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La crónica de una peste.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 16/06/2020

Resumen
Albert Camus publicó esta crónica en 1947, después de terminada la Segunda Guerra Mundial, cuyas heridas aún estaban abiertas, y es la documentación, literaria, más completa de una peste bubónica. Esta crónica desarrolla aspectos cruciales que, a la vista de la pandemia del coronavirus, tienen una total vigencia.

Palabras clave: Peste, existencialismo, Sartre, absurdismo, virus

 

“Es evidente que un hombre tiene que batirse por las víctimas.
Pero si por eso deja de amar todo lo demás,
¿de qué sirve que se bata?
Albert Camus

 

 

Introducción
Hablar de Albert Camus, este escritor nacido en Argelia pero nacionalizado francés, premio Nobel en 1957, es mencionar el existencialismo y, por tanto a Jean-Paul Sartre. Tanto Sartre como Camus fueron de tendencias izquierdistas y existencialistas ateos, es decir, afirmaban que la existencia precede a la esencia. Camus afirma que la verdadera libertad se halla en el pensamiento y no en otra parte, mientras Sartre dice que el hombre es siendo libre. Las diferencias fueron ostensibles en 1951 en las páginas de Temps Modernes, y en sí tenemos —un poco esquemáticamente— que para Sartre la relación que hay entre libertad y literatura es que la literatura es un medio de compromiso político para con la sociedad, y para Camus la literatura iría mucho más allá de un compromiso político y llegaría al cuestionamiento del humano en su ser y su pensar. Sartre consideraba que las ideas son más valiosas que la vida misma, mientras que para Camus prima la vida humana sobre las ideas. En la práctica, el primero reconocía a Stalin y al Partido Comunista de la Unión Soviética como líderes del socialismo, a pesar de los gulags y el férreo control ideológico, pero el segundo consideraba que el socialismo debía asegurar la libertad más amplia de los individuos.

A Camus se lo considera seguidor de la corriente del “absurdismo”, iniciada por Soren Kierkegaard. La filosofía del absurdo o absurdismo es la corriente filosófica que se ocupa de la naturaleza de lo absurdo y de cómo responder a éste una vez el individuo es consciente de él. Para Camus se debe dar una aceptación de este absurdo, ya que creía que, como la vida no tiene sentido, podemos adoptar una de dos actitudes: le ponemos fin a todo o nos encargamos de encontrarle nuestro propio significado. La última opción es la que predomina en su pensamiento y en su obra.

Es bueno recordar estas cosas porque justamente lo que esta novela (La peste) afirma es la necesidad existencial del hombre en ser, en existir, y recalca lo absurdo de la existencia. Esta es una novela filosófica, preocupada más por las ideas y donde trata el significado de la vida en un contexto de muerte y de sufrimiento. Y si bien se centra en la crónica casi periodística de la enfermedad en una ciudad puerto que es real en su nombre y en algunos de sus rasgos, alterna a varios personajes disímiles (como por ejemplo González, que apenas aparece una vez, encargado de la vigilancia del estadio, convertido en campo de aislamiento, que, como jugador de fútbol —al igual que Camus— está desesperado por jugar), y toma el pulso a la ciudad vista como reflejo de un organismo vivo. Hay, en ese sentido, un lenguaje de las ciudades, donde, por ejemplo, “lo que subía entonces hasta las terrazas, todavía soleadas, en la ausencia de los ruidos de coches y de máquinas que son de ordinario el lenguaje de las ciudades, no era más que un enorme rumor de pasos y de voces sordas”. Y eso está junto “a la obstinación ciega que en nuestros corazones reemplazaba entonces al amor”, en una ciudad sin árboles que, por cierto, tenía “eternas tardes doradas y polvorientas” en el verano.

Nombrar la enfermedad antes que ésta tenga nombre
La cita con que empieza esta crónica —y digo crónica porque es el mismo Camus quien lo dice en la novela— (“Tan razonable como representar una prisión de cierto género por otra diferente es representar algo que existe realmente por algo que no existe”), de Daniel Defoe, demuestra que Albert Camus tuvo presente esa novela-diario mientras escribía la suya. Es de imaginar, por supuesto, que el autor buscó todo tipo de informaciones sobre la peste, en especial la peste bubónica, que es la de que aquí se trata.

Los hechos aquí narrados suceden en la ciudad-puerto de Oran, en una fecha no del todo precisada durante la cuarta década de 1900, entre los meses de abril y febrero del siguiente año. Oran es “una prefectura francesa en la costa argelina”, una ciudad fea, “…una ciudad sin palomas, sin árboles y sin jardines, donde no puede haber aleteos ni susurros de hojas”, una ciudad en fin donde la construcción humana ha borrado de un plumazo a la naturaleza. El cronista y narrador (el doctor Bernard Rieux, caracterizado de la siguiente manera por otro de los personajes, Jean Tarrou: “Parece tener treinta y cinco años. Talla mediana. Espaldas anchas. Rostro casi rectangular. Los ojos oscuros y rectos, la mandíbula saliente. La nariz ancha es correcta. El pelo negro, cortado muy corto. La boca arqueada, con los labios llenos y casi siempre cerrados. Tiene un poco el tipo de un campesino siciliano, con su piel curtida, su pelambre negra y sus trajes de tonos siempre oscuros, que le van bien. Anda deprisa. Baja de las aceras sin cambiar el paso, pero de cuando en cuando sube a la acera opuesta dando un saltito. Es distraído manejando el coche y deja muchas veces las flechas de dirección levantadas, incluso después de haber dado vuelta. Siempre sin sombrero. Aires de hombre muy al tanto”) afirma que “el modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y se muere”. Eso es, exactamente, lo que hará, pero además nos mostrará una serie de circunstancias y de personajes paradigmáticos que enmarcan la acción de la novela. Por otra parte, los extremos del clima, aquí detallados, sobre todo el clima seco y cálido, no es un buen antídoto para las enfermedades.

En la ciudad, “nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Se interesan sobre todo por el comercio, y se ocupan principalmente, según propia expresión, de hacer negocios. Naturalmente, también les gustan las expansiones simples: las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy sensatamente, reservan los placeres para el sábado después de mediodía y el domingo, procurando los otros días de la semana hacer mucho dinero. Por las tardes, cuando dejan sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean por un determinado bulevar o se asoman al balcón”. Y luego, yendo de lo general a lo particular, nos dice: “Los deseos de la gente joven son violentos y breves, mientras que los vicios de los mayores no exceden de las francachelas, los banquetes de camaradería y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas”.

En cuanto al amor, preocupación que se instala desde el comienzo, dice: “Los hombres y mujeres o bien se devoran rápidamente en eso que se llama el acto del amor, o bien se crean el compromiso de una larga costumbre a dúo. Entre estos dos extremos no hay término medio. Eso tampoco es original. En Oran, como en otras partes, por falta de tiempo y de reflexión, se ve uno obligado a amar sin darse cuenta”. En suma, “lo más original en nuestra ciudad es la dificultad que puede uno encontrar para morir”, como si esto fuera una incomodidad.

Hasta aquí es la descripción externa de la ciudad de Oran y una breve introducción. Ya sabemos dónde van a suceder los hechos, y el cronista será fiel hasta el punto de que podamos estimar “la verdad de lo que dice” éste. Y nos aclara que este narrador tiene documentos, su propio testimonio y de otros puesto que “por el papel que desempeñó tuvo que recoger las confidencias de todos los personajes de esta crónica, e incluso los textos que le cayeron en las manos”. También hace uso de varios datos, que hacen la sumatoria del análisis, así como utiliza fuentes diversas, notas, apuntes, diarios, diálogos oídos en los tranvías y en las calles, un discurso ocioso y sin embargo sugestivo, abarcatorio de la totalidad desde ópticas distintas. Hay multitud de detalles secundarios, “que tienen su importancia” (las primeras notas de otro de los personajes secundarios, Jean Tarrou, datan de su llegada a Oran, y hacen una “descripción detallada de los leones de bronce —reales—, que adornan el Ayuntamiento”).

La manera de narrar va incluyendo datos complementarios redondean las imágenes, algo así como una progresiva construcción de la imagen. El cronista, además, “está persuadido de que puede escribir aquí en nombre de todo lo que él mismo experimentó entonces, puesto que lo experimentó al mismo tiempo que otros muchos…”. Y también “el cronista ha tendido a la objetividad. No ha querido modificar casi nada en beneficio del arte, excepto en lo que concierne a las necesidades elementales de un relato coherente”. Y además, “para ser un testigo fiel tenía que relatar los hechos, los documentos y los humores. Pero lo que él, personalmente, tenía que decir, su espera y todas sus pruebas, eso tenía que callarlo”.

También hay ciertas sentencias, debidas a la pluma del autor: “sucede a veces que se sufre durante mucho tiempo sin saberlo”; “en la desgracia había una parte de abstracción y de irrealidad. Pero cuando la abstracción se pone a matarle a uno, es preciso que uno se ocupe de la abstracción”; “uno se cansa de la piedad cuando la piedad es inútil”; “en tiempos de peste, prohibido escupir a los gatos”; “no hay que explicarse el espectáculo de la peste, sino intentar aprender de ella lo que se puede aprender”; “el sueño de los hombres es más sagrado que la vida para los apestados”; “a fuerza de espera se acaba por no esperar nada”…

“La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera”. Este es el verdadero principio de todo, porque de pronto empiezan a aparecer ratas muertas con sangre en el hocico. Y yendo, nuevamente, a lo particular, ve que su mujer está enferma, pero no se sabe de qué, y está a punto de partir para “un lugar de montaña” (podría ser tisis por cuanto era de estilo buscar un lugar en que el aire fuera “limpio” para tratar esa enfermedad). Al otro día vendrá su madre, ya que “venía a ocuparse del hogar mientras durase la ausencia de la enferma”. Al despedir a su mujer, con promesas de recomienzo, e ir hacia la salida, el empleado de la estación (de tren) pasó “llevando un cajón lleno de ratas muertas”. En los barrios extremos, “donde habitaban sus clientes más pobres”, llega a contar “una docena de ratas tiradas sobre los restos de legumbres y trapos sucios”.

