EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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En torno a los márgenes

por Santiago Rodríguez
Artículo publicado el 07/11/2004

Con el tiempo este artículo, publicado en nuestra revista en noviembre de 2004, se ha convertido en un libro.
Si ud. quiere saber más sobre esta publicación le sugerimos los siguientes enlaces:
http://www.minotaurodigital.net/textos.asp?art=219
http://www.primeravistalibros.com/fichaLibro.jsp?idLibro=2608

 

Las variaciones en la historia, o en la Historia si se prefiere, rara vez se producen con gran estruendo; es quizá más propio que la tozudez de actos minúsculos que en un principio pasan desapercibidos imponga unos nuevos comportamientos, un sistema político, a veces incluso un credo. Que no sea lo más común el cataclismo no quiere decir que nunca haya tenido lugar. Todos podríamos enumerar varios.

Lo dicho es aún más cierto cuando se refiere a las ideas, a la cultura en el sentido de conjunto de valores. Es poco menos que imposible la imposición de un conjunto de ideas de la noche a la mañana. Las culturas son sistemas que resisten la coacción. Se podría ir incluso más lejos; los sistemas culturales desarrollan estrategias de supervivencia que les permite adaptarse a las situaciones adversas sin tener que cambiar en lo esencial sino mudando a lo sumo su apariencia. Los intentos que, por citar un caso reciente e la historia, impulsó la Unión Soviética con el propósito de cambiar el sistema de valores de las repúblicas, no solo las más cercanas a Europa, sino aquellas asiáticas e islámicas, resultaron infructuosos. Tras varias décadas de dominación, todos los fantasmas prohibidos por el gobierno central, regresaron con bríos renovados. No desaparecieron las costumbres islámicas, ni las ortodoxas, ni por supuesto las populares; se limitaron a quedarse agazapadas en espera de tiempos mejores.

Tampoco habría que minusvalorar el papel que desempeña en el derrocamiento de los sistemas políticos. La afirmación puede sonar pretenciosa, petulante, en exceso optimista en un momento como el que vivimos de descrédito de la cultura, por mucho que se la cite. Al fin y al cabo, la cultura, el sistema de valores, ideas y creencias que así denominamos, tiene como principal objetivo el proporcionar a la sociedad modelos de comportamiento. No es un adorno, ni un residuo que surge como consecuencia de otras actividades humanas. La cultura –dentro de la cual muy bien podrían englobarse estas– es la depositaria de los valores que una comunidad considera valiosos o necesarios para su subsistencia, tornada a veces en resistencia, y casi siempre en persistencia. Cosa muy distinta es que la tradición termine por petrificar lo que un día tuvo razón de ser; por una inercia muy humana, tendemos a conservar más que a renovar; fijémonos si no en la figura del coleccionista. La tensión entre tradición y modernidad cruza la historia y el corazón de las sociedades. Los conflictos, saldados en favor de alguna de las partes, ayudan a la renovación, siquiera sea de manera indirecta. Que una sociedad sea consciente de que en su cultura hay elementos que necesitan de una justificación alejada de la mención a la utilidad, es ya de por sí significativo. El recurso a la tradición no es sino un medio de enmascarar una atrofia, a veces una defunción. Solo lo que no está ya vivo, lo que ya no funciona, necesita resguardarse bajo el manto de que una vez existió y tuvo validez. En este momento es pertinente la pregunta de por qué las sociedades mantienen elementos que no tienen funcionalidad alguna, al menos a primera vista, y no los sustituyen con una cierta prontitud por otros que sí sirvan en ese momento histórico. Es decir, cuál es la razón de la resistencia humana a cambiar. Antonio Escohotado1 propone un sistema de sociedad basado en el caos descubierto por la física de principios de siglo XX, un sistema social en el que la invención ocupe una posición preeminente, y en el cual el individuo sea el creador y gestor de dicho sistema. La propuesta es, sin duda, sugerente, arriesgada e incluso necesaria para sacudirnos de las tendencias totalitarias de cualquier signo. Ahora bien, tras un vistazo a la historia, la conclusión ha de ser casi por fuerza pesimista. Si se exceptúan ciertos momentos, la tendencia ha sido la del mantenimiento de las tradiciones. Solo cuando estas eran ya además de inútiles, perjudiciales para la mayoría de la sociedad, o habría que decir mejor para la clase dirigente, tales costumbres han desaparecido, o al menos han sido relegadas a un lugar muy secundario.

