso Quijano.

Ahora, el problema de Huck no es Tom, sino su padre, que vuelve y se lo lleva a la rastra porque se considera su dueño, de modo que Huck, en tanto hijo, es algo muy parecido a un esclavo. Y ese padre se expresa políticamente: está en contra de que los negros sean considerados iguales a los blancos y puedan votar, como en Ohio.

Huck, apenas puede, huye del padre por el río, en medio de una crecida: monta una escena que induce a pensar que alguien lo ha atacado y que podrían haberlo matado. En el bosquecillo donde se refugia, Huck encuentra a su doble: el negro Jim.

Segundo ciclo narrativo: del capítulo nueve al diecinueve. Huck y Jim viviendo en una isla o navegando (huyendo) por el río. Aquí, la aventura adquiere las características de la picaresca [Guillén, 1971; y González, 1988]: Huck, a medida que cuenta sus aventuras, se presenta como un antihéroe que busca su propio provecho —en medio de una sociedad que no puede ver, en definitiva, sus falencias— porque él y Jim están viviendo una situación apremiante. Entre las realidades sociales que quedan expuestas, se destacan: la violencia de un padre para con su hijo y la violencia de la esclavitud; la legitimidad social con que cuentan ambos victimarios; la falta de compromiso de la justicia hacia las víctimas y la ambigüedad de un juez; el individualismo y la falta de solidaridad, más allá de los discursos, que practican a diario casi todos los miembros de la sociedad; y el círculo vicioso de la retaliación en que se encuentran sumidas dos familias, supuestamente aristocráticas, que se odian a muerte por razones que ya nadie recuerda, o sea que se enfrentan a matar o morir sin ton ni son.

Huck es apenas un transgresor, no desea ser un delincuente, y por lo general fracasa en sus intentos de engañar a alguien. Por cierto, vale subrayar que, cuando engaña a unos hombres en pleno río, es para proteger a Jim, a pesar de que acaba de preguntarse si está bien o mal ayudar a un negro a escapar de su dueño.

De la suma de ambos ciclos, resulta que se alterna el tener con las pérdidas, el estar solo y el estar con alguien, el estarse quietos en un sitio y el moverse de un lado a otro: Huck está solo hasta que descubre que hay alguien cerca, que finalmente no es otro que Jim; ambos están juntos y seguros en un sitio hasta que Huck descubre que alguien saldrá a buscar al negro; huyen tranquilos por el río hasta que pierden la balsa, pérdida que los fuerza a separarse, además, de modo que volvemos al principio, cada uno por su lado.

Hay, entonces, un esquema literario de transformaciones periódicas. Pero esto es Twain y es America, así que hay algo más: el imaginario cultural de una nación, la rueda de la fortuna y el self-made-man, que estar arriba sea tan natural como estar abajo, asumir que todo lo que sube, por las mismas razones que sube, en algún momento caerá, de modo que hay que ser prudente siempre; en última instancia, el que tiene derecho a sentirse superior no es el que ha llegado bien arriba sino el que se ha levantado desde el fondo del pozo más veces que el resto.

Tercer ciclo narrativo: del capítulo veinte al treinta y tres. Ahora, la picaresca se adapta a las reglas de la comedia, lo que realza la cuestión moral de fondo [Olson, 1978]. Cuando Huck y Jim se reúnen y recuperan la balsa, aparecen dos timadores que huyen de una comunidad para que no los emplumen, según el tradicional rito que simboliza a la justicia popular estadounidense por mano propia, algo que aprendí leyendo las historietas de Lucky Luke, el cowboy que era más rápido que su sombra (historietas que debieran de estar en mi biblioteca junto a las de Astérix, pero desaparecieron, vaya uno a saber cuándo y cómo).

Dispuestos a aprovecharse de Huck y Jim, que los acogen solidariamente en la balsa, se hacen pasar el uno por duque y el otro por rey de Francia, así que hay que tratarlos de su majestad y esas cosas. Huck sabe que están mintiendo, pero les sigue la corriente porque, «si aprendí algo de papá, fue que la mejor manera de llevarse bien con esa clase de gentes no podía ser otra que dejarles hacer lo que quisieran». Estos timadores, en cada pueblo al que pueden entrar, montan algún cuento del tío o protagonizan singulares espectáculos teatrales para hacerse de dinero fácilmente.