Podemos dar por cierto, por supuesto, que se trata de la peste bubónica (la bacteria Yersinia Pestis), que se propaga por la picadura de pulgas infectadas que habitan en roedores.

El periodista Raymond Rambert, quien trabaja para un gran diario de París, es otro de los personajes de esta crónica novelada. Es “pequeño, de hombros macizos, de expresión decidida y ojos claros e inteligentes”, y parece encontrarse a gusto en la vida. Su objetivo periodístico es saber de “las condiciones de vida de los árabes y quería datos sobre su estado sanitario”. El doctor Rieux le contestará que dicho estado “no era bueno”, y luego le dirá que “se podría hacer un curioso reportaje sobre la cantidad de ratas muertas que se encontraban en la ciudad en ese momento”. Aún no hay una relación entre las ratas muertas y la enfermedad, la peste, que se está incubando, “pero en los días que siguieron la situación se agravó”. “El número de los roedores recogidos iba creciendo y la recolección era cada mañana más abundante. Al cuarto día, las ratas empezaron a salir para morir en grupos. Desde las cavidades del subsuelo, desde las bodegas, desde las alcantarillas, subían en largas filas titubeantes para venir a tambalearse a la luz, girar sobre sí mismas y morir junto a los seres humanos” (la imagen, por cierto, es muy poderosa). “Por la mañana, en los suburbios, se las encontraba extendidas en el mismo arroyo con una pequeña flor de sangre en el hocico puntiagudo; unas, hinchadas y putrefactas, otras rígidas, con los bigotes todavía enhiestos”. Y también: “nuestros conciudadanos, estupefactos, las descubrían en los lugares más frecuentados de la ciudad”. “Se hubiera dicho que la tierra misma donde estaban plantadas nuestras casas se purgaba así de su carga de humores, que dejaba subir a la superficie los forúnculos y linfas que la minaban interiormente”.

Las cosas fueron tan lejos que la agencia Ransdoc (informes, investigaciones, documentación completa sobre cualquier asunto) anunció, en su emisión radiofónica de informaciones gratuitas, 6.231 ratas recogidas y quemadas en el solo transcurso del día 25. Esta cifra que daba una idea justa del espectáculo cotidiano que la ciudad tenía ante sus ojos, acrecentó la confusión”. “El 28 de abril, Ransdoc anunció una cosecha de cerca de 8.000 ratas y la ansiedad llegó a su colmo”. Sin embargo al día siguiente la muerte de ratas cesó abruptamente. Es ahora cuando empezará, propiamente, los síntomas de la peste en los humanos, después de la incubación (de uno a siete días). La aparición de bultos (bubas) en el cuello, en las axilas y en las ingles, es el claro síntoma de la enfermedad.

Se nos da la visión del médico, pendiente de causas y efectos, que en algún momento deberá concluir que la mortandad de las ratas algo tiene que ver con lo que, de ahora en más, irá sucediendo.

El método que utiliza Camus es presentarnos un caso individual, mostrarnos luego otro y quizá un tercero, subrayando similitudes, destacando las particulares del dolor, y luego nos da una visión más global. Por ejemplo, nos muestra al portero, el viejo Michel, quien es llevado a un hospital, “verdoso, los labios cerúleos, los párpados caídos, el aliento irregular y débil, todo él como claveteado por los ganglios, hecho un rebujón en el fondo de la camilla”. “La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este período lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente más difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico”, nos dirá. Pero, de pronto, otros de nuestros conciudadanos, “que no eran precisamente porteros ni pobres, tuvieron que seguir la ruta que había abierto Michel. Fue a partir de ese momento cuando el miedo, y con él la reflexión, empezaron”.

Otro de los personajes, Jean Tarrou, figura en papel de testigo, “acaso porque la ciudad se había acostumbrado a él poco a poco, nadie podía decir de dónde venía ni por qué estaba allí. Se le encontraba en todos los lugares públicos: desde el comienzo de la primavera se le había visto mucho en las playas, nadando con manifiesto placer. Afable, siempre sonriente, parecía ser amigo de todos los placeres normales, sin ser esclavo de ellos. En fin, el único hábito que se le conocía era la frecuentación asidua de los bailarines españoles, harto numerosos en nuestra ciudad”. Sus apuntes, que son “una crónica muy particular, que parece obedecer a un plan preconcebido de insignificancia”, hace la “historia de las cosas que no tenían historia”. Y lo hace con “cierta sequedad de corazón”, que en este caso parece ser un atributo de conciencia y demuestra las particularidades de su manera de proceder.

Tarrou había “sido favorablemente impresionado por una escena que se desarrollaba con frecuencia en el balcón que quedaba en frente de su ventana. Su cuarto daba a una pequeña calle transversal donde había siempre gatos adormilados a la sombra de las tapias. Pero todos los días, después del almuerzo, a la hora en que la ciudad entera estaba adormecida por el calor, un viejecito aparecía en un balcón, del otro lado de la calle. El pelo blanco y bien peinado, derecho y severo en su traje de corte militar, llamaba a los gatos con un «minino, minino» dulce y distante a un tiempo. Los gatos levantaban los ojos, pálidos de sueño, sin decidirse a moverse. Él rompía pedacitos de papel sobre la calle y los animales, atraídos por esta lluvia de mariposas blancas, avanzaban hasta el centro de la calzada, alargando la pata titubeante hacia los últimos trozos de papel. El viejecito, entonces escupía sobre los gatos con fuerza y precisión. Si uno de sus escupitajos daba en el blanco, reía”. En este párrafo podemos ver esa aguda observación sobre todas las cosas, todas las aristas que giran en torno al tema, seguros que de allí se irá a sacar alguna enseñanza. Y luego, continuando lo que era una simple anécdota, aunque un poco extraña por cierto, dirá que “el viejecito de enfrente está desconcertado. No hay gatos. Han desaparecido, en efecto, excitados por las ratas muertas que se descubren en gran número por las calles”. Por consiguiente, “se lo ve inquieto; después de estar un rato en el balcón se fue para adentro. Pero había escupido una vez en el vacío”, síntoma de desprecio tal vez.

Al doctor lo único que le interesa “es encontrar la paz interior”, pero eso es en respuesta al convencimiento del guardián nocturno del hotel de que ha de provenir alguna desgracia, como si esto se estuviera oliendo en el aire, “con todas esas ratas muertas” que ya están instalando la enfermedad en la ciudad.

Dudas decimonónicas y pocas certezas
“La duda —escribí una vez en un brevísimo poema— / es la ola/ del silencio”. Por esas dudas, silenciosas, pasará el doctor Rieux. Deberá sortear los preconceptos, también instalados en esa sociedad (que son los que conforman, que dan forma a los individuos): “El director del hotel ya no puede hablar de otra cosa. Pero es que está avergonzado. Descubrir ratas en el ascensor de un hotel honorable le parece inconcebible. Para consolarle le dije: Pero todo el mundo está lo mismo.

—Eso es —me respondió— ahora estamos también nosotros como todo el mundo”.

Deberíamos decir unas palabras sobre el hotel como el primer escenario, cerrado en sí mismo. El peligro sale desde el subsuelo y va subiendo, cooptando toda la estructura al igual que sucederá en la ciudad. Así, en los hombres y mujeres, el miedo, que primero está de modo inconsciente en nuestro magín, sale a la superficie y domina todo, hasta abarcarlo por entero. En ese momento, en pocos días, hay “una veintena de casos”. Aún no se sabe si habrá peligro de contagio.

El clima, que ya hemos dicho que es “cálido y seco”, pero que se transforma por unos meses en lluvia y frío, tiene su propio peso y de alguna manera condiciona la sucesión de hechos que desembocarán en la epidemia. “Lluvias torrenciales y breves cayeron sobre la ciudad. Un calor tormentoso siguió a aquellos bruscos chaparrones. El mar incluso había perdido su azul profundo, y bajo el cielo brumoso tomaba reflejos de plata o de acero, dolorosos para la vista. El calor húmedo de la primavera hacía desear el ardor del verano. En la ciudad, construida en forma de caracol sobre la meseta, apenas abierta hacia el mar, una pesadez tibia reinaba. En medio de sus largos muros enjalbegados, por entre sus calles con escaparates polvorientos, en los tranvías de un amarillo sucio, se sentía uno como prisionero del cielo”. Esa sensación de reclusión, de ahogo y de aislamiento se acentuará, hasta ser insoportable. “Era el tiempo, sin duda. Todo se ponía pegajoso a medida que avanzaba el día y Rieux sentía aumentar su aprensión a cada visita”.

