EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Escritores del «Karst», Yucatán, México.

por Adán Echeverría García
Artículo publicado el 09/11/2016

» En Yucatán no está pasando nada que me llame la atención.
Me parece que por el momento seguirá igual.
A pesar de que el resto de la República conoce el nombre
de uno o dos poetas yucatecos, no se interesa
y desconoce realmente el panorama estatal.»
Marco Antonio Murillo (nacido en Mérida, Yuc. 1986)
al contestar una entrevista.

 

Parte primera
Tres mujeres del Karst, tres décadas diferentes de nacimiento.

La península yucateca, es una planicie kárstica resultado de la meteorización de las rocas calcáreas en que se sitúa el verde espacio de la selva subtropical. Al carecer de ríos superficiales (ríos Palizada y Candelaria en Campeche; río Hondo en Quintana Roo, frontera con Belice), el escurrimiento es casi por completo subterráneo, dando lugar a los cenotes (una de sus manifestaciones kársticas de mayor claridad) de los cuales se han contabilizado no menos de ocho mil, tan sólo para el estado de Yucatán. Los climas que brinda la vegetación que se desarrolla en la península de Yucatán (de duna costera, sábanas, selva baja subcaducifolia –que pierden sus hojas en una época del año-, hasta la selva alta subperennifolia –que no pierden las hojas) permiten que la mirada viaje sobre paisajes verdes, en época de lluvias (junio a agosto), temporada de huracanes (septiembre-octubre) y nortes (vientos fríos que se desprenden del polo norte y que bajan las temperaturas, de septiembre, noviembre a febrero), lo mismo que para el espacio de los amarillos, cafés, y cálidos naranjas en que nos vamos presintiendo en la época de secas (marzo a mayo). Y desde Palizada, en lo más occidental de Campeche, hasta Chetumal, bajando por el Mar Caribe, frontera con Belice; como en aquellas islas que rodean la península (El Carmen en el Golfo de México; Holbox, Contoy, Isla Mujeres y Cozumel, en Quintana Roo), el universo sea vasto. Sobre esta vastedad miran los ojos de los autores que nos abren el pecho y la pluma, y que se describen hoy como «Escritores del Karst». Y desde esa riqueza en que se distribuyen plantean sus esperanzas de comunicar el pensamiento, mediante la palabra escrita. El karst yucateco es de poco relieve, abundante en roca calcárea que se disuelve y precipita ante la precipitación pluvial. De la misma forma, la literatura que los autores acá discutidos presentan temáticas similares, capaces de diluir los antiguos pensamientos de una sociedad internacional que va fundiéndose con la tradición, para darnos los textos que acá discutiremos.

En este documento comentaré sobre los 21 autores compilados en la antología Karst, escritores de la península yucateca en 2016, que han sido documentados en estas regiones kársticas, donde los paisajes, las esperanzas, las melancolías de sus espacios vitales se dejan sentir en cada una de sus propuestas literarias, ya sea como poemas, minificciones, o cuentos. Voces frescas, no sesgadas por grupismos literarios de otras épocas (Centro Yucateco de Escritores, nacido en la década de 1990, o la Red Literaria del Sureste que apareciera en la mitad de la primera década del 2000), y tampoco cinceladas desde las Academias Literarias existentes en los tres estados que forman la Península de Yucatán (de este a oeste: Campeche, Yucatán y Quintana Roo) Escuelas de Escritores, de Creación Literaria o Licenciaturas en Literatura de las Universidades Autónomas de Yucatán o de Campeche. Voces literarias llenas de esa novedad en las que pueden, queridos lectores, ir descubriendo qué cosa es Yucatán, cómo se mira Campeche, cómo se descubre Quintana Roo. Porque en estos autores, cuyas edades fluctúan de los 45 hasta los 20 años, se miran los espacios de interacción en que pueden descubrir sus necesidades de comunicar ideas, que nos ayuden a descubrir ¿para qué están escribiendo?

La generación de los nacidos en la década de 1990, presenta la voz de una mujer, junto a la de cinco autores hombres. Violeta Azcona, estudiante de veterinaria quien, determinada a dejarse escuchar por los derechos de la mujer, hace que sus personajes ya sea niñas, jovencitas o jóvenes adultas, tomen decisiones con seriedad, y sean combativas. Sus textos son evidencia y confesión. No paran de ser grito para la reflexión y el cambio de posturas, la transformación y evolución de las sociedades, al reclamar sus errores, y evidenciar las nuevas posibilidades. En su discurso, Violeta sabe apretar la voz, el signo, y transcribir un claro uso del lenguaje para desarrollar su propuesta narrativa. Establece la diferenciación marcada socialmente por el género: «Habría que verlo, tan chaparro y gordo, además le he notado unas cuantas verrugas en la papada y en el cuello, parece un sapo. Y yo tan hermosa, tan espigada, tan blanca y limpia como la leche; pude haber sido actriz o modelo, pero no, estoy atada a éste hombre; es que no lo puedo dejar, y a pesar de lo que me ha hecho sigo aquí, tomándole la mano.» «Mi madre me ha dicho que sea obediente, que sea más dócil. Pero es que no puedo, algo en mi interior es rebelde y quiere guerra con la hegemonía masculina.»

Después de la autora Patricia Garfias (Mérida, Yucatán, 1985), o de Carolina Luna (1964), en el sureste no había surgido una voz tan clara y ágil para las narraciones, y conscientes de que el trabajo de Garfias jamás pudo despegar en la literatura, como en la promoción cultural (lo cual siempre será una lástima), es Violeta Azcona Mazun (Mérida, Yuc., 1993) la promesa de la narrativa hecha por mujeres de la península yucateca. La autora posee la ironía, y la inteligencia para mirar el mundo que le rodea, y sabe plasmarlo en sus textos. Como cuando unas jovencitas cometen un robo en una plaza comercial, en el cuento Mi primer reloj

«Éramos un grupo de cuatro muchachas. Brisa era la más guapa, con ese cuerpo perfecto que dictamina el estereotipo de la sociedad; la condescendiente del grupo, todos la querían por ello, y otras la odiaban por guapa. Misha era flaca, alta y guapa también, la «loca» del  cuarteto; siempre andaba de fiesta, de novios y pasando las materias de ‘panzazo’. Ariel era la chaparrita, morena y también guapa, por supuesto; era la criticona, se la pasaba quejándose de todo, siempre se peleaba con todos y todas,  muchos la odiaban. Yo era la ‘nerd’, la más alta de todas, no era fea pero jamás me consideré guapa. No porque tuviera baja autoestima, o porque me comparara con mis amigas, sino, pura y llanamente porque para mí resultaba vano y superfluo aquello de la ‘belleza’ exterior.»

Violeta hace que su narrador viaje al pasado (flash back), cuando se escaparon de clase, pensando en gozar la libertad adquirida por decisión propia; renuentes a la vigilancia de padres, maestros, para enfrentarse al mundo real, en el que poca experiencia tienen, como la autora evidencia su cúmulo de errores. Que, cínicas y entronas, deciden que nadie puede rajarse, hasta convertir la travesura de niñas de familia, en delito de jovenzuelas de la calle.

«Al llegar a la plaza reparamos en que no teníamos dinero suficiente para gastar. Habíamos comprado helados y papas, pero ya no quedaba más que para comprarnos unos moños que habíamos visto en un local. ‘Realmente quería mi moñito’, me quejé tristemente mientras hacía una mueca con la boca. Misha me miró y por un momento no dijo nada, me tomó de la mano y me sonrió, ‘Ven, vamos’ dijo y todas las seguimos.

Entramos de nuevo a la tienda y hacíamos como que observábamos la bisutería, la ropa, los lentes y de repente ¡Vi cómo Misha tomaba el empaque de los moños y los metía en mi bolsa de la camisola!, ¡No pude decir nada ni hacer nada!, tragué saliva y  abrí los ojos intermitentemente, como las alas de un pájaro que apresura su despegue. Casi no podía moverme y si no hubiera sido por Brisa, que me abrazó de repente, despistando a la vendedora, mientras Ariel le daba las gracias para distraerla, seguramente me hubiese dado un ataque de pánico o algo por el estilo.

Al dejar la oración «Realmente quería mi monito», en voz de una de las actuantes del texto, Violeta hace evidente el infantilismo de las jóvenes de la historia; esta idea que hace que las chicas vuelvan y cometan el hurto, es muestra del talento observador de la autora sobre su sociedad. Mientras al inicio las describe como «guapas», poco aplicadas «pasando las materias de ‘panzazo’; o cuando señala «cuerpo perfecto que dictamina el estereotipo», o cuando se declara «nerd»; contrasta con las actitudes añiñadas de jóvenes con ese dejo de sexualidad, en pleno berrinche para hacerse de un adorno. Esa dualidad en el carácter de las jóvenes continúa durante todo el texto. La observadora Violeta hace evidente los pocos valores dentro del núcleo familiar, de padres y maestros, incapaces para saber dónde andan sus hijas, sus alumnas; pero eso no las excluye de saber discernir entre «lo bueno y lo malo» de sus acciones:

«Cuando nos disponíamos a salir de la plaza, después de que mi nerviosismo se acabara, de que mi corazón recuperara su ritmo, de que al fin perdonara a Misha por haber tomado algo que no nos pertenecía ¡Y de meterlo en la bolsa de mi uniforme!, después de creer que la habíamos librado… El vigilante no nos abrió la puerta para salir de la plaza y pronto llamó por radio a dos compañeros más, que llegaron para impedirnos la huida.

