EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


Cuerpos, fluidos y manchas sudacas desde la novela El Cuarto Mundo de Diamela Eltit.

por Francisco Godoy Vega
Artículo publicado el 01/03/2007

Habiendo tramado la referencia corporal en una textura comunitaria (social y nacional) y biográfica (sexual y simbólica) la incipiente formulación de un modelo de arte corporal nos permite – en primer grado – medirnos dialécticamente en un espacio humano de contradicciones – biológicas e ideológicas, subjetivas e intersubjetivas – cuya crucial dimensión (naturaleza/cultura) nos divide y articula a la sociedad en condición de cuerpo productivo.
Nelly Richard, Cuerpo Correccional

 

El Cuarto Mundo es aquel sórdido espacio (físico, social y simbólico) de la casa encerrada en el tercer mundo, de la ciudad sudaca consumida por el país más poderoso del mundo. El mundo tercero del fin de la dictadura política que se desvanece ante la dictadura del mercado: es la corporeidad de la niña sudaca que irá a la venta. Es la cuarta generación familiar que nunca llegará por la consumación del comercio.

Desde la (post)modernidad periférica de la ciudad sudaca El Cuarto Mundo de Diamela Eltit habla del cuerpo desde el cuerpo, en la ilusión del poder femenino. Así, “el cuerpo como diseño social, como mapa discursivo y elocuente para establecer construcciones de sentido, continúa imperturbable su recorrido en tanto agudo campo de prueba de los sistemas sociales” (Eltit, 2005: p. 9). El cuerpo  cuartomundista habla, rompe, quema, penetra y expele. Son los olores y colores animalizados de la carne morena del subdesarrollo. El cuerpo de la diferencia que se construye y desconstruye: nacen dos cuerpos, masculino y femenino, en los líquidos amnióticos  maternales. Son esos mismos cuerpos que luego se transvisten y se penetran. Los limites polares de lo femenino y lo masculino se rompen en la triada de hermanos sin apellido, y casi sin nombres; son ellos, son otros, son nosotros.

Es el cuerpo como narrador, articulador y destructor la hipótesis que guía este argumento. Es el cuerpo autoflagelado de Eltit en 1980 que se re-produce en la narración melliza: “las marcaciones de Zurita o Eltit – su emblemática corporal – apelan al dolor como significado originario (fundante) y legitimante de una experiencia-límite = el dolor como umbral” (Richard, 1981: p.49)  Desde ahí, no es la carnabalización el eje de El Cuarto Mundo, como han planteado algunos autores sobre el texto, como García-Corales (1995), sino que la corporeidad. Si bien, El Cuarto Mundo presenta claramente elementos de la carnabalización bajtiniana, como la excentricidad donde lo intimo del detalle familiar se exterioriza; hace falta un elemento clave del carnaval: El Cuarto Mundo es una historia total, no es una temporalidad limitada donde se pierden las reglas: es la historia del cuatro mundo inventado que no acaba, que prosigue en su decadencia.

La hipótesis de García-Corales así se desvanece en la ausencia del carácter festivo de un atemporal limitado. Así también planteo desconstruir la noción planteada por el mismo autor sobre el texto como una novela dialógica: el hermano y la hermana en realidad no dialogan con nadie. Son sus microhegemonías de la palabra las que hablan monológicamente (es la microhegemonía también del discurso de Eltit). Es el panóptico foucaultiano del niño en el lenguaje (casi) académico que es testigo de todo lo que ocurre, es su biopolítica del cuerpo en el dominio materno, siguiendo a Foucault.