Pronto las imágenes que se deslizan en la narración serán brutales: “Había que abrir los abscesos; era evidente. Dos golpes de bisturí en cruz y los ganglios arrojaban una materia mezclada de sangre. Los enfermos sangraban, descuartizados. Pero aparecían manchas en el vientre y en las piernas, un ganglio dejaba de supurar y después volvía a hincharse. La mayor parte de las veces el enfermo moría en medio de un olor espantoso”. Pues entonces la gente empezó a morir y al sumar los casos más o menos dispersos, esta suma era “aterradora”: “…los casos mortales se multiplicaron y se hizo evidente para los que se ocupaban de este mal curioso que se trataba de una verdadera epidemia”.

En ese momento, la palabra “peste”, con todo lo que significa, sobre todo por lo que provoca su recuerdo de otras situaciones anteriores, se empieza a delinear. “La palabra no contenía sólo lo que la ciencia quería poner en ella, sino una larga serie de imágenes extraordinarias que no concordaban con esta ciudad amarilla y gris”. Nuestro personaje, el doctor Rieux, por lo pronto, sólo espera que no sea más grave que la epidemia de París de hace veinte años (quizá se refiera a la gripe española, una variante de la influenza AH1N1 —que en realidad surgió entre los miembros del ejército de Estados Unidos tras la Primera Guerra Mundial—, por la que se calcula que murieron al menos cincuenta millones de personas). Por eso Camus intercala aquí una enseñanza histórica y de indudable vigencia: “Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas”.

“Mirando por la ventana su ciudad que no había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud”, sobre todo porque el doctor “se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido han causado cerca de cien millones de muertos”, y sabía de la virulencia de esta enfermedad. Además, porque “un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación” (estas cifras no se condicen con lo que dice, actualmente, el historiador de la medicina, Frank Snowden, profesor de la Universidad de Yale, que mensura en cien millones los muertos por la peste en Europa solamente entre 1347 y 1743).

Noches y días henchidos del grito interminable de los hombres
El doctor Rieux busca en su memoria detalles e imágenes que venían desde el fondo del tiempo: “Atenas apestada y abandonada por los pájaros, las ciudades chinas cuajadas de agonizantes silenciosos, los presidiarios de Marsella apilando en los hoyos los cuerpos que caían, la construcción en Provenza del gran muro que debía detener el viento furioso de la peste. Jaffa y sus odiosos mendigos, los lechos húmedos y podridos pegados a la tierra removida del hospital de Constantinopla, los enfermos sacados con ganchos, el carnaval de los médicos enmascarados durante la Peste negra, las cópulas de los vivos en los cementerios de Milán, las carretas de muertos en el Londres aterrado, y las noches y días henchidos por todas partes del grito interminable de los hombres”. Todo esto, a decir verdad, lo asustaba. Además, reduce los términos a lo militar, a pesar de ser doctor: “Lo que había que hacer era reconocer claramente lo que debía ser reconocido, espantar al fin las sombras inútiles y tomar las medidas convenientes. En seguida la peste se detendría, porque la peste o no se la imagina o se la imagina falsamente. Si se detuviese, y esto era lo más probable, todo iría bien. En el caso contrario se sabía lo que era y, si no había medio de arreglarse para vencerla primero, se la vencería después”.

Sale a escena otro de los personajes, y he aquí su caracterización (obsérvese la profundidad psicológica derivada de su complexión física): “A primera vista, en efecto, Joseph Grand no era más que el pequeño empleado de ayuntamiento que su aspecto delataba. Alto, flaco, flotaba en sus trajes que escogía siempre demasiado grandes, haciéndose la ilusión de que así le durarían más. Conservaba todavía la mayor parte de los dientes de la encía inferior, pero, en cambio había perdido todos los superiores. Su sonrisa, que le levantaba el labio de arriba, hacía enseñar una boca llena de sombra. Si se añade a este retrato un modo de andar de seminarista, un arte especial de rozar los muros y de deslizarse por entre las puertas, un olor a sótano y a humo, con todos los modales distintivos de la insignificancia, se reconocerá que sólo se le podía imaginar delante de una mesa de escritorio, aplicado a revisar las tarifas de las casas de baños de la ciudad, o a reunir para algún joven escribiente los elementos de una información concerniente a la nueva ley sobre la recolección de las basuras caseras. Hasta para un espíritu poco advertido tenía el aire de haber sido puesto en el mundo para ejercer las funciones discretas pero indispensables del auxiliar municipal, temporario, con sesenta y dos francos treinta céntimos al día”. Este personaje será el encargado de elaborar las estadísticas de muertos y hará las gráficas correspondientes, que serán de mucha utilidad para ver el alcance real de la peste.

El caso de este auxiliar, puesto a reclamar un puesto mejor, o un mejor salario, es un poco kafkiano, ya que busca las palabras justas y como no sabe qué término se ajusta a su petición, sigue siendo un simple empleado municipal. Del mismo modo Camus busca las palabras precisas para que el doctor Rieux se defina y proclame lo incontrovertible de la existencia de la peste, y que esta tiene relación con las ratas. La importancia de este hombre, no sólo es porque será otra de las fuentes para la narración, sino porque sólo él y el doctor estarán convencidos de que la enfermedad es, efectivamente, la peste.

Ante este hecho, el prefecto dice: “obremos rápido pero en silencio”, como si tuviera miedo a tener que aplicar graves medidas de profilaxis, aunque se va a hacer “como si la enfermedad fuera la peste”. Escondiéndose, de este modo, en las palabras. El doctor, enojado, se va y luego “en el arrabal que olía a frituras y a orinas le imploraba una mujer, gritando como el perro que aúlla a la muerte, con las ingles ensangrentadas”.

El prefecto manda pegar carteles blancos “en las esquinas más discretas de la ciudad”, tratándose de un exordio preparatorio. “El cartel anunciaba después medidas de conjunto, entre ellas una desratización científica por inyección de gases tóxicos en las alcantarillas y una vigilancia estrecha de los alimentos en contacto con el agua. Recomendaba a los habitantes la limpieza más extremada e invitaba, en fin, a los que tuvieran parásitos a presentarse en los dispensarios municipales. Además, las familias deberían declarar los casos diagnosticados por el médico y consentir que sus enfermos fueran aislados en las salas especiales del hospital. Estas salas, por otra parte, estaban equipadas para cuidar a los enfermos en un mínimum de tiempo posible y con el máximum de probabilidades de curación. Algunos artículos suplementarios sometían a la desinfección obligatoria el cuarto del enfermo y el vehículo de transporte. En cuanto al resto se limitaban a recomendar a los que rodeaban al enfermo que se sometieran a una vigilancia sanitaria”.

El, el doctor Rieux, más que nadie, sabe que las medidas son insuficientes: “En cuanto a las «salas especialmente equipadas», él sabía lo que eran dos pabellones de donde habían desalojado apresuradamente a otros enfermos; habían puesto burlete en las ventanas, los habían rodeado con un cordón sanitario. Si la epidemia no se detenía por sí misma, era seguro que no sería vencida por las medidas que la administración había imaginado”.

Otro de nuestros personajes es Cottard, caracterizado así: “Era un hombre reconcentrado y silencioso que tenía un poco el aire del jabalí. Su cuarto, la frecuentación de un restaurante modesto y algunas salidas bastante misteriosas: eso era toda la vida de Cottard. Oficialmente, era representante de vinos y licores. De tarde en tarde recibía la visita de dos o tres hombres que debían ser sus clientes. Por la noche, algunas veces iba al cine que estaba enfrente de su casa. El empleado (Tarrou) había notado incluso que Cottard parecía tener preferencias por los films de gansters. Casi siempre el representante vivía solitario y desconfiado”. Después de su tentativa de suicidio, con la que se abre la novela, Cottard no había vuelto a recibir visitas. En la calle, con los proveedores, procuraba hacerse simpático. Pero Grand dice que éste “es un hombre que tiene algo que reprocharse”, y esa es una de las incógnitas que se develará en el curso de la crónica.

Otro médico, Castel, que está en un tercer plano, por debajo de los personajes secundarios, observa que “las ratas han muerto de la peste o de algo parecido y han puesto en circulación miles y miles de pulgas que transmitirán la infección en proporción geométrica, si no se la detiene a tiempo”. Sin embargo, “en cuatro días, la fiebre dio cuatro saltos sorprendentes: dieciséis muertos, veinticuatro, veintiocho y treinta y dos. El cuarto día se anunció la apertura del hospital auxiliar en una escuela de párvulos”. Los ciudadanos, que hasta entonces habían seguido encubriendo con bromas su inquietud, parecían en la calle más abatidos y más silenciosos, tomando en cuenta la dimensión de la desgracia. Y aunque en una primera instancia las muertes parecen disminuir, de pronto la enfermedad recrudece. El parte oficial dice: “Declaren el estado de peste. Cierren la ciudad”.

Con esto se cierra el primer capítulo y queda planteado el conflicto, en tres aspectos: el médico-sanitario, en torno a la insuficiencia de camas y métodos para tratar la enfermedad, con la dependencia externa, de Francia, en cuanto a medicamentos; el político, en torno al miedo a la peste y la tibieza de las primeras medidas, que no resuelven nada y agravan el contagio; y en lo social, con respecto a las condiciones de sobrevivencia que afectarán, como siempre, a los más pobres, que deberán arreglarse a la buena de Dios.