¿Por qué entonces esa prevención ante el cambio?, ¿qué nos lleva a mantener lo que parece no tener utilidad social alguna? Quizá la respuesta se encuentre en que sí que tiene una cierta utilidad; si no social al menos personal. La cultura es la depositaria de los valores, valores con los que nos educamos, y que por tanto se convierten en algo que la mayoría aceptamos sin preguntarnos por su relevancia, validez o pertinencia. Son una segunda piel, por decirlo de algún modo. Sustentan nuestra visión del mundo y nuestro comportamiento. Son nuestra vida desde el momento en que somos personas, y así somos conscientes de que vivimos, de que en algún momento habremos de morir, de que hay un modo correcto de comportarse y otro que es incorrecto, aunque no siempre nos guiemos por los mejores valores.

De modo que un cuadro, una película o una novela reflejan, de manera directa o mediante los rodeos del símbolo y de la metáfora, las ideas presentes en la sociedad. Que las reflejen no debería llevarnos a pensar que las apoyan, ni que las critican. A veces, ya lo he dicho, tales ideas están asumidas de un modo tan natural que el escritor, el pintor o el cineasta ni siquiera son conscientes de lo que están haciendo. Otras veces, en los momentos en que la fractura ideológica es perceptible, las grietas, el esplendor pasado, las inconsistencias o la fuerza diamantina de aquellas sobresalen por encima de cualquier otra consideración. Los valores rigen, y de ellos somos totalmente conscientes; pero existe además una función consolatoria, que nos da seguridad en tiempos adversos ya sea porque nos provee de respuestas ante las incertidumbres de la vida ya sea porque nos muestra de manera cordial ese futuro siempre imprevisible y sobre el que no podemos actuar. Los mitos que forjaron nuestros antepasados, la adoración o la sorpresa ante la luna, el sol, las estrellas y tantos otros fenómenos naturales ocurrían con el capricho del desconocimiento, y terminaron por convertirse en la regularidad de la superstición. ¿Cómo protegerse contra la cólera divina, por alejada y ajena a lo humano; cómo asegurar una vida próspera o al menos feliz; cómo minimizar las adversidades, pues que la muerte era imposible de evitar; cómo esquivar, sí, la muerte? O lo que es lo mismo, ¿cómo conseguir la inmortalidad siquiera sea a escala humana? No me importa ahora el problema de la muerte; no debería importarnos si somos libres. Pero sí que merecen alguna reflexión sus metáforas, sus símbolos, y por encima de todo, los diversos modos de esquivarla, minimizarla, negarla. Símbolos, metáforas; en una palabra, los trabajos del Arte.

El arte, entonces, cuya función primera es social. Nos alejamos así de la formulación kantiana, según la cual el arte no tiene otra función que no sea la de mostrarse a sí mismo. La primacía de lo estético viene a desaparecer. En realidad, ha ido perdiéndose de manera no muy visible a lo largo del último siglo. El feísmo de cierto arte, las provocaciones vanguardistas, las tendencias ideológicas que ponían el acento sobre la sociedad, la importancia concedida a la historia; todas esas tendencias hacían que el ámbito estético no fuera el más importante. No importa que algunas – es el caso de las vanguardias – apoyaran también de un modo abierto la consigna del arte por el arte; en el fondo albergaban los principios de la crisis. Por otro lado, habría que preguntarse con la perspectiva histórica que el tiempo concede, hasta qué punto fue verdaderamente completo el esteticismo de las artes, o no pasó de ser un punto, importante pero no único, de algunas corrientes, a su vez importantes pero no únicas. Quizá se tratara de que predominaba un cierto enfoque crítico entre los mandarines que preferían los postulados kantianos al tiempo que relegaban a un plano secundario, o a la inexistencia, otras posibilidades artísticas. Resulta chocante que a pesar de que la proposición kantiana apenas tuviera un siglo de historia, se aplicase, a veces sin mucho criterio, a obras de otras épocas o de otras latitudes, en abierta contradicción con lo que en su momento habían sido las intenciones de los artistas. La Postmodernidad, término ambiguo y que no define muy bien ni las características en el tiempo que dice abarcar, la sociologización del arte –acaso en parte consecuencia de lo anterior– y, en menor medida, su muerte, han provocado una revitalización de las funciones que no son puramente artísticas, a veces con gran acierto otras con bastante poco tino. El examen de las relaciones entre las obras y las sociedades en que surgieron está llevado con demasiada frecuencia por un determinismo ideológico que impide y niega la libertad – o la capacidad de pensar – del artista. Si en un principio, la apertura hacia el horizonte social de la obra de arte no tendría por qué resultar negativo, el empeño de algunos críticos por reducir la complejidad humana, artística y social de los creadores y sus obras a unas determinadas directrices ideológicas, nos puede llevar a que añoremos anteriores estadios.

