EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
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Encadenar al pasado. Un ensayo sobre la lectura y los libros.

por Nicolás López
Artículo publicado el 18/07/2015

“Una carta no dice lo que quiere decir solo con lo que está escrito. Las cartas, como los libros, se leen también oliéndolas, tocándolas, manoseándolas. Por eso las personas inteligentes te dicen ‘lee la carta a ver qué dice’ y las estúpidas ‘lee la carta a ver qué pone’. La verdadera habilidad está en leer la carta por entero y no solo lo que dicen las letras…”
Pamuk, Me llamo Rojo, p. 62

 

¿Qué es un libro?
Borges dijo que un libro es el instrumento más asombroso que tiene el hombre (ser humano, para no hacer parecer machista al argentino), y que los demás son solo extensiones de su cuerpo. Por ejemplo, el microscopio y el telescopio son extensiones de la vista; el teléfono, de la voz; el arado y la espada, de su brazo. El libro, no, extiende a la memoria y a la imaginación.

Sin perjuicio de lo anterior, las posibles significaciones que un libro puede tener, son múltiples. No hay exactitud y unanimidad en decir lo que un libro es. En la vastedad de maneras de conceptuarlo, podríamos crear un margen no tan abierto y a la vez cerrado de respuestas posiblemente correctas a la inquietud ontológica. En redes sociales, hace unos días plantee la interrogante de “¿qué es un libro?”. Recibí respuestas en forma de metáforas como: “el espíritu vivo de un árbol muerto” y “un gran tesoro que no es de oro”. Y otras que intentan asegurar un grado de certidumbre más alto: “una cosa hecha de papel o de código binario” y “una reunión de 49 o más páginas” (esta última es utilizada por la UNESCO). Sin embargo, una quinta respuesta me sorprendió: “logos en barbecho que renace en la lectura”.

Y qué, dentro de la multiplicidad de posibles respuestas correctas, podría también ofrecer una. Aunque el rango de soluciones a la inquietud está dado por aquellas que solo promuevan el encuentro respetuoso, fructífero y jovial entre los que comparten la naturaleza humana, o sea, todas. No podría ser un libro, por ejemplo, algún discurso que incite a la destrucción de la humanidad o a dañar a los pares.

La aclaración del concepto de libro parte con rasgos esenciales que incluyen los siguientes ingredientes: una creación del intelecto de una o más personas que plasma por escrito estados mentales, visiones de parte de la realidad o sintéticamente, conocimiento sobre algo, en un formato perceptible por otros a través de la lectura. Y este último, resulta un proceso de aprehensión por parte de uno o más sujetos del cifrado lingüístico que su autor ha expresado. Un mensaje podría entenderse de mil maneras.

Sobre la base de la esencia del concepto de libro es que los otros conceptos se pueden construir. Cualquier concepto tiene que tener una referencia mínima para describir un objeto, luego las formas de expresión sobre el mismo pueden variar, siempre teniendo presente esa esencia.

Lectura para perros
Leer implica, por un lado, literalmente leer o sea, el aprendizaje del mensaje que otro ha querido transmitir. El agente que se enfrenta al texto del otro se llama lector y realiza este proceso con el fin de dominar la palabra escrita. Por otro, leer es la visita al conocimiento del mundo, la naturaleza, la memoria, los gestos, los sentimientos, o como bien decía Paulo Freire, palavramundo (1).

Leer es aprender de otros. Leer es aprender a pensar. Leer es aprender de otros como aprendieron a pensar leyendo a otros. Es echar un vistazo al tiempo en el cuál vivía el autor, que nunca será el que estamos viviendo en este mismo momento. El contexto productivo del autor puede decir mucho. No solo las circunstancias en las cuales se desenvolvió la personalidad del autor, sino que también una menor cercanía temporal con sus “otros”. Esto es importante para ver el tiempo que ha mediado entre su propio texto y el que leyó. La cadena de la lectura de otros es infinita. Se concreta en la génesis, con un argumento trascendental o bien, creyendo que Dios es el no-lector que transmite conocimiento a otro, un sucesor de él, quién lo lee. Las interpretaciones, entre más cercanía temporal hay con el texto, pueden ser menos complejas. Hoy en día, la complejidad emerge poderosamente en la tarea que importa describir al mundo. A medida que avanza el tiempo vamos reduciendo la simplicidad descriptiva y aumentamos la complejidad descriptiva. Por tanto, resulta común que gran parte de los autores suelan extender los grados de complejidad a la hora de hablar sobre algo.

