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Hugo Fontana: entre el neocostumbrismo y el existencialismo pesimista de Onetti.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 28/09/2018

Hugo-FontanaEn esta ocasión haremos un ensayo sobre dos novelas y un libro de cuentos del escritor uruguayo Hugo Fontana. La primera novela es de corte policial pero algo extraña. La segunda hace una interpretación libre de un acontecimiento histórico (el secuestro de un avión que es redirigido hacia las islas Malvinas donde se iza la bandera argentina en 1966). En tanto que el libro de cuentos, de un claro contenido localista, tiene una seria deficiencia en cuanto a los finales (aunque fue premiada en 1997). Sirvan estos tres libros para acercarnos al mundo de este escritor.

Palabras clave: neocostumbrismo, Onetti, Hugo Fontana, Malvinas, guará, peronismo

 

El 24 de octubre de 2017 empecé a tomar algunas notas sobre uno de los libros de Hugo Fontana (nacido en la ciudad de Toledo, Canelones, en 1955), más precisamente Las historias más tontas del mundo, cuentos de claro contenido costumbrista. El escritor y periodista, que empezó publicando poesía, tiene una trayectoria bastante dilatada y ha recibido, entre otros, el Premio Literario de la Intendencia Municipal de Montevideo en 1997 por ese libro de cuentos. Pero un poco antes, a fines de agosto, había leído Y bésame así, que es la primera que voy a referirme en esto que son, apenas, unos apuntes a cuenta de una lectura sino total por lo menos más abarcativa de su obra. Para ser lo más objetivo posible y así sacarme ese gusto un poco salobre que me ha quedado al leer estas dos obras.

Entre sus múltiples publicaciones, podemos citar las novelas: El cazador (Yoea, Montevideo, 1992), Y bésame así (Alfaguara, Montevideo, 1996), El crimen de Toledo (Alfaguara, Montevideo, 1999 – Ediciones PuntaObscura, Montevideo, 2015), Veneno (Lengua de Trapo, Madrid, España, 2000 – Sudamericana, Montevideo, 2007), La piel del otro. La novela de Héctor Amodio Pérez (Cal y Canto, Montevideo, 2001 – Ediciones PuntaObscura, Montevideo, 2012), El príncipe del azafrán (Planeta, Buenos Aires, 2005), La última noche frente al río (Planeta, Buenos Aires, 2006), Un mundo sin cielo (Rebecca – Linke, Montevideo, 2008), El noir suburbano (Casa Editorial Hum, Montevideo, 2009), Tierra firme (Random House Mondandori, Montevideo, 2011), Barro y rubí (Estuario editora, Montevideo, 2013). Además los siguientes libros de cuentos: Liberen a Bakunin (Aymara, Montevideo, 1997), Oscuros perros (Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2001), Las historias más tontas del mundo (Alfaguara, Montevideo, 2001), Quizás el domingo (Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2003), Desaparición de Susana Estévez (Estuario editora, Montevideo, 2015). Y en poesía: Las sombras, el sol (Ediciones de la Balanza, Montevideo, 1977), Poemas de arena (Destabanda, Montevideo, 1988), La voluntad de mentir (Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 1986). Y dos ensayos: Historias robadas. Beto y Débora, dos anarquistas uruguayos (Cal y Canto, Montevideo, 2003), y Las mil cuestiones del día. Trece historias de anarquistas (Editorial Alter, Montevideo, 2014).

I.- Besos en lo oscuro
Y bésame así se trata de una novela policial, pero algo extraña. Lo primero que hay que decir es que escribe muy bien, quiero decir que hay una perfección en el modo de narrar, en el modo de componer una frase, en hacer que el texto sea inteligible. Me detendré, momentáneamente, en la página 47, que habla sobre el exilio y el retorno (mi propia experiencia hace poner el énfasis en esta parte), y, salvo lo correspondiente a que dice que el “fenómeno del retorno duró lo que un aguacero” (y justo este día de hoy —26 de agosto de 2017, para ser precisos— está cayendo un aguacero), pienso que no, los uruguayos tenemos el sabor nietzscheano del eterno retorno. Los que nos fuimos, porque nos tuvimos que ir, tanto por cuestiones políticas o económicas (o ambas), nunca terminamos de volver del todo. Dice Fontana, expresamente, en dicha página 47 y parte de la página 48: “En Uruguay todo el mundo se va a alguna parte o desea hacerlo. Durante la dictadura, miles y miles de personas se fueron del país, perseguidas por una u otra ferocidad. En 1985, muchos de los exiliados políticos que se habían asentado durante la década anterior en Suecia, Francia, España, Cuba, Australia (o México), decidieron regresar una vez reinstalada la democracia. Algunos volvieron a irse al poco tiempo, con la sensación de un fracaso definitivo. Otros, la gran mayoría, no entendieron que volvían a un país distinto al que habían dejado, donde ya no cabían sus fantasías, ni sus ilusiones: convirtieron el fracaso en resentimiento, respondieron con voz áspera al difícil reacomodo, debieron soportar el pesado silencio en que sus voces se fueron diluyendo. Sus historias heroicas se transformaron en aventuras sin otra importancia que la de una anécdota más en la historia de todos. Otros rehicieron sus vidas a la medida de lo real junto a los que habían dejado al partir. Pero ese fenómeno del retorno duró lo que un aguacero: pronto las cosas volvieron a su cauce y todo el mundo empezó a irse nuevamente a alguna parte, o al menos a desearlo”. Creo que ese párrafo extiende con precisión esa oleada del retorno y su marea contraria, el flujo y el reflujo del exilio y hacia el nuevo exilio que se operó durante esos primeros diez años de la reconquistada democracia. Incluso, muchos ya no volvieron más, porque sentían que no tenían lugar en esta sociedad. Se sentían ignorados, subvalorados, prescindibles, por más que muchos de ellos hubieran dado la vida por altos ideales humanistas.

La novela, más allá de este párrafo que quería destacar —y que es totalmente al margen de la misma, aunque por sus páginas haya otro tipo de exiliados— en su primera parte termina con el descuartizamiento de uno de los personajes, el ex nazi Kautzmann devenido en Conti, odontólogo, su nueva profesión de camuflaje. “Los ojos no envejecen, pensó”, es decir, concentran en su retina todas las imágenes antevistas y con algún esfuerzo, mental, puede volver a verlas como si fueran el mismo día. Por eso no envejecen. “Envejece lo que uno mira y hasta la intención que uno pone en mirar, pero no en los ojos” (pág. 138). Afuera, afuera de la novela, derriban el muro de Berlín, y eso nos da el tiempo preciso, histórico, que puede ser registrado, donde sucede la narración, más allá que hable de un tiempo anterior a ese, de un pasado anterior a ese 1989 en que comenzará el derrumbe del llamado “campo socialista”.

El escribir, en papel, fijando las palabras, es testigo y prueba del delito del pensamiento, parece decirnos. O como dice la maestra, personaje principal de este libro: “Prefería infinitamente el ejercicio moroso de la gran letra blanca dibujada sobre la pizarra negra, que podía luego desaparecer al menor golpe del borrador sin dejar rastro alguno” (pág. 155), como si hubiera alguna urgencia de no dejar huella. “Escribir muda, raigal, arbitraria sobre la dura y oscura pizarra del salón todo aquello que le hubiera gustado comunicar de otra forma, pero que por alguna razón no podía” (pág. 158). Sobrevuela el espectro de Juana de Ibarbourou, como el marco romántico (como un neo romanticismo localista). La circunstancia, un tanto extraña, de un romance entre el comisario encargado de dilucidar los entretelones del asesinato y una maestra que querrá saber más de lo que sabe, con sus diferencias de edad, es lo que centra la novela.

