EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


El recuerdo como remedio ante la soledad.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 23/06/2019

Oso de trapo, de Horacio Cavallo,
Estuario editora, 2018,
Montevideo, 130 páginas.

 

Resumen
Esta novela del poeta y escritor uruguayo Horacio Cavallo obtuvo el Premio Municipal de Narrativa del 2007, siendo publicada por la editorial Trilce (2008). Se trata de una narración que se duplica, como si fueran los dos lados de un espejo, mediante un narrador también duplicado, de modo de formar un doble sistema de “muñecas rusas” (matrioshka), método llamado de “cajas chinas”, donde cada historia se inserta en otra.

Palabras clave:
literatura fantástica, peste, obsesión

 

Introducción
Antes de entrar de lleno en su novela (en circulación actualmente gracias a la publicación de una edición conmemorativa, en marzo de 2018, por el décimo aniversario de su salida), diremos como referencia que hemos analizado su “Invención tardía”, novela publicada en 2015, en donde se manifiesta una profunda obsesión existencial y una búsqueda insistente del padre y de su propio concepto acerca de él, que se va dando conforme va conociendo nuevos detalles de su vida. Decía yo allí: “La obra se compone de capítulos cortos, así como las frases son breves, sucintas. La narración se da en primera persona, desde un yo descompuesto en varios tiempos. Hay una búsqueda existencial que bien podríamos catalogar la novela como de un “raro existencialismo” ”. El ensayo sobre esa novela puede verse en Revista Crítica, de Chile (Una Obsesión Existencial. Acerca de “Invención tardía”, de Horacio Cavallo, publicado el 22/08/2018, o también un resumen, mucho más breve, en Asamblea Cultural Retratos Abiertos, publicación digital de Perú, publicado el 31 de agosto de 2018: Retrato de una obsesión. “Invención tardía” de Horacio Cavallo).

Si es importante esa pequeña descripción es porque aquí se vuelven a reiterar estos aspectos formales. Los capítulos son muy cortos, casi como viñetas. Además, Cavallo utiliza en la obra el punto de vista desde donde se ven las cosas, y las mismas parecen —y quizá lo sean— otras. Los ojos son un elemento fundamental en la novela, por cuanto, para empezar, el oso de trapo tiene dos botones como ojos (pero ven), y los demás son los ojos de los que no pueden ver (por estar confinados, sin poder salir). En psicoanálisis los ojos ocupan a menudo el lugar de los órganos genitales, según el psicoanalista húngaro Sandor Ferenczi, pero además hay un montón de frases y conceptos (no en la novela, sino hablando en general) que giran alrededor del órgano visual, como “mal de ojos”, en un abrir y cerrar de ojos, tener ojo clínico, ojo de buey, estar en el ojo de un huracán, el ojo de dios, abrir los ojos (a alguien) o comer con los ojos, y claramente en muchos de ellos hay connotaciones sexuales. Aquí, en concreto, lo que se ve, y lo que no se ve, privilegia a la vista como órgano fundamental para el conocimiento de lo que sucede y de lo que rodea a los personajes.

Hemos de considerar esta obra como fantástica, en el mismo sentido que da Cortázar a lo fantástico: “Sólo la alteración momentánea de la regularidad delata lo fantástico, pero es necesario que la excepción pase también a ser regla sin desplazar las estructuras ordinarias en las cuales se ha insertado”, que aquí se dan en los personajes de María y el niño enfermo, pero también en lo fantasmagórico del pueblo y lo misterioso de la peste que lo invade.

Para esta novela, mi método de análisis ha sido en leer un capítulo (debido a la brevedad de los mismos) y luego reflexionar sobre lo leído. Los capítulos, debo agregar, además de breves, son dobles. Los que están numerados con números arábigos corresponden a lo que se cuenta sobre María, y en  números romanos trata acerca del niño enfermo (aunque sobre el final se insertan unos capítulos nombrados como A, B y C, que abren otra ventana a la comprensión del texto). Cabe la posibilidad, por cierto, que tanto Eduardo como el niño sean el mismo, en distintas etapas de su vida, y por ende el comportamiento de Eduardo, incluso ante el encierro de María, tenga explicación en la conducta que le es impuesta a éste en la infancia.

Si hay algo de lo que reprocharle a Cavallo es que por hablar de varias cosas a la vez, se difumina el “mensaje” principal de la novela. Hay aquí, en esta novela, también un sentido “existencialista”, pero en sentido negativo, como si la vida se encontrara no en lo que se cuenta sino en todo lo que queda afuera de ella.

Atendiendo una indicación de Mario Benedetti sobre la sorpresa (en “Para una revisión de Carlos Reyles”, aparecida en Número, año 2, N° 6-7-8, de 1950), dice: “Para que la sorpresa valga literariamente, es menester que lo que sorprende esté incluido en las posibilidades del protagonista, en los rasgos factibles de su carácter”. En ese sentido, el personaje de Lucien no parece más que una caricatura, es decir, un como si fuera una persona (pero que no es). De carácter flojo, sin ningún interés, indeciso, se ve envuelto en la complicidad para un probable asesinato cuya única recompensa es lo que ya obtuvo (y que nunca, por cierto, podrá obtener del todo): el cuerpo de María (no así su alma). María, en cambio, sí está bien definida en su papel vengador y vengativo, como víctima y victimaria.

