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El cuerpo y la epísteme medieval en Bernal Díaz del Castillo: historia verdadera de la conquista de la Nueva España

por Aleida Anselma Rodríguez
Artículo publicado el 08/06/2006

[El] cuerpo de los individuos es
fundamentalmente la superficie de
inscripción de suplicios y penas…

Michael Foucault, La verdad y las formas jurídicas.

El cuerpo ha sido a través del tiempo, instrumento de memoria, «tal cosa no se realizó jamás sin sangre, martirios, sacrificios…» Para Nietzsche, «todo esto tiene su origen en aquel instinto que supo adivinar en el dolor el más poderoso auxiliar de la mnemónica (pp. 69-70).

Las marcas del cuerpo y el dolor sufrido son usados para recordar:

Y si queremos llamar «escritura» a esta inscripción en plena carne, entonces es preciso decir, en efecto, que el habla supone la escritura, y que es este sistema cruel de signos inscritos lo que hace al hombre capaz de lenguaje y le proporciona una memoria de las palabras (Deleuze y Guattari, p. 151).

Para Pierre Clastres, esta escritura en la carne va más allá de un sistema de signos previo a la palabra; para él: El cuerpo mediatiza la adquisición de un saber, ese saber se inscribe sobre el cuerpo» (Clastres, p. 158). Este conocimiento está necesariamente correlacionado con la ley: «Decíamos que toda ley es escrita. He aquí cómo se reconstruye, de cierto modo, la triple alianza ya reconocida: cuerpo, escritura, ley» (Clastres, p. 163). El hombre primitivo ofrece su cuerpo para perpetuar la ley de la tribu: «Si bien el ceremonial es toma de posesión del cuerpo por la sociedad, ésta no se apodera de él de cualquier modo: casi constantemente…el ritual somete el cuerpo a la tortura…» (Clastres, p. 158). Esta escritura, hecha ya bien con una piedra o con un cuchillo a veces sin filo -para aumentar el sufrimiento- sobre el cuerpo del iniciado, tiene como función no tan sólo medir la fortaleza personal, sino también mostrar que se pertenece al grupo. Al pasar por el ritual, el cuerpo torturado se somete a los dictados de su comunidad: «O, en otros términos, la sociedad dicta su ley a sus miembros, inscribe el texto de la ley en la superficie del cuerpo» (Clastres, p. 162). Esta sociedad primitiva, sociedad de la marca, le dirá a sus cuerpos marcados: «No tendrás el deseo del poder, no tendrás el deseo de sumisión» (Clastres, p. 163). Para estos cuerpos iniciados, rotos, desgarrados,

La ley que ellos aprenden a conocer en el dolor es la
ley de la sociedad primitiva que le dice a uno: Tú no
vales menos que otro, tú no vales más que ot
ro. La ley inscrita en el cuerpo, señala el rechazo de la sociedad primitiva a correr el riesgo de la división, el riesgo de un poder separado de ella misma, de un poder que se le escaparía. La ley primitiva, cruelmente enseñada, es una prohibición de la desigualdad de la que cada uno guardará memoria (Clastres, p 162).

Esta sociedad de la marca se repite en el Siglo XVI a través de todo un continente trazado por conquistadores españoles en la búsqueda de un sueño dorado que para los más se convertirá en un mundo de pesadillas. Pero esta sociedad de la marca ya no es la misma. Esta marca es sólo una repetición de la diferencia. Bernal Díaz del Castillo y los soldados que lo acompañan en sus diferentes aventuras no pertenecen a una sociedad primitiva, sin estado; pero no hay lugar a dudas de que ellos se reconocen, se identifican por sus cuerpos marcados. Nuestro narrador, en página tras página de su Historia de la conquista de la Nueva España se incorpora a «un linaje de cronistas que dentro de su cuerpo textual hacen referencia constante a las señales recibidas -especie de tatuajes- como consequencia de las batallas o expediciones en que participaron…» (Glantz, p. 20).