Y al final, tanto dar pistas, que se tornan falsas, para terminar en otra historia, lejana, ajena. A mi criterio, muy subjetivo, por supuesto, es un mal final puesto que integra otro relato que apenas si se relaciona con esta historia muy en última instancia. Porque hay un interrogatorio a una mujer que no sabe cuál fue su falta y que, en su desesperación, admitirá cualquier cosa que le digan, pero como no le dicen qué es lo que quieren escuchar no tendrá más remedio que soportar los tormentos. Y entonces ahí está la inquisición y sus métodos brutales, que plantea un tiempo anterior a todo lo otro, pero que, por una extraña razón, concluye la novela. Quizá la moderna inquisición también nos acuse de delitos que no sabemos cuáles son, o nos acuse por ser como somos, o por no ser cómplices ni ayudantes del poder y, como Elvira del Campo, esposa del médico marrano Alonso de Morón, al final iremos a la misma hoguera, aunque este no sea el año de 1569, y aunque los pecados modernos sean otros. Lo que está aquí, en este final, es la noción del pecado, por el que, en el afán de unir ese final con el resto de la obra, transitarán todos los personajes de la novela.

II.- Historias para después de la siesta
Apenas con leer el primer cuento, creo saber de qué va el libro, son (serán) cuentos pueblerinos. Tiene oficio, ya lo hemos mencionado, pero los temas son simples (aunque a veces tengan alguna vuelta). No es que los temas tengan que ser complicados, ni nada de eso, sino que asombran la simpleza, la poca profundidad en general, de los cuentos. Sin pretender tirármelas de sabihondo ni nada por el estilo, podemos ver que en el interior pasan siempre más o menos las mismas cosas, y los “temas” de Fontana son bastante comunes a los de cualquier ciudad o pueblo fuera de la capital o la costa.

Si, como es lugar común decir, no pasa nada, lo que pasa, entonces, son cosas de “entre casa”. Muertes, algunas fuera de lo común (es decir homicidios o muertes violentas), adulterios al mejor postor, borracheras que se extienden más allá de lo imaginable, hechos aislados que rompen la monotonía bochornosa del verano, o la gélida fisonomía invernal, salpicados del reverdecer de los árboles otrora desnudos.

En este primer cuento, entonces, Días de visita, es la infidelidad y la venganza, con una vueltita a lo militar (que nos previene, de alguna forma, lo que ocurrirá luego con el accionar de la guerrilla, y de paso nos ubica en el tiempo).

El baile, que refiere a la “noche soñada” de los 15 años de la protagonista, tiene la única “virtud” de ubicar, en el entorno del salón de fiestas, a Wilson Ferreira Aldunate como personaje importante, aunque secundario en la narración, en su calidad de ministro, como contrapeso de la alegría reinante (aunque un poco fingida o exagerada) con su semblante adusto por asuntos relacionado con la política. Pero como cuento es bastante menor, ni siquiera llega a anécdota.

El cuento anterior a este, La hora par, termina de forma extraña, refiriéndonos al avistamiento de un ovni, pero se trata de algo totalmente distinto a lo que viene narrando, que es la cena conyugal de un matrimonio de muchos años, acostumbrados ambos a sus monotonías y manías, y sus comentarios sobre lo que les hubiera gustado ser y que, es obvio, nunca podrán ser. Ese avistamiento pone una nota de “fuga hacia adelante”, como decir “y fueron felices…” o “nunca más supieron de ellos”.

El caballo habla de la anécdota sobre la inauguración del monumento a Artigas con caballo, que es el monumento ecuestre más grande del mundo y que está ubicado, como todos sabemos, en el departamento de Lavalleja, muy cerca de Minas. El personaje principal, un almacenero, va a ver el espectáculo de inauguración porque sí nomás: “A veces las cosas ni empiezan ni siguen ni terminan” (pág. 39), y pensaremos en el hastío, en las ganas de hacer algo distinto, o en el perderse. En el medio está, aunque apenas presente —y más porque sabemos que sucedió en ese tiempo— la dictadura y sus arbitrarias decisiones grandilocuentes (como la de hacer la estatua ecuestre más grande, por ejemplo). Sin embargo, al final falta el remate del cuento, o por una extraña razón, no llego a comprenderlo. Al principio el que cuenta es el hijo —pero cambiará de punto de vista y contará desde el padre e incluso desde la madre—, dice que “todo debió haber pasado, porque yo no estaba con él ni nunca le pregunté nada”, por lo que se infiere que el padre vuelve al hogar y al almacén, como si no hubiera pasado nada demasiado importante. Pero en el final del cuento nos señala otra cosa, como si hubiera conocido a una mujer y una vocación determinada para que se acuerden de él —como si fuera a hacer algo “grande”, grande como es la estatua de Artigas con caballo que, por supuesto, no se menciona—. He debido pensar, entonces, que eso grande ha de ser la muerte, que viene por algún costado sumergido de la historia.

El blues del dominio cuenta una anécdota menor: la desaparición o muerte de su gato, que “se sentía obligado a conversar”. Se la cuenta (la anécdota) al que despacha bebidas en un bar de pueblo y, más allá de lo inverosímil del asunto (de que el gato le converse, aunque quizá no con palabras), está el tema de la muerte y la frase que quiero destacar es: “La muerte lo deja solo a uno, pensando” (pág. 50), verdad irrenunciable. Lo del dominio del título viene por el lado de la armonía, que “es lo más importante de todo”. En este caso, cuando el vaso llega a estar vacío, es igual al silencio. Y el silencio, ya lo sabemos, es entonces, otra vez, la muerte.

Sobre Luz de luna el primer comentario que me surgió fue que lo de los finales ya es patológico. El empeño en arruinar los finales excede mi capacidad de comprensión. Dos personajes, uno alto y flaco, el otro como un gnomo, se ponen a contar cosas mientras uno toma una grapa y el otro caña. Se van juntos, el alto le cuenta un cuento de un italiano que se equivocó de barco y que si no hubiera sido por eso el hijo que tuvo no hubiera existido. Al final el alto le pega un puñetazo, le saca la bici y se va pedaleando. La luna ilumina el camino.

Regálame esta noche, si bien tiene un título muy poético, puedo decir que sí, ya sé lo que sucede, la mujer lo engaña y hasta es posible que sea con alguien del mismo trabajo que el del marido, pero parece que Fontana tiene unos códigos distintos, oscuros, porque no logro identificar por qué sucede lo que sucede. Es absurdo y no tiene sentido. Eso sí: le regalará la noche, qué más da.

