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El deseo oculto

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 13/09/2022

Sólo hay un principio motriz: el deseo
Aristóteles

 

Resumen
“El lugar sin límites” sintetiza las obsesiones de Donoso: el ejercicio autoritario de la riqueza y del poder, la “suciedad” política, la sexualidad y la homosexualidad latente como reprobación moral que hace “pervertir” a los hombres (y mujeres), el destino a menudo trágico de los que nada tienen y la acción de personajes de clase alta y/o política en favorecer sus propios intereses.

Publicada en 1966 y dedicada a Rita y Carlos Fuentes, “El lugar sin límites”, de José Donoso, comienza con una cita tomada del “Doctor Fausto”, de Marlowe, de la cual tomamos esta parte significativa: “…El infierno no tiene límites, ni queda circunscrito a un solo lugar, porque el infierno es aquí donde estamos…”.

Esta cita engloba la que se dice que es la mejor novela del escritor chileno, puesto que nos describe un lugar que, probablemente, se haya convertido en una tierra del averno para, sobre todo, su personaje principal, “la Manuela”, pero también para la existencia de un pueblo llamado El Olivo a instancias de un feudo vitivinícola. Un pueblo que nació a instancias del que fuera senador y propietario del fundo El Olivo y de extensas tierras, don Alejandro Cruz, y que intentará obtener todas las propiedades para derribarlas y así ampliar el terreno de su producción.

La novela gira en torno al prostíbulo de la Japonesa (luego de su hija, la Japonesita), como si este fuera el centro del pueblo, allí donde todos los hombres “oliveños” y de los alrededores han ido alguna vez para sentirse o ser hombres. El burdel, entonces, genera una intensidad inusitada, explosiva, en el seno de un pueblo chico y en el que no hay ninguna otra actividad de índole social.

No es de extrañar el tópico, ya que varios de los autores más conocidos han explorado ese tema: Roberto Artl, por ejemplo, en “Los siete locos” (1929); “Pantaleón y las visitadoras” (1973) y “La casa verde” (1966), de Vargas Llosa, pero también en “La ciudad y los perros” (1963) los soldados visitan los burdeles; Alvaro Mutis en “Ilona llega con la lluvia” (1988) tiene un personaje (Maqroll) que maneja un burdel en Panamá; Gabriel García Márquez en “La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada” (1972) aborda el tema de la prostitución, como en “El amor en los tiempos del cólera” (1985) o sus “Memorias de mis putas tristes” (2004), además de que Gabo alquiló cuartos de burdel para escribir,  e incluso “Juntacadáveres” (1964) de Onetti, que es un poco anterior al boom: un interesante antecedente.

Y ni que hablar de la literatura grecolatina (las hetairas, por ejemplo), pero también “El libro de Monelle”, de Marcel Schwob, el “Satiricón” de Petronio, el “Decamerón” de Bocaccio, alguno de “Los cuentos de Canterbury” de Chaucer, o “La Celestina” de Fernando de Rojas, “Clarissa” de Samuel Richardson (novela epistolar de una joven dama), “Naná” de Émile Zola, “La Romana” de Alberto Moravia o “El palacio de las bellas durmientes”, de Yasunari Kuwabata.

Todas las obsesiones de Donoso están aquí concentradas: el ejercicio autoritario de la riqueza y del poder, la “suciedad” política, la sexualidad y la homosexualidad latente como reprobación moral que hace “pervertir” a los hombres (y mujeres), el destino a menudo trágico de los que nada tienen. Daría la sensación de que sus siguientes novelas desarrollaran estos temas, como hemos visto anteriormente en otros ensayos sobre el autor (publicadas aquí en Revista Crítica).