No son “los signos literarios de un carnaval cuartomundista” (García-Corales, 1995: p. 90), sino que los signos literarios de una corporeidad cuartomundista  que mancha. Es la teorización nacida desde el propio continente (latino)americano la que suscita la letra de Eltit. Es El Espacio de Acá de Ronald Kay el convocado para leer esta novela. Es el cuerpo que mancha:

“Las excreciones viscerales que despide el cuerpo manifiestan diferenciadamente el tránsito desde su interior hacia su exterior; por ello, son los modos más primarios y concretos con los que el cuerpo saca y exhibe su interioridad” (Kay, 2005: p. 30)

Desde ahí, y desde los propios postulados críticos de Eltit, se emplaza la hipótesis de la corporeidad articuladora del texto:

“los cuerpos habitan el mapa textual desde políticas, éticas y estéticas que responden a distintas articulaciones y citan con sus presencias, modos de producción (sociales, económicos y culturales) enclavados en diversas realidades” (Eltit, 2005: p.10).

Es el dolor corporal (que sufre Eltit, que sufren los mellizos) el primer entendimiento con el otro cuerpo: la abertura vaginal que desgarra. Desde la concepción en el roce sexuado de los cuerpos paternos ante la fiebre delirante de la madre dos cuerpos se gestan, uno cada día en dos actos separados. Desde esa abertura pasan meses antes que la vagina se vuelva a abrir: son los diminutos cuerpos apretujados en el vientre que salen co(n)mo lava volcánica. Es el rose molesto de Ella y Él, ausentes de apellidos. El cuchillo médico corta la carne y la rompe; el vínculo original se desangra y se abre paso el rose con la tosquedad de la piel adulta. Dados a luz, se articulan sus fluidos con los sonidos: es el llanto más urgente que la vida. Como cuenta Richard, el “nuevo modelaje de cantatriz subraya la importancia de la boca en condición primera de orificio facial/ de escapatoria” (1980: p. 81)

En la precariedad de sus cuerpos mellizos la dominación masculina de Bourdieu se hace presente: “legitima la relación de dominación inscribiéndola en una naturaleza biológica que es en sí misma una construcción social naturalizada” (Bourdieu, 2000: p.37). Es la construcción simbólica de los cuerpos diferenciados por órganos diminutos: Ella es dócil ante el tacto venidero. Él es esquivo frente al tacto enajenante. Ella fue hecha para la mirada, se constituye hipócrita ante la animalidad de su caca. En cambio él, siente placer ante la blandura y calor de las heces. Se mancha esparciendo sus fluidos Es el domino androcéntrico de la pluma del hermano narrador que habla desde su experiencia de pequeño hombre sudaca.

Pequeño hombre y pequeña mujer son nombrados en el rito social del bautismo. Sus nombres pierden relevancia ante la sociabilizad del rito. Única disonancia a la normalidad: Él, de nombre desconocido, es nombrado paralelamente como María Chipia, travestida su dominación de macho por su propia madre, su nombre pasa a ser femenino.

A pesar de la feminización, el poder de los fluidos infantiles predominó en el imaginario de la madre sobreprotectora que cuida a los niños día y noche. El padre ausente se enorgullece de las labores maternas y su dominación simbólica. Para ella, él no era nada. Es en los niños, y no su maridovioladorexcitadoantelafiebre, donde ella encontró su razón sexuada.

Pero más que en ambos mellizos, fue en la inversión del complejo de Edipo que ella se extasía: ante la fiebre de él, se preocupación se focaliza a tal punto que la delicadeza de la niña queda expuesta a los embates del hambre y la caca, ni sus gritos de histeria femenina desesperada la ayudarían.

Ante la incomprensión ella busca estrategias para llamar la atención: el habla. El orgullo inunda a los padres, aunque la decepción masculina predomina el escenario. Él, inteligentemente, contraataca con el cuerpo: da sus primeros pasos.

Luego de un año, de palabras y pasos, los cuerpos mellizos que casi fueron siameses se separan por completo: es la conciencia del sexo y el género, es la entrada al espacio de lo público: la familia como construcción de mascaras que cubren la dominación; es el espectáculo falaz de Debord (1999), perfecto por fuera pero disfuncional por dentro. Frente a la ciudad, la lujuria en los mellizos se instala: fluyen sus salivas ante los cuerpos (torsos) masculinos sudacas. De regreso a casa, el imperio del rojo inunda los recuerdos de los sueños maternos en período de gestación: es el rojo que fluye en la sangre. Roja es la muerte, pero roja es también la lujuria. De rojo se tiñe el texto ante el primer encuentro sexual de él: figura, olor y textura del calor sudaca, indefinido sexualmente, vagabundo probablemente. Sin poder tocarlo, fueron los fluidos salivales los primero erotizadores. La lengua espada y lamedora de su adolescente e inocente lujuria.