Leer no solo es leer objetos impresos. Dado el auge del homo digitalis, el espectro de la lectura se propaga hacia el lector de textos electrónicos codificados en distintos lenguajes (consideremos la lengua y el código). Leer es parece, conocer la estructura de cualquier mensaje presentado. Y no solo va desde la primera hasta la última línea del mismo.

El leer se puede hacer de distintas maneras: en voz alta para los otros o para sí y leer en silencio, leer intensiva o extensivamente, leer para el estudio o leer para el entretenimiento. De ahí que venga el gusto por la lectura y la realización de la actividad con frecuencia u ocasión.

Son tres grupos de actividades.

Leer en voz alta para los otros y o para sí. Lo primero puede involucrar un sinfín de cosas. Quiero fijarme solo en la diferencia del aspecto, primariamente colectivo de uno e individual y luego colectivo, del otro. La lectura en este caso, permite que un individuo conozca y expanda hacia el resto el conocimiento de lo mismo. Cuando se lee en voz alta para los otros, es posible llegar a un diálogo entre distintas intuiciones que vienen de interpretaciones de un mismo texto. Esto es interesante.

Leer intensiva o extensivamente refiere por un lado, a la disciplina para realizar la actividad. Por otro, a cuánto se pueda abarcar con la misma. La lectura debe resultar fructífera en algún sentido. Para que su realización intensiva surta buenos efectos, será necesario que no sea automática, sino más bien estar entregada a un fin como el cultivo espiritual de sí mismo. Leer extensivamente no solo es llegar hasta lo más avanzado del texto que se pueda o a su final, sino que avanzar en el desentrañamiento de la intención del autor. Una cosa falible ante las ulteriores interpretaciones que desvirtúen el momento en que se escribió el texto, y que jamás sabríamos con exactitud. Borges dice que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.

Leer para el estudio o leer para el entretenimiento. Lo primero dice relación con el apetito de conocimiento que tienen los seres humanos, pensemos en la máxima de Aristóteles con la que abre su monumental Metafísica: “todo (humano) por naturaleza desea saber”. Y esto aumenta el bagaje de conocimiento que se tenga. Si se lee por entretenimiento, no se rompe el deseo del ser humano, hay conocimiento de mayores esferas de lo cómico. El aprendizaje está orientado mucho más en conocer la naturaleza humana. Eso es lo que se nos permite paulatinamente con la risa y la dominación de lo que se cree cómico.

El libro se compone de palabras, ¿qué son éstas, sino símbolos muertos? Solo está vivo cuando se abre y se desmiembra. Guarda algunos hálitos de existencia cuando alguien que lo ha leído hace referencia en forma lata sobre él. El patíbulo le aguarda en el momento en que se está próximo a cerrar. En la versión romántica de lo que se cree un libro, es meramente un cubo de papel y cuero, con hojas. Por lo tanto, es un ser inerte que solo contiene mensajes que pueden ser revelados en su apertura. En el momento que leemos el libro, cada vez que se hace, ocurre algo raro. Las interpretaciones van cambiando con el paso del tiempo. Pueden estar influidas por las experiencias del lector o el aumento de la cadena del autor que leyó a otros… Cuando se tiene una mayor perspectiva de quien está atrás del que está atrás mío, se pueden hacer libres asociaciones entre los distintos eslabones.