Está estructurada con párrafos extensos siguiendo el flujo de la conciencia, con cuadros y situaciones que se dan en espacios cerrados, la acumulación y enumeración de objetos dispares y la utilización de algunas palabras locales (chilenismos) o cultas como: escarmena(r) (desenredar y limpiar el cabello, para ello se usa un escarmenador, que es un peine que se usa especialmente para sacar los piojos), chonchones (lámpara ordinaria que se enciende con acetileno, que es la que se usa en el texto, aunque Chonchón es un brujo que sale a volar de noche según los mapuches), futre (dueño de una hacienda, que es lo que es don Alejo), rucia (una persona burra), los queltegües (nuestros teros), oquedades (espacio hueco en el interior de  un cuerpo sólido, pero también lo insustancial de lo que se dice o escribe), cuerpo olisco (que huele mal)…

También hay un uso de algunos términos que refieren a lo femenino, y en especial con referencias al sexo de la mujer: pasajes, conductos, cavernas, cuencas, oquedades…

La confluencia del deseo de los personajes principales, a veces contrapuestos, son los que mueven a estos en el terreno de la novela, porque, como decía Aristóteles, “cómo explicar el conflicto entre el deseo irracional y el deseo racional, si ambos tienen la misma forma”, y es claro que tienen distinto objetivo, uno busca construir, aunque sea un sueño o algo utópico, el otro busca destruir, que es algo cuyo resultado es concreto e inmediato y se ve en el mismo momento de realizar la acción. Ambos sentimientos, modos de ser, formas de pensar, están aquí representados por don Alejandro Cruz, como representante de la clase dominante, con su doble moralidad, y por la Manuela, una loca del prostíbulo de la Japonesa (y su continuación: la Japonesita).

Pasión y poder
Lo primero que hace Donoso es presentarnos a los personajes en torno al prostíbulo de La Japonesita. Las prostitutas son Clotilde (la Cloty), Nelly, la Lucy, la Elvira, la Ludo, la Rosita, alguna más que no se la nombra. Manuela (Manuel González Astica) es un homosexual que baila de forma desacatada enmarcado en un vestido rojo de española. Pancho Vega es un personaje muy importante, porque se siente atraído por la Manuela pero su represión moral es tan grande que no podrá mantener ningún tipo de relación con él-ella, a tal punto que la confusión, buscada a propósito durante toda la novela, en torno a su identidad sexual, desencadenará el desenlace de la historia. En ese sentido podríamos decir que Pancho Vega transita una conducta homosexual reprimida por el mandato moral de la sociedad. La Japonesita es la hija de la Japonesa y la Manuela-Manuel, concebida por una apuesta realizada contra don Alejo. Otros personajes son la mujer de don Alejo, Doña Misia Blanca, y don Céspedes, una especie de mayordomo, que es el encargado de los perros.

La omnipresencia de don Alejo (Alejandro Cruz), verdadero dueño de almas, viñedos y bodegas desde el Fundo El Olivo, cruza la obra de principio a final. Don Alejo ejerce la autoridad apoyándose en cuatro perros, mastines feroces que atemorizan a todos. El hacendado, diputado y luego senador dirige los destinos del pueblo y, como vulgar político, promete primero que el camino a Talca va a pasar por el pueblo El Olivo (el tren paraba dos veces por semana en la Estación El Olivo, pero luego solo los lunes), de modo que el pueblo puede progresar, después promete que vendrá la electricidad, pero nada de esto sucede y, por el contrario, la verdadera intención de don Alejo parece ser quedarse con todas las tierras para ampliar su producción. Sus nietos son estudiantes, porque ellos sí merecen una buena educación, de elite, para tener un atisbo de poder.

El momento en que la descripción inicia un nerviosismo, una excitación, pero también un temor inmenso, sucede al decírsele a la Manuela que Pancho Vega anda por el pueblo. Esa imagen se refleja cuando ella alza “su pequeña cara arrugada como una pasa, (y) sus fosas nasales negras y pelosas de yegua vieja se dilataron al sentir en el aire de la mañana nublada el aroma que deja la vendimia recién concluida”. (p. 14)

Porque ya anteriormente Pancho Vega había ido a lo de la Japonesita y se había divertido con la Manuela, tirándola al arroyo y viendo que de mujer no tenía nada y sí, en cambio, un miembro vigoroso aunque, según él-ella, inservible. El sexo, como tal, aparece en escena como uno de los temas que tratará la novela y las relaciones de los demás en torno al mismo.

