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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Escenario de guerra: guión de la memoria adulto-juvenil

por Alex Ortega
Artículo publicado el 03/04/2007

Escenario de guerra es la escritura prototípica de la nueva narrativa chilena de la primera década del siglo XXI. Su catálogo de imágenes sirven de eje conector al momento de establecer los hitos de la memoria colectiva generacional postgolpe presentes en novelas comoMapocho, Las películas de mi vida y La burla del tiempo. Voces que se unen para armar el discurso de un pasado que se niega a caer en el olvido de la estética posmoderna.

 

La vida, un ballet sobre un tema histórico,
una historia sobre un hecho vivido,
un hecho vivido sobre un hecho real.
Julio Cortázar

Grito, aullido, descomposición de sonidos que
se repliegan en el lenguaje más primitivo.
La mujer violada,
el bebé con hambre,
el fusilado de guerra,
el hombre que cae pisos abajo,
mi madre bailando conmigo en el salón.
Todos coinciden en la misma mueca,
en la deformación de su rostro,
en el óvalo de su boca,
en el más abierto y cerrado de los sonidos.
Andrea Jeftanovic

 

Introducción
Hablar de la nueva narrativa chilena del siglo XXI es ineludiblemente hablar de memoria. Tema central que cruza una novelística que ve en el revisionismo biográfico e histórico una forma de compromiso con el pasado individual y colectivo. Entre las memorias de obreros (Santa María de las flores negras de Hernán Rivera Letelier), de marginales (Tengo miedo torero de Pedro Lemebel, Una novelita lumpen de Roberto Bolaño, Yo, yegua de Francisco Casas), de mujeres y hombres, encontraremos que parte de esta narrativa se aboca a recuperar los recuerdos que se inscribieron en la niñez y en la juventud, períodos del crecimiento en que se almacenan las vivencias propias y escuchadas, heredadas de los padres, que dejan huellas pero aún no un sentido profundo. Será recién en la madurez temprana de la adultez, ese final de juventud que siempre obliga a mirar hacia atrás, la que dará la distancia suficiente para la reflexión de lo vivido, de las marcas dejadas por la Historia (1) y por quienes rodearon el crecimiento y formación del individuo. La perspectiva del adulto-joven integrará a la memoria de la experiencia personal aquellos traumas y quiebres de memoria que están inscritos en sus padres, en sus familias y en la sociedad. Rastros dejados por el mayor hecho de violencia y represión que haya conocido la Historia de nuestro país: el Golpe de Estado de 1973 y la posterior Dictadura Militar. La imposición del régimen autoritario dejará hondas marcas en el imaginario colectivo, sucesos que se grabarán en la mente como verdaderas cicatrices, imágenes legadas por un pasado de violencia que están escritas en la memoria. Mismas imágenes con las cuales tendrá que lidiar esta nueva escritura de autores Postgolpe.

Rodrigo Cánovas, en Novela chilena, nuevas generaciones (1997), denomina Generación X o Generación Post-todo al grupo de escritores de la última década del siglo XX. Generación que adhiere al relato globalizado de la cultura de masas y evidencia una despreocupación y falta de compromiso con la Historia nacional, contrastando con la poética de generaciones anteriores y con la escritura del nuevo milenio, lo que marcaría un corte temático en la narrativa chilena. La Generación X pasa a ser una isla entre las Generaciones del 72 y 80 en su relación con la que hemos denominado Postgolpe. La Novela de la Desacralización (2) —generación del 72—, sacudida por el Golpe de Estado de 1973, se caracteriza por un tono contestatario que asimila el contexto político que la rodea; mismo camino que tomará la Novela de la Orfandad de la década del 80. La escritura de la generación Postgolpe mantendrá la función social de las generaciones anteriores, pero su mirada será hacia el pasado, en un afán revisionista de los acontecimientos que marcaron la fractura de un país, y el ejercicio de la memoria será el arma con la cual podrán enfrentarse a la corriente del posmodernismo. De ahí que la ideología que presentan algunas novelas de la narrativa chilena del siglo XXI sea una forma de lucha contra la estética posmoderna derivada de las dictaduras militares del cono sur, una mentalidad amparada en las leyes del neoliberalismo que intenta eliminar y remplazar constantemente el pasado, desechando lo anterior e impidiendo la persistencia de la memoria. Así, el pasado sólo se conoce en forma de fragmentos, ruinas, retazos de memorias que la narrativa chilena del nuevo siglo intenta re-hacer en los testimonios biográficos individuales que su proyecto escritural propone, comprometiéndose a cumplir con el deseo de sacar a luz las marcas dejadas por el pasado en la memoria, un cuerpo fracturado que se inscribe en otro cuerpo: el de la escritura, en la enunciación de la palabra traumática.

Andrea Jeftanovic (1970), Nona Fernández (1971), Alberto Fuguet (1964) y Mauricio Electorat (1960) son fieles representantes de esta generación de autores Postgolpe (3). Sus edades, que fluctúan entre los 35 y 45 años, los hace directos herederos de la experiencia dictatorial. Si bien, no vivieron plenamente conscientes la represión y violencia, pues los acontecimientos ocurrieron en la niñez, sí son testigos inmediatos gracias al traspaso generacional del hecho. Además, existen recuerdos e imágenes que inevitablemente quedaron grabadas en sus jóvenes memorias, las cuales se unirán a los relatos de personas mayores -seguramente de padres y familiares-, así como también a sus estudios y lecturas; una serie de elementos que los ayudará a completar el esquema de lo sucedido. De este modo, se intentará rearmar el rompecabezas de la Historia para encontrar puentes que unan los quiebres de la memoria y develar los sentidos ocultos de silencios y traumas.

Cronológicamente, Escenario de guerra (2000) de Andrea Jeftanovic es la novela que abre el nuevo milenio, convirtiéndose en el primer recuerdo, sin tiempos ni espacios determinados, que dará paso a una saga de palabras-novelas que intentan reconstruir una memoria colectiva desmembrada. Sus recuerdos junto a los deMapocho (Nona Fernández: 2002), Las películas de mi vida (Alberto Fuguet: 2003) yLa burla del tiempo (Mauricio Electorat: 2004)se insertarán dentro del nuevo marco de la ciudad globalizada y del libre mercado, intentando activar la memoria en contraposición al olvido pasivo –de archivos y souvenirs de épocas pasadas- al que obliga el posmodernismo en su ánimo historicista (4). El fin de ejercitar la memoria sería posibilitar el olvido activo necesario para alcanzar el duelo de la derrota provocada por el Golpe de Estado de 1973 en una gran porción de la sociedad chilena, y rearmar aquella Historia vedada y encubierta. Idelber Avelar dice que “Nutriéndose de un recuerdo enlutado que intenta superar el trauma ocasionado por las dictaduras, la literatura postdictatorial lleva consigo las semillas de una energía mesiánica que, como el ángel benjaminiano de la historia, mira hacia el pasado, a la pila de escombros, ruinas y derrotas, en un esfuerzo por redimirlos, mientras es empujado hacia delante por las fuerzas del ‘progreso’ y la ‘modernización’.” (2000: p. 286)

Ahora cabe cuestionarse qué es lo que esta narrativa recuerda. Qué sucesos, qué imágenes. Como se mencionó anteriormente, Escenario de guerra anula cualquier referencia directa a algún tiempo o espacio determinado, situación que nos lleva a pensar que lo realmente importante aquí son los hechos, las escenas que se conservan en la mente y que son rescatadas en la escritura del azul cuaderno de hojas gruesas que siempre acompaña a su protagonista. Esas imágenes que son capaces no sólo de marcar a un individuo, sino que a toda una generación, y queEscenario de guerra recopila en el catálogo de palabras y vivencias que Tamara construye, creando un eje de lectura que contendría aquellos hitos-imágenes de memoria por las cuales se revela el trauma individual, que es a la vez el colectivo, en las memorias adulto-juveniles de la novela chilena del siglo XXI.

Sabemos que la memoria es individual, sin embargo, siempre está enmarcada en un contexto social que posibilitará su interacción con otras memorias. Es así como ciertos sucesos que han afectado a la sociedad en su conjunto, son recordados en forma personal, pero el marco que encuadra dicha memoria, al ser social, posibilita el diálogo memorístico entre individuos, hasta el punto de llegar a crear colectividades de memoria:

(…)para fijar ciertos parámetros de identidad (nacional, de género, política o de otro tipo) el sujeto selecciona ciertos hitos, ciertas memorias que lo ponen en relación con “otros”. Estos parámetros, que implican al mismo tiempo resaltar algunos rasgos de identificación grupal con algunos y de diferenciación con “otros” para definir los límites de la identidad, se convierten en marcos sociales para encuadrar las memorias. Algunos de estos hitos se tornan, para el sujeto individual o colectivo, en elementos “invariantes” o fijos, alrededor de los cuales se organizan las memorias. (Jelin: 2002, p. 25)

La memoria adulto-joven de la narrativa chilena del último siglo establecerá como hitos indispensables de su generación todas aquellas imágenes relacionadas con la experiencia de guerrade la que han sido testigos directos o hereditarios, y que antes no pudo ser expresada a través de ningún tipo de vehículo de la memoria producto de la represión del régimen dictatorial impuesto en el país. Un silencio que esta generación de escritores Postgolpe intenta anular y materializar en la enunciación de la palabra antes censurada, de la imagen antes vedada, de la vivencia no comunicada. Escenario de guerra será el mejor conector a la hora de unir las memorias individuales presentes en Mapocho, Las películas de mi vida y La burla del tiempo, a fin de realizar un registro con los hitos memorísticos de una generación de escritores, y así comprender la identidad que construye esta narrativa.

La experiencia de guerra (6) que significó la Dictadura Militar iniciada en Chile con el Golpe de Estado de 1973 será el primer hito memorístico del cual se desprenderán otros hitos de igual importancia. La nueva narrativa iniciará la reconstrucción de esta experiencia de la misma manera que Tamara escribe su cuaderno azul:

Las preguntas de papá iluminan mis búsquedas, las cosas que después leo. Busco respuestas reuniendo retazos, claves, frases incompletas que encuentro en libros, revistas de la época, cartas familiares. Armo un rompecabezas juntando las interrogantes de papá y mis hallazgos. Busco el significado de oraciones sueltas, extraños términos y su significado en el diccionario. Anoto fosas comunes, epidemia, deportaciones. Algunas de esas palabras no aparecen y entonces un nuevo abismo se abre ante mí. (Jeftanovic, p. 29)

Comienza la tarea de la memoria. Tamara escribe, busca sentidos al unir retazos de recuerdos y  hurgar afanosamente en el pasado. Su sangre menstrual será el flujo de la memoria que activará el trauma que a dejado la experiencia bélica en su padre. Surgirá el paso destructivo de las marchas que significan vidas de los militares, que siembran el miedo y hacen del desaparecido una constante pesadilla. La tortura se convierte en la herramienta que permite se pase de la escritura en los cuerpos a la manipulación de la verdad. Y de Chile, cicatriz y país maldito, sólo quedará el trauma, un duelo irresuelto que pide paz reflejado en la incomunicación de padres a hijos,  provocando el sentimiento de orfandad que obliga a la búsqueda de sentidos del pasado en una lógica de la memoria.

Tamara es una joven que se irá transformando en sujeto de experiencia, al igual como sucederá con otros personajes de esta narrativa: la Rucia y el Indio deMapocho, Beltrán Soler de Las películas de mi vida y Pablo Ruitort de La burla del tiempo. Múltiples subjetividades  convergen en una memoria común que surge del ejercicio de sacar a luz esas huellas dejadas por un pasado que estaba acallado y que se materializa en las páginas de un libro. La experiencia individual se hace algo colectivo, pues al comprender que “Las memorias son simultáneamente individuales y sociales, ya que en la medida en que las palabras y la comunidad de discurso son colectivas, la experiencia también lo es” (Jelin, p. 37), entenderemos que, tanto la enunciación como la escritura son un acto individual que se inserta en lo social, permitiendo la dialéctica de palabra y memoria entre distintos sujetos. En este sentido, Escenario de guerra dialoga con Mapocho, Las películas de mi vida y La burla del tiempo en el rescate de un suceso contenido en el inconsciente individual que pasa a formar parte de la experiencia colectiva; y sus páginas se van convirtiendo en un catálogo de imágenes, un cuaderno-novela en que se van escribiendo y describiendo esas escenas sueltas que se grabaron en la memoria de una generación, sea por la vivencia directa o por el traspaso generacional de padres a hijos. Y ahora, con la distancia que da el tiempo, los autores y personajes de esta narrativa buscarán las respuestas y los sentidos que no lograron encontrar en su niñez y juventud, portando como emblema la leyenda del personaje de Tamara, quien siempre recuerda, nunca olvida:

-‘Yo recuerdo’ –afirmo.
-¿Qué lógicas operan en ti? –interrumpe.
-Las de la memoria. Vivo en el pasado, no alcanzo a entrar en el presente.
-Ahora, definamos a nuestro público.
-No importa, son todos, son nadie –apunto a las butacas vacías.
(Jeftanovic, p. 132)

Se dispone la escenografía. El público está dispuesto.

