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El conflicto ideologico en la novela “El hablador” de Mario Vargas Llosa.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 08/03/2020

El-hablador-portadaEl hablador, de Mario Vargas Llosa,
Seix Barral, 1987, Santiago de Chile,
237 páginas.

 

En este ensayo, intentaremos, en primer lugar, apuntar al particular realismo mágico de Vargas Llosa en esta novela, particular porque en los capítulos impares el autor nos ofrece los avatares de la creación de dicha novela, y los resultados de su investigación sobre el tema, donde en ese sentido el texto es realista, y porque en los capítulos pares, que es lo mejor de la novela, está escrita de modo totalmente mágico, dando vuelo literario a ese personaje mítico de “el hablador”. En segundo lugar habremos de apuntar a un tratamiento sobre el tema indígena, y sobre el indigenismo, que tiene puntos de contactos sobre la “peruanidad”, o los elementos fundantes de esa nación. En tercer lugar, una pequeña historia del Instituto Lingüístico de Verano (ILV), visto como punta de lanza en su doble acepción: religiosa —evangélica, o neopentecostal—, con un efecto aculturador, y por otro de penetración imperialista, tanto de su ideología como de los métodos de dominación del capital y, por supuesto, la relación de este instituto con organismos de seguridad estadounidenses (CIA), ejemplarizados en el caso de los miskitos en Nicaragua. En cuarto lugar, la triada de temas sobre lo que ha escrito el premio nóbel 2010.

Algunos apuntes biográficos y sus temas
Mario Vargas Llosa nació en una familia de clase media en la ciudad de Arequipa, en el sur del Perú en 1936. En la ciudad boliviana de Cochabamba pasó nueve años de su niñez junto con su madre y la familia materna (de padres separados), y cursó hasta el cuarto grado en el Colegio La Salle. De su padre, con quien mantuvo una relación complicada, se dice que tuvo repulsión por su vocación literaria, que nunca llegó a comprender, y a los 14 años, éste lo envió al Colegio Militar Leoncio Prado, en el Callao, un internado donde soportó una férrea disciplina militar y, según su testimonio, fue la época en la que leyó y escribió “como no lo había hecho nunca antes”, consolidando así su precoz vocación de escritor (de allí saldrán sus cuentos y novelas que toman el tema militar, Los jefes, Conversación en la Catedral, Pantaleón y las visitadoras, y luego las relacionadas a dictadores, como La fiesta del Chivo, sobre Trujillo, o la última Tiempos recios, sobre el golpe de Estado perpetrado por Estados Unidos, mediante la CIA, contra Jacobo Arbenz, en Guatemala). Posteriormente ingresó en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde estudió Derecho y Literatura. Participó en la política universitaria a través de Cahuide, nombre con el que se mantenía vivo el Partido Comunista Peruano, entonces perseguido por el gobierno de Odría, contra el que Vargas Llosa se opuso a través de los órganos universitarios y en fugaces protestas. Poco tiempo después se distanció del grupo y se inscribió en el Partido Demócrata Cristiano de Héctor Cornejo Chávez.

En mayo de 1955, a la edad de 19 años, contrajo matrimonio con Julia Urquidi, hermana de su tía política por parte materna, quien era 10 años mayor y ya divorciada. Debido al rechazo que este matrimonio causó en su familia, la pareja se vio forzada a separarse durante un tiempo pese a que estaban recién casados (ese período tomó forma literaria en La tía Julia y el escribidor). Luego irá a Europa, terminará sus estudios y volverá a París, donde a pesar de haberle sido negada una beca se quedará en la ciudad luz y se dedicará de lleno a escribir.

Los inicios literarios de Vargas Llosa fueron el estreno en Piura, cuando tenía 16 años, de una obra de teatro, hoy probablemente perdida, titulada La huida del Inca, y algunos cuentos publicados en Lima en diversos medios.

En cuanto al método de su escritura, debemos anotar, entre otras, el uso de varias perspectivas al mismo tiempo, los saltos temporales, el uso de varios narradores en vez del omnisciente, la retención de información, el uso de historias paralelas. Como el mismo ha dicho, el modo discursivo de Vargas Llosa podría sintetizarse en que “me pongo a investigar para mentir con conocimiento de causa, para poder crear, fantasear a partir de material real”. De una entrevista realizada para la colombiana El Tiempo, en el año 2018 Felipe Restrepo Pombo, el entrevistador, dice: “El primer paso es una extensa investigación, similar a la de un historiador o sociólogo. Al inicio tiene una idea muy general de una historia. Empieza a dibujar diagramas que detallan la trayectoria de todos los personajes. Luego entrelaza estos caminos y de ahí va naciendo el orden de cada capítulo. Es bien sabido que el peruano es un maestro de la estructura. En su técnica literaria, la forma es estructura y organización del tiempo. Siempre tiene claro a dónde quiere llegar, pero disfruta con los giros”. Escribe a mano en cuadernos (se dice de su excelente caligrafía) y luego pasa en limpio sus textos.

Los temas podríamos agruparlo en tres grupos: 1) los que tienen asuntos históricos y/o políticos (La guerra del fin del mundo, La fiesta del Chivo, El paraíso en la otra esquina), 2) los que tratan de temas amorosos o sexuales (Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor, Elogio a la madrastra, Los cuadernos de don Rigoberto, ciertos pasajes de El paraíso en la otra esquina, sobre todo relacionado a la homosexualidad) y 3) la que se refiere a su propio país (Conversación en la Catedral, la propia Pantaleón y las visitadoras y El hablador —estas tienen en común el territorio selvático—, así como Quien mató a Palomino Molero, Lituma en los Andes, o El sueño del celta).

Sin perjuicio de esta clasificación, hay también aspectos de crítica a la sociedad actual, como en El héroe discreto, pero en todos los casos se trata de un escritor que investiga profusamente lo relacionado con la obra que está escribiendo, cosa que queda de manifiesto en esta novela que ahora nos ocupa.

Además de los cuentos y las novelas, ha escrito textos periodísticos, ensayos, obras de teatro, poemas y traducciones. Es miembro de la Academia Peruana de Lenguas y de la Real Academia Española (tiene nacionalidad española, también), y el rey Juan Carlos I le concedió el título de Marqués de Vargas Llosa, que es hereditario.

1.      La escritura de la novela y algunas consideraciones estilísticas
Lo repentino, el encuentro insospechado como disparador: “Vine a Firenze para olvidarme por un tiempo del Perú y de los peruanos y he aquí que el malhado país me salió al encuentro esta mañana de la manera más inesperada”, dice al comienzo de esta novela, por lo que evidenciamos cuál será el motivo de la obra: justamente, Perú y los peruanos, o el peruanismo, ese atisbo de identidad nacional a toda prueba. Allí, desde el comienzo, está instalada la curiosidad (todo escritor debe ser curioso, preguntar y preguntarse, por qué, cómo, de qué modo). Es una curiosidad capaz de provocar “una de esas discretas hecatombes que, de tanto en tanto, ponen mi vida de cabeza”, como afirma él mismo. También este comienzo evidencia la necesidad de que algo sea capaz de alterar la mecánica similar de los días idénticos, repetitivos. El hecho de que esté en otro lugar sólo puede ser contrastante con lo que ve en una vitrina, “arcos, flechas, un remo labrado, un cántaro con dibujos geométricos y un maniquí embutido en una cushma (vestido de una sola pieza) de algodón silvestre”, todo lo que lo devolvió al “sabor de la selva peruana”.

Es decir que el contacto con su patria, con algo que es parte de ella, aunque sólo sea por la historia, por lo que la historia le ha conferido al Perú, se da en la presencia, fotográfica (gracias a Gabriele Malfatti), de los machiguengas. Se refuerza con esa presencia, excepcional, de la galería: una tribu diseminada “en unidades de una o dos familias”, en la región amazónica peruana.

Según consigna Sergio R. Franco, la anécdota de la novela puede sintetizarse así: “mientras se halla en Florencia, Italia, un escritor peruano, que puede confundirse con el Vargas Llosa real efectivo, asiste a una exposición fotográfica cuyo tema es la Amazonía. Entre las diversas imágenes cree reconocer, bajo la figura de un narrador oral, a un amigo de épocas universitarias misteriosamente desparecido. El viejo condiscípulo, Saúl Zuratas, un peruano de origen judío centroeuropeo, estaba marcado por un inmenso lunar morado que le cubría la mitad del rostro, por lo que la gente lo apelaba “Mascarita”. Zuratas parecía destinado a convertirse en una figura académica de primer orden en el campo de la etnología; empero, conforme avanzaba el reconocimiento académico hacia su tarea, iba experimentando cada vez más dudas respecto al talante mismo de la empresa cultural en que se veía inmerso debido a su carrera. El conflicto interior llega a un punto tal que Zuratas reniega de su profesión, a la que entiende como una vía para la aculturación de los indígenas, su consiguiente explotación y la desintegración de su etnicidad. Así mismo, a juzgar por la fotografía que desencadena el proceso memorioso en el novelista, Zuratas podría haberse integrado a la etnia amazónica machiguenga —con la que el propio novelista entró en contacto durante la juventud”. Por lo que, nuevamente, vemos el punto inicial como central en la novela. Pero la representación a que alude Sergio R. Franco en su ensayo (ver bibliografía) se compone también de que el novelista, durante mucho tiempo, había intentado representar, mediante su arte, a los habladores machiguenga. Y es esa tarea, infructuosa en su totalidad, lo que dispara el discurso mágico de ese “hablador”, como representación de la realidad.

Entonces, siempre desde el comienzo, hablará sobre la fotografía (pondrá en palabras el registro visual, es decir la representación): “Allí estaban, decorando minuciosamente sus caras y sus cuerpos por tintura de achiote, haciendo fogatas, secando unos cueros, fermentando la yuca para el masato en recipientes en forma de canoa. Las fotos mostraban con elocuencia cuán pocos eran en esa inmensidad de cielo, agua y vegetación que los rodeaba, su vida frágil y frugal, su aislamiento, su arcaísmo, su indefensión”. Además, hay un modo descriptivo que utiliza palabras que están en el entorno tribal, de modo de concordar la imagen con un conjunto de palabras que nos cuenta la mirada por sobre la misma imagen (concordancia objeto-sujeto). Y a la memoria le vendrá, entonces, el recuerdo del momento, de una anterior visita al lugar que ha sido fotografiado (los poblados de Nueva Luz y Nuevo Mundo, así llamados). Y agrega: “en otra de las fotografías, vi, con la misma barriguita hinchada y los mismos ojos vivos que conservaba en mi recuerdo, al niño de boca y nariz comidas por la uta (leishmaniasis). Mostraba a la cámara, con la misma inocencia y naturalidad con que nos los había mostrado a nosotros, ese hueco con colmillos, paladar y amígdalas que le daba un aire de fiera misteriosa”. Y el autor no nos oculta esa imagen, que crea, automáticamente, un agujero negro, un vacío, algo que llena de espanto pero también de injusticia.