“La casa se estaba sumiendo”, así comienza el capítulo II, y no se puede evitar pensar en sus novelas anteriores, donde todo sucede en espacios cerrados —aunque rodeados por la naturaleza, como en “Casa de campo”, por ejemplo—. Es cuando comienza a amontonar objetos (enumeración), mientras el piso del prostíbulo baja, “tal vez de tanto rociarlo y apisonarlo para que sirviera para el baile”, y la acera sube de nivel: “una hendidura que acumulaba fósforos quemados, envoltorios de menta, trocitos de hojas, astillas, hilachas, botones”. (p. 20)

La Manuela es entonces el personaje principal y todo pasa por sus ojos y por sus pensamientos, pero las demás tienen una mirada objetiva que la interpela: “Ya estás vieja para andar pensando en hombres y para salir de farra por ahí. Quédate tranquila en tu casa, mujer, y abrígate bien las patas, mira que a la edad de nosotros lo único que una puede hacer es esperar que la pelada se la venga a llevar” (p. 26), dice la Ludo. Y a pesar de que en realidad vino de Talca, del prostíbulo de la Pecho de Palo, la Manuela es conocida en todo el pueblo y ya no escandaliza a nadie.

Es el momento para el detalle biográfico de la Japonesita, que entra en el pasado de la historia, configurándola: “cuando chica la Japonesa Grande la mandaba a la escuela, cuando había escuela en El Olivo y funcionaba aquí mismo, en este galpón, antes que lo comprara don Alejo. A pesar de que todas las chiquillas eran buenas con ella, me cuenta mi hermana menor, y la profesora también, la Japonesita se arrancaba, se iba a esconder por allá por la estación, dicen, hasta que terminaran las clases y la Japonesa Grande no se diera cuenta de que no iba a la escuela, y nunca salía a la calle a jugar ni nada y no saludaba a nadie…” (p.34); una chiquilla rara, demasiado flaca y demasiado fea, escondiendo la vergüenza de su propia condición. El detalle de que ya no habría más escuela nos dice también de la poca población y además de los pocos niños en edad escolar en el presente de la novela.

De alguna manera se infiere que los que pueden se van del pueblo para Talca, por ejemplo, que es más grande y tiene mejores posibilidades de vida.

La Japonesita “era chiquilla buena y todo, pero fea, y no se vestía a la moda, parecía de casa de huérfanos con esos pantalones bombachos hasta el tobillo que se ponía debajo de los delantales. Claro que era harto raro que ella se dedicara a ese negocio, siendo que todos sabían que era chiquilla buena. Sí, sí, herencia de la mamá, pero podía vender”. (p. 34)

Estaba enraizada, sin embargo, no se sabe bien por qué razón, quizá porque la Japonesa y sus sueños de grandeza habían muerto allí y aún podía estar a tiempo de realizar esos sueños u otros, suyos, como ser propietaria de la casa donde funcionaba el prostíbulo.

El conflicto que se plantea, en primera instancia, es la deuda de Pancho Vega con don Alejo por la compra de un camión, sin embargo eso es lo que está del otro lado. Y eso, el sueño de Pancho, que es un ser desgraciado según nos iremos enterando, es que hará todo lo posible para adquirir “…la casa que la Ema quiere comprar en ese barrio nuevo de Talca, ése con las casas todas iguales, pero pintadas de colores distintos así es que no se ven iguales, y cuando a la Ema se le ocurre algo no hay quien resista” (p. 39), incluso aunque justificando dice: “…y cuando caiga en cama con úlcera, un fuego que me quema aquí, un animal que hoza y me muerde y sorbe y chupa, aquí, aquí adentro y no me deja dormir ni hablar ni moverme ni tomar ni comer, apenas respirar, a veces con todo esto duro y acalambrado, con miedo a que el animal me dé un mordisco y reviente, entonces ella me cuida y yo la miro porque sin ella me moriría y ella sabe y por eso lo cuida como a un niño que gime arrepentido, pero que sabe que va a volver a hacerlo todo igual, por eso es que Pancho necesita esa casa”. (p. 39)

“A Don Alejo no le importan unos cuantos miles de pesos” —cree de modo algo ingenuo, pero sabe que no, que sí le importa, sobre todo por la palabra empeñada y para imponer su autoridad, como si fuera un cacique.

También es el momento de mostrarnos, en acción, al dueño de todo: “Salió seguido de sus perros, que cruzaron la calzada salpicando en el barro y esperaron bajo el alero, detrás de la cortina de lluvia. Don Céspedes, sombrero en mano, mantuvo la puerta de la capilla abierta: entraron los perros al son de las campanillas y detrás, don Alejo”. (p. 43) Esto nos muestra el absoluto dominio sobre los canes, fieles súbditos para todos sus designios.