La sangre: el flujo de la memoria
Terminada la lectura de Escenario de guerra es imposible no preguntarse por qué en Tamara, su protagonista, surge la necesidad de recordar, contar y escribir. Inmediatamente podemos encontrar una primera respuesta: para que su padre deje de golpear la mesa con el puño cuando llega su menstruación:

Sangro cuando no debo. Día por medio. Todos los lunes. Lleno mis cajones con compresas de algodón y gasas que después presiono entre mis muslos. Papá se pone extraño cuando sangro. Esos días no me dirige la palabra. Nuestras miradas se encuentran en la mesa. Son tan parecidos nuestros ojos. Creo que cuando sangro, papá piensa que he herido a alguien. No recuerdo haber dañado a nadie. Tal vez lo hice, pero no recuerdo.
Papá dice no quiero sangre en esta casa. Es la única vez que golpea la mesa. (p. 37)

La unión de dos sucesos, menstruación y golpe, obligan a buscar un sentido a la secuencia de acción (7). Las interrogantes de Tamara niña se agudizan al convertirse en mujer. Entiende que necesita reconstruir una historia oculta y que el flujo de su sangre está en estrecha relación con la memoria de su padre. Una memoria estancada, traumada, que Tamara buscará sanear. Elizabeth Jelin dirá que “El acto de rememorar presupone tener una experiencia pasada que se activa en el presente, por un deseo o un sufrimiento, unidos a veces a la intención de comunicarla” (p. 27) y que “El acontecimiento o el momento cobra entonces una vigencia asociada a emociones y afectos, que impulsan a una búsqueda de sentido. El acontecimiento rememorado o ‘memorable’ será expresado en una forma narrativa, convirtiéndose en la manera en que el sujeto construye un sentido del pasado, una memoria que se expresa en un relato comunicable, con un mínimo de coherencia.” (p. 27) Sin duda, en el padre está el recuerdo, pero no hay ninguna intención por comunicarlo; por el contrario, en Tamara opera la lógica de recordar y contar-escribir. Nos enfrentamos entonces a una interesante antítesis: mientras en Tamara se activa un flujo –el de la menstruación–, en su padre se está constantemente deteniendo uno: el de la memoria.

Vemos que la sangre está relacionada con el fluir de los recuerdos y su persistencia. Si seguimos lo tratado por René Girard en La violencia y lo sagrado (1983) acerca del tabú de la sangre menstrual, encontraremos que la menstruación de Tamara tiene, con respecto a esto, una connotación fundamental. Girard señala que la sangre menstrual cabe dentro del marco general del derramamiento de sangre y que, dentro del pensamiento primitivo, esta sangre es considerada impura al no formar parte de algún tipo de sacrificio religioso (p. 40) A este aspecto es al que primero hace referencia el padre cuando ve sangrar a su hija, puesto que

(…)la impureza ritual está presente en todas partes donde se pueda temer la violencia. Mientras los hombres disfrutan de la tranquilidad y de la seguridad, no se ve la sangre. Tan pronto como se desencadena la violencia, la sangre se hace visible; comienza a correr y ya es imposible detenerla, se introduce por todas partes, se esparce y se exhibe de manera desordenada. Su fluidez expresa el carácter contagioso de la violencia. Su presencia denuncia el crimen y provoca nuevos dramas. (p. 40-41)

Surge el drama de los miedos acallados y de los recuerdos silenciados. La sangre que brota de la menstruación de Tamara permite la emergencia del recuerdo adormecido, convirtiéndose en la imagen de lo siniestro que permite descubrir la verdad oculta, aquella que nunca debiera surgir de los oscuros laberintos de la memoria para trastornar la realidad que se ha construido a base de silenciamiento (8). El padre verá sangrar a Tamara como alguna vez vio sangrar a los cuerpos en la guerra, una imagen que su progenitor revive periódicamente, cinco días cada mes:

Bajo la cabeza, recojo las manos sobre mi falda y miro el piso. Las aureolas marrones en el pavimento. Cierro las piernas, hundo el vientre, respiro hondo. Los cuerpos cubiertos por periódicos. Doblo las rodillas, separo los labios, estiro el cuello. Alguien parte en un tren sin regreso. Encojo los hombros, flecto el codo, estiro las manos. Se escribe una lista de nombres mientras se araña el suelo con una pala. Yo sé que cuando sangro, papá piensa, sospecha, está seguro que tengo algo que ver con el oficial de brazo alzado. (Jeftanovic, p. 40)

El fluir de la sangre va paralelo a la secuencia de escenas que se representan en la mente; y ambos flujos, sangre y memoria, se unen a un tercero: el tiempo, en el retroceso hacia el rescate del pasado. Mapocho sugerirá que los recuerdos se incrustan como vidrios en la cabeza y brotan con la emanación de un hilo de sangre que corre mientras se reconstruye el recuerdo: “El parabrisas explotó al primer impacto. Mi cabeza absorbió todos los vidrios que pudo y los almacenó adentro como un montón de subvenires del lugar de los hechos. Cada astilla que tengo incrustada en la nuca me trae un recuerdo distinto, un olor, un sonido.” (p. 63-64) El recuerdo es doloroso. Pero es doloroso porque está lleno de melancolía, de pérdidas irrecuperables, de hechos que nunca podrán ser enmendados. La Rucia recordará su niñez, su adolescencia y el amor incestuoso del Indio. También recordará a Fausto, su padre, los silencios de su madre y el enigma de una verdad que ahora se intenta descubrir. La sangre es recuerdo, su flujo es memoria.

En Las películas de mi vida, Alberto Fuguetmostrará de otro modo la representación dolorosa del pasado por medio de este elemento. Con la mordedura en la mejilla que sufre la hermana de Beltrán Soler producto del ataque de un gran danés, Fuguet creará una escena que habla de la violencia presente y futura del régimen dictatorial que se va imponiendo en Chile:

Luego colgó y nos dijo que Allende estaba muerto, el palacio de La Moneda ardía y una junta militar estaba en control.

-Ya podemos ir a Chile –acotó.
Manuela se puso a llorar y al mirarla nos dimos cuenta de que seguía sangrando, toda su frazada estaba empapada de rojo.
-Esta herida no va a cicatrizar tan fácil –agregó mi madre-. Tiene para rato. (p. 191)

El día del Golpe se metaforiza en la mordedura alevosa y el derramamiento sangriento provocado por la brutez del instinto animal. La sangre denuncia el crimen y mana con la misma efusión del acto violento, empapándolo todo, escurriéndose para dejar suficientes rastros de su paso, para que no quede duda de lo sucedido. Luego de correr, la sangre se estancará y la herida cicatrizará, dejando su huella para la posteridad.

La sangre es la imagen que permite encontrar una puerta por la cual entrar hacia el pasado. Elizabeth Jelin distinguirá entre reconocer y evocar:“En el plano individual, los psicólogos cognitivistas hacen la distinción entre el reconocimiento (una asociación, la identificación de un ítem referido al pasado) y la evocación (recall, que implica la evaluación de lo reconocido y en consecuencia requiere de un esfuerzo más activo por parte del sujeto)(…)” (p. 22-23) La imagen será reconocida, asociada a un hecho pasado, para permitir luego su reconstrucción, es decir, su evocación. Así, la sangre cumple esa función que alguna vez Marcel Proust atribuyó a olores y sabores al momento de recobrar un pasado, una infancia y un pueblo entero (9). Las percepciones abstractas de un aroma, de un gusto, son una gota capaz de sostener al gran edificio del recuerdo. Pero la visualización de la sangre volverá palpable la imagen violenta del ayer. La vista chocará con su impureza evitando por todos los medios el contagio con la esencia derramada en el pasado. El golpe en la vista es también un golpe para la memoria, ya que emerge el sentimiento de revivir una experiencia de guerra que se creía enterrada, silenciada, burlada.

Experiencia de guerra: el Holocausto como paradigma
Existen situaciones de violencia en donde “El acontecimiento traumático ‘real’ queda ubicado fuera de los parámetros de la experiencia habitual, de lugar y de secuencia, su revivencia no tiene temporalidad previsible; aparece inesperadamente y está al asecho en la vida presente, camina subterráneamente en el sujeto y esta atemporalidad produce una forma particular de presencia latente.” (Kaufman, p. 5-6) Los recuerdos no tienen tiempo definido para hacerse presentes. Las imágenes que nuestra memoria contiene siempre están allí, almacenadas, silenciosas, esperando que suceda algo que nos invite a sacudirles el polvo de la Historia. La función de la sangre en Escenario de guerra es justamente permitir el regreso de la guerra en la mente del padre. Su trauma no tiene un tiempo determinado de origen ni un espacio que lo enmarque. Él sólo posee hechos, imágenes: “Si papá mira por la ventana, se queda hipnotizado en el horizonte… allá desfilan soldados pardos que exhiben las culatas metálicas de sus fusiles, marchan en dos filas con sus rostros impertérritos, seguidos de coches blindados.” (p. 24) Desde el horizonte resurgen los soldados y la guerra. De la sangre renacen los muertos. Se perfila el escenario del trauma, de la experiencia retenida.

Tiempo sin fechas, territorio desconocido. La “guerra” a la que hace alusión el título de Escenario de guerra es una amplia referencia a cualquier situación en que se crucen violencia y genocidio, y todas aquellas consecuencias que se deriven de ello. Motivo que hace imposible su lectura sin evocar los dramas del Holocausto. Andreas Huyssen trata este tema como un tropos que a devenido en universal:

Es precisamente el surgimiento del Holocausto como un tropos universal lo que permite que la memoria del Holocausto se aboque a situaciones específicamente locales, lejanas en términos históricos y diferentes en términos políticos del acontecimiento original. En el movimiento transnacional de los discursos de la memoria, el Holocausto pierde su calidad de índice del acontecimiento histórico específico y comienza a funcionar como una metáfora de otras historias traumáticas y de su memoria. (p. 4)

Escenario de guerra se convierte en el prototipo escritural de este tropos globalizado del que nos habla Huyssen. El Holocausto universalizado se presenta en las imágenes sin contexto específico que luego podremos localizar en las novelas posteriores de memoria adulto-juveniles, porque “Al mismo tiempo, resulta importante reconocer que mientras los discursos de la memoria en cierto registro parecen ser globales, en el fondo, siguen ligados a las historias de naciones y estados específicos.” (p. 7) El Holocausto se transformó en el mejor ejemplo de la violencia que el hombre puede generar contra su propia especie, situación que lo establece como la gran matriz metaforizable capaz de expresar la intensidad de lo que verdaderamente significa la violencia, ya no como hecho en sí, sino como capacidad humana. Entonces, cómo evitar comparar las imágenes del Holocausto con las imágenes de nuestra historia más cruda de violencia: el Golpe de Estado de 1973 y la posterior Dictadura Militar. Acontecimientos semejantes separados por unas cuantas décadas.

