EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
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Estulticia y necedad en Bouvard et Pécuchet de Gustave Flaubert

por Luis Quintana Tejera
Artículo publicado el 04/10/2023

Resumen
Los esquemas rígidos no se han hecho para los genios. Balzac fue un realista romántico como se ha dicho muchas veces; pero por qué no considerarlo también un simbolista profundo que anunciaba desde su siglo las veleidades de la modernidad. Flaubert sienta las bases del realismo con su primera gran novela, Madame Bovary (1857), deambula por el territorio de la novela histórica con Salambó (1862); compone además La educación sentimental (1869) y La tentación de San Antonio (1874) por mencionar al menos lo más representativo de su trabajo artístico.

Résumé
Les schémas rigides ne sont pas faits pour les génies. Balzac était un réaliste romantique, comme on l’a dit à maintes reprises ; mais pourquoi ne pas le considérer aussi comme un profond symboliste qui annonçait dès son siècle les caprices de la modernité. Flaubert pose les bases du réalisme avec son premier grand roman, Madame Bovary (1857), il erre sur le territoire du roman historique avec Salambó (1862) ; Il compose également L’Éducation sentimentale (1869) et La Tentation de Saint Antoine (1874) pour citer au moins les plus représentatifs de son œuvre artistique.

Desarrollo del tema
Definitivamente cuando en 1881 se publica Bouvard et Pécuchet los esquemas rígidos —si es que alguna vez los tuvo—, se desmoronan. Esta obra póstuma representa un intento de estilo completamente nuevo:

A todas estas exigencias —precisión, objetividad, poder de observación— de la novela renovada, Flaubert añadirá, una generación más tarde, el dogma de la impersonalidad. El novelista debe suprimir de su discurso toda idea, toda emoción personal, desaparecer literalmente detrás de sus personajes. […] A todo ello se añade en Flaubert —como una reacción más contra la inspiración y el descuido románticos— una preocupación casi obsesiva por la forma, por la armonía y la belleza de la frase, por la búsqueda de la fusión de la novela “realista” con la novela “artista”. Difícil empeño que exige, en primer lugar, una preparación documental exhaustiva. […].[1]

La diégesis nos presenta a dos oficinistas cincuentones que se encuentran en el bulevar y que paulatinamente irán descubriendo las afinidades que los reunirán en un proyecto común cuando les llegue a ambos el momento del retiro. La historia resulta así engañosamente sencilla cuando nos detenemos a observar a estos dos hombres que ambicionan adquirir todo el saber de su tiempo y para ello se arman de numerosos tratados y revistas consagrando su vida al pensamiento.

Es la novela sobre la tontería y la vulgaridad contemporáneas, cuya raíz está en la fe ciega en el poder redentor de la técnica, de la industria y del comercio. Flaubert dejó concluidos diez capítulos y medio. Al lado de la novela propiamente dicha tenemos un conjunto de datos, un dossier que debería haberse integrado a la obra general como texto independiente, intradiegético, y escrito por los dos personajes de la novela; a éste habría sido incorporado el Diccionario de la ideas recibidas compuesto por Flaubert ya desde 1850: compendio de todas las expresiones, las frases hechas y los dichos en los que una sociedad sintetiza, con solemne estupidez y orgullo, la sabiduría oficial y los resabios de una época.
(http://www.uam.mx/difusion/revista/sep.2001/hesles.html)

El punto de partida de las diversas acciones narrativas que reunirán a los personajes en cuestión es —si en términos de una teoría del conocimiento lo planteamos— un convencido dogmatismo que los lleva a creer que la felicidad del hombre estriba en una perenne búsqueda científica, la cual los conducirá al estudio de la agricultura, la química, la medicina, la astronomía, la geología, la arqueología, la literatura, la gramática, la sintaxis, las religiones antiguas, la historia, el espiritismo, el cristianismo, la filosofía, la pedagogía y sus más indigestos conceptos. Todo ello realizado en las varias décadas de vida en común y evolucionando paulatinamente desde el dogmatismo inicial hasta un escepticismo que los pone al borde del suicidio, al mismo tiempo que despiertan en sus vecinos y conocidos, encontrados sentimientos de asombro ante tanta búsqueda febril que no terminó nunca de dar los resultados que cualquiera hubiera esperado después de tantos esfuerzos.[2]