En Para pensar en ti, dos únicos destaques: 1) “Todas las cosas tienen una parte de adentro y otra de afuera, una parte que puede o podría ser y otra que es pero que no se completa en sí misma”. Y para explicar esta parte, pongo el ejemplo: “Una vez yo iba caminando por la calle Colonia rumbo al liceo y en la ventanilla de un ómnibus reconocí la cabeza de mi primo Pedro que me saludaba a voz en cuello. En primera instancia le hice adiós con la mano pero de inmediato me invadió una profunda vergüenza por adivinar la sorpresa, el desagrado y la incomodidad con que el resto de los pasajeros debe haberlo mirado a causa de su grito. A eso me refiero cuando digo que las cosas también tienen una parte de adentro, y yo ya me he acostumbrado a darle igual o mayor importancia que a lo de afuera” (pág. 75). O este otro ejemplo: “Cuando el batallón se instaló en el pueblo, dos o tres años después de la separación de mis padres, ocupó las tierras a la izquierda de la ruta donde aún estaba la farmacia Del Duero. Era una casa posiblemente más vieja que todas las cosas de aquí, sola como un ombú en esa margen de la carretera, con un pretil fronterizo mucho más alto que el techo de chapas. Sólo el farmacéutico podía ser tan viejo como la casa: un hombre alto, delgado, de bigotes y cabellos de un blanco brillante, casi transparente, que vi algunas veces en el ómnibus cuando empecé a ir a Montevideo al liceo. Los militares comenzaron por alambrar el predio lindante y al poco tiempo la farmacia cerró. Después, ellos empezaron a derribar las paredes laterales y a llevarse los escombros y luego, como si hubiesen olvidado lo que estaban haciendo, se marcharon dejando por casi dos meses la pared del frente sin tirar. Era difícil, cada día que pasaba por allí, no imaginar el inexistente lado de adentro con sus estantes, su mesada, el laboratorio breve, el viejo alto y blanco vistiendo su túnica, frascos o botellas o mechero en mano, de pronto expuesto a la mirada indiscreta de todo el mundo, deteniéndose en sus tareas de vez en vez para mirar la única pared y expresar su definitivo deseo de que la derribaran” (pág. 76-77). Aquí está, condensada, la idea entre lo de adentro y lo de afuera. Pero hay más, porque en el comienzo dice: “Entonces mi madre le comentó a su actual marido que papá le había mandado decir que ella seguía siendo la única mujer de su vida” (pág. 70), y allí Fontana nos hace definir quién habla y también la ambivalencia de la situación creada. En este el final es más concreto.

En La mujer quieta hay, en el fondo, ese amor adolescente por una mujer, amor ideal y platónico; y está quieta, efectivamente, en la última imagen del cuento. Pero en el medio hay otras cosas, la guerra de Vietnam contada por entera —resumida en algunas líneas y que nos ubica en el tiempo narrativo—. Cierta extrañeza provoca que el que cuenta sea un niño que está en Vietnam —está en ese territorio, y como territorio tanto puede ser físico o que se informe de todo lo que sucede, del transcurso de la guerra, por radio, y que su imaginación le transporte hacia ese lugar como si estuviera allí—. Un elemento importante presente en este cuento, es el derribo por las baterías antiaéreas de un B-52 “y que su trompa, y pedazos de la cabina, cayeron en el zoológico, justo en el centro de la jaula de la solitaria jirafa” (pág. 84), porque de pronto ya no sabemos dónde estamos, si es en Vietnam, si el niño que amaba a Beba es este mismo o es otro que está ubicado en otro país, y en otro tiempo, pero luego esa misma Beba se va del país, se aleja del tío Ho, va a Bangkok y finalmente vuelve. Y es allí, en el final, donde todo cierra: “Ahora Beba duerme, plácida, sobre mi cama. La observé largo rato desde la puerta. Sigue teniendo las piernas blancas y suaves, aunque aquellas formas delgadas de cuando era joven fueron sustituidas por líneas abultadas y grotescas. En determinado momento me acerqué en puntas de pie para besarla pero no llegué a hacerlo. No quise destruir la leve sonrisa anidada en sus labios y en su sueño. Mi presencia a su lado le provocó una furtiva reacción. Primero apretó con fuerza su puño derecho y dejó luego que sus dedos extendidos acariciaran por fin el lugar donde yo duermo” (pág. 98-99). Después de algunos días releí este cuento y di un paso para atrás y dos para adelante (parafraseando, aunque no exactamente, a Lenin). Se trata de Beba, el personaje de Beba, una amiga de su madre y casada que a raíz que el marido le pega, dejándole “unos moretones violetas, (y con) la nariz y el labio superior hinchados” (expresión histórica de la propensión patriarcal a la violencia hacia las mujeres), se va a dormir a su casa y duerme en la propia cama del personaje principal (el niño-adolescente) que cuenta. “Dormía sin roncar, con las manos abrazadas al pecho, con las piernas y los pies destapados, blanquísimos, las rodillas dobladas, la pollera recogida a la altura de los muslos” (pág. 85). Claro que está enamorado de ella, mas será un amor imposible, inalcanzable. El cuento está contado por un niño vietnamita —ya lo hemos mencionado pero vale la pena reiterarlo— en medio de la guerra contra el ejército americano invasor, o sea que hay un marco de violencia general, reforzado —y es un acierto de Fontana— en la situación de esa mujer golpeada, llamada Beba. Si el objeto de su amor, un amor puro, es violentado, él no sabrá, aún, por qué sucede eso, tal vez, sin prejuzgar, sea algo que hacen (mal) los “grandes”. Resulta bastante aleccionador tomando en cuenta el femicidio constante de que son presa las mujeres como integrantes “débiles” de la sociedad (debilidad que muestra otra de las grandes mentiras del machismo), y como objetos del patriarcado. De hecho, el marido le volverá a pegar, incluso con un embarazo bastante avanzado. El asunto del avión derribado que mencionamos más arriba, es un punto-ejemplo puesto que desde allí es desde donde se arenga a los combatientes “tratando de devolverles la confianza”. Es un punto simbólico, que va recorriendo la narración, y sirve, esta imagen, para ejemplarizar el paso, lento, casi inmóvil, del tiempo. Esa quietud, expresada en que a pesar que pasan los años (y la guerra sigue), en que él empieza el liceo, y luego suceden otras cosas, como la continuidad de los golpes que recibe Beba de su marido hasta que ésta no aguanta más y se va a vivir con sus padres y luego a un país vecino, a probar suerte (en Bangkok), o como la muerte de su padre, la quietud entonces está expresada en esta frase que es lo que quiero destacar, porque en el primer momento —confieso— no entendí (o entendí demasiado literal) lo de la mujer, que está quieta y por qué. “El problema de envejecer en un lugar como éste… es que todas las cosas están iguales desde hace sesenta años. La escuela, el hospital, las calles, las esquinas, los árboles. Es como si el tiempo se ensañara sólo con la gente. Hace veinte años que en la jaula vacía de la jirafa está inmóvil la trompa del B-52. Y si yo estuviera destinada a vivir otros veinte años, o cuarenta, podría seguir visitándola todos los días sin temor a la más mínima variación” (pág. 97-98). Por supuesto que la última visión de esa mujer, vuelta de vacaciones con su nuevo novio, y que duerme la siesta en la cama de ese adolescente enamorado, es reveladora del estado de ánimo. Aquí el personaje célebre que está, semi oculto, es la figura de Ho Chi Minh (el tío Ho).

La guerra y la paz, si bien toma prestado el título de la gran novela de Tolstoi, y tiene reminiscencias obvias a esa obra, es mucho menor, por supuesto. El tercero en discordia, y pretexto a su vez para la narración, es Zelmar Michelini. A esta altura puedo decir que la tendencia de Fontana es el “utilizar” personajes reales (de la política, sobre todo, para referirnos a una época determinada) e intercalarlos en historias más o menos “pueblerinas” (sin que desmerezca el término), historias sencillas, sin muchas vueltas, aunque siempre más o menos bien escritas y con finales que, por norma, no me conforman del todo. Falta contundencia, contundencia poética; o bien deja un final abierto que termina planteando otro aspecto distinto del que veníamos viendo (leyendo), como sucede con el final de este cuento, o bien de plano es el final de otro cuento que no hemos leído aún.