El bagaje de la cadena de autores-lectores es eso que enriquece las futuras lecturas. Esto es importante para cuándo se hará una genealogía del pensamiento de un autor que he leído o de mí mismo cuando me considero autor. En el lenguaje académico y más riguroso de la notación de “leer a otros”, el trabajo es más sencillo a contar de los mecanismos de citaciones. La invención sin referenciar a otros es un bien más escaso en estos tiempos, pero oculta indirectamente el marco teórico utilizado.

A medida que vamos profundizando en la antigüedad del libro leído, es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Según Spengler “un libro no constituye un comienzo, sino que un final” (2). Y es claro, que constituye el final del camino de uno de los miles de viajes. En el momento que absorbimos el material de lectura, procede a la inauguración de un nuevo camino: el mío. Donde reflexiono acerca de lo que leí y le añado apreciaciones/interpretaciones personales.

Spengler insiste que:
“El libro occidental no es un oráculo, no es un texto arcano con secretos mágicos sino un pedazo de historia conservada. Es el pasado comprimido que quiere ser futuro; y quiere serlo por medio de nosotros, los lectores, en quienes revive su contenido. El hombre fáustico no quiere, como el antiguo, rematar su vida al modo de una figura cerrada y conclusa; quiere proseguir una vida que se inició mucho antes que él y camina hacia su fin más allá de él” (3).

Los libros capturan un momento en el tiempo. Inmortalizan el pensamiento de alguien. Perpetúan el genio de una persona. Plasman una descripción del mundo dado en un espacio y tiempo. Como las pinturas, esculturas, fotografías, manifestaciones, piezas musicales, ocupan un sitio en la historia y presentan una descripción del mundo. Es posible que el libro pueda contener a todas las cosas. Pero su mayor cualidad es tratarse sobre un asunto. No hay disociaciones en una sola unidad. Entonces, son focalizados y únicos. Sin embargo, puede existir una infinidad de libros. Nunca acabaríamos para determinar con exactitud cuántos libros tiene el mundo. Bien sabemos que mueren cada vez que se cierran. Tienen vidas ilimitadas, no puedo decir que tienen vida eterna.

La producción de los libros debe ser parte de las sociedades. El guardar los mensajes de una persona que ha leído a otras, importa para comprender alguna parte del universo que sucedió alguna vez. Es puro conocimiento. Y eso a la postre, permite una mejor comprensión de nosotros mismos.

Lo que queda escrito en los libros obedece a la multiplicidad de respuestas que pueden tenerse a los asuntos humanos. Que no admiten una solución única y correcta, sino que un margen amplio pero restringido de ellas que, idealmente, no tienen pretensiones de ser “la mejor”. O incluso al aprendizaje del algoritmo que solventa problemáticas formales (relaciones de ideas, por ejemplo, ejercicios matemáticos) o empíricas (cuestiones de hecho, predecir el curso de acciones reales), que guardan respuestas unívocas.

En fin, los libros, según Emerson, son lo mejor de las cosas, bien usadas o son las peores, bien abusadas, pensemos: ¿cuál es su uso correcto? ¿Cuál es el único fin al que todos los significados tienden? No sirven para nada, aunque para inspirar sí (4). Lo que valida el argumento que leyendo aprendemos de otros para escribir nuestros propios relatos.

Los libros facilitan el diálogo con los otros. Con los que ya no están físicamente o con los que la telepresencia no puede facilitarlos. Pero es un intercambio bilateral que se agota en la creación de una propia reflexión. Un poco como la autosatisfacción de un perro. Un autor siempre desea dialogar con otro, es parte de los fines de la escritura. Nunca es posible escribir para sí, a menos que se pueda crear algo que se elimina sin que otros lo vean. Los autores a mayor escala, o sea, los que publican sus trabajos como libros o como artículos en pasquines, siempre están expuestos a que otros vean lo que han escrito. El diálogo es inminente. Y el que se forme una cadena continua y constante de aprendizajes, también.

