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Hijo de su Tiempo. Acerca de “Accidentes domésticos”
de Milton Fornaro.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 10/08/2018

Accidentes domésticos,
Milton Fornaro,
Ediciones Banda Oriental, 2017,
Montevideo, 142 páginas.

 

Milton_FornaroMilton Fornaro es un escritor que nació en la ciudad de Minas, Uruguay, el 16 de septiembre de 1947, por lo que pronto cumplirá 70 años y 50 años de haber publicado su primer libro de cuentos (Nueve en cuerpo 8). Fue guionista del programa cómico televisivo Plop, entre 1991 y 1992, y uno de los fundadores de las revistas de humor político El Dedo (clausurada por la dictadura) y Guambia (que continuó a la anterior). Codirigió el Diccionario de la literatura uruguaya (Arca, 1986). Es autor de la obra Coquita Superestar (1992), sobre la base de «Coquita», un popular personaje cómico interpretado por la actriz Imilce Viñas en el mismo programa. En 2001 coeditó y prologó La Tijera de Colón, facsimil de la primera revista en la que escribió Juan Carlos Onetti.

En 2005 obtuvo el primer premio del Concurso Literario Anual del MEC, en la categoría narrativa, con su libro de relatos breves Murmuraciones inútiles. En ese mismo año obtuvo por unanimidad el premio Grinzane Cavour-Montevideo por la novela Si le digo le miento, traducida al italiano y publicada en Italia en 2007 (Ed. Nino Aragno, Turín). El jurado estuvo integrado por Tabajara Ruas, Mario Delgado Aparaín, Luis Sepúlveda, Salvatore Tropea, Laura Pariani y Giuliano Soria. Por su trayectoria recibió el premio Morosoli de Plata 2009 en la categoría Narrativa. Con su novela Un señor de la frontera fue finalista en 2009 del premio Planeta-Casa de América. En 2015 recibió el premio Legión del Libro, otorgado por la Cámara Uruguaya del Libro. Por su novela La madriguera en 2018 recibió en Cuba el premio de narrativa «José María Arguedas» otorgado por Casa de las Américas (de esta novela hicimos un extenso ensayo que se publicó recientemente en Revista Crítica). También fue asesor de Comunicación del Ministerio de Educación y Cultura, durante la presidencia de José Mujica.

Murmullo y después.-
En agosto del año pasado leí el libro de cuentos Murmuraciones inútiles (2004), y transcribí en una libreta ciertas anotaciones sobre el mismo que hoy doy a conocer, como una forma de prólogo a este nuevo libro de cuentos del escritor minuano Milton Fornaro. Decía allí, en una nota del 14 de agosto: “son relatos camperos o citadinos de ciudad del interior, pueblerinos, pues. Si bien tiene un dejo onettiano, muy leve por cierto, y algo de García Márquez (según bien anota en el prólogo Wilfredo Penco), sus historias, aunque bien contadas (tiene oficio) no llegan al alma, no nos revela ningún misterio profundo, apenas anécdotas pueblerinas ya pasadas de moda, “gastadas” por lo común. Acaso algo del cuento “Querida Susana” —la historia dentro de la historia—, y alguno de los personajes (el ciego que no es tal, aunque ve poco, o el doctor Soto, típicamente onettiano —esos seres que ya no tienen ni un miserable asomo de esperanza en nada—). Tiene algo de policial, pero provinciano y sin mucha originalidad. Por ahora”. El mismo día, pero por la noche, continuaba la relación de ese libro de la siguiente manera: (Continuación) “El cuento La hermandad de la Rosa, sin embargo, y pese a que habla del puto del pueblo —puto a pesar de los golpes del padre, o tal vez por eso mismo—, es irónicamente bueno, aunque de final un poco estrafalario y poco creíble. Empieza de modo “serio” y se relaja pronto ya sea por el contraste entre el físico corpulento del personaje y su andar delicado, como en su trabajo burocrático y su nocturnidad “putesca” u homosexual. “Las mujeres envidiaban su ropa, sus modales y, aunque no lo supieran, el valor de hacer con su vida lo que se le antojara”, dice en determinado momento, y esa envidia parece ser cierto resumen acerca de la homosexualidad asumida”. Unos días después, concretamente el 18 de agosto, decía en esa libreta esta anotación que hoy rescato: “Siguiendo con Milton Fornaro, mismo libro, entro en la zona de los cuentos “raros”, extraños. Con los primeros calores, no se sabe de qué se está hablando y resultará una abuela asesina. Como veinte años sin verse, es el clásico cuento de los habitantes raros de una casa, a la que bien podría llamarse “embrujada”. Pero hay un cuento en especial, con un título desopilante y totalmente extraño: Nov smhoz ka pop? que es una verdadera joyita por la ambigüedad en que transcurre todo y porque, desde el inicio, nada es “normal”, y hasta lo más trivial resulta excéntrico y perturbador”. Posteriormente, el 23 de agosto decía: “Habiendo terminado el libro de Fornaro, poco más para agregar. Enredos poco claros, finales casi previsibles y lugares comunes. Si algo salvamos es Las palabras, esa foto de un crimen pasional”.