—Hay reportes de dos tiendas, señoritas; de que cuatro colegialas han tomado algunas cosas ‘prestadas’ —lo decía con tono morboso, y dándole énfasis a la palabra ‘prestadas’, como si disfrutara el hecho de que no fuera así.—  No podemos dejar que se vayan sin que se les revise. Casi sentí cómo me iba a desmayar pero, guardé la compostura—. Síganme, en una fila por favor, una detrás de otra.»

Violeta caricaturiza la «detención» de las jovencitas por los guardias de seguridad de la plaza donde ocurre la escena del cuento. Las hace caminar «en una fila», como en aquella escena inicial de la película de 1973, Papillon (dirigida por Franklin J. Schaffner); imaginarlas caminando por la plaza comercial, en fila, y rodeadas de los vigilantes de la misma, es una trágica forma de humillación por su «delito». Lo que bien podía terminar en una llamada de atención, se había vuelto una forma de humillar a las cuatro jovencitas:

«Si no lo pagábamos, ‘Un vigilante las va a acompañar a la escuela y hablará con el director o la directora, para que llamen a sus padres. O les hablamos de una vez desde acá, denme los teléfonos… o a la policía ¿Sería mejor, no?'»

Y esta situación la que motiva la ruptura de las falsas amistades, que impulsan a las chicas de golpe hacia la madurez, para entender que en el transcurrir de la vida, las relaciones sociales tienen que ser escogidas con mucho detenimiento. Violeta Azcona puede narrar esa historia grupal de las amigas, pero igual puede abstraerse hacia textos más íntimos, en el que desarrolla su propia postura sobre la depresión, el abandono social, y la soledad de la complejas relaciones familiares que ocurren en las familias mexicanas, en las que ambos padres de familia tienen que salir a trabajar para obtener el ingreso económico suficiente, disfrazado además de «liberación de género»; como ocurre en De pulgares, orejas y otras partes, minificción en la que el personaje se va mutilando poco a poco, en su imaginación, como en su realidad, y que en la prosa de Violeta el paso entre realidad-fantasía es tenue pero directo.

«Desde que tengo memoria me ha gustado jugarme las orejas. He intentado dejar la manía pero no he podido; me da placer y una tranquilidad inigualable.»

El nerviosismo del personaje de Violeta en busca de la autocomplacencia que le ayude a su tranquilidad es creíble en la línea anterior. Y de ahí, Azcona Mazun, evidencia esa violencia personal, que tanto impulsa a las juventudes actuales para hacerse cortes en las piernas, en los brazos. Azcona lleva la idea al exceso:

«Decido cortarme las orejas. Tomar un cuchillo de la cocina, afilarlo y ¡zaz!, realmente no es tan doloroso. Supongo que mi vanidad es más fuerte. Tomo el lóbulo de la otra oreja y ¡zaz!, en menos de cinco minutos se tiene una cabeza libre de orejas. Se cocinan muy bien en caldo, y se las da a la perra. Lo bueno de los perros mestizos es que comen de todo.»

Otro tema que toca la autora, es el amor a los animales, que en la actualidad llega hasta el exceso, con personas que incluso proclaman «Prefiero matar toreros, matar rancheros y campesinos que gustan de la fiesta brava, para lograr impedir la muerte de los toros». Esa posibilidad es la que Violeta nos retrata: la adolescente solitaria que prefiere lastimarse a sí misma, mientras consciente a su mascota alimentándola con su propia carne cortada; una mascota que además no es de raza, sino que se trata de un perro mestizo. La actualidad cuelga de su obra, y nos hace celebrar su capacidad de observadora natural.

Y desde esa capacidad, la autora Violeta Azcona, puede trazar la violencia desde la infancia, en una de sus prosas de largo aliento, titulada: Mi rata Potter, que al puro estilo de Los hombres que no amaban a las mujeres (2005) de Stieg Larsson, llevada al cine con el nombre de La chica del dragón tatuado (de David Fincher, 2011), muestra como una chica logra castigar a su violador; de la misma forma Violeta Azcona presenta esta actitud para México y toda Hispanoamérica. El texto, además nos permite ver –de nuevo- su visión generacional (nacida en los años 90) al bautizar a su violenta mascota, que usará para castigar, como Potter, en referencia al mago personaje de la saga de J.K. Rowling: Una niña de seis años, junto con su niñera de 14 (Juanita), son violadas por la nueva pareja (padrastro) de mamá; texto del cual recreo unos pasajes aterradores:

«Creo que tenía alrededor de 5 años cuando Carlo se vino a vivir con nosotras. Mi madre inmediatamente se olvidó de mí. Me encargaba con doña Chepa, pero ya era muy viejita; así que me contrataron una niñera: Juanita. Juanita tenía 14 años y jugaba conmigo todo lo que yo quería, luego en las tardes se escapaba de mí para irse a ver las novelas con Chepa, mientras yo jugaba en mi cuarto, en donde Carlo se escurría para verme los calzones».

«Carlo se volvió más cariñoso que nunca, me abrazaba todo el tiempo y me sentaba en sus piernas, donde algo duro siempre me rozaba las nalgas, haciéndome sentir extraña».

«Sentí una mano que se posaba sobre mi trasero, y que a pesar del calzón, pude sentir cómo no le costaba trabajo embarrar los dedos en mi raya. ‘Mi niña, ¿qué haces ahí?’, dijo Carlo mientras me jalaba de una pierna. Rápidamente me paré, más emocionada por contarle lo del ratoncito que incómoda por su atrevida caricia. Es que a los 6 años todo es nuevo, todo parece tan normal.»

«Carlo me llevó al cuarto donde estaban mis regalos; me sentó sobre el mueble y con una voz áspera —que muchas ocasiones después de esa seguiría aguantando—, me dijo ‘Te voy a dar mi regalo, no seas una niña grosera y acéptalo. Si no te gusta, te aguantas’. Se bajó el pantalón y sacó una tripa negra y peluda que mientras la iba frotando iba quedando gruesa y dura. La pelaba y tenía la punta rosada. (…) De pronto algo me raspaba, giré a ver y era su barba. Carlo me daba lengüetazos en mi raya, sentía su lengua adentro y afuera; de pronto su rata dura se metió en mi trasero, lentamente, yo sentía que me estaba haciendo popó; luego comencé a sentir mucho dolor, y en eso una rata real cruzó el cuarto, era la misma rata que vi debajo del mantel.»

«Luego me limpió todo con la sábana que cubría el mueble. Me obligó a jurar que nunca diría nada. Y me sacó del cuarto para regresarme a la fiesta».

«Juanita bajó la cabeza y se puso a llorar. Creo que ahí fue que me di cuenta de que no había sido la única.»

«Mi madre nunca quería verme, Juanita se la pasaba en la televisión y Carlo siempre entre mis piernas».

«Cuando cumplí 10 años, mi madre decidió que yo ya era muy grande para seguir teniendo niñera. Que además ni jugaba con juguetes ni con Juana. Regresó a Juanita a su pueblo esa misma semana, dejándome más sola que nunca.»

Por prosas como ésta, Violeta Azcona Mazun representa ese músculo vital en el que se pueden discursar las historias sin tapujos de esta Mérida, la de Yucatán, en este 2016. El personaje infantil que ha sufrido una violación durante cuatro años, ha logrado la venganza, ¿a costa de qué? habría de preguntarse. A costa de matar a su madre y a su padrastro, y entonces pensar –contrario a lo retratado por Stieg Larsson- ¿cómo sobrevirá esta niña de 10 años en el mundo? La narración de Violeta no lo dice, sin embargo, como lectores quedamos «complacidos» con mirarla liberarse de sus violadores, y abrimos la esperanza de ese final ¿feliz?

El escritor necesita recrearse en su entorno, alimentarse de él, y conocer el pasado mediante sus lecturas. Esta dualidad experiencial es la que le impulsa a escribir, para llenar aquellos espacios de la literatura que le gusta abrevar. Para los Escritores del Karst nacidos en la década de los 80, encontramos la voz de cinco mujeres; cada una con sus búsquedas propias de voz y realidades. En una antología apenas accedemos a un fragmento de la obra de un escritor. Justo es que los antologadores y los autores vayan poniéndose de acuerdo con qué fragmento podría ser representativo de su obra, porque el trabajo literario de los escritores evoluciona con el paso del tiempo, y las lecturas. Abrevan en la vida cotidiana, como en los libros que comparten, esa búsqueda de la felicidad como derecho inalienable en el cual parpadean los instantes de sus lecturas.