La creación propia
Interesada en el pueblo, pero también en su negocio, la Japonesita hace gestiones para la electrificación de El Olivo, pero siempre se le daba la misma respuesta, según don Alejo: “Hacía tiempo que estaba empeñado en que lo hicieran. Pero la respuesta a la solicitud se iba retrasando de año en año, quién sabe cuántos ya, y siempre resultaba necesario aplazar el momento oportuno para acercarse a las autoridades provinciales. El intendente se hallaba siempre de viaje o estamos haciendo gastos demasiado importantes en otra región por el momento o el secretario de la Intendencia pertenece al partido enemigo y es preferible esperar” (p. 44), dice que decían, algo bastante común la inoperancia política o burocrática, con esos u otros pretextos. Sólo don Alejo podría destrabar esa situación, pero aún no sabemos si su influencia, por sí sola, bastará para ello, aunque sospechamos que si pudiera hacerlo ya lo hubiera hecho.

“Decían que la Japonesa Grande murió de algo al hígado, de tanto tomar vino. Pero no era verdad. No tomaba tanto. Mi madre murió de pena. De pena porque la Estación El Olivo se iba para abajo, porque ya no era lo que fue. Tanto que habló de la electrificación con don Alejo. Y nada. Después anduvieron diciendo que el camino pavimentado, el longitudinal, iba a pasar por El Olivo mismo, de modo que se transformaría en un pueblo de importancia. Mientras tuvo esta esperanza mi mamá floreció. Pero después le dijeron la verdad, don Alejo, creo, que el trazado del camino pasaba a dos kilómetros del pueblo y entonces ella comenzó a desesperarse”. (p. 47-48)

Pero además, la otra consecuencia inevitable:
“La carretera longitudinal es plateada, recta como un cuchillo; de un tajo le cortó la vida a la Estación El Olivo, anidado en un amable meandro del camino antiguo. Los fletes ya no se hacían por tren, como antes, sino que por camión, por carretera. El tren ya no pasaba más que un par de veces por semana. Quedaba apenas un puñado de pobladores”. (p. 48) Aquí Donoso nos hace considerar, de modo tangencial, la implicancia del impulso carretero y el aumento del tráfico tanto de automóviles como de transporte de carga y de pasajeros en el lento abandono de los pobladores de los centros poblados más antiguos que eran atravesados por el tren y su comercio en detrimento de las grandes urbes, concentradoras.

Obsérvese los comentarios sobre la clientela (y el paso del tiempo, en breve relación):
“Los muchachos, tan comedidos de día como acompañantes de sus hermanas, primas o novias, de noche se soltaban el pelo en la casa de la Japonesa, que no cerraba nunca. Después, llegaban sólo los obreros del camino longitudinal, que hacían a pie los dos kilómetros hasta su casa, y después ni siquiera ellos, sólo los obreros habituales de la comarca, los inquilinos, los peones, los afuerinos que venían a la vendimia. Otra clase de gente. Y más tarde ni ellos. Ahora era tan corto el camino a Talca que el domingo era el día más flojo —se llegaba a la ciudad en un abrir y cerrar de ojos, y ya no se podía pretender hacerle la competencia a casas como la de Pecho de Palo” (p. 48),
que es la otra casa de putas de referencia de la zona, aunque al parecer no la única.

Y como resultado de todo esto, que es la especulación, por un lado, y la lucha de intereses (económicos) más o menos soterrados, finalmente “El Olivo no es más que un desorden de casas ruinosas sitiado por la geometría de las viñas que parece que van a tragárselo”. (p. 49)

La relación entre la Japonesita y la Manuela, su padre, muestran sus diferencias físicas y un intercambio de roles (la Japonesita, virgen y dueña del lupanar, no parece mujer, puesto que es flaca como un palo, sin que se noten para nada sus pechos y la Manuela, codueño del lugar, que siendo hombre se transfigura en  mujer), y a su vez reflejan el trasfondo en torno al sexo en que se mueve la novela. Y mientras suena alguna canción de moda en la Wurlitzer (la vitriola), “La Manuela también se sentó a la mesa. Se sirvió un vaso de tinto, de este que su hija reservaba para las grandes ocasiones y que nunca le convidaba. La Cloty, la Lucy, la Elvira y otra puta más tomaban mate en un rincón, donde no las pescara el viento que entraba por las rendijas de las puertas y del techo” (p. 58), y aquí nos muestra, sutilmente, la real condición social y la austeridad, de tiempos flacos compuesta.