Lamento que haya pasado tanto tiempo (casi un año), por lo que entonces no puedo hablar bien de cómo es que son esos cuentos, su modo, su estilo, y únicamente hablo sobre las sensaciones que me dejaron, en una opinión subjetiva, y de que, eso sí, el título del libro era correcto, el conjunto de cuentos parecían ser, ciertamente, unas inútiles murmuraciones. Sin embargo, me llamó la atención que ese libro mereciera, en el año 2005, el Premio Nacional de Literatura (¡pero quién soy yo para juzgar este tipo de premiaciones!). Debo decir, a su favor, que este año leí su novela La madriguera, a la que califico de excelente novela (sobre todo por su segunda parte, relacionada con el kapo), por lo que no deseo que se tome el juicio anterior como algo absoluto sino apenas como una digresión literaria. También recuerdo que hablé con un amigo acerca del autor, de su procedencia minuana (el amigo con quien hablé de esto es nacido en Minas, también), y él me llamó la atención sobre algo que definiré como “el síndrome Morosoli”, por medio del cual todos los escritores (o buena parte de ellos) de esa zona centro este del país, quieren parecerse (o al final terminan pareciéndose) a Morosoli. De allí sacaremos esa tendencia bastante común al uso de los boliches y a ciertos personajes paradigmáticos de cualquier pueblo del interior que, como todos sabemos, tiene una arquitectura parecida y una disposición similar de los inmuebles principales de la ciudad. La plaza central con la iglesia y la comisaría y acaso la estación de radio, y los lugares más o menos comunes a todo pueblo: la estación de tren, en normal desuso; la terminal de ómnibus, que ha quedado chica con el tiempo; las escuelas y demás centros educativos, en diferentes etapas de su estado edilicio; el hospital, mejorado ampliamente, o en su defecto los centros de salud públicos y privados; la intendencia departamental de fachada siempre cuidada y el quilombo reglamentario con las inspecciones sanitarias en tiempo y forma… La ciudad de Minas, en cuya ciudad viví y a la que estuve relacionado durante un año de mi vida, tiene todo eso y, además, la sierra como un accidente geográfico que impide la vista hacia la costa, el agujero tremendo e inundado de las calizas y el aura de una extinta minería, y la famosa División de Ejército IV, cuyo mando recayó en Gregorio Alvarez, último militar que estuvo en el poder durante la dictadura, y de quien podemos decir que tiene puntos muy bajos en cuanto al respeto de los derechos humanos de los orientales. Pero eso es otra historia.

Domesticando la obra.-
Muy poco tiempo después que hubiera leído ese libro que, repito, es del año 2004, se publicaba este nuevo libro de cuentos llamado Accidentes domésticos. Según Alcides Abella, quien escribe el prólogo, este libro de cuentos se publica cincuenta años después del primero que editó el autor, en el lejano año de 1968, Nueve en cuerpo 8, y viene a confirmar —saco en conclusión— que cada obra es hija de su propio tiempo, incluso aunque haya textos que refieran a un tiempo pasado, porque lo hacen en relación con las ideas actuales (el conjunto de ideas que conforman la ideología dominante en una época determinada y con el debido desarrollo histórico concreto), o bien en oposición a ellas e incluso aunque puedan proponer otros derroteros, pero siempre partiendo de la base de esta realidad, más allá de que esta sea inasible o inaprehensible en su totalidad y pasible de ser interpretada de diversas formas.