Leer, escribir y no-morir: autores-lectores
“En la escritura no ha adquirido forma la intuición, sino la intelección. Los signos gráficos no simbolizan esencias, sino conceptos abstractos, es decir, separados de las esencias. El espíritu humano, habituado al lenguaje, se representa lo que tiene delante como espacio rígido; por eso la escritura es, después de la arquitectura, la expresión más perfecta del símbolo primario de una cultura. Es completamente imposible comprender la historia del arabesco, si se prescinde de los innumerables tipos de escritura árabe” (5).

Escribir es una manifestación de la inteligencia, que caracteriza al ser humano y al mismo tiempo, lo distingue del animal, quien solo tiene instinto. Y para escribir algo se necesita conocer, no se puede escribir desde la nada. Si se pudiera, ¿qué se escribe? La nada está llena de vacíos.

Una cultura se va moldeando con la escritura y la lectura. Esta última es el principio de la cadena cognitiva de contextos y de épocas pretéritas, pues va armando los grados de separación que podemos tener con un momento en el tiempo. Y la escritura la sigue. El ímpetu por expresar nuestras ideas es inconmensurable. Con la llegada de la era digital y la exasperación de la libertad de expresión, que todos se sienten empoderados para dar una “opinión”. Y claro, ésta, bien llamada doxa por Aristóteles se diluye en un juicio formulado sobre cosas cuestionables. A la postre, son solo creencias. No así el conocimiento, episteme, que se basa en el rigor argumentativo de las cosas.

La lectura y escritura tienen de ambos: opinión y conocimiento. No es posible detener al animal político cuando se está alimentando de saber o que incluso, en un sesgo de imponer una determinada posición, se abalanza sobre un suculento plato de poder. Finalmente, la razón de ser de toda pugna o alimentación del ser humano se basa en la supervivencia.

Descartes en el siglo XVII afirmaba cogito, ergo sum como una manifestación de que el pensamiento va por sobre la existencia. El ser humano es finito, en tanto su alma ocupa un cuerpo y un determinado espacio de tiempo. Pero bien sabe que su existencia más allá de lo corpóreo puede prolongarse. Afirmé antes que una vez que un libro se cierra, muere. Ciertamente. Pero el hecho de que esa proliferación de vidas y muertes pueda multiplicarse hasta la eternidad, si el texto nunca perece en la realidad, implica que hay algunos que se asegurarán de ser más leídos que otros. O por lo menos, de prolongar su propia existencia con posterioridad a la desaparición física del autor.

Cuando se cree en la cadena de pensamiento, los autores-lectores no desaparecen. La memoria colectiva va reproduciendo las mismas viejas cadenas y creando otras nuevas. La perdurabilidad del autor-lector va a depender también del contenido que haya desplegado a su entorno y de cuánto éste le celebró su obra. Por ejemplo, los casos de Karl Marx y Friedrich Engels con su “Manifiesto Comunista” y Adam Smith con su The Wealth of Nations. Los textos que transmiten un componente ideológico son más próximos a una trascendencia entre generaciones, con pequeños polos que los reproducen a gran escala. Permear las comunidades con el componente de la dominación. Quien tiene a su cargo los medios de producción y replicación de los discursos, eminentemente tendrá una vida más larga. Y por tanto, quienes pertenecen a su propia cadena de lectura, vivirán más.

Luego la lectura es una actividad para hacer vivir a otros y que, acompañada de la escritura del propio relato, nos prolonga la existencia cuándo desaparezcamos físicamente de una comunidad. O al menos, retratar la situación temporal en la que desplegamos un conjunto de ideas. Si nadie lee lo que hemos escrito, estaremos en el sarcófago muy impacientes, esperando a que alguien lo abra. Desaparecer, como ya lo he esbozado, depende de un olvido total de eslabones de la cadena de autores-lectores a la que pertenecemos, pero de ellos que nos suceden, puesto que los antecesores de nuestra obra se pueden mantener estáticos.