Y para el pez pancho, tiene, ya desde el título, la ironía. La construcción de la imagen (y el suicidio), eso pensé: “Así era: podía poner distancia o vastedad en su mirada aun fija en la cosa más cercana del mundo. Lo atribuía a su condición de ferroviario; esa estúpida sensación de vértigo que provocan las vías vacías del tren es capaz de alterarle la noción de proximidad a cualquier ser humano” (pág. 111), y más explicado aún: “le volvió a pasar como cuando a veces miraba las vías del ferrocarril. Ahora vio primero una orilla, después el cielo, después agua vasta alejada de una bahía y un pez gigantesco que saltaba sobre la superficie y el reflejo del sol, deslumbrante, sobre las escamas plateadas. Y después un majestuoso velero también bañado por la luz, surcando con pereza las aguas quietas y brillantes. Ninguna de las imágenes se correspondía con nada que hubiese visto antes en su vida, ni siquiera con nada soñado alguna remota vez” (pág. 117-118), y finalmente “mientras masticaba fijó sus ojos sobre la pared esperando inútilmente” (pág. 119). Esa espera, inútil, no lo llevará a ningún lado. Hay, además, una descripción psicológica de la mujer: “la mujer dormía boca arriba, sosteniendo su constante murmullo. Se metió debajo de las sábanas tratando de no alterar aquel oscuro discurso que en veinte años de matrimonio jamás había logrado desentrañar” (pág. 119), que nos habla de la incomprensión, o de lo imposible de que el personaje pueda comprender a la mujer en general y en particular la suya. La contestación, enseguida, a su modo: “Del fresno el que acomodaba todas las noches la mesa (esa mesa sobre la que iba el primus y ponía a hervir agua, para los panchos, en “una vieja cacerola tiznada” que luego vendía) colgaba al amanecer su cadáver”. Entonces, el arrancar, desde la raíz, ese árbol, es una manera obviamente simbólica de terminar con todo, de cuando “las raíces terminaron por ceder”.

Rutas argentinas, en cambio, es un despropósito como cuento. Hay la espera del padre, espera que no sabe qué. Y todo porque ese día en que aparece la pareja de argentinos, el muchacho fuma su primer cigarrillo y se hace hombre. Tomará el destino en sus manos y quizá se decida y vaya, finalmente, a Buenos Aires, donde quedó su madre luego del accidente de su padre que lo deja con una pierna dura, sin poder flexionarla. Más nada sucede.

En Yo fui viajero del dolor otra vez la decepción, todo el cuento es para decirnos algo así como la opinión masculina sobre las mujeres, que son raras, extrañas… Y el final, abierto, en medio de una digresión. Es como que hubiera algo oculto, como en la teoría del iceberg de Hemingway, y que nunca se deja ver o adivinar siquiera.

Finalmente, después de unos días, sigue otra anotación: No sé si debería ser tan estricto, pero me he debido dar cuenta en base a pruebas contundentes y repetidas, que lo de Fontana, ese no cerrar del todo sus historias, más que un “estilo” suyo, es una falencia narrativa. No es que no sepa —bueno, capaz que no sabe, pero no puedo presumir eso sin haber leído más cosas de él, es decir tener todas las pruebas—, sino que lo hace a propósito pensando que está bien escribir así. Cada cuento tiene dos historias, por lo menos, incluso sin conexión o con una débil conexión por la que un personaje es el que se conecta con esas dos historias. Muchas veces no solo no cierra la segunda historia, sino que incluso “olvida” la primera. A veces, parece que un elemento común recorre las dos historias, pero entonces lo que cuenta es trivial, sin ningún interés. Lo que me preocupa, en todo caso, es que este libro obtuviera el Premio Literario de la IMM en 1997. ¿No había nada mejor? A veces es mejor declarar desierto o vacante el premio y sanseacabó.

De un cuento sólo puedo destacar el siguiente comentario: “Cuando nos cruzamos en plena oscuridad con el servicio de regreso del Vapor (de la Carrera) temí encontrarme conmigo mismo en la otra cubierta mirando hacia mi barco” (pág. 184-185). Ese fue el único planteo inteligente de ese cuento que hablaba de la familia reunida y desunida.

En Las joyas del Río de la Plata, lo primero que puedo decir es que seguiré buscando esas joyas. “Hubo épocas en las que se dedicó a inventar tareas alrededor de ese momento nocturno, y las fue ingresando con regularidad a lo que luego se transformó en un verdadero sistema. Plancharme la túnica, limpiarme las uñas, dar cuerda al reloj, ordenar mis juguetes, doblar la ropa de cama, lustrarme los zapatos, planchar la moña y otro indeterminado número de labores, que en definitiva no son otra cosa que los trabajos cotidianos de cualquier casa, ella las transformaba en una actividad reglada, capaz de conjurar algunos fantasmas concretos que, de cerca o de lejos, se había instalado entre nosotros” (pág. 199). Pienso que lo indeterminado sobra con la enumeración de tareas que se da, que justo es esa misma enumeración lo que ordena la rutina de las cosas. Y dentro de esa rutina, hay una ubicuidad, el sentirse parte de un espacio determinado, y por eso prepararse para una ceguera que es como un juego pero en el que las cosas se adivinan y se preparan por la memoria: “hacer otros mandados con la estricta condición de no abrir los ojos más de una o dos veces por cuadra” (pág. 214). Esa misma preparación está en este otro párrafo: “…algunas manchas de tinta que ya nadie podrá borrar, manchas sin sentido como todas las manchas del mundo” (pág. 217), pero que sin embargo son las que diferencian. Y algo más: “todo lo que puede hacer una mancha es asemejarse a alguna cosa, y eso siempre y cuando uno tenga la voluntad de compararla con algo” (pág. 217), como uno puede jugar con la forma de las nubes, señuelos de la imaginación.

Caballo es un ejercicio de la memoria. Son recuerdos de infancia en los que el caballo, como símbolo libertario, está confinado dentro de un cerco, y si no es guiado por un militar. Funciona como alegoría de un momento histórico, previo a la dictadura militar, y así se lo entiende. Que por ese pueblo preciso aparezca el “Bebe” Sendic y algunas referencias claras a los tupamaros —el robo de las armas del Club de Tiro Suizo y el Chueco Maciel, o el hermano de su futura esposa que se ha debido exiliar— dan el marco histórico en el que ocurre esa historia, que es parte de todas las historias que se han contado: su iniciación sexual, la muerte de su padre, una fiesta de casamiento (o esa fiesta de quince años), etcétera.

En resumen, todo el libro tiene como hilo conductor el escenario histórico previo a la dictadura (podríamos ubicarlo en los años sesenta), por el que van desfilando héroes (políticos) de su tiempo, y la memoria casi unánime de la vida de la gente en un pueblo del interior, más cerca de la monotonía y la chatura. Lo de los finales, ya quedó suficientemente expuesto.

III.- El aterido guará y los hijos rovirenses de Onetti
A fin del año pasado (2017), Hugo Fontana publicó un nuevo libro. Se trata de la interpretación, absolutamente libre, de un hecho histórico ocurrido en 1966. La anécdota es (más o menos) conocida: alrededor de las seis de la mañana del miércoles 28 de septiembre, 18 jóvenes argentinos, peronistas, entre los que había una mujer, tomaron el control del vuelo 648 de Aerolíneas Argentinas que la noche antes había despegado del aeroparque Jorge Newberry hacia Río Gallegos y el piloto, obedeciendo la orden dada por Dardo Cabo, alias Lito, un joven alto y delgado de 25 años, periodista y afiliado a la Unión Obrera Metalúrgica, que era el jefe del comando, enfiló la nave, con 35 pasajeros a bordo, rumbo a las Malvinas. Al llegar, los muchachos descendieron del avión y desplegaron siete banderas argentinas. El Operativo Cóndor tenía previsto tomar la residencia del gobernador británico y ocupar el arsenal de la isla, mientras se divulgaba una proclama radial que debería ser escuchada en Argentina. El objetivo no se pudo cumplir porque el avión, de 35 toneladas, se enterró en la pista de carreras y quedó muy alejado de la casa de sir Cosmo Haskard. La nave, además, fue rodeada por varias camionetas y más de cien isleños, entre soldados, milicianos de la Fuerza de Defensa y nativos armados. Lo que hace Fontana es dar voz a un supuesto testigo y casi cómplice del asunto, Julio Lamas, periodista del diario El Radical (quien “había perdido buena parte de su vida en un trabajo sin importancia”), que cuenta el asunto mismo desde su óptica, lo deja en el terreno malvinense (aunque cambiando el nombre de países y lugares) y lo hace desenvolverse como puede, conjurando sus propios fantasmas.