Estas marcas o «tatuajes» en Bernal Díaz las encontramos desde
las primeras páginas hasta las últimas de su Historia. En la número uno, nos dirá que «a tan excesivos riesgos de muerte y heridas, y mil cuentos de miseria, pusimos y aventuramos nuestras vidas…; y sigue en otra diciendo que no se le «puso por delante la muerte de los compañeros, ni las heridas que nos dieron…» (p. 3); para continuar más adelante: «y le dieron diez flechazos, y y a mí me dieron tres, y uno de ellos fue bien peligroso, en el costado izquierdo, que me pasó lo hueco…» (p.9). En uno de los capítulos finales del Códice de Guatemala, exactamente en el CCXII, al resumir sus batallas, nos encontramos con la última alusión a su cuerpo marcado: «en esta provincia de Guatemala…me dieron un flechazo en una barranca…» (p. 595).

Como ya dije anteriormente, estas marcas sirven para recordar, y si ya bien Bernal Díaz lo hace en parte para que se le den mercedes, otros las recordarán para rebelarse. Tal es el caso de Lope de Aguirre (Ver Rodríguez). El rebelde marañón, al dirigirse en su corta misiva a Pablo Collado, le dirá al referirse a Felipe II: «nosotros, que estamos mancos y coxo (sic) por servirlo…(Mampel y Escandell, p. 287). Ese nosotros no se refiere ya solamente a Aguirre, sino a la comunidad marañónica y es un eco de algo ya anteriormente expresado en su carta al Rey: «Y yo, como hombre que estoy lastimado y manco de mis miembros en tu servicio, y mis compañeros viejos y cansados en lo mismo…», para continuar repitiendo más adelante: «como hombres lastimados…», como una letanía (Vázquez, pp. 470-472). Es un eco que tiene su origen en la primera carta que Aguirre hace, la dirigida a Fray Montesinos: «tristes cuerpos que están con más costuras que ropas de romero…» (Vázquez, p. 457).

El sufrimiento, como elemento genealógico de la marca, subsiste desde la comunidad primitiva, pero ya, en la distancia del siglo XVI, muestra su diferencia. Ya no será el resultado de la ley inscrita en el cuerpo, forjador de la unión y cohesión de la tribu. El sufrimiento surge ahora como parte del signo, aparece encadenado a la episteme que atraviesa el siglo XVI. En este siglo

El mundo está cubierto de signos que es necesario descifrar y estos signos, que rebelan semejanzas y afinidades, sólo son formas de la similitud. Así, pues, conocer será interpretar: pasar de la marca visible a lo que se dice a través de ella y que, sin ella, permanecería como palabra muda, adormecida entre las cosas (Foucault, p. 40).

En el Renacimiento «la teoría del signo implicaba tres elementos perfectamente distintos: lo marcado, lo que marcaba y lo que permitía ver en aquellos la marca de esto…» (Foucault, p. 70). Este elemento que une lo marcado con lo que marcaba es la semejanza. Para el conquistador del Siglo XVI lo marcado: el significante, era su cuerpo; lo que marcaba: el significado, era la recompensa. A estos dos elementos los une la semejanza, en este caso la «conveniencia»: el cuerpo conviene con el sufrimiento y éste con la recompensa.

Es en este sistema de signos, «unitario y triple» donde se nos pierde también Gonzalo Guerrero. Dicho soldado naufraga en 1511 y llega a la Isla Mujeres en unión de otros españoles. Ya, al salir de Cuba, Cortés llevaba el encargo del gobernador Velázquez de buscar unos hombres que estaban extraviados o que acaso estuvieran prisioneros de tribus costeñas en el actual Yucatán. Del naufragio de 1511 sólo sobreviven Jerónimo de Aguilar, uno de los futuros intérpretes de Hernán Cortés, y Gonzalo Guerrero. Diego de Landa nos cuenta:

Que Guerrero, como entendía la lengua, se fue a Chectemal, que es la Salamanca de Yucatán y que allí le recibió un señor llamado Nachancan, él cual le dio a cargo las cosas de la guerra en que [est]uvo muy bien venciendo muchas veces a los enemigos de su señor, y que enseñó a los indios a pelear mostrándoles [la manera de] hacer fuertes bastiones, y que con esto y con tratarse como indio, ganó mucha reputación y le casaron con una muy principal mujer en que hubo hijos; y que por esto nunca procuró salvarse como hizo Aguilar, antes bien labraba su cuerpo, criaba cabello y harpaba las orejas para traer zarcilllos como los indios y es creible que fuese idólatra como ellos (Todorov, p. 206).

Labrar, tatuar, marcar, son todas ellas formas de escritura sobre el cuerpo. El problema está en cómo interpretar esa escritura en el yo y en el otro, en este caso específico: en el que ha sido otro. Todorov, en su libro La conquista de América, se acerca al estudio del otro a través de tres planos: el axiológico, el praxiológico y el epistémico. En el primero se encuentran los valores morales, el segundo tiene que ver con la acción a seguir, el tercero trabaja a nivel del conocimiento. Si seguimos estos tres ejes veremos como el yo descubre al otro. Lo verá como un igual o como un ser inferior; adoptará sus valores o lo asimilará; lo llegará a conocer o ignorará su identidad (Todorov, p. 195)

Jaime Concha, en «Requiem por el ‘buen cautivo'», se coloca en una actitud combativa frente al estudio de Todorov, (Concha, pp. 8-9); pero, paradójicamente, cuando define el «triple efecto» del cautiverio, nos lleva a los tres planos establecidos por este último: «el triple efecto del cautiverio (…) desjerarquiza, transgrede las fronteras y genera un movimiento de fusión» (Concha, p.8).

Al enfrentarse con el caso Guerrero, Todorov nos dirá que aquí tenemos una identificación completa: Guerrero adoptó la lengua, la religión, los usos y costumbres. No debe asombrar entonces que se niegue a unirse a las tropas de Cortés cuando éste desembarca en Yucatán… (Todorov, p. 207).

Toda esta racionalización sobre el naúfrago se lleva a cabo a consecuencia de la conversación que Aguilar traba con Guerrero para convencerlo de que se regrese con los españoles. Este intercambio es recogido por Bernal Díaz del Castillo de la forma siguiente:

«Hermano Aguilar: Yo soy casado y tengo tres hijos, y tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras; idos con Dios, que yo tengo labrada la cara y horadadas las orejas. (Qué dirán de mí desde que me vean esos españoles ir de esta manera! Y ya veis estos mis hijitos cuan bonicos Son» (Bernal Díaz, p.44).

Tanto Landa, como Bernal Díaz y Cortés, así como Todorov y Concha, lo incorporan al mundo indígena por su cara labrada y sus orejas horadadas. El mismo Guerrero nos lo afirmará cuando dice (y repito): «(Que dirán de mí desde que me vean esos españoles ir de esta manera! Al decir «esos españoles» éste que fuera yo se reconoce como el que ha sido otro. El también lleva marcas, pero estas marcas ya no son las mismas por las cuales el español pide mercedes a la Corona, o se rebela frente a ella. Estas marcas, de acuerdo a la sociedad primitiva, deben de dejar una memoria en la cual el deseo de sumisión o de poder no existen, donde no se vale más o menos que otro.

En una sociedad sin Estado,

la preparación y la conducción de una expedición militar son las únicas circunstancias en que el jefe puede ejercer un mínimo de autoridad, fundada, solamente (…) en su competencia técnica de guerrero. Una vez que han terminado las cosas, y sea cual fuere el resultado del combate, el jefe de guerra vuelve a ser un jefe sin poder, y en ningún caso el prestigio consecutivo a la victoria se transforma en autoridad (Clastres, p. 182).