En los siglos XV y XVI, donde se inauguraba la modernidad, los textos proliferaron notablemente. Fue gracias a la invención del alemán Gutemberg, que la tarea de los monjes copistas para reproducir los libros, bajaría su intensidad hasta perecer. Una máquina automática, la imprenta, capaz de generar rápidamente los nuevos y viejos textos. La cadena de autores-lectores se vio multiplicada como nunca antes. Había un mayor acceso a lo sacro y a lo profano. Por un lado, la lectura de los textos religiosos, principalmente la Biblia. Por otro, el interés por los clásicos y la divulgación de los trabajos científicos de quienes, además de ser sindicados como herejes, practicaban la inducción (experimentación) como medio para obtener conocimiento. Una verdadera revolución, un giro copernicano a las maneras de leer y escribir la realidad.

El miedo a la explosión numérica de las cadenas de autores-lectores, junto al aumento de la complejidad en las formas de describir el mundo, se convirtió en un peligro para los aparatos y mecanismos con los que unos mantenían un orden y dominio en las sociedades. La Iglesia Católica fue, ciertamente, afectada por la maravilla de la imprenta. El aumento de autores-lectores en el espectro de una libertad de expresión fortalecida, propició la duda sobre ciertos fundamentos –dogmas- que pretendían erigirse como certezas máximas (convicciones) en los individuos temerosos de la divinidad.

La religión como un mecanismo de paliar las incertidumbres de la gente, a través de relatos simplificados, y solo exigiendo a cambio fidelidad y devoción, tenía enemigos que denunciaban sus debilidades argumentativas en tiempos donde el pluralismo no tuvo terreno. Para reducir a esas voces que decantaban las crisis de la Iglesia se utilizaron diversas formas de censura. En lo sucesivo de la historia, esa ventaja que la imprenta dio a la difusión de las ideas, se transformaría en un problema. La crítica, existente como el cáncer en cada ser humano que desea saber, se hacía notar en los momentos incómodos.

La furia de los poderes fácticos reinantes cayó, en primer lugar, sobre los autores y luego, sobre las cadenas de autores-lectores que pudieron producir estos. Sin embargo, Spengler nos invita a pensar que también se pudo eliminar a parte de los antecesores. Detengámonos en este pasaje:

“A la hoguera sigue la guillotina; a la quema de los libros, la conjura del silencio sobre ellos; a la tuerza de la predicación, el poder de la Prensa. No existe entre nosotros ninguna creencia que no propenda a la Inquisición, en una u otra forma” (6).

Pues claro, la Inquisición no solo vino a ser una institución privativa de la Iglesia Católica desde el siglo XVII al XVIII, sino que también una muestra de cómo se puede ejercer una censura eficaz a aquellos que con la crítica revolucionan los esquemas simples mantenidos por una institucionalidad.

Son esos dominadores los que con su simplicidad argumentativa, sostienen un par de cadenas de autores-lectores que acalla las voces de la crítica y la disidencia. Esos que sostienen posiciones no conformistas públicamente y de forma sistemática, el poder de los sin poder (7).

Los siglos venideros a la prístina Inquisición trajeron consigo el incansable aumento de las tecnologías y la sobrevaloración de la palabra. Con las revoluciones liberales que encabezaron procesos emancipatorios en América y Europa, iniciamos el camino de la exageración de la libertad para expresar ideas y continuar las cadenas de autores-lectores. La era digital coronaría la posibilidad de explorar fuentes ilimitadas de conocimiento, para volverse loco. Inmediatez, con solo un movimiento de los dedos, viajar a través de un mar de libros, explorar bibliotecas en los idiomas que se imaginen, tener acceso a textos cuya existencia desconocíamos o ignorábamos en la cadena de autores-lectores que algunos hemos construido. Puedo ver que muchos no han muerto con solo verlos estáticos, es el hecho de que aún existe. Si su tumba perdura, es porque nunca ha fallecido en realidad. Está esperando que alguien lo reviva temporalmente y añada a otra cadena de autores-lectores. Todos los libros que podemos encontrar, mantienen vivos a sus autores y a las cadenas de los mismos.

