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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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El arte de vigilar y castigar

por Arturo Caballero
Artículo publicado el 20/02/2013

«Alguna vez este colegio, el Colegio Nacional, fue solamente de varones».
«La subversión es un cuerpo, pero también es un espíritu.
Porque el espíritu sobrevive y alguna vez bien puede reencarnar en un nuevo cuerpo».
MARTÍN KOHAN. Ciencias morales

 

El argumento de Ciencias morales es como sigue. María Teresa trabaja como preceptora en el emblemático Colegio Nacional de Buenos Aires, antiguo Colegio de Ciencias Morales, fundado por Bartolomé Mitre, en cuyas aulas se formaron algunas de las personalidades más ilustres de la nación argentina como Manuel Belgrano, creador de la bandera nacional, o el escritor tucumano Juan Alberto Alberdi. Los preceptores tienen el deber de supervisar la conducta de los alumnos, hasta en el más mínimo detalle, dentro y fuera del colegio. María Teresa se esfuerza por hacer bien su trabajo; por ello sigue a pie juntillas el reglamento y está atenta a cualquier transgresión, inclusive sus pesquisas la llevan a indagar en los lugares más insospechados del colegio con la finalidad de atrapar «in fraganti» a quien o quienes se reúnen a fumar en los baños de varones. Confía en que si atrapa al infractor, obtendrá el reconocimiento de sus superiores, en especial del jefe de preceptores Carlos Biasutto. Sin embargo, esta obsesiva persecución la embarca en una experiencia que la hará transgredir sus propias limitaciones morales en un contexto en que la dictadura militar, empeñada en perpetuarse en el poder, apela al nacionalismo y la guerra para justificar su permanencia.

El Colegio Nacional de Buenos Aires aparece como una muestra representativa de la nación argentina. El primer conflicto que el discurso disciplinario enfrenta es la rivalidad entre estudiantes provincianos y porteños. Estos enfrentamientos no representaban mayor problema en comparación con lo que en la actualidad «supone vigilar esta otra realidad de los varones y las mujeres existiendo en continua proximidad» (1) (la cursiva es mía). Y la razón es que esa rivalidad se asume como una cualidad constitutiva de la nación argentina, una especie de gimnasia sociocultural característica de su historia, ya que algunas de las personalidades más ilustres de la nación participaron en su momento de esta rivalidad: Bartolomé Mitre derrotando al entrerriano Urquiza en la batalla de Pavón, Juan Manuel de Rosas cerrando el colegio, o el sanjuanino Domingo Sarmiento resentido por no haber logrado ingresar como sí ocurriera con el tucumano Juan Bautista Alberdi (2).

Que los porteños se pelearan con los provincianos no dejaba de expresar, al fin de cuentas, una verdad profunda de la historia argentina, y en esto el colegio ya era lo que estaba destinado a ser: un selecto resumen de la nación entera. […] Que se pelearan entre sí los porteños con los provincianos era parte de la historia del colegio, porque era parte de la historia del país. Miguel Cané lo cuenta claramente cuando escribe Juvenilia. No importa que los alumnos actuales mencionen ese libro como lo hacen o como lo harían las personas ineducadas; lo han leído y saben bien lo que significa que el colegio tuviese que albergar por igual a los chicos de las provincias del norte argentino y a los chicos de la ciudad de Buenos Aires (3).

 

Rivalidades productivas, y de algún modo deseables, que tuvieron como protagonistas a los grandes patriarcas de la nación argentina; en ningún caso a mujeres.

Lo que define al patriarcado es una situación de dominio masculino institucional sobre la mujer, donde los varones poseen el poder en todas las instituciones sociales importantes, impidiendo a las mujeres el acceso a ese poder, aunque no se les prive de derechos o recursos (4). La estructura patriarcal del colegio subsiste hasta el presente en que María Teresa ingresa como preceptora. Si en el pasado autoridades, maestros, preceptores y alumnos eran todos varones, en el presente de María Teresa los cargos más importantes son ocupados por varones en quienes ella reconoce una natural capacidad para desempeñar sus cargos. El vicerrector «le transfiere un aire venerable que María Teresa apreció desde la primera vez que tuvo la oportunidad de verlo». A diferencia de las otras autoridades, luce «un aire de paternidad, pero de una paternidad inefectiva, una paternidad simbólica, igual que la de los curas: la paternidad virtual de quienes carecen de hijos y no han conocido mujer. Con esa misma aura de sapiencia equilibrada, y casi sin ademanes, se expresa el señor Vicerrector» (5).

Otra perspectiva sobre el patriarcado propone desplazar el énfasis en la explotación socioeconómica para entender el amor, como una forma de relación socio-sexual mediante la cual los hombres explotan a las mujeres (6). El galanteo de Biasutto se asienta sobre su autoridad como jefe de preceptores: «También es cierto que se ofreció a acompañarla hasta su casa y que fue ella la que se negó. Quizás él lo dijo tan sólo por cortesía, porque se había hecho de noche y ella es mujer. A la vez, al despedirse, le besó la mano, como hacen los príncipes, y eso expresa un galanteo evidente. […] Hoy ha sabido que él se llama Carlos, Carlos como Gardel, un nombre bien masculino» (7) (la cursiva es mía). El cortejo de Biasutto es la extensión de su autoridad como jefe de preceptores al ámbito de lo privado. María Teresa accede —o más bien no rechaza— a la invitación, en primera instancia, porque provino de su jefe inmediato («María Teresa se ruboriza todavía más, hasta sentir un tibio ardor en las mejillas, y en su turbación ya ni siquiera atina a asentir. No obstante, y aun sin ese gesto, queda claro que está aceptando la invitación, y el señor Biasutto así lo entiende» (8). El contrato sexual dentro del patriarcado es un pacto implícito, no pacífico, desigual, subordinante. Implica para las mujeres pérdida de soberanía sobre sí mismas y sobre el mundo (9). Biasutto consuma su dominio sobre María Teresa pasando del discurso hacia el cuerpo, como veremos más adelante.

