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Eurídice o la poesía. Apuntes sobre la desaparición de la obra en Maurice Blanchot.

por Jorge Fernández
Artículo publicado el 02/08/2010

Orfeo sabe, recuerda Blanchot, que al mirar a Eurídice la destruiría. Aún así, no puede evitar que una mirada fugaz, casi como si quisiera asegurarse de su compañía, desencadene el trágico final. Orfeo, nos dice el crítico francés, representa la mirada del autor/lector, y Eurídice no puede ser otra cosa que su obra: en cuanto el poeta mira el contenido de sus versos, nada más asomarse a ese precipicio de la dimensión poética, la obra está arruinada. ¿Por qué?

El autor no puede leer su propia obra. Si la lee, no es su autor, sino su lector, y si es su lector, la obra ya no le pertenece. La obra se sostiene en un espacio autónomo que rechaza al autor y al lector, que los escribe, incluso: antes de la obra, yo no soy su autor; antes de ella, no seremos jamás sus lectores. La poesía es Eurídice que nos rechaza y, al mismo tiempo, nos acompaña. Mirarla, aunque sólo sea de reojo, desencadenará el desastre.

Entonces, la poesía, como Eurídice, no existe sino para esa destrucción. Como una burla macabra del destino, la poesía no es más que un regalo del abismo, un don de los infiernos, que volverá allí en cuanto sea nuestra, y aun antes. La poesía nace para ser destruida, para abolirse ante la mirada. No estamos preparados para ella, y sólo nuestro canto fácil (el canto de Orfeo) nos puede servir de guía: cuando miremos al centro oculto, cuando volvamos la vista, en un gesto trangresor, y dejemos el canto, la palabra, para ver qué es aquello que obra detrás de nosotros, al punto desaparecerá (Blanchot, 2005: 119). La poesía existe por esa imposibilidad que la recorre.

La poesía es imposible. Al tiempo que nace, está negándose, su palabra no tiene nada que decir sobre la realidad, es sólo un espectro que se pasea, nos acompaña, descarnado, como si no tuviera un cuerpo sobre el cual sostenerse. El fantasma de la poesía es la poesía, el no ser de sus versos es ella misma, retorciéndose antes de caer al abismo. Orfeo habría de cantar, cantar indefinidamente, para lograr la verdad, para que la verdad le acompañara como un fantasma silencioso, pero la codicia del hombre nos demuestra que nunca se tiene suficiente. Sin la mirada y sin las palabras, en esa música que la poesía nos ofrece, la verdad, la obra, Eurídice, es posible, pero la curiosidad que empuja al ser humano a conocer su destino, a inmiscuirse en la realidad, a gobernar sobre sus propósitos, es tan acuciante que no importa cuánto haya de perderse en su camino. La poesía es imposible porque es una experiencia inapropiable por sujeto alguno: un sujeto es Orfeo que mira aquello que le rodea, que se resiste a la muda cercanía de su acompañante, que busca un sentido y que construye un mundo de sentido, un mundo con el que echar a perder lo real que no logrará nunca albergar junto a sí en la mirada, en la palabra.

En esa imposibilidad la poesía demuestra que no podemos leerla, pero al mismo tiempo que podemos leer infinitamente el hueco que nos deja. El centro de la obra escapa a toda perspectiva, entona un Noli me legere que expulsa de la lectura a todo espectador (Blanchot, 1992). La poesía decide no ser objeto, no entrar bajo la mirada de nadie, como una Eurídice prontamente sublevada ante la codicia de Orfeo. Entonces, la imposibilidad de la obra está ya inscrita en la posibilidad de la obra, ocupa, de hecho, su centro inaccesible, un centro movedizo que no puede tocarse, leerse, porque nunca está allí donde es buscado. La poesía, entonces, propone un silencio que nos desarma: su poder, el poder de las palabras de la poesía, es no tener poder alguno, y, al mismo tiempo, el de impedir que el poder pueda penetrar en ella. Y el resto es literatura.