Una dimensión antropológica nunca ha dejado de estar presente en al Arte. Repito que en las obras de arte se reflejan de modo mas o menos consciente los valores de la época; encontramos las personas respuesta a nuestros miedos e incertidumbres. Esto lo han afirmado escritores como Vargas Llosa o teóricos como Wolgang Iser o Walter Benjamin. Para Benjamin, el narrador guarda la memoria cultural de toda la sociedad; es el depositario de los valores y de los secretos, de aquello que es innombrable por naturaleza, pero a lo cual el hombre ha de enfrentarse. El narrador es el encargado de dejar constancia de esa memoria social, de recordarnos a todos nuestro origen, el camino recorrido hasta llegar al lugar donde nos hallamos. No siempre es posible verbalizar racionalmente los límites de la sociedad, ni explicar por qué hay actos permitidos y otros horrorosos. La ética es necesaria en cualquier sociedad, y la política; pero ¿cómo dejar constancia de los afanes y miedos de las personas? Desde los inicios de la humanidad, el mito ha desempeñado dicho papel. El mito era una narración breve en la que se mostraba la provincia del hombre y el camino hasta entonces recorrido. Las modernas narraciones, ya sean cuentos o novelas, películas o algunos cuadros de naturaleza narrativa, han heredado la función.

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La tradición, cierta pereza intelectual, el miedo o el desinterés hacia lo desconocido, hace que mantengamos la idea de que la literatura, el arte en general, tenga su centro en Europa y en Estados Unidos. Es verdad que también concedemos gran importancia a la literatura hispanoamericana. No podría ser de otro modo si comparamos sin pasiones chovinistas lo que ha sido la literatura en Argentina, Cuba o México, por nombrar al azar tres países, y lo que ha sido en España en el último siglo. No deberíamos limitarnos, no obstante, al ámbito hispano. El caso británico es ejemplar de lo que digo. Si bien hay buenos escritores nacidos en las islas, la mejor literatura se está escribiendo hoy día en los márgenes de lo que fue el Imperio Británico. La India, El Caribe o África han dado a luz a escritores como Salman Rushdie, Derek Walcott, Chinua Achebe, Ngugi Wa Thiong’o, George Lamming y otros muchos cuya mención pormenorizada alargaría en exceso el artículo.

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Desde los años sesenta, y a raíz de la progresiva descolonización y de los movimientos radicales que surgieron en gran número de las antiguas colonias, la reflexión acerca de lo que eran se acentuó.