En segundo lugar, está la dificultad de vigilar la convivencia entre varones y mujeres. En el presente, es más complicado vigilar al alumnado —piensa María Teresa mientras supervisa la formación— porque hay varones y mujeres conviviendo en un mismo espacio. Son los cuerpos, identificados con un género que asume una correspondencia con el sexo biológico, los que literalmente partieron el colegio en dos. Ahora que hay mujeres, los esfuerzos deben multiplicarse.

las cosas debieron ser, por necesidad, más claras y más ordenadas. Es simple: faltaba ni más ni menos que la mitad de este mundo que ahora lo integra. Esa mitad hecha de jumpers, de vinchas, esa mitad hecha de cintas y de hebillas, esa mitad que requirió la instalación de baños aparte en el colegio y vestuarios aparte en el campo de deportes […] El colegio era todo una misma cosa, era todo de varones. Entonces con toda seguridad las actividades transcurrían de manera más sosegada, o por lo menos eso presume ahora […] Ese mundo no estaba, como está éste, partido en dos […] se imagina cómo habrá sido el colegio en su versión más homogénea y armónica, la del otro siglo, la del otro tiempo (10) (la cursiva es mía).

María Teresa supone que antaño era más fácil vigilar al alumnado porque era más homogéneo. Imagina que en el pasado de las luminarias intelectuales que dirigían el colegio, varones todos ellos, su labor hubiera sido más sencilla porque «Alguna vez este colegio, el Colegio Nacional, fue solamente de varones». En consecuencia, considera que para «aquellos hombres ilustres del pasado» (11) —como el profesor francés Amadeo Jacques o el rector Santiago de Estrada— pacificar la rivalidad entre provincianos y porteños fue mucho más manejable que vigilar a un alumnado mixto compuesto por varones y mujeres, pues, aunque diversos en cuanto a su procedencia, eran homogéneos respecto al género, como el resto de sujetos que integraban el plantel: autoridades, profesores y preceptores eran todos varones. No es que la comparación de María Teresa entre sujetos y épocas apunte a subestimar la capacidad de «aquellos ilustres hombres» frente a los desafíos que ella enfrenta en la actualidad o a magnificar la dificultad de su labor en el presente: «No se compara, no supone que ella pueda parangonarse con el prestigio de aquellos hombres ilustres del pasado» (12).

La admisión de mujeres produjo cambios en la estructura del colegio (sanitarios para damas), en la conformación del cuerpo docente y preceptores (incorporación de maestras y preceptoras), y en los procedimientos disciplinarios, lo cual no significó un relajamiento de la disciplina sino agudización de los métodos de control. Porque desde ese instante, la convivencia con los varones exigía un replanteamiento del discurso disciplinario, más proclive a sujetos homogéneos, pues el esfuerzo para controlarlos tiende a ser mayor y especializado cuanto más diversos son los sujetos vigilados.

 

La idea que se desliza detrás de sus divagaciones es que ella en las condiciones actuales que ejerce su labor como preceptora no está a la altura de esos grandes hombres. Primero, porque no se permite una comparación con ellos, solo libres especulaciones. Segundo, porque tácitamente reconoce que el fundamento de la grandeza de aquellos maestros y autoridades es una cuestión de género (eran todos varones); en cambio, ella es mujer, por lo cual la valla que debe superar es tan alta que, efectivamente, no se permite ni siquiera una comparación que arroje como saldo reconocer que su labor como preceptora es de hecho más complicada en la actualidad y que aquellos hombres podrían haber fracasado en las actuales circunstancias. Judith Butler anota que «[…] la diferencia sexual se invoca frecuentemente como una cuestión de diferencias materiales. Sin embargo, la diferencia sexual nunca es sencillamente una función de diferencias materiales que no estén de algún modo marcadas y formadas por las prácticas discursivas» (13). Y las prácticas discursivas disciplinarias en el Colegio Nacional de Buenos Aires, tal como son representadas en Ciencias morales, promueven una relación jerarquizada entre los géneros sobre la base de la materialidad de sus sexos: Jumpers, vinchas, cintas y hebillas son los distintivos de género que identifican a esa otra mitad del alumnado: las alumnas.

Tal heterosexualidad normativa asume la diferencia sexual como natural y complementaria; en consecuencia, los géneros asumen los roles atribuidos a sus sexos: «María Teresa repara de pronto en que los varones no son como las mujeres, no tienen el cuerpo igual; es obvio, pero ella no lo había pensado hasta ahora» (14). El género del alumnado está dividido en dos, es a lo sumo una dualidad (varones/mujeres): «Ese mundo no estaba, como está éste, partido en dos». De tal modo, solo se concibe la existencia de dos géneros. Una de las tendencias en la teoría de género seguida por Judith Butler ha enfatizado la crítica al binarismo sexo/género, por considerarla expresión de un imaginario masculino consolidado como discurso científico (15). Así, el sexo no es una condición estática, sino un devenir, un «ir siendo». La homogeneidad del alumnado evocada por María Teresa se refiere al género de los alumnos: todos eran varones. Que hubiera alumnos procedentes del norte argentino no alteraba esa pretendida homogeneidad porque el género unificaba a todos los sujetos que integraban el colegio en aquellas épocas: autoridades, maestros, preceptores y alumnos. Y es que esta mirada supone la idea de sujeto «en el sentido de la afirmación de una individualidad plena, concreta y autónoma» (16) y no como una subjetividad interpelada por múltiples discursos contradictorios entre sí.

Michel Foucault señala que un objetivo de los discursos que detentan el poder es disciplinar los cuerpos. Se disciplinan los cuerpos para volverlos dóciles y luego útiles para la consecución de los fines establecidos por el poder. Resalta que históricamente el cuerpo ha sido objeto de coacciones e intervenciones (17); en otras palabras, el discurso del poder se ha inscrito sobre los cuerpos mediante técnicas disciplinarias que tienen por objeto transformarlos y perfeccionarlos a fin que satisfagan eficientemente los intereses del poder. Y denomina disciplinas a los métodos que controlan rigurosamente la actividad corporal, garantizando el sometimiento de su fuerza, además de volverlos dóciles y útiles (18).

Al respecto, las técnicas disciplinarias aplicadas por las autoridades del Colegio Nacional de Buenos Aires durante la supervisión de la formación, la revisión de la vestimenta reglamentaria y la exploración de la higiene corporal revelan la dimensión del discurso disciplinario ejercido sobre los cuerpos de los alumnos y alumnas. Los preceptores están al acecho de cualquier leve indicio de incumplimiento de las normas. Durante la formación observan minuciosamente a los alumnos para que mantengan silencio, la distancia adecuada, el orden en las filas en función de la estatura y que no existan conductas impropias, más bien contactos impropios, los cuales son más frecuentes, según el criterio de María Teresa, entre varones y mujeres.