Entre las mujeres escritoras del Karst nacidas en la década de los ochenta, Ángel Nimbé (Campeche, 1988) es la más joven. Nace en Campeche donde estudió literatura en la Universidad Autónoma de esa entidad; actualmente radica en Cancún, Quintana Roo donde cursa la maestría en Creación y Apreciación Literaria, como una clara muestra de la continua movilidad existente en la península de Yucatán; y desde ese recorrer kilómetros de selva define su palabra poética: » Yo, Dios, y soy gusano, tecla y tinta de otro dios más fuerte». Nimbé ha sido becaria del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico en Campeche (Pecda) en su emisión 2012; es autora de Las danzas de la serpiente, con el que obtuvo el premio estatal de poesía 2015. Y dentro del trabajo poético que acá revisamos, Leptomar (Las bitácoras del desahuciado), se observa el trazo de posibilidades artísticas con los que se mira a la sociedad y que la autora percibe; se deja sentir el abandono en que el que sus hablantes líricos se encuentran sumergidos; así como la búsqueda interior que no termina de fracasar.

El desahuciado hablante lírico de Nimbé no logra salir de la depresión que el mundo le impone: la niñez, la familia, los amigos, los otros, la vida toda: «Este recinto blanco me sofoca. Debe tener el sabor del abandono. Con esta esclavitud deben vivir los muertos.» La fallida esperanza que narra en sus poemas, huele a derrota, a miseria, al abandono en el que uno se nutre cuando quiere llegar a lo más hondo de la tristeza. Pero igual entre sus textos se percibe esa presencia marina, ese olor oceánico que rodea a la península, su natal ciudad Campeche, situada a la orilla del Golfo de México, y Cancún, donde ahora reside, situada a orillas del Mar Caribe; por ello puede percibirse el espíritu de mar en el que la autora ha crecido, mar y religión como un viaje que se complementa en la actualidad de su mirada: «Vengo a ti como el rey de los ejércitos, para enfermarte como enfermé estas olas, provocar un nuevo amanecer aún más oscuro. Hay otro mar allá, tras esas sombras. Hay otro mar allá, cae en picada sobre la arista del cuadrado mundo.»

Esta desolación puede mirarse en los versos de su Día tercero; las relaciones del hablante lírico con personajes débiles, tiernos, y en esa docilidad de carácter ‘como solían ser las princesas de los cuentos’, Nimbé remarca a la sociedad enferma contemporánea, enferma por lo políticamente correcto, enferme con el neoliberalismo, enferma con esa necesidad de «no exacerbar los caracteres, reprimir las pasiones, evitar ser contestatario, privando de reacción a la juventud que languidece como «la dama de las Camelias», de una enfermedad del alma, ante ese fantasma que les absorbe el cerebro, como aquel monstruo retratado por Horacio Quiroga, que iba succionando a la mujer, hasta matarla en El almohadón de plumas. De esa forma la autora presenta a sus personajes:

«Mi mejor amigo tenía el cuerpo diminuto y delgado. Era un niño blanco como solían ser las princesas de los cuentos. Tal vez cuando crezca halle un hada y se case. Tal vez se acuerde de mí, que solía devorar los corazones de los lobos.

Mi mejor amigo de la infancia se desmayaba a ratos. Mucho tiempo bajo el sol le hacía desvanecerse. Solía cargarlo y correr hasta ponerlo a salvo de las patadas de los otros que hacían leña del caído. (…)

Creo que mis intentos de felicidad ya fracasaron, murieron desde la primera vez que abrí los ojos.»

Y sin dejar además de señalar a esa sociedad capaz de lastimar al que se presiente débil. Con ello, Nimbé remarca la batalla contemporánea contra el Bullyng (acoso físico o psicológico al que someten de forma continua a un individuo sin importar el sexo, por el hecho de presentarse débil ante una persona o un grupo social): «hasta ponerlo a salvo de las patadas de los otros que hacían leña del caído». En su poema Cuentos de hadas desgraciados, Ángel Ninbé hace eco de las narraciones de Violeta Azcona, retratando la pobre educación de la familia. Y con la sutileza que permite la poesía, sus versos se acercan igual al miedo que sienten los infantes ante el acoso de los adultos: «Mamá me dijo que el hombre de arena no es real, /que no morderá mis juguetes, /ni jalará mis pies si resbalo /cuando juegue en el columpio a medianoche.» Y en ese miedo por los adultos, igual prevalece el miedo a los narcotraficantes que les acercan las drogas. Es interesante que mientas muchos «activistas» se inclinan por la legalización de las drogas, la joven poeta nos diga, desde su hablante lírico: «No me arrastrará a su reino de morfinas /debajo de la cama /ni me convertiré en una de esas niñas /a las que a veces se les caen los ojos /que los rincones devoran.» Y es en los tres versos finales donde la autora deja ver su postura ante la «trata de blancas», o nos permite imaginar a las chicas suicidas, las que han sido diagnosticadas con algún problema mental, que viven de píldoras, y pastillas recetas por el psiquiatra, o que han sido incluso recluidas en clínicas mentales. La alusión «a veces se les caen los ojos /que los rincones devoran», puede ser una referencia de aquella canción infantil mexicana de Francisco Gabilondo Soler «Cri-Cri», «La Muñeca Fea» (grabada en 1958), que vive «escondida por los rincones»; y cuya letra ha estado en el imaginario colectivo de las familias mexicanas ininterrumpidamente desde su grabación.

Entre los nacidos en la década de los setenta la única mujer entre los Escritores del Karst, es Gema Cerón Bracamonte (Mérida, Yuc., 1979), licenciada en nutrición por la Universidad Autónoma de Yucatán. Sus relatos vienen cargados con las emociones vitales de una observadora ávida. Una mujer mira hacia la prisión de otra mujer, en busca de la libertad y la determinación, consiguiendo el juicio de las autoridades que la reprimen. ¿Tiene justificación el asesinato? ¿Tiene límites el abuso sufrido? La lucha de la mujer para dejar el papel de víctima, o con la firme intención de asumirlo como ocurre en el cuento Sentencia.

«Cuatro años de matrimonio teñidos con sangre, ¿quién lo hubiera imaginado? Recuerdo el día de mi boda y ese hermoso vestido blanco. ¡Nunca me sentí tan dichosa!, como princesa en cuento de hadas. ¡Qué decir de Rogelio!, tan guapo, con ese frac negro, corbata de moño y sus ojos marrones mirándome embelesado.

Todo era perfecto, hasta que Rogelio decidió que debíamos abandonar la casa para vivir con su madre.»

El personaje-narrador de la historia de Cerón termina por dar muerte a su suegra, que durante la relación a la que se enfrenta se la ha pasado atormentándola. Este texto es evidencia de que el Machismo que tanto daño hace a las familias, a la mujer, a los hijos, en ocasiones es estimulado por otras mujeres, ya que como decía Simone de Beauvoir: «El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos», como en este caso Madre-Hijo son quienes someten a la Nuera-Esposa, hasta enloquecerla, cegarla, y orillarla a defenderse: «Sumida en mis recuerdos, no escuché con claridad la sentencia. Al parecer, jamás podría ver a mis hijos, esto me derrumbó. ¡No podía creerlo!, ¿por qué me condenaban?, la víctima era yo.»

Gema Cerón carga su discurso con la sencillez de las palabras y las escenas que plantea denotan la experiencia del diálogo y de saber escuchar a las personas que nutren sus reflejos literarios. Tal postura se vislumbra en la segunda narración que analizamos Pedrito: donde una mujer busca corregir y educar a su hijo, por lo que el texto se carga de la magia literaria del absurdo. Se reconocen las lecturas de Gema, el apropiarse de la tradición literaria infantil para poder construir sus propias intenciones, el nombre del personaje de inmediato nos lleva a reconocer al personaje de la fábula de Pedro y el Lobo, que acá es mezclado con aquel pillo de los cuentos llamado Pepito (de ahí el diminutivo) que siempre se sale con la suya, y que en la contemporaneidad nos haría pensar en Daniel el Travieso (tira cómica de Hank Ketcham, estrenada en 1951), o al más reciente Bart Simpson (personaje de Los Simpson, creados por Matt Groening en 1989).

«Pedrito, niño malcriado de 3 años y medio, el menor de tres hermanos. Era el consentido de sus padres. (…) Pedrito se había enfurecido tanto, que comenzó a golpear a su progenitora a puño cerrado.»