En sus púberes cuerpos la sexualidad brota como torrentes: es la mano sexuada del joven adolescente masculino que mancha seminalmente la sabana de la cama, el deseo de si mismo; es el torrente sanguíneo que fluye del entrepiernas femenino y mancha las bragas, el acoso de la roja sangre, “síntoma sucio y personal”; son los secretos guardados, apartados, silenciados en las vaginas femeninas. En su opuesto verticalmente rojo, él sangra de narices.

Es la mancha la que sigue marcando la letra masculina del narrador: son los chorros de leche materna ante el nacimiento de la tercera hija los que provocan nauseas maternales. Él, educado en la feminidad, se constituye en el miedo:

“pronto sentí que mi cuerpo se resquebrajaba consumido por una fragilidad indescriptible. Me invadió el terror a perder una pierna en una carrera, a perder un brazo por un movimiento, a que mi lengua rodara por el suelo ante una palabra. Creía que mi pupilas empezarían a girar descontroladamente dentro de las órbitas, estallando en mil pedazos, cegándome” (Eltit, 1996: p.46).

Es la constatación del miedo ante el mundo y ante él. Son los peligros de la ciudad sudaca los que acechan en las inseguridades maternas. Paralelamente ella, se estiliza en su feminidad.

Ante tanta diferencia la unión se hace inevitable. Son los polos opuestos de un círculo que se reunifica en la tensión sexual que los lleva al acto. Los celos femeninos presagian el encuentro; en la somática ira ante el engaño el cuerpo de la hermana se transforma: esqueleto, huesos, sangre y pus la constituyen. El infarto del Alma, parafraseando otro texto de la autora, es lo que la melliza sufre: taquicardias corpóreas ante la pérdida de hegemonía sobre su hermanoamante. Es la crisis del cuerpo femenino que casi lleva a la muerte lo que articula el incesto: ahora son, mellizosamantesmaridos.

Ella, imitando a su madre o más bien las fantasías dominativas de su padre, busca construir en su púber cuerpo a La Mujer exacta. Vanidad de la condición femenina en su deseo de llamar la atención del otro sudaca, exacerbada por su contrapunto masculino: “pensé que el color malva era para ella. Pintaba sus mejillas de malva. Escurría el malva por sus labios. A veces me inclinaba por el rojo, y si mi índole estaba serena, le esparcía suaves tonos de rosa” (Eltit, 1996: p.73) Es él quien inconscientemente se deleita en la fragilidad de los pasteles de la feminidad, es ella quien se excita ante el deseo del cuerpo sudaca.

Ella, tan femenina en sus incipientes senos, es deseada en las calles de la ciudad. El cuerpo masculino aparece sudoroso ante su presencia; fantasioso ante la hermana, éste sacrifica su masculinidad agresiva, su poder de dominación explícito, por un trozo de su cuerpo. Seducción de falso fracaso de modelo de dominación masculina.

Opuesta a la vanidosa melliza se presenta María de Alava, la hermana menor; robusta y viril; amenazante y vergonzante. Son la dualidad de los cuerpos femeninos que bailan la historia del mundo en la polaridad. Paralelamente, entre el cariño y el maltrato de los padres, se cancelan las vidas en el espacio familiar, en el temor ante el abandono latente de la dominación masculina paterna. El barbarismo comienza a penetrar las rendijas de la bien cuidada casa encerrada en la ciudad tercermundista.