El año 1973 marca el inicio de una crisis identitaria y memorística en la sociedad chilena. Los hechos de violencia y represión obligan a callar lo que sucede, se generan los traumas y se impone el silencio:

Los períodos de crisis internas de un grupo o de amenazas externas generalmente implican reinterpretar la memoria y cuestionar la propia identidad. Estos períodos son precedidos, acompañados o sucedidos por crisis del sentimiento de identidad colectiva y de la memoria. Son los momentos en que puede haber una vuelta reflexiva sobre el pasado, reinterpretaciones y revisionismos, que siempre implican también cuestionar y redefinir la propia identidad grupal. (Jelin, p. 26)

Es en la transición política de nuestro país que comienzan a surgir las enunciaciones de lo vivido. El relato del hecho traumático se conserva en la conciencia hasta que pueda ser expresado una vez superada la crisis aniquiladora y represiva. Los vehículos de memoria se materializan y las memorias y experiencias de los individuos comienzan a interactuar. Recordemos que toda memoria individual está siempre enmarcada socialmente, y por eso “(…)se la puede interpretar también en el sentido de memorias compartidas, superpuestas, producto de interacciones múltiples, encuadradas en marcos sociales y en relaciones de poder. Lo colectivo de las memorias es el entretejido de tradiciones y memorias individuales, en diálogo con otros, en estado de flujo constante(…)” (p. 22) Gracias al constante diálogo entre las memorias individuales es que se forman las memorias de grupos, que escogen ciertos hitos para diferenciarse de otras colectividades y así construir su identidad propia. Las escenas que contiene Escenario de guerra son entonces una serie de imágenes que también son compartidas por toda una generación. Imágenes que se guardan en el inconsciente de una colectividad y construyen una memoria de grupo al entrar en contacto unas con otras, en la reiteración de lo rememorado.

Marchas que significan vidas
La experiencia de guerra chilena tiene su denominador común en la violencia ejercida por militares. Su paso es representado en las marchas que realizan para imponer su poder, recorriendo cada rincón de la ciudad sitiada: “Antes fue la marcha de las botas negras desalojando los hogares. La marcha de los trenes en dirección a los campos. La marcha de los oficiales ordenando el fusilamiento. La marcha de los sepultureros hacia las fosas comunes. La marcha de los aviones bombardeando las aldeas. La marcha de papá de la mano de su madre escapando a un continente sin guerras.” (Jeftanovic, p. 145) La llegada de los militares es sinónimo de alteración de lo cotidiano. La vida diaria es intervenida por el régimen del terror, cambiando el devenir del país, de la sociedad y la familia. Mapocho da cuenta de esta alteración en el orden familiar y social provocado por su llegada: “La historia había quedado sin final porque hacía unos días que todo el Barrio tenía prohibido salir. Las calles estaban llenas de milicos y de helicópteros sobrevolándolo todo, y sólo las viejas salían a copuchentear a las esquinas, mientras el resto nos quedábamos encerrados, jugando a cualquier cosa, o pidiéndole a mi padre que terminara esa historia que nos había dejado inconclusa.” (p. 92) La historia queda realmente inconclusa. Con la llegada de los militares la familia de la Rucia se divide, pues el quiebre que provoca la invasión es un suceso que marcará para siempre la construcción de la identidad personal y familiar: mientras Fausto, padre de la Rucia y del Indio, es llevado por los soldados para que preste sus servicios al régimen, la madre escapará con los dos niños hacia una isla en el mediterráneo, cortando la comunicación entre padre e hijos, dejando atrás la ciudad asediada. Sin embargo, y por más que se intente, no se suprimirá la acción de los recuerdos y de la memoria. El padre ausente siempre estará en la mente de los hijos a pesar del silencio claustral de la madre, y las figuras de la Rucia y del Indio serán un constante anhelo en la vida de Fausto.

Estas mismas marchas de ocupación se muestran en Las películas de mi vida cuando Beltrán recuerda que “Santiago estaba plagado de militares y las señoras en la calle aplaudían cuando pasaban los camiones con los soldados apuntando sus metralletas hacia los edificios.” (p. 241) Para Beltrán Chile es un país en guerra, digno de una película de Hollywood. Su visión de niño extranjero se enfrenta al contexto de los primeros meses de la dictadura, sin nadie que lo ayude a comprender lo que realmente significa la desarticulación política y social que vive la nación. Ya adulto, será a propósito de la canción principal del film Oliver! que recordará la activa marcha de limpieza-exterminio que los militares hacían por las noches en la ciudad:

La canción principal, Consider yourself, aún hoy me llena de una extraña melancolía y, en vez de traerme recuerdos de la California de fines de los sesenta, me remite de inmediato al Chile postgolpe, a cuando retornamos o, para decirlo de otro modo, a cuando me dejaron abandonado en un país bajo toque de queda donde, a veces, en medio de la noche, se escuchaban ráfagas de metralletas que alegraban a mi abuela, que comentaba:
-Otro upeliento que cae, ojalá los maten a todos. (p. 99)

Quien no es asesinado en el acto es encarcelado. El lugar por antonomasia es el campo de concentración, verdadera fábrica de tortura y desaparición. En uno de sus sueños, Tamara verá “Un campo desolado y agrietado donde hay personas electrocutadas, miembros heridos, lavatorios con sangre.” (Jeftanovic, p.75) El sueño denota a esos lugares en que se mantienen como rebaños de sacrificio a los individuos peligrosos para el régimen que se intenta imponer. Campo que siembra desolación en los cuerpos a través de la práctica de la tortura, hiriendo carne y mente, dejando correr la sangre como dejamos correr el agua del lavamanos. Así,Mapocho mostrará cómo la cancha de fútbol, lugar de reunión vecinal de cada domingo, es transformada por los militares en el campo de concentración donde mantienen detenido a prácticamente todo el Barrio de la Chimba. En este lugar se castra la libertad de acción, se viola, se atiende sangrientamente un parto y se hace desaparecer el cuerpo del bebé. El arrebato por la desaparición del recién nacido hace surgir una rebelión contra la imposición del poder, sucediendo lo inevitable: “El fuego se tragó a la cancha y a medio Barrio, y luego se consumió solo bajo la mirada de todos. Cuando el sol salió no quedaba más que el humo y el olor a carne chamuscada llenando las calles.” (p. 174) Las cenizas serán el mudo testimonio del enjaulamiento, crimen y represión llevada a cabo por los soldados. Sobre ellas, el régimen construirá un edificio de oscuros cristales, símbolo de la nueva ideología y paradójico monolito que señalará el lugar del atropello en vez de ocultarlo. En su último piso, Fausto escribe la Historia oficial y apunta, en papeles sueltos, la Historia marginal, aquella no aprobada por los rectores del gobierno. La palabra que construye la Historia vedada es sofocada por el edificio del poder. Comenzará así la manipulación de la verdad en la enseñanza de los niños, de los futuros ciudadanos.

En la descripción que Beltrán realiza del sistema escolar chileno encontraremos un paralelo del campo de concentración. El uso de uniformes, el pelo corto “a lo militar”, la fila para cantar la canción nacional, recibir la leche e ingresar a las salas nos hablarán de la homogeneidad que busca establecer el régimen. El colegio es una clara referencia a cómo se vive en el Chile dictatorial. El recinto escolar se describe como una institución de instrucción prusiana, en donde quien no obedece es directamente golpeado. Beltrán recuerda la bofetada que recibió de aquella profesora con acento alemán cuando no quiso tomar la leche que el gobierno brindaba a los estudiantes: “Lo curioso es que no derramé nada, sólo me quedé ahí, como Mark Lester, pero yo, para más remate, no era rubio como Oliver, ni como mi primo Milo que era idéntico a Mark Lester. Así que abrí la boca y dejé caer las gotas de sangre sobre la viscosa nata que se formó arriba del tazón y luego, frente a la tante, bebí la desabrida y horrorosa leche que nos había regalado el nuevo gobierno militar.” (Fuguet, p. 101) La fila de alimentación de los “prisioneros” y la violencia que marca el golpe-sangre repite el accionar del régimen. El colegio reitera la experiencia del campo de concentración al igualar a todos los individuos, de ahí la alusión que hace Beltrán: ser rubio, ser distinto, diferenciarse por venir de Estados Unidos, el país autodenominado de la libertad.

Por medio del “dicen”, que rescata la voz popular en Mapocho (10) , se contará acerca de la construcción del puente Calicanto. El Diablo, arquitecto y capataz de la monumental obra eslabona hombres en una gran cadena de trabajos forzados. El campo de concentración adquiere otra faceta. Los prisioneros trabajan para y bajo la vigilancia del Diablo, personificación del dictador genocida. El régimen de trabajo es muy simple: quien trabaje-viva como corresponda seguirá trabajando-viviendo, quien reclame será castigado, y quien no soporte este régimen, se irá por las aguas del río: “Dicen que muchos no soportaron tan noble expiación y se fueron débiles por el río. Cuerpos azulosos partieron engrillados por el Mapocho y se perdieron en sus aguas. Indios muertos. Negros. Mestizos. Nadie estaba libre de la furia del Diablo. Dicen que bastaba un pequeño reclamo para que él apareciera con su bastón a repartir golpes de castigo.” (p. 84) La construcción del puente Calicanto se convierte en metáfora del campo de concentración y de lo que significa vivir en una ciudad sofocada por un régimen subyugador. Los habitantes pasan a ser piezas dirigidas por reglamentaciones determinadas e impuestas por el poder rector. Cualquier desobediencia puede significar encierro y castigo, desaparición y muerte.

Desaparecido:  una constante pesadilla
A esta altura emerge el tema ineludible de los detenidos desaparecidos, hombres y mujeres que fueron tomados presos y nunca más volvieron, transformándose en parte esencial del trauma postdictatorial. Individuos que desaparecieron y cuyo recuerdo es imposible separar de la visión de tortura y sangre. Tamara nos traerá el miedo y la imagen de la pesadilla: “No dejo de sangrar, no puedo dormir, temo amanecer diluida en una mancha.” (Jeftanovic, p. 39) No se quiere perder la conciencia ahogado por la propia sangre, desapareciendo en ella sin que nadie se entere.

Ya veíamos que un lugar referido a la desaparición de cuerpos es el río, especialmente la serpenteante figura del río Mapocho. En esta narrativa, el río perderá su poética acepción de largo camino de la vida para transformarse en sendero de muerte que no conduce al descanso eterno. Mapocho mostrará de excelente manera cómo el río sigue siendo un lugar de tránsito, pero ahora ya no de la vida, sino que de muerte, de cadáveres. Las aguas son un viaje que no conducen a la muerte de los muertos que todos tanto anhelan, sino que es un constante errar, vagar y penar (11). La acumulación de los cuerpos que “alguien” tiró es descrita en la visión que la Rucia tiene cuando niña: “De pronto, en la ribera del río, un grupo de cuerpos aparecieron derrumbados unos sobre otros. Todos hombres. Todos con las manos atadas en la espalda. Estaban casi desnudos. Llevaban los pantalones abajo, a la altura de los tobillos, y el torso descubierto y ensangrentado. Las aguas del río los mojaban y limpiaban de a poco.” (p. 152-153) La Rucia piensa en un “alguien”. Su inocencia infantil y el silencio evasivo de la madre se confabulan para ocultar las preguntas de quién lanzó esos cuerpos, por qué están apilados en la rivera del río. Será mucho más adelante que recordará esta imagen y la asociará con la llegada de los militares, con la desaparición de su padre y los muertos que se aglomeran en las aguas y orillas del Mapocho gimiendo a causa del descanso incumplido, negado.