De inicio Cerón llama a su personaje «niño malcriado», y lo evidencia mostrando como es capaz de golpear a su madre. La fabula que la autora propone, pasa a ser un cuento que pretende espantar a los niños, y de nuevo hace referencia a Gabilondo Soler con la letra de la canción de «El ropavejero», quien compra o cambia: «Chamacos malcriados /miedosos que vendan»; evidenciando además cómo son los Padres los que crean y refuerzan los miedos en los niños.

«El reloj se detuvo; para un pequeño de tres años, un minuto sin su madre parece una eternidad. El silencio retumbó en la casa. Pedrito subió las escaleras, entró al baño, exploró cada habitación sin hallar a nadie. Hasta sus hermanos se esfumaron. Creyó que jugaban a las escondidas y buscó debajo de la cama, dentro del ropero y nada.»

La referencia obligada acá es a la película «Mi pobre angeligo (Home Alone), película de Chris Columbus, estrenada en 1990, sobre el niño que por distracción de su familia que se va de viaje, se queda solo en casa. Pero en el texto de Cerón, el niño es de una edad mucho menor que el protagonista de la saga hollywoodense; por lo cual tiene un mayor contacto con la obra de Gabilondo Soler:

«Se sorprendió al ver un anciano sucio de barba desordenada, con una bolsa negra al hombro. Parecido al hombre que buscaba en la basura cuando mamá sacaba las bolsas. Aquel que un día le vio jugar en el jardín y dijo: ‘Ven conmigo pequeño, en mi casa hay muchos juguetes, eres un niño muy lindo. Te enseñaré un juego muy bonito mientras te cuento un secreto’. Ese hombre, del cual rehuía mamá, debido a su nauseabundo olor y porque algo le habían dicho sobre él, sobre algo terrible que les sucedía a los niños, cuando se cruzaban en su camino, y de lo cual, jamás una madre podría comentar a sus hijos.»

Y con el final de este párrafo, Cerón Bracamonte, vuelve a tocar el mismo punto que Violeta Azcona y Ángel Nimbé, el posible acoso, secuestro y abuso sexual de los infantes; lo cual marca una constante en la prensa mexicana, en las noticias de todos los días cargados de desaparecidos (los 43 estudiantes de una normal rural de Ayotzinapa, en el sexenio actual de Enrique Peña Nieto, o los 16 jóvenes estudiantes asesinados en una fiesta en Ciudad Juárez en Villas de Salvárcar, en el sexenio anterior de Felipe Calderón Hinojosa). ¿Cómo estas tres escritoras no desarrollarían textos en los que se denote la vulnerabilidad de los pequeños, y permeé el miedo latente?

En este pequeño apunte sobre la obra de tres mujeres (Violeta Azcona Mazun, Ángel Nimbé y Gema Cerón) sirve de base y cimiento para poder analizar a los otros 17 autores compilados, (21 en total), ya que cada una de ellas sitúa su nacimiento en una de las tres décadas (70s, 80s y 90s) del nacimiento de los demás autores. Pero habrá que evidenciar que la literatura no tiene genitalidad, como veremos al continuar nuestro análisis, ya que los temas vienen a ser correspondientes con los que hasta ahora ellas tres han sugerido. Lo cual nos deja claro que el género del autor no debe seguir siendo una validación para la creación literaria. Toda vez que la literatura tiene como primer objetivo la comunicación de ideas; con base en la estética, que cada quien determinará por su habilidad lectora y su experiencia como creador, asimilando las estructuras que mejor impulsen sus creaciones. Lo cierto es que, el género es una creación social determinada con base en las significaciones de cada persona sobre los infantes, ya que el desarrollo de la literatura actual, contempla la validación de dichos pulsos sociales, y no es sino en la capacidad de asumir esa postura, como cada autor se nutre de su entorno, y puede desarrollar su actividad creativa y creadora.

En este primer fragmento, las autoras revisadas presentan en la violencia sobre la infancia, vasos comunicantes que deben llamarnos la atención, sobre las preocupaciones actuales de los escritores de la península de Yucatán, de México, y tal vez de toda  Hispanoamérica.

 

Parte Segunda.
Los nacidos en la década de 1990.

Lo importante del ejercicio de antologar el trabajo de estos 21 autores compilados en la antología Karst, escritores de la península yucateca en 2016, es darlos a conocer a los lectores para mostrar que la literatura desarrollada por los Escritores del Karst, afincados en la península de Yucatán, está sana, goza de buena salud, es analítica, pensada, observadora y retrata su entorno inmediato tomando de la universalidad las posturas necesarias para expresar sus ideales. Las diferentes creaciones de cada uno de los 21 autores recrea, mediante la expresión de su intelecto, la capacidad para asumir sus lecturas y es, desde la asimilación del trabajo creativo, de donde logran plasmar sus emociones y su vitalidad al descubrirse insertos en la sociedad en que les ha tocado desarrollarse. La publicación de sus letras es una forma de dar a conocer sus preocupaciones, con esa carga natural de vanidad que viene con toda publicación, pero que en estos autores aspira más al hecho de compartir, con la esperanza de que cada lectura pueda ofrecer un debate e intercambio de pensamientos. La antología aspira a reunir y entregar parte de su obra ante los ojos censores de amantes de la literatura, de los cuatro puntos cardinales en este planeta, lectores de habla hispana. Validarlos como escritores actuales de esta sociedad que hoy convive en la península yucateca de este México, conjunción de tres entidades federativas diferentes Campeche, Yucatán y Quintana Roo. Autores que, por lecturas y desde las redes sociales, se conocen entre sí, y caminan coincidiendo en un tiempo-época, y que por este medio ha sido posible retratar.

Ya en la Primera Parte de este ensayo hemos hablado de Violeta Azcona Mazún, Ángel Nimbé, y Gema Cerón Bracamonte, (leer acá http://critica.cl/literatura/escritores-del-karst-tres-mujeres-tres-decadas-diferentes-primera-parte); por lo que esta segunda entrega hablaremos de los otros 17 autores que incluye la citada antología Karst.

Abrimos con la excelente muestra poética de Daniel Medina, autor de capacidades claras para la metáfora y la construcción del significante en cada verso. Medina marcha atento sobre su voluntad creativa, diferenciando en el oficio de escritor el momento justo para la lectura pausada, y para la escritura como reflejo de la reflexión. Nacido en Mérida, Yucatán en 1996, es estudiante de literatura latinoamericana por la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Ha publicado Mímesis para Gusanos (LCE, 2015). Premio Nacional de Poesía Joven Jorge Lara 2014 por Templo de la fiebre; Mención de Honor en Premio Internacional Caribe-Isla Mujeres de Poesía 2015 por Casa de las flores. Desde su poema Breve estudio sobre un poema dañado, el autor deja claridad de su propuesta poética; nos permite mirar lo que para él puede significar la construcción del poema, cuando dice: «Dejo caer /este poema /(…) / Olvido su nombre /y relación con la materia. /Él no busca la luz /ni la floristería; /prefiere a los parásitos. /Teme regresar /a la misma orilla en que /lo hallé mendigando, /(…) /Este poema /(…) /no sabe de vocablos. /Dice nunca haber oído sobre dioses, /mucho menos de pájaros. /Dice no conocer a los poetas.»

Daniel Medina niega a conocer a los poetas, y en eso basa su respeto por la poesía, en la materia clara de lo que es el Poema y no la vanagloria del Poeta, porque los poemas sobrevivirán al tiempo, a la destrucción de la materia, porque son las ideas cuajadas en los versos los que sobreviven y no los poetas, que apenas son el instrumento para la expresión del lenguaje, que continuará mutando. Sólo el tiempo pondrá en su lugar a los poemas, y eso es algo que Daniel Medina deja muy claro al señalar: «La idea inicial de este poema /ya no es clara. /Por tanto / debo destruirlo.»

Nos han dicho y nos dicen que todo creador, que todo poeta «Es un pequeño Dios», y sin embargo los autores del Karst, no quedan conformes con esta postura, que tiene mucho de constructo entre años, entre ideas, entre sangre derramada en las conquistas. Justo hoy la humanidad continúa pendiendo de un hilo en espera de que alguien apriete el botón de autodestrucción, y convoque a la siguiente Guerra Santa, Guerra Sagrada, en las que la Cultura Neocristiana, continúa aferrada a la superchería religiosa. El poeta Medina Rosado se permite dudar, y es dentro de esa duda en donde cuelga la desesperanza de su hablante lírico, y en donde plantea la construcción y el respeto por el poema. Como esta sociedad aún no termina de lamentar la Muerte de Dios, expuesta desde el siglo XIX por Nietzche, y cantada por otros autores que se plantaban mucho más terrenales, y ajenos a todo misticismo.