Se instalan así en una granja adquirida por ellos y deciden ejercer el difícil oficio de la agricultura como aproximación primera al gran arte del conocimiento científico. En la mayoría de las acciones emprendidas por nuestros dos personajes es dado advertir un aspecto teórico y otro práctico en donde el denominador común será el fracaso. Esa ingenua búsqueda frenética de ambos no puede menos que recordarnos la propia búsqueda de Fausto en las diversas manifestaciones que este personaje adopta en la historia literaria. En Goethe y en el monólogo primero del drama, Fausto expresa su profunda decepción ante el problema del conocimiento y sostiene que todo lo estudiado hasta ese momento sólo le ha servido para demostrarle que el conocimiento es imposible; llega al extremo de afirmar que ni siquiera la opción socrática de “sólo sé que no sé nada” lo consuela. Asumimos además que Fausto pasó por la ingenua práctica del dogmatismo y ahora se retuerce —después de la experiencia vivida—, en amargo escepticismo desde el cual reclama a la vida el que no le haya dado la oportunidad de moverse al menos en el marco de un pragmatismo en donde hubiera llegado a comprender que la ciencia realmente sirve para ayudar al hombre a ser feliz.
Bouvard y Pécuchet comienzan a involucrarse con la experiencia teórica del conocimiento:

Esa misma noche sacaron de la biblioteca los cuatro volúmenes de La casa rústica, encargaron el tratado de Gasparin y se abonaron a un periódico de agricultura.
Para ir a las ferias con más comodidad compraron una carreta que guiaba Bouvard.
Vestidos con blusa azul, sombrero de alas anchas, polainas hasta las rodillas y un bastón de chalán en la mano, daban vueltas alrededor del ganado, interrogaban a los labradores y no faltaban a ningún comicio agrícola.[3]

Una de las virtudes que podemos resaltar en los personajes es su persistencia y su lucha denodada por alcanzar resultados; a pesar de las reiteradas frustraciones, siempre retornan con nuevos bríos tras la búsqueda del éxito que les resulta siempre esquivo.
Por ejemplo, después de intensos trabajos y noches sin dormir el éxito no llega y la suma de fracasos resulta explicada por el narrador de la siguiente manera:

Pero en el semillero hormiguearon las larvas; a pesar de las capas de hojas secas, debajo de los contramarcos pintados y las campanas embadurnadas, sólo brotaron plantas raquíticas. Los vástagos no prendieron, los injertos se despegaron, la savia de los acodos se detuvo, los árboles tenían blanco en las raíces, los planteles fueron una desolación. El viento se entretenía en derribar las ramas de las alubias. La abundancia de estiércol perjudicó a las fresas; la falta de despunte, a los tomates. (33).

El lenguaje está caracterizado por la presencia de numerosos tecnicismos y lo literario propiamente dicho se esconde detrás de ellos. Los valores intertextuales ya anunciados se presentan aquí y revelan las lecturas preparatorias para estos menesteres de la agricultura, por parte del autor. Además, estas mismas lecturas actúan en los personajes para irlos depurando poco a poco de su ignorancia inicial. Es cierto que Flaubert quiso ver en ellos a unos ingenuos presumidos, pero las lecturas obligadas los van moldeando paulatinamente a pesar de la idea original de su creador.
Nos permitimos señalar además ciertos toques lúdicos del narrador como cuando habla de ese viento —personificado— que se entretenía en derribar las ramas de las alubias.
La experiencia vivida por Pécuchet con la plantación de melones no es menos traumática que lo anterior y a pesar de que llega un poco más lejos puesto que el resultado en frutos se da, igualmente sucede que: “Como había cultivado diferentes especies muy cerca las unas de las otras, los melones azucarados se habían confundido con los de huerta, el Gran Portugal con el Gran Mongol, y la anarquía resultante de la vecindad de los tomates dio unos abominables híbridos con sabor a calabaza.” (34)
El resultado de todo el esfuerzo es comentado con sarcasmo por el narrador y esos “abominables híbridos”, representan la ruptura del equilibrio que se esperaba. Parece ser que en nuestros personajes no ha quedado ni siquiera en pie el adusto sentido común que a cualquier persona le indicaría que la cercanía de las especies cultivadas no era de ninguna manera recomendable.
En fin, la búsqueda continúa y Pécuchet decide plantar flores. Nuevamente la voz que cuenta los hechos arremete con furia vengadora contra el personaje denunciando su innata estupidez:

Pero plantó las pasionarias a la sombra, los pensamientos al sol, cubrió de estiércol los jacintos, regó los lirios después de la floración, arruinó los rododendros por exceso de escamonda, estimuló las fucsias con cola fuerte y asó un granado exponiéndolo al fuego de la cocina. (34).