Por su parte, La burla del tiempo será explícita al momento de responder sobre el quién y el por qué de la imagen vista por la Rucia. La narración de PabloRuitort no dejará lugar a dudas y hará directamente responsable al régimen dictatorial por la desaparición de cuerpos en las aguas del río: “El documento, los interrogatorios, la tortura, acaso la desaparición, arrojados al Mapocho, al océano Pacífico, sin explicaciones, sin que nadie rindiera cuentas de ninguna clase, como tantos.” (Electorat, p. 124) Porque de eso se trata hacer desaparecer el cuerpo de un otro: eliminarlo completamente, que no queden huellas de que alguna vez ese cuerpo existió. Lanzado a un río, al océano o subido por la fuerza a un tren con destino desconocido, son imágenes del transitar de los cuerpos de la vida a la muerte, y que se repiten una y otra vez: “Alguien parte en un tren sin regreso.” (Jeftanovic, p. 40) dirá Tamara, y de inmediato se recuerdan los sonidos que oye su padre: “A papá lo invaden siempre los mismos ruidos: las pisadas sobre los adoquines, los arañazos de una pala contra la acera, el silbido agudo de las bombas, los estertores de un moribundo. Si sigue repasando las noticias…, escucha los chirridos del eje del tren, el golpe seco de un portón de madera.” (p. 25) El sonido del tren está presente en los oídos de quien fue testigo de cómo partían esos ferrocarriles llenos de personas sin un rumbo fijo. Su constante pesadilla del tren que parte y que lo deja solo en el andén nos remite a formularnos las preguntas que se hacen en Mapocho las voces del dicen popular a propósito de la Estación Mapocho: “¿Algún padre o abuelo les habrá contado sobre la Estación? ¿Sabrán que desde aquí salían trenes hace años? ¿Tendrán la más remota idea de cuánta gente partió para no volver desde ese edificio? ¿Alguno imaginará cuándo la cerraron, por qué, en qué extraño momento una estación de trenes se convierte en un centro cultural?” (p. 127) La pesadilla del padre de Tamara se explica a través de estas preguntas que son respuestas. La estación es el punto de partida para un viaje sin regreso, en donde las manos que hacen señas son los adioses de un olvido nunca logrado, de un duelo incompleto provocado por no saber en dónde están esas mismas manos que se agitaron a nuestras espaldas:

Papá tiene siempre la misma pesadilla. Él en una estación de trenes vacía. Piensa que la mano de Dios lo dejó en el andén equivocado: “cuando giro la cabeza veo multiplicarse los rostros perdidos de los niños. La mirada ausente de las mujeres. La espalda encorvada de los hombres. Tengo los puños cerrados. Todos ellos peregrinan cabizbajos por este paisaje atómico. Son cientos, son miles que arrastran sus pies sobre los rieles de metal. Y tengo los puños cerrados. Estos seres abordan los vagones. Sigo con los puños cerrados. Suena el silbato afónico. Las ruedas de fierro se ponen en movimiento. Comienzo a andar con los puños cerrados. Las sombras de los vagones reptan el suelo. Los veo alejarse haciéndome señas con sus manos que se asoman por estrechas ventanas. Corro sobre los durmientes con los puños cerrados. Los contemplo hasta que la oscuridad de un túnel se traga a las últimas figuras. Corro y corro detrás del tren pero quedo a medio camino, en la dirección opuesta”. (Jeftanovic, p. 17-18)

Los recintos conservan en la actualidad los nombres y el espacio que antes significaron un portal a la tortura y la muerte. Pablo, siguiendo a una cabaretera, se encontrará en el metro de París con algo que traerá una secuencia antes vista: “En un panel, en la mitad del andén, alcancé a leer Drancy, deportación, pensé, vagones llenos de ancianos y mujeres, personas como las que salían ahora de la estación, pasaban por un puente elevado sobre las vías del tren o se perdían por las calles de ese pueblo, personas hambreadas, asfixiadas, calcinadas.” (Electorat, p. 59) Un nombre que recuerda macabros sucesos de la Historia, y que más adelante se podrá relacionar con lo contado por Claudio, conformando una verdadera fotografía del traslado de torturados: “(…)el vehículo arranca, va encima de otros cuerpos, escena clásica, ¿sabes?, dice ahora, en Castelldefels, España, veinte años después. Los vagones hacia Auschwitz y todo eso, sí, pero eso era allí mismo, donde vivíamos todos nosotros, en la Alameda, en ese pequeño país del culo del mundo, le digo.” (p. 301) Auschwitz, Drancy y la Alameda. Las imágenes del Holocausto globalizado hablan de nombres y lugares distintos, pero de un mismo hecho: genocidio. Término que nominaliza a todo un conjunto de acciones que conforman el glosario de la experiencia dictatorial chilena: imponer, vigilar, perseguir, inculpar, detener, torturar y desaparecer.

Desaparecer. Hacer desaparecer. Es la primera tarea que realizarán las dictaduras militares. Desaparecer la información para re-hacerla. Hacer desaparecer los cuerpos para readecuar la sociedad. El exterminio físico es una fórmula muy efectiva para reprimir las acciones, acallar las masas y promover el olvido a través del silencio. Raquel Olea apunta que

Desde el primer día de su ejercicio, la dictadura chilena utilizaría un lenguaje constituido por gritos, golpes, agresión física, vejaciones y humillaciones corporales, clausura de la palabra y la mirada del otro; encapuchamiento, vendaje sobre los ojos y mordazas en la boca, acallamiento y sometimiento del cuerpo a privaciones o exacerbaciones sensoriales insoportables. Traducciones todas del sistema de signos que organizan la transmisión de poder total. (p. 203)

Todo este aparato represor busca el control y exterminio de todo pensamiento que no sea parte del imaginario que el poder impone. Los cuerpos  son concebidos “como depositarios de ideas insoportables para el nuevo orden” (p. 203), situación que hace de la tortura el medio de castigo, y a la desaparición la forma de supresión total del discurso opositor. Vemos que se estructura una dicotomía indivisible entre pensamiento y cuerpo. Para los autoritarismos, el cuerpo será peligroso en la medida en que contenga ideas opositoras al régimen y que puedan llegar a materializarse en acciones insurrectivas capaces de hacer tambalear al aparato dictador. Por esta razón, la tortura es un medio en que la principal función es traumar el pensamiento del individuo antes que obtener algún tipo de información:

La delación extraída bajo tortura sólo muy raramente puede servir al aparato torturador en el mapeo de sus próximas víctimas. Invariablemente, su objetivo es producir en el sujeto torturado mismo unefecto de autodesprecio, odio, vergüenza. La producción forzada del lenguaje durante el acto de tortura prepara uno de sus efectos más odiosos, la prevención de un lenguaje postraumático, la producción en el sujeto de una imposibilidad básica de articular la experiencia en el lenguaje. Hacer hablar para que no pueda hablar, producir lenguaje para manufacturar el silencio. (Avelar, 1999: p. 183)

La tortura es una violentación destinada a traumar y destruir tanto al cuerpo como a la representación de mundo por medio del lenguaje en el mismo momento de su acto. El cuerpo pasa a recibir grabada en la piel la ley impuesta por el poder, para que cada vez que se vea la cicatriz dejada por la tortura la mente se bloquee, surja el miedo y su consiguiente silencio. Pero es a través de la desaparición del cuerpo que las dictaduras han logrado el resultado más eficiente, puesto que, junto con eliminar al elemento subversivo, trauman a los familiares del individuo con el drama del duelo irresuelto, del cuerpo perdido, “esfumado”. Una vez desaparecidos y acallados los elementos peligrosos, el oficialismo puede comenzar a escribir su historia, su verdad de los hechos; desplazándose de la escritura de la ley en los cuerpos de las víctimas a la escritura de la verdad hegemónica en el papel de la Historia.

De la escritura en los cuerpos a la manipulación de la verdad
Cada comunidad va construyendo su memoria por medio de lo que en ella se recuerda, sea por documentos escritos o por el traspaso oral que se da de generación en generación. Así, “Actores sociales diversos, con diferentes vinculaciones con la experiencia pasada –quienes la vivieron y quienes la heredaron, quienes la estudiaron y quienes la expresaron de diversas maneras- pugnan por afirmar la legitimidad de ‘su’ verdad” (Jelin, p. 40); sin embargo, estas pugnas quedan violentamente suprimidas cuando un ente dictador toma el poder, ya que son los agentes estatales los que tienen un mayor peso al momento de establecer y elaborar una memoria oficial. La dictadura de las acciones se convierte también en el dictado de la Historia.

En Escenario de guerra el padre prohíbe a Tamara leer libros de historia: “Me prohibió leer libros de historia, anota un año en sus piernas. No sabe que escondo una enciclopedia debajo de la cama, y que yo también registro esa fecha como un tatuaje en mi mente.” (p. 18) La prohibición está destinada a ocultar la verdad de los sucesos para que no renazca el trauma y evitar así enfrentar su posterior diálogo. Sin embargo, Tamara anota las fechas que luego buscará en la enciclopedia para armar el rompecabezas en que se ha transformado su padre. Surge la problemática de qué verdad consumir, qué Historia creer: la escrita en enciclopedias, la escuchada de los padres y familiares, o la que se arma en forma personal. El mejor ejemplo de esto es la Historia que escribe Fausto en Mapocho. Una doble articulación en que, por un lado se escribe lo dictado por el oficialismo; mientras que por otro, en una serie de hojas sueltas, se escribe aquella Historia prohibida, aquello que no se deja salir a la luz pública: la Historia no contada, pero escrita en los márgenes de la oficialidad. La razón que tiene el propio Fausto para realizar esta doble tarea es muy simple: “Fausto piensa que la Historia es literatura. De otra manera él jamás se habría acercado a ella. La Historia, cree él, se inventa a partir de las palabras como un verdadero acto de ilusionismo.” (p. 40) El acto de ilusionismo al que hace referencia el pensamiento de Fausto es la multiplicidad de verdades que existen al momento de crear una Historia. Cada grupo recuerda lo que quiere que se recuerde, escogiendo y manipulando los hechos constituyentes de la Historia que se desea instituir. Ahora bien, en dictadura, la lucha por establecer verdades históricas se zanja de raíz con la imposición de una verdad inmutable dictada por el organismo rector: “Poco a poco su Historia se va legitimando, va ganando terreno, va anulando a las otras, a esas que han sido sacadas de los anaqueles, de las listas escolares, de las librerías, hasta de las tiendas de libros usados. Su versión es correcta. Lo que él ha escrito existe y lo que no, bien merece ser olvidado. Ese fue el trabajo que le dieron por hacer.” (p. 42) Fausto ha escrito lo oficial y lo marginal. Una Historia que se consume y otra que se mantiene oculta en los cajones de su escritorio. Pero los fantasmas clamarán por la luz de la realidad; gritarán desde la calle a Fausto para que se atreva a sumar los manuscritos a la Historia que circula, para pedir justicia, pedir verdad.

En La burla del tiempo más que la verdad, lo que importa es la información, pues a través de ella se puede manipular a las masas. El aparato de inteligencia del régimen necesita de la información para controlar y localizar a los elementos “izquierdozos” del pedagógico de la Universidad de Chile. Nelson explica que su tarea junto a Aguilera “(…)consistía sobre todo en reunir y transmitir información, que eso era lo esencial, la in-for-ma-ción, así, separando las sílabas, en este mundo actual el que controlaba la información tenía ganada la guerra(…)” (p. 251) Vigilar y delatar. Poseer la información para conocer al otro. Aquí no importa tanto la verdad última, sino que interesa el dato preciso que permita eliminar los obstáculos que impidan en el futuro la estabilidad del Estado y amenacen su verdad.

Los movimientos que están contra el régimen también manipulan información, claro que a un nivel completamente distinto. En las periódicas reuniones de la Unión de Escritores Jóvenes se leen cartas falsificadas, creadas por los propios directivos de dicha Unión. La justificación para tal invención es la necesidad de alentar la resistencia contra la dictadura por medio de cartas de apoyo escritas supuestamente por distintos intelectuales franceses. Ante la discrepancia ética, al comprender el engaño que significa distorsionar la realidad por parte de un grupo que, justamente, está contra la mentira y la distorsión de la realidad que el sistema de gobierno lleva a cabo, Cristián argumentará “¿Acaso la dictadura no se apoyaba en un aparato de propaganda que hacía circular falsedades y mentiras mucho más nocivas?” (Electorat, p. 162-163) Comprendemos que las colectividades o, mejor dicho, los dirigentes de ciertas organizaciones gubernamentales, opositoras o subversivas tienen un potente método de lucha en la manipulación de la información. Manejar la información y la verdad es manejar el pensamiento de los individuos. Significa, así mismo, poseer el poder suficiente para llevar a un grupo por un camino determinado, imponiendo por medio de la palabra escrita una ideología a seguir, un conjunto de creencias que estimulan cierto accionar para conseguir un fin preestablecido.