Una breve consideración sobre el objeto “oso de trapo”. En lo que hoy es América nuestros pueblos indígenas hilaban fibras como la hoja de maíz, el fique, la enea, y otras plantas, y también usaban cueros de animales como conejos y alpacas, plumas de aves, cortezas de árboles y muchas raíces que hoy no se usan para hacer muñecos de trapo. Con esos materiales las abuelas y abuelos hacían muñecas junto a sus niños y niñas, pues no se trataba de darles un regalo sino de enseñarles los oficios necesarios para la supervivencia a través del juego. Todas las civilizaciones del mundo hacen muñecas, especialmente en América y el Caribe, pues tenían un sentido religioso que les permitía mantener el contacto con la madre naturaleza, con la tierra, el agua, el aire y el fuego. Con la llegada de los españoles las culturas se enlazaron y con el paso del tiempo perdieron esa esencia mística, religiosa y supersticiosa, para dar paso a lo que hoy es considerado como un juguete tradicional. En la infancia es común que los niños se autoidentifiquen con el juguete de trapo que alguien les ha regalado e incluso lo conviertan en cómplice de travesuras y pensamientos íntimos. Que Horacio Cavallo, como escritor infantil, haya hecho una novela donde un oso de trapo adquiere toda una simbología especial (que descubriremos tras la lectura), no nos debería llamar la atención. Salvo que el muñeco, al final de cuentas, pareciera tener ciertas características del vudú.

Pintar a María
Eduardo habla sobre María —mientras la vieja dormita y María hace “sonar” los platos— y nos refiere (porque si no, ¿a quién le está hablando Eduardo, el narrador?) los trece años de María, el momento preciso en que los cumplió y, sobre todo, su principal actividad como pintor: “si hasta entonces me había dedicado a pintar paisajes amarillentos de riachuelos temblorosos y cabañas perdidas, (ahora pintaría) los pechos puntiagudos de la niña, las manos entrecruzadas sobre la entrepierna, el oso de trapo con el cogote torcido contra una de las paredes…”, que eso es lo que intenta pintar, de modo obsesivo. Pero hay otras personas en el lugar, y la confesión, después de todo, no parece dirigida exclusivamente a nosotros. Sonia (la vieja), que tose dos o tres veces, ciertamente incómoda, espanta al gato. Lucien también está allí, y cuando la muchacha gritó algo que ni ella ni Eduardo entendieron, la vieja se despertará y les ofrecerá “otra tacita de café”, antes de sonreír adormilada, cayéndosele el mentón sobre el pecho. “Desde entonces solo me dedico a pintar a María —dice, afirma—, y luego asegurará que los paisajes que pinta no son de ningún lado, son paisajes aparecidos en sueños.

Hay una admiración del pintor por la muchacha, que “desprendía algo invisible y estimulante”. También, cuando la muchacha aparece, cansada, nos muestra, sutilmente, la forma de hablar de ella, entrecortada, telegráfica (contrastando con las largas disquisiciones de Eduardo): “Tiabuela no está. Viajó a Elordoy. Llega mañana en la tarde”, aunque existe cierta intimidad que logra expandir la curiosidad. Y afuera, por si faltara algo, “el padrillo relinchaba insoportable en la carrera como los días de tormenta. Parecía que rodeaba la casa. Por eso cada tanto a María la recorría un escalofrío, daba un salto, crispaba las manos y pasaba minutos mirando a la ventana, mordiéndose las uñas, frotándose la frente con desesperación. Le acaricié la espalda consolador y esa vez fue la primera que me miró como una mujer” (pág. 7). Y en ese mirar está todo dicho. Ahora, Cavallo nos ha presentado a todos, o casi. Por lo menos a los que están de este lado de la historia.

Del otro lado
Hay un niño que tiene que estar “un buen tiempo” en la cama, el abuelo y la abuela, y su hermana Selva, que “es muy flaca y tiene el cuello muy pero muy estirado. Creo que por eso casi nunca sonríe” (como si la sonrisa, nacida en algún lugar cercano al corazón,  nunca pudiera llegar hasta su boca), completan los personajes —y ya vamos viendo como pinta y describe Cavallo sus personajes femeninos, dotándoles alguna cualidad destacable, y de ese modo nosotros podemos identificar gestos y actitudes, o fisonomías que desatan ciertos rasgos, para seguir a todos los personajes, femeninos o masculinos, como el fumar en pipa de Eduardo, la madre que dormita como si no pudiese hacer otra cosa que dormitar, el oso de trapo con el cogote torcido (¿hubo una explosión de rabia culpable de la torcedura del cogote?)—. El niño dibuja, y esto puede ser una clave para decirnos que es el mismo Eduardo durante la infancia. Entonces es el tiempo que busca orígenes, y entrevera sueños. O el tiempo que busca sueños y entrevera orígenes.

[El método] “No precisaba el cuaderno ni los lápices… miraba todo cuanto podía y cerraba fuerte los ojos para fijar la imagen”, y “cuando consideraba que tenía pronta la imagen… me encerraba en el altillo” y dibujaba, dicen los pensamientos del niño (y yo quiero ver en esto, por similitud, el método del autor para escribir capítulo a capítulo esta novela).

Las consideraciones del niño se mezclan con las del narrador, por eso dirá que parece que nada le interesara demasiado a Selva (cuya actividad es vender empanadas), pero ella está así después de la muerte de Napoleón, su gato. Selva no come bien. Los abuelos son buenos pero insoportables, “andan por toda la casa dando gritos”. Y esto que sigue, tiene un pequeño toque surrealista: “Los abuelos descienden de las gaviotas”. Ese niño, que está enfermo y postrado en la cama, reparte su interés por el dibujo, y en especial por Selva y los libros que ella tiene, y el aburrimiento le hace ver caras, rostros que se ocultan en las manchas de humedad, y ponerles nombres, como interlocutores válidos de la soledad y la ausencia. Cavallo aprovechará para dar otros detalles, restos de informaciones que completan el cuadro: “Selva tiene mucha manualidad…”, y hace macaquitos y flores de papel. También, dice que Selva “tiene una nariz redonda y un lunar caramelo casi en la punta” (es un lugar gracioso, dice).