Los trenes inmovilizados del tiempo
La unicidad de la peste, como tema único entre la población, no deja ver el bosque de la esperanza. Por eso, al comenzar el segundo capítulo afirma: “A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto”, lo que muestra la verdadera dimensión del problema. Y al cerrar las fronteras y quedar aislados, con un confinamiento obligatorio ipso facto, “…un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio”. Es por eso que madres e hijos, esposos, amantes “se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse”. Todo eso parece ser consecuencia del apuro y del nerviosismo. El temor, el miedo, nunca son buenos consejeros (y no está de más recordarlo): “la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura”, y no dio tiempo para nada. Debemos recordar, aunque más no sea de paso, que las comunicaciones se dan únicamente por cartas, por telégrafo o por teléfono mediante una centralita, y esta última, como puede generar contagio, sólo queda para emergencias.

Hay, en el cronista, un deseo irrazonado de volver hacia atrás o de apresurar la marcha del tiempo, en tanto que quedan en condición de prisioneros, reducidos únicamente al pasado, sin presente y mucho menos futuro, sin hacer suposiciones sobre la duración del aislamiento, convertidos en “sombras errantes que solo hubieran podido tomar fuerzas decidiéndose a arraigar en la tierra su dolor”. Además, “la peste ponía guardias a las puertas de la ciudad y hacía cambiar de ruta a los barcos que venían hacia Oran”. Y su imagen correspondiente: “…en los muelles, las grandes grúas desarmadas, las vagonetas volcadas de costado, las grandes filas de toneles o de fardos testimoniaban que el comercio también había muerto de la peste”. Había, además, “algunos navíos que hacían cuarentena”.

La maestría de Camus se hace patente con una radiografía de una sociedad particular: “A pesar de estos espectáculos desacostumbrados, a nuestros conciudadanos les costaba trabajo comprender lo que les pasaba. Había sentimientos generales como la separación o el miedo, pero se seguía también poniendo en primer lugar las preocupaciones personales. Nadie había aceptado todavía la enfermedad. En su mayor parte eran sensibles sobre todo a lo que trastornaba sus costumbres o dañaba sus intereses”. Y además, los habitantes “estaban malhumorados o irritados y estos no son sentimientos que puedan oponerse a la peste”. Por supuesto que desde el gobierno hay ocultamiento de cifras, o un intento por minimizarlas o por maquillarlas: “Es frecuente descuidar la precisión en las informaciones a pesar del interés evidente que tienen. Al público le faltaba un punto de comparación. Sólo a la larga, comprobando el aumento de defunciones, la opinión tuvo conciencia de la verdad”.

Una falsa percepción, bastante común: “El aumento (de muertes) era elocuente. Pero no lo bastante para que nuestros conciudadanos dejasen de guardar, en medio de su inquietud, la impresión de que se trataba de un accidente, sin duda enojoso, pero después de todo temporal. Así, pues, continuaron circulando por las calles y sentándose en las terrazas de los cafés”, como si no pasara nada. Entre otras, “el prefecto tomó medidas concernientes a la circulación de los vehículos y al aprovisionamiento. El aprovisionamiento fue limitado y la nafta racionada. Se prescribieron incluso economías de electricidad. Sólo los productos indispensables llegaban por carretera o por aire a Oran”; “las tiendas de lujo cerraron de un día para otro, o bien algunas de ellas llenaron los escaparates de letreros negativos mientras las filas de compradores se estacionaban en sus puertas”.

Por consiguiente, “Oran tomó un aspecto singular. El número de peatones se hizo más considerable e incluso, a las horas desocupadas, mucha gente reducida a la inacción por el cierre de los comercios y de ciertos despachos, llenaba las calles y los cafés. Por el momento, nadie se sentía cesante, sino de vacaciones”. También “los cines se aprovecharon de esta ociosidad general e hicieron gran negocio. Pero los circuitos que las películas realizaban en el departamento eran interrumpidos. Al cabo de dos semanas los empresarios se vieron obligados a intercambiar los programas y después de cierto tiempo los cines terminaron por proyectar siempre el mismo film. Sin embargo, las entradas no disminuyeron…”. Y por supuesto, “se bebía mucho. Por haber anunciado un café que «el vino puro mata al microbio», la idea ya natural en el público de que el alcohol preserva de las enfermedades infecciosas se afirmó en la opinión de todos”.

También, como es natural, hay acaparamiento de “grandes cantidades” de productos alimenticios, que eran vendidos a precios más altos.

Intercalando el racconto general de la enfermedad y la fisonomía de la ciudad con el recorrido, las opiniones y vicisitudes de nuestros personajes, Camus va alternando los puntos de vista, para entretejer la globalidad del tema de la peste y todo lo que ésta genera. Así, vuelve al periodista, Rambert, que ha dejado un amor en París y quiere marcharse, pero no puede. Además, no se siente periodista, no tiene interés en ello, a pesar de todo el material que podría tener. “El sombrero un poco echado hacia atrás, el cuello de la camisa desabrochado bajo la corbata, mal afeitado, el periodista tenía un aire obstinado y mohíno”, dirá.

Hay un cambio, entonces, de la conducta general: “…la ambulancia sonaba en la calle. Al principio, los vecinos abrían las ventanas y miraban. Después, la cerraban con precipitación”. Y todas las tardes, “los timbres de las ambulancias desataban gritos tan vivos como todo dolor”.

Con el pasar de los días, “la peste, como la abstracción, era monótona. Acaso una sola cosa cambiaba: el mismo Rieux”. Y “en este ver cómo su corazón se cerraba sobre sí mismo, el doctor encontraba el único alivio de aquellos días abrumadores”. Sin embargo, “allí donde unos veían la abstracción, otros veían la realidad”.

San Roque, el santo pestífero
No podía dejarse de lado, y Camus no lo hace, lo relativo a lo religioso, desde el padre Paneloux, colaborador frecuente en el Boletín de la Sociedad Geográfica de Oran, y autoridad en reconstrucciones epigráficas, hasta la religiosidad y el misticismo de la población. Este “era de talla mediana pero recio. Cuando se apoyó en el borde del púlpito, agarrando la barandilla con sus gruesas manos, no se vio más que una forma pesada y negra rematada por las dos manchas de sus mejillas rubicundas bajo las gafas de acero. Tenía una voz fuerte, apasionada, que arrastraba, y cuando atacaba a los asistentes con una sola frase vehemente y remachada: «Hermanos míos, habéis caído en desgracia; hermanos míos, lo habéis merecido», un estremecimiento recorría a los asistentes hasta el atrio”.

En realidad, el padre da una serie de conferencias sobre el individualismo moderno, tan alejado de su Dios. De ese modo, “las autoridades eclesiásticas de nuestra ciudad decidieron luchar contra la peste por sus propios medios, organizando una semana de plegarias colectivas”, oratoria a cargo del padre Paneloux. Y Camus calificará a su palabra como un exordio patético, donde cita el texto del Exodo relativo a la peste de Egipto: “La primera vez que esta plaga apareció en la historia fue para herir a los enemigos de Dios. Faraón se opuso a los designios eternos y la peste le hizo caer de rodillas. Desde el principio de toda historia el azote de Dios pone a sus pies a los orgullosos y a los ciegos”. Además, “durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiempo ha descansado en la misericordia divina. Todo estaba permitido: el arrepentimiento lo arreglaba todo”. Pero como siguieron pecando, Dios ha apartado de ellos su mirada: “Privados de la luz divina, henos aquí por mucho tiempo en las tinieblas de la peste”.

Y argumenta que “habéis creído que os bastaría con venir a visitar a Dios los domingos para ser libres el resto del tiempo. Habéis pensado que unas cuantas genuflexiones le compensarían de vuestra despreocupación criminal. Pero Dios no es tibio. Esas relaciones espaciadas no bastan a su devoradora ternura”, y es por esto que trae la plaga, para que lo recuerden y le sirvan”. Y agrega: “Hace mucho tiempo, los cristianos de Abisinia veían en la peste un medio de origen divino, eficaz para ganar la eternidad, y los que no estaban contaminados se envolvían en las sábanas de los pestíferos para estar seguros de morir”. Sin embargo, “este furor de salvación no es aconsejable”. Es por eso que “hoy mismo, a través de este tropel de muerte, de angustia y de clamores, nos guía hacia el silencio esencial y hacia el principio de toda vida”.

La población estaba a la espera, “la peste no era para ellos más que una visitante desagradable, que tenía que irse algún día puesto que un día había llegado”, pero “la gente había aceptado primero el estar aislada del exterior como hubiera aceptado cualquier molestia temporal que no afectase más que a alguna de sus costumbres. Pero de pronto, conscientes de estar en una especie de secuestro, bajo la cobertera del cielo donde ya empezaba a retostarse el verano, sentían confusamente que esta reclusión amenazaba toda su vida y, cuando llegaba la noche, la energía que recordaban con la frescura de la atmósfera les llevaba a veces a cometer actos desesperados”. El doctor Rieux es bastante pesimista, cree que “pronto no habrá más que locos entre nuestras cuatro paredes”.

Hay gente que se quiere escapar, como Rambert, y aunque hay evidentes dificultades administrativas, hay también cierto aire de jurisprudencia: formalistas, elocuentes, que aseguran que la peste no puede durar mucho, como si fuera una “contrariedad momentánea” y que por ello no vale la pena insistir; los importantes o que se hacían pasar por tales, que “le rogaban que les dejase una nota resumiendo su situación y notificando quién le había informado de que ellos estatuirían sobre tal caso”; los triviales, “que le ofrecían bonos de alojamiento o direcciones de pensiones económicas; los metódicos, que hacían llenar una ficha y la archivaban, en seguida; los desbordantes, que levantaban los brazos en alto, y los impacientes, que se volvían a mirar a otro lado; había, en fin, los tradicionales, mucho más numerosos que los otros, que indicaban a Rambert otra dependencia administrativa o una gestión distinta. Todo ello demuestra que la maquinaria burocrática de la administración no se puede detener. “Lo más notable era, y Rambert lo notó, en efecto, la manera en que en el momento de una catástrofe una oficina podía continuar su servicio y tomar iniciativas como en otros tiempos, generalmente a espaldas de las autoridades superiores, por la única razón de que estaba constituida para ese servicio”.