La obra es su propia ruptura, y el intento por componer la obra, por seriar, catalogar y establecer su línea histórica es lo que conocemos como literatura. La literatura no es el conjunto de obras, sino la violencia que se ejerce contra las obras, hasta el punto de establecer la obra como una unidad, de identificar la obra consigo misma bajo el principio de identidad que mueve todo el pensamiento de Occidente.

Pero la obra no es nunca igual a sí misma, nos dice Blanchot: está desobrada. La desobra es el movimiento de la obra sin que ésta abandone su lugar, el vacío que pertenece a la obra, el vacío obrando. Por la desobra, la obra escapa a la mirada de Orfeo (se destruye) pero al mismo tiempo retorna a sus aposentos, al abismo del que surgió. Ya no es igual a sí misma, ya no representa una unidad, un objeto. Ya no puede leerse. Siempre en la obra hay algo que se escapa y que es lo más constitutivo de la obra, un silencio que determina la poesía, un hueco que determina la arquitectura, un vano que determina la existencia.

La desobra es la ausencia de poesía puesta sobre la superficie de la poesía, transitando a través de ella misma, espejeando un vacío, redoblándose en un juego de miradas infinito. La poesía es ahora un hueco, se ofrece como hueco que, escribiéndose, está borrándose, que acontece sólo para su propia destrucción, como Eurídice que quiere abandonar el Hades pero se sabe abocada a un retorno impostergable. La poesía se desvía afuera de sí misma, se extiende más allá de la unidad y abraza lo que, no siendo ella misma, no perteneciendo al sentido de la palabra poesía, la constituye en la medida en que escapa al sentido y a la estructura. El ser de la poesía es un hueco, una distancia, un recorrido que la palabra no puede afrontar, y que ningún comentario podrá acometer nunca. No podemos leer la obra, y mucho menos decirla, a no ser que acordemos que al decirla infinitamente estamos apuntando a un vacío indeterminado que la conduce, que establece la obra, a un intervalo que se cuela entre todos los discursos que no pudieron apresarla, y que es ella misma, su desobra. Orfeo que lleva a su amada a través del Hades, aunque no pueda en ningún momento tocar su mano.

Eurídice es, por tanto, una aparición que al mismo tiempo constituye una desaparición. En Blanchot, este movimiento de eterno retorno, de infinita recuperación y pérdida, es el movimiento que define la poesía. La poesía es y no es, aparece cuando está desapareciendo, nos deja sus restos de sentido, las cenizas para lo perdurable de una llama que ardió en los abismos.

Eurídice muere y la obra de Blanchot, que es ella misma Eurídice, aparece en esa desaparición, aparece como desaparecida, alejando lo más posible el sentido, pero afirmándose en ese sentido que debe desaparecerse para que la obra sea posible. El pensamiento de Blanchot tiene, por tanto, el mismo afán suicida que toda palabra poética, su mismo deslizamiento entre la presencia y la ausencia, el mismo juego que hace de las palabras peces escurridizos.

Bibliografía de Maurice Blanchot:
—(1970): El diálogo inconcluso, Caracas, Monte Ávila.
—(1977): Falsos pasos, Valencia, Pre-Textos.
—(1990): La escritura del desastre, Caracas, Monte Ávila.
—(1990a): Lautréamont y Sade, México, Fondo de Cultura Económica.
—(1992): El espacio literario, Barcelona, Paidós.
—(1994): El paso (no) más allá, Barcelona, Paidós.
—(1999): La bestia de Lascaux: El último en hablar, Madrid, Tecnos.
—(2005): El libro por venir, Madrid, Trotta.
—(2007): La amistad, Madrid, Trotta.
—(2007a): La parte del fuego, Madrid, Arena Libros.
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Un comentario

Tremendamente agradecido, muy útil y genialmente explicado, de veras. Muchas gracias.

Un saludo.

Por Pincussi el día 09/06/2015 a las 09:46. Responder #

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Requerido.

Requerido.




 


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