Otro personaje funcional al niño, imaginario por completo, es El hombre que lee. Este viene porque “el abuelo había intentado enseñarme a leer, pero como me costaba un poco y él tenía demasiadas cosas para hacer…” (pág. 13). Este personaje era “diminuto, regordete y encogido de hombros”. “Usaba unos lentes de marco muy grueso y de gran aumento. Apenas podía verle los ojos, los ojos como un par de piedras al fondo de un pozo”. La mancha, o el rostro que forma, según el niño toma el nombre de Gerineldo, domador de fieras “porque no puede domar a las nubes”, y dirá que su historia será desgraciada. Inventos del amigo imaginario que, sin duda, le ayudará a su debido tiempo.

Alternando las dos historias, que confluirán, sobre el final de la obra, en una misma cosa, la muchacha, María, es criada por Tiabuela, que no la ha dejado salir del caserón donde vive. El mundo exterior se reduce a Esther, una viejita que ayuda a Tiabuela, y los libros que irá leyendo, aunque no sea ella quien escoja la lectura. Esto es lo que va contando María, mientras Lucien se cruza de piernas en el sillón y la mira con atención “acariciándose los bigotes” (que quien conozca a Cavallo verá que es una actitud muy suya). Y dice de ella: “tenía el pelo crecido y enmarañado y las manos flacas”, con arterias saltadas. Y tras la muerte de Esther es Eduardo quien la cuida y le cuenta cosas del pueblo, pero, a decir de la propia María, y es un preanuncio de lo que verdaderamente le importa a la muchacha, “nunca se animó a sacarme de acá”. A él también (al igual que a Tiabuela, que por eso no quiere que ella salga) “le daban miedo los vecinos”. Esa abuela tiene su tic nervioso de tironear el dedo índice con la ayuda del resto (en realidad, si hacemos la prueba práctica del asunto, para tirar el dedo índice, como para que “suenen” mentiras, por ejemplo, se hace con el pulgar, el índice y el dedo medio de la otra mano cerrándose sobre el dedo en cuestión), o bien entrelaza ambas manos y hace girar los pulgares (“me entretiene observar esa especie de molinito que forma con los dedos”, piensa el niño enfermo). La abuela nunca deja los dedos quietos.

Eduardo la pinta a ella, a María, le saca fotos (tiene una serie de fotos de vaginas), pero (según ella) “lo malo era que no me pintaba la cara, la excluía o la cambiaba por otra” (aquí nos remitiremos al retrato en la portada del libro, que nos da una posible imagen de la muchacha). He aquí el misterio que rodea a la muchacha y su ansia de fuga. La tensión se dará, indefectible, entre el afuera y el adentro, la libertad y la sujeción. El conflicto es de orden moral.

El altillo como una torre de marfil
El niño permanece día y noche en el altillo. Es el lugar de castigo (por su enfermedad), pero es “su” lugar, donde, a pesar de encontrarse restringido por los límites físicos, es libre. “El abuelo me trajo la cama al altillo”, y él no se pone triste porque siempre le gustó el lugar, “es donde me he encerrado a dibujar, donde oculto mis objetos preferidos”. Sin embargo, allí hace frío y hay mayor humedad, que no ha de ser conveniente para su enfermedad (que los médicos no acaban de descifrar). La fiebre “va y viene, confundiéndome”, y por la noche y al amanecer es lo peor: “más de una vez me desperté con las sábanas empapadas, goteando agua turbia que caía por los pliegues y formaba dibujos sobre las baldosas. Apenas lo recuerdo pero Selva jura que temblaba y que los labios se me habían vuelto del color de las ciruelas” (pág. 19-20).

En el capítulo 3 tercia un nuevo personaje, alguien que vuelve al pueblo llamado Fraile Abdiel (a juzgar por el cartel de la estación de tren), y busca mirar las mismas cosas que su padre hubiera mirado, “con ese encanto hereditario” transmitido a su progenie. Así que apenas llega se aloja en el hotel (allí hay “una mujer en la mitad de su vida que cruzaba ambas manos en la falda y el cuello le colgaba dándole algo de gorrión muerto. Los labios furiosamente rojos hacían juego con las uñas de las manos y los pies que quedaban al descubierto en las ojotas. Llevaba el pelo rojizo y las cejas depiladas formaban dos arcos que casi unidos parecían el par de alas de  un pájaro dibujado por un colegial”), y luego en el boliche de Mario conoce las pinturas de Eduardo (a él lo conocerá esa noche o a la siguiente. “Cara a cara unos días después”). “La acuarela de la niña bajo el cielo ennegrecido me pudo por un rato” (es un cuadro sobre María), y ese poder es gusto, encantamiento, asombro. El lenguaje, como el de un adolescente.