Y luego, de allí la revelación, doble: “la fotografía que esperaba desde que entré a la galería, apareció entre las últimas. Al primer golpe de vista se advertía que aquella comunidad de hombres y mujeres sentados en círculo, a la manera amazónica […] estaba hipnóticamente concentrada. Su inmovilidad era absoluta. Todas las caras se orientaban, como los radios de una circunferencia, hacia el punto central, una silueta masculina que, de pie en el corazón de la ronda de machiguengas imantados por ella, hablaba, moviendo los brazos. Sentí frío en la espalda…”. Y entonces nos lo presenta: “Sí. Sin la menor duda. Un hablador”. El hecho, mencionado, de que el fotógrafo haya muerto, justamente por unas fiebres contraídas en esa selva, nos deja el camino abierto a la imaginación, aunque nos oculta la información veraz que podría tener el fotógrafo.

El judaísmo como un ropaje necesario
El padre de Saúl Zuratas, el verdadero personaje de esta novela, había ganado demasiado en Talara (distrito de Piura), y por ese hecho viene a la capital, “y desde que se habían venido a la capital al viejo le había dado por el judaísmo. “La religión católica era un pan con mantequilla de simple, una misita de media hora cada domingo y unas comuniones cada primer viernes de mes que se pasaban al vuelo. Él (Saúl Zuratas), en cambio, tenía que zambullirse los sábados en la sinagoga, horas y horas, aguantando los bostezos y fingiendo interesarse por los sermones del rabino —que no entendía ni jota— para no decepcionar a su padre, quien, después de todo, era viejón y buenísima gente”. La tienda de abarrotes del padre nos muestra su adhesión por entero: “esa, la de la tela metálica con una estrella de seis puntas, […]. Se llama La Estrella por la estrella de David…”.

Es entonces cuando surgen palabras y acciones referidas al judaísmo: baños lustrales (llamaban así los gentiles al agua en que habían apagado un tizón ardiendo sacado de la hoguera de un sacrificio. Atribuían a esta agua grandes virtudes y se servían de ella muy a menudo en sus ceremonias), goie (es una mujer no judía, una gentil), conversión, rabino, o el hecho de que él y su madre jugaban al Yan-Ken-Po (piedra, papel o tijera) a la distancia: “ella se sentaba en la primera fila de la galería y yo abajo, con los hombres. Movíamos las manos al mismo tiempo y a veces nos venían ataques de risa que espantaban a los piadosos”. Luego el recuerdo se hace duro, demoledor: “se la había llevado un cáncer fulminante, en pocas semanas”, y para rematar el impacto: “y, desde su muerte, a Don Salomón (su padre) se le vino el mundo abajo”. Quizá por todo eso, el padre quiere “volver ilustre el apellido familiar, (y que su hijo termine) ejerciendo una profesión liberal”, es decir el sueño perfecto del pequeñoburgués.

Pero además, el hecho de que los judíos hayan sido perseguidos y echados de la tierra santa, le da cierto ropaje a Saúl Zuratas, que por cierto ha sido denigrado por motivos físicos, casi como un paria, y ello le da un aire repulsivo y, por supuesto, poco sociable.

Es un buen momento para destacar el momento histórico por el que pasa el Perú: “ese Perú que iba pasando […] de la mentirosa tranquilidad de la dictadura del general Odría a las incertidumbres y novedades del régimen democrático, que renació en 1956…”. Ese es el tiempo en que suceden los hechos de la novela, aunque esta va y viene en el tiempo, y ese año podemos fijarlo como el del punto de partida, del mismo modo que el otro relato va al pasado tribal, y el presente de un yo (de la escritura) en una ciudad europea. Mascarita encontrará su vocación en esos años, dentro de la Etnología y el Derecho, al igual que el autor (el punto de contacto de ambos es en la facultad de Derecho). Se preguntará: ¿sentía ya esa fascinación de embrujado por los hombres del bosque y la Naturaleza sin hollar, por las culturas primitivas, minúsculas, desperdigadas en las colinas montuosas de la ceja de montaña y la llanura de la Amazonía? ¿Ardía en él ese fuego solidario brotado oscuramente de los más hondo de su personalidad por esos compatriotas nuestros que desde tiempos inmemoriales vivían allá, acosados y lastimados, entre los anchos y lentos ríos, con taparrabos y tatuajes, adorando los espíritus del árbol, la serpiente, la nube y el relámpago”, lo que evidencia, en Zuratas, una conciencia solidaria en ciernes.

Es así como el narrador, que se confunde con el mismo Vargas Llosa que nos va dando datos de la construcción de la novela, va de recuerdo en recuerdo, en una sucesión de ideas en base a la evocación del personaje, Mascarita. Y es Mascarita mismo quien le había contado al escritor y de paso nos cuenta a nosotros, “de las creencias y costumbres de una tribu desparramada por las selvas del Cusco y de Madre de Dios”. Pero este personaje, Saúl Zuratas, Mascarita, es especial, sobre todo por la mancha que tiene en la cara, un lunar inmenso, que lo afea (y sirve, sobre eso, la pregunta, intercalada con lenguaje coloquial, de la dueña del cafetín —en el que tendrán la última conversación—, mientras “un moscardón se había metido en el cafetín y se daba de encontrones en las paredes tiznadas”: “si esa su desgracia le dolía mucho”. Esa imagen, que es la de la última vez que se ven, es profética: “La atmósfera gris, el cielo encapotado y la humedad corrosiva del invierno de Lima, sirviéndole de fondo. Detrás de él, el maremágnum de autos, camiones y ómnibus enroscados al monumento a Bolognesi, y Mascarita, con su gran mancha oscura en la cara, sus pelos flamígeros y su camisa a cuadros, haciéndome adiós con la mano…”. Además, tiene un lorito. “El animal le mordisqueaba los pelos colorados y lo interrumpía a menudo con su chillido mandón: “¡Mascarita!”. “Quieto, Gregorio Samsa”, lo calmaba él”. Lo cual nos deja en evidencia ese juego que versa sobre la fealdad del hombre, una fealdad animaliza, convertido en un ser tan despreciable y feo como la cucaracha kafkiana). Y cuando empieza a hablar de los machiguengas, a revelarle los ritos, que incluyen “mareadas” con ayahuasca (“cuyos cocimientos se bebían en todas las ceremonias”), entra en un estado de excitación sin igual.

Y entonces irá describiendo su mundo: “Lo más importante, para ellos, era la serenidad. No ahogarse nunca en un vaso de agua ni en una inundación. Había que contener todo arrebato pasional pues hay una correspondencia fatídica entre el espíritu del hombre y los de la Naturaleza y cualquier trastorno violento en aquél acarrea alguna catástrofe en ésta”. Y el narrador, desde el otro lado, utiliza un tonito levemente burlón para referirse a él: “Me quedé asombrado de lo mucho que sabía sobre esa tribu. Y todavía más al advertir la simpatía que desbordaba a raudales de ese conocimiento. Hablaba de aquellos indios, de sus usos y sus mitos, de su paisaje y sus dioses, con el respeto admirativo con que yo me refería a Sartre, Malraux y Faulkner, mis autores preferidos de aquel año. Ni siquiera de su admirado Kafka le oí hablar nunca con tanta emoción” (hasta cuando habla del otro, Vargas Llosa habla de él: egocentrismo desatado). Aquí vemos, también, la vida en acción, en movimiento, y detenida y contenida en un libro.

Su interés no era un interés profesional, técnico, “sino mucho más íntimo, aunque no fácil de precisar. Algo más emotivo que racional seguramente, acto de amor antes que curiosidad intelectual o que ese apetito de aventura que parecía anidar en la vocación de tantos compañeros suyos del Departamento de Etnología”.

Es interesante observar el mundo indígena, su inseguridad y el tratamiento de él, en el caso de Fidel Pereira, aquí narrado: “Hijo de un cusqueño blanco y de una machiguenga, era una mezcla de señor feudal y cacique aborigen. En el último tercio del XIX, un cusqueño de buena familia, huyendo de la justicia, se internó en esas selvas, donde los machiguengas lo acogieron. Se casó con una mujer de la tribu. Su hijo, Fidel, había vivido a caballo entre las dos culturas, oficiando de blanco entre los blancos y de machiguenga entre los machiguengas. Tenía varias esposas legítimas e infinidad de concubinas y una constelación de hijas e hijos a través de los cuales explotaba todos los cafetales y chacras entre Quillabamba y el Pongo de Mainique, en los que hacía trabajar poco menos que gratis a la gente de su tribu” (págs. 22-23). Y enseguida la disculpa de Mascarita: “”Se aprovecha de ellos, por supuesto. Pero, al menos, no los desprecia. Conoce su cultura a fondo y se enorgullece de ella. Y cuando otros quieren atropellarlos, los defiende”. Aunque ese razonamiento en realidad es erróneo, puesto que si los explota en realidad no está defendiendo sus intereses. Pero lo cierto es que cualquier episodio, por más que fuera trivial, él lo dotaba de contornos heroicos.

La decisión
Lo cierto es que la fotografía inicial es de un cuarto de siglo después de la primera visita de Vargas Llosa al lugar, y por eso puede poner las cosas en cierta perspectiva. Dice: “visto con la perspectiva del tiempo, sabiendo lo que ocurrió después […] (y que nosotros aún no sabemos) puedo decir que Saúl experimentó una conversión”. Por lo tanto, en cuanto al tiempo, podemos ver que hay tres pasados: el de Saúl, el del fotógrafo y el suyo con respecto a estos dos (dice, por ejemplo: “aquí en Firenze, mientras recuerdo y tomo apuntes”, que es el tiempo presente). En los años siguientes a esa conversión, nos dice, “comenzó a preocuparse, a obsesionarse, con dos asuntos que en los años siguientes serían su único tema de conversación: el estado de las culturas amazónicas y la agonía de los bosques que las hospedaban”, y ya hay allí una conciencia humanista y ecológica. Pero claro, todo este razonamiento sobre su conciencia viene después, mucho después de los hechos.

Así puede decir, retrospectivamente, que: “La verdad es que no nos vimos mucho los últimos meses que pasamos en la Universidad. Yo andaba también muy ocupado, escribiendo mi tesis”. “Me lo encontraba, muy de cuando en cuando…”. “Al crecer, enrumbarnos en quehaceres y proyectos distintos, nuestra amistad, bastante estrecha los primeros años, se había ido convirtiendo en una relación esporádica y superficial”. “Pero es verdad que, salvo aquella última charla —la de nuestra despedida y la de su catilinaria con el Instituto Lingüístico y los esposos Schneil—, creo que en esos últimos meses no volvimos a tener los diálogos interminables, de confidencias libérrimas, con el corazón en la mano, que celebramos muchas veces entre 1953 y 1956”.

Incluso entreabre un aspecto más sobre el personaje, la duda psíquica: “Ese género de decisión, la de los santos y los locos, no se publicita”, porque “se había vuelto más serio y lacónico, menos suelto que antes, me parece. Aunque no me fio mucho de mi memoria en esto. Tal vez siguiera siendo el mismo Mascarita risueño y parlanchín al que yo conocí en 1953 y mi fantasía lo cambie para que encaje mejor con el otro, el de los años futuros, ese que ya no conocí y al que —puesto que he cedido a la maldita tentación de escribir sobre él—debo inventar”. Dicho sea de paso, aquí nos muestra el procedimiento por el cual la memoria puede ser, y hasta debe ser, auxiliar, complementaria de la invención.