Todo esto demuestra que las lecturas en torno al tema o no fueron hechas con suficiente atención, o se falla en el momento de la aplicación. Lo cierto es que una alternativa frustrada conduce a una nueva búsqueda y ellos consideran, al final del capítulo dos, que todos sus fracasos en el terreno de la agricultura y sus derivados se debieron a su desconocimiento de la química. Y así el capítulo tres comienza diciendo: “Para aprender química consiguieron el tratado de Regnault y lo primero que descubrieron fue que “los cuerpos simples son quizá compuestos”. (57).

No es posible detenernos en cada uno de los aspectos de la incansable búsqueda por parte de los personajes, no sólo porque el hacerlo involucra el acercamiento a cada tema científico tratado —circunstancia bastante alejada del objetivo literario del presente ensayo—, sino porque el camino que nos conduce del dogmatismo al escepticismo y nos lleva a la conclusión de la ausencia pragmática total, bien puede perfilarse a través de motivos seleccionados. Con este objeto nos concentraremos en pasajes del capítulo cinco en donde se enfoca el tema de la literatura y la gramática. Todo lo anterior nos conduce al último punto: el intento de suicidio con las diferentes alternativas que este hecho involucra.

Vayamos por partes:

  1. La literatura y la gramática

La búsqueda en el terreno de la literatura comienza nada menos que con el creador de la novela histórica, Walter Scott, continúa con Alejandro Dumas, George Sand, Rousseau, Balzac, Racine, Molière, Hugo y Boileau entre otros. Como puede observarse, Flaubert dedica un buen espacio a sus contemporáneos a quienes trata con profundo respeto y reverencia. Pero el terreno que más les impresiona a los personajes es el del drama y así sueñan con el autor que tienen en sus manos, viven con él las diversas alternativas y añoran la fama. Si insistimos en la representación de lo ridículo nada mejor que observar los movimientos de estos improvisados actores que sólo poseen una determinada capacidad de memoria unida a todo el poder del absurdo que los marca y proyecta. Ante la presencia de Madame Bordin y con el deseo de hacerse notar por contar con un público tan selecto, representarán fragmentos de Fedra (Racine) y del Tartufo de Molière, así como también un breve pasaje del Hernani de Hugo.

Pero, no conformes con la práctica de la lectura y la representación, deciden escribir una pieza ellos también. Se impone así la mentalidad del hombre absurdamente totalizador, del individuo que cree contenerlo todo y que se siente capaz de llevar a cabo cualquier acción creadora por difícil que parezca. Este hecho implica necesariamente una observación parcial e ingenua del universo científico, al mismo tiempo que una minimización del proceso que los lleva a sostener que si otros pudieron hacerlo, por qué no podrían ellos. Es, y en otros términos de la comparación, la misma reflexión fáustica cuando al contemplar los misterios de la naturaleza mediante un acto de magia se siente tan poderoso como dios y llega a preguntarse: “¿Soy acaso un dios?”, para caer en profunda decepción al comprender que le falta el principal atributo de la divinidad que es la acción. Bouvard y Pécuchet también contemplan con ojos asombrados al universo y al sentirse copartícipes de la naturaleza humana creen poder llevar a cabo lo que otros hombres aparentemente iguales a ellos ya efectuaron. Lo lamentable es que a ellos les falta no sólo el atributo del genio, sino también el sentido común y la elemental característica de ubicación ante un mundo en proceso de superación constante.
Es así como:

Finalmente resolvieron escribir una pieza. Lo difícil era el tema. Lo buscaban durante el almuerzo, bebían café, licor indispensable para el cerebro, después dos o tres copitas. A continuación, dormían la siesta; luego bajaban al huerto, se paseaban, al fin salían en busca de inspiración, caminaban juntos y volvían extenuados. […] A veces sentían un escalofrío y algo así como el soplo de una idea; en el momento de atraparla, había desaparecido. (130-131).