Tener control de lo que se lee es poseer el control de las mentes de los individuos. Situación que el régimen dictatorial comprende muy bien. De ahí que surja la censura, ese control aduanero que revisa, omite y rescribe cada palabra que saldrá al consumo público. Pablo Ruitort se imagina a Campos Menéndez, censor del gobierno militar chileno, como una oscura figura:

(…)piensa en ese tipo, sentado bajo la luz de una lámpara a altas horas de la madrugada, examinando línea a línea, verso a verso, cada uno de los libros que se publican en ese país. Que no eran muchos, tampoco tendría tanto trabajo, dice ella. Claro que no, pero es la imagen misma del control de las conciencias, el poder discrecional sobre lo que se publica y cómo se publica concentrado en un sólo individuo, un oscuro funcionario, culto por cierto, pero perteneciente a la peor de las especies de intelectuales, la de los escritores frustrados. (Electorat, p. 212-213) (12)

La censura es la desaparición de términos y palabras no deseadas por el organismo dictador. Si se es capaz de desaparecer al ser pensante, también se es capaz de modificar o eliminar la palabra que plasma ese pensamiento. Lo anterior nos hace más sentido cuando recordamos a Tyrone Acosta de Las películas de mi vida; joven letrado que trabaja para la Unidad Popular y que soñaba con llevar la cultura a todas las esferas sociales, especialmente a las más postergadas:

Tyrone Acosta Acosta se fue a trabajar a la editorial Quimantú y su meta era lograr que cada familia chilena tuviera una biblioteca en su casa. Antes de que lo fueran a buscar, antes de que nunca más supiéramos de él o de su paradero, Tyrone pasó su último día corrigiendo las pruebas de la edición popular de Cataclismo en Valdivia. El libro nunca se publicó; sólo nos enteramos de la suerte de Tyrone el día que publicaron el Informe Rettig. (p. 165)

Tyrone Acosta y Campos Menéndez, dos personajes que muestran la línea editorial de cada régimen. Uno que intenta abrir la cultura. Otro que censura, suprime e impone. El Estado pasa por una evolución: de ser el patrocinador de la libre cultura, se convierte en rector de lo que se llamará de ahora en adelante cultura. Los sucesos serán manipulados y dispuestos de la forma más conveniente para articular la verdad oficial, encubrir el pasado y manejar el futuro. Sin embargo, el Estado dictador no prevé que algún día puede surgir el golpe en la mesa, una acción no mediada por el lenguaje que muestra gráficamente la principal huella que la experiencia de guerra a dejado en quienes la vivieron. Se vislumbra la transmisión de la experiencia y la búsqueda de un sentido del pasado por parte de una generación que desea separar verdad de ficción; y escribir no la oficialidad, sino la mirada del testigo.

El trauma: un duelo irresuelto que pide paz
Ser testigo y dar testimonio, una secuencia que no siempre se conecta por completo. No necesariamente ser testigo de un acontecimiento significa estar en la obligación de narrarlo, de dar su testimonio. La animadversión a comunicar lo que se ha vivido o visto a veces va unida a una simple falta de motivación de narrar o de encontrar oyentes; mientras que en otras es más grave, pues podríamos estar en presencia del trauma, de la imposibilidad de expresar en palabras la imagen que marca la vida y el recuerdo. La experiencia de guerra deja distintas marcas en quienes la vivieron, principalmente, la inutilización del lenguaje como agente mediador entre vivencia y experiencia. Quien primero será víctima de este hecho será el torturado, porque “Uno de los efectos calculados de la tortura es hacer de la experiencia una no experiencia –negarle a ella una morada en el lenguaje.” (Avelar, 1999: p. 184) El lenguaje es contaminado en el interrogatorio delatorio por la voz que tortura, y su suciedad se guardará en la memoria del torturado imposibilitado de convertir en materia narrable su vivencia. La tortura, aparte de gravar la ley en el cuerpo, gravará el dolor por la palabra en la mente y memoria del individuo.

Otra víctima del estado de guerra será quien pierda a un ser querido de forma trágica y violenta. Ellos guardarán silencio para mantener acallado el recuerdo doloroso. A este grupo de víctimas pertenece el padre de Tamara. Sabemos que su memoria dañada tiene origen en los efectos psicológicos de una experiencia bélica de la que no conocemos con exactitud ni lugar ni tiempo, lo que la transforma en un suceso que traspasa fronteras y se convierte en el testimonio paradigmático de cualquier vivencia de guerra. La herencia de esta vivencia: un trauma que lo hace permanecer en los nueve años. A esa edad vio cómo se llevaban los militares a su padre, sin saber por qué ni para qué, y menos a dónde. Sin embargo, un día en que robaba junto a su hermano gemelo a los muertos que estaban desperdigados por las calles sucedió lo indecible:

En una oportunidad mi padre tomó un reloj de cadera que al limpiar le resultó familiar. Era un aparato de números romanos, esfera gris y con una larga cadena de plata. Era el reloj de su padre. Tic tac, tic tac, tic tac. Papá salió corriendo y no habló por días. Tic. Mi tío destapó ese cuerpo y miró esa cara con la que sueña todas las noches contra el colchón. Tac. Escuchó en su casa que hay que enterrar a los muertos y no dejarlos sufrir al sol. Tic. Regresó al día siguiente. La calle estaba despejada. (Jeftanovic, p. 171)

La imagen se grava en la mente: encontrar el cuerpo del ser que se creía perdido para volver a perderlo, ahora, para siempre. Surge el duelo irresuelto que conllevará al trauma que imposibilitará enunciar la vivencia para alcanzar la experiencia. Respecto a esto, Elizabeth Jelin explica que “En el sentido común, la experiencia se refiere a las vivencias directas, inmediatas, subjetivamente captadas de la realidad. Pero una reflexión sobre el concepto de ‘experiencia’ indica que esta no depende directa y linealmente del evento o acontecimiento, sino que está mediatizada por el lenguaje y por el marco cultural interpretativo en el que se expresa, se piensa y se conceptualiza.” (p. 34) Es decir, la experiencia surge de la dialéctica entre memoria y palabra, ejercicio que consiste en nombrar lo vivido para alcanzar la propia experiencia. El padre de Tamara tendría la vivencia, pero carecería de la experiencia. Ahora podemos comprender su actitud cuando se escuda en los diarios para mantener acallado el recuerdo: “Llamo a papá, no me escucha. Ha erigido una muralla de noticias. Está leyendo el diario en un alfabeto sin memoria.” (Jeftanovic, p. 24-25)

Julia Kristeva habla en Sol negro. Depresión y melancolía (1991) del conjunto melancólico-depresivo (13) para designar al individuo que sufre la pérdida de un objeto acompañado por el desfallecimiento del significante; es decir, se vivencia la pérdida de algo o alguien, y el individuo es incapaz de nombrar dicha pérdida a través del lenguaje, lo que marca la imposibilidad de llegar a la experiencia (14). También Kristeva dice que “Si el estado no-depresivo es la capacidad de concatenar, el depresivo –por el contrario- orillado a su dolor ya no concatena y, en consecuencia, no actúa ni habla” (p. 34) Entonces encontramos la diferencia esencial entre padre e hija: mientras que el estado depresivo del uno, gatillado por el duelo no resuelto de su propio padre, lo sume en un estado de adormecimiento que busca protegerlo de la angustia que provoca el recuerdo doloroso; en Tamara operaría todo lo contrario, pues ella intenta juntar las palabras sueltas que conforman el discurso truncado del padre. Entendemos de forma más profunda por qué ella hace del recuerdo el lema de su personaje: para recuperar al ser que perdió con la llegada de su menstruación: “Intento retener eso que corre por mi piel para seguir existiendo. Y para que papá me vuelva a querer, para que no esté más molesto conmigo. Para que deje de mirarme con sospecha, y vuelva a encontrar sus ojos con los míos” (Jeftanovic, p. 39) Tamara no quiere perder a su padre como este perdió al suyo, sino que quiere entender por qué permanece en los nueve años, por qué de pronto ya no es su padre (15).

Ser testigo de la detención, desaparición y, posteriormente, encontrar el cuerpo sin vida del ser querido serán las imágenes que se materializarán en el silencio e incomunicación que experimentará el padre con el mundo exterior y en la relación con su hija. Sus síntomas hablan de una melancolía originada por la carga de la muerte sin duelo. El cuerpo de su padre es también todos aquellos cuerpos a los que robaba junto a su hermano; muertes anónimas de la guerra que no pudieron ser simbolizadas y que pesan en su memoria. La imagen del Holocausto trae las muertes sin entierro, sin posibilidad de duelo. El padre vive en un mundo de fantasmas por los cuales no puede significar, ya que el lenguaje no alcanza como instrumento para tal significación. Es imposible mediar la imagen por medio de la palabra, y por eso se escuda en los diarios, para no mirar en los ojos a la realidad, “Entonces, recuerda el otro uso del diario. En su pupila flotan los cadáveres cubiertos por hojas de periódico.” (Jeftanovic, p. 25)

La muerte en sus fantasmas exige el entierro denegado, piden, si no una sepultura en tierra, una tumba en la palabra, en la letra escrita. Fausto de Mapocho sufre de “Paranoia. Alteración mental. Delirio de persecución” (p. 68) a causa de los espectros que lo persiguen y  claman por formar parte de una página en la Historia oficial:

Todos afirmados en las antenas de los techos, haciendo equilibrio entre las latas de zinc, apareciendo entre la ropa tendida. Piden las palabras que él no se atrevió a escribir. Reclaman un lugar en esos escritos firmados con su puño y letra, en ese conjunto de palabras impresas. Quieren ser parte de esos diez tomos que lucen impecables en su estante de caoba. (p. 69)

Los fantasmas no descansan porque los vivos aún no los dejan partir: “Dicen que todavía los muertos gimen. Dicen que nunca dejarán de hacerlo. Flotarán en el río y aullarán tan fuerte como puedan.” (p. 86) Los muertos penan en las mentes y en las calles exigiendo el cumplimiento de la deuda: el reconocimiento del asesinato en masa, de la muerte absurda. Las películas de mi vida hará vagar a Beltrán, tío del protagonista, muerto trágicamente en el tsunami que arrasó las costas luego del catastrófico terremoto en Valdivia. La película Castillos de arena hará que la abuela refiera que siempre existen deudas entre vivos y fantasmas:

Mi abuela algo entendió, entre el tejido y su ignorancia del inglés:
—Ese fantasma no puede descansar porque tiene que arreglar un asunto que dejó sin resolver. A pesar que yo no creo en estas tonteras, a veces mi hijo Beltrán, que murió en la playa por ir a mirar el tsunami, regresa y visita a su novia. (p. 160)

El cuerpo del joven Beltrán Neimeyer nunca fue encontrado luego que el mar barriera la playa, su entierro quedó eternamente pendiente. Una pérdida así es la que provoca el estado melancólico-depresivo del que antes hablamos. El mismo que sufre el padre de Tamara y Fausto. Personajes que siguen sujetos al objeto perdido, que no han sido capaces de superarlo, nombrarlo y enterrarlo. La melancolía rompe de esta forma el camino natural que el individuo debe atravesar para llegar al duelo. La burla del tiempo dirá a propósito de la muerte de Alicia Valcárcel, madre de Pablo, que “(…)un muerto tarda en hacerse en la conciencia de los demás, cada uno se va apoderando del muerto a su ritmo, eslabón a eslabón y paso a paso.” (p. 26) Sin embargo, a veces el eslabón se rompe y no hay forma de volverlo a unir. Es entonces que el sintagma se hace insuficiente y surgen los vacíos, los significados sin capacidad de significación.

Incomunicación: el  sentimiento de orfandad
Observamos que en la relación de Tamara con su padre no existe comunicación, entendida como transmisión de experiencias a través del lenguaje, sino que encontramos un cerrado mutismo que impide a la hija conocer la vida del otro. Sin embargo, Tamara ha ido recolectando imágenes, sueños y palabras sueltas que le han permitido vislumbrar esa vida silenciada, bosquejando un cuadro de aquella existencia para comprender su comportamiento. Elizabeth Jelin dirá que:

Lo que el pasado deja son huellas, en las ruinas y marcas materiales, en las huellas “mnésicas” del sistema neurológico humano, en la dinámica psíquica de las personas, en el mundo simbólico. Pero esas huellas, en sí mismas, no constituyen “memoria” a menos que sean evocadas y ubicadas en un marco que les dé sentido. Se plantea aquí una segunda cuestión ligada al olvido: cómo superar las dificultades y acceder a esas huellas. La tarea es entonces la de revelar, sacar a luz lo encubierto(…) (p. 30)

Están las huellas, pero permanentemente son encubiertas por el silencio de quien sufre el trauma a causa de la experiencia bélica. Esta evasión se transforma en un intento por no recordar lo que puede herir, situación que “Se da especialmente en períodos posteriores a grandes catástrofes sociales, masacres y genocidios(…)” (p. 31) Pero la herencia persiste. Por eso, lo que afirma Rodrigo Cánovas tiene plena validez para la escritura Postgolpe de la nueva narrativa chilena: “Nuestra novela joven de fines de siglo está poblada de huérfanos.” (p. 73); tendencia que continúa hasta la mitad de esta primera década del nuevo siglo.