Este periodo, kafkiano cien por ciento, fue, para él, un periodo de embrutecimiento, “vagaba de café en café”, y a mí me asombrará que la gente parece tener dinero, pero claro que los personajes centrales de esta crónica son todos profesionales o de clase media, y los otros quedarán sobre la periferia de la ciudad y del relato.

Por fin estallará el verano, “al día siguiente de las lluvias tardías que habían señalado el domingo del sermón” del padre Paneloux. “Fuera de las calles de soportales y de los departamentos, parecía que no había un solo punto en la ciudad que no estuviese situado en medio de la reverberación más cegadora”. Pero, “como aquellos calores coincidieron con un aumento vertical del número de víctimas que alcanzó a cerca de setecientas por semana, una especie de abatimiento se apoderó de la ciudad”. Y el dolor vuelve a hacerse presente: “por los barrios extremos, por las callejuelas de casas con terrazas, la animación decreció y en aquellos barrios en los que las gentes vivían siempre en las aceras, todas las puertas estaban cerradas y echadas las persianas, sin que se pudiera saber si era de la peste o del sol de lo que procuraban protegerse. De algunas casas, sin embargo, salían gemidos”. El corazón se ha endurecido: “todos pasaban o vivían al lado de aquellos lamentos como si fuera el lenguaje natural de los hombres”.

Por otra parte, el descontento no cesaba de aumentar, y por ello había patrullas, guardias montados, que recorrían la ciudad. Y aquí la otra versión del miedo: “cuando la patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad amenazada. De cuando en cuando centelleaban los escopetazos de los equipos especiales, encargados por una ordenanza vigente de matar los perros y los gatos que podían propagar las pulgas. Estas detonaciones secas contribuían a tener a la ciudad en una atmósfera de alerta”.

El grito de los vencejos en el cielo de la tarde
Ese grito se hacía más agudo sobre la ciudad, como si manifestaran así su contrariedad. El vencejo (Apus apus) es un ave muy particular, puesto que es capaz de volar durante nueve o diez meses consecutivos sin posarse, incluso duermen a dos mil metros de altura siempre en vuelo. Es, curiosamente, o no tanto, el tiempo que dura la epidemia. Quiero decir, es como si nos dijera que el virus está en el aire el mismo tiempo en que un vencejo demora en posarse, o quizá el tiempo en que el grito del vencejo (que tal vez simule el grito de dolor y el lamento de los que ven partir a sus seres queridos) termine de expresarse. Pero lo cierto es que “el sol de la peste extinguía todo calor y hacía huir toda dicha”.

Y esto que comenta, tan actual por la pandemia que nos (pre)ocupa: “Esta era una de las grandes revoluciones de la enfermedad. Todos nuestros conciudadanos acogían siempre el verano con alegría. La ciudad se abría entonces hacia el mar y desparramaba a su juventud por las playas. Este verano, por el contrario, el mar tan próximo estaba prohibido y el cuerpo no tenía derecho a sus placeres”. Y también el uso que se le da a supuestos remedios que no remedian nada, como la veloz desaparición de las pastillas de menta de las farmacias, que muchos las usaban para precaverse de un eventual contagio.

Los apuntes de Tarrou, hablan de un viejo asmático y dueño de una mercería en su provincia, que como dijimos es una de las fuentes, a lo periodístico, para esta crónica, nos advierte de la ruina del turismo (como lo podemos ver en estos días). Dice, además, que “un reloj es una cosa cara y estúpida”, y tiene un método particular para saber la hora. “Calculaba el tiempo y sobre todo la hora de las comidas, que era la única que le importaba, con sus dos cazuelas, una de las cuales estaba siempre llena de garbanzos cuando se despertaba. Con aplicación y regularidad iba llenando ininterrumpidamente la otra, garbanzo a garbanzo. Así tenía sus colaciones en un día medido por cazuelas”. Este hombre decidió, a los cincuenta años, que ya había trabajado bastante, se echó en la cama y no se levantó más, ayudado de una pequeña renta, con la que más o menos vivía. El confinamiento, por tanto, no alteraba su rutina. Sin embargo, sobre el final de la crónica, las notas de Tarrou dejan de lado la objetividad y elabora consideraciones personales.

Así, este hombre también nos da una descripción, externa, audible, de una ciudad apestada: “No se ríe nadie más que los borrachos, y estos se ríen demasiado”.

Y en medio de esta epidemia surge un nuevo periódico, “Correo de la Epidemia”, cuya misión es “informar a nuestros conciudadanos, guiado por una escrupulosa objetividad, de los progresos o retrocesos de la epidemia; aportar los testimonios más autorizados sobre el porvenir de la enfermedad; prestar el apoyo de sus columnas a todos los que, conocidos o desconocidos, estén dispuestos a luchar contra la plaga; sostener la moral de la población; transmitir los acuerdos de las autoridades y, en una palabra, agrupar a todos los que con buena voluntad quieran luchar contra el mal que nos hiere”. Pero en realidad, el periódico se ha limitado a “publicar anuncios de nuevos productos infalibles para prevenir la peste”, lo cual nos lleva a pensar que el papel de la prensa, y de los medios de comunicación en general, no ha diferido mucho desde aquel entonces, salvo para peor, para adoctrinar conciencias, más allá de la aparente libertad de expresión (aparente porque los grupos económicos dominantes son los que marcan lo que deben o no decir, con excepciones, por supuesto). Expresamente, “los periódicos, naturalmente, obedecían a la orden de optimismo a toda costa que habían recibido”.

“Los tranvías han llegado a constituir el único medio de transporte y avanzan lentamente, con los estribos y los topes cargados de gente. Cosa curiosa, todos los ocupantes se vuelven la espalda, lo más posible, para evitar el contagio mutuo. En las paradas, el tranvía arroja cantidades de hombres y mujeres que se apresuran a alejarse para encontrarse solos. Con frecuencia estallan escenas ocasionadas únicamente por el mal humor que va haciéndose crónico”, y cómo no ver, aquí, las escenas que se han suscitado en alguna parte del mundo para bajar (a patadas, literalmente) a una mujer que no llevaba barbijo.

Y de los que no tienen nada para hacer, ¿qué hacer con el tiempo libre? “La mayor parte parece que se hubiera propuesto conjurar la peste por la exhibición de su lujo. Todos los días de once a dos, hay un desfile de jóvenes de ambos sexos en los que se puede observar esta pasión por la vida que crece en el seno de las grandes desgracias”. Hasta es posible que volvamos a ver “las saturnales de Milán al borde de las tumbas” (las “saturnalias” respondían al espíritu hedonista de la época romana. La comida y bebida abundaban mientras el orden y las normas sociales desaparecían).

“Al mediodía los restaurantes se llenan…”, aunque en ellos existe la “angustia del contagio”. Por ello, “los clientes pierden largos ratos en limpiar pacientemente los cubiertos”. “Hacia las dos, la ciudad queda vacía: es el momento que el silencio, el polvo, el sol y la peste se reúnen en la calle”. “Al principio, cuando creían que era una enfermedad como las otras, la religión ocupaba su lugar. Pero cuando han visto que era cosa seria se han acordado del placer. Toda la angustia que se refleja durante el día en los rostros, se resuelve después, en el crepúsculo ardiente y polvoriento, en una especie de excitación rabiosa, una libertad torpe…”

La peste, mientras tanto, “se hacía pulmonar”, y el doctor Rieux reconoce que la epidemia acarrea desempleo, miseria y sufrimiento: “Aunque el precio de todo subía inconteniblemente, nunca se había malgastado tanto dinero, y aunque a la mayor parte le faltaba lo necesario, nunca se había despilfarrado más lo superfluo”. A eso hay que sumarle las dificultades de aprovisionamiento: “La especulación había empezado a intervenir y sólo se conseguían a precios fabulosos los artículos de primera necesidad que faltaban en el mercado ordinario. Las familias pobres se encontraban, así, en una situación muy penosa, mientras que las familias ricas no carecían casi de nada”. Además, los pobres, que de tal modo pasaban hambre, pensaban con más nostalgia todavía en las ciudades y en los campos vecinos, donde la vida era libre y el pan no era caro. Puesto que no se podía alimentarlos suficientemente, sentían, aunque sin razón, que hubieran debido dejarlos partir”, por eso una consigna, pintada o gritada en ocasiones al paso del prefecto, era “Pan o espacio”.

Por supuesto que “la mano de obra no era suficiente ni para los equipos ni para lo que se llamaba el trabajo grueso. Pero a partir del momento en que la peste se apoderó realmente de la ciudad, entonces su exceso mismo arrastró consecuencias muy cómodas, porque desorganizó toda la vida económica y produjo un gran número de desocupados. La mayor parte no se reclutaba para los equipos, pero los trabajos más gruesos fueron siendo facilitados por ellos. A partir de ese momento se vio que la miseria era más fuerte que el miedo, tanto más cuanto que el trabajo estaba pagado en proporción al peligro”. Es por esta razón, porque la epidemia no cesa ni tiene visos de terminar, que Tarrou reúne un primer equipo de voluntarios para luchar contra la peste.