Incluso Daniel Medina se permite mostrarnos sus Cinco formas de encontrar a Dios, en el que el autor dice entre otras cosas: «Levanté una roca en el camino / y encontré a Dios /en forma de cangrejo. / Celebramos / hasta la madrugada / iluminándonos.» Y luego de hacer retroceder a dios como un cangrejo, arrastrándose en la arena, nadando en el agua de mar, de río, con ese pequeño exoesqueleto en el que, disfrazado, quiere continuar espiándonos. Este dios de Medina Rosado se vuelve «cangrejo»; y poblada esta la literatura y el arte de las formas que toman los dioses: Zeus que como Cisne ha tomado a Leda; en cambio Medina hace una caricatura del dios, y aún se da el lujo de «celebrar» con aquel cangrejo hasta la madrugada, iluminándose. Ese vencer la noche, esperar el nuevo día. Todos aquellos nocturnos literarios vienen a nuestra mente y junto con el poeta miramos ese Nuevo Amanecer que nos anuncia la madrugada. Luego el poeta Medina continúa diciendo: «Dicen que en los incendios / y los terremotos / a Dios le gusta aparecerse / en forma de árbol histérico.» Y entonces aquel dios ahora es La Naturaleza, como catástrofe. Justo es el reconocimiento del autor al Cambio Climático en el que su aliento vital se sitúa: con las temperaturas elevándose, los glaciares derritiéndose, los agujeros en la capa de ozono, los huracanes cada vez más poderosos, los tsunamis, los terremotos, las erupciones volcánicas que se siguen presintiendo; catástrofes de las que Medina no es ajeno, porque la península de Yucatán está situada justo en el paso de los huracanes que se forman en el Atlántico y que buscan internarse en el Golfo de México. Y aquel «árbol histérico» que son estas sociedades y sus paradigmas de psicoanálisis, todos aquellos fantasmas de la psiquiatría metiéndose en la conciencia colectiva del poeta, que mira su entorno: ese árbol histérico (del griego útero), que nos sitúa frente a un dios-hembra enloquecida: Gaía en busca de cobrárselas con la humanidad.

Es interesante mirar los vasos comunicantes entre los autores de la misma generación; la forma en que dialogan los textos de los unos con los otros permite medir la cultura de los pueblos en una misma época-tiempo en el que les toca convivir. Y de esa forma, mientras que Daniel Medina nos cuenta ¿cómo encontrar a Dios?, el poeta Ángel Augusto Uicab (nacido en Umán, Yucatán, 1988), nos presenta sus Lugares donde se puede encontrar a Satanás; que como una especie de plagio creativo, tal vez inspirado en el texto de Medina, Augusto señala: «Levanté una roca /encontré sus cuernos /la terminación de su cola /en forma de hormigas rojas /de cientos de mordeduras en mi cuerpo». ¿Cuál es el significado presente en la palabra «roca» que tanto Medina como Augusto señalan levantar, al iniciar sus poemas?; Medina «levanta una roca en el camino», que como aquella canción mexicana de José Alfredo Jiménez: «una piedra en el camino / me enseñó que mi destino / era rodar y rodar»; rocas rodantes (rolling stones), en el que se recupera la tradición, y se evidencia al hablante lírico que busca, que evita los obstáculos, que persigue tesoros. Medina encuentra a dios bajo esa roca, mientras que Augusto encuentra a Satanás. El poeta Ángel Augusto continúa versando: «Una rosa marchita /entre las páginas de una biblia empolvada.», y esa imagen vuelve a encontrar al delirio que le ánima. Ya en La Biblia Satánica (publicada en 1969), Anton Szandor LaVey nos sitúa en la intención de romper el paradigma de Satán y lo hace confluir hacia un movimiento filosófico existencialista, individualista, incluso, donde el placer debe ser exponenciado. Ángel Augusto muestra «la empolvada biblia» como una imagen romántica, en el que aquel amor de juventud ha dejado una flor, como recuerdo; y ha sido el paso del tiempo de la humanidad, que ahora descubre marchita a la flor (podredumbre, como todo lo vivo que muere), y aquella colección de textos sagrados, bañados de ese polvo que todos somos. El abandono de la religión, el abandono de aquel romance, en busca del placer.

En su poema «Diálogo», Daniel Medina continúa plasmando su poética y expresa: «Tengo dos poetas muertos en la bolsa /y un montón de arañas explosivas. /(…) /Los poetas vivos /no sirven para nada.»

Lleva los poetas en la bolsa, porque así se llevan las lecturas, en las bolsas, en los bolsillos. Como escritores somos el resultado de nuestras lecturas, que siempre nos acompañan; y es la sociedad la que ha metido además «un montón de arañas explosivas» con la tanta violencia, tanto grito, tanto apuntarse con el dedo los unos a los otros; arañas que al explotar pueda hacerle tender las telarañas entre unos y otros. El autor se sabe comunicándose siempre con los que le rodean, lo acepta; pero se sabe capaz de validar la tradición de sus lecturas porque: «los poetas vivos no le sirven». Medina Rosado es un creador que se presiente ya en la forma de algún dios –aquel capaz de crear y dar vida-, y sabe que tiene que destruir esas creencias que le liberen el pensamiento; situándose en el siglo XXI, donde la comunicación acerca las culturas, los países, los acervos que se sitúan desde las interfaces de la internet, para que desde esa libertad pueda acceder a la creación de mundos propios: y si el internet fuera el verdadero dios. Esta búsqueda concluye en su poemínimo «Primer contacto», donde el autor dice: «Hay una especie de Dios al fondo de mi vaso.»; y al escribir «una especie de dios», hace a ese ser supremo uno más, que puede ser clasificado bajo la nomenclatura binomial diseñada por Carlos Lineo en su Sistema Naturae publicada entre 1735 y 1770,y que ha llegado a nuestros días. Sumados a la postura de Medina Rosado, esa «especie de dios», podría ser nombrada: Deus sp. en espera de que definamos qué especie de dios puede ser la que habita el fondo de aquella botella que mira el poeta.

Salimos de la obra de Medina para adentrarnos en los reflejos pictóricos de Daniel Poot Fuentes (Mérida, Yuc., 1995), quien dentro de uno de sus textos intenta reconocer la relación de aprendizaje y enseñanza entre adultos y menores, o adultos de diferente genitalidad. Expone el juicio de los investigadores y científicos que se la pasan más dedicados a la contemplación del rito de la publicación necesaria (a veces exigida por las academias en pro de prebendas económicas) que en el poder representar un posible cambio en las estructuras sociales en las que se desenvuelve. Poot Fuentes se presiente reflexivo del oficio del artista, como del genio creativo y del investigador sentado sobre la academia. Pone el dedo en la llaga de la comodidad no productiva de la sociedad. Primero en su cuento Botella al río nos dibuja una fantasía, que puede ser abordada desde al menos dos aristas: un padre tiende a deshacerse de su hijo o le impulsa a irse, a dejar el hogar paterno. La motivación de Poot Fuentes para poder descubrirnos esa visión del niño que no puede dejar de sentir el poder supremo del padre, como ese dios del que absorbe los conocimientos de la vida:

«Esa tarde papá me llevó al río. Dijo que limpiara una botella de cristal, trajera un papelito y algún lápiz. (…) Al río llegamos a las cinco. Se escuchaba un ruido muy fuerte; papá dijo que era por la corriente del agua; yo me asusté al imaginar que el río se acercaba a nosotros y nos arrastraba. No sabía qué ocurría, tampoco pude entender de dónde salía tanta agua, y eso me mantuvo preocupado; esperaba el momento en que toda esa agua se gastara. Me pregunto si el agua es infinita. Hay mucho calor. Juego con mis dedos a atrapar el sol, abro y cierro mis dedos, intento tapar todos los orificios, los cierro fuertemente, la luz sigue entrando; los acomodo para que mis dedos encajen, sólo veo la luz roja como si fuera fuego. Papá me habla.»

El pseudo cuento infantil en el que el autor narra la enseñanza, la convivencia padre-hijo, en un momento memorable en el que puede mirarse la ternura, mientras se detiene uno de la silla esperando lo peor, que no llega. Dejo acá algunos fragmentos:

«Pone la botella en el río, ésta comienza a tambalearse dentro del agua y se empieza a alejar… choca contra algunas rocas, y hecha pedazos se hunde. (…) Hago como papá dijo, doblo el papel, pero a mí no me sale tan bien; lo inserto en la botella y la cierro. Pongo la botella en el río; veo cómo se la va llevando la corriente, la botella entonces se va muy brusca sobre el agua, le llegará a los piratas, a cualquier parte, donde yo no podré verla, dejaré que se la lleve el río a donde quiera.»

«Anochece, veo el sol ocultarse como si estuviera amarrado a un hilo y alguien lo fuera jalando hasta guardarlo, quizá Dios; como una vez dijo la abuela: él se encarga de todo. La abuela era una persona extraña, siempre hablando de Dios en la casa, decía tantas cosas de él y decía también que recibe a los niños, principalmente. ¿Por qué no se ha acercado a mi Dios?»

«Papá me mira. Se acerca a mí, lento, toca mi hombro, sonríe; me carga, me toma entre sus brazos hasta alzarme, (…) me gira desde lo alto hacia su espalda; con delicadeza comienza a bajarme, me deposita en una botella transparente y blanca, donde puedo verlo todo.»