Distinguir entre una mano firme sobre el hombro y otra reposada o acariciante, entre el solaz de los jóvenes que disfrutan del recreo aproximándose unos a otros y los sensuales abrazos de las alumnas a sus compañeros es una tarea compleja, debido a que la claridad de las normas se obscurece cuando se las tiene que reconocer en los cuerpos, o sea, cuando el discurso disciplinario se aplica a una experiencia concreta: «[…] una cosa es conocer lo que el reglamento dice y otra muy distinta es supervisar que su cumplimiento se verifique con el suficiente rigor» (19). Hay situaciones, por ejemplo, en que no es posible aplicar las medidas usadas para establecer el corte de cabello adecuado para los varones.

El pelo de los varones […] puede requerir una pericia de mayor precisión. El reglamento dice que tiene que haber no menos de cuatro centímetros de separación entre el pelo y el cuello de la camisa: con dos dedos de una mano de tamaño normal se calibra esa medida. Tampoco las hay cuando los mechones de cabello se estiran y cuelgan hasta rozar el cuello de la camisa, o incluso, peor aún, hasta tocarlo, y por lo tanto la infracción queda completamente en evidencia. Entre una alternativa y la otra, hay un abanico bastante amplio de casos dudosos, casos difíciles de resolver con sólo un golpe de vista, y que por lo tanto requieren la medición concreta del espacio que va del cuello a la camisa del alumno sospechado

[…] Los alumnos recurren, astutos, a sus tretas de siempre: inclinar la cabeza hacia adelante, tirar de la tela de la camisa hacia abajo por atrás. Así procuran inventar los cuatro centímetros que la letra del reglamento exige. Valenzuela seguramente lo intenta, lo está intentando ahora, en este mismo momento, pero no termina de conseguirlo. (20)

En tales circunstancias, explorar el cuerpo de los estudiantes es para María Teresa una experiencia que la confronta con sus temores: «no se siente muy dispuesta a tocar ahora la nuca de alguno de estos chicos. No quisiera. Lo piensa y no quisiera, y contempla cada cuello y cada corte secretamente amedrentada» (21). De este modo, los estudiantes, sujetos subalternos al poder, se las ingenian para que sus cuerpos pongan en entredicho al discurso disciplinario y a sus operarios, los preceptores.

La nuca es tibia, se siente extraña, la cubre una especie de pelusa que no llega a ser pelo, aunque a la vez no sea otra cosa que pelo, y que le confiere al roce cierta suavidad. Dos dedos suyos: el índice y el mayor, los de la mano derecha, en la nuca de Valenzuela. El dedo índice no alcanza a tocar esos hilos de pelo enrulado que Valenzuela lleva como si llevara una peluca, como si no fueran suyos. María Teresa no debe apresurarse, no puede rozar apenas y despegarse pronto, como si arrimara esos dedos a un cable con electricidad o a una olla con agua hirviente. No puede evidenciar esa zozobra, debe hacer su medición con toda calma y sacar sus conclusiones sin premura. El contacto dura entonces uno o dos segundos, y acaso tres. Sólo después ella retira los dedos de la nuca de Valenzuela. Cuando lo hace, está segura de que el alumno no es pasible de sanción ni de advertencias. (22)

Vigilar y castigar esas circunstancias asumidas como faltas disciplinarias se convierten para ella en un arte de la interpretación del lenguaje corporal, cuyo sentido, en realidad, emana de una proyección de sus propias fantasías transgresoras de la moral que ella está obligada a vigilar. María Teresa proyecta su propia perversión en los alumnos y alumnas a quienes vigila. Porque de otra manera no se explica cómo es que evalúa cuándo un acto amerita una sanción y cuándo no. Si la exploración corporal se torna una experiencia perturbadora y placentera (o lo primero por lo segundo o viceversa), como en el caso de Baragli (23), que tiende a relajar la vigilancia, entonces aquel sujeto constituye una amenaza. Así, la falta se define por el grado de identificación con el acto que quisiera emular (acto censurado por el discurso disciplinario), es decir, censura lo que desea. María Teresa es un personaje al límite de la disciplina que lucha por mantenerse dentro del encuadre asignado a su función. Lucha en medio de la tensión entre la resistencia y la entrega a lo prohibido.

 

Un aspecto particular de Ciencias morales es que solamente los varones, no las mujeres, son los que confrontan la labor disciplinaria y la moral de María Teresa. Por un lado, la presencia del alumno Baragli —el aroma a tabaco que despide (24) y su colonia de varón (25)— la perturba y obsesiona. Él es motivo de sus pesquisas, sospecha que es él quien fuma en los baños. Ella presupone que es un varón el que fuma a escondidas en el baño; por el contrario, las alumnas están libres de sospecha. Si la vigilancia del cuerpo femenino es más sencilla, «porque usan jumper y las medias que llevan quedan perfectamente a la vista» y «En el caso de los varones la constatación se complica» (26), es porque María Teresa considera más osados a los varones y a las mujeres, más dóciles; en otras palabras, el cuerpo femenino se representa más dúctil a la disciplina que el cuerpo masculino. Y «Es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser trasformado y perfeccionado» (27). Por otro lado, Carlos Biasutto ejerce una gran influencia sobre ella, más allá de la autoridad que le asiste como jefe de preceptores. Mientras la obsesión de atrapar al alumno o alumnos que fuman (mejor si fuera Baragli) la impulsa a esconderse en los baños de varones, ser descubierta allí por su jefe inmediato, Carlos Biasutto, termina siendo un aliciente. Él es quien la anima a ir más allá de lo que exigen las normas, a justificar su transgresión en nombre del cumplimiento de su deber como preceptora.

Los roles de género merecen un comentario aparte. María Teresa es un sujeto operativo que recibe instrucciones y las cumple al pie de la letra, sin cuestionarlas, incluso va más allá de la directiva para afinar el alcance de la sanción. En el colegio, las mujeres solo llegan a preceptoras, último cargo en el que se ejerce alguna autoridad, con limitada capacidad de decisión. Su decisión más compleja es definir un acto como falta. Por el contrario, los varones poseen la autoridad, son celebridades históricas, toman decisiones, administran el poder, protagonizan hazañas militares, son transgresores, incluso de sus propias normas. Los superiores de María Teresa son varones. Ellos disciplinan mejor, planifican, silencian u otorgan la voz. Biasutto seduce a María Teresa, Baragli la intimida: «Le sostiene la mirada a su preceptora y hasta parece estar a punto de sonreír, aunque en definitiva no lo haga» (28). A propósito, Teresa Lauretis (29) anota que la noción de género funciona como un mecanismo que construye subjetividades para los individuos varones y mujeres sobre la base de su diferencia sexual que luego establece jerarquías sociales. En este sentido, es bastante peculiar que el lado vulnerable del discurso disciplinario esté en la performance de una mujer, María Teresa (otros preceptores o preceptoras no están tan atribulados como ella), y que el frente sin fisuras sea mantenido por los varones. Esto último demuestra cómo «Las estructuras jerárquicas se basan en la comprensión generalizada de la llamada relación natural entre varón y mujer» (30).