Es evidente el tono irónico del narrador cuando plantea el tema de la creación en directa relación con la inspiración. El poder de las musas no radica en factores exteriores, ni en el café, ni el licor, ni en los paseos por el huerto. Es mucho más que eso; pero no nos asombremos de que estos personajes decimonónicos no lo entendieran en su verdadera dimensión cuando esto mismo sigue pasando en el siglo XXI. Es decir que la denuncia de la estupidez individual con plena vigencia para aquella época continúa teniendo actualidad en ésta. No todo consiste en leer extensos tratados de teoría sin llegar a entenderlos en su verdadera esencia, hay otros dones más profundos que la mera persecución de ideas retorcidas, otros valores que encuentran arraigo en el interior del hombre que piensa y siente, que hallan asiento en factores tan curiosamente esquivos tales como la inspiración y el carisma. No hablemos de inteligencia porque sería ir quizás demasiado lejos, hagamos referencia únicamente a estos factores mencionados que no se adquieren en ninguna universidad del mundo. Bouvard y Pécuchet pretenden ser autodidactas, pero la idea que persiguen se resiste y en el momento de atraparla desaparece.
Inmersos en su problemática y sin conseguir plasmar sus aspiraciones de escritores, continúan soñando con la gloria: “y soñaban con ser representados en el Odeón, pensaban en los espectáculos, echaban a París de menos”. (131).
Es precisamente en este momento cuando llegan a la misma conclusión que muchos contemporáneos nuestros: “Si les costaba tanto trabajo es porque ignoraban las reglas” (131).
La decisión con que se mueven los personajes los conduce de caída en caída. Ahora llegan a creer que no pueden escribir ni siquiera dos palabras, porque desconocen las reglas; y se entregan de lleno a ellas con la misma entereza con que antes lo habían hecho en el terreno de la representación teatral:

Las estudiaron en la práctica del teatro de D’ Aubignac y en algunas otras obras menos pasadas de moda. Se discuten en ellas cuestiones importantes: si la comedia se puede escribir en verso; si la tragedia no excede sus límites cuando toma su fábula de la historia moderna; si los héroes deben ser virtuosos; qué suerte de malvados han de figurar; hasta qué punto están permitidos los horrores. ¡Que los detalles concurran a un único objetivo, que el interés progrese, que el fin responda al comienzo, claro está! (131).

Recurren, como es evidente, al tratado de moda de la época y lo leen con entrega casi religiosa. Al enumerar el narrador las cuestiones que él llama “importantes” y que son discutidas en el mencionado texto, observamos el marcado carácter irónico que se maneja como velado guiño al lector; toda la teoría que se estudiaba en aquel momento en torno a la comedia, la tragedia, el héroe, el malvado, los horrores no sirve para nada si no se poseen primero otros atributos esenciales como lo comentábamos supra: “Quiere decir que las reglas no bastan. Se necesita, además, genio”. (131). Son estas reflexiones paralelas que lleva a cabo la voz que cuenta los hechos y para quien la ausencia del genio es algo perfectamente explicable; Bouvard y Pécuchet lo ignoraban y si hubieran podido leer aquella rima de Bécquer: “Del salón en el ángulo obscuro…”[4] se habrían preguntado también qué tratado teórico se dedicaba a despertar genios para leérselo por completo y terminar igual que al comienzo, con la misma duda acuciante y terrible. O quizás hubieran dedicado gran parte de su tiempo al estudio de la música, más específicamente del arpa para intentar la ridícula aproximación.

En otro orden de elementos a considerar y aún en el marco de este primer punto, corresponde el turno a la gramática. El estilo literario encuentra su punto de partida en los estudios gramaticales y por ello es preciso analizarlo. De esta forma, los curiosos personajes de nuestro relato pretenden regresar a los orígenes del problema y se tornan estudiosos del fenómeno lingüístico. De nuevo los profundos valores intertextuales manejados por el autor afloran a través de Bouvard y Pécuchet. Las interrogantes de éstos son tan absurdas como cuando afirman: “El sujeto concuerda siempre con el verbo, salvo las ocasiones en que no concuerda. Antiguamente no se hacía distingo entre el adjetivo verbal y el participio presente, pero la Academia establece una diferencia poco fácil de entender”. (133).