El sentimiento de orfandad que evidencian los adulto-jóvenes de esta generación Postgolpe deriva de la falta de comunicación, del silencio de padres a hijos. Escenario de guerra muestra claramente este mutismo. El silencio se convierte en una forma sustitutiva del olvido, ya que no hablar implica no remover el pasado. Pero el padre, con su actitud, sus sueños, sus miedos y el golpe en la mesa incitado por la huella de la sangre, traspasará el trauma a la generación siguiente. Tamara dirá: “Dos mil cuatrocientos cincuenta y siete, es el número que papá sin saberlo me inscribe en el brazo cuando cumplo nueve años. Esa es la cifra que me duele, es la cantidad de días que duró la guerra, todas las lágrimas que papá ha llorado.” (p. 19) A los nueve años el padre perdió al suyo y se fracturó su memoria. A los nueve años Tamara recibe inscrita en la piel -como los tatuajes de los judíos de Auschwitz- y en la conciencia el trauma de una guerra que no presenció.

Cánovas también anticipa el principal contexto de la orfandad de Tamara al señalar que “Hay huerfanías que conectan ritmos biológicos e históricos; niñas que pierden a sus padres justo en la edad de su menstruación, asomándose desde allí a un tiempo inclemente, sin mayor protección que la convocatoria mágica de una fiel hija a sus recuerdos.” (p. 77) Tamara siente que pierde definitivamente el cariño de su padre cuando llega su menstruación. El alejamiento intentará ser enmendado por la hija fiel en el acopio de una memoria ajena para la construcción de un diálogo eludido. Pero la sangre la apartará cada vez más del ser querido. Girard comenta que, junto a la impureza de la violencia física, la sangre derramada está relacionada con la violencia sexual:

Con mucha frecuencia la sexualidad tiene que ver con la violencia, tanto en sus manifestaciones inmediatas –rapto, violación, desfloración, sadismo, etc.- como en sus consecuencias más lejanas. Ocasiona diferentes enfermedades, reales o imaginarias; lleva a los sangrientos dolores del parto, siempre susceptibles de provocar la muerte de la madre, del hijo o incluso de ambos a un tiempo. Hasta en el interior de un marco ritual, cuando se respetan todas las prescripciones matrimoniales y las demás interdicciones, la sexualidad va acompañada de violencia; tan pronto como escapa a este marco, en los amores ilegítimos, el adulterio, el incesto, etc., esta violencia y la impureza que resulta de ella se hacen extremas. La sexualidad provoca innumerables querellas, celos, rencores y batallas; es una permanente ocasión de desorden, hasta en las comunidades más armoniosas. (p. 42)

El padre también golpea la mesa contra la sangre que roba a su niña y la transforma en mujer. No quiere que se repita la infidelidad de su esposa; él no desea otra mujer en casa, sino a una niña. A la vez, la madre verá en su hija menor la figura del esposo, y la niña-mujer lo sabe: “Cuando mamá se enoja conmigo dice que me parezco tanto a papá, que somos iguales, que casarse con él ha sido su mayor desgracia.” (Jeftanovic, p. 54-55) El engaño sexual entre cónyuges llega al extremo de ver la imagen del otro en la hija. Desde ahora, la incomunicación y frialdad del matrimonio incluirá en su margen de batalla al nuevo miembro que entra al orden social, a la niña que se ha convertido en mujer.

La impureza sexual de la sangre la veremos también en Mapocho en dos situaciones distintas. Una, en la obscena violación anal de Carmina por parte de los soldados que ocupan el barrio (p. 193-194), escena donde la violencia militar se cruza con la violencia sexual: la penetración en el cuerpo personal femenino es un gesto que reitera la insurgente penetración militar en el cuerpo de lo social, es decir, en la ciudad. La otra situación en que se observa esta impureza es en el autocastigo del Indio al ser descubierto en su amor incestuoso por la Rucia:

El Indio se mira las manos. Están sucias. Sus dedos intrusos manchados de pintura y de Rucia.
—Te lo advertí, Indio —sentencia la madre.
A la mañana siguiente el Indio ya no estaba en la casa. Su pieza se encontraba desierta y sobre la mesa de la cocina un par de dedos cercenados yacían culposos a modo de despedida. Durante mucho tiempo, esos dedos fueron lo único que le quedó a la Rucia de su hermano. (p. 137)

El destierro al que obliga la madre a su hijo es el castigo de la sociedad. Cercenarse los dedos es el sentimiento que invade su interior, la castración. Vemos que tanto en Tamara como en el Indio se censura la posibilidad del crecimiento, de convertirse en adulto y dejar de ser la niña(o) de la casa. El paso a la pubertad que lleva luego a la adultez pareciera significar más que un cambio físico todo un cambio social, en el cual el individuo pasa a formar activamente parte de su familia, y a cuestionarse los caminos que esta toma o ha tomado, sea por acción u omisión, en el tiempo. Beltrán Soler verá en este paso una carga realmente incomprensible: “Yo sentía que, al crecer, de alguna manera quebraba una ley secreta pero no por eso menos severa: el que madura no será bienvenido.” (Fuguet, p. 306) El crecimiento de los hijos significa el transcurrir de los años y la aparición de un alguien que comenzará a preguntar por el pasado. Los hijos no entienden el por qué del rechazo, no quedando más que ampararse en esa otra época en que las cosas no parecían tan difíciles. De ahí que Nelson Peñaloza recuerde, en La burla del tiempo,su inocente niñez: “Me acuerdo que él iba leyendo y yo poco a poco me iba quedando dormido, en realidad éste es el mejor recuerdo de infancia que tengo. Eso y el beso que me daba mi madre al llegar, mucho más tarde, cuando yo estaba casi durmiendo y ella venía y me ajustaba las mantas en la cama y se despedía con un beso en la frente.” (p. 164) La infancia se convierte para Beltrán y Nelson en el paraíso perdido, en el lugar que se tuvo que dejar atrás para entrar en el mundo real de los adultos, quedando en el fuero interno ese sentimiento de orfandad. Soledad que permite recordar y tratar de entender aquellas cosas que antes no se comprendieron.

El rol de la madre también es fundamental en el sentimiento de orfandad de los adulto-jóvenes de esta narrativa. En la misma época que Tamara pierde a su padre también perderá a su madre. Un cuadro de amnesia provocado por una sobredosis de calmantes la hace olvidar los últimos quince años de su vida, el tiempo justo para que Tamara no entre en su memoria: “Su mundo es un triángulo perfecto, no un cuadrado irregular. Yo soy la arista que no encaja en esa forma geométrica. Para mamá he pasado a ser una laguna en su cerebro, un agujero negro que absorbe mi recuerdo en ella.” (Jeftanovic, p. 68) Pérdida del padre, silencio y olvido de la madre. Fórmula que se reitera en Mapocho. Los militares se llevan a Fausto y la madre intentará el olvido de su figura. Su silencio desemboca en la orfandad que marcará la pérdida del padre en los niños. Luego de separarse de él, ella se empecinará en callar cualquier alusión a Fausto, único medio que posee para promover entre sus hijos el olvido. El recuerdo que construye la Rucia de la última vez que vio a Fausto proporcionará algunas respuestas acerca de su silente madre: “Yo sentí que algo crujió. Quizás la grieta que parte a la casa en dos, esa que está llena de musgo y que todavía no se cura. Algo se quebró sin remedio. Mi padre se despidió de la abuela, que lo miraba inquieta afirmada en su escobabastón, y luego caminó por el pasillo para salir por la mampara y encontrarse con los que lo esperaban. Voy a volver, dijo. Pero esa fue la última vez que lo vimos.” (p. 96) La madre nunca pudo perdonar a Fausto por dejarlos para entregarse a escribir una Historia dictada. La cicatriz nunca se curó y ella guardó silencio cada vez que el Indio, el más incisivo de los dos niños, intentaba saber algo de su padre. Por eso siempre supieron que “La madre no es buena narrando historias. Es mejor callando, guardando información, dejando la duda, la inquietud.” (p. 179) Pero el Indio ya no es un niño, y la  incertidumbre de qué pasó con su padre se convertirá en el enigma a resolver. Buscará la verdad de los silencios de su madre y abrirá los ojos a una realidad por largo tiempo oculta.

Otro matrimonio que camina mal y provoca una separación entre padres e hijos es el Soler Neimeyer de Las películas de mi vida. Beltrán Soler encontrará un paralelo de su orfandad en las películas Dumbo (p. 91-94) y Bullett (p. 95-97) La primera revelará la pérdida de la madre, ser que cada día es más silencioso e impenetrable, desmitificando el sagrado amor del hijo por su madre. La segunda, presenta la constante ausencia del padre, una vida rápida que no proporciona la estabilidad que su esposa y familia requerían. Ambas actitudes, tanto del padre como de la madre, desembocan en el desinterés por los hijos, en la falta de comunicación, de una explicación de lo que sucede. Los miembros se dispersan y sus vidas corren paralelas sin encontrar un punto de conexión. Un contacto escindido que La burla del tiemporeflejará en la impotencia que siente Pablo para explicar a sus padres las ideas políticas que lo mueven, ya que simplemente no hay interés por lo que el otro hace o piensa: “¿Cómo iba a explicar eso en mi casa?, ¿la necesidad de devolverle al pueblo lo que la oligarquía le venía quitando desde la independencia? ¿Entenderían?” (p. 86) Entender. Aclarar dudas e inquietudes. Actitud que llevará a la orfandad del nuevo siglo a persistir en la constante de construir, a través de los recuerdos, el diálogo que antes quedó inconcluso o que, simplemente, no se llevó a cabo. Se establece la dialéctica de una madurez que busca las respuestas a las interrogantes grabadas en la juventud y la niñez.

Chile, cicatriz y país maldito
Del pasado sólo quedan huellas y cicatrices, marcas de una experiencia que renacen con la visión de la sangre. Una vez que ha dejado de correr el flujo escarlata evocador del recuerdo, surgirá una nueva cicatriz que intenta volver a establecer el silencio perdido. Se detiene la hemorragia del recuerdo para regresar al sótano del olvido. Sin embargo, los jóvenes que recuerdan descubrirán que el pasado deja indelebles cicatrices en la memoria fracturada. Líneas y grietas que hablan de un pasado de violencia. Un sintagma grabado en la piel o en una antigua muralla que guarda un arcano secreto. Elizabeth Jelin dirá que el pasado deja “Huellas y marcas, inclusive en la gestualidad corporal, que permanecen, aun cuando su origen y su sentido hayan sido olvidados. Son a menudo las generaciones más jóvenes, que no vivieron el período del que quedan las huellas, quienes cuestionan y ponen en evidencia esos restos” (p. 132) Apuntar las marcas ocultas será la tarea inevitable para la reconstrucción de la memoria. Quien recuerda entiende la existencia de estas cicatrices como marcas mudas que se llevan grabadas en el cuerpo, en los gestos, en la memoria adormecida. Un jarrón enseñará a Tamara que las cicatrices se llevan por el resto de la vida, y que no pueden estar por siempre ocultas: “Miro la mesa y veo un ramo de flores en el recipiente pulido. Pienso que por un tiempo su cicatriz está oculta. Busco en la superficie de la loza la grieta encubierta, es más visible por dentro; como las heridas que yo llevo. Como las cicatrices de mis mapas, como las marcas de la historia.” (Jeftanovic, p. 50) La adolescente descubre que la Historia marca a los individuos, cosa que se evidencia en los traumas que deja en los hombres.

Mapocho muestra claramente cómo la Historia deja su marca en cuerpos y edificaciones. La Rucia lucirá los tatuajes que la vivencia ha dejado para conducirla a la verdad: “Una herida abierta le marca la frente. Algunos rasguños y moretones le maquillan la cara y las manos. El rostro de la Rucia es un mapa del accidente en el que murió.” (p. 149) De cada herida brotará un nuevo recuerdo que cohesionará la construcción del mapa de su niñez y juventud. Sus cicatrices serán un símil de la grieta que divide en dos su antigua casa. Dos fracturas que convergen para armar una historia que habla de la separación de una familia: “Una grieta la divide desde su base hasta el techo, una herida abierta como las que ella misma aún lleva después del accidente.” (p. 30) Esa grieta en la construcción es un abismo también presente en el fuero interno de la Rucia, quien comienza a reconstruir en su memoria las habitaciones del hogar infantil al tiempo que revisa todas esas imágenes que archivó en su mente y que sólo ahora se presentan plenamente nítidas a sus ojos. Las marcas de la casa son los rastros que guardan los espacios, mientras que las heridas de la carne refieren a la vivencia grabada y acumulada, pero aún no procesada, no convertida en experiencia. Así, espacio y cuerpo se unen para reflejar las huellas de la Historia.