 

II

Alumnos y alumnas son sometidos a una férrea disciplina académica, corporal y moral amparada en el prestigio de las mentes masculinas más renombradas que egresaron de sus claustros. La obsesión por el control minucioso de los cuerpos es una de las características de los discursos disciplinarios según Michel Foucault. Ello permite apreciar su dominio: «La disciplina es una anatomía política del detalle» (31). Foucault advierte no subestimar las pequeñas coerciones, la disciplina a la que se somete en pequeña escala a los sujetos en circunstancias cotidianas y aparentemente inofensivas, pues allí se consolidan los grandes discursos represores que luego se extienden institucionalmente amplificando su poder (32). Y no es casual que en esta obsesión por el detalle reposen «todas las meticulosidades de la educación cristiana, de la pedagogía escolar o militar, de todas las formas finalmente de encarnamiento de la conducta» (33), donde ocupa un lugar especial, la escuela: «Se los encuentra actuando en los colegios, desde hora temprana más tarde en las escuelas elementales […]» (34).

Es así que Foucault nos invita a pensar en el microgrupo, en la microfísica del poder que pretende controlar los cuerpos, y en la biopolítica, ese modo en que el poder político regula todos los aspectos de la vida de la población. En cierto modo, el arte de gobernar es administrar un discurso disciplinario sobre la vida de la población. ¿Qué es gobernar? —se pregunta Foucault— es proceder de tal modo que el Estado llegue a ser sólido, permanente, rico y fuerte ante cualquier amenaza (35). La biopolítica en el Colegio Nacional de Buenos Aires es una representación a escala del Estado de policía, un frente interno de vigilancia complementario a los frentes externos. El Estado de policía implica un esfuerzo de alcance ilimitado por controlar la actividad grupal e individual de la población hasta en el más mínimo detalle (36), lo cual adquiere notable importancia toda vez que el contexto de la novela son los momentos finales de la Junta Militar en la Argentina y la guerra de Malvinas.

Esta rigurosa disciplina coacciona sus cuerpos, manipula calculadamente sus gestos y comportamientos. Sus cuerpos ingresan en un mecanismo de poder que los explora, los desarticula y los recompone. Se trata de una «anatomía política», una «mecánica del poder», que define cómo puede capturar el cuerpo de los demás, no solo para imponer una voluntad, sino «para que operen como se quiere, con las técnicas, según la rapidez y la eficacia que se determina» (37). Esta biopolítica, siguiendo el planteamiento de Foucault, ejercida por las autoridades del Colegio Nacional de Buenos Aires, vigila que todos los individuos en el recinto estén cumpliendo una función, reduce al máximo el tiempo libre fuera de los momentos asignados al esparcimiento y se extiende fuera de los recintos del colegio. Si el biopoder actúa así con los alumnos y alumnas, y siendo el colegio un microcosmos de la nación, es de suponer que el poder político que la condujo a la guerra también se empeñe por regular todos los aspectos de la vida de la población.

Dejar que los sujetos conduzcan autónomamente su cuerpo implicaría dar carta libre a posibles subversiones contra el poder. «La subversión es un cuerpo, pero también es un espíritu. Porque el espíritu sobrevive y alguna vez bien puede reencarnar en un nuevo cuerpo», recalca Biasutto a María Teresa después que ella le comentara el asunto del olor a tabaco en los baños. Fumar ya no es una simple travesura: «En este tiempo, y en este colegio, es otra cosa: es el espíritu de la subversión que nos amenaza» (38), dice Biasutto. Atrapar al infractor representa para María Teresa no solo la posibilidad de aplicar la norma con rigor, sino la oportunidad de conjurar una amenaza contra el discurso del poder. Pero yendo más allá, las implicancias de que la subversión sea cuerpo y espíritu, según Biasutto, son muy reveladoras. Vista así, la subversión, o sea los discursos contrahegemónicos, son acciones e ideas, materia y conciencia simultáneamente. Entonces, la amenaza subversiva no solo es ideológica sino que se la identifica como un cuerpo de ideas, como ideas encarnadas necesariamente y encaminadas hacia una acción. Lo subversivo, en realidad, no serían tanto las ideas en sí mismas como su encarnación y propagación en diversos cuerpos. Ello no quiere decir que a las autoridades del Colegio Nacional de Buenos Aires les importe poco las ideas subversivas, de hecho, estas podrían retornar corporeizadas y representar una amenaza para el poder. Pero el lugar donde se libra la batalla contra la subversión es el cuerpo significante de los alumnos y alumnas, más que una represión contra las ideas de algún grupo organizado.

La disciplina, dice Foucault, distribuye a los sujetos en el espacio recurriendo a técnicas diversas (39). Una de ellas, la clausura, es fundamental en Ciencias morales. Los estudiantes no pueden deambular libremente fuera del aula o en el colegio fuera del horario de clases. Las instalaciones del colegio están diseñadas de tal manera que el aislamiento no sea solo discurso sino, además, una sensación palpable: «Bajo los muros del colegio, densos como su historia, el silencio es total (40)»; «[…] el considerable grosor de sus históricos muros y el hermético envasamiento de sus ventanas siempre cerradas, […] las jornadas de clase transcurren corno si el edificio del colegio no estuviese en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires, sino en medio de un desierto. Nada de lo que pueda sonar afuera alcanza a resonar adentro» (41).

Otra técnica es localización elemental o división en zonas. La formación antes de ingresar a clases es un ejemplo de esto. Todos los alumnos y alumnas perfectamente alineados, bajo la atenta mirada de los preceptores y alertas ante la voz del jefe de preceptores, quien comanda el desplazamiento de los alumnos. Así todos son localizables en el espacio de la formación. Cada grupo integra una sección diferenciada de la otra por el grado superior o inferior cursado (María Teresa es preceptora de tercero décima). Los preceptores intervienen cuando los alumnos no están cumpliendo la función que les fue asignada, por ejemplo, cuando han sido castigados por alguna falta o cuando deben ocupar su tiempo en una hora libre que no lo es, porque incluso se prevé que el profesor que falte deje actividades que serán supervisadas por los preceptores. Así evitan que no haya algo que hacer, el vagabundeo o la aglomeración inútil. Supervisar que lo que lean durante esas horas se atenga a lo programado. El radio de acción de la disciplina trasciende los muros del colegio, de manera que los preceptores deben estar en la capacidad de identificar plenamente alguna inconducta de los alumnos o alumnas incluso si se tratase de un encuentro fortuito en la calle.