«Él sigue sonriendo, yo lo miro, se ve feliz, yo me siento feliz. Veo el cristal. Siempre me han gustado los lugares nuevos. Papá me pone en el fondo, me quedo parado mirando el río, veo a papá y enseguida, sella la tapa dejando un anillo de sombra (…) ‘¿Estás listo, hijo?’ Y dejándome en la orilla del río, empuja la botella con suavidad porque sabe que estoy adentro.»

Daniel Poot nos muestra en su texto que cuando la relación padre-hijo ocurre en armonía, la despedida para comenzar la aventura de alejarse del hogar mantiene una esperanza, una posibilidad siempre abierta: » se ve feliz, yo me siento feliz».

En cambio, el escritor en su cuento Mirada de los inútiles, nos narra el lado opuesto a la felicidad, la desidia; retrata la fácil postura de «aquellos intelectuales» que batallan por la creación de sus «papers», por el desarrollo de su pensamiento, por la explicación de los eventos que suceden a su alrededor. Como dijera Rubén Darío en su Letanías de nuestro señor don Quijote: «De las Academias / ¡líbranos Señor!» Y es justo Darío, el nombre que Daniel Fuentes utiliza para nombrar a su personaje, como reconociendo y alimentando la idea planteada por el escritor de Azul. Porque no podemos prescindir de la fantasía que representa la locura de El Quijote, para sumirnos en los engrosados tratados de textos que se apartan de la libre creación persiguiendo el método. El personaje de Poot Fuentes, al que acusan de «inútil» como reza el título del cuento, muestra el hartazgo ante sus investigaciones que lo mantienen alejado de la sociedad, de la vida real, por lo que prefiere pararse a mirar a los transeúntes de la calle. Y me ha hecho pensar justamente en lo que representa la Educación Académica y Científica en México, para este 2016, en el que no puedes decirle ahora a tus hijos: ¡Si estudias vas a tener una mejor economía!, y tenemos que conformarnos con intentar convencer a nuestros jóvenes diciéndoles: «Estudiar nunca será malo para ti»; porque nada les puede prometer un futuro mejor, ni estudiando una carrera, o una maestría o un doctorado. Tal como nos lo han representado en la película española «Perdiendo el norte» estrenada en el año 2015, donde dos españoles con excelente nivel de estudios viajan a Alemania (se vuelven migrantes) en busca de una mejor oportunidad, y terminan lavando trastes en un restaurante turco. Poot Fuentes lo narra de la siguiente manera:

«Mi esposa venía a alentarme a continuar mis investigaciones; se paraba a lado de mí para sermonearme cada vez que me veía arrastrar la silla hacia la ventana.

-Por favor Darío, continua con lo que estabas haciendo, esas investigaciones pasarán a la historia si tú sigues trabajando, no te detengas.(…) Hace dos semanas que no abres la libreta y que no estás en el salón de estudio.

Abrí la libreta revisando detenidamente y con mucho cuidado todas las hojas. Nada significaba ya, ni siquiera para mí, lo que una vez fue una investigación emocionante y verdaderamente ardua. Mi objetivo de toda la vida, ahora sólo era un pedazo de papel que se rompía si dejaba caer mi sudor y rascaba con la mínima fuerza. Un trozo de papel que sólo lograba asquearme.»

 

Caminamos así hasta el trabajo de Emmanuelle Kubrick (Chetumal, Quintana Roo. 1993), quien desde su nombre nos marca la influencia que el cine tiene en la juventud lectura y artística contemporánea. Emmanuelle en su cuento Carlos presenta ese diálogo entre aquella cumbre de escritor a la que una inmensa mayoría aspira, desde el juicio de un infante que representa la muerte, y al mismo tiempo la propia inocencia alejada de los reflectores del marketing al que lo ha empujado el éxito conseguido en sus primeras publicaciones; mezclado todo con la tradición y el canon que el autor ha sabido abrevar.

«Marcel descendió desde su habitación hasta su estudio, donde se la vivía entre catorce a dieciséis horas diarias; desgastándose los dedos en su vieja máquina de escribir. Quería consumar un éxito más para su vida. Su editorial le exigía una nueva publicación, cual fuese.»

Para su segundo texto «De los niños de Charlestown», el autor recrea esa violencia entre jóvenes y niños, al puro estilo de Robert Artl en El juguete rabioso, Juan Marsé en Si te dicen que caí, como Bukowski en su texto de Hijo de Satanás, Emmanuel recrudece esta violencia sin sentido, e incluso la hace extrama, como la que ocurre en la escena del tren del texto Las cavas del Vaticano de André Gide, ya que en el cuento de Kubrick un jovenzuelo que mata a un niño por el puro deseo de mirarlo morir; que muta y es al mismo tiempo el asesino de algún otro niño.

«Caminaba sobre la acera, cuando un pequeño rubio me llamó desde un carro con insistencia. Vacilante me aproximé. Dijo que quería un pastelillo de coco y si le acompañaba a la repostería, me compraría uno.
—Bueno, pero no he de tardar mucho, mi madre me aguarda.
El chico bajó del carro, le tomé la mano y pregunté dónde se encontraban sus padres.»

Haciendo pasar la voz narrativa de uno a otro personaje, para recrear la visión de cámara de cine, como en una puesta teatral, que nos permite mirar a los personajes hablar, en vez de construir desde el narrador omnisciente:

«—Mi madre se ha marchado de compras y mi padre se encuentra en casa del gobernador. Yo le he acompañado, pero me ha hecho esperarle demasiado, tanto, que mi pancita gruñe.

Al salir de la tienda, el pequeño mantenía esa sonrisa, tan jubilosa y yo tan pusilánime, ¡qué pesado! Le sostenía la mano, aún con más fuerza, como para asegurarme de que nada grave pudiese ocurrirle. No podía controlar mis impulsos y supe desde el primer instante que deseaba asesinarle.»

Involucrando además otra voz interrogatoria para situarnos en una escena de confesión del asesinato, con alguien que está fuera de foco, que no es descrito; pero que junto contigo como lector se sorprende y desea continuar leyendo (o escuchando); y en ese juego es Emmanuelle quien nos somete, al hacernos partícipes de la tragedia, sabedores de la violencia del personaje, de su cinismo, y nos vuelve cómplice:

«—¿Todavía desea saber más?
—Sí… continúa.
El pequeño sonreía, y miraba con atención a aquellos barcos pesqueros; dijo que nunca había mirado algo semejante. Y yo, nunca me había sentido tan fastidiado con tanta felicidad desmesurada.»

La narración del asesinato nos puede provocar la misma ansiedad de intentar conocer más acerca de este asesino construido por Emmanuelle Kubrick, porque es el morbo el que nos sigue atrayendo a la lectura. Lectores morbosos, ávidos de enterarnos de la violencia habitando los cuadernos, las hojas, los ensayos, los cuentos, las narraciones, o el fiel reflejo del estarnos acostumbrando a que la violencia de la realidad permea la vida literaria, la creación:

«Me puse de pie y me le acerqué. Coloqué mi mano derecha sobre de su hombro y le palmeé en dos ocasiones. Él repitió que mirase lo inmenso que era aquel barco. Respondí: ¡Es realmente gigantesco! Cuando descargué un furioso ataque; clavando mi navaja en el cuello de aquel angelical niño.

Cayó sobre de la arena, pero a pesar del sorpresivo ataque, no había muerto y peleaba por su vida. Le desprendí la navaja del cuello y comencé a apuñalarle sin detenerme, sonriendo, como lo hago ahora: Me sentía feliz.

Tomé una vara y se lo inserté en el ojo derecho. Le bajé los pantaloncillos e intente castrarle como lo hacía a los perros y gatos de mis vecinos.

Le clavé nuevamente la navaja al cuello, pero no logré arrancarle otro grito. Fue ahí qué, por primera vez, el miedo se apoderó de mi y escapé de la playa, acudiendo al mercado para cumplir con el recado que mi madre me había encargado, pues haberlo hecho, no me convierte en un hijo desobligado.»

Ariel López, nacido en Guatemala en 1992, vive en Mérida en donde estudia la licenciatura en biología; nos narra la contemporaneidad con esa soltura con que todo joven platica hoy sobre las drogas, la muerte, la violencia como un juego de niños; acostumbrados a los video juegos, al internet tan cargado de imágenes que suman en nuestro inconsciente y nuestra psique sus colores y sonidos. Pero también nos presenta en sus poemas esa fresca voz juvenil que tiene mucho de grito, y esperanza a través de saber resistir y levantar la voz cuando hay que hacerlo. López es el primer escritor de este grupo que hemos analizado que se atreve a caminar en los dos géneros, el de la prosa y el de la construcción del poema, y en los dos saben salir bien librado. Su voz poética es un reclamo social: «Voltéate periodista de arena, / La playa se tiñe del calor de la tarde / y eres el ojo carnoso cuya pupila absorbe». Las preocupaciones de Ariel son muy claras, el fácil acceso a las drogas, la falta de optimismo, la desesperanza de las religiones, la búsqueda de la libertad.