Camus abre un pequeño paréntesis explicativo que viene como anillo al dedo para tentar la explicación, humanista, de la bondad intrínseca del hombre: “La intención del cronista no es dar aquí a estas agrupaciones sanitarias más importancia de la que tuvieron. Es cierto que, en su lugar, muchos de nuestros conciudadanos cederían hoy mismo a la tentación de exagerar el papel que representaron. Pero el cronista está más bien tentado de creer que dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones sólo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho más frecuentes en los actos de los hombres. Esta es una idea que el cronista no comparte. El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad. Los hombres son más bien buenos que malos…”. También Rambert opinará sobre el tema: «yo no creo en el heroísmo: sé que eso es muy fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama”

Y expresa: “muchos nuevos en nuestra ciudad iban diciendo que nada servía de nada y que había que ponerse de rodillas”, pero “hay que luchar de tal o tal modo”, hay que combatir la peste. Y eso, en la práctica, quiere decir la fabricación de un suero, “sobre el terreno, con el material que se encontraba”. Además, se creía que si este suero era fabricado con cultivos del microbio local, el que era diferente al bacilo de la peste ya conocido, podía ser más efectivo.

Los equipos sanitarios, formados por Tarrou, “se consagraban a un trabajo de asistencia preventiva” en los barrios más poblados, pero otra parte de ese equipo secundaba a los médicos en las visitas a domicilio, y hasta llegaron a “conducir los coches de los enfermos y de los muertos”. Grand, mientras tanto, hace un trabajo de registro y estadística, y junto al doctor y a Tarrou forman una triada dedicada por entero al combate a la peste. Y justamente es Grand, a juicio del doctor Rieux, que “si es cierto que los hombres se empeñan en proponerse ejemplos y modelos que llaman héroes, y si es absolutamente necesario que haya un héroe en esta historia, el cronista propone justamente a este héroe insignificante y borroso que no tenía más que un poco de bondad en el corazón y un ideal aparentemente ridículo”. De ese modo da al heroísmo un lugar secundario. Esto es “…un relato hecho con buenos sentimientos, es decir, con sentimientos que no son ni ostensiblemente malos, ni exaltan a la manera torpe de un espectáculo”.

Además “el cronista sabe perfectamente lo lamentable que es no poder relatar aquí nada que sea realmente espectacular, como por ejemplo algún héroe reconfortante o alguna acción deslumbrante, parecidos a los que se encuentran en las narraciones antiguas. Y es que nada es menos espectacular que una peste, y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas. En el recuerdo de los que los han vivido, los días terribles de la peste no aparecen como una gran hoguera interminable y cruenta, sino más bien como un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso”, por lo que queda claro que si bien a veces parece que se fuera escribiendo al mismo tiempo que los hechos suceden, casi memoria o diario, esta crónica repasa una situación, desde el comienzo hasta el final.

Rambert, el periodista, sigue empeñado en salir de Oran, y el autor le hace contactarse con un organización de contrabando, a pesar de que “había barrios enteros custodiados durante veinticuatro horas para efectuar comprobaciones domiciliarias”, a efectos de evitar fugas y porque el trabajo policial no se puede detener. Y conforme pasa el tiempo las relaciones entre los distintos personajes se estrechan de tal modo que empezamos a saber cosas íntimas de ellos, y así nos enteraremos de que Rambert ha peleado en la Guerra Civil española (del lado de los vencidos). La teoría del periodista se basa en que el mecanismo de la peste es recomenzar, una y otra vez.

Poética de la desolación
A mediados de agosto, en pleno verano, la peste está en su punto álgido: “Ya no había destinos individuales, sino una historia colectiva que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo”. Y por ello, el cronista quiere descubrir, de modo general, “a título de ejemplo”, “los actos de violencia de los vivos, los entierros de los muertos y el sufrimiento de los amantes separados”. Esto es que “fue a mediados de ese año cuando empezó a soplar un gran viento sobre la ciudad apestada, que duró varios días. El viento es particularmente temido por los habitantes de Oran porque como no encuentra ningún obstáculo natural en la meseta donde está alzada la ciudad, se precipita sobre ella, arremolinándose en las calles con toda su violencia”.

La ciudad, como si tuviera vida propia, pero en realidad por la falta de lluvias, “se había cubierto de una costra gris que se hacía escamatosa al contacto del aire”. “El aire levantaba alas de polvo…”, “…las calles estaban desiertas y sólo el viento lanzaba por ellas su lamento continuo. Del mar, revuelto y siempre invisible, subía olor de algas y de sal. La ciudad desierta, flanqueada por el polvo, saturada de olores marinos, traspasada por los gritos del viento, gemía como una isla desdichada”.

“Los habitantes acusaban al viento de transportar los gérmenes de la infección” que, de los barrios extremos (periféricos, verbigracia: pobres) llegó al centro. “Se tuvo la idea de aislar, en el interior mismo de la ciudad, ciertos barrios particularmente castigados y de no dejar salir de ellos más que a los hombres cuyos servicios eran indispensables. Los que hasta entonces habían vivido en esos barrios no pudieron menos de considerar esta medida como una burla, dirigida especialmente contra ellos, y por contraste consideraban hombres libres a los habitantes de los otros barrios. Estos últimos, en cambio, encontraban un consuelo en sus momentos difíciles imaginando que había otros menos libres que ellos. «Hay quien es todavía más prisionero que yo», era la frase que resumía la única esperanza posible”, una esperanza falsa y egoísta.

Y a raíz del aislamiento y la especulación, hay incertidumbre en cuanto a los resultados de la lucha contra la peste, y comienzan a haber incendios en distintas partes. “Según informaciones, se trataba de algunas gentes que, al volver de hacer cuarentena, enloquecidas por el duelo y la desgracia, prendían fuego a sus casas haciéndose la ilusión de que mataban la peste”. Claro que si sobre ellos recaía alguna pena de prisión, “equivalía a una pena de muerte”, por la excesiva mortandad que se comprobaba en la cárcel municipal. Además, “la peste se encarnizaba más con todos los que vivían en grupos: soldados, religiosos o presos”, y las acciones sobre estos grupos había hecho que “la enfermedad, que aparentemente había forzado a los habitantes a una solidaridad de sitiados, rompía al mismo tiempo las asociaciones tradicionales, devolviendo a los individuos a su soledad”. Pero, mirando con detenimiento las cosas, “desde el punto de vista superior de la peste, todo el mundo, desde el director hasta el último detenido, estaba condenado y, acaso por primera vez, reinaba en la cárcel una justicia absoluta”.

Es por ello (por los incendios, desmanes, saqueos y los intentos de fuga) que el estado de sitio, que regía después de las once, estaba decretado. Es que “…una ocasión súbita llevaba a personas, hasta entonces honorables, a cometer acciones a veces reprensibles que fueron pronto imitadas”.

Algo más sobre la ciudad, que, como si fuera un organismo vivo, está aquí como un personaje más, de indudable importancia: “La gran ciudad silenciosa no era entonces más que un conjunto de cubos macizos e inertes, entre los cuales las efigies taciturnas de bienhechores olvidados o de antiguos grandes hombres, ahogados para siempre en el bronce, intentaban únicamente, con sus falsos rostros de piedra o de hierro, invocar una imagen desvaída de lo que había sido el hombre. Esos ídolos mediocres imperaban bajo un cielo pesado, en las encrucijadas sin vida, bestias insensibles que representaban a maravilla el reino inmóvil en que habíamos entrado o por lo menos su orden último, el orden de una necrópolis donde la peste, la piedra y la noche hubieran hecho callar, por fin, toda voz”.

Los entierros, a las apuradas: “Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados sin pérdida de momento. Se avisaba a la familia, por supuesto, pero, en la mayoría de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si había tenido con ella al enfermo. En el caso en que la familia no hubiera estado antes con el muerto, se presentaba a la hora indicada, que era la de la partida para el cementerio, después de haber lavado el cuerpo y haberlo puesto en el féretro”. Pero luego, “si la moral de la población había sufrido al principio por estas prácticas, pues el deseo de ser enterrado decentemente está más extendido de lo que se cree, poco después, por suerte, el problema del abastecimiento empezó a hacerse difícil y el interés de los habitantes derivó hacia las preocupaciones inmediatas”. En resumen, se tiraba a los muertos en fosas comunes, “se les cubría con cal viva, después con tierra, pero nada más que hasta cierta altura, reservándose un espacio para los que habían de llegar”.

“Una disposición de la prefectura expropió a los ocupantes de concesiones a perpetuidad y todos los restos exhumados fueron al horno crematorio”, y para ello “hubo que utilizar el antiguo horno de incineración que se encontraba al este de la ciudad, fuera de las puertas”. “Por la mañana, los primeros días, un vapor espeso y nauseabundo planeaba sobre los barrios orientales de la ciudad. Según la opinión de todos los médicos, aquellas exhalaciones, aunque desagradables, no podían perjudicar a nadie. Pero los habitantes de aquellos barrios amenazaban con abandonarlos, persuadidos de que la peste se abatiría sobre ellos desde lo alto del cielo, de tal modo que hubo que dirigir hacia otra parte los humos por medio de un sistema de complicadas canalizaciones y los vecinos se calmaron. Sólo los días de mucho viento un vago olor les recordaba que estaban instalados en un nuevo orden y que las llamas de la peste devoraban su ración todas las noches” (esto nos demuestra el miedo permanente de los habitantes, basados en la ignorancia).