Otra masculinidad es la del hijo, la que fluye y reproduce la paterna. Es su cuerpo golpeado por el cuerpo sudaca popular, camuflaje de torsos y rostros repetidos en el mestizaje americano. Es la unicidad del peligro moreno. Los cuerpos de este cuerpo social llevan a él a la indistinción de su propio cuerpo ante el dolor, insensibilidad ante la presencia de su propio fluido sanguíneo nasal. Es la primera cicatriz del niño hecho hombre en la pelea de hombres de clases/razas dispares, es la lucha en la ciudad sudaca de las desigualdades radicales.

Digresión. La hermana se aterra imaginativamente, en su ropaje de niña de casa, ante la muerte. Mágicamente entierra su cuerpo en el jardín familiar en busca de respuestas; son los gusanos: “cada gusano era la transformación invertida de su cuerpo, que algún día iba a llegar a ese estado inferior retrocediendo ejemplarmente la especie” (Eltit, 1996: p.99). Fue la piedad ante la emergencia de la vida de insecto que recordaba la suya propia. Fue su cuerpo ante el cuerpo de la tierra. Fue, inversamente, en la materialidad violenta, el cuerpo de él ante el cuerpo social de la calle.

Salto generacional. Son los fluidos también los que genera(n) la crisis marital. Ante el engaño materno el padre creyó que el vómito lo lavaría, mas las imágenes de los cuerpos sudacas chorreando el cuerpo de su mujer (su pertenencia) le provocaron la tibia orina que mojaría sus masculinos pantalones. Fue el honor familiar ofendido el que provocó la explosión orinal. El temor de la madre fue inmediato. Terror erotizado en sus lúgubres fantasías que la excitaron a tal punto de mojar sus labios vaginales. Fue la profanación misteriosa en la penetración imaginada del marido ante la presencia del amante: “se creyó acompañada por la voz desgarrada y atómica de una mujer negra que le abría las piernas para llevarla al final, en un himno marginal y solemne” (Eltit, 1996: p.103). Comprendió que era el margen sudaca y tercermundista de desperdicios el que realmente la erotizaba. Fue la sordidez del desamparo del mundo, su mayor orgasmo.

De regreso a la casa cuartomundista aparece el travestimiento como la perversidad del ocultamiento familiar, del espectáculo sin público. Él, María Chipia, aparece como su radicalización material: es ahora la Virgen latinoamericana, madre redentora de los mestizos, de Sonia Montecino (1991), que entrega  su pluma a la letra femenina. diamela eltit es quien habla ahora en este diario de confesiones, en la anunciación de la decadencia: “mi hermano mellizo adoptó el nombre de María Chipia y se travistió en virgen. Como una virgen me anunció la escena del parto. Me la anunció. Me la anunció. La proclamó” (Eltit, 1996: p.109). Fue el acto de incesto fraternal en la descostrucción de identidades de género el que fecundó el sórdido futuro del cuarto mundo encarcelado. Fue la correccionalidad de la identidad travestida de Marcel Douchamp o Carlos Leppe la que se encarnó en María Chipia. Fue la mancha de semen (¿de Zurita en galería CAL?) la que manchó desde la virginidad el cuerpo de la hermana: era la niña sudaca desformada que nacía para la venta extranjera.

“A oscuras jugamos los mellizos de la noche. Un juego íntimo, húmedo y lleno de secreciones” (Eltit, 1996: p.114), juego de subversiones sexuales y secreciones repetidas -repetidas –repetidas de los mellizos amantes que colmó de decadencia vomitiva la dinámica de la familia disfuncional. Es la mancha la expresión matérica de la indiscriminación de los cuerpos des-subjetivizados: “la mancha habla de dicha simbiosis, publica aquel mimetismo recíproco, divulga esa promiscuidad” (Kay, 2005: p.32). Es el pecho desnudo erotizado de la virgen travesti que promueve el deseo animal. Olores en tiempos de celo. Sexo animal a la intemperie familiar. Repetición de actos que manchan al feto femenino en (de)formación.