El punto final de su historia es el que habían logrado evitar cuando ingresaron en la vida de Huck, y representa, a su vez, un cierre interno para la sociedad que integran el muchacho y el negro, anticipo del fin de la novela: el rey vende a Jim como si fuese un negro fugitivo por el que se pagará una importante recompensa; cae en la trampa un granjero, que está esperando la llegada de su sobrino, que no es otro que Tom Sawyer; entonces, cuando Huck se presenta en la granja para intentar recuperar a Jim, es confundido con Tom, su gran amigo; por supuesto, el verdadero Tom llega casi de inmediato y el encuentro entre ellos se produce sin testigos, así que pueden acordar un cambio de identidades (no perfectamente especular, como en Príncipe y mendigo, pero semejante); y en el pueblo, alentados por lo que Jim les ha contado al granjero y sus amigos, al duque y al rey los detienen, los pintan con alquitrán y los empluman.

 

5. En el cierre de este tercer ciclo, que es el principio del fin de la novela, es donde Huck concluye: «Los seres humanos pueden ser espantosamente crueles los unos con los otros». Por lo que ha visto, aunque él no ha hecho nada malo, se siente algo culpable: «no importa si haces bien o mal, la conciencia de uno no tiene sentido común, y se lanza contra uno en todo caso. Si yo fuera dueño de un perro callejero que no tuviera más inteligencia que la conciencia de una persona, lo envenenaría. La conciencia ocupa más sitio que todo el resto de las entrañas de uno, y además no vale para nada».

Hay una sola pregunta que puede estar provocando ese estado de ánimo en Huck: por qué no hice algo para detenerlos. Tal vez no estaba a su alcance el poder hacerlo; tal vez lo estaba pero él prefirió creer que no le sería posible. En cualquier caso, ahora, con el horrendo resultado a la vista —el duque y el rey emplumados por obra de un pueblo que reaccionó a la humillación de dos buscavidas dispuestos a engañarlos—, lo asalta el sentimiento de culpa por lo que no hizo.

Lo que se describe es una contienda entre blancos, pero como lo único que aguarda resolución es la extraña situación del negro Jim —tema del cuarto ciclo de la novela, que abarca los últimos diez capítulos—, vale extrapolar su conclusión: el único modo de disminuir la crueldad con que se tratan los hombres es comprometernos con la realidad para modificarla en lo que de nosotros dependa.

Esta extrapolación no es caprichosa, cuenta con un respaldo histórico: según Bender [2011], en el marco de “las revoluciones de 1848”, Abraham Lincoln señaló que la cuestión capital era libertad o esclavitud, «y repudiaba la esclavitud impuesta tanto por un amo en sus plantaciones como por un monarca que reivindicaba la soberanía para sí», de modo que su prédica contra la esclavitud «era parte de un movimiento mundial que proponía pasar del “absolutismo a la democracia, de la aristocracia a la igualdad, del atraso a la modernidad”».

Cuando Huck está con Jim en la balsa, comprende que el duque y el rey son unos impostores, pero, según él, todos los monarcas lo son, al punto que no hay forma de distinguir un rey falso de uno auténtico. O sea que es antimonárquico, como los estadounidenses de su época. Y si, como he señalado, al ser sureño, tiene naturalizada la ideología que legitima la esclavitud, su huida y convivencia con Jim le enseña que un negro es igual que un blanco. Por vía de la experiencia, entonces, pone en crisis lo que Bender [2011] denomina la paradoja norteamericana, a casi doscientos años de su establecimiento: «la libertad de los blancos basada en el sometimiento de los negros». Huck puede y quiere ser libre de otra manera.