En su cuento «Saudade», el autor nos deja muy claro lo fácil que es para todo joven que tenga la intención conseguir drogas, en cualquier ciudad o poblado de México: «Ese día creo que fuimos el Flaco, el Mono y yo. No conocíamos al dealer, pero nos recomendaron mucho su producto: siempre tiene la mejor calidad de la mierda que te metas al sistema, dijeron todos».

Mientras que la parte mística, tanto como la parte creativa, se entrelazan en sus poemas. En Un trazo de muerte, Ariel nos aclara: «Allá viene Lucifer, /cayendo con toda su orquesta iracunda. /Allá viene la carcajada repleta de dientes, /herido de guerra apunta en el delirio.»; y en esa «carcajada repleta de dientes» es en donde se narra la idiotez, la poca cordura para la aceptación de cualquier Armagedon; somos sobrevivientes a la decadencia, nos volvemos decadentes, somos parásitos en la cueva pútrida que la vida. Parásitos al fin, nada no daña, como alimañas, resistiremos, sobreviviremos como cucarachas. Pueden venir los Cuatro Jinetes del tan anunciado apocalipsis, nosotros seguiremos riendo a carcajadas, riendo junto a nuestro destructor (Lucifer, el que trae el fuego, el portador de la luz), porque nos hemos acostumbrado a los descabezados, a los desmembrados a los encajuelados, que ni un infierno puede ya asustarnos.

En tanto que en su texto Maleta humana, el autor deja claro que los demonios son más terrenales que sobrenaturales: «Un demonio te arrastra, llena tu pecho /con pesadas caricias.»; la sexualidad y la sexualización de los infantes; tanto como el infantilismo de los adultos, nos brinda una población mexicana que deriva en la sexualidad «erotoplástica», en la que misma genitalidad se va haciendo a un lado. Para su poema El Arquero, el autor nos presenta la incertidumbre ante la creación poética, y la búsqueda del poema, que ocurre de manera natural: «Sus manos se tensan en / posición caligráfica, /sostiene el arco una vida /intermitente /en el horizonte.»; el autor retrata al creador poético, rodeado de ese aura que nos brindan las sagas de la fantasía que en la actualidad son tan perseguidas como éxitos editoriales y de taquilla, cuando de películas se trata.

Con una visión muy clara para expresar el sentimiento, López se vierte honestamente dentro de sus creaciones poéticas, y de esa decadencia en la que se plantean las experiencias nos dice en Exploración del sufrimiento, «Debemos aislar toda partícula del sufrimiento, /cada lágrima extinguiéndose en el aire, los detalles en las pausas del grito.» Los poemas que Ariel López construye pegan en el alma, se asientan en la mente, son dulces en su carga de tragedia, son duros en su ternura. Son esas pausas del grito, que necesita ser escuchado. Esa pausa que significa el silencio, para que la voz del hablante lírico no ocupe todo el espacio definido por el tiempo, en el que su grito se eleva; sino que permite la aparición del silencio, con la oreja atenta, esperando por el Otro, por la voz que le responda. Porque el grito es el escape «En ese big bang de violencia /donde la bala marca el trayecto»; nos dice el poeta, y uno puede preguntarse ¿a dónde nos conduce esa bala que marca el trayecto? ¿a dónde nos conduce toda esta violencia? ¿ya no tenemos miedo? Como fantasmas, hemos muerto ya, nada más nos debe preocupar, porque a nadie pueden matar tantas veces. Ariel López se desdobla con mucha claridad, y dibuja a toda su generación, en esta impostura asediada por el monstruo de tres cabezas: El Neoliberalismo, Lo políticamente correcto y las Luchas de la Genitalidad y su Patriarcado erigido como Tótem. En su poema Retrato, el poeta nos dice: «Soy el sobresalto de un sueño fallido. / Pura presencia, carencia de sombra, / lo rechazado por verdades y mentiras. / Soy ese rostro / que abandonan los ojos al filo del espejo.»; el rostro que abandonan los ojos al filo del espejo, cansados de mirar, apenados de ver un rostro incapaz, doblegado; personajes que no quieren mirarse de frente. Y como un poeta observador de la sociedad que le toca vivir, Ariel López marca el paso para los escritores kársticos en este 2016, con este poema titulado: El sacrificio:

Voltéate periodista de arena,
La playa se tiñe del calor de la tarde
y eres el ojo carnoso cuya pupila absorbe.
El que nota las marcas de grilletes en el cielo.

Voltéate periodista que se desmorona en la claridad teñida,
porque seguir esa mancha rojiza es seguir una senda hacia el vacío.
Allá solo un tráfico fantasma de ficciones,
palabras malditas moviendo las olas y la espuma.

Es tu voz periodista de los miedos
la que fuerza el mecanismo del silencio,
amarre de los pueblos a su tumba despicada.

Voltéate y devuélvenos la sonrisa,
porque las miradas son tendones amarrados a barrotes.
Tus puños son de saliva y no de huesos molidos.
Abandona la caldera donde cocinan el destino de los hombres.
Allá dentro no hay horizonte sino muros de hierro y plomo.

No son de arena los gritos que hierven a fuego lento,
ni las carcajadas que machacan institutos y prisiones.
Son plumas que sobrevuelan el papel en blanco,
tinta roja, libre de la agonizante mezcla: agua salada.

Voltéate periodista de arena.
Más allá del sol abierto como costra, aureola de las almas en pena,
hay un cuchillo dentando sobre tu cuello.
Esa playa de huesos molidos es una mano empuñando tus alas.

En el que puede observarse la constante que ha venido a derivar la poesía social que se ha construido en Mérida, Yucatán, y que con Mario Pineda Quintal (nacido en 1986) sonaba más o menos así en su ‘Discurso de un ciudadano más’, publicado a principios del año 2012: «Camaradas / hermanos de huella / las calles nos pertenecen / Sangre quién sangre / Nuestros antepasados las hicieron con sus pies libres / caminando de cuadra a cuadra / sin temor a no seguir el mismo paso // Camaradas / no dejemos que esta historia / se hunda en los baches donde hemos caído / arranquemos las púas de la esclavitud / enrollada en nuestros dedos / Sangre quién sangre // Basta de resistir / es momento de avanzar a la victoria de pasos interminables / No vamos a respetar los semáforos que impusieron los invasores / patadas al rojo hasta que sea verde / verde de nosotros // Camaradas / Descalzos y valientes / aplastemos las banquetas de los invasores / el asfalto es de nosotros / Recibamos el sol de la mañana caminando / ni un paso atrás / Sangre quién sangre.»

El espíritu combativo es el que permea en las hojas de esta antología, ese mismo espíritu que se narra en la aulas, que se dibuja en el consumo de libros, obras de arte, filmes. Y sangre quien sangre, hay que seguir caminando, sin más temores a la noche y a la oscuridad. Estos son los vasos comunicantes que se presienten, se recrean, permanecen y van evolucionando en el pensamiento de los escritores del Karst.

Melbin Cervantes (Cancún, Quintana Roo, 1991) es el poeta que canta, el poeta que cuenta, el poeta que continúa su búsqueda por un lenguaje de silencio, como persiguiendo al dios que hay dentro de las palabras, con la finalidad de encontrarlo y ser así mismo dios-creador. Con la fatalidad asombrosa de matar al dios para ocupar su lugar como creador, tal como lo han dispuesto anteriormente ya Daniel Medina Rosado; pero la batalla que Melbin ha comenzado se puede paladear en sus textos: «Sobre ríos que no cesan / viaja el lenguaje.» Porque es una verdad que el lenguaje, materia prima de los escritores, es como un río que no deja de fluir, y que llega a inundarlo todo, los cuadernos, las mentes. El autor sigue sobre ese río, no navega en él, se deja arrastrar e incluso nada entre esas aguas buscando las orillas, buscando asentar el pie firme en la ribera. Ese perseguir el silencio que todo autor requiere, esa búsqueda que jamás cesa: «Apagada lámpara, / en el olvido de la noche, / es la esperanza».

La esperanza reflejada y descrita como una apagada lámpara en el olvido de la noche, porque al igual que sus coetáneos, Melbin es presa de esa desfachatez de la desidia, a la que trata de resistir, pero es su hablante lírico quien le grita y nos recuerda: «¿Somos cobardes? / ¿Habrá defensa para nuestras faltas?». Porque aún presos en esa Cultura Neocristiana, se siguen pensando en que «hemos cometido faltas» y por ello estamos siendo castigados, por ello tenemos un mal gobierno, por ello no alcanza la economía, por eso el desempleo de los jóvenes, por eso una educación lastimosa. Y no terminamos de enfrentar a ese Monstruo de Tres Cabezas: Neoliberalismo, Lo Políticamente Correcto, La Batalla de la Genitalidad. Aceptamos una culpa que no nos representa, que nos han venido imponiendo desde las revoluciones de inicios del siglo XX: «El lenguaje de esta piedra que tenemos / por corazón: sólo sabe nombrar /vitupera lo sagrado.»

