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Dos lánguidos camellos.

por Ernesto Gómez Mendoza
Artículo publicado el 14/06/2005

1
Reinventar el arte de narrar dice mucho de quien emprende tal cosa. No es porfía que prolifere allí donde la cultura es, no ensayo sobre el vacío, sino último término de lento proceso de sedimentación. En tal contexto pretender hacer tabula rasa del saber acumulado por siglos es incoherencia, irracionalismo; pero en donde la práctica simbólica es un préstamo aún del todo no asimilad, es comprensible que algunos individuos incurran en este despiste. En estos reinos encantados de Latinoamérica el genio tiene con frecuencia la genialidad (valga la redundancia) de ensayar atajos en la escritura de ficción (también sucede al sur de los Pirineos: con todo y su agudeza, Don Miguel de Unamuno tropezó en el capricho de montar narraciones rodeando la tarea de aprender el oficio; igual obró Baroja, si hemos entendido a Ortega y Gasset).

Probablemente, más que otra dote cualquiera, tanto el novelista como el autor de relatos tienen que tener una cierta modestia: saber desaparecer detrás de su historia, no incurrir en la falta de urbanidad que Kundera con puntería señala: ser más inteligentes que sus novelas. La novela no es una tribuna para seres especiales. Es una forma de ser especial dentro de la literatura. En América Latina si se es muy particular, si se tiene cierta dote no muy común, se termina de novelista. Más lógico es que se termine de cuentista. La figura de Cortázar es buen ejemplo; cada vez lo recordamos más por su creación en el ámbito del cuento que por sus novelas (exceptuando Rayuela que, en el fondo, es una novela muy ortodoxa a pesar del empeño de su autor en aderezarla como antinovela).

2
La tejedora de coronas no oculta sus intenciones de revisar dos mil años de narrativa, y, aunque se le llame novela, es un cuento (en Colombia, con relativa facilidad un cuento de más de cincuenta páginas es una novela. Una época y una generación redujeron el concepto de cuento al fenómeno del short story norteamericano, boceto virtuoso de una circunstancia preñada de cuento. Hay una ambigüedad en todo ello, sin cuyas consecuencias Colombia sería emporio del cuento). Con este cuento hipertrofiado, Germán Espinosa contribuye a la crónica de los desencuentros colombianos con el arte de la novela.

Los errores de corazón tiene cierta belleza; de ese estilo es la de este libro desmesurado. Espinosa no posee el espíritu del novelista, la beatitud de un Cervantes o de un Kundera; es un temperamento ególatra y cerebral, laberíntico y seco. El lenguaje no es para él un medio vital, sino el asunto disecado de un filólogo; su cuento, en efecto, es pretexto para un febril exhibicionismo lexicográfico. Pero en narrativa latinoamericana uno de los trucos es esgrimir las carencias como virtudes, de modo parecido al que permite ver algún atractivo en los dientes pronunciados de una mujer o en un lunar. El autor de La tejedora de coronas se las arregla para que su lunares y pecas sean coquetos. El lenguaje rebuscado, exótico, termina deparando cierta experiencia lúdica, siempre que se experimente por tiempo prudencial.

La cuestión del arte ingenuo es imposible de soslayar al aproximarnos a Espinosa y su libro. Un indudable aliciente para su lectura es la incompatibilidad de sus procedimientos y rituales con el «saber» sobre la novela como instrumento literario depurado y maduro. Al nivel de esos goces prohibidos mencionados por Roland Barthes (El placer del texto), permitimos que este texto nos invada con su «naiveté» operatoria; la clave de su goce es en el sentido en que todo arte ingenuo nos permite practicar el inconfesable sentimiento de superioridad. El pintor «naif» nos divierte: es refrescante como evento lúdico. Paradójicamente también nos permite el lujo de la tolerancia. Pero el refinamiento y el saber nos son más propios (nadie apuesta a la literatura y la lectura para ser un ingenuo). No podemos imaginarnos los presupuestos de este escritor, pero podemos intuir la obviedad del fetiche que para él constituye la literatura.