También, la arquitectura del colegio es muy significativa respecto al discurso disciplinario. La arquitectura dispone los espacios para varios usos, tanto para vigilar como para asignarles una función (42). La sala de profesores del colegio, la sala de preceptores, la destinada a reuniones entre autoridades, profesores y preceptores son espacios diferencias con fines específicos. Finalmente, destaca la jerarquía entre los sujetos que conviven en el colegio. En la posición más alta está el rector, luego el vicerrector, prefecto, profesores, jefe de preceptores, preceptores y alumnos.

Asimismo, llama la atención que los personajes más sobresalientes de la novela no sean precisamente los profesores, sino las autoridades políticas, por así decirlo, aquellas directamente vinculadas al ejercicio del poder: los preceptores, el jefe de preceptores, el Prefecto y el vicerrector que ha asumido la rectoría del colegio. Que las autoridades políticas tengan mayor protagonismo que los profesores no es un hecho casual. Ello evidencia el contraste entre el discurso disciplinario imperante y el repliegue de los saberes transgresores que eventualmente tendrían la responsabilidad de resistir contra el poder que los constriñe. A diferencia de las autoridades, quienes en sus diferentes niveles son activos porque controlan a otros, e incluso en la jerarquía más baja poseen autoridad, iniciativa y cierta autonomía —como los preceptores frente a los alumnos— los profesores son personajes anodinos, parcos, sumisos, en el mejor de los casos, cumplidores, responsables (algunos prefieren asistir a clase a pesar de estar enfermos o a mitad de un duelo familiar), pero no brillan por las inquietudes que podrían sembrar sus saberes. Lo mismo ocurre con los estudiantes. A través del narrador son presentados más como una amenaza en tanto hagan lo que quieran con sus cuerpos, más que por lo que sus ideas pudieran sugerir. En ningún momento se narran sanciones a estudiantes cuyas ideas se salieran de lo aceptable por la institución, tomando en cuenta el momento político que vivía la nación: dictadura militar y guerra de Malvinas. Sí se alude a cierto pasado reciente en el que hubo que tomar drásticas medidas para erradicar la subversión del colegio, tal como hicieron los militares en el resto de la nación.

Pese a que los maestros y los estudiantes no destacan por ofrecer una resistencia basada en saberes confrontacionales con el poder —o inconformes con los modos cómo el poder regula las relaciones entre los sujetos dentro del colegio—, el discurso de la resistencia se manifiesta mediante la disidencia que los cuerpos ofrecen ante la disciplina que los pretende modelar. Las esporádicas muestras de disidencia provienen de los estudiantes (obsérvese, reitero, que tal emplazamiento es realizado solo por los alumnos, no por las alumnas) que se las ingenian para transgredir los límites de la disciplina corporal que les es impuesta, jugando entre la ingenua culpabilidad y la alevosa transgresión:

La otra tarde, al cabo del primer recreo, María Teresa notó, o creyó notar, que la mano derecha de Capelán reposaba excesivamente en el hombro derecho de Marré. Tomaba distancia, sí, era su obligación y la acataba, pero quizás no solamente tomaba distancia. Una cosa era valerse de ese hombro como referencia para tomar distancia, y otra muy distinta era sujetar ese hombro, tocarlo, envolverlo en la mano, hacer que Marré sintiese el contacto de la mano. Sin levedad ni inocencia. (43)

[…]

Capelán se ha puesto muy sutil; pero tal vez demasiado sutil, lo cual es también inconveniente. Ya no toca a Marré con la palma de la mano, sino con los dedos, que es lo preferible, y aun con la punta de los dedos, lo que es doblemente preferible.

Y ni siquiera apoya esos dedos, esas yemas; tan sólo los acerca para tocar apenas, como lo haría si se tratara de una puerta y él tuviese que entornada o que cerrada sin hacer ningún ruido. Pero en ese acercamiento tan leve, tan retraído en apariencia, Capelán se dispone más a la caricia que al contacto, según distingue o cree distinguir María Teresa en su examen de la escena. Capelán ya no toca por demás el hombro de Marré, su compañera de adelante, pero a cambio de esa incorrección parecería aventurarse con descaro en esta otra: la de rozada. Rozada apenas, como si quisiese provocarle cosquillas o inquietud. (44)

De este modo, se observa que la resistencia al poder no se plantea desde el terreno académico —tenido tradicionalmente como espacio propicio para germinar ideas subversivas, y qué mejor si se las irradia a través de la educación escolar a jóvenes estudiantes ávidos y predispuestos a la rebeldía contra la autoridad—. La resistencia contra el poder representada en Ciencias morales se origina en la materialidad significante de los cuerpos. La represión no se dirige a los saberes, sino a los cuerpos y a sus experiencias. En tal sentido, los cuerpos, y no solo las ideas, tienen mucho qué decir.

Al respecto, la experiencia aporta mucho a la comprensión del cuerpo como significante, es decir, como vehículo de un discurso. La experiencia también es significante aunque no conlleve un lenguaje, pues aquella a veces los excede; la experiencia es, «en ocasiones, inarticulada» (45). Experiencia y el lenguaje se superponen imperfectamente. Ello significa que una interpretación netamente discursiva de la experiencia corporal excluiría «lo inarticulado del reino del conocimiento y las formas de opresión susceptibles de ser borradas que no pueden expresarse bajo los regímenes reinantes del discurso» (46). Reconocer que no toda la experiencia es traducible en términos discursivos obliga a describir los cuerpos «con sus propias historias individuales específicas, en lugar de partir de un concepto abstracto del cuerpo o de uno que exista sólo en una representación textual» (47). La experiencia registrada por los cuerpos es importante para comprender una situación de dominación, pues el significado se produce a través de los actos en los que los cuerpos adquieren conciencia de la realidad.

Por ello, la situación subalterna de María Teresa frente a sus superiores, en particular, ante Biasutto (48), se explica no solo por la validez que le concede al discurso disciplinario sino, además, por las experiencias corporales en las que ella debe identificar una falta o cuando en su propio cuerpo se hace efectivo el dominio o la vulnerabilidad de la disciplina, que adquieren la forma de sensaciones (olores, texturas, formas, roces). Los encuentros con el alumno Baragli y el jefe Biasutto son bastante ilustrativos al respecto.