Un cuerpo que habitó un espacio. Un espacio que se marcó en el cuerpo y la memoria. Los territorios o construcciones dejan huellas en carne y mente, especialmente cuando se mancha con la sangre impura el suelo en que se vive. Ante los hechos de violencia se buscará huir de la tierra profanada, violentada por el estado de guerra. Por eso, la familia del padre de Tamara, luego de perder para siempre el cuerpo del progenitor, escapará de la tierra maldecida por el conflicto bélico: “La marcha de papá de la mano de su madre escapando a un continente sin guerras.” (Jeftanovic, p. 144) Una marcha que nunca lo dejará detenerse, puesto que las imágenes de los cuerpos en las calles, de los bombardeos, del genocidio, están internalizadas en su memoria y lo seguirán a donde vaya. El territorio dejará sus huellas en el individuo, condenándolo a cargar con una herida siempre abierta. De ahí que Las películas de mi vida presente a Chile como una cicatriz que acompaña por el resto de la vida. Nuestro largo y angosto territorio es una herida en el interior de la familia de Beltrán. Ahora que revisa sus recuerdos, se dará cuenta que la vuelta a Chile fue nefasta para su familia, que “(…)esa fue la falla que nos dividió, la grieta que todavía nos divide. Bastaba nombrar la palabra ‘Chile’, bastaba apenas pensar en Chile, para que el muro más infranqueable se alzara. Chile era una herida, un mito, un ansia, una pesadilla, era demasiadas cosas para toda esa gente incapaz de procesar tantas emociones encontradas. Lo que nos separó a todos fue Chile.” (p. 103) Para la familia Sorel, Chile será el país maldito, el recuerdo que persigue sin importar el traspaso de las fronteras:

Todos escaparon de Chile antes de que fuera necesario o loable o entendible o políticamente correcto. No arrancaron por política ni por ideales, no les pisó los talones la muerte ni la tortura. Tampoco fueron impulsados a fugarse al norte por hambre, sino por vergüenza. Mis tíos y sus primos y sus tíos y mis abuelos, y luego algunos otros parientes más lejanos, escaparon aterrados de convertirse en lo que de alguna manera se convirtieron: unos fracasados frente a los demás y, peor, frente a sí mismos. (p. 79)

La fisura inicia el terremoto al interior de la familia, desintegrándola. Su frívolo autoexilio es una inútil forma de negar un pasado demasiado enraizado, intentando escapar, más que de Chile, de ellos mismos. El origen insignificante y arrivista de la estirpe maldita continuará permaneciendo en quien nació en la tierra condenada. Huir de país en país, de ciudad en ciudad, es un viaje inútil para alejarse del estigma llamado “Chile”; porque a Chile lo llevan en el cuerpo y en la memoria.

El eterno mudarse marcará en estos adulto-jóvenes el desarraigo de una raza que se considera desgraciada. Las familias se escinden en cada cambio de espacio, abriendo un nuevo abismo entre sus componentes. Pareciera que Tamara dijera que los escenarios pueden cambiar constantemente para una familia, pero no así la Historia a representar. Una prueba de esto se encuentra en el continuo huir de la madre de la Rucia y del Indio en Mapocho: “Su madre corría de un lugar a otro como si alguien la persiguiera, como si algún secreto demonio quisiera atraparla y por esa razón ella debía mantenerse siempre en movimiento.” (p. 23) Una verdad que se oculta y el demonio de la memoria que la persigue. Evitar el recuerdo de Fausto, alejarse de su figura, única meta de quien desea dejar atrás una vida, una memoria, una historia. Y la Rucia se preguntará ahora, mirando con la distancia que permite la muerte, acaso “(…)si de verdad la distancia ayudaba a limpiarlo todo, si efectivamente ése era el remedio para nuestra indigestión acumulada por años.” (p. 15) Llegará a la conclusión de que no. La distancia no soluciona los hechos, más bien los mantiene en una agotadora y socavada persistencia. No poder olvidar lo que se es y lo que ha pasado a lo largo de la vida llevará a maldecir el lugar de origen, el país de nacimiento: “Me escupieron y fui a dar al fin del mundo, al sur de todo. Un gargajo estampado en este rincón que se cae del mapa.” (p. 13) Chile es el país del que se quiere desaparecer, la palabra que se anhela olvidar.

Pablo y Claudio en La burla del tiempo concordarán en decir: “Puta la huevada, digo, así nomás es la cosa, corrobora él y en un susurro, como un secreto compartido, país de mierda…” (p. 313) Un doble exorcismo que intenta borrar un poco más el destierro y la tortura, los hechos de la dictadura y la marca de la Historia. Sentir el desarraigo es un mentiroso alivio que, en cierto modo, ayuda a suavizar la herida. No sentir el lazo que une pasado y presente es lo que Pablo busca y que París se lo da: “Y me digo también que eso es precisamente lo que siempre me ha gustado de esta ciudad, la posibilidad de desaparecer sin dejar rastros, de transformarse en un fantasma, de fundirse en la multitud como un guijarro arrastrado por la lava.” (p. 20-21) Pero la muerte de su madre lo hará volver a ese país que se intenta borrar. Entonces recordará la carta que lo hizo salir de Chile, transformando su vida: “Visto desde ahora resulta curioso, esa carta me iba a hacer salir de Chile, me iba a llevar a Barcelona, a París, gracias a ella me transformaría en extranjero, aquí, allá, es decir, iba a hacer que me resultara imposible regresar del todo a cualquier parte.” (p. 29) Pablo tiene razón. Se está en un lugar y en todos a la vez, sin pertenecer totalmente a ninguno. Y es verdad, sin importar en dónde se esté siempre estará la cicatriz de la Historia, la huella que marca el horizonte de la vida. Los viajes no significan un cambio en la experiencia de los individuos, más bien aumentan su soledad en el desarraigo y el silencio de la memoria. Es así como el aprendizaje sólo se iniciará al momento de armar el pasado y comprender lo que guarda la propia memoria. Un rescate y revisionismo de cicatrices que se destina a las generaciones más jóvenes, para esa otra mirada que aporte una relectura del pasado.

Una lógica de la memoria
La realidad siempre recordará el pasado, presentándose en el hoy para exigir un sentido: “Mi memoria me amenaza, quisiera olvidarlo todo. Pero cada nueva experiencia rompe la coraza, y dispara un antiguo recuerdo. Hay embriaguez en una antigua historia que extravía los sentidos. Cierta métrica de dos en dos hace más doloroso el pasado. Me asusta que el guión coincida con la vida.” (Jeftanovic, p. 140) Sin duda, el guión que Tamara va redactando en su cuaderno azul coincide plenamente con la realidad, porque ahí está la verdad de su historia. Comienza a operar la lógica de la memoria, y de alguna manera, en las mismas novelas, encontramos una respuesta, o un indicio, que nos haga comprender el por qué del recordar. Qué se ha ganado con recordar y reconstruir escenas venidas del pasado, y por qué afanarse en esta tarea. Elizabeth Jelin reconoce que en el cono sur se está viviendo un tiempo que posibilita la expresión del pasado, su transmisión y búsqueda de sentidos. El ejercicio de la memoria traspasa el tema del mercado, en el sentido de un “boom” comercial del testimonio y la biografía como despectivamente han apuntado algunos críticos, dando señales de una reconstrucción de temas sociales que ayudan al crecimiento de cada región al recordar y enfrentar sus heridas. Y, “De manera central, existe también un propósito político y educativo: transmitir experiencias colectivas de lucha política, así como los horrores de la represión, en un intento de indicar caminos deseables y marcar con fuerza el ‘nunca más’.” (p. 95) Mirar hacia atrás implica mostrar lo que se ocultó, dialogar lo que se calló, enseñar el trauma de la violencia. Alcanzar la real experiencia para dejar testimonio verídico de lo acontecido en la Historia y en su cuerpo, que somos nosotros, hombres y mujeres; adultos, jóvenes y niños.

Hoy en día existe un intento por plasmar el pasado en algo material, tangible. Recuperar la memoria en un vehículo capaz de llegar a todo el mundo, en un gesto individual que se proyecta en la sociedad. Las palabras del testimonio personal se anexarán para construir la historia colectiva, esa que habla de un pasado compartido: “Mientras escribo estoy inmersa en este ejercicio, fascinada por el horror y la tristeza que recreo. Mis palabras son un grito en la hoja. A medida que escribo sobre mi vida dejo de formar parte de ella, creando otra existencia entre líneas.” (Jeftanovic, p. 161) La vida de Tamara se pierde en lo colectivo, en la vivencia de su padre, de los cuerpos apilados y los duelos irresueltos. Su escritura busca entender, y su cuaderno se convierte en el medio para dialogar con su padre, entender la Historia y comprenderse a sí misma. Tamara escribe para no olvidar y encontrar sentidos, para gritar en el presente y hacia el futuro una Historia que nunca debe volver a repetirse.

Si en Escenario de guerra la memoria se escribe, en Mapocho se pintará. Mientras la Rucia recuerda y busca a su hermano, uniendo escenas, hilando una historia; el Indio llegará a Santiago y a su antiguo hogar para pintar un gran cuadro que aclare las imágenes que el portal de los recuerdos ha dejado escapar, un retrato que explique la verdad que su madre ocultó y la Historia que su padre no publicó:

Si supieras las cosas que he visto en este sitio. Si tan sólo te imaginaras la cantidad de mierda que llevo encima. Yo sólo vine por un buen retrato, Rucia. Una imagen real que me ayudara a aclarar la película, que descubriera mi propio pasado. Como quien cuenta una gran historia, yo quería hacer una pintura enorme, clara, certera, para así poder mirarla y entenderlo todo. Estaba hasta las huevas de tanto misterio, de tanto silencio. La vieja y ese afán de quedarse callada, de no contar las cosas, de inventar cahuines por no decir la verdad. Llegué a Santiago como quien llega a la tierra prometida, ansioso por ver y enterarme de todo, pero ahora lo único que quiero es apretar cueva. No sabes cuanto desearía no haber abierto nunca los ojos. (p. 234)

La pintura del Indio equivale al cuaderno azul de Tamara. Dos vehículos dolorosos. Uno es un grito en la hoja y el otro una imagen imposible de representar fehacientemente. El grito desarticula la palabra, convirtiéndose en lo indecible; mientras la brutalidad de la imagen de la Historia choca a la vista, nubla la conciencia, y se vuelve irrepresentable. Sin embargo, la boca suelta el grito y las manos logran pintar. Las palabras superan su carácter gregario y hacen surgir la imagen mediadora entre el pasado y su interpretación. El Indio pintará su casa con las imágenes que descubrió, mientras Tamara recreará esas mismas escenas a través de las palabras: “Voy anexando palabras que suenan bien entre sí, dibujando su significado con cuidadosa caligrafía.” (Jeftanovic, p. 29) El conjunto de palabras dibujan el significado de la Historia. No se busca el simple relato de lo sucedido, sino su representación, su evocación. La verdad de la Historia en imágenes.

Escenas que se gravaron en la niñez y que viven aún solapadas en la adultez. Que se mantienen silenciosas hasta que sorpresivamente se gatillen en una serie de recuerdos y sentidos. A Beltrán lo asaltarán luego de conversar con Lindsay, su vecina de asiento en el vuelo a California. La referencia al libro “Las películas de mi vida”de Lorenzo Martínez Romero y una visita al DVD Panlet iniciarán su viaje al pasado. Beltrán deja ver una explicación a lo que le sucede en el e-mail que envía a Lindsay:

Podría escribirte mucho (no he hecho otra cosa que teclear en esta vieja PowerBook sin parar) relatándote lo que me ha pasado por dentro (recordar, recordar, recordar), pero creo que basta con decirte que no pude dejar de pensar en esto de Las películas de mi vida (y en que nunca he escrito tanto en mi vida). Eso es tu culpa. Como un acto reflejo, comencé a volver a ver en mi memoria las mías. Sólo por eso te agradezco y estoy en deuda contigo.
(. . .)Debajo de mi español, parece que hay mucho inglés; debajo de mi adultez, sin duda que hay mucho niño. (Fuguet, p. 74)

La adultez guarda al niño en las marcas que se mantuvieron ocultas y que ahora resurgen. En Beltrán aparece un motivo que lo conduce al ejercicio del recuerdo, puesto que al preguntarse por las películas de su vida encuentra un nexo, un hilo conductor que lo lleva de la mano por un recorrido entre escena fílmica y recuerdo de niñez-juventud. Comprenderá que cada imagen está en estrecha relación con un sentido, una explicación de lo que sucedía a su alrededor, en su vida y la de su familia. El español que marca su presente guarda mucho del inglés de las películas que vio tanto en California como en Santiago. Su adultez, construida a base de un extenuante itinerario de estudios, viajes y trabajo, se ve sacudida por lo recuerdos de la niñez. Un regreso al pasado que significa reencontrarse con su hermana, saber de su madre, de su padre, tíos y abuelos. Rompe la herencia de la incomunicación y comprende que, en algún momento, el origen llamará, y habrá que responder su llamado.