Y recién aquí hace la descripción de su persona, una descripción tardía diríamos: “La memoria no me traiciona, sin embargo, estoy seguro, en lo que concierne a su atuendo y a su físico. Esos pelos colorados, con un remolino en la coronilla del cráneo, rebeldes al peine, andaban siempre flameando, removiéndose, danzando sobre esa cara bifronte, que, en el lado sano, era de tez muy pálida y pecosa. Tenía ojos y dientes parejos. Era alto, flaco, y estoy seguro de que, salvo el día de su graduación de Bachiller, nunca lo vi con corbata. Andaba siempre con unas camisas sport baratas, de tocuyo, sobre las que, en invierno, se embutía una chompa de cualquier colorín, y con unos pantalones vaqueros descoloridos y arrugados. Sobre sus zapatones jamás debió pasar una escobilla” (más tarde agregará el color vino vinagre de su gran lunar, su camisita de franela a cuadros rojos y azules). Y nos lo muestra en su condición social por medio de la instantánea: “…pero juraría que nadie llegó a saber (su decisión de irse a la selva), por boca suya”.

Dualidad de escenarios y lo mágico-misterioso
Así como Vargas Llosa alterna dos narraciones, que sin embargo coinciden en el punto de objeto, es decir los machiguenga y su fascinación, alterna dos escenarios: la ciudad y la selva. Por lo que respecta a la selva, el relato se hace legendario, es decir se transforma en leyenda en la voz de Tasurinchi (que figura como un hablador). Esa leyenda nos dice que la tribu se echó a andar, y al andar quedó sumergida en la sombra y en la desorientación hasta que las aguas los obligan a improvisar canoas. “Andar, andar. Y, recuérdense, el día que dejen de andar, se irán del todo. Trayéndose abajo el sol”. “Para vivir andando, ellos, antes, debieron volverse ligeros y despojarse de lo que tenían”, “debieron sacrificarse por el mundo de aquí. Soportar catástrofes, padecimientos y daños que a cualquier otro pueblo lo hubieran aniquilado”. “Esos, no volvían. Sus cuerpos, hinchados, mordisqueados por las pirañas, aparecían a veces en una playa, o colgando en jirones de raíces de un árbol de la ribera”. Los que por cansancio, “se habían quedado en un pedazo de monte que parecía seguro, fueron muertos por los mashcos”.Y, por supuesto, “no los sintieron venir, no oyeron la música de sus tambores de pieles de mono. De pronto, les llovieron flechas, dardos, piedras. De pronto, grandes llamaradas incendiaron sus casas. Antes de que supieran defenderse, los enemigos ya habían cortado muchas cabezas, ya se habían robado a bastantes mujeres. Y se habían llevado todas las canastas de sal que ellos fueron a llenar al Cerro”. “Quien sabe cuántos no habrán vuelto. Los flechados, los apedreados, los caídos en tembladera por el veneno de los dardos y por las malas mareadas. Cada vez que atacaban los mashcos y veía ralear a la gente, Tasurinchi señalaba el cielo: “El sol se cae, diciendo. Algo malo hemos hecho. Nos hemos corrompido, quedándonos tanto tiempo en un mismo lugar. Hay que respetar la costumbre. Hay que volver a ser puros. Sigamos andando”. Y para reafirmar el discurso, utiliza una fórmula que se repite, constantemente: “eso, al menos, lo que yo he sabido”, que nos confirma por qué ha dicho lo que ha dicho, es decir porque lo ha sabido.

Y después de todo eso, vinieron los viracochas (los blancos), como si fuera un nuevo castigo. “Después, la tierra se llenó de viracochas buscando y cazando hombres. Se los llevaban y ellos sangraban el árbol y cargaban el jebe”. Y “los campamentos (donde los blancos mantenían con falsas promesas a los indígenas para que trabajaran para ellos) fue peor que la oscuridad y las lluvias, parece, peor que cuando el daño y los mashcos”. “Yéndose así, con espina o veneno, por propia voluntad, hay esperanza de volver” (en los otros). En esta última afirmación hay una suerte de reencarnación.

Mascarita se ha transformado en Tasurinchi (al parecer), y éste es nuestro narrador por intermedio de otro que hace como si viera o viviera su vida. Y ya transformado, tiene mujer (que se le negaba por su deformidad en el rostro): “Tenía puestos más collares que la última vez” —dice el narrador, sin que sepamos cuál ha sido la vez anterior que la mujer de Tasurinchi ha sido vista—. “Llevaba también muchos adornos en los brazos, en los tobillos y en los hombros y el pecho de su cushma. La corona de su cabeza era un arcoíris de plumas de huacamayo, de tucán, de loro, de puajil y de pavita kanari”. Y mientras él (el narrador) esperó a que Tasurinchi volviera, ella siguió “trabajando (en el telar, donde “tejía unas hebras de algodón con las raíces machucadas del palillo”) como si yo no hubiera llegado o fuera invisible”. Pero una vez que hubo llegado, “su mujer se puso de pie y desenrolló dos esteras para que nos sentáramos. Trajo una olla de yucas recién asadas, que vació en unas hojas de plátano, y una vasija de masato. También ella parecía contenta de verme”. Tasurinchi “le ha prevenido —le cuenta— que si esta vez nace el hijo muerto, la matará” (“Si nace muerto, me clavará un virote envenenado y me pondrá junto al arroyo, para que me coman los ronsocos. Se reía (ella), no estaba asustada, más bien parecía burlándose de nosotros”, de su espanto pero que sin embargo bien puede ser asumido como algo natural o más bien por las creencias semi religiosas, místicas y ancestrales, de su tribu. “Las otras veces los hijos nacieron muertos porque ella había tomado bebedizos para que se le murieran adentro y botarlos antes de tiempo”, dice Tasurinchi-Mascarita. “Hizo que la mujer se acercase y fue señalando: sonajas de semillas, sartas de collares de huesos de perdiz, dientes de ronsoco, canillas de monitos, colmillos de majaz, envolturas de gusano y muchas otras cosas”. “Dice que esos collares la protegen contra el brujo malo, el machikanari”. Esa cualidad, la hace diferente (y por eso puede juntarse con él, aunque no quiera tener hijos).

El seripigari es una especie de brujo adivino, y según averiguó éste en la “mareada”, o sea cuando están en un viaje alucinógeno y tienen ciertas visiones: “esta vez el hijo nacerá andando” (como si otra vez tuvieran que ponerse en camino, derrota de la que no pueden escapar nunca). “¿Quién ha enseñado que una mujer es bruja mala cuando lleva kumhos collares? Desconozco esa sabiduría. El machikanari es brujo malo porque sirve al soplador de los demonios, Kientibakori, y porque los kamagarinis, sus diablillos, lo ayudan a preparar hechizos, así como el seripigari, brujo bueno, los diosecillos que sopló Tasurinchi lo ayudan a curar daños, deshacer hechizos y descubrir la verdad”. Además, “tanto el machikanari como el seripigari se ponen collares, que yo sepa” (ese “que yo sepa” es otra variante del conocimiento que él tiene y que por lo mismo puede transmitirlo). La transcripción de todo esto, es decir de los capítulos en que cuenta lo que cuenta el hablador, tiene expresiones que se usan al hablar.

Continúa el relato: “Siempre he sabido que la carne del armadillo no se debe comer, pues el armadillo tiene madre impura, trae daño y el cuerpo del que la come se cubre de manchas”, pero este prejuicio refiere a la historia legendaria de su tribu. Porque, luego dice que “los forasteros (los otros, no sólo sus enemigos, como los mashcos, sino los otros demonios sobre la tierra) empezaron a pasar por el río, subiendo y bajando, bajando y subiendo, hace muchas lunas. Había punarunas, venidos de la sierra, y muchos viracochas. No estaban de paso. Se han quedado. Han hecho casas, tumbado árboles. Cazan animales a escopetazos que retumban en el bosque. Venían con ellos, también, algunos hombres que andan. De esos que viven arriba, al otro lado del gran Pongo, esos que dejaron ya de ser hombres y son también algo viracochas por la manera como se visten y hablan”. Y agrega: “con éstos, trabajas el tiempo que quieras. Te dan comida, te dan cuchillo, te dan machete, te dan arpón para pescar. Si te quedas, puedes tener una escopeta”, aunque claro, para ello deberán dejar sus propios medios y modos de vida, es decir, la aculturación total. Pero nada, no lo convencerán las palabras y del miedo que son, según sus leyes instituidas (la costumbre, la leyenda), estos hombres-demonios, hay que huir, nuevamente, hasta ese “caño”, “monte adentro del río Yavero (donde) los viracochas no llegarán hasta allí (ni) los mashcos, ni siquiera ellos se acostumbrarán en un sitio así” (“sólo los hombres que andan podemos vivir en lugares como este”, decía orgulloso).

Cada vez que cuenta una anécdota de los machiguengas, en voz de Tasurinchi, que a su vez es una leyenda o cuentos oídos por él, el discurso es mágico, metafórico, cosmogónico, con diablos y demonios; es un discurso poético, lo real maravilloso explota por todas partes, aunque a veces uno sienta la narración recargada de adornos, barroquismo selvático digamos. Y termina con las fórmulas, ya lo hemos dicho y lo reiteramos, de: “eso al menos, es lo que yo he sabido”, u “ocurrió así”.

Meshiareni: el río de los espíritus puros
Pero después de la enfermedad, una gripe, Tasurinchi queda ciego, “no ve casi nada la mayor parte del tiempo”, y “dice que en la mareada ahora ve más cosas que antes de quedarse ciego”, como si al ver “hacia adentro” pudiera ver mejor. Se le ha muerto un hijo picado por una víbora en la pierna y tratado a destiempo: “fue cambiando de color, se volvió negro como huito y se fue”. Y esa preponderancia del agua, que como ya he señalado más de una vez, es vida y muerte, al igual que en la cosmogonía machiguenga, se expresa en este párrafo donde el brujo, el chamán al que concurren para poder “ver” por última vez al hijo, dice: “se echó al Kamabiría y flotó en las aguas espesas, sin hundirse. No necesitaba mover los pies ni las manos. La corriente, plateada como telaraña, lo llevaba, despacio. A su rededor, otras almas viajaban también por el Kamabiría, río ancho a cuyas orillas, tal vez, hay rocas más escarpadas que las del Gran Pongo. Por fin llegó al lugar donde las aguas se dividen, arrastrando por su despeñadero de cascadas y remolinos a los que bajan al Gamaironi, a sufrir. La misma corriente del río iba separando a unos de otros. Aliviado, el hijo de Tasurinchi, el ciego, sintió que las aguas se apartaban del despeñadero; feliz, supo que él seguiría viajando por el Kamabiría, con los que iban a subir, por el río Meshiareni, hasta el mundo de más arriba, el mundo del sol, el Inkite. Para llegar allá, viajó mucho todavía. Tuvo que pasar por el fin de esta tierra, el Ostiake, donde desaguan todos los ríos. Es una región pantanosa, llena de monstruos; Kashiri, la luna, baja a veces a urdir allí sus fechorías”.