En ese sentido, lo primero que notamos es la irrupción tecnológica, ineludible, desde el primer cuento (SIC), cosa que antes, en los cuentos de Murmuraciones inútiles, no estaba. También anotamos la precisión estilística. Entre los catorce años que han pasado entre estos dos libros de cuentos, se nota que Fornaro ha depurado su estilo, y su prosa ha ganado en contundencia. Pero como en el segundo cuento (Bien familiar) agrega un final innecesario (lo explicaré con detalle más adelante), debo volver, como si fuera una noria, sobre la misma idea, una y otra vez: el provincianismo de sus temas y esa mirada un tanto “chabacana”, por llamarla de alguna manera, aunque aquí, sobre todo en los cuentos más largos, parece trasladarse a una visión de la capital (por lo tanto una ciudad más grande y cosmopolita) y una profundidad un poco más honda. Algo que anota Abella es sobre el humor fornariano, y he querido —ansiosamente— que esa manera de contar, y sobre todo de definir sus cuentos, no sea, en definitiva, una gran “boutade”, un último sarcasmo (es sabido que Fornaro suele reírse de todo y de todos, y también de sí mismo). Trataremos de hacer lo que no hicimos con el libro anterior, es decir, ir cuento por cuento y reflexionar sobre ellos, anotando lo que creamos singular, destacable. Por cierto que cincuenta años publicando literatura, no se festejan todos los días. Enhorabuena.

Cuentario.-
SIC.- Antes de contar acerca de las dos llamadas por celular de un abogado, nos explica lo que vamos a leer a continuación, en una reflexión (innecesaria, por cierto —¡cuánto hubiera ganado suprimiendo dicha entrada!—) que funciona como prólogo. Las llamadas, en sí mismas, explican todo. No era necesario ni anteceder ni agregar nada más. Debo disculparme del comentario, puesto que, como dice mi amigo Fernando Santullo, uno debe hablar no sobre lo que debiera ser sino sobre lo que es, pero para ser no es necesario, a veces, dar tantas vueltas.

Bien familiar.- Acá es cuando tenemos que hacer notar que, como indica el título del libro, se va a hablar de las situaciones domésticas (dice “accidentes”, y ya sabemos que estos accidentes domésticos son causa frecuente de, a determinada edad, no poca cantidad de heridas e incluso heridas mortales). El cuento une la eterna disputa entre dos hermanos con la especie de maldición de “una estirpe de vascos estancieros con campos en las cercanías, los Zulueta, que, a través de los tiempos, “se matan entre ellos”. Los hermanos se pelean, entonces, cada tanto, como cumpliendo un ritual, hasta que el padre de ellos, y máxima autoridad de la casa (ante la que cesan todas las acciones posibles de las tres mujeres: tía, madre y abuela —la abuela está muy bien destacada y es de hacer notar: “de todos los gritos, los que más sonaban eran los de mi abuela italiana, que tenía una marcada tendencia a dramatizar cualquier hecho cotidiano con gran sentido operístico, y era capaz además de profetizar decenas de desgracias por día”, pág. 14-15—) les pone al alcance dos cuchillos para que se maten de una vez por todas (la voz de la abuela, nuevamente, entre admonitoria y premonitoria: “¡Yo dije, yo dije que estos iban a terminar así: uno muerto y el otro preso, o los dos muertos! Yo dije, hace tiempo”). El que cuenta es uno de los hermanos. El otro “impotente bajó la cabeza y dejó caer la cuchilla llorando sin consuelo, con el desgarro lastimero que sólo he oído en el llanto de los bebitos” (lo trata de niño, cuando menos). Nos llamará la atención la confesión del personaje principal (el hermano que narra): “debo confesar que ese día estuve tentado de hundirle la cuchilla de la cocina en la barriga”. Esta confesión resulta fundamental, puesto que hay algo no resuelto, las “ganas” (la pulsión, diríamos en términos sicoanalíticos) de dar muerte o de matar, tanatos. “No lo hice por su remordimiento aullado, ni porque, tal vez sin proponérselo, me inmovilizó al abrazarme, sino porque ahora sé que me faltó la pasión necesaria para despenar a un ser querido. De haberlo hecho entonces, habría sido un acto mecánico…” (pág. 16). Pero entonces, Fornaro no puede sustraerse a la imagen poderosa de la muerte, y de ese tipo de muerte, a cuchilladas, como buen gaucho, y agrega un final luctuoso —que tampoco era necesario— por un motivo que descubriremos en una estafa, aunque no explica el caso detalladamente. Pero eso sí, y se me disculpe contar la última estocada, esta vez la conclusión es acorde con lo que viene contando: “Continuó mirándome, hasta que al final, cuando dejé de sostener el peso muerto, se derrumbó a mis pies”. La sombra de los Zulueta, que planea sobre cada movimiento de los hermanos, es fatal.