El celo primaveral invade a tal punto la casa cuartomundista que María posee (mancha) a María, la gorda viril, herida en su feminidad, sudaca, roja y llena de sangre grasienta simulando sumisión femenina. María de Alava es el malestar de la gordura (¿de la cultura freudiano?). El cuerpo adolescente vive un retorno (melancólico) al cuerpo de la cuna, a través de los fluidos, de la mancha. En palabras de Kay:

“En la mancha se haya en estado de recuerdo dicha ceguera inicial, como, a la vez, ese ojo recién nacido, que en su indefinición total (indefinición a la que también pertenece la indistinción entre sujeto/objeto, entre afuera/adentro) recién principia como una antena a palpar, a tocar, a escupir, a construir, a pintar y a discernir los primeros objetos/sujetos dentro de la mancha” (Kay, 2005: p.31)

María Chipia se constituye en el estigma sudaca, esclavo inconsciente de la nación más poderosa del mundo. Travestido de virgen es pura obscenidad, pura animalidad, pura impureza: “Aúlla y se retuerce para huir de la vergüenza y de la caída de nuestra familia” (Eltit, 1996: p.125). El cuerpo sudaca indigno, impotente, impropio, ex-céntrico, víctima del complot racista, se hace monstruo mutante, produce un engendro anómalo.

El hambre animal da paso, ante el éxtasis sórdido, a la partida, al fin de la parodia. María Chipia quiere escapar de su destino: una moneda lo define, la esconde diamela eltit en su mano rompiendo fisuras de su palma. Una moneda ausente es la salida imposible de María, que llora borroneando su travestir virginal, su maquillaje latinoamericano. María Chipia quedo encerrado en su cúbico cuarto mundo presenciando el dolor del embarazo. Excitado, repite -repite –repite el acto animal desvirginal, agrediendo a su feto y la mirada insana de sus padres. Ataques múltiples plurifamiliares. Es el feto en (de)formación el peor enemigo, atacado con fluidos. Es el alma de diamela eltit enjuiciada familiarmente en su fatídico destino de madre adolescente del engendro anómalo sudaca; es el cuerpo de diamela eltit atacado por la furia orgánica del asma. Los fluidos de semen y sangre corren de formas paralelas al dolor. Al dolor se abre vaginalmente diamela eltit en un acuerdo somático con su hermano: ya no como mellizos, sino que casi como siameses los hermanos se vuelven a fundir en el repetir de los choques corporales animaléscos. No hay placer sino manía. Los miedo al afuera frente al abandono familiar se disipan en el choque corporal. La ciudad tercermundista corrompe el dentro de la casa en su cuarta dimensión, el dentro de diamela en su gestación, el dentro de María Chiapa en su indefinición sexual.

Los mellizos son los cuerpos infantiles del Chile del siglo XX, sus cuerpos transformados en monstruos se repiten en la novela nacional:

“los niños, los que ingresan, aquellos cuerpos que acuden para liderar las condiciones de futuro están en estos textos gravemente afectados por lo monstruoso (hablando de Alsino de Pedro Prado, Patas de Perro de Carlos Droguett y El obsceno pájaro de la noche de José Donoso). Las pasiones y las presiones políticas que los rodean no presagian para ellos un espacio, Alsino, Boy y Bobi se erigen en una metáfora poderosa y alarmante. Una metáfora que con lucidez y creatividad sorprendentes consigue apuntar al espacio prolongado, clave, clásico y sostenido del cuerpo como zona crucial. Un espacio definido para nombrar este incansable malestar que porta la cultura” (Eltit, 2005: p.20).

A esta lista se adjuntan en los ’80 los mellizos de la propia Eltit: engendros del subdesarrollado mundo dominado (por el Estado dictador, por el mercado invasor, por la cultura patriarcal) en el encarcelamiento de la casa como espacio de sustracción social, de confiscación corporal.