Lo más inesperado puede abrir la puerta hacia los recuerdos. Pablo caminando una noche, será abordado por Nelson para convencerlo ingresar en un cabaret. El encuentro fortuito se transformará en una jugada del destino que unirá dos historias que en un momento se toparon y ahora, en París, muchos años después, vuelven a coincidir. Y Pablo se dirá: “(…)como si nos hubiésemos encontrado únicamente para hacer frente a la tormenta de este cuartucho encumbrado en ese sexto piso. ¿Para hacer frente a la tormenta de qué?, ¿del olvido?, ¿del pasado que resurge?” (Electorat, p. 293) Los recuerdos son una tormenta y la conversación la barca azotada. Emergen los recuerdos de un juicio, de personajes de la dictadura, de persecuciones, de torturas. Pablo y Nelson evocan un pasado que mantenían acallado pero con el cual siempre mantuvieron una deuda que saldar: Pablo, para comprender por qué lo habían acusado por los desórdenes del Pedagógico, situación que lo llevaría al exilio; Nelson, para revivir el camino andado, su colaboración para el régimen y la tortura traidora de la que fue objeto. Toda una historia que el mismo Nelson resume como “Un indecible, inenarrable asco.” (p. 269) Verdadero epíteto grabado en las víctimas del genocidio dictatorial: un asco inenarrable.

Consideraciones finales

Escenario de guerra es el teatro que representa las imágenes de la Historia que busca alcanzar su catharsis en la escritura, una suerte de purificación del trauma provocado por la violencia de la experiencia de guerra que significó el Golpe de Estado y la posterior Dictadura Militar chilena. La sangre derramada por las marchas militares reclama por un espacio que exhiba su real significado, un llamado que necesita ser oído en el presente para el descanso de las almas reprimidas y torturadas en el pasado. A su rescate acuden las generaciones más jóvenes, quienes disponen una escenografía de la memoria adulto-juvenil que se construye con las palabras que antes no pudieron ser simbolizadas. En este aspecto, Escenario de guerra entrega el primer testimonio, un catálogo de imágenes que entra en diálogo con otras representaciones de su generación. Mapocho, Las películas de mi vida y La burla del tiempo complementan su registro, llegando a conformar una alianza entre escritura y memoria, entre individual y colectivo, entre soledad e Historia; dialéctica fundamental en la novelística de la nueva narrativa chilena del siglo XXI.

Enunciar la experiencia pendiente se transforma en el fin de la escritura Postgolpe. Recuperar en el discurso de hoy lo no enunciado ayer, escritura melancólica que se levanta en función de dos formas de adquirir el pasado. Uno, por medio de las imágenes que se grabaron en la niñez y que se conservan en la propia memoria. Otro, en el traspaso no intencionado del trauma de la experiencia de guerra.Escenario de guerra muestra en la figura de Tamara el rescate que las generaciones más jóvenes están realizando de este pasado, de las huellas que la violencia dejó en los padres y, aun, en ellos mismos. Traumas que se evidencian en la fractura de la memoria, en donde los recuerdos están cortados al estilo de tomas cinematográficas. Escenas sueltas que son la herencia de una generación que no vivenció consciente o directamente el estado de guerra, pero que en la escritura intenta cohesionar y construir el discurso que antes no se enunció.

Las secuencias fílmicas de la memoria se hacen más que claras en los recuerdos de Beltrán Soler en Las películas de mi vida. Cada película es un flash del pasado. Una imagen unida a un recuerdo. Distintas escenas que conforman la historia de una vida. Si bien Fuguet no crea un texto en el cual la violencia sea el eje que articula las imágenes del pasado, sí encontramos las huellas de la herencia familiar que marcan la niñez. Incomunicación, sentimiento de extranjería, testigo lejano de las marchas militares; términos que inevitablemente unen la memoria de Beltrán a la del resto de novelas revisadas.

La burla del tiempo se organiza alrededor de recuerdos precisos, con nombres y lugares determinados que ayudan a fijar las imágenes del Holocausto globalizado queEscenario de guerra articula sin especificaciones espacio-temporales. Los hechos relatados tienen directa relación con el accionar del régimen militar chileno. Una posible explicación para esta característica puede ser la edad de su autor. Mauricio Electorat es un poco mayor que sus compañeros de generación, diferencia notoria si pensamos en la edad que tendría al momento del Golpe: entre doce y trece años. Su memoria y comprensión tienen un mayor alcance, lo que se refleja en una mirada más aguda de los hechos. Sin embargo, deja de lado la idea del trauma y transforma su escritura en un vehículo que lleva a sus personajes a la experiencia pura de la vivencia. El exilio es aceptado, la tortura es enunciada, se mira de frente al pasado.

Descubrir y comprender las heridas que marcan el cuerpo de la Historia y de los individuos es lo que Mapocho propone. Un viaje por la tierra de los muertos que claman justicia, alegoría del duelo irresuelto, de la deuda con la verdad histórica. Santiago es una gran herida abierta que no sanará hasta que no se dé digna sepultura a los fantasmas del pasado que vagan por la ciudad. Mapocho y Escenario de guerra hacen eco del sujeto que recuerda y representa, un ejercicio doloroso, enraizado en los rincones más profundos de la memoria y de la Historia.

Cuatro novelas que elaboran y articulan una narrativa que da cuenta de traumas y memorias fracturadas. De huellas e imágenes imborrables en la memoria colectiva que nuestra época de la mercancía y leyes de amnistía intenta anular. Idelber Avelar sintetiza agudamente el contexto en que la literatura memorística se ve inserta:

Mientras que la política actualmente hegemónica en América Latina se esfuerza por ‘poner un punto final’ a la ‘fijación en el pasado’, la tradición de los que fueron derrotados para que el mercado de hoy pudiera instalarse no puede darse el lujo de vivir en el olvido. La literatura postdictatorial atestiguaría, entonces, esta voluntad de reminiscencia, llamando la atención del presente a todo lo que no se logró en el pasado, recordando al presente su condición de producto de una catástrofe anterior, del pasado entendido como catástrofe. (2000: p. 286)

La escritura de la nueva narrativa chilena del siglo XXI sufre de melancolía por un pretérito heredado y no sepultado. Su fijación en el pasado es el compromiso con los derrotados por la violencia del estado dictador, por los hechos de sangre que impusieron un nuevo edificio ideológico para regir la sociedad. Se establece una lucha entre presente y pasado, donde el silencio y el olvido son los medios para alcanzar un futuro indiferente con la Historia. La comercialización, en su constante intercambio de valores, evita cualquier mantención de objetos con sentidos del pasado, allanando el camino del olvido. Se repite así el accionar del régimen dictador: la verdad se manipula para el olvido, se desaparece cualquier elemento causante de divisiones políticas y se promueve la intransmisión del pasado a través de la implícita ley de punto final. El duelo sigue irresuelto y pide paz. La literatura postdictatorial tomará conciencia de su función social, y verá en la constancia de la memoria una forma de superar las leyes del mercado neoliberal de la eterna sustitución para cumplir su compromiso con el pasado y hacer de Chile, no ya la tierra maldita, sino la tierra de la justicia, del perdón, del futuro que reconoce su pasado.

 

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Notas:
1. Distinguiremos entre Historia e historia. La primera designa a la historia nacional; mientras que la segunda, a la historia particular de cada sujeto.
2. Nombre otorgado a la generación del  72 por José Promis en La novela chilena del último siglo (Santiago: Editorial La Noria, 1993)
3. Aunque el proyecto escritural de Alberto Fuguet está más relacionado con la cultura de masas y lo mediático -recordemos que junto a Sergio Gómez son los “padres” de la Generación X-, y el título de su novela así lo demuestra; en Las películas de mi vida encontramos el tema de la memoria, en el sentido de revisionismo, de relectura del pasado, como también aquellas imágenes de la experiencia de guerra y del sentimiento de orfandad que son compartidas por las demás novelas, situación que lleva a incluirlo en esta generación escritural.
4. Sobre el historicismo, remitirse a Frederic Jameson: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado (Barcelona: Ediciones Paidos, 1991)
5. “La memoria, entonces, se produce en tanto hay sujetos que comparten una cultura, en tanto hay agentes sociales que intentan ‘materializar’ estos sentidos del pasado en diversos productos culturales que son concebidos como, o que se convierten en, vehículos de la memoria, tales como libros, museos, monumentos, películas o libros de historia.” (Jelin, p. 37)
6. En adelante, las frases en itálica de este párrafo designan los capítulos en que se divide el presente trabajo.
7. Interesante como golpe y sangre siempre van unidos de algún modo: la sangre que emana producto del golpe, o bien, la sangre que obliga el golpe como respuesta.
8. Sigmund Freud: “Lo siniestro”, Obras completas: Psicoanálisis aplicado(Buenos Aires: Rueda, 1956. Vol. 22) Freud trata el término de lo siniestro en su ensayo de 1919 definiéndolo como la sensación de angustia que provoca el retorno de un suceso que se ha mantenido encubierto, acallado, para conservar la estabilidad emocional. Freud, siguiendo una nota de Schelling, dice que “Unheimlich sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado.” (Freud, p. 159)
9. Marcel Proust señalará en Por el camino de Swann (Madrid: Alianza, 1984) “Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo.” (Proust, 1984: p. 63)
10. Función que ya utilizara José Donoso en El obsceno pájaro de la noche(1970) para representar la voz colectiva que construye el discurso popular.
11. Recordar el epígrafe proveniente de la novela La amortajada (1938) de María Luisa Bombal que Nona Fernández utiliza en su novela: “Había sufrido la muerte de los vivos. Ahora anhelaba la inmersión total, la segunda muerte: la muerte de los muertos.”
12. Al igual que Campos Menéndez, Fausto sería un escritor frustrado. El padre de la Rucia es profesor de historia, y en sus ratos libres, relata cuentos a los niños del barrio, hace actos de magia y escribe hasta altas horas de la noche una novela que espera publicar algún día. Luego de la invasión militar, su veta de autor ficcional se desarrolla en la creación de la Historia dictada por el Estado autoritario.
13. Lo que propone Kristeva está en estrecha relación con los términos de duelo y melancolía que Freud distingue en su ensayo de 1917 “Duelo y melancolía” (Obras completas. Buenos Aires: Amorrortu editores, 1990. Vol. 14) de la siguiente manera: duelo designaría al proceso en que el yo aún puede superar la pérdida del objeto en la redireccionalización de la líbido hacia otro objeto; mientras que en la melancolía el yo se perdería con el objeto en la irresolución del duelo.
14. Incluso podemos apuntar un itinerario de cómo se llega al estado depresivo que conlleva la caída del significante: se experimenta la pérdida del objeto (muerte del padre), el duelo por el objeto no se lleva a término (no sepultura del cadáver) lo que origina el trauma-depresión que imposibilita la enunciación de lo vivido y el posterior silenciamiento, tanto de la memoria como del recuerdo (evasión en la lectura de periódicos).
15. Comprendemos que el padre sufre de melancolía, ya que no pudo completar el duelo por la pérdida del suyo; situación que Tamara buscará completar al realizar en ella el duelo que no se llevó a efecto en el padre. Kristeva, hablando de la recuperación de la madre a través del mundo simbólico del padre, nos cuenta: “‘Perdí un objeto indispensable que resultaba ser, en última instancia, mi madre’, parece decir el ser hablante. ‘Pero no, la volví a encontrar en los signos o, mejor, porque acepte la pérdida no la he perdido (he aquí la denegación), puedo recuperarla en el lenguaje’” (p. 41) Tamara buscará recuperar a su padre a través de la reconstrucción de la memoria en la escritura del cuaderno azul que permita la enunciación del trauma.
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