En el altillo, entonces, que funciona como metáfora de una torre de cristal, donde se encierra un creador a trabajar sobre castillos en el aire, una atalaya para ver el mundo, y todo lo que hay alrededor, el sonido de la garúa, el ruido de los platos en la cocina, y lo que se deja ver del exterior es, para el niño, todo el mundo. No hay más. El relato que va haciendo el niño, es disparatado, afiebrado, casi delirante, es desestructurado, oscilante. Imagina cosas, y siente espíritus de cosas que han cambiado de piel. El altillo como hervidero de gorriones hambrientos, Gerineldo “con las redes al hombro y la piel curtida de otros soles”, el ruido de la caldera en la cocina, como margaritas proustianas, desatan ideas nuevas, disparan recuerdos, sólo que contado en tiempo presente, como si la acción —una visita a la casa, aún no sabemos de quién o quiénes— estuviera ocurriendo en ese momento. La curiosidad, que siempre puede más (para usar el verbo poder en sus varias acepciones y dotar de doble sentido a las cosas), hace que el niño baje, a hurtadillas, y logre ver a las dos ancianas. Una, de la edad de los abuelos, “tiene el pelo oscuro y corto, un par de perlas en cada oreja y un collar que acaba en un crucifijo plateado”, con lo que denota cierta cualidad, aunque un tanto ambigua, quizá de anciana respetable. La otra, es ciega (“Lo sé porque hay un bastón blanco junto a la mesa y porque siempre echa la nuca hacia atrás cuando habla y dirige la cabeza hacia puntos cercanos a los otros pero sin coincidir del todo”, visto esto desde la posición del niño.). Es muy vieja, de “pelo blanco cepillado hacia atrás”, labios pintados, y las mejillas regordetas y rosadas. Habla sobre él, “Qué pobrecito, que a esa edad, que Dios enseña con mano dura” (lo cual suena a expresión vieja, para ser dicha —si es que aún se dice— en el interior del país. Por cierto, si bien la ciudad de Fraile Abdiel tiene su cierto parecido —en la calidad de “hermanos” miembros de las órdenes religiosas mendicantes, y Abdiel bien puede ser un nombre de fraile, y le da una cierta posibilidad de ser como ciudad—, a Fraile Muerto, ubicada en el departamento de Cerro Largo, con algo más de tres mil habitantes —su nombre data de 1753, cuando en las nacientes del arroyo homónimo murió un capellán conocido como Fray José Díaz—, o bien se podría hablar de Fraile Pintado, que es una ciudad y municipio del sudeste de la provincia argentina de Jujuy, en el departamento Ledesma, por lo que el territorio donde suceden estos hechos está cerca de un río, porque también habrá un río en la novela). Los abuelos, callan, y por eso luego hay silencio: “Un silencio largo que trepa por las paredes y se pierde cuando en la calle suena una bocina”.

Pero de la nada, la primera mujer, la del crucifijo, saca un mazo de cartas. “Vamos a ver qué dicen las cartas” —dirá—, en el preciso momento que llega Selva. El niño trepa, como hizo el silencio, pero en cuatro patas la escalera y esperará a su hermana, que es su contacto exterior, de alguna manera, o la única capaz de ser un poco cómplice.

Eduardo, en el otro relato paralelo, dirá al hombre que ha llegado a la estación de Fraile Abdiel, que “María adoraba ese oso (que aparece en el cuadro citado y admirado), cosido a mano y con un par de botones por ojos”. El abdomen, dice, es de “paño reventado”.

Lo exterior, que es el continente de la obra, se nos muestra con una peste persistente, lo que indica una situación anómala y riesgosa para la población del lugar, por lo que las reacciones de esta trasuntarán entre el temor a contagiarse y como una suerte de castigo divino del que nadie se podrá salvar. Son “unos bichitos que te pasan para el otro lado en pocas horas” (una explicación demasiado sencilla, pobre, para algo que va a tener mucha importancia en la novela. Aunque en una primera instancia lo explicara de esa manera, a la manera del niño enfermo, después podría haber intercalado una definición más científica, del tipo: “enfermedad infectocontagiosa que afecta tanto a animales como a humanos, causada por la bacteria Yersinia pestis” y que puede ser mortal. La alta mortalidad de la peste indicaría la zozobra permanente que se vive en el pueblo y que va a explotar, en este caso, con la situación de Eduardo-María-Lucien, por un lado, y el niño-los abuelos-la hermana Selva, por otro, más el agregado de ese forastero que viene a la ciudad de su padre muerto).

Este último, Lucien, mientras tanto, “volvió a repasar la serie de vaginas fotografiadas por el viejo y separada del resto apenas por una hoja de papel de embalar. Constaba de una veintena de fotos blanquinegras, numeradas, veinte mujeres abiertas de piernas, anónimas, claras y oscuras, con el pubis recortado o enmarañado, adornadas unas veces con hojas de limonero, uvas o crucifijos, otras con ocarinas, gajos de limón o lápices de labio. Pensó que de mirar fijo la abertura sería capaz de verles el alma, un nombre, una manera de mirar las cosas”, lo cual inserta un elemento erótico y singular (a lo que hay que aclarar, siendo estrictos, que lo que él ve es la vulva, puesto que la vagina está en la parte interna de la vulva).

Y al modo de un Dios, el niño dirá “me entusiasma la idea de que puedo elegir qué cosa dibujar y qué destino imponerle”. Contenido en ese altillo como el centro del mundo, todo gira sobre sus propias sensaciones. Cada una de ellas, al ser escasas, tienen una importancia fundamental. Por eso el olfato, el olor que identifica a cada uno. En la abuela predomina la humareda de las frituras. El abuelo tiene un olor ácido y dulzón. “Selva huele a desinfectante porque pasa las mañanas fregando los pisos…”. “El abuelo es el que se encarga de hacer cumplir las normas” en el caserón. Y como no quiere comer, le obligan a ello: “…la abuela me sostiene las piernas y el abuelo me abre la boca a la fuerza, obligándome a tragar la comida…”. Esa actitud, transformada en rito, sucede todos los días, cada día, como una pequeña pero brutal tortura.

Sosiego interminable
Lucien, que es un muchacho, hace el reparto gracias a Eduardo, quien tras la muerte de su hermano “y cansado del ruido de la capital, había decidido mudarse definitivamente a Fraile Abdiel”. Lucien, en realidad, había sido el único interesado en “La infancia de María”, así se llama ese cuadro que cuelga en la pared del barcito de la costa, y por ello Eduardo invitó al muchacho a conocer el resto de la serie (por cierto, el nombre Lucien, con su carga ambigua, ya que tanto puede ser femenino como masculino, lo pone en una circunstancia un tanto andrógina). “Esa noche (Eduardo) le habló de Bonino y de la agencia de camiones (donde Lucien va a trabajar, haciendo reparto)… Después habló de María, durante horas habló de la muchacha. Y si lo hizo fue porque la mueca boquiabierta de Lucien así lo pedía, fascinado por las pinturas y las  fotografías” (pág. 38), lo que demuestra cierta obsesión del pintor por la muchacha.