La casta de la novela, la transparencia y levedad de la forma moderna de la épica no pueden existir en este libro, un ejemplo más de lo poco que se ha teorizado en Colombia sobre el asunto. En cambio, las maneras del cuento son ampulosas, sugerentes. La tejedora de coronas es una amalgama de cuentos y apólogos servidos en prosa exhibicionista y amanerada. Es como hombre que se saca de la manga un cuento y se honra en delinearlo, consciente de que su cuento es tan ligero e inconsecuente como una sombra chinesca, que Germán Espinosa e digno de respeto. Cuentos que se desdoblan como impromptus, que renuncian a una entidad demasiado definida, que se embriagan en su propia alusión. Y cuando no es una colección de perfumes de historias, este libro es una paquidérmica reunión de anécdotas y comentarios superfluos, curiosos, sobre doctrinas esotéricas, teología, masonería, intringuilis de historia de España, rancias posturas ateas, al lado de menciones abundantes y gratuitas a casi un centenar de figuras de la ciencia, el arte, el teatro, la literatura, la historia y la iglesia del siglo xviii, como si el autor creyera que nombres como D’Holbach, Bonifacio II, Swedenborg, Piscator, Kepler, Spinoza, Arouet y muchos más tuvieran virtudes que su sola enunciación concedería.

A la novela le basta con ser una nota al margen de la existencia humana; la aceptación de ésta como su materia prima la distingue de la epopeya que trata lo sobrehumano. Espinosa parece encontrase cómodo en el ruido de la epopeya y ha parido la suya. El que mucho abarca, poco aprieta. Del realismo mágico a la magia del realismo hay gran trecho.

3
A los buenos oficios de Borges debemos los lectores latinoamericanos el descubrimiento de los tesoros del apólogo. El cultor de esta forma delicada, que podría tildarse de arcaica o arcaizante, trabaja condicionado por persuadir al destinatario de la historia de la conveniencia de alguna afirmación. En un retablo narrativo el autor del apólogo mueve figuras y algunos datos esenciales para demostrar la justeza de su doctrina (en Tlon, Uqbar, Orbis Tertius, Borges finge las discusiones de los sabios de Tlon,un antiguo reino hipotético, para inclinarnos a la consideración idealista del yo, el tiempo y el universo).

Borges cumplió con la primera condición para fungir de apologista: ser un hombre sabio. ¿Lo es Alvaro Mutis? Entre sus libros más ruidosos está Ilona llega con la lluvia. De la sinceridad (que no fuerza ni ideas) que acaso había en títulos precedentes de la saga de Maqroll como La nieve del Almirante, no queda nada. La filosofía esotérica de Maqroll enseña con vaguedad que este mundo es en realidad el infierno y que los que en él habitan deben hacerlo con desapego y, habiéndose dado ya la condena es posible regodearse en las perversiones y muy particulares gustos de cada cual. No siempre gozamos de lucidez, así que podemos encontrar esta idea muy cómoda y sugerente; pero los libros de Mutis no han pasado de esbozarla superficialmente. Le concederemos la consecuencia con su axioma de no apegarnos demasiado a nada, ni a nuestras ideas.

En las narraciones de Mutis hay demasiada renuncia para asumir las responsabilidades gozosas del narrador. Narrar es amar indirectamente las cosas y la forma de este mundo. Sin afecto por alguna porción del universo es tarea imposible contar un cuento, descifrar su forma interior, su sentido último, distribuir los acentos y sugerir el tiempo y el espacio. Ilona llega con la lluvia es un texto redactado bajo el peso de su ausencia de vida y de sinceridad. Como pastiche es sublime, como libro de fantasmas es pueril (quienes han compuesto historias de espíritus de ultratumba lo hicieron porque las amaban). Los mitos son formas; en Mutis se adivina una miopía frente a cualquier clase de forma, de cosmos. Miopía o insalvable ingenuidad sobre los principios y protocolos de la ficción.

Como en círculo vicioso, en Espinosa y Mutis, la literatura colombiana insiste en la misma «naiveté» que hace noventa años intoxica a Guillermo Valencia con la peregrina hazaña de escribir alejandrinos sobre improbables camellos de «verde ojos claros y piel sedosa y rubia». Ambos, «los cuellos recogidos, hinchadas las narices, a grandes pasos miden un arenal de Nubia».

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