Lo cierto que tanto la Japonesa, primero, como la Japonesita, después, tuvieron la misma ilusión óptica de que el pueblo iba a progresar y allí está el ansia, el deseo oculto que combina el beneficio propio dentro del bienestar general. Estaban sin embargo los designios políticos, que se mueven entre otro tipo de coordenadas, alejadas de las posibilidades de ambas, la Manuela o la Japonesita, como de cualquiera que fuera los nadies, los que podían ser obligados —por alguien blando como copos de algodón si fuera necesario, o rudo y despótico, con sus amenazantes fieras prestas a lanzarse sobre alguien si da la orden—.

El senador, evidentemente no puede con el poder económico que, en última instancia, le dobla el brazo y lo somete a él, de la misma forma que él hace con los pobladores de El Olivo, y no tendrá más remedio que dejarse someter, porque dentro de todo tiene una porción de poder significativa y, con algo de inteligencia y algunos hilos que aún se puedan entrelazar, puede obtener una porción cada vez mayor en sus cuentas y en sus propiedades.

Dirá la Manuela, o lo pensará: “haber creído que porque la Japonesa Grande lo hizo propietario y socio de la casa en la famosa apuesta que gracias a él le ganó a don Alejo, las cosas iban a cambiar y su vida iba a mejorar. Claro que entonces las cosas eran mejores…” (p. 65), y verá cuan engañada estaba. En realidad, ese es el motivo principal de don Alejo para querer recuperar la propiedad (don Alejo sabe hasta el último centavo de la cuenta del banco que deposita todos los lunes la Japonesita: el gerente es primo suyo), haber tenido que aceptar su derrota, y soportar toda la humillación de la situación generada. Y ello se nos infiere desde que entonces desliza lo siguiente: “…muchas propiedades y muchas deudas, pero la Japonesita lo tiene todo saneado” (p. 60), él lo sabe pero intriga igual para lograr algún beneficio y por eso le dice para salir de aval de un préstamo, si es necesario, porque sabe que de una u otra manera echará él mano sobre ese capital. Es la avaricia en persona, masticada y retorcida.

El personaje de Pancho Vega es tosco, un bruto, rudo, sin aristas, que parece no temerle a nada ni a nadie, animoso y borracho, pero también inseguro, a su modo. Donoso lo muestra con una característica de hombre fuerte, es retratado incluso de violento, pero también de los que se envalentonan cuando tienen apoyo, aunque sea de uno más, para demostrar esa hombría, justamente. En la otra punta el que hace de “maricón” —así es llamado en la novela—, un poco el prototipo novelesco del maricón, hemos de decir, una loca pero que logra excitar a algunos hombres (sobre todo porque es bien dotado en cuanto al tamaño de su miembro sexual: “mira que está bien armado”, “Psstt. Si este no parece maricón”, dicen las voces de otros, e imaginan a su vez pulsiones más o menos homosexuales, que los turban y los incomodan) y hasta logra que un hombre, justamente Pancho Vega, sienta cierta atracción a pesar de su voluntad manifiesta en contrario. Aunque lo avergüence, porque de ese modo le brota el odio al maricón, como debe ser según el mandato social que se trasluce en la novela y que representa a cierto periodo histórico del siglo XX pero que aún permanece.

El paso del tiempo histórico se refleja en los comentarios sobre la construcción de la actual ruta 5, el tramo chileno de la ruta Panamericana, el viejo camino real de la colonia, que demoró veintidós años, hasta el año de 1969 en que fue inaugurada por Frei, y aquí en la novela nos muestra cómo había demorado su construcción en esta parte del país e incluso el supuesto de que pasara por el medio de El Olivo, complementando el tren, que hacía dos paradas por semana hacia Talca.

No olvidemos que las decisiones políticas generan hechos, transformaciones, y hasta podemos decir que lo relativo a la construcción de esa ruta está impresa en el inconsciente colectivo de las y los chilenos como una de sus eternas frustraciones.