El niño enfermo, y enfermizo, vive en un estado psicológico muy frágil, y lo que, multiplicado por el desajuste —el propio y el de los otros— lo trauma continuamente. Ver a su abuelo, con su pierna más corta, o a su abuela con un seno menos (y en sus “anomalías”, o diferencias, se ven incompletos y por eso, quizá, castigan al niño), ambos desnudos sobre la cama, aparte de la imagen grotesca, la incomprensión sobre lo que están haciendo lo llena casi de terror, de miedo, quizá por la violencia de la situación, ya que la abuela parece quejarse como si él la lastimara y el abuelo emite sonidos animales, que suenan como una tos. Tanto es así que a punto estuvo de pedirle a Selva que lo llevara bien lejos de allí. Pero claro, “tenía miedo” a lo que hay más allá.

Lucien nos dará su versión acerca de cómo conoció a María, la que nunca salía de la casa (pero que sin embargo Eduardo a veces la hacía salir, sin que nadie, aparentemente, se enterara). Y fue gracias al reparto de correspondencia (los paquetes de libros, en este caso) que se da la circunstancia de conocerla. Nos dirá, a su tiempo, que su madre “pasó la infancia en Fraile Abdiel” y fue la curiosidad lo que lo trajo al pueblo. Y al igual que a Eduardo —porque es a él a quien le dice de todo esto— Lucien se lo contó todo “frente al río, a la sombra de un sauce al que usted solía llamarla”. Y enseguida pone una nota de tenue romanticismo frustrado: “Los churrinches se habían alborotado y revoloteaban cercanos, alardeando su plumaje rojizo”, porque él, Eduardo, estaba en todos sus comentarios, y porque “cuando todos los pájaros del bosque chillaban al unísono y más allá de las copas de los árboles el cielo perdía sus últimos colores, cuando empezaba a juguetear con los dedos de su mano y a comentarle unos versos con el bigote casi rozándole el hombro, (ella) dijo que era tarde y que debía volver lo antes posible” (pág. 44). De ahí la frustración, porque ella se hace desear pero a la vez lo rechaza, como pidiéndole tiempo.

Y luego de eso, “volví al hotel, inmerso en ese silencio mortuorio que tiene el pueblo a esa hora y que solo quiebran los perros, el tren de las ocho o el grito de algún vecino que suena lejano, misterioso”, donde ese quiebre en lo macizo del silencio nos lo muestra más inmenso, total. El hecho es que Fraile Abdiel ha entrado en un sosiego interminable, una calma o una tranquilidad perpetua, aunque en este caso es más bien por la ausencia de movimiento, pareciendo una ciudad dormida, o fantasma. Muerta.

En el altillo no hay relojes o La serie de las vaginas
Es cierto, en el altillo no hay relojes porque a pesar de contar lo que se cuenta desde la infancia, es en esa misma infancia cuando el tiempo no existe. Todo es un continuo transcurrir, y mucho más para el niño enfermo; todo es un solo dolor. Esta es una primera coincidencia entre las dos historias, porque ni María puede salir del caserón (aunque se escapa, ayudada por Eduardo —y ahora por Lucien—), ni el niño sale del altillo y de la cama (salvo al baño), aunque a veces baje la escalera y espíe la actividad del cuarto de los abuelos o intenta ver a las ocasionales visitas. Pero para el hombre que lee, sin embargo, que ahora vuelve, el tiempo lo vuelve diminuto. “El hombre que lee dice que las respuestas están en las cosas y que cada uno sabe con qué quedarse”. Es a ese hombre (imaginario, aunque para el niño es real) que el niño le cuenta de la fiebre, de esa enfermedad rara, de los dibujos que hace y hasta de los personajes que salen de (o que pertenecen a) las manchas de humedad, y de los abuelos: “Cuando olvido una revista en el baño o dejo alguno de los juguetes fuera de lugar me llama (el abuelo) con una sonrisa que apenas le conozco y me dice: —Esto no va acá. Entonces rompe la revista en un montón de partes y las tira hacia arriba. La revista cae, despareja, aleteando. Si es un juguete lo deja en el piso y empieza a saltarle arriba. Salta todas las veces que haga falta en una pierna sola para destruirlo por completo” (pág. 47) poseído de  un odio incompleto y destructivo, apenas incomodado por su renguera. Pero ese hombre, el que lee, está en silencio. El niño dirá que “parece dormido, y a veces parece un montón de ropa desordenada sobre una silla”, lo que hace pensar en que el niño tiene alucinaciones visuales como resultado de la esquizofrenia, quedándonos una sensación de fenómeno paranormal.

Eduardo, el pintor, nos contará de su vida anterior, de su soledad y la falta de amigos en la capital (como algo que engloba a la personalidad del mismo), y hablará de una muchacha, estudiante de Bellas Artes, Laura o Luisa, y dice que podría reconocerla por el olor (¿son los sentidos quienes guían los recuerdos, y son los que, como si fueran una prueba de su existencia, nos muestran lo que existe?). “Siempre retuve el olor de las mujeres más que sus ojos o la forma de sus pechos”, dirá, pero también que “no hay rostro, idea ni olor que el paso del tiempo no vuelva inservible”. Pero en el caso de esta muchacha, Laura o Luisa (no recuerda exactamente el nombre) utiliza cosas exteriores para describirla: “adoraba vestirse llamativa, citar a Bergman y a Jean Paul Sartre”. Y también nos enteraremos que vivió diez años con una actriz, en esa otra vida que queda en un pasado al que ya nada toca: “Diez años que no me devuelve nadie y que no me perdona la conciencia”.