Internet ha develado el mayor escondite de sarcófagos. Muchos murieron, pero no han podido iniciar su procesión al éter. Algunos son detenidos para complacer el capricho de quien no está en el purgatorio y ser vendido a las comunidades con la promesa de que vivirá para siempre. De esos, hay almas en pena; pasajeros en trance; y condenados al patíbulo más horrible: el completo olvido.

Cuando el autor muere físicamente y desaparece de todas las cadenas, registros, donde sea que haya podido ser inmortalizado y de las mentes de otros individuos vivos, es que ya se ha difuminado y ha partido al cielo o al infierno para descansar como un momento de la historia que nadie contará ni nadie seguirá escribiendo. Esa debe ser la suma de todos los miedos, ¿sabremos de algún autor que haya padecido ese destino? –Si lo supiéramos, el argumento sería contradictorio. Lo peor es que nunca lo tendremos claro.

De lo que no se puede hablar, mejor callar.

Identidad-beatitud-memoria-intención-alidad

Una vez que se ha plasmado el pensamiento en el soporte libro, hay una prolongación de la existencia. No importa que, intelectualmente, quien practicó la escritura no sea estrictamente el autor. En las sociedades pos-modernas el peso de la normativa sobre derechos de autor y la propiedad intelectual, hacen justicia en la distribución de porciones de gloria a cada quien lo merece. Históricamente, podrían existir sujetos que copiaron el pensamiento de otros que nunca se difundió y que probablemente falleció en su totalidad. Nunca tendríamos certeza. Contemos con que la concreción de un libro equivale a la confección de una pieza de la identidad del escritor. Luego, esta se ve exagerada con su integración a la cadena de autores-lectores de otros. Y es ese sentimiento de pertenencia lo que va hilvanando una dicotomía entre tradiciones y concepciones. Hay una tradición… de pensadores, cuyas ideas se alinean bajo estos criterios. La identidad no solo expone que el autor-lector se corresponde con una obra en particular, sino que también, de su participación en clubes de otros autores-lectores sin la necesidad de que exista un nuevo autor-lector o escritor. Puede existir una asociación no escriturada. Aquellos que se embarcan en trabajos de historia de las ideas o del pensamiento de… o una revisión historiográfica de una disciplina, solamente compendian sobre el concepto de tradición, el desborde de la identidad de un autor-lector. Vale decir, lo hacen parte de una inconsciente cadena, ordenando las cosas que se han escrito en torno al tema que los hace parte de una misma tradición.

 

Métodos genealógicos permiten el desentrañar una serie de cosas, relativas a la forma de leer y escribir de un autor: desde las influencias del mismo hasta las consecuencias de sus escritos. Y qué decir del concepto de autor. No intentaré controvertir nada de lo anterior.

Ante la identidad, en el plano del mismo autor-lector, voy a referirme a la beatitud. Borges nos decía que “una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído” (8).

Cuando se apacigua a la supervivencia como uno de los fines de la existencia física y se reemplaza por eso que Sócrates le dijo a Critón “vivir bien”, es posible tender a la felicidad y contribuir al florecimiento personal y de quienes se quiere. Además, de siendo autor-lector a la irradiación del pensamiento propio. El gusto por escribir viene acompañado de una superación del estado de supervivencia o de la extinción del miedo a morir. En ese sentido, ¿por qué escribir? ¿Qué es eso de ‘amor al arte’? – Creo que todo se cierra en la comunicación con otros, pero ¿comunicarse es felicidad? Es parte imprescindible de la existencia física, puesto que una de las maneras que nos sirve para llevar a cabo eso, es la escritura y la lectura. La poesía, la narrativa, el drama, el ensayo y las demás clases de letras se hacen cargo del gusto –o en el peor de los casos, el castigo- de escribir y leer.

Borges era un romántico, un amante de los libros, pese a que odiaba a los bibliófilos. Agentes de la beatitud pudieron ser los editores, correctores e impresores, quienes en la confección de los textos juegan un rol importante (9). Y hoy, la web multiplica todos los fenómenos en una infinita ecuación. Podríamos congregarnos en alguna otra tertulia para discutir sobre el libro impreso versus el libro digital. Ambos son parcelas de almacenamiento, cadenas al pasado, un pasado encadenado y la posibilidad de encadenar aún más al pasado.