[…] revela, a los ojos aproximados de María Teresa, no ya sus zapatos lustrados y sus medias obedientes, sino una parte de su pierna, una franja de pantorrilla pálida y veteada de vellos oscuras, le muestra eso, se lo hace ver, y ella se acercó tanto que ahora no puede esquivar el detalle crudo de esa piel expuesta. Baragli retira la pierna y de inmediato le acerca la otra. María Teresa no se repone, una especie de zumbido la empieza a atontar, siente que sus mejillas se han puesto más espesas y calientes. La otra pierna: Baragli la arrima, ella sigue inclinada, no es la media lo que va a mostrarle, no es su irreprochable sumisión a las reglas del colegio, es la pierna, es su pantorrilla, Baragli la va a exhibir, la va a exhibir para ella, su pierna de varón, sus pelos de varón, una franja de piel descubierta entre el gris de los pantalones y el azul de la media. La botamanga esta vez sube todavía más, se ve más piel, se ve más pierna, la pantorrilla, María Teresa se ha puesto roja y lo sabe, […] (49).

Con manos confusas el señor Biasutto le levanta la pollera. Ella siente al mismo tiempo el frío en las piernas y el miedo. […] No espera que María Teresa haga nada, nada que no sea estarse ahí, preceptora, subalterna, con un lado de la cara ya tocando la pared. […]

María Teresa siente esa mano en la espalda, fría y húmeda […]

Él tiene que cruzar la mano ahora, hacerla pasar por debajo del otro brazo, para enderezarla. Lo hace con dificultad.

La bombacha le queda ahora a María Teresa más o menos en la mitad de las piernas, cerca de las rodillas, con el elástico menos tirante que cuando estaba calzada arriba, allí donde debe llevarse y así como debe estar. Al bajarla sin cuidado se enroscó, así como enroscan las sábanas los que quieren convertirlas en sogas y emplearlas para escalar alturas. Tal vez la parte más afectada por la absoluta intimidad esté quedando ahora a la vista […] (50). (las cursivas son mías).

¿En qué medida los cuerpos importan (significan, en el sentido que les otorga Judith Butler) en esta novela? ¿Por qué los cuerpos son materia significante y no «simples objetos del pensamiento»? «Los cuerpos no sólo tienden a indicar un mundo que está más allá de ellos mismos; ese movimiento que supera sus propios límites, un movimiento fronterizo en sí mismo, parece ser imprescindible para establecer lo que los cuerpos “son”») (51). Butler añade que «Lo que constituye el carácter fijo del cuerpo, sus contornos, sus movimientos, será plenamente material, pero la materialidad deberá reconcebirse como el efecto del poder, como el efecto más productivo del poder» (52). Propone replantear el sentido de la materialidad del cuerpo: entenderla como resultado del accionar de poder. De este modo, la materia de los cuerpos es indisociable de las normas reguladoras que gobiernan su materialización y significación (53). La materialidad sexual del cuerpo es producto de la encarnación (corporeización) de un discurso.

 

En Ciencias morales, los cuerpos son materia significante porque en ellos se materializa un discurso disciplinario que (a) establece una división dual sobre la base de las conductas diferenciales atribuidas a varones y mujeres: «Aquí es donde los varones no se comportan de igual forma que las mujeres, aquí es donde sacan al aire sus cosas de adelante y hacen parados lo que las mujeres hacen bien sentadas y sin evidenciarse. Y además aquí es donde los varones renuncian sin tapujos al decoro de la privacidad, aquí se paran alineados uno al lado del otro […]» (54), «Los varones no se limpian ni se secan una vez que han orinado, como hacen las mujeres, salvo en casos de indecencia; pero a cambio se sacuden esa cosa que ellos tienen» (55); (b) jerarquiza las relaciones entre los géneros: luego que Biasutto se despidió de María Teresa, ella piensa «en el momento en que él tocó sus dedos, piensa en el beso cortés que le dio en la despedida. Vuelve a preguntarse si habrá entre ellos un segundo encuentro alguna vez. Sabe, porque cualquiera sabe, que en caso de haberlo es a él a quien le tocará tomar la iniciativa, porque él es el varón y ella es la mujer» (56); y (c) porque oponen resistencia contra el discurso disciplinario, dificultando su estricta aplicación. Los cuerpos importan, significan. Ya sea que los impacte o resistan al poder, están lejos de ser sustancia inerte, pasiva.

Su sobreexposición a la transgresión ha producido en María Teresa un olfato especial a tal punto que se siente atraída por el placer que le provoca contemplarla más que sancionarla. No obstante, poco a poco, el placer se incrementará solo con la vigilancia, porque así puede contemplar lo prohibido desde un lugar privilegiado de autoridad y ejercer eventual dominio sobre el transgresor. La sanción conduciría al repliegue de lo prohibido, lo cual no desea; por el contrario, desea que se manifieste. La oportunidad de pillar al alumno que fuma en los baños nunca se presentó, en cambio lo que María Teresa encontró allí fue el revés de todo lo que tenía previsto. Se vio posicionada en el lugar del infractor, indefensa, invadida en su intimidad corporal, pero reconocida por su labor, lo cual acepta, o al menos no opone resistencia porque supone que la autoridad sabe lo que hace.

El erotismo es una de las tantas transgresiones que en el colegio se busca disciplinar. Desde el inicio, el narrador muestra a María Teresa concentrada en identificar la menor inconducta siendo que en un colegio mixto se amplían las posibilidades a diferencia de lo que sucede en un colegio solo de varones o de mujeres: «Alguna vez este colegio, el Colegio Nacional fue solamente de varones […] Entonces con toda seguridad las actividades transcurrían de manera más sosegada» (57), eso es lo que piensa María Teresa. Las situaciones que el narrador describe con mayor detalle son aquellas relacionadas con el contacto de los cuerpos. La novata preceptora observa e interpreta, pero le falta la evidencia. Hombres y mujeres tienen contactos ocasionales, rutinarios, sin embargo, la línea divisoria entre lo permitido y lo prohibido no siempre es muy nítida. Más cuando la mirada de un alumno como Baragli la intimida. Su sola presencia la perturba y le hace pensar que intencionalmente ese muchacho busca la oportunidad para mortificarla. Pero carece de evidencias.

Si el erotismo es un discurso subversivo de enorme poder, lo es, entre otras razones, porque los sujetos quieren hacer con sus cuerpos lo que les plazca. «El erotismo es lo que en la conciencia del hombre pone en cuestión al ser» (58), «un peligro en proporción directa a su valor» (59), el erotismo tiende a disolver las estructuras sociales constituidas que modelan la individualidad, pues lo anima la consecución de una continuidad corporal, el reducir ese abismo insalvable, esa discontinuidad entre un ser y otro (60).