Y contándole esas cosas a Lucien, se sincera: “con mi mujer vinimos alguna vez a Fraile Abdiel a visitar a mi hermano”, y aclara: “no más de tres días, un fin de semana con medio lunes. Al tercer día encontraba pelos en la comida, cucarachas debajo de las camas y una soledad que según le decía le daba un miedo enorme”. Y lo importante es que una vez, en el setenta y tantos, son testigos de un hecho crucial: dos hombres, uno uniformado y otro no, vestido de civil (claramente policías o militares, y si es fiel al tiempo histórico reciente —ateniéndonos a la denominación de reciente al tiempo histórico de la última dictadura cívico-militar, en el caso uruguayo, o bien, que también puede ser, o puede ser trasladable, a la dictadura argentina— lo más probable es que se trate de militares) le dan una canasta al marido de Sonia, “ya viejo por entonces, que caminaba encorvado y hablaba a los gritos”. En esa canasta “salía el llanto de un recién nacido”. Era María, y este hecho hace que las cosas que se narran aquí tomen otra dimensión. Ahora el misterio de María, es mayor, aunque nunca se aclarará el tema. Bien vale como algunas pequeñas pistas para que nos formemos una idea, mental, del asunto.

En el caserón, el niño enfermo descubre que Selva, su hermana, ha dejado de ser niña, y como mujer, sus palabras suenan ahora con una gravedad terrible, “una gravedad que no le pertenecía”. “El hombre no sabía qué hacer porque estaba enfermo y… Y el mundo ahí afuera —dijo, como citando al abuelo, hablando impersonalmente—, es una máquina que lo devora todo”. Sí, es cierto, el mundo es una máquina que todo devora.

Bonino, que es el propietario de los camiones que hacen transporte y reparto, una mañana “bajó del camión con un paquete enorme” que depositó a la entrada de la casa. “María no pareció alegrarse de verme. Saludó apenas y abrió el portón con el sueño dibujado en los ojos”. Es tan pesado el paquete que Bonino entra al caserón, dejando el mismo en el living. Son libros, porque los libros, es claro, le muestran otros mundos, posibles. Lo invita a sentarse y arranca su discurso, que más que improvisado parece seguir un derrotero íntimo”. “Tiabuela dice que soy ciclotímica” (es inevitable el registro cortazariano, como el comienzo de “62, Modelo para armar”, que dice: “Quisiera un castillo sangriento”, había dicho el comensal gordo), aunque la ciclotimia es un estado mental caracterizado por variaciones del humor, donde se pasa de la euforia a la depresión, tristeza o melancolía; es un trastorno poco frecuente y los altibajos emocionales no son tan extremos como en el trastorno bipolar. De todas formas, aquí se resalta el tema de la enfermedad, y en ese sentido podríamos decir que todos los personajes (al menos los principales y subordinados a ellos, los que giran en la órbita de María y del niño) son y están enfermos. Pero el hecho es que desde ese comienzo ciclotímico se establece un dialogado algo extraño donde ella es la que hace las preguntas y más allá de la respuesta del hombre, se responde y da pie para que el otro conteste. “Algún día me voy a ir del pueblo, de esta casa por lo menos”, esa es su manera de pedir ayuda. Eduardo no puede o no quiere ayudarla, “parece que tiene miedo” y lo excusa en que quizá esté preparando alguna serie nueva de pinturas, como la serie de las vaginas. Y claro, ante la clara alusión sexual (incluso la admisión de que una de las vaginas pintadas es la suya), nada impedirá que el hombre avance hacia ella, cerrando la boca sobre uno de los pezones (ella se había alzado la remera de un golpe, mostrando sus senos), pero ella lo rechaza, hace que se vaya. Y del otro lado del recibo (que el hombre en su agitación ha olvidado y tiene que volver para buscarlo), María había escrito: “A las once por la puerta del fondo. Traer bicicleta. Llevarme al río. Sacarme del pueblo. Matar a la tía”, y para darle una esperanza como retribución de su loable tarea, agrega: “Te quiere, María”. Su manera de pedir ayuda.

Las vueltas del oso de trapo
Mientras el niño enfermo tiene un nuevo ataque de fiebre, y el delirio parece acercarlo a la muerte —y al casi arrepentimiento, hasta que se recupere, de los abuelos (en cuanto al trato que le dan)—, Eduardo se sigue viendo con María debajo del sauce cerca del río y Lucien va entendiendo lo que pasa, “que Sonia estaba enferma, que había vuelto la noche anterior con fiebre, que María había encontrado al oso de trapo”. De un Eduardo borracho, con “el saco vomitado”, sonriendo y mostrando dientes verdosos, es que Lucien va entendiendo todo esto, y va componiendo los retratos de quienes participan en la historia, la fisonomía del pueblo y sobre todo de esa muchacha y su misterio. Mientras, la peste silenciosa va escogiendo sus víctimas.

Hay una serie de símbolos: el altillo (como torre de marfil), el sauce cerca del río (da un sentido romántico), el propio oso de trapo (la infancia), los libros (el conocimiento de lo exterior), la estación y el tren que marca las horas del día y de la noche, lo que llega y lo que se va.

En el capítulo IX surge, del centro de la peste, una niña ciega que trae el muñeco de trapo: “Era un oso de trapo, con dos botones marrones de cuatro agujeros como ojos, la nariz pintada con crayones negros y una lengua ridícula de tela roja asomando”. La niña ciega (que tal vez sea la antecesora de aquella mujer ciega que acompaña a la que tira las cartas, por cuanto todo ocurre en duplicado), que tiene la misma enfermedad que el niño, según la abuela, que siempre puede volver en cualquier momento porque no puede contagiarse, nació así, ciega, no es que sea ciega a consecuencia de la enfermedad. Y esa niña lo palpa, le toca el rostro: “Sonrió excitada, se relamió varias veces y fue llevando las manos desde mi pecho hasta el cuello”. Es entonces cuando el niño se apropiará del oso de trapo: “Dos noches después, mientras llovía, el oso empezaba a oler como huelo”.