Un verdadero relato fantástico que continúa de la siguiente manera: “Se fueron también las dos hermanas más jóvenes de la mujer de Tasurinchi. A una la pillaron unos punarunas que se aparecieron por el rumbo del Cashiari y la tuvieron cocinándoles y usándola como mujer, muchas lunas”, aunque por supuesto “ella se atormentaba con su suerte. “Ya no merezco que nadie me hable, diciendo. No sé, tampoco, si merezco vivir”. A la anochecida, se fue despacito hasta la orilla, hizo su cama con ramitas y se clavó una espina de chambira”. Mientras tanto, “la otra hermana de la mujer de Tasurinchi, el ciego del Cashiari, se cayó de una quebrada, regresando del yucal”. Y para redondear el relato, agrega: “…Tasurinchi, el ciego del Cashiari, dice: “Siempre pensamos que esa muchacha se iría sin explicación”. Se pasaba la vida canturreando unas canciones que nadie había oído. Tenía arrebatos raros, hablaba de sitios desconocidos, y, al parecer, los animales le contaban secretos cuando no había nadie cerca para escucharlos. Esos son indicios de que uno se va a ir pronto”.

Algo común a varias comunidades y civilizaciones indígenas, y que “el hablador” manifiesta repetidas veces, es el culto del sol y la luna. Es más, el terror máximo es que el sol, el Inkite, se apague.

La magia, anida en el borde de la magia “negra”: “Ahora sabemos muchas cosas de Kientibakori que ellos, antes, no sabían. Sabemos que tiene muchos intestinos, como el renacuajo inkiro. Sabemos que nos odia a los machiguengas. Ha tratado de destruirnos muchas veces. Sabemos que él sopló todo lo malo que existe, desde los mashcos hasta el daño. Las rocas filudas, las nubes oscuras, la lluvia, el barro, el arcoíris, él los sopló. Y los piojos, las pulgas, los piques, las culebras y las víboras venenosas, los ratones y los sapos. Él sopló las moscas, los mosquitos, los zancudos, los murciélagos y los vampiros, las hormigas y los gallinazos. Él sopló las plantas que hacen arder la piel y las que no se pueden comer; y las tierras rojas, que sirven para hacer vasijas pero no para plantar la yuca. Esto lo aprendí en el río Shivankoreni, por boca del seripigari. El que más sabe sobre las cosas y los seres soplados por Kientibakori, quizá”, sigue utilizando su fórmula del habla, la oralidad.

Otra de las leyendas es la de la tiniebla, que cuenta cómo decidieron potenciar la luminosidad lunar y hacer una vida nocturna cuando tras la tormenta “cae” el sol: “el calor del sol les hacía arder la piel y el fuego de su ojo los cegaba. Frotándose, decían: “No vemos, qué terrible es esta luz, la odiamos”. En cambio, en la noche, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y veían en ella como ustedes y yo durante el día. Decían: “Era cierto, Kashiri, la luna, nos agradece la ayuda que le prestamos”. Empezaron a llamarse, ya no hombres de la tierra, ya no hombres que andan, ya no hombres que hablan. Sino los hombres de la tiniebla”.

La magia, nuevamente, centuplicada: “Hasta que empezaron a sucederles ciertas cosas. A Tasurinchi, un buen día, le amanecieron escamas y una cola donde tenía los pies. Parecía una enorme carachama. Sí, ese pez que vive en el agua y en la tierra, ese pez que nada y anda. Arrastrándose con dificultad fue a meterse a la cocha, murmurando apesadumbrado que no podía soportar la vida en la tierra, pues echaba de menos el agua. A Tasurinchi, al despertarse, unas lunas después, le habían salido alas en el sitio de los brazos. Dio un pequeño salto y vieron que se elevaba y desaparecía sobre los árboles, aleteando como picaflor. A Tasurinchi le creció una trompa y sus hijos, desconociéndolo, gritaron desaforados: “Un sajino, comámonoslo”. Cuando trató de decirles quién era, emitió un ronquido y gruñó. Tuvo que escapar, trotando. Torpe trotaba en sus cuatro patas que apenas si sabía usar, perseguido por la gente hambrienta que le tiraba flechas y piedras”. Y como resultado, “esta tierra se fue quedando sin hombres”. “Unos se volvían pájaros, otros peces, otros tortugas, otros arañas […] (y) en medio de tanta confusión, los mashcos les cayeron encima e hicieron una gran matanza. Les cortaron las cabezas a muchos y se llevaron sus mujeres”.

Es entonces cuando pasado y presente se unen, y el relato, aunque el tiempo es tiempo pasado, el presente se transforma en el ahora de la lectura porque es hablada —hacia adentro—, pero hablada, y tiene enseñanzas para la continuidad de la vida: “…en su desesperación, a uno se le ocurrió: “Vamos a visitar a Tasurinchi” ”, ya que Tasurinchi es el único que puede tener las respuestas que necesitan. Este “era un seripigari ya viejo, que vivía solo, por el río Timpía, detrás de una cascada”. Les reprenderá por sus faltas y ellos, arrepentidos, volverán a andar. Nos contará lo que sucedió con Tasurinchi (contado por el propio Tasurinchi, pero como si fuera otro, o como si Tasurinchi fuera más un cierto tipo de brujo, chamán, que alguien en específico), nos contará que sucedió con su enfermedad, por la que en las viviendas de Shivankoreni un diablillo “merodeaba por el pueblo, haciéndose el inocente. Era un niño con una cushma color tierra y parecía entretenido jugando con unas semillas de floripondio e imitando con su mano el revolotear de un colibrí. A Tasurinchi no se le ocurrió que podía ser un dialillo. Por eso, no se alarmó cuando sus parientes partieron a pescar rumbo a la cocha. Entonces, cuando lo vio solo, el kasibarenini se transformó en hormiga y se le metió en el cuerpo de Tasurinchi…” y éste terminará quemando las viviendas de Shivankoreni y tuvo que escapar porque querían matarlo. Pero, a “el diablillo que le hizo prender fuego a Shivankoreni se lo chupó un seripigari de Koribeni: se lo sacó por la axila y lo vomitó, después”.

También la descripción de Tasurinchi es algo tardía, nos lo pone a andar, como a Mascarita, y luego nos lo revela (porque lo más importante no es de qué está hecho, sino de lo que es capaz de hacer): “Tasurinchi no estaba vestido con chusma, sino con camisa y pantalón” (de este modo, un tanto oblicuo, se puede llegar a creer que es el mismo Mascarita que se ha transformado por completo). Y dice: “No hay nada más triste que sentirse alguien que ya no es un hombre”. Se transforma entonces en “un hombre huraño y distraído que, a veces, habla solo”. Como los locos.

Expresión del conflicto
El conflicto, ideológico, social, del desarrollo (del llamado progreso), está planteado así: “¿Que, para no alterar los modos de vida y las creencias de unas tribus que vivían, muchas de ellas, en la Edad de Piedra, se abstuviera el resto del Perú de explotar la Amazonía?”, y “¿deberían dieciséis millones de peruanos renunciar a los recursos naturales de tres cuartas partes de su territorio para que los sesenta u ochenta mil indígenas amazónicos siguieran flechándose tranquilamente entre ellos, reduciendo cabezas y adorando al boa constrictor? ¿Debíamos ignorar las posibilidades agrícolas, ganaderas y comerciales de la región para que los etnólogos del mundo se deleitaran estudiando en vivo el potlach, las relaciones de parentesco, los ritos de la pubertad, del matrimonio, de la muerte, que aquellas curiosidades humanas venían practicando, casi sin evolución, desde hacía cientos de años?”. O, dicho de otro modo, como dice el interlocutor (Vargas Llosa o el narrador) interpelando a Saúl Zuratas, luego de “varias botellas de cerveza y unos panes con chicharrón”: “¿En serio te parece que la poligamia, el animismo, la reducción de cabezas y la hechicería con cocimientos de tabaco representan una forma superior de cultura, Mascarita?”.

Por supuesto que el problema está mal planteado, ahora quizá podamos verlo más claramente que antes (aunque este concepto está vigente y para ello basta nada más ver lo que sucede en la Amazonia brasileña, a merced de traficantes, hacendados inescrupulosos y empresas madereras). No se trata de que tengan una cultura superior, o que ellos, por el solo hecho de existir en esas tierras (que, dicho sea de paso, tienen riquezas materiales tangentes: caucho, petróleo, oro, etc.) “impidan” el desarrollo, el progreso, sino que como individuos que son tienen derecho a vivir como viven, a ser como son, y a pensar como piensan. ¿O es que acaso las riquezas materiales “valen” más que las personas?

Pero Vargas Llosa quiere confundir a Saúl Zuratas (y confundirnos a nosotros) con su modo de ver las cosas, con su ideología en pro del libre mercado, y por eso le dice (y nos dice): “¿No había dicho Marx que el progreso vendría chorreando sangre?”, haciendo, o queriendo hacer, partícipe a la izquierda política de todos los tiempos en ese genocidio (físico y/o cultural). Y lo dice sin ambages: “Si el precio del desarrollo y la industrialización […] era que esos pocos millares de calatos tuvieran que cortarse el pelo, lavarse los tatuajes y volverse mestizos —o, para usar la más odiada palabra del etnólogo: aculturarse—, pues, qué remedio”.

El (Zuratas) sabe, más que nadie, que entre las tribus hay costumbres que no pueden parecernos bien a nosotros (occidentales y cristianos), por nuestra cultura y por ciertos valores morales. “Pero eso es lo que son y debemos respetarlos. Ser así los ha ayudado a vivir cientos de años, en armonía con sus bosques. Aunque no entendamos sus creencias y algunas de sus costumbres nos duelan, no tenemos derecho a acabar con ellos”. Y aquí es donde está el verdadero quid de la cuestión, y un acierto (pese a todo) el de Vargas Llosa a poner por escrito esa opinión, a contramano de la suya. Y eso que entre esas costumbres está el “perfeccionismo” de la tribu arawak: “Que a los niños que nacían con defectos físicos, cojos, mancos, ciegos, con más o menos dedos de los debidos o el labio leporino, los mataran las mismas madres echándolos al río o enterrándolos vivos” (como hacen ciertos animales), y Mascarita había agregado, “en silencio, pensativo, como si estuviera buscando las palabras justas”: “—Yo no hubiera pasado el examen, compadre. A mí me hubieran liquidado —susurró—”. El lunar en la cara lo transforma en algo como un monstruo y que afecta todas sus relaciones, “especialmente con las mujeres”.

¿Qué es lo que tenían en común las diferentes tribus?: “la buena inteligencia con el mundo en el que vivían inmersas, esa sabiduría, nacida de una práctica antiquísima, que se les había permitido, a través de un elaborado sistema de ritos, prohibiciones, temores, rutinas, repetidos y transmitidos de padres a hijos, (para) preservar aquella Naturaleza aparentemente tan exuberante, y, en realidad, tan frágil y perecedera, de la que dependían para subsistir”. Y ¿cómo lo habían hecho? “Habían sobrevivido porque sus usos y costumbres se habían plegado dócilmente a los ritmos y exigencias del mundo natural, sin violentarlo ni trastocarlo profundamente, apenas lo indispensable para no ser destruidas por él”. Es decir, “todo lo contrario de lo que estábamos haciendo los civilizados, que malgastábamos esos elementos (las materias primas) sin los cuales terminaríamos marchitándonos como las flores privadas de agua”.