Por esta razón, el erotismo es el agente saboteador (61) de la disciplina impuesta a los cuerpos. El deseo de continuidad corporal que motiva la aproximación de los cuerpos provoca dificultades para la aplicación de la disciplina. Si el lenguaje no siempre logra representar la totalidad de una experiencia, entonces queda un saldo inarticulado que borronea la claridad del discurso disciplinario, que coloca «contra la pared» a los sujetos encargados de aplicarlo, y más aún si el contacto con esa experiencia saboteadora es frecuente. La gran paradoja de la biopolítica imperante en el Colegio Nacional es que estuvo condenada a la debacle desde el momento en que los preceptores fueron sobreexpuestos a la vigilancia del cuerpo estudiantil. Los más vulnerables al sabotaje son precisamente los que se ubican en la jerarquía más próxima a la vigilancia: Biasutto, jefe de preceptores, y María Teresa, preceptora novata. No fueron inmunes a la transgresión, sino más proclives, pues estuvieron más expuestos a ella.

La disciplina en el colegio prohíbe el contacto indebido de los cuerpos, cuya contemplación desestabiliza a María Teresa: «Quizás Baragli está poniendo una mano ahí, con disimulado descuido, y juega a deslizarla bien cerca de ella. Siente su nuca endurecerse por la eventualidad de un contacto, que al mismo tiempo no espera y sabe imposible» (62). Constantemente, el narrador contrasta el cuerpo masculino con el femenino; su omnisciencia nos expone las emociones de María Teresa cuando observa el contacto entre varones y mujeres o cuando imagina el sexo masculino de los estudiantes que orinan en los mingitorios mientras ella vigila al interior de un cubículo del baño a la espera de atrapar al osado fumador. El baño es el único reducto del colegio en el cual los alumnos y alumnas pueden manipular su cuerpo a su antojo, por lo cual se explica que María Teresa y Biasutto hayan elegido tal lugar para emular esa autonomía corporal.

María Teresa es más eficiente en disciplinar las inconductas de los alumnos que en disciplinar sus sensaciones y pensamientos. Es así que el gran protagonista de esta novela es el cuerpo. Ciencias morales nos propone un discurso sobre el cuerpo, sobre los mecanismos que institucionalmente lo disciplinan. De esta manera, queda claro por qué el erotismo es perseguido, pues su materia significante es el cuerpo. Paralelamente, los sujetos se las ingenian para sabotear la disciplina que constriñe sus cuerpos. Los censores, en el fondo, envidian lo que prohíben, quisieran experimentar esa otredad que se afanan por controlar. No les está permitido poseerla sino solo sancionarla, pero la exposición continua produce un relajamiento de la disciplina a favor del placer. Esa es la razón por la cual lo prohibido sabotea la disciplina de los preceptores. María Teresa y su jefe inmediato, Carlos Biasutto, hallan la manera en que sus cuerpos puedan dar cabida a lo que cotidianamente censurarían en sus alumnos, y lo encuentran no fuera sino dentro del colegio, en un espacio como los baños, reservado a la intimidad corporal más solitaria. Los preceptores terminan siendo los mayores transgresores de su propio discurso sobre el cuerpo. Es de la estricta aplicación de la norma —no de su violación— de donde surge la perversión.

Y es bastante simbólico que a los breves encuentros entre Biasutto y María Teresa en el baño de varones les siga la rendición argentina en Malvinas, el derrumbe de la dictadura y la remoción total de las autoridades del Colegio Nacional de Buenos Aires. La disciplina transgredida en el ámbito privado, íntimo, corporal de dos sujetos que tenían la función de vigilar y castigar tuvo como correlato el derrumbe de la dictadura. Y lo es más que no haya sido producto de un accionar subversivo de sujetos subalternos organizados en torno ideas contra el poder, sino de quienes lo servían. Aquí la sentencia de Biasutto («La subversión es un cuerpo, pero también es un espíritu. Porque el espíritu sobrevive y alguna vez bien puede reencarnar en un nuevo cuerpo») cobra un sentido profético: María Teresa y él fueron los artífices de la debacle; en ellos, sin darse cuenta, encarnó el espíritu subversivo de los cuerpos —anhelantes de autonomía— que se esforzaron por disciplinar.

 

 

III

 

Ciencias morales (63) se sitúa en el cruce de la novela de dictadura y la novela sobre la guerra de Malvinas. Ambos temas ofrecen el contexto que permite comprender el modelo de nación que la Junta Militar tenía pensado para la Argentina y su paulatino resquebrajamiento a partir de quienes debían asegurarse de su continuidad.

El análisis de Ciencias morales, desde la perspectiva de la crítica como sabotaje y de la teoría de género, permite concluir que se trata de una novela cuyo discurso ilustra claramente los mecanismos que utiliza el poder para controlar los discursos contrahegemónicos —especialmente a través de la disciplina ejercida sobre los cuerpos—, las estrategias de resistencia contra el poder ofrecidas por los sujetos subalternos a través de sus cuerpos y las fisuras del discurso disciplinario en lo que concierne al modo en que los cuerpos sabotean la biopolítica que se les impone.

 