Debajo de la caja de té.- Un matrimonio de más de cincuenta años de casados, se ven sorprendidos por un hecho inusual. Nuevamente vemos el detalle tecnológico en la lectura de los diarios que hace uno de los personajes, el señor Pérez, por Internet. Nos hablará sobre el acostumbramiento y la rutina inconmovible de la pareja, pero también sobre los efectos de la vejez sobre la memoria, el olvido, las distracciones y la técnica disimulatoria: “Tomarse unos segundos para responder era una técnica adquirida en los últimos tiempos para disimular las distracciones cada día más frecuentes, los pequeños olvidos, naturales a determinada altura de la vida, según las palabras del neurólogo que atendía al matrimonio Pérez García”. Como vemos sus apellidos son bien comunes, como si el autor quisiera apelar a una universalidad de los personajes. La relación entre ellos es de “espejos enfrentados” (me gustó esta imagen), mientras la señora García cree que el señor Pérez se está quedando sordo (él también piensa lo mismo de ella), y por eso grita al hablar, él piensa además que ella se está olvidando de algunas cosas, sobre todo en la complicación que siempre le provocaron las cuentas (y sobre todo las divisiones, que es un hecho bastante común). Hay un principio de Alzheimer, sobre todo en el hombre, ex bancario, pero también en la mujer, que es dueña de “unas propiedades heredadas”. Podríamos decir que tienen una vejez bien burguesa. El hecho en sí, que es mínimo, es que la mujer encuentra un dinero debajo de la taza de té, y ninguno de los dos sabe de quién es o quién la ha dejado allí, y tampoco ha sido la señora que hace la limpieza tres veces a la semana. Es el elemento extraño que trastoca la cotidianeidad, pero encuentran una solución salomónica. Se dividen el dinero a medias. A ella le da justo para la pedicura y a él para pagar la cuota de Internet. Parecería, por las últimas líneas, que podría ser un olvido del señor Pérez, aunque no queda del todo claro. La ambigüedad del final nos dice que lo que le interesaba a Fornaro es la descripción de la vida, monótona y casi aburrida, de un matrimonio, en su vejez. Es acá cuando recuerdo, de improviso, que el señor Fornaro tiene 70 años (nació en setiembre de 1947) y que, más que la anécdota y las referencias a ese periodo de la vida, algo de la sensación que le provoca esa edad pueden estar aquí reflejadas.