Es de notar que varios factores que han coincidido, y que están unidos unos a otros, han propiciado dicho auge. La descolonización no surgió como una acción propiciada por los países europeos. El colapso de un modo de entender la política y la organización del mundo conduce a que Francia y Gran Bretaña en especial, pero también, antes o después, España, Italia, Alemania, Holanda y Portugal, abandonasen las posesiones de ultramar después de la Segunda Guerra Mundial. Es cierto que en España esto se había llevado a cabo sobre todo en el siglo anterior, y que Gran Bretaña tuvo que admitir la independencia estadounidense en el siglo XVIII. Pero a pesar de todo, el imperialismo es una fase histórica que tiene lugar entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX, con todo lo que de imprecisión puedan tener tales fechas. Eric Hobsbawn estudia en su libro Imperialism2 las causas, y algunas de las consecuencias; también Hannah Arendt se ocupa de ello en Los orígenes del totalitarismo3 . Las raíces económicas explican parcialmente el suceso. El exceso de producción, la necesidad de buscar nuevos mercados y la competitividad de un nuevo mercado mundial son causas que se aceptan como espoletas del suceso histórico. Es cierto que había una necesidad y que, de un modo u otro, escritos de los siglos XVI, XVII y XVIII habían alimentado una curiosidad por lo extraño, lo extranjero, lo radicalmente diferente, que condujo a los europeos a los límites del mundo. El capitalismo es de naturaleza expansiva, qué duda cabe; pero en la empresa los comerciantes se vieron acompañados de otros personajes no tan determinados por el dinero ni la ganancia como animados por el ansia de conocimiento de las sociedades geográficas que surgieron en toda Europa. Muchos exploradores eran geógrafos, antropólogos, estudiosos sociales en el amplio sentido de la palabra, que no actuaban movidos por el beneficio económico. Les interesaba más, por raro que pueda sonar en una época en que solo parece existir el beneficio económico más inmediato, a veces a costa de unas futuras ganancias no tan tangibles, les interesaba el aumento en el conocimiento, les movía la curiosidad por el saber. Esto lleva a una cuestión problemática, y es la similitud entre el capitalismo y el ansia de conocer por abrir nuevos caminos y explorar y conquistar territorios ignotos. Ambos afanes han ido de la mano desde siempre, y baste como ejemplo el de los fenicios. Lo cual desemboca en la pregunta espinosa de si el conocimiento es totalmente desinteresado, o si, por un casual, no hay un interés egoísta; quizás haya una mayor interacción entre conocimiento y sistema económico – y no me refiero desde luego a un nivel primario de causa y efecto, en el cual la causa sería que la inversión es de procedencia privada y busca una rentabilidad económica, si no a algo que va más allá; quizá el sistema económico capitalista cuyo principio es la búsqueda del máximo beneficio y crecimiento, sea una cara de un fenómeno humano más complejo del cual el conocimiento científico tal como lo conocemos es otra de las facetas. Si esto es así, ¿hasta dónde la contracultura, la búsqueda alternativa de conocimientos es posible?, ¿hasta qué punto podemos ir más allá de nuestros límites? Toda pregunta es retórica; es algo que no deberíamos olvidar.

Entre las tesis más estimulantes de Hobsbawn, al menos para el objetivo de este ensayo, está la de que la importación de bienes coloniales y de ultramar fomentaron el interés por lo exótico. Ya fuera para estimularlo, ya como consecuencia, lo cierto es que hay una relación directa entre la importación de tales bienes y el interés que despierta la literatura, en particular las novelas colonialistas. No es fruto de la casualidad el número tan elevado de libros que se publican teniendo como escenario las propiedades coloniales, tampoco el que coincidan con el arte decadente. Ni el que algunas de las mejores novelas tengan como centro la empresa colonial; piénsese si no en las novelas de Conrad. El corazón de las tinieblas, Nostromo, Lord Jim, las tres giran obsesivamente alrededor de los problemas que suponen las colonias para el europeo. Son novelas de exploración, al igual que toda la empresa literaria de Conrad; en él el hallazgo de nuevas provincias literarias, que son también culturales y sicológicas, es el producto de unas historias que narran el descubrimiento de las colonias. Esa es sin duda la mayor contribución de Conrad a la literatura universal; más allá de su elitismo o de sus creencias inamovibles, y con la perspectiva que el tiempo da, también enternecedoras por lo que de ingenua tenían, en la superioridad del Imperio británico, Conrad se atreve a formular en términos narrativos, que repito al final son culturales, la apertura que se ha producido en el arte y luego en la sociedad. Solo era necesario esperar a que el tiempo transcurriera para que sucediese lo que hoy vivimos. Si primero fue la aventura europea y el consiguiente encuentro de lo exótico, o si se quiere en términos más prosaicos, lo extraño, con el tiempo eso desembocaría en la ocupación de los territorios por la población nativa. En términos literarios supone que solo había que dejar que el tiempo transcurriese para que el imperio cultural se derrumbara y apareciesen pequeños territorios que reclamaban su independencia; es decir, que con el tiempo iban a surgir de modo inevitable, y hay sucesos inevitables en la sociedad y en la cultura, literaturas nativas después de las colonias. Algunos de ellas con tal fuerza – fuerza que ha de entenderse emanada de escritores individuales – que conquistarían el corazón de la metrópoli hasta el punto de no dejar espacio a los escritores ingleses. Se trata del contraataque un siglo después de que se iniciara la época de los imperios. Hoy es un hecho aceptado que la mejor literatura no se está escribiendo en los centros tradicionales de la cultura, sino que proviene de los márgenes de lo que fue la civilización occidental: India, Nigeria, el Caribe, Hispanoamérica o Yugoslavia, también Turquía y algunos países islámicos.