El doctor Rieux sabía que si la peste continuaba con su violencia, “los hombres acabarían por morir amontonados y por pudrirse en las calles, a pesar de la prefectura; y que la ciudad vería en las plazas públicas a los agonizantes agarrándose a los vivos con una mezcla de odio legítimo y de estúpida esperanza”.

El gran sufrimiento de esa época es, dice, “tanto el más general como el más profundo”, la separación, y de hecho dice que sufrían un descarnamiento, “tanto moral como físico”. “Al principio de la peste se acordaban muy bien del ser que habían perdido y lo añoraban. Pero si recordaban claramente el rostro amado, su risa, tal o cual día en que reconocían haber sido dichosos, difícilmente podían imaginar lo que el otro estaría haciendo en el momento mismo en que lo evocaban, en lugares ya tan remotos. En suma, en ese momento no les faltaba la memoria, pero la imaginación les era insuficiente. En el segundo estadio de la peste acabarían perdiendo la memoria también. No es que hubiesen olvidado su rostro, no, pero sí algo que es lo mismo; ese rostro había perdido su carne, no lo veían ya en su interior. Y habiéndose quejado durante las primeras semanas de que su amor tenía que entenderse únicamente con sombras, se dieron cuenta, poco a poco, de que esas mismas sombras podían llegar a descarnarse más, perdiendo hasta los ínfimos colores que les daba el recuerdo. Al final de aquel largo tiempo de separación, ya no podían imaginar la intimidad que había habido entre ellos ni el hecho de que hubiese podido vivir a su lado un ser sobre quien podían en todo momento poner la mano” (aquí hay una profundidad analítica sobre el recuerdo, y, además el “poner la mano” debe entenderse en el sentido de dar apoyo o de sentirse seguro de su confianza para con él).

“Nuestros conciudadanos se habían puesto al compás de la peste, se habían adaptado”, todo el mundo era modesto, estaban plácidos y distraídos, con miradas llenas de tedio, y “sin memoria y sin esperanza, vivían instalados en el presente”. “La peste había quitado a todos la posibilidad de amor e incluso de amistad. Pues el amor exige un poco de porvenir y para nosotros no había ya más que instante”. Porque, en definitiva, “todo aquel tiempo fue como un largo sueño”, y habían estado dormidos despiertos. “La peste había suprimido la tabla de valores”, y, además, “todo se aceptaba en bloque”.

“Durante los meses de setiembre y octubre toda la ciudad vivió doblegada a la peste”. Grandes aguaceros “barrieron” las calles, y ese tiempo era visto como un continuo dar vueltas sin avanzar. Y, como es lógico, el doctor Rieux y los demás que integran los equipos sanitarios acusan el cansancio: “habían llegado a evitar todos los movimientos que no fueran indispensables o que les pareciesen superiores a sus fuerzas”. Todos, salvo Cottard, que “sabía mantenerse apartado de todo y continuar sus relaciones con los demás”.

Las páginas de Tarrou
De hecho, el cuaderno que escribe Tarrou, “Relaciones de Cottard con la peste”, como si fuera una “fuente”, se centra en este personaje (que había tenido, como ya dijimos, un intento de suicidio) relacionado, ahora, con el contrabando y el mercado negro. Este “se apoya sobre la idea, que no es tan tonta como parece, de que un hombre que es presa de una gran enfermedad o de una profunda angustia queda por ello mismo a salvo de todas las otras angustias o enfermedades”. Pero Cottard “lo único que no quiere es ser separado de los demás. Prefiere estar sitiado con todos los otros a estar preso solo. Con la peste se acabaron las investigaciones secretas”, que seguramente perjudicarían a Cottard. Además, con la peste se acabaron “los expedientes, las fichas, las informaciones misteriosas y los arrestos inminentes”. E incluso, “propiamente hablando, se acabó la policía, se acabaron los crímenes pasados o actuales, se acabaron los culpables”, aunque en realidad sólo estaban en suspenso.

El estudio de la personalidad de Cottard, desde la mirada de Tarrou, nos indica que el primero ya no tiene la ansiedad de la situación, puesto que él ya tuvo que enfrentarse a todo esto, a la soledad, a la separación de los demás, y ahora se ha convertido en cómplice y de hecho obtiene grandes ganancias gracias al contrabando. Dice: “de un hombre que era solitario sin querer serlo, ha hecho un cómplice”, y “es cómplice de todo lo que ve, de las supersticiones, de los errores irrazonados, de las susceptibilidades de todas esas almas alertas”.

“Son desgraciados —dice Cottard— porque él ha sentido todo esto antes que ellos, yo creo que no puede experimentar enteramente con ellos toda la crueldad de esta incertidumbre” (hay algo de maldad en la conducta y en las ideas de Cottard). También “…al mismo tiempo que nosotros, los que todavía no hemos muerto de la peste, él sabe que su libertad y su vida están también a dos pasos de ser destruidos. Pero puesto que él ha vivido en el terror, encuentra normal que los otros lo conozcan a su turno. Más exactamente, el terror le parece así menos pesado de llevar que si estuviese solo”, razonamiento que Tarrou cree que es equivocado.

Y estas páginas terminan con un relato que reconstruye la atmósfera difícil de la época, donde durante la actuación del Orfeo de Gluck, más precisamente en el tercer acto, cuando Eurídice vuelve a alejarse de su amante, el actor-intérprete de la ópera cae fulminado en el escenario. Tarrou y Cottard, que se han quedado hasta lo último, ven “la peste en el escenario, bajo el aspecto de un histrión desarticulado, y en la sala los restos inútiles del lujo, en forma de abanicos olvidados y encajes desgarrados sobre el rojo de las butacas”. Lo cual nos lleva a pensar de qué sirve la riqueza, y la ostentación de la riqueza, cuando la muerte se enseñorea. Si esa riqueza no redunda en beneficio de la salud de la gente, de la vida, todo será inútil.

Por cierta vergüenza, la de ser el único feliz en medio de la desolación, Rambert se decidió a compartir la desgracia común y a hacer lo posible por mitigarla, ayudando en los equipos sanitarios. “Yo había creído siempre que era extraño a esta ciudad y que no tenía nada que ver con ustedes. Pero ahora, después de haber visto lo que he visto, sé que soy de aquí, quiéralo o no. Este asunto nos toca a todos”, y esa es la otra respuesta, la de arrancarse de su propia e individual expectativa, la de ver a su amor en París, y compartir el sufrimiento de todos y ayudar a mitigarlo. De algún modo, él decide hacer algo por los hombres, por la salvación de la salud de los hombres y mujeres de esa ciudad.

Paneloux, el cura, que también decide ayudar en los equipos sanitarios, no había dejado los hospitales ni los lugares donde se encontraba la peste, dando a su vocación de servicio un nuevo sentido. Las profecías eran de magos o de santos de la Iglesia Católica, y cuando los textos publicados empezaron a estar escasos de profecías, se las encargaron a los periodistas, que “resultaron tan competentes como sus modelos de los siglos pasados”. “Muchos de esos vaticinios se apoyaban en cálculos caprichosos en los que intervenían el milésimo del año, el número de muertos y la suma de los meses pasados bajo el imperio de la peste. Otros establecían comparaciones con las grandes pestes de la historia buscando similitudes (que las profecías llamaban constantes) y por medio de cálculos no menos caprichosos pretendían sacar enseñanza”. Y “…los más apreciados por el público eran sin disputa los que en un lenguaje apocalíptico anunciaban series de acontecimientos que siempre podían parecer los que la ciudad iba experimentando y cuya complejidad permitía todas las interpretaciones…”

El discurso-misa, la homilía del padre Paneloux donde afirma que hay que decidir entre Todo o Nada, el Infierno y el Paraíso, pero también el Purgatorio, dice que “todo pecado era mortal y toda indiferencia criminal”. No se trataba de la trivial resignación ni siquiera de la difícil humildad, “porque el sufrimiento de un niño (un inocente) es humillante para la mente y el corazón”. Y que incluso esa humillación había que quererla, porque había sido impuesta por Dios: “Elegirá creer en todo por no verse reducido a negar todo”. Y como conclusión “el sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”.

“No se trataba de rechazar las precauciones, el orden inteligente que la sociedad impone al desorden de una plaga. No había que escuchar a esos moralistas que decían que había que ponerse de rodillas y abandonarlo todo. Había únicamente que empezar a avanzar en las tinieblas, un poco a ciegas, y procurar hacer el bien”. Hay que tener en cuenta que “doscientos años antes, durante las grandes pestes del Mediodía, los médicos se veían con telas aceitadas para preservarse”, más allá o más acá de la confianza en Dios.

“Llegó un día en que el número de muertos aumentó más; parecía que la peste se hubiera instalado cómodamente en su paroxismo y que diese a sus crímenes cotidianos la precisión y la regularidad de un buen funcionario”, como si la muerte fuera muy competente y ésta no se relacionara, aunque sea colateralmente, con las medidas y los tratamientos insuficientes. Y a pesar de que la muerte había alcanzado un rellano, una larga meseta después de una incesante subida, no podía descartarse su peligrosidad, el rebrote y la recaída. “Ya no había un solo edificio público que no hubiera sido transformado en lazareto”, justo cuando las formas pulmonares de la infección habían aumentado, pero los de la peste bubónica disminuían (el proceso de la peste bubónica, con la infección de los ganglios linfáticos, puede transformarse, primero en peste neumónica, con la infección de los pulmones, y luego en peste septicémica, con infección de la sangre).