Una cosa del pasado
Alrededor de la mitad de la novela (un poco antes, para ser precisos) Donoso va al momento inicial de la historia, que se ubica en la llegada de las mujeres a la Estación El Olivo para inaugurar el prostíbulo de la Japonesa. “Bajaron también dos mujeres más jóvenes, y un hombre, si es que era hombre. Ellas, las señoras del pueblo, mirando desde cierta distancia, discutían qué podía ser: flaco como palo de escoba, con el pelo largo y los ojos casi tan maquillados como los de las hermanas Farías”, que también habían bajado en la estación.

“Esa mañana habían visto bajar del tren de Talca a las tres hermanas Farías, gordas como toneles, retacas (de baja estatura y rechonchas), con sus vestidos de seda floreada ciñéndoles las cecinas como zunchos (abrazadera de metal), sudando con la incomodidad de tener que transportar las guitarras y el arpa”. (p. 68)

De esa manera, Donoso parece advertirnos que lo anterior que hemos leído es parte del final del prostíbulo de la Japonesita y Manuela, como si la primera época, de la Japonesa, fuera distinta después de su muerte y el reinado combinado.

Llega la política a la escena: “Durante meses el pueblo estuvo tapizado de carteles con el retrato de don Alejandro Cruz, unos en verde, otros en sepia, otros en azul. Los chiquillos patipelados corrían por todas partes lanzando volantes, o entregándoselos innecesaria y repetidamente a quien pasara, mientras los más chicos, a los que no se confió propaganda política, los recogían con ellos de los botes de papel o los quemaban o se sentaban en las esquinas contándolos a ver quién tenía más”. (p. 69-70)

“Claro que la Japonesa se daba muchos gustos. Ya no era tan joven, es cierto, y los últimos años la engordaron tanto que la acumulación de grasa en sus carrillos le estiraba la boca en una mueca perpetua que parecía —y casi siempre era sonrisa. Sus ojos miopes, que le valieron su apodo, no eran más que dos ranuras oblicuas bajo las cejas dibujadas muy altas. En sus mocedades había tenido amores con don Alejo. Murmuraban que él la trajo a esta casa cuando la dueña era otra, muerta hacía muchos años” (p. 71), y de esa manera se nos escamotea el verdadero inicio de todo, no se nos cuenta todo. “Era generoso. La casa que ocupaba la Japonesa era una antiquísima propiedad de los Cruz (que son los verdaderos dueños de toda la zona) y se la daba en un arriendo anual insignificante”. (p. 71)

El vestido de la Manuela, verdadero elemento más que onírico de encanto y fundamental: “Es de lo más bonito (el vestido, que se transforma en un elemento importante de su otra personalidad artística y hace marear a los hombres con el baile y el taconeo). Colorado. Me lo vendió una chiquilla que trabajaba en el circo. Ella lo había usado un poquito, pero necesitaba plata, así que me lo vendió. Yo lo cuido como hueso de santo porque es fino, y como soy tan negra el colorado me queda regio” (p. 76), tanto que puede ser reina de la fiesta. (“A mí no me gustan los maricones”, dijo don Alejo, estableciendo el límite moral).

Hay lugar para que veamos la cercanía y la atracción del poder, las promesas electorales que se lleva el viento: después que don Alejo le palmotea la espalda,
“la Manuela, todavía envuelta en una funda de sensaciones, tomó sorbitos cortos, y cuando todo pasó, sonrió apenas, suavemente. No recordaba haber amado nunca tanto a un hombre como en este momento estaba amando al diputado don Alejandro Cruz. Tan caballero él. Tan suave, cuando quería serlo. Hasta para hacer las bromas que otros hacían con jetas mugrientas de improperios, él las hacía de otra manera, con una sencillez que no dolía, con una sonrisa que no tenía ninguna relación con las carcajadas que daban los otros machos. Entonces la Manuela se rió, tomándose lo que le quedaba de borgoña en el vaso, como para ocultar detrás del vidrio verdoso un rubor que subió hasta sus cejas depiladas: ahí mismo, mientras empinaba el vaso, se forzó a reconocer que no, que cualquier cosa fuera de esta cordialidad era imposible con don Alejo. Tenía que romper eso que sentía si no quería morirse. Y no quería morir. Y cuando dejó de nuevo el vaso en la mesa, ya no lo amaba. Para qué. Mejor no pensar”. (p. 80)