De la misma forma como antes lo ha hecho Daniel Medina y Ariel López, Cervantes establece su creación poética en preguntarse por las voces, por la creación, por quién se es. E intenta definirse dentro de su poema Sigo las huellas que dejó el silencio: «Soy tan solo un rostro de brillo que dura el instante / vientre azul vertido al mar.»; recurre al paisajismo, alimentando por la vida que lleva en la isla de Cozumel, en el estado de Quintana Roo, donde reside actualmente (2016), y con esa idea alimenta su poema «Primera nota», que le hace decir: «Un rayo para destellar el horizonte / enciende este poema /que está colgándose del cielo». Materia formativa para el texto, el paisaje, por el que el poeta Melbin se muestra observador del ambiente que le rodea, y desde ese sentirse pleno entre la naturaleza, puede descargar sus versos, como abrirse a la libertad: «Queremos desnudarnos, pero no nos creemos tan libres.» Y en este dudar «no nos creemos tan libres», es en donde se continúan sintiendo y sufriendo los grilletes de un dogma de fe impuesto desde la conquista de la América Hispánica.

Los nacidos en los noventa cierran con el trabajo narrativo de Jhonny Euán Canul (Mérida, Yucatán, 1991), un autor que ha sabido caminar de a poco sobre la literatura. Plasma sus lecturas cotidianas en la construcción de sus obras. Los guiños a Bradbury, a Lovecraft como a Cortázar, Borges, Saramago, entre otros escritores del canon contemporáneo, son constantes en sus construcciones. La habilidad de Euán consiste en que sus narraciones no sólo son ágiles sino imperiosas, cargadas de una necesidad de romperse en pedazos ante los ojos, son prosas tangibles, cárnicas. El sexo, la juerga juvenil, las relaciones de pareja, la brutalidad sexual, el desenfreno, la desesperación, todo se cuenta con tal soltura que uno llega al final de los textos con un sabor a menta: «Haces lo que más amo en esta vida, escribir.», dice uno de sus personajes. Y en su trabajo podemos ver cómo se va ampliando en registro de su narrativa, ya que para desarrollar «La montaña de fuego», hace uso de sus lecturas, y con ellas construye la arquitectura de su prosa: «Me voy a casa, la azotea del Hotel Lovecraft. Al llegar, intento dormir pero el jodido sueño de siempre me exaspera: mis padres cogiendo al mediodía. Fahrenheit 451 en el televisor de la sala.»

Si algo nos faltaba para mostrarnos la juventud mexicana, situada en esta planicie kárstica que es la península de Yucatán, habría que referirse al rock que desde los años de 1960 ha creado una plataforma que durante décadas ha inundado de conciertos independientes la ciudad de Mérida, como algunas de las otras poblaciones de Campeche y Quintana Roo. Y sembrado en esa idea, Euán narra: «La banda sube al escenario. La gente grita, el suelo sucio y mojado, y el alcohol escurriéndose por los cuellos. Estridencia. Todos los cuerpos comienzan a girar como ritual prehispánico, el calor los rodea y los ojos se aceleran, se golpean, las guitarras sin explotar, nadie se detiene.»

Libertad, energía, pasión, flama, fuego, incendiarse, hacer correr el incendio por toda la ciudad, por todo el mundo al que se tiene acceso como joven. El incendio que son estas voces que necesitan hacer arder la sociedad toda, quemarla por completo para que vuelva a nacer, como al hacer la milpa en las tierras mayas, como al agostar el potrero, hacer la roza, tumba, quema como desde los tiempos prehispánicos; y eso es lo que más o menos vienen a mostrarnos los autores, como Euán que recurre al fuego metafórico: «En mi mundo sólo hay amigos y cervezas, y a veces unas viejas, grita el vocalista. Soy feliz aquí, para qué quiero leer libros si puedo reventarme.»

El incendio que primero quema por dentro, y luego va quemando lo que toca. Euán en su narración rescata esas desechadas costumbres de odiarnos los unos a los otros, mientras al mismo tiempo nos seguimos buscando en la apertura de braguetas, en el bajar de faldas, y subir de blusas. Mujeres que lo pueden todo, hasta sacar de quicio a aquellos que saben violentarles los espacios de su cuerpo, o en el imaginario de la falsa libertad que nos incita a doblegarnos los unos a los otros:

«—¡Hola, mi escritor favorito!, ¿Dónde andas? Ya llegué a casa.
—Estoy en la Sekta, hubo tocada de Punk.— Qué fastidios con esa noña.
—Sabes que no me gustan esos bares de mala muerte, puros mugrosos van y tú no lo eres. Ven a casa, te traje un ejemplar buenísimo de Bukowski, y ¡ahh!— grita emocionada la mujer que vive conmigo — te conseguí “El hombre más triste y solitario del mundo y salpicado de vómito” de José Agustín.

Obviamente me emocioné, le dije adiós a mis cuates, y salí disparado rumbo a mi casa para hojear los libros.

Al llegar al hotel, subo rápidamente por las escaleras hasta la azotea. Abro de golpe la puerta de acceso a la locura y todo es silencio y oscuridad. Enciendo las luces y la miro. Ella sentada en la cama, con su cuerpo curvo y delgado que provoca orgasmos, un diminuto short negro de mezclilla le cubre las piernas, una horrible cucaracha en su muslo derecho; es Kafka, se ve radiante con tinta negra. Ella sonríe, como si hubiera estado esperando mi llegada para quitarse la ropa y dejarme ver sus senos totalmente fijos en mí. A su lado están los tesoros.

La beso efusivamente y tomo los ejemplares. La gloria del universo está contenida en mis manos.»

Luego es de nuevo el alcohol, el sexo, la lucha genital por saberse vencedores o vencidos, el simulado amor de la juventud marcado por la violencia. Esas tribus que van de un lado a otro, naciendo en el terror del abandono, de las infancias lamentables como la de la niña narrada por Violeta Azcona, en la anterior entrega de esta serie que es abusada por su padrastro. Y entonces nos asomamos en la prosa de Euán a una nueva escena que avanza sobre la violencia, que como una alimaña se ha metido entre las juventudes, teniendo de música de fondo esas canciones en que han crecido, rememorando «los clásicos» de una época que nos les tocó vivir pero que hoy alimentan en el recuerdo: “Simphony Of Destruction” de Megadeth, que es mencionada en la narración, o como aquella «Sympathy for the devil», que desde los años 70 nos cantaran los Rolling Stone, pero que en los noventa volviera a ser grabada en una versión más actualizada, para esa otra generación nacida al final del siglo XX, e interpretada por Guns and Roses; personajes que simpatizan con el mal.

«El cuarto bien cerrado, Violeta despierta sin comprender y me ve frente a ella. La montaña nos separa.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me amarras? — Saberse sometida la hace entrar en pánico.
—Lo comprendí, cariño. Tuve un sueño y ya sé que tengo que hacer. Querida, no necesitamos tener libros, son sólo letras que limitan nuestra mente, nos oprimen y nos dictan lo que debemos pensar y hacer; nos minimizamos al saber que existe un maldito libro, el cual leeremos y leeremos. Tenemos que matarlos, mi amor. Su única función es enseñarnos cosas nuevas, no manipularnos…
La música suena… —¡Qué tonterías son esas! ¡Tú amas los libros!
—Los amo, es verdad. Pero no debemos atarnos a ellos, sólo sirven para ser leídos, luego hay que desecharlos, porque de eso modo usaremos lo que hojeamos con pasión y desenfreno. Los libros sólo nos mantienen viviendo al azar.
—¡Estás enfermo, has perdido la razón!»

La obra narrativa de Jhonny Euán se vislumbra crítica, con esa carga sexual y violenta que requiere toda penetración. Cual ‘runaways’, chicos que huyen de casa, chicos, jóvenes, que construyen una vida tribal, apenas recuperándose de una mala infancia, de padres que circulan en el borde de la drogadicción, el alcoholismo, como si fuera la ruta trazada para sus hijos que seguirán alimentando esa misma idea. Padres que son demasiado permisivos hasta el abandono, o que son demasiado opresores hasta la violencia. Esta es la generación de los nacidos en la década de 1990, y entre los Escritores del Karst. Estas son algunas de sus prioridades, y esa violencia, ese desencanto, que los mantiene atados en sus lecturas, respondiendo dentro de la literatura, como una buena forma de retratar el entorno, asentarlo en el papel, para poder al fin, darle vuelta a la hoja, en espera de una nueva oportunidad.

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Requerido.

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