2.      La misión evangelizadora y la “aculturación”
Pero también, en el plano de lo humano, Vargas Llosa nos llama la atención sobre el martirologio, el “rapto místico” de Mascarita, capaz de renunciar a una beca en Francia (es decir capaz de renunciar a las cosas materiales), “para hacer el Doctorado en la Universidad de Burdeos”, pero también sobre que a Saúl “le han entrado dudas sobre la investigación de campo”, vale decir dudas éticas, sobre la pertinencia de la mezcla de culturas. “Que con nuestras grabadoras y estilográficas somos el gusanito que entra en la fruta y la pudre”. “Que nosotros, con el cuento de la ciencia, como ellos con el de la evangelización, somos la punta de lanza de los exterminadores de indios”.

Así que, volviendo al otro relato, pasa revista a cómo él (el narrador, estudiante aún en la Universidad) conoce la selva amazónica, gracias a su amiga Rosita Corpancho (“gracias a sus artes, las legañosas puertas de la administración se abrían y los trámites se facilitaban”). Es una expedición al Alto Marañón, organizada por el Instituto Lingüístico de Verano, “que en los cuarenta años de vida que lleva en el Perú, ha sido objeto de virulentas controversias”. Y nos dice las versiones, según sean críticas de izquierda o de la iglesia católica, los antropólogos y los conservadores, aún sin tomar partido: a) “brazo del imperialismo norteamericano que bajo la coartada de la investigación científica, realiza trabajos de inteligencia y una labor de penetración cultural neocolonialista entre los indígenas amazónicos”; b) “nada más que una falange de evangelizadores protestantes disfrazados de lingüistas”; c) pervertir “a las culturas aborígenes, tratar de occidentalizarlas e incorporarlas a una economía de mercado”, o d) críticas por “razones nacionalistas e hispánicas”.

La justificación de la aceptación de esa expedición: “Sus amigos, como Rosita Corpancho, defendían el Instituto con argumentos pragmáticos. La labor de los lingüistas —estudiar las lenguas y dialectos de la Amazonía, establecer vocabularios y gramáticas de las distintas tribus— servía al país, y, además, por lo menos en teoría, estaba cautelada por el Ministerio de Educación, que debía dar el visto bueno a sus proyectos y recibía copias de todo el material recogido por el Instituto. Mientras el propio Ministerio o las Universidades peruanas no se tomaran el esfuerzo de hacer ese trabajo, convenía al Perú que alguien lo hiciera”. Y luego dirá que esa expedición “me causó una impresión tan grande que, veintisiete años después, todavía la recuerdo con lujo de detalles y aún escribo sobre ella”. Y agrega, puntualizando el momento: “Como ahora, en Firenze”.

“Viajábamos en un pequeño hidroavión y, en ciertos lugares, en canoas indígenas, a través de delgados caños de aguas sumergidas bajo una vegetación tan intrincada que, en pleno día, parecía de noche. La fuerza y la soledad de la Naturaleza —los altísimos árboles, las tersas lagunas, los ríos inmutables— sugerían un mundo recién creado, virgen de hombres, un paraíso vegetal y animal. Cuando llegábamos a las tribus, en cambio, tocábamos la prehistoria. Allí estaba la existencia elemental y primeriza de los distantes ancestros: los cazadores, los recolectores, los flecheros, los nómadas, los irracionales, los mágicos, los animistas. También eso era el Perú y sólo entonces tomaba yo cabal conciencia de ello: un mundo todavía sin domar, la Edad de Piedra, las culturas mágico-religiosas, la poligamia, la reducción de cabezas (en una localidad shapra, de Moronacocha, el cacique Tariri nos explicó, a través de un intérprete, la complicada técnica de relleno y cocimientos que exigía la operación), es decir, el despuntar de la historia humana”. De este párrafo quiero destacar dos cosas: irracionales, y un mundo sin domar, puesto que esto expresa, cabalmente, el pensamiento de Vargas Llosa.

Pero también, por otro lado, dice, “el viaje me permitió entender mejor el deslumbramiento de Mascarita con esas tierras y esas gentes, adivinar la fuerza del impacto que cambió el rumbo de su vida”. Es la constatación de que “su primitivismo las hacía víctimas, más bien, de los peores despojos y crueldades”. Lo cierto es que “la explotación, en ese rincón del mundo, se llevaba a cabo a un nivel poco menos que infrahumano”. La explicación de esto, según consigna el narrador refiriéndose a Matos Mar, profesor de Mascarita, y él (lo cual evidencia una nueva duplicidad, donde uno y otro hablan sobre cada uno de ellos), expresa, ideológicamente, que “Matos Mar y yo compartíamos también, en aquel tiempo, entusiasmos e ideas socialistas y en el curso de la charla comparecieron, claro está, esas famosas relaciones sociales de producción que, como una varita mágica, servían para explicar y resolver todos los problemas. El de los urakusas —el de todas las tribus— había que entenderlo como parte del problema general derivado de la estructura clasista de la sociedad peruana”. Y, además, dando forma a la utopía, siempre necesaria (por más que en Vargas Llosa este discurso tiene algo de amargo, de irónico): “En el nuevo Perú, inspirado en la ciencia de Marx y de Mariátegui, las tribus amazónicas podrían, simultáneamente, modernizarse y conservar lo esencial de su tradición y sus costumbres dentro de ese mosaico de culturas que constituiría la futura civilización peruana”.

Es por eso que, volviendo la mirada desde la distancia de los tiempos modernos, nos previene que ya no piensa así, que el narrador se ha equivocado: “éramos tan irreales y románticos como Mascarita con su utopía arcaica y antihistórica”.

Aquí hemos de volver la vista a Uthopía, de Tomás Moro, y a las nociones del socialismo utópico que Vargas Llosa ha anotado (con acierto) en otras de sus novelas (El paraíso en la otra esquina). A la escuela que quisieron fundar Owen, Saint-Simón y Fourier y a las que en el siglo pasado quisieron revivir en la forma de las comunidades hippies que, a lo largo del mundo, siguen funcionando hasta el día de hoy.

Los lingüistas Schneil y la cosmogonía machiguenga
Antes de entrar de lleno sobre la historia y función de este instituto, hemos de decir que en la novela el paradigma del perfecto lingüista, en esta escuela, es el matrimonio compuesto por Edwin Schneil y señora. Estudiarán a los kogapakori, que “andaban totalmente desnudos, salvo algunos hombres que llevaban estuches fálicos hechos de bambú, y atacaban a quien penetrara en sus dominios, aun si eran de la misma etnia. Su caso era excepcional, porque, comparados con cualquier otra tribu, los machiguengas habían sido tradicionalmente pacíficos”, pero se centrarán sobre los machiguengas, unos cinco mil en total, aunque diseminados en un amplio territorio de selva (y por eso tienen algunas pequeñas diferencias de conducta), que parecen aceptarlos. “Una línea divisoria, que tenía como hito principal el Pongo de Mainiqui, diferenciaba a los machiguengas dispersos en la ceja de montaña, colindante con la sierra —zona montuosa, donde la presencia de blancos y mestizos era abundante—, de los machiguengas de la zona oriental, allende el Pongo, donde comienza la llanura amazónica. El accidente geográfico, aquel paso angosto entre montañas donde el Urubamba se embravecía y llenaba de espuma, remolinos y ruido, separaba a aquellos, de arriba, que tenían contactos con el mundo blanco y mestizo y habían entrado en un proceso de aculturación, de los otros, diseminados en los bosques del llano, que vivían casi en total aislamiento y conservaban más o menos intacta su forma de vida tradicional”.

Los esposos Schneil, en el momento que Vargas Llosa, siendo estudiante, los conoce, “llevaban ya dos años y medio de esfuerzos para ser admitidos por ellos y todavía encontraban desconfianza y a veces hostilidad en los grupos con los que habían logrado hacer contacto”. Además, según sus primeras investigaciones, lo que habían averiguado de la mitología, creencias y costumbres, se traducía en que “habían sido soplados por el dios Tasurinchi, creador de todo lo existente, y carecían de nombres propios. Su nombre era siempre provisional, relativo y transeúnte: el que llega o el que se va, el esposo de la que acaba de morir o el que baja de la canoa, el que nació o el que disparó la flecha. Su idioma sólo admitía estas cantidades: uno, dos, tres y cuatro. Todas las otras se expresaban con el adjetivo “muchas”. Su noción del Paraíso era modesta: un lugar donde los ríos tenían peces y los bosques, animales para cazar. Asociaban su vida nómada al tránsito de los astros por el firmamento. El índice de muertes voluntarias entre ellos era altísimo”.

Nos va deslizando otros datos: “Era un espectáculo frecuente, entre ellos, ver que el enfermo se iba a acostar junto al río, a esperar la muerte”, como deseándola. “La menor enfermedad solía acabar con ellos”, y de allí la susceptibilidad y la desconfianza con forasteros, el fatalismo y la timidez.

Luego el autor nos da antecedentes reales sobre la investigación que ha realizado para esta novela. Nos habla del misionero dominico Vicente de Cenitagoya que publica un pequeño libro en 1943 y de los petroglifos de Pusharo. Porque para el escritor una duda lo atormenta: “¿cómo se podría escribir una historia sobre los habladores sin tener un conocimiento siquiera somero de sus creencias, mitos, usos, historia?”, y es así como va al convento de los dominicos, donde encuentra la colección completa de Misiones Dominicanas (órgano de los misioneros de la Orden en el Perú), con estudios de lengua y folclore de tribu por el Padre José Pío Aza, y en especial las investigaciones realizadas por un misionero que había vivido en el Alto Urubamba, Fray Elicerio Maluenda, que se había interesado por la mitología machiguenga.

Y aquí la cosmogonía de la tribu lo fascina (y nos fascina), aunque aún duda de esas informaciones, porque no tiene modo de contrastarlas: “La tierra, Kipacha, era la vivienda de los machiguengas, pueblo peripatético. Por debajo, anidaba la lóbrega región de los muertos, cubierta casi toda ella por el río Kamibiría, donde navegaban las almas de los fallecidos antes de instalarse en su nueva morada. Y, finalmente, la región más temible y profunda, la del Gamaironi, río de aguas negras, sin peces, y de páramos donde tampoco había nada que comer. Eran los dominios de Kientibakori, creador de inmundicias, espíritu del mal y jefe de una legión de demonios: los kamagarinis. El sol de cada región iba perdiendo fuerza, brillantez, en relación con la precedente. El de Inkite era un sol fijo y radiante, blanco. El de Gamaironi, un sol oscuro y helado. El dudoso sol de la tierra se iba y volvía: su supervivencia estaba míticamente vinculada al comportamiento machiguenga”.