La apuesta: “Trata de conseguir que el maricón se caliente contigo. Si consigues calentarlo y que te haga de macho, bueno, entonces te regalo lo que quieras, lo que me pidas. Pero tiene que ser con nosotros mirándote, y nos haces cuadros plásticos” (p. 86), aunque esto último se adivina su significado por el contexto, y sería traducible a “posiciones sexuales”, luego lo aclara más adelante, la Japonesa dice que deben hacer como si fueran dos mujeres como “cuando los caballeros en casa de la Pecho de Palo les pagan a las putas para que hagan cuadros plásticos…” (p. 113) La obtención de la casa se abre paso en su mente como un deseo impostergable, “esta casa”, y la negación del que es el dueño, como intentando convencer: “—si esta casa no vale nada…”. La respuesta es rápida, fulminante: “yo la quiero. No se me corra, pues don Alejo. Mire que aquí tengo testigos, y después pueden decir por ahí que usted no cumple sus promesas. Que da mucha esperanza y después, nada”. (p. 87) Y es eso, dar esperanza, prometer y luego nada lo que está en cuestión.

Aquí está el nudo de la novela y nuevamente comprobamos que la propiedad es el centro de las preocupaciones del escritor, tanto en esta como en varias de sus novelas.

Con todo estará la reticencia de la Manuela, sus motivos: “No le gusta el cuerpo de las mujeres. Esos pechos blandos, tanta carne de más, carne en que se hunden las cosas y desaparecen para siempre, las caderas, los muslos como dos masas inmensas que se fundieran al medio, no” (p. 89), donde en el mismo párrafo habla la Manuela y luego la Japonesa, diferenciándolas por la forma de hablar. Porque la otra se niega, no quiere aceptar y hace intentos de negociar: “Si Manuela, cállate, te pago, no digas que  no, vale la pena porque te pago lo que quieras”. (p. 90)

La duda persiste hasta que la Japonesa encuentra el punto medio que la hace decidir (y de ese modo se nos estaría diciendo que todos tenemos un punto en que, si nuestra íntima ambición es comprometida o satisfecha, estamos dispuestos a hacerlo, a corrompernos, a dejarnos corromper —y esa sea la justificación, aunque pueda ser injusta—):
“…y así, propietaria nadie podrá echarla, porque la casa sería suya. Podría mandar. La habían echado de tantas casas de putas porque se ponía tan loca cuando comenzaba la fiesta y se le calentaba la jeta con el vino, y la música y todo y a veces por culpa suya comenzaban las peleas de los hombres. De una casa de putas a otra. Desde que tenía recuerdo. Un mes, seis meses, un año a lo más… siempre tenía que terminar haciendo sus bártulos y yéndose a otra parte porque la dueña se enojaba, porque decía, la Manuela armaba las peloteras con lo escandalosa que era… tener una pieza mía, mía para siempre, con monas cortadas en las revistas, pegadas en la pared, pero no: de una casa a otra siempre, desde que lo echaron de la escuela cuando lo pillaron con otro chiquillo y no se atrevió a llegar a su casa porque su papá andaba con un rebenque enorme, con el que llegaba a sacarle sangre a los caballos cuando los azotaba, y entonces se fue a la casa de una señora que le enseñó a bailar español” (p. 92),
pero también de allí lo echaron. Toda su vida es un eterno peregrinar, lastimoso e hiriente.

La posibilidad del progreso es lo que anima a la Japonesa, porque “el pueblo se va a ir para arriba”. Esa es la esperanza que cada tanto hay que renovar, para que la gente siga creyendo que es posible un esfuerzo más. Así, hay razones de utilidad de la Japonesa para aceptar a la Manuela: “Trabajadora era, eso se veía, y alegre, y tanta cosa que sabía de arreglos y vestidos y comida, sí, no estaba mal, mejor unida con la Manuela que con otro que la hiciera sufrir, mientras que la Manuela no la haría sufrir jamás, amiga, amiga nada más, juntas las dos”. (p. 92)

Pero, apenas sobresaltada: “Oye Manuela, no te vayas a enamorar de mí”, dice la Japonesa, porque su afán es únicamente práctico e interesado. Nada tiene que ver el amor y el hecho de que la Manuela sea virgen sólo aporta un ingrediente que hace más factible la cópula entre ambas.