Extravíos.- La queja, con un tono de voz entre dolido y quejoso, de doña Bernarda sobre las cosas que se pierden: guantes, paraguas, sombreros, mientras don Ramón, con devoción de verdadero filatelista, examina con lupa los sellos que tiene en el álbum respectivo. El golpeteo del bastón cerca de la mesa donde están los sellos (y don Ramón examinándolos) molesta al hombre, no lo deja gozar de su hobby, lo distrae: “el tono de voz entre dolido y quejoso, el golpeteo del bastón sobre las tablas del piso y el perfume que doña Bernarda derramaba sin escrúpulos sobre su ropa distraerían hasta a un ciego” (pág. 24). Esa mujer es una especie de noria parlante que lo saca de quicio. Felicia, es la empleada “que ahora era tan vieja como él y su mujer pero que en los mejores años de los tres supo estar más buena que el pan” (esas metáforas fallidas, las llamo yo, con evidentes signos machistas y de mal gusto, que quizá quieren ser irónicas), y sigue, luego: “tenía un cuerpo bien formado, con las redondeces justas en los lugares apropiados (¿existen las redondeces justas, independientemente de los gustos, y existen los lugares apropiados?), piernas largas y pantorrillas endurecidas, que era lo único que asomaba por debajo del uniforme que le cubría las rodillas. Sus manos eran toscas, con dedos regordetes y uñas cortadas al ras, pero esa fealdad se compensaba con la belleza de la cara aindiada en la que se destacaban los ojos como carbones, que parecían encenderse cuando lo miraba con fijeza y tal vez intencionalidad. El pelo renegrido y abundante, que por mandato de Bernarda debía llevar recogido en un moño, invitaba a soñarla desmelenada, sacudida por el frenesí de un baile ritual o por el sexo a horcajadas” (pág. 27), y este largo párrafo llama la atención porque de Felicia casi ni se va a ocupar la historia, salvo para aclarar que nunca pasó nada de nada. “De lejos (ahora) seguía siendo de buen ver, y acercándosele, don Ramón aún podía respirar el olor vegetal que despedía la mujer, el de las madreselvas florecidas, el dulzor agradable que aún la envolvía y se resistía a envejecer. Contra todo pronóstico, en el que se incluían las arteras presunciones de la esposa desconfiada, Ramón nunca se atrevió con Felicia a traspasar los límites del decoro”, pero don Ramón no es tan casto como lo quiere pintar el párrafo anterior: “cuando la carne magra, la piel blanca leche y el desgano de Bernarda acabaron matándolo de hambre, buscó fuera de la casa y tuvo amantes desinhibidas que parecían disfrutar” (pág. 28). Ya sé que parece que la culpa fuera del desgano de Bernarda, pero eso es apuntar hacia otro lado. Pero también es una realidad, más allá del dudoso aspecto moral, que sucede mucho más a menudo de lo que se piensa. Sin embargo, el cuento empieza a tomar otros derroteros, y comprendemos, finalmente, qué se extravía y quién es el extraviado. Buen cuento habremos de decir, sobre todo por el giro final que toma la narración, a pesar de esos pequeños accidentes que señalamos.

La navidad de los adúlteros.- El principio, evidentemente, es sarcástico: “La vida de los adúlteros es complicada”. Por supuesto, antes de continuar nos lo podemos imaginar, es decir, podemos concluir que, efectivamente, ha de ser complicada, hay algunas cosas a ocultar, por ejemplo. Pero no nos adelantemos y veamos cómo, o de qué tamaño, es la complicación. En este caso las complicaciones se dan por los momentos en que no se ven (sobre todo esos instantes “kodak” donde se encuentra la familia reunida), y luego por ser descubiertos en su falta y ser, ellos también, víctimas de su propia infidelidad. Podríamos decir, un poco jocosamente: “una Navidad sin vencedores ni vencidos”. Al igual que el texto anterior, aquí no se hace ninguna valoración moral sobre el asunto, apenas expone, con cierta ingenuidad, el tema de lo fiel-infiel que, en este caso, a diferencia del cuento anterior, fue habiendo sido consumado el “delito”. Un poco largo demás.

Terapia de pareja.- Escucharemos las desavenencias de una pareja llamada a estar unida por siempre porque ya desde antes de nacer sus padres se conocían y ellos mismos son amigos desde la infancia. Un aborto tempranero, antes de decidir casarse, parece ser el detonante de eternas discusiones, aunque discretas, no delante de los hijos y menos ante los “oídos de cualquiera”, porque “los trapos sucios se lavan en casa”. De esa manera, aconsejada por su madre, “…con el transcurrir de los años Cristina, por mérito propio, se volvió una experta en lidiar con su marido”, y agrega: “Exploró nuevos caminos de la insidia; disciplinó sus lagrimales para que, en caso de necesidad extrema, actuaran en consecuencia, intermitentes o desbordados; enriqueció su vocabulario incorporando sustantivos y sobre todo adjetivos despiadados, lacerantes o emponzoñados; y no pasó un día de su existencia sin ensayar ante el espejo que la reflejaba de cuerpo entero” (pág. 40). La incursión de la madre en las consejas, es una especie de recomendación tradicionalista que pasa de madres a hijas, y del mismo modo hace ella, Cristina, con sus hijas. El cuento tiene una vuelta de tuerca al final tras la muerte del marido, y, curiosamente, da la sensación que la mujer, ahora viuda, se arrepiente de todo. Demasiado tarde…