La situación política argentina (aunque en la novela se habla de la ciudad de Lavanda, que es la ciudad inventada por Juan Carlos Onetti en Dejemos hablar al viento, de 1979 y en Cuando entonces, de 2008, en donde aparece Lamas, como comandante —y que se podría decir que se ubica en la Banda Oriental—, y de esa manera viene a ser una especie de homenaje al gran escritor de La vida breve y El astillero, entre otras), inestable como ha sido siempre, es la que da origen al operativo (tanto en la realidad como en la novela de Fontana), y resalta el protagonismo del ejército, en especial la marina. Tanto el personaje, Lamas, como el diario donde trabaja, El radical, ya habían sido protagonistas en otra novela anterior del mismo autor, Tierra firme, de 2009, y es otro guiño hacia Onetti (el diario El Liberal aparece en varias de sus novelas santamarianas). Hay otro acercamiento de Fontana con Onetti que se da con la aparición de elementos policiales, y en esta novela también sucede, de modo intermitente, en la presencia del periodista policial llamado “comisario” Núñez, que, además, es el único amigo (o compinche, y con quien se tomará unas copas luego del “cierre” del diario). Los asesinatos que suceden son resueltos, de modo intuitivo, por Lamas, porque sabe que “cuando hay un crimen lo primero que se investiga son los antecedentes del muerto”. Y suele dar en el blanco. “Los hijos son los únicos capaces de matar a las madres”, dirá como comentario final sobre el asesinato aclarado según le es transmitido por teléfono cuando se comunica buscando novedades, aunque es un comentario bastante rudimentario y creemos que risueño (aunque no exento de verdad). También, en algún pasaje, y sobre todo referido a nuestro personaje principal, hay un guiño a El anarquista, de Joseph Conrad, a ese personaje al que solo le cabe defenderse con la indolencia frente a un mundo interesado y despiadado que aprovecha la situación poco ventajosa de un individuo para sacarle todo el partido que pueda de él, situación que también, de alguna manera, vive nuestro periodista con respecto a los poderes constituidos, tanto en Nueva Rovira como en Lavanda. En otro pasaje del libro hay una cita de Walter Scott, tomada de El pirata: “Alegres hijos del placer, el mar, la húmeda patria, nos ha mecido haciéndonos dichosa la vida”, y el comentario subsiguiente: “A Lamas lo sedujo la idea de una patria húmeda, y de inmediato pensó en la blandura del agua, en su poder reparador”.

En el caso de esta novela, el periodista Lamas, que es nuestro personaje principal, es una especie de “periodista de la intimidad”, dicho de modo irónico, que no cree en él mismo, y que imagina a sus lectores por “sus caras, la ropa costosa que visten desde las primeras horas de la mañana, momento en que abren el diario y esperan que en el mundo no pase nada que pueda afectar su confort, sus viajes a Europa, sus vacaciones en el este”, e incluso, por extensión, imagina a las mujeres de sus lectores como “rubias, limpias y perfumadas, y (que) retozan desnudas sobre terciopelo punzó”, de un modo de vida clasemediera y despreocupada. Este periodista, abúlico, que nada parece conmoverlo y que vive solo (aunque tiene un gato, Hércules, y una tuna que riega con cuidado), separado, es además capaz de realizar ciertas “pantomimas que lo colocaban en lugar de otro, en un principio como broma, en un desarrollo como angustia, pero que no le representaban otro dolor que una oscura puesta en escena de la que casi siempre salía indemne”, del mismo modo que realizará toda una puesta en escena poco menos que forzado por Pérez Gadea, un militar que más de una vez le había suministrado cierto tipo de información sensible. “Un grupo de oficiales bajo mis órdenes vamos a secuestrar un avión de línea, vamos a desviarlo hacia el aeropuerto de Nueva Rovira, allí vamos a leer una proclama ratificando nuestra soberanías sobre aquellos territorios y unas horas después vamos a volver protegidos por nuestra inmunidad diplomática, rodeados de un aura que nadie en este país podrá poner en tela de juicio. En tanto, nuestro Presidente aprovechará el momento para eliminar a sus últimos enemigos enquistados en el gobierno”, esa es la misión de la que no podrá dar marcha atrás Lamas, obligado por las circunstancias, y nótese el paralelismo con la acción real y las diferencias con la misma. Entre paréntesis debemos anotar que la pretensión argentina sobre las islas Malvinas, algo que nos parece justo y que se justifica en el siguiente párrafo, escrito por un inglés, tiene una contraparte histórica, formulada por Guillermo E. Hudson en La tierra purpúrea, que quiero compartir con los lectores por su importancia con respecto a la obra que analizamos: es el tiempo de las invasiones inglesas (1806-1807) y, dice: “poco más tarde, después de sufrir un revés, ellos (o uno de ellos, verbigracia Beresford, Achmuty o Whitelocke) perdieron los bríos y canjearon el país que habían empapado en sangre y conquistado, por un par de miles de soldados británicos hechos prisioneros en Buenos Aires… Esta transacción, que debe haber hecho entrechocarse de indignación en sus tumbas los huesos de nuestros antepasados vikingos, fue olvidada más tarde, cuando nos apoderamos de las ricas islas Malvinas. ¡Qué espléndida conquista y qué gloriosa compensación por nuestra pérdida!” (tomado de Cuadernos de Marcha, N° 10, febrero de 1968, Montevideo, página 5).

Forma y personajes.-
Algo que debemos decir con respecto a la forma de escritura es que está conformada por capítulos en los que tiene entre cuatro y cinco subcapítulos, breves, y que por lo general refieren a un día en concreto de la vida de Lamas, en especial cuando está en Nueva Rovira, que él llamará, como la llaman los lugareños, Puerto Campbell, la mayor de las islas del archipiélago Darwin (las Malvinas desde el punto de vista de la pretensión argentina, o las Falkland de los ingleses). Además, se cuenta desde afuera, con un narrador externo, aunque a veces están registrados los pensamientos de Lamas como si fueran dichos por él mismo. Acá lo vemos describiendo al grupo de pasajeros-rehenes: “Los viajantes de comercio parecían pertenecer a una misma empresa, pero solo cuando pudieron conversar más serenamente fueron identificándose por los productos que vendían. Fertilizantes. Insumos de oficina. Prendas de punto. Maquinaria agrícola. Estaban vestidos de modo similar, todos llevaban corbata menos uno, el más joven de ellos, que sin embargo parecía el más elegante de los cuatro. Los novios, apenas mayores de veinte años se habían tomado de las manos con fuerza y habían vivido el acontecimiento como una prueba de amor. Se besaron con pasión cuando el aparato, ya en tierra, se detuvo al costado de uno de los hangares, y luego guardaron silencio, intrigados y temerosos. Las dos mujeres de incierto parentesco habían reanudado su conversación, solo que en forma más desordenada y sin cuidar que los demás las escucharan” (pág. 35). El relato se estructura cinematográficamente (o acaso como una obra de teatro), y contiene, en primera instancia, un adentro (dentro del avión pero también de quienes están allí y que forman un grupo, al que le seguirá la huella), y un afuera, que es todo lo demás, esa isla inhóspita y, sobre todo, el mar y el viento que ruge sin cesar. Hay una liviandad narrativa, sin profundidad, y descripciones someras y superficiales: “Esa habitación era cálida: paredes empapeladas, floreros de cristal con flores de papel, cuadros decorativos —orquídeas, patos de plumajes verde y azul, cachorros de setter—, un tocadiscos, un armario de madera lustrada con infinitos cajones, una mesa oval, sillones mullidos, como si la distancia entre el interior y el exterior fuera mucho más dramática que el simple hecho de cruzar una puerta” (pág. 64-65).