En la última parte aparecerá Octavio, que “era el hombre más macanudo del mundo porque se hizo su situación solo y ahora es dueño de una estación de servicio y del restaurancito de al lado en el camino longitudinal, por donde pasaban cientos de camiones”, y compadre de Pancho Vega. Este le abre los ojos: (don Alejo) “Quiere que toda la gente se vaya del pueblo. Y como él es dueño de casi todas las casas, si no de todas, entonces, qué le cuesta echarle otra habladita al intendente para que le ceda los terrenos de las calles que eran de él para empezar y entonces echar abajo todas las casas y arar el terreno del pueblo, abonado y descansado, para plantar más y más viñas como si el pueblo jamás hubiera existido…” (p. 104-105) Gracias a él Pancho paga todo el préstamo del camión y quedará libre de hacer su voluntad y romper así para siempre la actitud paternal de don Alejo para con él. Liberarse.

El hecho de que Pancho Vega ande por el pueblo es sinónimo de desastre, de descontrol, aunque la historia es más complicada de lo que parece porque el mismo don Alejo lo ha formado a Pancho, de chico, siendo como una especie de ahijado para él. En un principio lo mandó a la escuela y como no servía mucho para eso lo hizo trabajar para él, dándole la tarea de jugar y cuidar a su hija —hasta que esta ya fue más grande y entonces podía ser un juego peligroso—.

Y Octavio y Pancho no tienen mejor idea que ir a… donde la Japonesita.

“No tenía porqué pensar en el desprecio y en las risas que tan bien conoce porque son parte de la diversión de los hombres, a eso vienen, a despreciarla a una…” (p. 115), pensará entonces la Manuela, derramando las penas en su interior: inútil queja.

Según cuenta don Céspedes, que sabe todo porque es el único, además de don Alejo, que puede andar por todas partes y conoce a los perros, existe la posibilidad de la enfermedad y la probable muerte de don Alejo. Del mismo modo, los perros sueltos anticipan el desmembramiento y el desenlace violento.

“Cuatro, le gusta tener siempre cuatro. La señora Blanca que casi no se la ve nunca, como si estuviera recluida puertas adentro del fundo, se enoja porque hacemos esto (que “de los cachorros se deja los mejores, y si ha matado a uno de los grandes se queda con uno nada más”), dice que no es natural, pero el caballero se ríe y le dice que no se meta en cosas de hombres. Y los perros, aunque sean otros, se llaman siempre igual, Negus (significa reinar y por extensión rey), Sultán (príncipe o gobernador musulmán, emperador de los turcos), Moro (del norte de África, quizá sea de color negro), Otelo (que es un moro de Venecia aunque piadoso), siempre igual desde que don Alejo era chiquillito así de alto nomás, los mismos nombres como si los perros que él matara siguieran viviendo, siempre perfectos los cuatro perros de don Alejandro, feroces le gusta que sean si no, los mata”. (p. 122)

Un pequeño elemento final a considerar es el olor a vino que impregna toda la zona de El Olivo y toda la obra, un olor que se trasvasa a todas las cosas y personas y, por supuesto la Manuela “tiene ese mismo olor a vino, como los hombres, como las putas, como el pueblo”. (p. 124)

Así, cuando llegue la muerte, que algún día ha de llegar, no se sabrá si fue un sueño o la realidad, y además nunca podremos saber con exactitud el punto en que nos encontramos de nuestra vida, “…porque el tiempo tenía esa extraña facultad de estirarse, hoy parecía corto, mañana larguísimo, y uno nunca sabía en qué parte de la noche se encontraba”. (p. 140)
Es probable que estemos en un lugar sin límites.

Sergio Schvarz

Bibliografía
Aristóteles: deseo y acción moral, Juan Pablo Margot, Departamento de Filosofía, Universidad del Valle, Colombia, en Prax. Filos. Nº 26 Cali Enero/Junio 2008

(El lugar sin límites, de José Donoso, Penguim Rendom House, 2022, España, 145 páginas)

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