A Lucien le llega un sobre con un manuscrito que cuenta la historia del niño enfermo y el oso de trapo. Ese manuscrito, su aparición y lo que cuenta, es una vuelta de tuerca en la propia historia, haciendo que, como cajas chinas, aquello esté dentro de lo demás. El objeto, el oso de trapo, es el vínculo directo entre las dos historias. María, según dice, también recibió ese manuscrito, que cuenta la historia del niño enfermo hasta el episodio de la niña ciega. Lucien dice, también, haber escrito alguna vez, y todo parece multiplicarse, como en un  juego de espejos. “Me pidió que escribiera un relato donde se salvara” (su mujer, con cáncer, “un solo pecho como las amazonas, y metástasis en todo el cuerpo”). “Habló de una casa enorme, de dos viejos que dejaban que los zorzales se comieran las uvas de la parra y los perros les mearan la puerta. Dos viejos resignados, creídos felices, que habían conseguido extirpar los tumores con la novelita de un desgraciado” (pág. 71).

María tiene la obsesión (y acá confirmamos lo simbólico) “por permanecer en los objetos, en la memoria de los desconocidos” (mediante los objetos y la personificación de los mismos). Y Lucien penetra a su cuarto y a su secreto, se abalanza sobre ella, la posee: “Cuando giró sobre sí misma una vez más, entreverándose con la larga cabellera y con las manos, extasiada, escalofriante, dejé caer la libreta y me abalancé sobre la cama, sosteniéndola por la nuca y penetrándola furioso. No se resistió. Estuvo llorando, eso sí, desde entonces hasta que escapé, desorientado, cuando todos los pájaros daban la luz del día” (pág.76). Ella había querido que él la describiera, que anotara en una libretita y por eso se había desnudado, ingenua o ilusa: “María gimoteaba entre nota y nota y alternaba las caricias entre los pezones diminutos y la entrepierna”. Por ello, lo que realiza Lucien es más parecido a una violación que a otra cosa, y el llanto de María es por eso, es su forma de demostrar su rechazo.

Lo que María no puede perdonar es el encierro del cual es objeto, con la excusa (o el argumento) “de que no había nada seguro, nada con vida fuera del caserón”, seguramente por la peste, pero también puede significar que no haya nada de interés para ella. Eduardo, mientras tanto, también recibe un sobre con la misma historia escrita. Entonces pareciera que hay alguien más que sabe, alguien que está en las sombras…

El signo de la peste
La epidemia, según las conclusiones a que han llegado tres estudiantes y el médico que vienen ex profeso a Fraile Abdiel, es debido a las ratas, la peste bubónica, aunque también puede ser pulmonar o septicémica (entre los síntomas: comienza de forma brusca con fiebre y escalofríos, además de malestar general, sensación de debilidad, dolor de cabeza, náuseas y vómitos y se transmite a los humanos mediante las mordeduras de pulgas que se alimentaron de roedores infectados o personas que tocaron animales afectados —yersinia pestis—). Se trata del doctor Baldini, quien recomienda el uso de pesticidas: “…hay que fumigar la zona. Cada casa, cada galpón…”.

Con la fumigación dispuesta, que alcanza al hotel, Lucien le pide a María para quedarse en la pieza del fondo. “Todo olía a encierro, a latas de aceite, a animales muertos y pesticidas”. Pero María es sincera, y le dice que el único interés de ella por él es para que la saque de ese pueblo. A cambio le entrega su cuerpo, “sé lo que sienten los hombres cuando me miran”, dice. Pero Lucien sabe que no hay nada que pueda hacerse, porque si se van de allí “…vamos a encontrar lo mismo. Nada nos va a sacar el gusto amargo de la boca”, que es una manera de decir que por más que huyamos a donde sea, nuestros problemas irán con nosotros y serán los mismos.

Haciendo un pequeño quiebre en la estructura de la novela, aparece un nuevo capítulo subtitulado como A. Allí se explica que en realidad todo es una especie de juego, o un ejercicio narrativo, que hacen una serie de escritores (o aspirantes a escritores), “una especie de concurso privado al que nos convocó Arteaga” y cuyo título debe ser, justamente, Oso de trapo. El y su mujer, Eloísa, alquilan un apartamento y en una pieza el hombre (el autor) levantó el estudio. Sin embargo, nada de lo que escribe le resulta aceptable, y quema todo. Lentamente “se ha vuelto obsesivo con el niño enfermo junto a la cieguita como Lucien y María” (esto último es un fragmento de una carta escrita a Gentilini —otro de los escritores, aunque éste no ha aceptado el reto, pero funciona como testigo—). El estudio que acondiciona para escribir es el duplicado exacto del altillo como torre de marfil, a la vez que la cabaña en que vive Eduardo es, a su modo, también un estudio.

Para el niño enfermo, sin embargo, “no era la fiebre lo que crecía, sino una desazón inmensa, algo nauseabundo que tenía que ver con el paso del tiempo y con cada cosa de las que me rodeaba. Unas ganas inmensas de recuperar la completa movilidad y arrancarle los ojos al oso, al abuelo, a la traidora que se hacía mujer” (pág. 88). De esa manera el propio niño va creciendo, dejando atrás su infancia maltrecha como si debiera “dar por muerto al niño que me habitaba”. Y si bien en un primer momento evoca las cosas que alguna vez rodearon su cumpleaños, los dulces, tortas y empanadas, el abuelo en sus mejores días, los juegos de palabras de Selva y la abuela con el rosario “que moría sobre su ombligo” (matando su propio ego), “poco duró tal ensueño”. Entonces, “de inmediato quise un lugar lejano y solitario, un cuerpo decente como el de todo el mundo, y las ganas de sentir algo latiéndome en las entrañas”. O sea, sentirse vivo, real, tangible.