En síntesis, todo el proceso funciona de manera cíclica y a cada paso se regresa al principio. No hay duda de que la ciencia puede explicarse a sí misma, pero es necesario a su vez aceptar la labor acumulativa que en este terreno otros han venido cumpliendo antes de nosotros. No podemos someter a las diferentes áreas del conocimiento a una revisión exhaustiva cada vez que se nos ocurre que algo no está funcionando bien. Inmersos en un proceso tramposamente deductivo —me refiero a este apartado de la literatura y la gramática—, Bouvard y Pécuchet han evolucionado de lo general a lo particular: de los autores al teatro; del teatro a la creación; de la creación al problema del genio; del genio al estilo; del estilo a la gramática. Se han detenido en cada uno de esos momentos y, por supuesto, no han podido llegar tan siquiera a una sola conclusión válida. El sentimiento de la estupidez humana prevalece mientras la luz de la razón continúa apagada.

  1. El suicidio

Es la noche de Navidad y los dos amigos han decidido unirse en la muerte dado que la vida les plantea tantos problemas para seguir fiel a ella. El tema del suicidio ha sido trabajado reiteradamente en el marco de los estudios literarios; no olvidemos que en el siglo XIX se ofreció no sólo como alternativa romántica, sino también como recurso del pequeño burgués ante las tragedias individuales de la existencia. Hemos oído mencionar de manera reiterada los casos de Hugo y Goethe como artistas que llegaron a expresar las crisis de sus amigos suicidas, pero que supieron ponerse a salvo de la propia eliminación y murieron —posiblemente llenos de una intensa soledad—, pero ya mayores.

En la novela aquí analizada, dicho tema adquiere una curiosa particularidad. En primer lugar, no se trata del clásico motivo basado en el chantaje emocional. Ambos han sellado un pacto a través del cual pretenden afianzar los lazos de amistad y simpatía que los han unido hasta este momento. Este auto aniquilamiento deviene como resultado de la profunda decepción ante la vida. Es una manera de ruptura con la normalidad y la normatividad. Ellos piensan que sólo la muerte los puede reintegrar a una verdadera conciencia del ser. Supuestamente ya lo han probado todo; únicamente resta la experiencia final.

Nos encontramos en las postrimerías del capítulo octavo y la soledad se apodera de los personajes. Volvemos a la noción de lo absurdo y la estupidez reaparece cuando ambos ni siquiera se ponen de acuerdo en el modo de morir; por fin se deciden por la horca y preparan todo en el granero.

Pero, no debemos perderlo de vista, la farsa filosófica presumiblemente persigue un fin distinto al que hemos planteado en los párrafos anteriores. Flaubert desde una perspectiva irreverente desmitifica el problema de la muerte al plantear el suicidio de Bouvard y Pécuchet como una simulación. Y no es apariencia si lo vemos desde la óptica de los personajes: ellos parece que sí quieren quitarse la vida, pero también en esto fracasaron. Si lo hubieran conseguido habría surgido así un contraste radical en el marco total de la obra. Es simulación porque el narrador omnisciente no va a permitir que ellos se maten, y lo ridículo estriba en que en el instante mismo de tener todo dispuesto para colgarse, recuerdan que no han hecho testamento. Esta circunstancia tan mundana los aparta del abismo de la muerte y los cantos de Navidad completarán el milagro que los autoriza a seguir vivos. Cual nuevos Faustos se aferran a la existencia que el misterio de la religión vuelve a descubrir para ellos.[5] Pero la burla prevalece y arraiga en el absurdo tanto o quizás más que lo que sucederá con aquella otra pareja masculina del siglo XX, con Vladimir y Estragón. En Esperando a Godot[6] Beckett recoge la larga tradición de descreimiento y escepticismo de los hombres para plasmar de manera renovada y a través del teatro del absurdo la inoperancia de la existencia a través de la forma en que sus dos personajes también deciden matarse, pero no lo hacen por variadas razones que confluyen todas ellas en el mismo problema de la estupidez humana.
En fin, los extremos siguen imponiéndose y después de haber caminado al borde del abismo deciden cambiar radicalmente y abrazan la causa religiosa:

La nieve se había derretido de golpe y paseaban por el jardín, aspiraban el aire tibio, contentos de vivir.
¿Fue sólo la casualidad la que los apartó de la muerte? Bouvard estaba enternecido. Pécuchet recordó su primera comunión; y llenos de agradecimiento a la Fuerza, a la Causa de la cual dependían, se les ocurrió hacer lecturas piadosas. (217).