Como ahora su compañero es Tom, volvemos al principio. Mientras Huck asume la realidad y se propone liberar a Jim lo antes posible, al menor costo y corriendo el menor riesgo, Tom, el muchacho que —como Quijote— tiene quemada la cabeza por la lectura de cierto tipo de libros, pretende vivir una aventura a expensas de Jim. En otros términos, Tom no ve más que lo que ciertos libros le han enseñado sobre la realidad de los prisioneros, lo que se traduce en su necesidad de «inventar todas las dificultades» que en esos libros debe enfrentar quien se quiere fugar con la épica que corresponde. Porque como la realidad es, para Tom, lo que se narra en los libros, lo que vive Jim es irreal; en consecuencia, la única posibilidad de hacer real lo que vive Jim es complicando su situación hasta volverla acorde con los libros que le sirven de modelo. Por supuesto, Huck, con sentido común, entiende que cada una de esas dificultades que Tom elucubra son absolutamente innecesarias y absurdas, pero no puede persuadir a su amigo, del mismo modo que Sancho Panza no puede con el Quijote.

En consecuencia, lo que narra este cuarto ciclo, en realidad, es una crítica a cierta poética narrativa: hay una literatura que no nos ayuda a comprender la realidad y a interactuar con ella, dice —de este modo— Twain. En este caso, el blanco de las críticas es Alejandro Dumas padre, ya que aparecen referencias bastante explícitas a sus novelas El conde de Montecristo (1844-1845) y El vizconde de Bragelonne (1847-1850). En resumidas cuentas, podría decirse que son demasiado fantasiosas e inverosímiles, lo que refuerza, por oposición, los valores del realismo.

Como es lógico, Tom sólo pudo haber leído estos libros después de esa fecha, de modo que la acción de la novela puede transcurrir, como mínimo, en la década de 1850, o poco antes de la Guerra Civil, a la que no hace la más mínima referencia. Desde este punto de vista, se vuelve inexacta la afirmación que suele contener la portadilla interna del Finn: «Escena: El Valle del Mississippi. Época: Hace cuarenta o cincuenta años». Como la edición original es de 1885, por simple resta, la acción transcurriría entre 1830 y 1840. Pero para entonces es imposible que Tom haya leído esos libros de Dumas padre, ni siquiera en francés, importación mediante.

No es la única vez que Twain ha usado la ficción para criticar la ideología que sostiene a otras escrituras. Se pueden señalar al menos otros dos casos particulares.

Por un lado, “El cuento del niño malo” (1865) y “El cuento del niño bueno” (1870) configuran una fuerte crítica a los libros de las escuelas dominicales, es decir, a la educación religiosa de su tiempo. El niño malo de la vida no se arrepiente de sus pecados ni recibe castigos divinos, como le ocurre al malo de los libros, mientras que el niño bueno de la vida, como cree en los buenos de los libros dominicales, aunque siempre mueran en el último capítulo del libro, cuando todavía son niños y a pesar de que son buenos, quiere ser un niño bueno de libro dominical, y así le va…

Por otro lado, están los relatos que critican la práctica periodística y todo lo que ella implica. En el desopilante “El periodismo en Tennessee” (1869), la oficina del periódico es atacada violentamente una y otra vez, de modo que el periodista narrador renuncia y se dirige al hospital, herido por los cuatro costados, tras comprobar que lo que más valora el editor es que sus redactores dominen el arte de la injuria. En el aún más absurdo “Cómo llegué a ser editor de un periódico agrícola” (1870), el narrador es un experimentado periodista que lleva catorce años trajinando diferentes redacciones y, al ser despedido, acusado de ineptitud por desconocer «hasta los rudimentos más básicos de la agricultura», responde que «es la primera vez que escucho que se tenga que saber de algo para editar un periódico»; por el contrario, él está en condiciones de asegurar que, en el negocio periodístico, «cuanto menos sabe un hombre, y cuanto más alboroto levanta, mayor es el sueldo que cobra». Y en “Acerca de los barberos” (1871), el protagonista, mientras espera ser atendido, toma «la menos manoseada de las revistas del año anterior esparcidas por la atestada mesa central, y eché un vistazo a los enfoques injustificadamente erróneos de hechos más que olvidados».