El viudo.- Eusebio Sánchez, “no era un hombre de hablar mucho, apenas lo imprescindible” (y hablaba en portuñol, debido a su origen fronterizo), “si podía lo solucionaba con gestos o monosílabos”, pero eso no extrañará que ante las palabras de condolencia de sus compañeros de trabajo no diga nada, apenas “con sucesivos movimientos de cabeza, asintiendo lo que escuchaba, cerrando los ojos y apretando los labios”. Y aún más, “en caso de necesidad usaba frases breves, imprescindibles, que a pesar de su concisión terminaban delatándolo”. Eusebio Sánchez, de físico privilegiado, es un militar, primero, asignado a una cárcel, antes de pedir la baja y hacer cualquier tipo de trabajo para ir tirando. “Cuando se enteró del nacimiento de su hija, le hizo llegar una cadena dorada de la que colgaba una medalla en la cual se leía Eva” (pág. 45), pero la abuela de la muchacha (muchacha que había dejado atrás) le pone de nombre Angeles a la criatura. La historia de la cadena, sin embargo, pone de relieve algo que he insistido más de una vez sobre una de las características de los militares durante la última dictadura: “…podría haber sido otra la inscripción en la medalla. Simplemente descubrió un hilito dorado asomando debajo de la cama y se agachó rápidamente para metérselo en el bolsillo antes de que alguien lo viese. Todos estaban ocupados en revolver, tirar y robar lo que quedara a mano, que esa era la gracia suprema de los allanamientos, la compensación por andar cazando subversivos. Lo mejor de la rapiña se lo quedaba el oficial a cargo, y por eso tuvo que ser veloz y precavido, sin tiempo para mirar lo que se estaba robando” (no puedo evitar referirme, en primera persona, sobre la verdad de esta afirmación, ya que en el año 1977 se llevaron detenida a mi madre e hicieron un allanamiento en mi casa. Yo tenía doce años, pero lo recuerdo como si fuera hoy. Todo lo poco que había de valor se lo robaron, vaciaron la heladera que quedó, y quien fuera sicoanalista para interpretar, apenas con un huevo y un resto de manteca, y revolvieron y tiraron al piso toda la ropa. Por último, alguno de los dos miliquitos, o quizá el pecoso tirando a rubio que asumió la autoridad, se llevaron los discos de Los Olimareños y de Zitarrosa —¡qué bien que canta Zitarrosa, lástima que sea comunista!—. El término “gracia suprema”, da una connotación casi de juego a algo que tiene otro trasfondo). Sin embargo, Eusebio “…demoró en pedir la baja, pero se decidió cuando durante una semana lo pusieron a apalear subversivos, que era el tratamiento de orden conforme los presos iban llegando al Penal. No le molestaban los gritos, ni la música estridente, ni pegarle a un desvalido colgado del techo mientras se balanceaba como una piñata de cumpleaños. Sufría con cada golpe, porque el garrote era un pique de alambrado de aristas filosas que le machucaba la carne, le cortaba los dedos, y le obligaba a pasarse las noches con la mano tumefacta, deformada y caliente metida en un tacho con salmuera. No distinguía qué le dolía más, si las heridas bañadas con sal o los huesos que sentía quebrándose, día tras día, en pedazos cada vez más pequeños” (pág. 46) (esto es otra comprobación, la de que los militares buscaron que todos ellos, independientemente de la clase a la que pertenecieran, participaran del maltrato y las torturas, como forma de ampararse en la obediencia debida y en el silencio corporativo). Después de eso volverá a su pueblo natal para trabajar en el contrabando de garrafas de gas. “Aquel fue el primer viaje de vuelta, de varios que a lo largo de los años lo tuvieron yendo y viniendo. La vida del pueblo le tiraba, pero, aunque hacía esfuerzos por quedarse, la realidad lo devolvía al sur, donde había trabajo”, lo cual hace que lleve una existencia de sobrevivencia, sin lujos. “Los siguientes cuarenta y tantos años de su vida, hasta el momento en que decidió enderezar su destino, estuvieron signados por ese irse y regresar eterno de los que no logran cortar amarras”. Todo ese ir y venir se detiene por la hija (Angeles), quien intenta que Eusebio consiga la jubilación, pero como aún le faltan “catorce meses de servicio” él se desentiende de todo y Angeles “se descargó con una sarta de reproches, que comenzaron a cobrarle airadamente el tiempo que ella había destinado a ayudarlo, e inevitablemente subieron de tono al decirle que era un cobarde egoísta que siempre terminaba huyendo. Gritó cosas de las que inmediatamente se arrepintió, pero que algún día tenía que decirle” (pág. 51). Eusebio estaba destinado a que, como él trató a los demás (a sus otros seis hijos, medio abandonados, y a las mujeres respectivas, olvidándolas), lo mismo le pasaría a él, pero al revés, se acordarían de él y le reclamarían. Ya todo le daba igual y que su última mujer —a la que le había dado un derrame cerebral y estaba medio muerta en su pueblo— se muriera más temprano o más tarde le daba lo mismo. O, mejor dicho, mejor que fuera pronto.