En torno al campo de aislamiento, dice que “había una especie de desconfianza que caía del cielo gris” sobre ese campo, donde todos tenían miradas errantes, “todos parecían sufrir de la separación de aquello que constituye su vida”. Y en medio de la desolación entre esos hombres que están confinados allí, éstos “dejaron lentamente las tribunas y se recogieron a sus tiendas arrastrando los pies. Cuando todos estuvieron preparados, dos carritos eléctricos, como los que se ven en las estaciones, pasaron por entre las tiendas llevando grandes marmitas. Los hombres alargaban la mano, dos cucharones se hundían en las dos marmitas, saliendo cargados para aterrizar en dos escudillas. El coche volvía a ponerse en marcha y lo mismo se repetía en la tienda siguiente”. Resulta llamativo el uso de la tecnología, mecánica, para evitar el contagio.

En otro momento, Camus nos señala que “los incidentes y los conflictos con la administración se multiplicaron”.

Siguiendo con la crónica, que va tomando cuenta del paso del tiempo con las variaciones climáticas, sujeta a los ciclos naturales, dice que “a fin de noviembre las mañanas llegaron a ser muy frías. Lluvias torrenciales lavaron el suelo, a chorros, limpiaron el cielo y lo dejaron puro, sin nubes, sobre las calles relucientes. Por las mañanas un sol débil esparcía sobre la ciudad una luz refulgente y fría. Hacia la tarde, por el contrario, el aire volvía a hacerse tibio”. A esta altura “había muchos descontentos, (por)que las tajadas son siempre para los mismos”.

En el discurso de Tarrou, que dirá al doctor Rieux, cuando ya han entrado en confianza: “le cuenta su vida, desde el principio, la relación con su padre, juez, que condenó a muerte a varios culpables y por el que siente un sentimiento partido, de su madre, ya muerta; le cuenta de su activismo en contra de la pena de muerte, su asistencia a un fusilamiento”. Con respecto a esto último, dirá: “¿Ha visto usted fusilar a un hombre alguna vez? No, seguramente, eso se hace en general por invitación y el público tiene que ser antes elegido. El caso es que usted no ha pasado de las estampas de los libros. Una venda en los ojos, un poste y a lo lejos unos cuantos soldados. Pues bien, ¡no es eso! ¿Sabe usted que el pelotón se sitúa a metro y medio del condenado? ¿Sabe usted que si diera un paso hacia adelante se daría con los fusiles en el pecho? ¿Sabe usted que a esta distancia los fusileros concentran su tiro en la región del corazón y que entre todos, con sus balas hacen un agujero donde se podría meter el puño? No, usted no lo sabe porque son detalles de los que no se habla”. Podremos creer que esa visión le persigue una y otra vez, y de allí, también, su pacifismo: “por eso me he decidido a rechazar todo lo que, de cerca o de lejos, por buenas o por malas razones, haga morir o justifique que se haga morir”.

Anuncio del mar
Nuevamente la naturaleza será quien marque el final de la enfermedad. La naturaleza en relación con los hombres, en este caso el olor a yodo y a las algas, o la vista de la escollera, que parece mentira que estuviera allí nomás, pero que es en donde el flujo y el reflujo de su movimiento mantiene vivo el relato, la crónica. Allí está ese mar, “espeso, como de terciopelo, flexible y liso como un animal”; “las aguas se hinchaban y se abismaban lentamente”, como si fuera su respiración. Y en ese mar el doctor Rieux y Tarrou se bañan y el baño los revigoriza. Y luego “se vistieron y se marcharon sin haber pronunciado una palabra. Pero tenían el mismo ánimo y el mismo recuerdo dulce de esa noche”.

Es apenas una tregua, puesto que “había que recomenzar porque la peste no olvidaba a nadie mucho tiempo”, y además como en la espera finalmente “se acaba por no esperar nada”, la ciudad entera llegó a vivir sin porvenir. Es por ello que “la Navidad de aquel año fue más bien la fiesta del Infierno que la del Evangelio. Los comercios vacíos y sin luz, los chocolates artificiales o las cajas vacías en los escaparates, los tranvías llenos de caras sombrías, no había nada que pudiera recordar las Navidades pasadas. En esta fiesta, en la que todo el mundo, rico o pobre, se regocijaba en otro tiempo, no había lugar más que para las escasas diversiones solitarias y vergonzosas que algunos privilegiados se procuraban a precio de oro en el fondo de alguna trastienda grasienta. Las iglesias estaban llenas de lamentaciones en vez de acciones de gracias. En la ciudad hosca y helada, algunos niños corrían de un lado para otro, ignorantes de lo que les amenazaba. Pero nadie se atrevía a hablarles del Dios de otros tiempos, cargado de ofrendas, antiguo como el dolor humano, pero nuevo como la joven esperanza. No había sitio en el corazón de nadie más que para una vieja y tibia esperanza, esa esperanza que impide a los hombres abandonarse a la muerte y que no es más que obstinación de vivir”. Parece que ya no hay motivos para la esperanza, pero de pronto las ratas comienzan a aparecer y la enfermedad desciende.

El último capítulo aún nos advierte que lo primero fue la prudencia, no fuera cosa de que todo recomenzara nuevamente, y luego la reorganización de la vida. “Todo el mundo estaba de acuerdo en creer que las comodidades de la vida pasada no se recobrarían en un momento y en que era más fácil destruir que reconstruir”, gran verdad que a veces no tenemos en cuenta. Por eso la reapertura es gradual y trae consigo excitación y depresión, pero al mismo tiempo “hubo también señales de optimismo, se registró una sensible baja en los precios”. En general puede decirse que hay una vigilia silenciosa.

Hay que tener en cuenta que “…el más firme deseo de nuestros ciudadanos era y sería siempre el de hacer como si no hubiera cambiado nada, y que, por lo tanto, nada cambiaría en un sentido, pero, en otro, no todo se puede olvidar, ni aun teniendo la voluntad necesaria, y la peste dejaría huellas, por lo menos en los corazones. Cottard declaró abiertamente que a él no le interesaba el corazón, que el corazón era la última de sus preocupaciones. Lo que le interesaba era saber si la organización misma sería transformada, si, por ejemplo, todos los servicios funcionarían como en el pasado. Y Tarrou tuvo que reconocer que no lo sabía. Según él era cosa de pensar que a todos esos servicios perturbados durante la epidemia les costaría un poco de trabajo volver a levar anclas. Se podía suponer también que se plantearían muchos problemas nuevos, que harían necesaria una reorganización de los antiguos servicios. -¡Ah! -dijo Cottard-, eso es posible, en efecto, todo el mundo tendrá que recomenzar…”

Poco después, “algunos transeúntes, aprovechando la calma, pasaban rápidamente por la acera. Sus pasos decrecían y se alejaban. El doctor reconoció que, por primera vez, aquella noche llena de paseantes trasnochadores y limpia de timbres de ambulancia, era semejante a la de otros tiempos. Era ya una noche liberada de la peste”, sin embargo hasta el último momento Camus nos vuelve a pintar la lucha y la derrota del hombre, mediante la agonía de Tarrou, estando a las puertas de la liberación definitiva.

Y luego vendrán algunas consideraciones acerca de lo que puede ganarse de la experiencia por la que han pasado, y eso es el conocimiento y el recuerdo de todo, sin olvidar nada. También vendrá el día del reencuentro, cuando se reúnen los que estaban separados: “Cuando el tren se detuvo, las interminables separaciones que habían tenido su comienzo en aquella estación tuvieron allí mismo su fin en el momento en que los brazos se enroscaban, con una avaricia exultante, sobre los cuerpos cuya forma viviente habían olvidado”. Rambert, por ejemplo, “quería obrar como todos los que alrededor de él parecían creer que la peste puede llegar y marcharse sin que cambie el corazón de los hombres”. Pero para “madres, esposos, amantes que habían perdido toda dicha con el ser ahora confundido en una fosa anónima o deshecho en un montón de ceniza, para ésos continuaba por siempre la peste”.

Se dará paso a la euforia: “Toda la ciudad se echó a la calle para festejar ese minuto en el que el tiempo del sufrimiento tenía fin y el del olvido no había empezado”, y “al día siguiente empezaría la vida tal como es, con sus preocupaciones. Por el momento, las gentes de orígenes más diversos se codeaban y fraternizaban”. Pero este reencuentro no lo será para el doctor Rieux, pues su mujer habrá de morir poco antes del fin de la epidemia.

Y sobre el final, dice, reconociéndose y justificándose: “Es ya tiempo de que el doctor Bernard Rieux confiese que es su autor. Pero antes de señalar los últimos acontecimientos querría justificar su intervención y hacer comprender por qué ha tenido empeño en adoptar el tono de un testigo objetivo. Durante todo el tiempo de la peste, su profesión le ha puesto en el trance de frecuentar a la mayor parte de sus conciudadanos y de recoger las manifestaciones de sus sentimientos. Estaba, pues, bien situado para relatar lo que había visto u oído, pero ha querido hacerlo con la discreción necesaria. En general, se ha esforzado en no relatar más que lo que ha visto, en no dar a sus compañeros de peste pensamientos que no estaban obligados a formular, y en utilizar únicamente los textos que el azar o la desgracia pusieron en sus manos”.

Pero claro, junto a Camus debemos decir que “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”, y eso sea la conclusión del tiempo de la peste, aunque cueste llegar a esa conclusión.

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Requerido.

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