Y el Vargas Llosa real, sin encontrar el “tono” de la historia que quiere escribir, abandona la misma, “renunciando a escribir mi relato sobre los habladores”. Además, para ese entonces, Saúl Zuratas, en la que también esta novela se escribe sobre su personal historia y la “justificación” de la misma, se va a Israel (aunque en realidad no se irá, por la muerte del padre), por la decisión paterna de terminar sus días allí, y eso deja abierta una sorpresa, una duda y una puerta hacia otro aspecto, que se dará, sobre el problema de la identidad de los pueblos y su autodeterminación (tanto del pueblo israelí como del pueblo machiguenga y en general de todos los pueblos indígenas, sometidos, exterminados, aculturados o expulsados de sus tierras ancestrales).

Hay, desperdigadas por la obra, otros trozos de la cosmogonía machiguenga, que reflejan otros aspectos de su cultura, y que reflejan aspectos de su investigación: “La luna es un hombre a medias nomás. Otros dicen que, comiendo un pescado, se le atracó una espina en la garganta. Y que desde entonces se apagó”. O este otro, como una sentencia inapelable: “La rabia es un desarreglo del mundo”. E incluso: “Las cosas que uno menos creería, hablan”. O bien: “Algunas cosas saben su historia y las historias de las demás; otras, sólo la suya”. “Lo importante es no impacientarse y dejar que lo que tiene que ocurrir, ocurra […]. “Si el hombre vive tranquilo, sin impacientarse, tiene tiempo de reflexionar y de recordar”, pero “si se impacienta, adelantándose al tiempo, el mundo se enturbia, parece. Y el alma cae en una telaraña de barro. Eso es la confusión”. “Lo que se recuerda, vive, y puede volver a pasar…”.

Pero además, “el que sabe todas las historias tendrá la sabiduría, sin duda. De algunos animales yo aprendí su historia. Todos fueron hombres, antes. Nacieron hablando, o, mejor dicho, del hablar. La palabra existió antes que ellos. Después, lo que la palabra decía. El hombre hablaba y lo que iba diciendo, aparecía. Eso era antes. Ahora, el hablador habla, nomás. Los animales y las cosas ya existen. Eso fue después”. Y aquí hay que puntualizar que el antes corresponde al momento de la creación, y el después a lo ya creado. O bien esto sobre el propio andar: “¿No tienes miedo de viajar solo, hablador”, me preguntan. “Acompáñate con alguien, más bien”. Me acompaño, a veces. Si alguien va por mi rumbo, andamos juntos. Si veo a una familia andando, ando con ella. Pero no siempre es fácil hallar compañía. “¿No tienes miedo, hablador?” No tenía, antes, porque no sabía. Ahora tengo”.

Pero de hecho —y aquí, en la novela lo podemos comprobar— el trabajo desplegado por el Instituto Lingüístico de Verano sirvió para obtener mano de obra barata en las épocas de las distintas explotaciones que se dieron en la zona: que es la época del caucho (la sangría de los árboles, como dicen los machiguengas), la época del oro, del palo rosa y, finalmente, la colonización agrícola. En la novela mismo se dice que “eran cazados por los “habilitadores” de los asentamientos o por indios de otras tribus (así como en el pasado tuvieron choques con los incas) que de este modo pagaban sus deudas con los patronos”. Y allí tenemos a los débiles, a las víctimas que, aún teniendo toda la razón del mundo e incluso no molestan a nadie con sus creencias, son sacrificados en nombre de un progreso que nunca será total y que, por supuesto, a ellos nunca les tocará.

El matrimonio Schneil se fijará el objetivo de ganarse la confianza de los machiguengas, y para ello “utilizará” el embarazo de la mujer. “La señora Schneil estaba encinta […]. El niño o la niña, decían, se criaría allí y dominaría el machiguenga…”. Y la motivación, más que personal es religiosa: “La intención que los inducía a estudiar las culturas primitivas era religiosa: traducir la Biblia a aquellas lenguas a fin de que esos pueblos pudieran escuchar la palabra de Dios a los compases y en las inflexiones de su propia música”. Aunque Vargas Llosa nos previene que “el espectáculo de la fe sólida, inconmovible, que lleva a un hombre a dedicarse su vida y aceptar por ella cualquier sacrificio, siempre me ha conmovido y asustado, pues de esta actitud resultan por igual el heroísmo y el fanatismo, hechos altruistas y crímenes”.

Por cierto, al hablar de los lingüistas, en específico sobre el matrimonio Schneil, siendo dos (y luego más, por el nacimiento de los hijos que, a su tiempo, serán también lingüistas, y los encontraremos en los años 70 en Nicaragua, entre los miskitos —y luego desentrañaremos su triste papel—), aquí figuran como una unidad. Por ellos el narrador (y el autor) se enterará de los brujos, seripigari (benéfico) y machikanari (maléfico), y de un tercer personaje: “…raro, que no parecía curandero ni sacerdote”, un conversador, un hablador. Aunque no estaban seguros de que existiera realmente, o si “se trataba de alguien fabuloso, como Kientibakori, patrón de los demonios y creador de todo lo ponzoñoso e incomestible”, porque “nunca había visto a ninguno” (incluso dicen que “debían ser algo así como los correos de la comunidad”). “Sus bocas (la de los habladores, siendo uno o muchos) eran los vínculos aglutinantes de esa sociedad a la que la lucha por la supervivencia había obligado a resquebrajarse y desperdigarse a los cuatro vientos. Gracias a los habladores, los padres sabían de los hijos, los hermanos de las hermanas, y gracias a ellos se enteraban de las muertes, nacimientos y demás sucesos de la tribu”.

Es probable, entonces, que estos sean la memoria de la comunidad machiguenga, desperdigada en la zona selvática, “que cumple una función parecida a la de trovadores y juglares medievales”. Además, “era como si el futuro fuese para ellos algo nítidamente delimitado”.

Ahora bien, para Vargas Llosa, tanto como autor que también es personaje-investigador, la existencia del hablador le llama poderosamente la atención (y se le fija en la memoria, porque la historia de los habladores “volvía siempre a mi memoria, llena de incitaciones. Excitaba mi fantasía y mis deseos como una bella muchacha”). Y esto es así porque, entonces, demuestra que “son una prueba palpable de que contar historias puede ser algo más que una mera diversión […]. Algo primordial, algo de lo que depende la existencia misma de un pueblo”. El contar, contar historias, sueños, o invenciones de la imaginación, ¿no produce, como resultado, algo más que contar para que el tiempo pase, sino que detrás de esa historia, de ese cuento, hay algo más, importante, en la que puede anclar la vida de uno como lector? De aquí vamos, nuevamente, a la función de la escritura, y de la misma manera de que el hablador nos cuenta, en un proceso oral que se da en el mismo momento que se produce, nos podemos dar perfecta cuenta que la escritura es más que un simple entretenimiento y tiene, o puede tener, respuestas a ciertas preguntas que nos hacemos sobre nosotros mismos o sobre la vida. Pero claro, está la memoria, también, y “la memoria es una pura trampa: corrige, sutilmente acomoda el pasado en función del presente”, por eso es engañosa.

Pero ya en ese entonces, Saúl Zuratas tenía claro su pensamiento: “Ellos son los peores de todos, tus apostólicos lingüistas. Se incrustan en las tribus para destruirlas desde adentro, igualito que los piques. En su espíritu, en sus creencias, en su subconsciencia, en las raíces de su modo de ser. Los otros les quitan el espacio vital y los explotan o los empujan más adentro. En el peor de los casos, los matan físicamente. Tus lingüistas son más refinados, los quieren matar de otro modo. ¡Traduciendo la Biblia al machiguenga, qué te parece!”, y además ¡Aprender las lenguas aborígenes, vaya estafa! ¿Para qué? ¿Para hacer de los indios amazónicos buenos occidentales, buenos hombres modernos, buenos capitalistas, buenos cristianos reformados? Ni siquiera eso. Sólo para borrar del mapa sus culturas, sus dioses, sus instituciones y adulterarles hasta sus sueños…”. Porque, es claro que en realidad, para respetar esas culturas, no hay que acercarse a ellos: “Nuestra cultura es demasiado fuerte, demasiado agresiva (anárquica), lo que toca, lo devora” (nos basta ver el caso brasilero, hoy día, donde el presidente Jair Bolsonaro da carta libre a las mineras y madereros, más las dos posiciones antropológicas de estudio: el dejar ser y no hacer, como defensa de los indígenas, de su modo de vida y de sus creencias, aquí representadas en la posición de Saúl Zuratas). “Para el medio en que están, para las circunstancias en que viven, su cultura es suficiente”.

Hay, también, comentarios etnográficos, de consideración: “Las tribus que nosotros visitamos, en el Alto Marañón y en Moronacocha, eran muy diferentes de las del Urubamba y del Madre de Dios. Los aguarunas mantenían contactos con el resto del Perú y algunas de sus aldeas experimentaban un proceso de mestizaje evidente a simple vista. Los shapras estaban más aislados y, hasta hacía poco —sobre todo porque reducían cabezas— tenían fama de violentos, pero no se advertía en ellos ninguno de esos síntomas de desánimo, de colapso moral, que los Schneil nos habían descrito en los machiguengas”. E incluso sobre lo que habíamos hablado, más arriba, sobre la cosmogonía fluvial: “donde la Vía Láctea era el río Meshiareni por el que bajaban los innumerables dioses y diosecillos de su panteón a la tierra y por el que subían al paraíso las almas de sus muertos”.

El otro relato o Los trabajos y los días
Lo que Vargas Llosa intentó hacer en esta novela fue dar el punto de vista del nativo —como dice Bronislaw Malinowski, fundador de la antropología social, aunque este punto de vista era el tomado en base a textos de las misiones dominicanas—. Y también, Vargas Llosa apela a la oralidad, con la lectura de trabajos sobre el tema, como el de Jorge Marcone (La oralidad escrita), que trata sobre la reivindicación y reinscripción del discurso oral, así como a otras informaciones, disponibles en bibliotecas, que se derivan de la investigación sobre el tema de la recreación de la voz oral (las muchas caras de la realidad), ayudadas de la imaginación y el trabajo continuo del escritor. Con materiales que se van filtrando, como este que dice que “los huambisas escupen mientras hablan para mostrar que dicen la verdad. Un hombre que no escupe al hablar es para ellos un mentiroso”, y que nos da la medida de ciertas cosas. Y entremezclado con todo eso, el relato del propio Vargas Llosa, en primera persona, que nos descubre pasajes de su vida (con relación al texto). Así nos enteraremos de su pasaje por la televisión peruana para hacer un programa llamado La Torre de Babel. Por supuesto que este programa tiene un montón de contratiempos, técnicos y logísticos, dignos del subdesarrollo que reinó, y reina, sobre toda la América latina.