Se lleva a cabo así un proceso que la historia de la humanidad ha repetido hasta el cansancio: el hombre acorralado por sus derrotas decide —casi siempre— la salida de la fe; curiosamente esa fe no resulta una manifestación madura y razonada, sino más bien una forma de aferrarse al único madero de salvación que aparece en su camino. Y también frecuentemente la fe se confunde con la devoción y el individuo se vuelve un ser exterior y llega a no diferenciar entre la apariencia y la esencia.
Es preciso aclarar también —ya lo habíamos adelantado— que la postura de uno y otro ante este problema es algo diferente; mientras Pécuchet se entrega sin condiciones a esta búsqueda de Dios exteriorizada a través de ritos sin mayor sentido, Bouvard se resiste y aferrado aún a su escepticismo no quiere creer que el nuevo sendero pueda ser éste.
Al respecto y ya en el marco del capítulo noveno vemos a Pécuchet indagando mucho más allá de su fe:

Recurrió a los escritores místicos: santa Teresa, san Juan de la Cruz, Luis de Granada, Scupoli y otros más modernos, como Monseñor Chaillot. En lugar de las sublimidades esperadas halló cosas vulgares, un estilo muy flojo, imágenes frías y muchas comparaciones tomadas de las tiendas de los lapidarios.
No obstante, aprendió que hay una purgación activa y una purgación pasiva, una visión interna y una visión externa, cuatro clases de oraciones, nueve excelencias en el amor, seis grados en la humildad, y que la herida del alma no difiere mucho del vuelo espiritual. (229).

Observemos como los recorridos teóricos tampoco le permiten aumentar su fe; en la literatura le había sucedido lo mismo: la teoría sobre el teatro no lo había ayudado a escribir ni siquiera una línea nueva. Aquí se confunde y descubre cosas vulgares y un estilo flojo. Véanse además esos curiosos grados de la virtud y las diversas maneras de purgación que sólo conducen a quien practica estos menesteres a sentirse diferente a los demás y a creer que Dios ha hecho con ellos un pacto especial.

Por todo lo anterior, los personajes continúan entregados a la febril acción de búsqueda. En el capítulo diez, el último que Flaubert alcanzó a terminar, se plantea el problema de la educación, de la ciencia pedagógica que tiene como objetivo prioritario entregarse al otro para hacerlo mejor. Nuevos fracasos, reiterados conflictos en el manejo teórico y resignación final.

Corresponde aclarar además que la búsqueda de los dos personajes pretendía darse en términos pragmáticos; querían que la ciencia estuviera al servicio del hombre; que lo verdadero fuera útil, fomentador de la vida. Su dogmatismo inicial los llevó al extremo del escepticismo y no fueron capaces de afincar en el pragmatismo que hubiera sido quizás el punto medio más válido.

Conclusión
Flaubert dejó un extracto del plan para la conclusión de la obra. En él asistimos al que hubiera sido el final de la novela. Desencantados, incapaces, temerosos acondicionan un escritorio con pupitre doble, adquieren libros de registro y utensilios varios y se ponen a trabajar. La obra culmina así igual que había empezado. Como la serpiente que se muerde la cola y entregados a incansable devenir estos prototipos humanos más que seres concretos deciden reelaborar el modelo, deciden repetirse a sí mismos: es la historia de la humanidad observada a través de dos de sus más ingenuos representantes.