Cuando Gonzalo Guerrero afirma: «tiénenme por cacique y capitán cuando hay guerras…», se coloca fuera del grupo que lo ha acogido. Guerrero le da importancia a un hecho donde el prestigio adquirido en el campo de batalla no puede repercutir más allá de si mismo. El, como hombre marcado, entiende que sus marcas lo alejan de un yo anterior, pero es precisamente este yo el que le impide comprender a cabalidad lo que estas marcas quieren decir. El ha sido otro, pero nunca podrá ser el otro.

Por eso estamos en desacuerdo con Jaime Concha cuando nos repite que Guerrero estaba: «Hecho indio, en efecto: tal era su metamorfosis…» (p. 11). Para el yo del principio del XVI, afincado en la semejanza, claro que Guerrero ya estaba «hecho indio». Sus marcas pertenecen a otra realidad. pero para nuestra contemporaneidad, Guerrero es un hombre perdido (y aquí estamos de acuerdo con Todorov) en unas relaciones de fuerzas completamente alienantes.

El que ha sido otro ha sido testigo y partícipe de un mundo, donde el individuo ha impuesto su interés personal sobre la colectividad. Guerrero transplanta «el nacimiento del poder político, como compulsión y violencia». El repite constantemente «la figura mínima del Estado» (Clastres, pp. 182-183). No olvidemos que todo lo que se dice de él o se recuerda tiene que ver con hechos guerreros:

Se piensa que luchó contra los ejércitos de los conquistadores a la cabeza de las tropas yucatecas; según Oviedo (II. 32, 2), fue muerto en 1528 por el lugarteniente de Montejo, Alonso de Avila, en una batalla contra el cacique de Chetumal (Todorov, p. 207).

Para Alonso Guerrero, la semejanza sigue funcionando: el sufrimiento de los cuerpos signados sigue uniendo el significante con el significado. La recompensa ya no vendrá de Carlos V, sino de su nueva colectividad: a cambio de sus marcas, el es «cacique y capitán cuando hay guerras».

Si Lope de Aguirre cuestiona y repite dicha semejanza en 1561 al declararle la guerra a Felipe II y al establecer nuevas semejanzas con sus marañones, no es hasta principios del siglo XVII en que la escritura deja de ser la prosa del mundo; las semejanzas y los signos han roto su viejo compromiso, las similitudes engañan, llevan a la visión y al delirio; las cosas permanecen obstinadamente en su identidad irónica: no son más que lo que son… (Foucault, p. 54.

No son más que molinos de vientos los atacados por nuestro flaco hidalgo Don Quijote de la Mancha.

BIBLIOGRAFIA________________
Clastres, Pierre. La sociedad contra el Estado. Trad. Ana Pizarro. Caracas: Monte Avila, 1978.
Concha, Jaime. «Requiem por el ‘buen cautivo'». Hispamérica 45 (1986): 3-15.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. El Antiedipo. Trad. Francisco Monge. Barcelona: Barral, 1974.
Díaz del Castillo, Bernal. Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. Intro. Joaquín Rodríguez Cabanas. México: Editorial Porrúa, 19 .
Foucault, Michel. La arqueología del saber. Trad. Aurelio Garzón del Camino. México: Siglo Veintiuno, 1979.
Glantz, Margo. Borrones y borradores. México: Ediciones del Equilibrista, 1992.
Mampel González, Elena y Neus Escandell Tur. Lope de Aguirre, Crónicas 1559-1561. Barcelona: 7 1/2, 1981.
Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. Trad. e intro. Andrés Sánchez Pascual. Madrid: Alianza, 1980.
Rodríguez, Aleida A. Arqueología de Omagua y Dorado. Rende, Italia: Mediterranean Press, 1990. (Un estudio sobre la episteme medieval y Lope de Aguirre).
Todorov, Tzvetan. La conquista de América. Trad. Flora Botton Burla. México: Siglo Veintiuno, 1987.
Vázquez Francisco. «Relación verdadera de la Jornada de Omagua y Dorado». Historiadores de Indias. Ed. Manuel Serrano Sanz. Vol. 15, II, NBAE. Madrid: Bailly, 1909.
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