Ya no encuentra consuelo en Gerineldo: “Lo miré con desencanto, cansado de su cabeza calva, de los lentes en la frente y el cuerpo diminuto. Me resultó ridículo su esfuerzo por agradarme cuando yo solo veía en él a un viejo desgraciado, solitario y grotesco”. Y luego el niño agrega que “me distraje mirando cara a cara al niño de trapo que había cosido a mi semejanza” (escrito de esa forma pareciera que hablara el oso de trapo). Pero la verdad es que ya a nada le encuentra el gusto, todo es desabrido, y viejo. Logrará salir a la azotea y atisbar lo que está del otro lado, quemará al oso de trapo como quien quema todas las naves y verá marcharse a Gerineldo, saltando por las azoteas. A cambio obtendrá el castigo inmisericorde del abuelo que lo reinserta en la cama. “No solté una sola lágrima, aunque me lastimé los labios de morderlos. Sabía lo doloroso que resultaba el entrenamiento para el mundo de afuera. Doloroso y necesario”. Porque es de ello de lo que nos habla Cavallo, que el estar afuera, dentro del mundo (y después de la infancia) es un aprendizaje doloroso, donde comprendemos, de una vez y para siempre, que todos nuestros mejores sueños se hicieron añicos desde el día que pusimos un pie afuera por nuestra propia voluntad.

Y lo mismo sucede con María, que planeará nuevos métodos, más o menos legales, no tan incriminatorios, utilizando a su favor esa peste para que la enfermedad se le contagie a Tiabuela y así deshacerse de ella, siendo capaz de ofrendarse a Lucien —o a quien sea— siempre y cuando la saquen del pueblo y su circunstancia. Esa es su única obsesión, todo lo demás no importa.

La cabaña Las Flores
En el capítulo B, de modo innecesario (creo yo) hace explicar al escritor de donde sacó la historia que está contando y que estamos leyendo, y aprovecha, eso sí, a dar indicaciones precisas sobre lo que significó la inclusión de Eduardo, un viejo artista en decadencia (un alter ego del escritor que es un alter ego del autor), “desencanto en medio de la nada”. Si bien es un recurso, y tiene todo el derecho a hacerlo, lo entiendo en el sentido de duplicación (como ya he dicho) de las historias, y hasta la triplicación, es decir, poniendo un espejo delante de una figura literaria y otra detrás (el proceso mismo de la escritura se registra en los capítulos nombrados como A, B y C, en esas cartas dirigidas a Gentilini). Además, dice que escribió dos capítulos que no se incluirían en la novela pensada, pero que sí aparecen aquí. Por supuesto que estos datos complementan la historia, le da otro contorno, posibles rumbos futuros. Y si bien, como señala Real de Azúa en torno a la obra (y a la crítica) de Ricardo Latcham, sobre la definición de realismo dada por él, “el derecho de todo a ser dicho y el derecho de decirlo todo”, en esta novela, donde se dice a medias, esto es así por el nivel de misterio que la rodea. Sin embargo, al final todo parece aclararse, confluyendo con lo que dice la cita transcripta, o cuando menos se insinúa lo que pasará después y esto nos indicará otra clave sobre lo que aconteció antes. Sin embargo, un detalle que no queda claro es cuál es la fuente del contagio: roedores o aves, aunque tanto da una como otra cosa.

“Lucien lo miró al viejo. Los miró a los dos como si por primera vez desde que había llegado al pueblo todo le resultara una farsa. Supo que nada le pertenecía, que no tenía idea de dónde estaba parado, ni qué hacía, ni quién era en realidad. Toda la amargura del mundo se le empozó en la boca con la certeza de que no había un lugar, de que todo era confuso a su alrededor: manchas, sombras” (pág. 118). Ese desencanto se trasluce en la sensación general de la novela, no hay escapatoria, no hay esperanza, no hay futuro.

Y Juan, quien es el escritor de todo, pensando que si gana obtendrá como premio la cabaña Las Flores, que en la historia que se cuenta bien puede ser en la que vive Eduardo, se obsesiona con la escritura, pide licencia de un año sin goce de sueldo —es profesor de Secundaria—, se dedica a escribir, aunque la mujer se vaya porque cree que su marido está enfermo (como los demás) y después, dice “tuve periodos de una soledad absoluta, donde me ganó algo parecido a la depresión. Entonces el círculo se trazaba perfecto. O no escribía porque estaba inmóvil en la cama, o estaba inmóvil porque no tenía nada que escribir”. El plazo para la entrega del escrito, dirá, vence el lunes próximo. Explica lo que ya sabemos, que su escrito habla sobre dos historias paralelas y de “la construcción del relato emparentado a las muñecas rusas que se esconden en sí mismas” (lo cual, como recurso, no es nada original, por cierto). Y ahora vendrá el cierre de la historia, la del niño enfermo, y la de María y Lucien.

Los dibujos del niño son como garabatos de cada cosa “que pasaba entre todos nosotros (los abuelos y Selva, su hermana) como en el diario de un niño mudo”. Y se los deja a Selva, como una  muestra de amor por la única persona que vio en él a un igual.

Para el final nos dejará la resolución del principal misterio, de quién escribió la historia del niño enfermo. Además, la cercana ciudad de Concepción —por primera y única vez nombrada— nos hacen imaginar el derrotero de Eduardo y, con suerte, de María y Lucien. Sonia, la Tiabuela, no creo que pueda salir, por sus propios medios, del encierro. Y el pueblo de Fraile Abdiel aún vaga en la memoria perdida de los tiempos.

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