Así tenemos que los personajes del comienzo se diluyen. El capitán Pérez Gadea y sus militares, que son los iniciadores de la acción desencadenante, desaparecen de escena y sólo el capitán será nombrado, tres o cuatro veces, hasta que caiga, aparentemente, en desgracia (finalmente será cancelado el homenaje a él y su comando), y en cambio surgirán una serie de personajes secundarios, de los cuales los más importantes serán los Porter, pareja de ancianos con los que convivirá durante un tiempo; el sacerdote, viejo, gordo y bastante irreverente, dado a hacer bromas y de buen humor (y buen bebedor de whisky); la mujer que viaja al lado de Lamas en el avión, Mildred, profesora de literatura y con quien tendrá los mejores dialogados, de sumo interés, astuta e inteligente; y la inevitable mujer con la que compartirá su soledad transitoria que es continua a su soledad monumental y eterna. A estos agregamos Manuel Frost, el gobernador, quien cumplirá su papel represivo llegado el caso, desconfiado y puntilloso (“el gobernador lo escuchó en silencio, parpadeando de vez en cuando: seguía sin afeitarse y si bien la hinchazón de sus párpados había remitido un poco, la expresión de resaca no terminaba de desaparecer de su rostro”), y el director del diario El Heraldo, que sobrevive a duras penas, quien le dará espacio en sus páginas, porque aumentará el tiraje menoscabado e inmóvil del aburrimiento isleño, y alguno más, entre las nubes de humo y los vapores de alcohol de sus dos bares (el bar Formica, con puerta de vaivén, tiene “una larga barra, una docena de mesas y al fondo una plataforma para bailar” donde la música que se escucha es romántica para el par de bailarines solitarios que allí hacen sus figuras). Pensándolo bien, “A Lamas lo sedujo la idea de una patria húmeda, y de inmediato pensó en la blandura del agua, en su poder reparador”. Por supuesto que la primicia que iba a obtener Lamas, y de la que saldría bien parado, no va a resultar. Siempre hay algo que sale mal, sea porque los hados están en contra o por alguna otra razón. Así, el periodista se baja confundido entre los rehenes y desde allí se pierde como testigo y ocupa todo el menosprecio del capitán Pérez Gadea que se encarga de hablar con su periódico y extenderle una amenaza total hacia su persona. Pero a Lamas ya no le importa, además, aquí quizá podrá ser un periodista estrella dado lo amateur del medio y en todo caso no será ninguneado como en Lavanda. “En su camino por la calle central lo detuvo el redactor de El Heraldo para pedirle un artículo, sin importar cuál fuera el tema” (pág. 118), de donde veremos que el peso de la fama no es poca cosa, aunque sea una fama efímera, y que su predisposición a ello lo hará a cambio de una llamada a Lavanda, puesto que sigue ligado a lo que suponemos que es su ciudad natal.

El grupo como alegoría coral.-
Dijimos que, cada tanto, el autor nos da informaciones del grupo, a pesar de que Lamas parece cortarse por la tangente, preocupado más por su persona que por los demás (salvo por su gato y su tuna, por cierto): “La pareja de recién casados fue a dar a casa de unos luteranos y debieron dormir en camas separadas. Los viajantes de comercio fueron repartidos en una misma cuadra y antes de ir a la gobernación se encontraron en una de las cantinas de la calle central, donde inauguraron el día con sendos tragos de whisky. Las parientes, tía y sobrina como finalmente se presentaron, que viajaban juntas hacia Asunción para asistir al sepelio de un hombre de intrincado vínculo familiar, habían pernoctado en casa de una viuda entrada en años, gentileza y soledad. La otra mujer, la profesora de literatura, estaba instalada en casa de un pescador embarcado en el navío que los llevaría a Montevideo, su esposa y sus dos hijos pequeños” (pág. 68). El grupo es todo, se nos lo muestra cohesionado (por más que sea heterogéneo), y, además, por parejas: los recién casados, los viajantes de comercio, tía y sobrina, la profesora y él. Al tercer día, por ejemplo, “la profesora de literatura… mandaría un telegrama a sus nietos felicitándolos por el vástago recién llegado, tía y sobrina harían saber a sus parientes las razones por las que no habían estado en el funeral, el matrimonio joven intentaría reincorporarse a su interrumpida luna de miel, y los cuatro vendedores tratarían de recuperar el tiempo y el dinero perdido tras casi una semana en la que no habían podido cerrar ningún negocio, más allá de que alguno de ellos quiso probar fortuna entre los escasos comercios rovirenses”. Estos comerciantes son de distintos lugares, el más joven es lavandino y vendedor de una fábrica textil, los otros dos asunceños, López Maíz trabaja en una importadora de partes en ensambladora de maquinaria agrícola y Bárcena en una papelera encargada de abastecer “a un ciento de oficinas y comercios al por menor” de Lavanda, y Carson, el importador de fertilizantes, es uruguayo. El más joven, precisamente, ha leído lo que Lamas publica en El Radical y dice, al respecto: “Trabajo para una empresa que exporta casi todo lo que produce… Prendas de punto, sweater, blanco, ropa interior. Es natural que me interese por la cotización de las divisas y que lea, no todos los días pero sí con bastante frecuencia, la página de economía… en consecuencia estoy familiarizado con la firma de Julio Lamas y hasta incluso con su estilo” (pág. 98). Por supuesto que querrá saber cuál es su estilo, porque siempre pensó que “lo único que hacía era escribir acerca de números, porcentajes, gráficas, índices, escalas comparativas”, y el joven vendedor y patriota convencido le dice, a quemarropa (sin que sepamos si lo que dice es bueno o no): “Frugal. Certero. Desencantado” (quizá lo último pueda parecer negativo). Y Bárcena admite que también conoce sus artículos, por lo que, en cierta medida orgulloso, admite y ve colmada la pretensión de saber quiénes son sus posibles lectores.

Tentativas para contener el agua que como la vida se nos va.-
¿De dónde el agua blanda, qué significa? Veamos las aproximaciones: “pensar en algo blando es pensar blandamente”, es decir, aquí lo vemos por contraste, que es algo no duro, es el estrellar del agua contra la dura roca del acantilado. Incluso “pensar en palabras blandas, palabras con muchas “a”. Y lo que es la clave principal, dicha por Brenda ante la vista de una playa semicircular y yerma adonde el mar llegaba con alguna calma, “como si se estuviera tomando un descanso de su infatigable tarea sobre los acantilados”: “Es la misma agua —comentó—. Cuando el hombre nace es suave y cuando muere se vuelve duro. También las plantas y los árboles nacen tiernos pero luego se marchitan y quedan secos. Lo duro y lo rígido pertenecen al dominio de la muerte; lo suave y lo flexible, al de la vida. El agua es blanda” (pág. 131), y, también, un párrafo posterior: “no hay nada más poderoso que el agua para destruir lo duro y lo fuerte. Todos conocemos esta verdad. Nadie la puede contradecir. Lo fuerte debe estar abajo, y arriba lo frágil y tierno”. El agua blanda es, entonces, “el estallido blanco del mar contra las rocas”.