El corredor.- Uno podría pensar, desde el título, que Fornaro nos hablaría del culto al cuerpo y de la condición física, pero nada más lejos. El manejo de las personas y la frivolidad de la alta burguesía son el sustento carnal de este cuento. En primer lugar estará el abogado Jorge Alberto Santos, chapado a la antigua, coleccionista de vinos, profesor grado 5 con servicio de prostitutas caras y habitué a las carreras de caballos, “heredero de una estirpe entroncada con un dictador (referencia a Máximo Santos), un banquero especialista en estafar a los ahorristas que terminó arruinado, y un padre vividor, Jorge Alberto Santos pertenecía a una familia acostumbrada a poner y a sacar ministros”; su hijo, Jorge Enrique, un auténtico botarate, “un niño mal de familia bien” y Arturo Núñez, su amigo en la facultad y quien le ayuda en todo para que el hijo pueda recibirse de abogado y así continuar con la tradición familiar, cuya madre trabaja de doméstica para que a él no le falte lo mínimo posible: la comida y el techo. El texto es contado desde afuera, centrándose en Arturo Núñez, en su repentina miseria tras la muerte del padre, y que por esa razón debe ahorrar el pasaje de transporte y es por ello que primero va caminando al liceo, a trece cuadras de su casa, y luego hasta la facultad, a setenta y ocho cuadras contadas una a una, que hacía en un tiempo de una hora y cuarenta y cinco minutos. El se sentirá sapo de otro pozo ante su amigo y termina siendo una especie de sirviente de estudios (le despierta, incluso, y lo ayuda a entrar al baño para que se despabile de las juergas que acostumbra correr), transformándose en una especie de ladero que va obteniendo, sin pedirlo, ciertos pequeños privilegios. Y está la hija del abogado, fea, estrábica, de voz chillona y hasta con problemas motrices, y Arturo será el naipe bajo la manga que puede ser útil allí, precisamente donde se le necesita, so riesgo de que la muchacha se quede solterona e inservible. La madre de la muchacha es quien “mueve los hilos” para que Arturo y Carmencita se junten, sabedora que para los Muñoz Rosas “la distancia entre una expresión de deseo y la realidad es mínima”, y por ello la llevan a especialistas en implantes que la devuelven con un cuerpo despampanante. La madre de él, mientras tanto, “le tenía miedo a las palabras, porque en su inocencia estaba convencida de que atan, obligan a mirar atrás y se vuelven una carga para quien debe ir liviano si quiere caminar lejos” (pág. 82), y por eso es parca con él, ni le tira la lengua ni le dice lo que tiene o no que hacer. Una vez que el noviazgo se formaliza, “la demandante Carmencita, ociosa y urgida por haber descubierto su sexualidad” lo reclama a cada rato, y él se refugia con el suegro, quien le enseña la verdadera hipocresía y el cinismo necesario (clasista) que es de lo que está —según el abogado— compuesto su mundo. Tras el nacimiento de los mellizos la mujer queda desequilibrada, y enfrenta una terapia de shock que la devuelve insulsa y terminada. “Si algo tiene que ocurrir, ocurre, independientemente de lo que alguien pueda creer, desear o necesitar”, esa es la frase que podría resumir el cuento, porque, efectivamente, lo que tiene que pasar, pasa, así está signado desde el poderío económico que representa la clase social del abogado, para el que no habrá nada imposible (si es capaz de cambiar ministros, imaginemos todo lo que puede hacer). Y llegamos al asunto central, ¿por qué corre Arturo Núñez? Para ir y venir a y de la casa de la enfermera, Eva, once kilómetros justos, contados por el cuenta kilómetros de su fusca, ya que encuentra que hay química entre ellos. Así pasará los últimos quince años y el cuento —sin duda uno de los mejores, ya que además de la anécdota superficial por debajo hay un trasfondo social e histórico— perfectamente circular, vuelve al principio. Debemos anotar que en el cuento anterior, así como en este, de desarrollo más amplio, hay cierto análisis sobre los personajes, e incluso detalles sicológicos sobre ellos, lo que redunda en beneficio del lector. No hay nada que hacerle, pero Fornaro escribe mejor en los textos más largos, donde desarrolla la(s) idea(s).