La incorrección del pesimismo de la letra oscura de Eltit transita por las (sus propias) bipolaridades de sus mellizos (ya casi sus hijos), en las escrituras del hermano y la hermana; el pesimismo transita y se profundiza en los cuerpos en (de)formación de los hermanos erotizados, trastornados, animalizados. Sus secreciones manchan las páginas del libro produciendo en el lector incentivo al vomito, al llanto, a la orina. De carnaval no tiene nada, o muy poco. Es el cuerpo virginizado, violado, dominado, seducido, escupido barrocamente en el horror vacui de la novela. Es el cuerpo masculino, en su travestir virginal, que se mancha en la cosmética feminizada de la identidad subjetiva de otra. Es el mestizaje y sincretismo de lo masculino y lo femenino en el cuerpo, de lo blanco y lo moreno en la identidad nacional. Es el cuerpo como protocolo sintomático de la cultura, como espacio de contención del aparato cultural/político.

El Cuarto Mundo es un barroquismo (casi) existencial o expresionista en el monologismo de Eltit, que habla del desagarro que arrastra por el quiebre social, en la desafección desesperanzada de su letra ante la dominación del país más poderoso del mundo; es el monologismo del desaliento, del desencanto, de la ausencia de resistencias, en ese devenir cultural que se devasta sin escapatorias ante el imperativo de la venta del cuerpo. Infierno disimulado en las narrativas de un niño sudaca y una niña sudaca, que de infantes tienen poco sus lenguajes, y menos aún, sus cuerpos. Es desde el barroquismo del acá, de la ciudad sudaca de fines de los ’80 dictatorial, amedrentada, ultrajada, machismisada, encerrada entre montañas de tortura, que se sitúa la narración. Es la marca del afuera de la casa que carcome en la otredad, que profundiza el desastre. Miedo -miedo –miedo. Thriller de terror latino y travestismo urbano se unen en la profanación del cuerpo y en la catástrofe del alma torturada, desde la escritura con sangre de diamela eltit.

Bibliografía
  • Bourdieu, Pierre. La dominación masculina. Barcelona: Anagrama, 2000.
  • Debord, Guy. Comentarios sobre la sociedad del espectáculo. Barcelona: Anagrama, 1999.
  • Eltit, Diamela. El Cuarto Mundo. 2da. edición. Santiago: Seix Barral, 1996.
  • —- . Clases de cuerpo y cuerpos de clase. Santiago: Aisthesis, PUC. Número 38,  2005.
  • García-Corales, Guillermo. Relaciones de poder y carnavalización en la novela chilena contemporánea. Chile: Asterión, 1995.
  • Kay, Ronald. Del Espacio de Acá. Señales para una mirada americana. 2da. edición. Santiago: metales pesados, 2005.
  • Richard, Nelly. Cuerpo Correccional. Santiago: Francisco Zegers Edición, 1980.
  • —- . Una mirada sobre el arte en Chile. Santiago: 1981.
  • Montecino, Sonia. Madres y Huachos: Alegorías del mestizaje chileno. Santiago: Sudamericana, 1991.
Print Friendly, PDF & Email


Tweet



2 comentarios

Hola José,
claramente la noción de «sudaca» ha sido un concepto despectivo creado en españa en los años de arribo de los exiliados del cono sur, incluso la RAE lo define como tal. Sin embargo, y lo digo como sucada radicado en madrid, es un concepto que también ha sido recuperado de forma invertida desde los años 80s por diferentes activistas, colectivos, grupos de música, etc. tal como ha ocurrido con otros conceptos despectivos reapropiados como queer, indio, etc. para nada se trata de un ejercicio de poder «omnímodo», ni una búsqueda de riquezas, ni un «saqueo» y «depredación» de culturas y civilizaciones. más bien todo lo contrario: darle el brazo a torcer a ese lenguaje que nos discrimina. saludos.

Por Francisco Godoy el día 18/08/2014 a las 04:34. Responder #

Sudaca, palabra despectiva y discriminatoria, propia de pensamientos exiguos, desearían Ustedes, los del mundo del culto al lenguaje rebuscado para impresionar a incautos, tener acceso a ese país sudaca y dominado por el poder omnímodo, para enchufarse a sus riquezas, y tal como a 500 años de distancia temporal lo hicieron, saqueando su oro y depredando su cultura y civilizaciones.

Por José Reyes el día 12/08/2014 a las 01:59. Responder #

Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