EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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El estrecho sendero editorial.

por Edmundo Moure
Artículo publicado el 09/02/2012

Comienzas a escribir tus cuartillas con un raro deleite, en el que se agita la ilusión remota de verlas un día publicadas bajo un sello editorial. Se trata del sueño de la consagración literaria, ni más ni menos, que es muy viejo, de siglos remotos, si recuerdas al desventurado Miguel de Cervantes y Saavedra, cuyas ediciones de su obra cumbre hubieran enriquecido a cien generaciones de su estirpe. El Manco de Lepanto suplica al Conde de Lemos el patrocinio o mecenazgo para su obra “Los trabajos de Persiles y Sigismunda”:

…Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de las Semanas del Jardín y del famoso Bernardo. Si a dicha, por buena ventura mía (que ya no sería sino milagro), me diere el cielo vida, las verá, y, con ellas, el fin de la Galatea, de quien sé está aficionado Vuestra Excelencia, y con estas obras continuado mi deseo; guarde Dios a V. E. como puede. De Madrid a diez y nueve de Abril de mil y seiscientos y diez y seis años.
Criado de vuestra Excelencia,
Miguel de Cervantes

Alguien más avezado que tú, te dice que ese puñado de poemas que guardas celosamente en una carpeta, tiene méritos para ser publicado; te ofrece un prólogo o pórtico o ventana o liminar, -que sobran las denominaciones para ello-. Te entusiasmas. Concurres a una editorial, pensando quizá en una recepción cordial y atenta. Si logras que alguien te reciba, la entrevista será corta y escueta la respuesta: -“No publicamos poesía, pero si usted tiene financiamiento, podríamos editársela”. No tienes un millón de pesos en el bolsillo, ni quinientos mil ni nada, en realidad.

Sales cabizbajo a la calle. Empiezas a entender que eres un espécimen extraño, miembro de una oscura marginalidad. Cruzas el puente sobre el río y te acomete la intención de arrojar la carpeta y sus cuartillas volanderas a las aguas pútridas del vertedero citadino. Te retienes. Entras en un café y lees, una vez más, los veinte poemas, que en este caso no tienen una canción desesperada, sino un sabor amargo, parecido al resabio del fracaso. Te parece que tus versos son bellos, que no están mal, que son mejores que otros que has leído a tus pares de incipiente oficio, aunque aún te obnubile el seso la subjetividad de progenitor de tus propias creaciones.

Esta historia, con su dosis no tan aguda de patetismo, va a repetirse, porque el oficio de escriba, cuando se asume como vocación y modo de vida, implica una actitud de porfía irremediable. Así, volverás a las andadas, en este caso a la escritura y a los anhelos que la acompañan. Alguien va a darte un dato: conoce una imprenta editora que, por poco dinero, puede proporcionarte una edición digna –digamos, trescientos ejemplares-, con la mitad al contado y el resto a plazo. Te embarcas sin pensarlo dos veces. Exprimes el escuálido presupuesto, dejas a tus hijos sin las zapatillas nuevas para el colegio, pospones un par de deudas y calculas que, si vendes cien ejemplares, entre parientes, amigos, conocidos y otras víctimas propicias, sacarás el costo de la inversión, y aun obtendrás una pequeña ganancia.

Aparece el libro, fruto primero de difícil parto. Lo hueles, lo acaricias, lo exhibes sin recato ni pudor. Ese “alguien” providencial organiza una presentación o “lanzamiento”, al que concurren la parentela y los amigos, tal vez un par de curiosos, de esos que no faltan en actos culturales donde se ofrece cóctel o vino de honor, especie de sabandijas líricas que se alimentan de bocadillos y mosto barato.

Tus cálculos no van a cumplirse. Vendes diez ejemplares y regalas sesenta. Es la justa proporción de una mala empresa. Entre todos tus contactos, días, semanas, meses más tarde, logras vender veinticinco libros. Los restantes serán obsequiados, con distinta fortuna y receptividad, porque irás entendiendo, a medida que desarrolles el prurito de las analogías, afirmaciones y dichos valederos como: “No des tus margaritas a los cerdos…”, y otras, acertadas o no, que jalonarán tu discurso literario.

Zutano te insta a participar en un concurso literario. El premio podría cubrir un tercio del valor de la publicación futura. Participas. No pasa nada. Al cuarto o quinto certamen, obtienes una “mención honrosa”, que acredita un diploma de dudosa estética. Estás dichoso; lo muestras a tus más cercanos y lo haces enmarcar, para que cuelgue en la pared de tu modesto escritorio, lugar que te tiene como único visitante.

No todo va a ser tan precario. Ganas tres o cuatro concursos. Al cabo de diez años, publicas cinco o seis libros. Dos críticos de cierto renombre escriben positivas glosas de tus últimas producciones. Te imaginas, excitado, que tu suerte literaria está cambiando, que vendrán reconocimientos y publicaciones ventajosas, como les ha ocurrido a tres o cuatro de tus pares, aun cuando aquella resonancia feliz se produjo en el extranjero, ayudada –es posible- por circunstancias ajenas al mérito intelectual o creativo.

Sin embargo, no hay cambios para ti en la menesterosa aldea de las letras. El tiempo transcurre casi tan rápido como los folios que vuelves en tus ávidas lecturas. Han pasado cuatro décadas y haces un breve balance (esta vez no contable). Publicaste quince libros en tu angosta patria del perdido Sur y cinco en la pequeña patria del Noroeste… Y centenares de crónicas, allí y acá, artículos y breves ensayos en revistas especializadas.

Decides editar un libro, una obra que resume los avatares de medio siglo de oficio. Recurres a un grupo editorial de renombre, que asocias –de manera errónea y torpe- con la buena literatura hispanoamericana. Estableces contacto virtual. Nadie te recibe, no ves un rostro humano, ni siquiera nombres en nítida caligrafía. Eres remitido a “mails” y grabadoras que te “derivan” a nuevos anexos y un sinfín de voces metálicas. Envías el texto a una oficina donde un recepcionista imprime un timbre y garrapatea una firma ilegible.

Seis meses después –uno más del plazo máximo estipulado para la respuesta- recibes una “carta de evaluación” que dice:

Adjunto encontrará, carta evaluación a manuscrito enviado a nuestra
editorial.

Estimado Edmundo:

Agradecemos que haya enviado a Alfaguara su obra:

«XXXXXXXXXXXXXXXXXX»

Nuestro comité editorial lo ha estudiado con detenimiento y, sin desconocer los méritos de su obra, consideró que no se ajusta a nuestro programa editorial actual.

(El subrayado es mío)

El libro, cuyo nombre omito, es fruto de siete años de escritura. Pero tienes la piel dura y estás “curado de espanto”. Trabajas ahora una novela, desde hace un par de años. No vas a dejar el oficio ni menos te echarás a morir. Las palabras, a pesar de su implacable servidumbre, conservan para ti un júbilo que no se transa en los mercados ni oscila con los avatares de la Bolsa.

Edmundo Moure
Febrero 1, 2012
Año setenta y uno.

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