“Durante aquellos seis meses nosotros experimentamos esta irreductible distancia en todas las fases de nuestro trabajo”, donde vemos, nítidamente, la distancia que media entre la teoría y la práctica. “Y, sin embargo, haciendo el balance, aquellos seis meses fueron también apasionantes e intensos”. Es claro que, como corresponde, uno de los documentales que hacen, será sobre los machiguengas. Y, nuevamente, mucho tiempo después de su primer acercamiento al tema, descubre nuevas informaciones: “El desconocimiento (de los machiguengas) de que habían sido víctimas cedía el paso a una curiosidad diversa. Una antropóloga francesa, France-Marie Casevitz-Renard y otro norteamericano, Johnson Allen, habían pasado largos períodos entre ellos y descrito su organización, sus métodos de trabajo, su sistema de parentesco, sus símbolos, su sentido del tiempo. Un etnólogo suizo, Gerhard Baer, que también vivió entre ellos, había estudiado a fondo su religión y el padre Joaquín Barriales empezaba a publicar, traducida al castellano, su copiosa recopilación de mitos y canciones machiguengas. También algunos antropólogos peruanos, compañeros de Mascarita, como Camino Díez Canseco y Víctor J. Guevara, habían investigado los usos y las creencias de la tribu”. “¿Por qué —entonces— había sido incapaz, en el curso de todos aquellos años, de escribir mi relato sobre los habladores? La respuesta que me solía dar, vez que despachaba a la basura el manuscrito a medio hacer de aquella huidiza historia, era la dificultad que significaba inventar, en español y dentro de esquemas intelectuales lógicos, una forma literaria que verosímilmente sugiriese la manera de contar de un hombre primitivo, de mentalidad mágico-religiosa”. Sin embargo, todos esos nuevos datos le darán otro impulso a la escritura de la novela.

Con ese programa de televisión, reencontrará a los Schneil. “Después de muchos esfuerzos, por parte de las autoridades, misioneros católicos, antropólogos y etnólogos, y del propio Instituto, los machiguengas habían ido aceptando la idea de formar aldeas, de congregarse en lugares aparentes para trabajar la tierra, criar animales y desarrollar el comercio con el resto del Perú. Las cosas estaban evolucionando rápidamente. Había seis poblados…” (es evidente que a Vargas Llosa esto le parece un avance, aun cuando los machiguengas, a lo largo de toda su existencia, jamás se quedaron en un solo lugar, por lo que esa aceptación no la creemos más que obligada por las circunstancias a que fueron sometidos como pueblo). Es decir, la aculturación total. “Al igual que otras tribus, los machiguengas se hallaban en pleno proceso de aculturación: la Biblia, escuelas bilingües, un líder evangelista, la propiedad privada, el valor del dinero, el comercio, sin duda ropas occidentales…” (pág. 157), todo lo que no fueron nunca, todo lo que no eran ni lo que, estamos seguros, querían ser.

Y, después de todo, ¿por qué eran tan importantes los habladores para Vargas Llosa? Él mismo lo dice: porque los habladores eran “ambulantes contadores de cuentos que a mí me parecían el rasgo más delicado y precioso de aquel pequeño pueblo y el que, en todo caso, había forjado ese curioso vínculo sentimental entre los machiguengas y mi propia vocación (para no decir simplemente mi vida)”, o sea que el paso que media entre un hablador y un escritor es ínfimo, tan pequeño que a los efectos es el mismo: ambos trabajan con la palabra, ambos cuentan cosas que trascienden lo meramente anecdótico pero que también lo contienen, ambos nos enseñan, a su modo, sobre ciertas experiencias que pueden ser útiles a nuestra vida, la pasada o la futura.

La vuelta de tuerca última es hacernos creer que Saúl Zuratas se ha convertido, finalmente, en un hablador, a pesar de que los machiguengas nunca afirman que los habladores existan. Porque ellos “no protegían a la institución, al hablador en abstracto. Lo protegían a él (eso es lo que cree el narrador). A pedido de él mismo, sin duda. No despertar la curiosidad del viracocha sobre ese extraordinario injerto en la tribu. Y ellos lo habían venido haciendo como él se lo pidió, desde hacía tantos años, guareciéndolo dentro de un tabú que fue contagiándose a la institución toda, al hablador en abstracto. Si había sido así, lo respetaban mucho. Si era así, para ellos él era ya uno de ellos”. Y en esto vemos la otra solución al problema indígena: un hombre occidental utiliza todos sus conocimientos en favor de las “leyes”, es decir los usos y costumbres, del grupo indígena, sin apartarse de sus mitos, leyendas y tabúes (es decir, que con los conocimientos occidentales de la ciencia, puede influenciar, “hablando” como los habladores, para reconocer flora y fauna, y dar métodos de curación, etc.). Porque, de ser Mascarita el hablador, dice (a un grupo de machiguengas): “Me volví hablador después de ser eso que son ustedes en este momento. Escuchadores. Eso era yo: escuchador. Ocurrió sin quererlo. Poco a poco sucedió. Sin siquiera darme cuenta fui descubriendo mi destino”. El proceso es escuchar todo, recordar todo y luego contar lo que ha aprendido.

Y como corolario, le cuenta la historia de Jesucristo a la manera del hablador, trazando un paralelismo entre el pueblo judío y el pueblo machiguenga.

Léxico
Así como hay una muestra de la riqueza léxica peruana, en esta novela hay una muestra representativa del lenguaje indígena (machiguengas). Algunas palabras de este origen pueden ser: gamitana (pez de carne muy apreciada, de un metro de largo y 10 kg. de peso), ronsoco (carpincho), lupunas (árbol de 70 metros de altura, cuya madera se usaban para construir canoas y balsas), huanganas (especie de pecarí, parecido a un jabalí), cochas (depósito de agua de muy reducida extensión y poca profundidad), yuca (tubérculo comestible), charapas de carne salobre (tortuga pequeña cuya carne y huevos son comestibles), achiote (árbol cuyo fruto se usa como sustituto del azafrán para condimentar y dar color a algunas comidas), chusmas (tiras de tela para cargar a los niños), chuspas (bolsa pequeña de lana o cuero, o confeccionada con una vejiga de animal, que se emplea para llevar hojas de coca o tabaco), chicua (ave parecida al gavilán nocturno, cuyo canto es similar a chicua chicua y se dice que produce escalofrío en las personas que lo escuchan), yacumama (una serpiente de tamaño descomunal, de 50 metros de largo y cuya cabeza tiene dos metros de ancho), masato (bebida elaborada a base de yuca, arroz, maíz o piña, fermentada en una olla con agua por un tiempo), sajino, majaz (pecarí), shimbillo (planta de frutos comestibles), jebe (sulfato doble de alúmina y potasio, de color blanco que se halla en las rocas y en la tierra; posee propiedades astringentes y se emplea en medicina y en la industria), espina de chambira (jugo del cumo, veneno), virote (flecha pequeña protegida por un casquillo), huito (árbol de 25 metros de altura cuyo fruto se emplea para preparar bebidas espirituosas), renacuajo inkiro, carachama (pez que nada y anda), pamacari, curacas (autoridades, líderes), tobaití (más de cuatro). En tanto que shipibos (lengua más hablada de la familia pano, de la etnia shipibo-conibo), huambisas, aguarunas (relacionado al pueblo shar), yaguas, shapras campas, mashcos, urakusas, refieren a etnias.

Y cuando la acción sucede en la ciudad, intercala algunos peruanismos: calato (que está desnudo), chompa (chaqueta femenina corta y ligera, de punto, abierta por delante, con botones, escote redondo y manga larga), tocuyo (tela basta de algodón), chingaritas (que es el lenguaje popular de ciudad).

Algunas particularidades sobre el método y otras vainas
Algo más sobre el método utilizado en esta novela: “el narrador […] reformula, mediante el discurso indirecto libre, lo que el personaje piensa. El discurso indirecto libre es una forma híbrida que gramaticalmente pertenece al narrador pero desde la perspectiva del sentido pertenece al personaje” (Sergio R. Franco, obra citada).

Además, otro aspecto importante es la investigación, que no es la investigación que haría un historiador, que busca la verdad. Dice al respecto: “a mí lo que me interesa es conocer el medio en el que ocurren los hechos, la manera de hablar de las personas, el paisaje, los detalles que tienen que ver con lo específico, lo característico del lugar, y siempre me ha ocurrido que en esa investigación van saliendo muchas cosas que me sirven desde el punto de vista novelístico, algunos personajes que se enriquecen muchísimo, otros más bien se empobrecen, de pronto se abren unas líneas anecdóticas que yo no había previsto y que hacen que todo el trabajo esté lleno de sorpresas y cambios”.

Por cierto, Vargas Llosa jamás podrá escribir un relato sobre lo que experimenta un individuo que se levanta un día de su cama con hambre y es profundamente consciente de no tener las condiciones que le permiten saciarla, como lo escribió García Márquez en El coronel no tiene quién le escriba, ya que «toda obra literaria es una homologación de la estructura mental del grupo”, como explica Lukács. Y agrega: “El carácter social de la obra reside, ante todo, en que un individuo sería incapaz de establecer por sí mismo una estructura mental coherente que se correspondiese con lo que se denomina una visión del mundo”. Siguiendo este razonamiento, podemos concluir que la visión (ideológica) de este mundo, vale decir el problema indígena en todas sus aristas, no puede estar apartada de lo que él es, como representante de cierta clase social a la que pertenece.

Además, bien podríamos decir que esta novela expresa, de modo ideológico, el conflicto personal de Vargas Llosa que lo llevó de estar en organizaciones filo comunistas o progresistas, a declararse liberal y pertenecer a la más rancia derecha política. O bien se equivocó al principio o bien después. Pero de todos modos su condición de clase (media alta y ahora alta, incluso aristocrática al serle concedida la designación de Marqués por el rey Juan Carlos I), ha quedado expresada en su pertenencia a esa derecha que justifica el capitalismo a ultranza, neoliberal en el sentido económico, social y político.

Podemos decir que a finales de los 60 y sobre todo tras el caso Padilla, fue el punto de quiebre ideológico de Mario Vargas Llosa. Incluso Iván Padilla, que fue viceministro de Cultura de Venezuela, afirmó en mayo del 2009 que Mario Vargas Llosa integra la CIA, y también desde Cuba se ha señalado su alineación con la política exterior intervencionista de Estados Unidos, dándole apoyo y justificación. Su última novela, Tiempos recios, por lo que se dice (no la he leído aún), cuenta con información de primera mano, que parece extraída de los propios archivos de la CIA. El afirma que, para esta novela, “tuve ocasión de leer periódicos de la época, muchos libros, sobre todo de investigadores norteamericanos que son los que han utilizado mayormente todos los documentos que la administración de Estados Unidos ha liberado ya y que pueden ser consultados”. Esos documentos son, entre otros, de los organismos de seguridad estadounidenses.

Angel Esteban sitúa su desencanto con la Revolución Cubana desde 1964 (o sea antes del caso Padilla), a raíz de la obtención del premio Rómulo Gallegos por su novela La casa grande. El desencanto, según afirma Vargas Llosa en entrevista de Ricardo A. Setti, es porque Cuba (por intermedio de Retamar) le pide que done el premio, veinticinco mil dólares, para el Che Guevara (y argumenta que le dijeron que luego los cubanos se lo devolverían secretamente, como si fuera una medida únicamente propagandística, publicitaria).

En 1967, Vargas Llosa dice: “Yo no quiero para América un socialismo calcado de los países del Este. Estoy con un socialismo con libertad de opinar. Porque una de las cosas que espero no perder es mi derecho natural de escritor a la crítica, al enjuiciamiento obsesivo de la realidad en todos sus niveles (sociales, políticos, religiosos, etc.) que es precisamente la función primordial de todo creador” (tomado de García Márquez, Eligio 2002: 184).