Síndrome de Fernández.- En este cuento hay una reflexión sobre la muerte y lo primero que nos llama la atención es el humor. Es un humor negro pero también a lo Juceca. Fernández, por ejemplo, con su delicada salud, vivió “de sobresalto en sobresalto, saliendo de una para meterse en otra” (pág. 99-100). José Fernández es un hipocondríaco contumaz. Desde niño la abuela, en su papel sobre protector y que no dudaba en pelearse con todos los médicos, fue el sostén de esa afición. “Creció entre algodones y para entonces ya había pasado exactamente el mismo tiempo en posición horizontal que de pie”. Incluso Fornaro nos hace una referencia (un guiño) a la actualidad: “Por eso, hacia el final de su vida veía con buenos ojos que se hubiese prohibido fumar en lugares cerrados, se hicieran exámenes de alcoholemia a los conductores y se obligara a los fabricantes de alimentos envasados a rotular en lugar visible sus productos, con especificaciones, proporciones y equivalencias que él solo había visto antes en las cajas de medicamentos” (pág. 112-113). Es un cuento hilarante, de esos cuentos que nos ponen de buen humor y nos alegran el día.

El cuento del tío.- Es la visita, repetida en las fechas festivas, del tío Arliciano, con regalos para los tres sobrinos (caramelos revenidos y pegoteados comprados en un puesto de la calle y diez pesos, que deberán dividir entre tres). Según el padre de los tres hermanos el tío —quien antes tuvo un bazar y ahora es prestamista— es un machete, tiene plata pero ahorra y le cuesta largarla. Si bien el cuento habla, desde la mirada de los tres sobrinos —aunque alterna con una voz narrativa en off que lo hace de modo imparcial— sobre las conjeturas acerca del tío prestamista y amarrete, se pasa vista sobre un periodo de la historia (aunque tangencialmente) que fue muy importante durante el siglo pasado. El padre, que es colorado, y el tío que es blanco, discuten una de esas navidades en que beben mientras se hace el asado, sobre Cuba (habremos de suponer más específicamente sobre la revolución cubana) y en esa discusión sale a relucir que el tío apoyó a los nazis vendiendo, supuestamente, el anillo de oro de matrimonio y que le cambian por un anillo de plata con la esvástica nazi, en una práctica que, dice, fue común en los años anteriores a la segunda guerra. El final, un poco deslavado por la lluvia, no desmerece lo anterior.

Como conclusión, podemos decir que hay un buen manojo de cuentos, principalmente los que son más extensos, y como método (al menos en este libro), siempre hay una frase primera como disparador de todo lo que vendrá, y luego el cuento se construirá sobre ese pilar, aunque a veces se desvía un poco y no se centra en lo esencial, por lo que se desvirtúa y confunde un poco, a veces a propósito. Hay una tendencia —que es bastante generalizada— a que los cuentos ya no hablen sobre un único tema, sino a veces sobre dos, o más asuntos, aunque puedan estar más o menos relacionados. En Fornaro sucede también así, pero logra sus mayores aciertos cuando todo lo que cuenta es en función de aquello que quiere destacar. Haremos hincapié que lo más interesante está en el desarrollo de la historia, más que en el principio y mucho más que en el final, a veces demasiado obvio.

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Requerido.

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