La felicidad es recordar. La vanagloria de la mente, acompañada del regocijo de evocar una vivencia agradable a las sensaciones, compone el jardín de la memoria. Cuando ese comienza a secarse… “uno tiembla con amor por los últimos árboles y rosales que le quedan. Los riego y acaricio de la mañana a la noche para que no se sequen: ¡recuerdo, recuerdo que no quiero olvidar” (10).

Leer perpetúa la memoria individual y la colectiva. Es el testimonio propio de una o más personas dado un contexto espacio-temporal que no volverá a ser.

Leer y escribir pueden ir o no, acompañadas del anhelo de querer compartir el resultado de la actividad con otros. Los libros se reducen a pequeños cubículos de recuerdos y vivencias. Y tienen intencionalidad, lo que nos hace volver a Borges cuando éste expresa que lo relevante de un libro es la voz del autor. La intencionalidad es parte de la inteligencia, la que traza el límite entre el ser humano de todos los otros animales. Nos permite crear conceptos, sobre-expresar el lenguaje, discutir racionalmente y aprender. Todo aprendizaje, dice Scruton, se produce dentro de un marco de intereses y abre un golfo amplio entre realidad y apariencias para sembrar la semilla de la duda (11). El mundo nos compele a su propio conocimiento y nos arrastra hacia la complejidad.

Coda
Leer es, en último término, una invitación al conocimiento. Escribir, habiendo leído, para que otros lean, es una invitación directa a que conozcan mi propio mundo. A salir de mi autoinducida intimidad, revelándola por medio de un cifrado a los otros. Desnudándome lentamente, con el paso de cada palabra y perdiendo hasta el último esfuerzo en transmitir el mensaje. Qué con el paso de los ojos y del tiempo, se va difuminando cada vez más. Aunque no hasta desaparecer, eso quedará para cuando lo que obré esté extinguido de todo registro de cadenas de autores-lectores. Cuando no haya un ser humano capaz de recordar al autor en cuestión. Nunca lo sabremos, más les vale a los escritores extender su paseo terrenal lo que más se pueda. Y mientras el autor figure entre los vivos, siempre podemos ir a romper su estructura creativa aclarando las dudas de todo su contexto de producción. En el instante que su presencia se desvanezca, tendremos una nebulosa entre la verdad de su estado mental. Siempre estaremos encadenados a la duda de su pasado.

Santiago de Chile, 27 de junio – 16 de julio de 2015
NOTAS
(1) Freire, Paulo (1982) La importancia del acto de leer. Sao Paulo: Cortez Editora.
(2) Spengler, Oswald (1966) La decadencia de Occidente, vol. 2. Madrid: Espasa-Calpe, p. 60
(3) Ibíd., p. 64.
(4) Emerson, R. W. (1837) “The American Scholar”, An Oration delivered before the Phi Beta Kappa Society. Disponible en: http://la.utexas.edu/users/hcleaver/330T/350kPEEEmersonAmerSchTable.pdf
(5) Spengler, Oswald (1966) La decadencia de Occidente, vol. 1. Madrid: Espasa-Calpe, p. 217, nota 105.
(6) Ibíd., p. 396.
(7) Qué es ser un disidente en: Havel, Václav (2013) El poder de los sin poder. Madrid: Encuentro, pp. 70-5.
(8) Borges, J. L. (1998) “El libro”. En del mismo, Borges oral. Madrid: Alianza, pp. 9-23.
(9) Chartier, R. (2006) “¿Qué es un libro?” En del mismo et al, ¿Qué es un texto? Madrid: Círculo de Bellas Artes.
(10) Pamuk, O. (2008) El libro negro. Buenos Aires: Sudamericana, p. 37.
(11) Scruton, R. (1999) Filosofía para personas inteligentes. Barcelona: Península, p. 51.
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