El final de la Segunda Guerra Mundial trajo el total hundimiento del sistema colonial. Tuvieron que desprenderse de las pocas propiedades que aún poseían en otros continentes, más que por propia voluntad, por la presión que desde las colonias se ejerció y, aún con mayor razón influidos por el sistema de bloques en que se dividió el mundo con el inicio de la llamada Guerra Fría. Esto no significa que desapareciera el colonialismo, simplemente se sustituyó por lo que Ngugi wa Thiong’o ha denominado neocolonialismo. El proceso de independencia había comenzado en la década de los años treinta. La Gran Depresión arrastró también a las colonias, y esto dio como resultado el que se empezara a rechazar, siquiera por las élites, el colonialismo y la dependencia. En la India, África, el Caribe surgen de manera aislada movimientos nacionalistas que ponen el énfasis en el rechazo al sistema imperialista, en parte porque el sistema económico derivado de él le perjudica sobremanera en las épocas de crisis económica. La radicalización política estuvo determinada por el encuentro de las minorías políticas y la población común. La crisis del colonialismo de los años treinta tuvo como corolario el auge de los movimientos nacionalistas que tras la Segunda Guerra Mundial se expandieron por todo el mundo. Los países dependientes se dieron cuenta de que el mundo occidental no era tan invencible como pretendía serlo; por otro lado, el abrazo de países como Italia o Japón de ideologías totalitarias y populistas, condujo también a una pérdida de estimación por Europa, así como a la unión, confusa por lo demás, de nacionalismo y antiimperialismo, o lo que es lo mismo, la aceptación y difusión de la idea de que el nacionalismo era un movimiento de liberación política, idea que aún perdura en algunos lugares y que estimula los estudios, a veces de extremada vulgaridad, acerca de la identidad comunitaria, nacional o social. La radicalización política de la década de los sesenta trajo consigo un antiimperialismo más marcado. La lucha ahora era contra el neocolonialismo, es decir contra la dependencia económica y cultural en que se encontraban las antiguas colonias con relación a Europa y Estados Unidos. La liberación no se plantea ya en términos económicos sino culturales, que en pocas palabras pueden definirse como una lucha por la reivindicación de la identidad y dignidad nacional, y que en la práctica supuso un apoyo más o menos directo a los movimientos revolucionarios inspirados en el fuerte movimiento político que tuvo lugar en Francia a mediados de los años sesenta. Que la deriva de tales insurrecciones armadas y teóricas se apartara de los iniciales objetivos y expectativas es asunto bien distinto, comprensible ahora que el tiempo ha pasado. Porque con la perspectiva que el tiempo procura no se puede negar que en aquella teoría se hallaban, bien es verdad que de modo bien indirecto, las mínimas indicaciones que llevarían al auge de las políticas de la identidad.