De modo absurdo, y gratuito además, Fontana hace transcribir la nota que Lamas enviará al diario sobre el asunto del secuestro del avión, cuidando de no enojar a tirios y troyanos, de un modo reiterativo y que resume lo que nosotros ya sabemos, en una duplicación de información que no nos agrega nada. En cambio, la información que llega por télex nos confirma, desde la lejana Lavanda, la prosecución de los planes del gobierno ya adelantadas por Pérez Gadea: “…destitución de tres ministros…, de dos generales a cargo de las regiones norte y noreste del país, y de algunos funcionarios de menor rango” (pág. 72), y también: “la Suprema Corte de Justicia había deslindado jurisdicción sobre los episodios del día anterior, el Presidente pensaba homenajear al grupo de militares que habían desviado un avión hacia Puerto Campbell y hecho flamear la insignia nacional en tierras que pertenecían, amparadas por la mayor legalidad, al pueblo lavandino” (contrastando la información real, que por cierto es mucho más interesante, tenemos que: “El 22 de noviembre de 1966, los integrantes del grupo fueron procesados por el Juez Federal de Tierra del Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur, Dr. Lima, por los delitos de «privación de la libertad personal calificada» y «tenencia de armas de guerra». El secuestro de aviones no estaba contemplado en la legislación de la época. El procesamiento se refirió a los hechos ocurridos al desviar la nave aérea y no a lo ocurrido en Malvinas, que la justicia entendió que no constituía delito… ordenó la devolución de las banderas a Cabo, su dueño, sosteniendo que: «Las banderas argentinas, por el hecho de haber tremolado sobre una porción irredenta de tierra de la Patria, no son ni pueden ser consideradas instrumento de delito. Por ello corresponde su oportuna devolución a quien ha demostrado actuar como su propietario.» La mayoría recuperó su libertad tras los nueve meses que llevó el proceso, con prisión preventiva, pero Dardo Cabo, Alejandro Giovenco y Juan Carlos Rodríguez debieron pasar tres años en prisión, debido a sus antecedentes judiciales… Más de diez años después y durante la dictadura, el 6 de enero de 1977, Dardo Cabo, quien se encontraba detenido en La Plata por otra causa, fue asesinado junto con otras personas en un simulacro de fuga fraguado durante un traslado de detenidos, en una zona descampada del Parque Pereyra Iraola ubicado entre las ciudades de La Plata y Buenos Aires”. Otro de los participantes, Alejandro Giovenco, “se convirtió en uno de los «burócratas y pistoleros de extrema derecha que dirimían a balazos el contencioso ideológico con los bombos nuevos del peronismo» y dirigente de la CNU (Concentración Nacional Universitaria) —organización que luego colaborará con la dictadura cívico-militar y que se encontraba ligada con la Triple A— murió en plena Avenida Corrientes de Buenos Aires cuando le estalló una bomba que trasladaba en su portafolio, en 1974”).

Siguiendo con la novela, Lamas confiesa la verdad con los Porter, sus anfitriones, de modo que los convierte en cómplices de la aventura, y les pide para quedarse unos días más: “yo no debería haberme bajado del avión. El jefe del comando me trajo para escribir sobre el operativo, no para que me hiciera pasar por otro pasajero. Ahora está furioso” (pág. 74). Por cierto, nuestro personaje no tiene ningún apuro en volver a su estado anterior, lo que demuestra su apatía vital, su falta de estímulo, su expectativa de un futuro. Los Porter son gente culta que han decidido terminar sus días en la isla. “Nos esperan meses en que la noche ocupará todo el día… Es cuando en Campbell empiezan las desavenencias conyugales. La temporada de adulterios” (como si fuera un deporte), dirá el viejo Porter, y de esta manera Lamas se enterará, y nos hará enterar a nosotros, de las particularidades de la vida en ese territorio, donde lo único que hay son calamares gigantes, pesca abundante, adulterios a granel y, sobre todo, mucho, mucho frío. Parecería que esa porción de tierra hubiera seguido la sentencia bíblica que dice “llenad la tierra y sometedla” (Gen 1,28), porque el paisaje que nos presenta Fontana es desolado (en soledad): “…el vasto paisaje amarillento, algunas majadas, algunos border collies corriendo alrededor, ningún hombre, como si aquellos ruidosos y serviciales perros hubieran sustituido todo rastro humano en los campos”. Además, Campbell es un “paisaje llano y ondulado, amarillo como el resto de ese mundo”. Un ejemplo de descripción (plástica): “El puerto era pequeño y brumoso como un Monet: el aire era azul y se pondría gris apenas el sol comenzara a declinar”. E incluso, cuando está por empezar el invierno, que acá dura diez meses de extrema crueldad, empezará la jornada de caza, o sea de buscar una pareja con la que tener un poco del calor humano ante el frío mortuorio de la soledad.

El día D.-
Finalmente llega el día del desembarco de los pescadores que estaban en alta mar y que volvían a casa, y todo, su arribo, el propio desembarco de la pesca y de los hombres, es visto como un ritual: “sólo una tempestad podría interrumpir este ciclo —murmuró Mildred sentada al lado de Lamas—, aunque de cualquier modo el ciclo se reanudaría. Mañana estaríamos preparando una nueva ceremonia de fertilidad”, y la conclusión de la profesora, llena de sabiduría, y con algo de mitología: “seguimos siendo adoradores”. No me cansaré de llamar la atención, y eso es un acierto de Fontana, y hay que destacarlo, en que el personaje de Mildred es absolutamente perfecto (si es que la perfección tiene algo que ver en esto), o por lo menos tiene un gran interés. Sus reflexiones, que incluyen referencias a los clásicos, a los griegos, tanto en historia como con la literatura, son muy pertinentes, además de las evaluaciones sobre conceptos tan difusos como nacionalidad, patria, escudo o bandera, bajo las que muchos se cobijan para hacer cosas de las más deshumanizadas posibles. “Yo también tengo envidia de estas mujeres que van a esperar a sus maridos, y de los maridos que han pasado varios días en el mar buscando alimento para sus familias. Acaso no haya nada más primitivo que eso, pero les tengo envidia porque nunca hice algo parecido y ahora ya estoy vieja para hacerlo” (pág. 87). Por si fuera poco, la profesora dice (y veamos acá, nuevamente, un aspecto teórico del estilo onettiano): “…para escribir una buena novela usted tiene que colocar la inteligencia en los detalles que ve y en la manera en que los ve, y las sensaciones…” las pondrá el lector.