NOTAS
  1. Kohan, Martín. Ciencias morales. Buenos Aires: Anagrama, 2007, p. 6.
  2. Ídem, p. 6-7.
  3. Ibídem.
  4. Lerner cit. por Rivera. Rivera, María Milagros. «El pensamiento feminista contemporáneo: categorías de análisis de la sociedad y de la historia». Nombrar el mundo en femenino. Pensamiento de las mujeres y teoría feminista. Barcelona: Icaria, 1998, p. 72.
  5. Kohan, Martín, op. cit., p.19.
  6. Jónasdóttir cit. por Rivera. Rivera, op. cit., p. 73.
  7. Kohan, Martín, op. cit., p.94.
  8. Ídem, p.71.
  9. Pateman cit. por Rivera. Rivera, op. cit., p.75.
  10. Kohan, Martín, op. cit., p.6-7.
  11. Ibídem.
  12. Ibídem.
  13. Butler, Judith. Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Buenos Aires: Paidós, 2002, p.18.
  14. Kohan, Martín, op. cit., p.51.
  15. Cf. Butler, Judith, op. cit., 83.
  16. Bonder, Gloria. «Género y subjetividad: avatares de una relación no evidente» [en línea]. En Género y Epistemología: Mujeres y Disciplinas. Programa Interdisciplinario de Estudios de Género (PIEG). Universidad de Chile, 1998. <http://www.iin.oea.org/iin/cad/actualizacion/pdf/Explotacion/genero_y_subjetividad_bonder.pdf>
  17. Cf. Foucault, Michel. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México D.F: Siglo XXI, 2002, p.140.
  18. Ídem, p.141.
  19. Kohan, Martín, op. cit., p. 40.
  20. Ídem, p. 42-43.
  21. Ibídem.
  22. Ibídem.
  23. Ídem, p. 40-41.
  24. Cf. ídem, p. 29.
  25. Cf. ídem, p. 76.
  26. Ídem, p. 40.
  27. Foucault, Michel, loc. cit.
  28. Kohan, Martín, op. cit., p. 18.
  29. Lauretis, Teresa de. «La tecnología de género». Diferencias. Etapas de un camino a través del feminismo. Madrid: horas y HORAS, 2000, p.33-69.
  30. Scott, Joan. «El género: Una categoría útil para el análisis histórico». En: Historia y Género. J.S. Amelang y M. Nash (eds.). Valencia: Alfons el Magnanim, 1990, p. 23-56.
  31. Foucault, Michel, op. cit., p.144.
  32. Ídem, p. 145.
  33. Ídem, p. 144.
  34. Ídem, p.143.
  35. Foucault, Michel. El nacimiento de la biopolítica: curso en el College de France (1978-1979). México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2008, p.19.
  36. Ídem, p.22.
  37. Foucault, Michel. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. México D.F: Siglo XXI, 2002, p.142.
  38. Kohan, Martín, op. cit., p. 31.
  39. Cf. Foucault, Michel, op. cit., p.146.
  40. Kohan, Martín, op. cit., p. 20.
  41. Ídem, p. 33.
  42. Cf. Foucault, Michel, op. cit., 148.
  43. Kohan, Martín, op. cit., p. 9.
  44. Ídem, p. 9-10.
  45. Alcoff, Linda. «Merleau Ponty y la teoría feminista sobre la experiencia». Mora n°5,1999, p. 127.
  46. Ibídem.
  47. Ibídem.
  48. Cf., ídem, p.49.
  49. Ídem, p. 41.
  50. Ídem, p. 117-118.
  51. Butler, Judith, op. cit., p. 11.
  52. Ídem, p.18.
  53. Ídem, p.19.
  54. Kohan, Martín, op. cit., p. 54.
  55. Ídem, p. 100.
  56. Ídem, p. 95.
  57. Ídem, p. 6.
  58. Bataille, Georges. La felicidad, el erotismo y la literatura. Trad. Silvio Mattoni. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2001, p. 338-339.
  59. Ídem, p. 82.
  60. Cf. Bataille, Georges. El erotismo. Trad. Antoni Vicens. Barcelona: Tusquets, 2005, p. 9.
  61. Manuel Asensi propone el sabotaje como un modo de lectura que cuestiona el modelo de mundo sugerido por los discursos que analiza. El crítico que asume el sabotaje debe determinar si el discurso sostiene un modelo de mundo opresor o liberador. En el primer caso, se tratará de un texto tético, el cual merece ser saboteado, es decir, intervenido para que la maquinaria de significados quede inoperante; en el segundo, un texto atético, que solo requiere que el crítico describa su acto de sabotaje. Se sabotea un texto luego de tener bien en claro el contexto en el que opera dicha maquinaria discursiva, y si se trata de un discurso hegemónico o no, pues, de lo contrario, habría que tomar partido por la subalternidad, no sabotearla sino potenciar el sabotaje que promueve lo subalterno. Asensi aclara que no siempre es fácil distinguir entre textos téticos y atéticos: «puede haber textos téticos que muestren los límites de su modelo de mundo y pongan en crisis el silogismo, y textos atéticos que la oculten y creen un afepto entimemático, situación que requeriría un cambio de estrategia por parte de la crítica: o bien situarse en la onda del texto tético saboteador, o bien sabotear los textos atéticos». Asensi, Manuel. Crítica y sabotaje. Barcelona: Anthropos, 2011, p. 53. Ciencias morales es un texto atético, por lo cual me concentro en describir el desarrollo de lo que considero es un sabotaje perpetrado por los sujetos a través del cuerpo.
  62. Kohan, Martín, op. cit. p. 75.
  63. Considero que Vigilar y castigar tiene mucha relación con la manera en que se ejerce la biopolítica a nivel del microgrupo, la disciplinariedad sobre los cuerpos, el control sobre las actividades de los sujetos dentro de las instalaciones, las jerarquías de las autoridades políticas, la obsesión por hallar transgresores y castigarlos ejemplarmente, la observación disimulada pero atenta de los preceptores (ese «mirar sin ver» que recuerda al panóptico). De alguna manera, Ciencias morales es la traducción novelada de Vigilar y castigar en lo que referente a la representación del discurso disciplinario sobre los cuerpos, especialmente, el apartado dedicado a la disciplina y a los cuerpos dóciles. Sin embargo, Kohan manifiesta no haber seguido conscientemente las premisas foucaultianas, pues afirma que la novela no está para ejemplificar la teoría alguna, lo cual sería un movimiento empobrecedor, pero reconoce que tampoco es posible deshacerse totalmente del bagaje de lecturas teóricas, o del cúmulo de lecturas diversas que posee, porque los textos de Foucault son de aquellos que sugieren formas de pensar muy reveladoras. En todo caso, la impronta de Vigilar y castigar en Ciencias morales, según su propio autor, no fue deliberadamente prevista. Caballero, Arturo. «Uno escribe con todo lo que sabe». Entrevista a Martín Kohan. Noticias, Arequipa-Perú. Domingo 30 de septiembre de 2012, p. 14.
BIBLIOGRAFÍA
Alcoff, Linda. «Merleau Ponty y la teoría feminista sobre la experiencia». Mora n°5, 1999, pp.122-138.
Asensi, Manuel. Crítica y sabotaje. Barcelona: Anthropos, 2011.
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______________. El erotismo. Trad. Antoni Vicens. Barcelona: Tusquets, 2005.
Bonder, Gloria. «Género y subjetividad: avatares de una relación no evidente». En Género y Epistemología: Mujeres y Disciplinas. Programa Interdisciplinario de Estudios de Género (PIEG). Universidad de Chile, 1998. <http://www.iin.oea.org/iin/cad/actualizacion/pdf/Explotacion/genero_y_subjetividad_bonder.pdf>
Butler, Judith. Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Buenos Aires: Paidós, 2002.
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Scott, Joan. «El género: Una categoría útil para el análisis histórico». En Historia y Género. J.S. Amelang y M. Nash (eds.). Valencia: Alfons el Magnanim, 1990, pp. 23-56.
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