Estas vienen causadas por la incertidumbre que causa el constante movimiento social y la pérdida de las certezas que definían los distintos estratos sociales en un pasado más o menos reciente. Son varios los estudiosos que se han ocupado de analizar qué sea una sociedad, un estado, una nación, en general una comunidad. Benedict Anderson4 , Eric Hobsbawn5 , Ernst Gellner6 , entre muchos otros, ofrecen hipótesis y análisis estimulantes y convincentes del modo en que funcionan las sociedades contemporáneas y de cómo consigue mantener una cohesión social no siempre fácil, por no decir bastante complicada en ciertos casos. Pero quizá sobresalga Homi K. Bhabha cuando escribe acerca de la nación y de quiénes la componen7 . Haciéndose eco de los anteriores, Bhabha entiende, observa e interroga la nación desde la perspectiva marginal del emigrante, del exiliado, de todo aquel silenciado por la cultura oficial. Concluye así que el concepto de nación se alza como una metáfora. La nación es entonces la comunidad imaginada, es una forma de afiliación social y textual, llega a decir. Con ello se pasa de la historicidad de la nación a su temporalidad. Más que un concepto al que le corresponda una realidad, la nación ha terminado por ser, como ya he indicado, una metáfora que delimita el espacio social de una comunidad. Dentro de dicho espacio se dan una serie de reglas que no solo obligan, al mismo tiempo protegen a los componentes de la sociedad. Protegen sobre todo desde una perspectiva sicológica. Lo propio de cualquier comunidad es crear una serie de lazos afectivos inconscientes que procuren la cohesión dentro de la sociedad. Se puede invocar la ley, la constitución o el interés económico; pero es más que probable que no sirva de mucho, por no decir que la disgregación pueda ser más fulminante en el tiempo. No valen las llamadas directas a elementos que no sean claramente sentimentales y sí, por el contrario, se basen en la responsabilidad o en la conciencia ética. En la identidad, sin embargo, podemos encontrar un mayor grado de unidad potencial. La identidad significa la creación de dos bandos, los nuestros y los otros, con todo lo que ello conlleva. La identificación se produce en un nivel inconsciente, primario, en el que se borran las similitudes y se pasan por alto los matices de la diferencia. Es, en el fondo, el triunfo del tribalismo frente a la ciudadanía, de lo idéntico, y por lo mismo, seguro por conocido y manejable, frente al incierto azar humano de la existencia contingente; el orden frente al caos, la seguridad frente a la libertad, y en el límite, la muerte frente a la vida. Esto podría ser en pocas palabras lo que ocurrió durante la colonización; también es, en su vertiente más radical, lo que perdura como reacción. Frantz Fanon analiza la condición colonial8 y encuentra que uno de los rasgos definidores es la negación de identidad al colonizado. La experiencia colonial le es negada al nativo, que ha de vivir vicariamente en la vida que los colonizadores narran, creándose así un desdoblamiento entre lo que ha vivido personalmente y los patrones de comportamiento que le obligan a aceptar como propios y adecuados. El sujeto colonial está determinado desde el exterior; el espacio colonial de la conciencia y la sociedad, dividido. El problema, tal y como lo plantea Bhabha, reside en entender si el Otro se encuentra inscrito en la conciencia del yo colonizador o si por el contrario son tan diferentes que no hay posibilidad de encuentro. Es cierto que el Otro colonial ataca las ideas recibidas acerca de la Humanidad, el ser o la civilización, que romper las fronteras trazadas por una cartografía que estuvo atenta únicamente al espacio cultural europeo. El colonizado es la sombra que amenaza siempre con romper las barreras, saltar los límites, imitar nuestros actos mientras los desprovee de su primigenio significado. Es siempre una amenaza, no tanto porque objetivamente pueda serlo, sino porque así lo hemos creado. El Otro colonizado es siempre el negativo de nuestra sociedad; el lado oscuro, silenciado, temido al tiempo que fascinante; aquello que nunca seremos por más que nos lo propongamos. Esto, que posee una impresionante carga teórica y tremenda energía creadora, se vuelve elemento esterilizador en el momento en que no sirve más que para levantar barreras, o fortalecer las ya existentes. Cuando el reconocimiento del Otro no va dirigido a reconocerlo en nosotros, se crea de modo automático una corriente de amenaza fóbica. Los elementos visibles que la señalan están relacionados con la etnicidad, con la cultura nacional, y en general con aquello que agrupe en torno a un concepto vago pero de apariencia definida y objetiva elementos de adhesión inconsciente e impermeables a la discusión racional. Con esto se puede entender que el problema no reside en las teorías de Fanon per se. Al fin, lo que Fanon busca es la creación de una identidad de un grupo al que se le ha negado una y otra vez. Ahora bien, la insistencia en ello, las más de las veces sin una crítica a los presupuestos que animan dicha formación, suele tener como punto de destino el lugar simétrico de la partida. No creo excesivo volver a repetir los peligros que se contienen en el obsesivo rastreo de la identidad. Esta es la mejor manera, y la más rápida, de olvidar lo que nos une por encima de las diferencias, y que las separaciones son producto de construcciones sociales que se refuerzan cada vez que indagamos en la identidad con el propósito de afirmarla, aunque el sentido sea el contrario al que animó a los colonizadores. Al fin y al cabo, no pasa de ser otra postulación de una identidad previa al progresivo hacer de la humana experiencia que forja a cada individuo en su particular manera compartida con los Otros.

1 Caos y orden. Madrid: Espasa Calpe, 1999.
2 Michigan: Ann Arbor,
3 Madrid: Taurus, 1998.
4 Imagined Communities. Londres: Verso, 1993.
5 Nations and Nationalism since 1780. Cambridge: Cambridge U.P., 2000.
6 Naciones y nacionalismo. Madrid: Alianza editorial, 1994. Encuentros con el nacionalismo. Madrid: Alianza editorial, 1994.
7 “DissemiNation: time, narrative, and the margins of the modern nation” en Nation and Narration (ed. ) Homi K. Bhabha. Londres: Routledge, 2000.
8 Peau noire, masques blanques. París: Seuil, 1952.
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