Pero hay otros elementos. Dice que Cuba se distanció de él (o viceversa) a raíz que éste realiza un curso en la Washington States University y cobra lo suyo. Luego estará la invasión soviética a Checoslovaquia. Y por último todo el asunto de Heberto Padilla que lo hace alejar de Casa de las Américas desde 1969 y definitivamente de Cuba a raíz de la detención y la autocrítica de Padilla en 1971.

Incluso más, luego de haber sido gran amigo de Gabriel García Márquez, en febrero de 1976 le propina un golpe de puño. Gabo “atribuyó la agresión a las diferencias que ya eran insalvables en la medida que Vargas Llosa se sumaba a ritmo acelerado al pensamiento de derecha” (según el testimonio del fotógrafo Rodrigo Moya, quien hizo la famosa instantánea de García Márquez con el ojo hinchado”, aunque en el año 2007, el propio Gabo dice que fue por “motivos personales”, misma versión que da el autor peruano).

3.      El Instituto Lingüístico de Verano como instrumento del poder (ideológico y económico)
El fundador del Instituto Lingüístico de Verano fue Guillermo Townsend, un misionero cristiano que comenzó su ministerio en la primera mitad del siglo XX y que fundó, primero, los Traductores de la Biblia Wycliffe (Wycliffe Bible Translators) y posteriormente el ILV y que desde 1934 funciona en América, primero en México y luego en Perú. Su objetivo es ser “una organización sin ánimo de lucro perteneciente al cristianismo protestante evangélico, cuya finalidad principal es recopilar y difundir documentación sobre las lenguas menos conocidas, con el propósito de traducir la Biblia a dichas lenguas”. Se dice que su archivo cuenta con 7000 lenguas estudiadas.

Pero este instituto no ha estado exento de cuestionamientos a lo largo de su historia, aunque aún continúa vigente en varios países de América (y en otros fueron expulsados). Por ejemplo, la Comisión Investigadora del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales de México, presentó ante su Asamblea General un informe sobre las actividades del Instituto Lingüístico de Verano (ILV), con el resultado de cuatro años de investigación. En la introducción se afirma que ya el 24 de septiembre de 1977 el Consejo Directivo del Colegio había manifestado su posición, “solidarizándose con las denuncias contra el ILV contenidas en la Declaración de Barbados de 1977”, que, entre otras cosas, declara:

“Es evidente el papel fundamental del ILV en la desmovilización de los movimientos de liberación indoamericanos que a partir de lo ideológico penetra hasta los niveles organizativos de base de las sociedades indígenas. El Instituto llega a controlar vastas áreas que constituyen enclaves de importancia estratégica para el dominio geopolítico del continente por parte del imperialismo y la eventual apropiación de recursos naturales”. “Es evidente que en América Latina la actividad del ILV no sólo ha constituido a atomizar las lenguas indígenas sino ha evitado la comunicación efectiva de los indígenas en la elaboración de una actitud política unificada. Más todavía, al introducir los esquemas del protestantismo anglosajón, el ILV ha contribuido a la división y a la violencia entre las comunidades indígenas”.

El informe analiza “el contenido ideológico de los materiales distribuidos por ILV, así como su acción concreta en la esfera económica, política y social, (que) conforma una estructura coherente” La ética protestante, expresión del desarrollo capitalista temprano, es la piedra angular de su cosmovisión. En ese sentido, el ILV dice que: “La prosperidad es una prueba de la división divina y se inicia con el conocimiento de la Biblia. Los grupos humanos que no conocen las Escrituras están degradados y deben ser objeto de regeneración moral. Su mismo estado de atraso es una prueba de que no gozan del favor de Dios. El individualismo y la competencia son el ideal de la conducta moral. Toda acción colectiva es moralmente irresponsable y producto de la actividad satánica en la tierra”.

Pero también se ha utilizado a este instituto para actividades reñidas con los derechos humanos. Como señala David Stoll, “muchos años antes de que la CIA utilizara a los indígenas miskitos de Nicaragua para hostigar el régimen sandinista, Estados Unidos reclutó en el sudeste de Asia a decenas de miles de integrantes de las tribus Montagnard para combatir los movimientos revolucionarios que allí surgieron”. En suma, dice que “dondequiera que el grupo operase, podía convertirse en parte de un programa más amplio de Estados Unidos para aprovecharse del conflicto étnico”, y sus operaciones incluyeron Vietnam, China y otros países de Asia.

En cuanto a Perú, Stoll dice: “a los miembros del ILV les gusta creer que si algo como el imperialismo norteamericano existe su organización no ha tenido absolutamente nada que ver con ello. En 1977, luego de una crisis acerca de la cual se decía que sólo la mano del Señor había salvado al ILV-Perú, su enlace con el gobierno me manifestó que su filial no tenía ningún contacto con la Embajada de los Estados Unidos. Cuando se ataca al grupo, explicaba el presidente de Wycliffe dos años más tarde, “nos negamos a contraatacar o a recurrir como extranjeros a nuestras embajadas”. Sin embargo, según cables del Departamento de Estado, en 1975 y 1976 la filial peruana efectuó consultas con la embajada en repetidas ocasiones.

Como afirmó W. C. Townsend, en 1958: “Tarde o temprano, nos guste o no, la civilización llegará a estas tribus. Nuestra incumbencia es que ésta sea una civilización cristiana”, y éste es el verdadero objetivo. El ofrecimiento de Townsend fue recompensado con el primer contrato gubernamental (en México) para su instituto lingüístico, estableciéndose un precedente que se repetiría en otros países. Para ganar respaldo oficial contra la Iglesia Católica, Townsend prometió acomodar a los indígenas a la colonización y la promovió con entusiasmo. La traducción de la Biblia se convirtió en parte de la infraestructura de la expansión del Estado: los esquemas de colonización llevaron al subsidio estatal y empresarial de la obra del Señor. Una dictadura militar (en Perú) auspició un sistema de escuelas bilingües administradas por el ILV, que los norteamericanos utilizaron para quebrar el monopolio católico en la selva, convertirse en el núcleo de los programas oficiales de integración y construir su propio y enorme sistema de clientelismo.

La filial construyó su base en Yarinacocha, una laguna adecuada para los hidroaviones y cercana a la ciudad de Pucallpa, punto final de la primera carretera trasandina del Perú. Hasta allí los traductores trajeron sus informantes lingüísticos; allí los convirtieron y entrenaron como maestros bilingües: y de allí los despacharon de regreso para atraer a dispersas poblaciones seminómadas alrededor de nuevas escuelas y convertirlas en congregaciones evangélicas. Townsend había cultivado el favor oficial al sostener que sus lingüistas no sólo peruanizarían a los indígenas, sino que acelerarían la desaparición de sus idiomas. En realidad, el ILV estaba organizando iglesias en esos idiomas, lo que le daba un fuerte arraigo entre ellos. En la medida en que el programa generó nuevos conflictos, los cuales escaparon al control y pusieron en peligro las expectativas evangélicas, el argumento cambió: de civilizar a tribus primitivas, se pasó a protegerlas de las maldades de la civilización. El ILV decidió que la exploración petrolífera, las carreteras y los colonos, que tanto había ayudado a introducir, eran “inevitables”. Entonces, al dar a los nativos una nueva fe, sólo estaban ayudándolos a adaptarse a la “realidad”. Y luego trató de adoptar un enfoque más “cultural”, algo que en 1970 un miembro llamó “el modo de menor resistencia”.

En Nicaragua, mientras tanto, donde fueron a parar los hijos de los Schneil, integrándose al Instituto Lingüístico de Verano, y para demostrar hasta qué punto el ILV se infiltró en las comunidades indígenas para operar sobre ellas en el terreno ideológico y político, trabajaron sobre las comunidades de los miskitos. En el plano religioso la Iglesia Morava ha jugado el papel más protagónico de las demás instituciones en la zona, ya que a través del Instituto Lingüístico de Verano han dotado de escritura a la lengua miskita al traducir la Biblia para convertirlos al cristianismo. Y luego de ello, la intervención de Estados Unidos, mediante la CIA, en apoyo a la “contra”, comenzó con el rechazo a la reubicación de 49 aldeas miskitas del río Coco, en el borde fronterizo con Honduras, en la Costa Atlántica, realizada por el gobierno sandinista. Esta reubicación fue consecuencia de dos meses de escaramuzas militares de miskitos y ex-guardias somocistas que operaban en los puestos fronterizos.

De hecho, desde noviembre de 1981 milicias miskitas, por intermedio de dos líderes miskitos que habían sido aliados de Somoza (Steadman Fagoth, particularmente, quien tuvo contactos directos con la embajada norteamericana en Nicaragua, y Brooklyn Rivera, quien se refugia en Honduras y se integra a la “contra” junto a Edén Pastora y ARDE en Costa Rica) atacarán puestos de abastecimiento e infraestructuras en las aldeas fronterizas de Nicaragua con Honduras, con el objetivo de insurreccionar a la población indígena en contra del gobierno sandinista. Lo que nunca se tiene en cuenta, en las informaciones difundidas por periodistas norteamericanos sobre los miskitos, a instancias del gobierno de Reagan, es que no se menciona el hecho de que varios millones de ellos estaban luchando desde hacía años contra los sandinistas con armas y entrenamiento proporcionado por el gobierno de Estados Unidos. Los 100 millones de dólares de ayuda a la contrarrevolución incluyeron 5 millones para Kisan y Misurasata, las dos organizaciones armadas de los miskitos.

Y nunca hemos escuchado a Vargas Llosa lamentarse del papel, netamente contrarrevolucionario, que ha llevado a cabo el Instituto Lingüístico de Verano. Ni en Perú, particularmente, ni en ninguna otra parte.

Bibliografía
*Tecnologías de la representación en El hablador, de Mario Vargas Llosa, de Sergio R. Franco, University of Pittsburgh.
* DelValls, T., El Instituto Lingüístico de Verano, instrumento del imperialismo. Nueva Antropología, vol. III, núm. 9, octubre, 1978, pp. 117-142, Asociación Nueva Antropología A.C. Distrito Federal, México.
* Estudio sobre la problemática de los buzos de la Moskitia hondureña, por Carlos Mauricio Palacios (monografía).
* David Stoll, ¿Pescadores de hombres o fundadores de Imperio? El Instituto Lingüístico de Verano en América Latina, en http://www.nodulo.org/bib/stoll/
* Revista Envío, Número 65, Noviembre 1986, Nicaragua (revista de la Universidad Centroamericana – UCA).
* De Gabo a Mario, de Angel Esteban (a pesar de que es contrario al régimen cubano y que destila un odio casi personal a Fidel Castro, y por tanto su relato está orientado en cierta dirección, su libro contiene ciertos datos, a veces muy condicionados y parciales, que tienen su valor relativo).
* Cuadernos de Marcha, Nº 49, mayo 1971 (número dedicado en extenso al caso Padilla, con todas las declaraciones, y a la nueva política cultural en Cuba).

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