Así las cosas, para Twain, literatura, religión y periodismo constituirían tres instituciones con idéntica capacidad para tergiversar el principio de realidad que debiera guiar nuestra vida social, política y cultural. El letal efecto de las tres combinadas se puede leer en “Una aventura curiosa” (1881). En plena Guerra Civil, Robert Wicklow, «un muchacho demacrado y harapiento de unos catorce o quince años», engaña al comandante del Fuerte Trumbull, del ejército del norte, diciéndole que es sureño y que ha quedado huérfano porque su padre fue asesinado por unionista, pero la verdad es que se ha criado cerca de allí y es hijo de «un clérigo cultivado y ya retirado». Adoptado por el comandante, que admite su ingreso al cuerpo de música, el muchacho, mientras reside en el cuartel, vive la fantasía de ser un espía sureño infiltrado en el ejército del norte y escribe los mensajes cifrados que todo espía debe enviar a sus superiores, lo que, al ser descubierto por los militares, activa todas las alarmas imaginables. Cuando el comandante resuelve el caso, ya es tarde: «nos había causado numerosos problemas, y no menos humillaciones». La explicación es esta: «Wicklow resultó ser un voraz devorador de novelas baratas de aventuras y periódicos sensacionalistas, y, naturalmente, le atraían los misterios oscuros y las heroicidades llamativas. Había leído en la prensa informaciones sobre los furtivos tejemanejes de los espías rebeldes en nuestra zona, así como de sus turbios propósitos y algunas de sus más sonadas proezas, por lo que su imaginación se inflamó con aquel tema». Entonces, el muchacho, «inmerso en un mundo maravilloso, misterioso y romántico», estaba convencido, según el comandante, de que eso que su imaginación le había dictado que hiciera/ actuara, era la realidad.

Literariamente hablando, la poética romántica es la culpable de la enajenación de este “otro-Tom-Sawyer” que es Robert Wicklow, y Alejandro Dumas padre era un romántico.

Georg Lukacs [1965 (1935)], cuando analiza una célebre polémica entre Balzac y Stendhal, señala, primero, que lo que hace de Stendhal un romántico es que se opone a los caminos políticos que se inventa el capitalismo para avanzar, y segundo, que para entender la diferencia ideológica entre ambos autores hay que observar cómo construyen sus personajes jóvenes: en el caso de Balzac, no es casual que tomen el camino de la realidad, que es el del capitalismo y el ascenso en la pirámide social, aun si ello implica una relativa degradación moral (que sería el caso del primo de Eugenia Grandet); en el caso de Stendhal, sus personajes son algo cínicos, participan de la corrupción para aprender las reglas del juego pero manteniendo una distancia tal que están a salvo de ensuciarse y corromperse, de hecho llegan al extremo de distanciarse tanto de la sociedad que terminan aislándose de ella (Fabrizio se va al convento, por ejemplo). Entonces, Balzac se vuelve realista por el camino que les señala a los jóvenes, mientras que Stendhal expresa la nostalgia romántica frente a las pasiones sociales y políticas.

Si, con sus particularidades, las ficciones de Twain también ponen en escena esta oposición a través de sus personajes jóvenes, el romanticismo es una vez más la ideología criticada. Todo relato, parece decir Twain, no sólo el literario sino también el periodístico y hasta el religioso, tiene valor sólo si le permite a la sociedad que lo recibe comprender a fondo la realidad que vive. Porque todo relato, en definitiva, parece decir Twain, pone en juego valores sociales.

bibliografía
Bender, Thomas [2011] Historia de los Estados Unidos. Siglo XXI, Buenos Aires.
González, Mario [1988] O romance picaresco. Ática, São Paulo.
Guillén, Claudio [1971] Literature as System: Essays Toward the Theory of Literary History. Princeton University Press, Princeton.
Lago, Eduardo [2011] “La obsesión de los narradores por contarse a sí mismos”. Diario El País, Madrid, octubre 08.
Lukacs, Georg [1965 (1935)] “La polémica entre Balzac y Stendhal”. En Ensayos sobre el realismo. Ediciones Siglo Veinte, Buenos Aires.
Olson, Elder [1978] Teoría de la comedia. Ariel, Barcelona.
Twain, Mark [2011] Cuentos selectos. Debolsillo, Buenos Aires.
[1982] Las aventuras de Huckleberry Finn. Hyspamerica, Buenos Aires.
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