Luis Quintana Tejera
Artículo publicado el 04/10/2023

BIBLIOGRAFÍA
Bécquer, Gustavo Adolfo. Obras completas, Madrid, Aguilar, 1946.
Beckett, Samuel. Esperando a Godot, Barcelona, Tusquets, 1994
Del Prado, Javier (coordinador). Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra, 1994.
Flaubert, Gustave. Bouvard et Pécuchet, traducción de Aurora Bernárdez, Barcelona, Tusquets, 1999.
Goethe, Wolfgang. Fausto, trad. de USL, México, OMGSA, 1985.
Hesles, José Carlos.   Flaubert a Turgueniev en noviembre de 1872, Revista Casa del Tiempo, http://www.uam.mx/difusion/revista/sep.2001/hesles.html)
Hessen, J. Teoría del conocimiento, México, Quinto Sol, 1970, pp. 31-32.
NOTAS
[1] Javier del Prado (coordinador). Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra, 1994, p. 786.
[2] En el terreno gnoseológico que estudia la posibilidad del conocimiento es dado ubicar al menos cinco posturas: el dogmatismo, el escepticismo, el subjetivismo y el relativismo, el pragmatismo y el criticismo. En particular nos detendremos en las dos primeras y en la penúltima porque tienen directa relación con el tema aquí tratado. El hecho de definirlas tiene como objetivo dar fundamento a la compleja relación filosofía-literatura, al mismo tiempo que pretendemos marcar las rutas de desarrollo cultural en lo que alude al mencionado problema de la ciencia. “Entendemos por dogmatismo aquella posición epistemológica para la cual no existe todavía el problema del conocimiento. El dogmatismo da por supuestas la posibilidad y la realidad del contacto entre el sujeto y el objeto. Es para él comprensible de suyo que el sujeto, la conciencia cognoscente, aprehende su objeto. Esta posición se sustenta en una confianza en la razón humana, todavía no debilitada por ninguna duda. El hecho de que el conocimiento no sea aún un problema para el dogmatismo descansa en una noción deficiente de la esencia del conocimiento. El contacto entre el sujeto y el objeto no puede parecer problemático a quien no ve que el conocimiento representa una relación. […] El dogmático cree que los objetos del conocimiento nos son dados absolutamente y no meramente por obra de la función intermediaria del conocimiento. […] Con arreglo a lo que acabamos de decir, puede hablarse de dogmatismo teórico, ético y religioso. La primera forma del dogmatismo se refiere al conocimiento propiamente teórico; las dos últimas al conocimiento de los valores. En el dogmatismo ético se trata del conocimiento moral; en el religioso, del conocimiento religioso. Como actitud de hombre ingenuo el dogmatismo es la posición primera y más antigua tanto psicológica como históricamente”. J. Hessen. Teoría del conocimiento, México, Quinto Sol, 1970, pp. 31-32.
En cuanto al escepticismo encontramos lo que sigue: “Según el escepticismo el sujeto no puede aprehender el objeto. El conocimiento en el sentido de una aprehensión real del objeto es imposible. Por eso no debemos pronunciar ningún juicio, sino abstenernos totalmente de juzgar. Mientras el dogmatismo desconoce en cierto modo al sujeto, el escepticismo no ve el objeto. […] Igual que el dogmatismo, también el escepticismo puede referirse tanto a la posibilidad del conocimiento en general como a la de un conocimiento determinado. En el primer caso, estamos ante un escepticismo lógico; se le llama también escepticismo absoluto o radical”. (1970: 33-34).
Por último, “El escepticismo toma un sesgo positivo en el moderno pragmatismo. Según él verdadero significa útil, valioso, fomentador de la vida. El pragmatismo modifica de esta forma el concepto de la verdad, porque parte de una determinada concepción del ser humano. Según él, el hombre no es primer lugar un ser teórico o pensante, sino un ser práctico, un ser de voluntad y de acción. Su intelecto está íntegramente al servicio de su voluntad y de su acción. El intelecto es dado al hombre, no para investigar y conocer la verdad, sino para poder orientarse en la realidad. El conocimiento humano recibe su sentido y su valor de éste su destino práctico”. (40-41).
[3] Gustave Flaubert. Bouvard et Pécuchet, traducción de Aurora Bernárdez, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 31. (En adelante todas las citas correspondientes a este texto incluirán al final y entre paréntesis el número de la página solamente).
[4] La rima completa dice así: Del salón en el ángulo obscuro, / de su dueño tal vez olvidada, / silenciosa y cubierta de polvo, / veíase el arpa. // ¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas, / como el pájaro duerme en las ramas, / esperando la mano de nieve/ que sabe arrancarlas! // ¡Ay! —pensé—. ¡Cuántas veces el genio / así duerme en el fondo del alma, / y una voz como Lázaro espera / que le diga: “Levántate y anda!” (Gustavo Adolfo Bécquer. Obras completas, Madrid, Aguilar, 1946, p. 433.
[5] En el Fausto de Goethe, el personaje está a punto de quitarse la vida después de aquel balance total que le ha demostrado que nada se puede esperar de la humanidad. Pero los cantos de Pascua de resurrección le recuerdan su niñez y lo devuelven a la cotidianidad de su sufrimiento.

[6] Samuel Beckett. Esperando a Godot, Barcelona, Tusquets, 1994.

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