Pero después que parten los huéspedes, salvo Carson, que tiene una gripe galopante, Lamas se queda solo y con una absurda sensación de nostalgia, como si necesitara “confirmar para sí” que el único motivo de su permanencia en la isla había sido la amenaza de Pérez Gadea, “saber que habían partido lo había hecho presa de una fuerte y ambigua pesadumbre, de una aguda tristeza”. Pero allí está Brenda, la hermana de la mujer que hospedó a la profesora de literatura, Mildred, y Lamas, que ya se había sentido atraído por ella, desatará su lengua, whisky mediante, en el bar Formica (yo veo, o creo ver, una transferencia erótica de Mildred hacia Brenda, es decir, es evidente que, por más que la profesora ya sea vieja, Lamas se siente atraído “intelectualmente” hacia ella, aunque justamente por la edad no se anime a unirse a ella, mientras que la belleza física es lo que le atrae de Brenda. Si pudiera unir en una a las dos mujeres, sin duda Lamas se sentiría feliz y realmente realizado). “Entonces supo que esa mujer hermosa y dulce y cálida se acostaría con él aunque hubiera llegado insanamente borracho, sin afeitarse o con la ropa sucia. Supo que eran tan grandes su soledad como sus virtudes, su desamparo como su sabiduría” (pág. 143), como si no hubiera más remedio, era eso o nada, para ella; era eso o nadie, para él, y por supuesto no habrá nadie que pueda curar el dolor. Gracias a la bebida, o a causa de ello, “ella se mostró pudorosa, y él, impotente”. Luego “Lamas volvió a la noche siguiente con una botella de vino que había comprado en una de las pocas tiendas de ultramarinos de Campbell. La mujer lo esperó con una fuente de pasta casera con salsa de mariscos y un postre de crema pastelera y frutos secos” (pág. 110). Y terminados los convites previos, “sintió el áspero deleite de entrar y salir de aquella carne interior, y sintió las profundas pulsaciones de Brenda una y otra vez”. Y para culminar el breve relato (poco) erótico: “cuando cesó el deseo, regresó el viento”. “En realidad, se dijo, tenía que volver atrás un tiempo considerable para ubicar la última noche en que había dormido con una mujer en Lavanda y se había despertado en su cama con la luz de la mañana” (pág. 111). Brenda, según nos informa el autor por boca de ella, quiere decir “fuerte como una espada” y/o “el brillo de la lucha”, con origen vikingo, y hay algo de fuerza en lo que se transforma su vida, viuda de un pescador que arrebató la tempestad, donde quedará “el palpitante vacío de Brenda”, que se muestra en las imágenes: el peso del agua en la enorme pintura del living, la pared del cementerio, los ojos del niño. “El problema —dirá el viejo Porter, y de esa manera tendremos la seguridad que ya todos saben de sus andanzas, como deben saber de casi todas las cosas de todos los habitantes del lugar— es que quedará acordándose de usted, y yo a veces pienso que las cosas de la memoria, cuanto más numerosas, más desnutren al corazón y menos lo alimentan”.

Ahora bien, cuando un escritor hace poner a un par de albañiles a construir el muro de lo que será un cementerio a espaldas de la casa de Brenda, justo cuando ella y él parecen reencontrar el amor, o alguna de sus formas, no es por casualidad. Algún motivo hay para meter a la muerte en medio de la vida. Entonces pareciera que lo que nace, una esperanza redimible, una sugerencia de futuro cáliz, trae, como es lógico, algo que muere, una anterior vida, una anterior alegría, una anterior ilusión. “Esa pared en medio de la nada hubiera resultado absurda sin su propio proyecto, como toda cosa en la vida” (pág. 113).

El personaje de Carson, y sobre todo su empecinada fiebre, le da, al autor, la posibilidad de hablar y emitir juicios laudatorios sobre los uruguayos y su psicología: “En mi país el fanatismo se disimula con la pobreza de espíritu. Somos humildes, sacrificados. Existimos no porque alguien nos piensa sino porque alguien nos oprime. Somos humildes y, por tanto, reaccionarios”, y también: “…los fanáticos no tienen matices. Pronto, por alguna u otra estúpida razón, comenzaremos a pintarnos la cara con el color de la bandera o a escuchar el himno como si fuera una canción de protesta” (pág. 117). “Los uruguayos —remata Carson, afiebrado y desconfiado del papel de Lamas— somos tan estúpidos que uno de nosotros crea un mundo mejor y lo acusamos de depresivo”. Y, “los uruguayos son como los guarás: algún día se extinguirán sin que nadie se dé cuenta” (pág. 141). Los guarás “eran parecidos a los perros, que eran dóciles y crédulos y más buenos que el pan, y que están extinguidos desde hace más de cien años pero que todavía, algunas noches de borrasca, se acercan a la villa y aúllan bajo las ventanas de los vecinos” (pág. 134). El guará, ya extinto porque era un peligro para los productores de corderos, medía unos 90 cm. de longitud corporal desde el hocico hasta el nacimiento de la cola, que alcanzaba los 30 cm. Poseía un pelaje muy tupido, adaptado a los rigurosos inviernos de las Malvinas, su hábitat exclusivo. El guará de la Gran Malvina (Dusicyon australis australis) era una subespecie algo más pequeña y poseía un pelaje con tonalidad más rojiza.

Carson, sin remedio posible, empeora, y el viejo Porter vuelve la vista al pasado, mostrándole las fotos de juventud. El sacerdote lo invita a conocer Hannover Sud, “un distrito fundado por un puñado de alemanes que casi cien años atrás habían llegado a las islas por error o pura casualidad” (pág. 137), para una extremaunción. Otra vez Onetti, en esa preferencia por los alemanes (ya Fontana en la primera novela que comentamos aquí, Y bésame así, trata de un alemán, en este caso nazi). Las últimas informaciones hablan de rumores de golpe de Estado: “…en Lavanda ya hay un protocolo escrito para estos golpecitos de Estado que todos solemos cumplir a cabalidad. Nada de qué preocuparse: algún disidente o algún rebelde trasnochado marchará a la cárcel por dos o tres semanas, algún constitucionalista prometerá revisar el Código Civil, el Rector de la Universidad se comprometerá a defender la autonomía de la alta casa de estudios, y el Partido Comunista pasará a la clandestinidad hasta fin de año, su secretario general viajará al exterior para recibir directivas y unas semanas después de las elecciones volverá al país con el fin de continuar con su misión evangelizadora” (pág. 133-134), donde se capta el tono decididamente irónico de Fontana en palabras de Elizalde, el interlocutor de Lamas, jefe de redacción del diario lavandino. Y a pesar de la prudencia que lo ha caracterizado, Lamas comete una indiscreción: “En Campbell esperan la llegada de un buque de guerra con comandos de élite que se apostarán en las islas hasta nuevo aviso” (pág. 136), aunque agrega que “la gente no dice nada porque no está enterada de nada. La gente de aquí es como los guarás, mansos, obedientes, y se van a espantar cuando vean a los marinos en pie de guerra desembarcando en el puerto”. Esa indiscreción le cuesta el repudio evidente del gobernador, la detención y una noche de calabozo antes de la partida irremediable, ya que El radical titula “Buque de guerra surca el Atlántico rumbo a Nueva Rovira”.

¿Qué fue lo que encontró en Campbell?, le preguntará el sacerdote, y es lo mismo que nos podríamos preguntar nosotros. “Nada distinto de lo que siempre llevo dentro”, pero ya para esa altura se ha convertido en un extranjero, en un apátrida, en un infortunado.

Una costumbre que tiene Lamas es “pensar en palabras blandas, palabras con muchas “a”, y que acá vamos a poner algunas para seguir el juego de Fontana (porque la creación literaria también es juego, por supuesto): calamar, mañana, ráfaga, alcázar, caravana, amarras, baja, amarga, clara, alabanza, abracadabra…

“Recién cuando estaban llegando al bar se dio cuenta que el otoño había avanzado sobre la ciudad y de que las aceras estaban alfombradas de hojas oscuras. El viento, pensó. El viento” (pág. 151). La restitución de su mundo lavandino opera como un bálsamo. “Todo estaba desierto y en silencio. Unos papeles sobre la mesa del comedor, el libro que estaba leyendo, la vajilla limpia, la tuna aún viva en su vasija de barro” (pág. 152). Había vuelto a ser él mismo, el otro.

 

(Y bésame así, Hugo Fontana, Alfaguara, 1996, Montevideo, 197 páginas)

(Las historias más tontas del mundo, Hugo Fontana, Alfaguara, 2001, Montevideo, 275 páginas)

(El agua blanda, Hugo Fontana, Casa editorial HUM, 2017, Montevideo, 153 páginas)

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