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La literaturización de la historia en “Te acordarás de mi”, de Marcia Collazo.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 07/03/2019

La duda será
la ola
del silencio.

PORTADATe acordarás de mí, de Marcia Collazo, Editorial Banda Oriental, 2017, Montevideo, 363 páginas.

 

Resumen:
La escritora y profesora de historia Marcia Collazo Ibáñez, autora de algunos volúmenes tanto de poesía, novela, cuento y ensayo, de madre escritora y padre historiador y artista plástico, combina, desde hace un tiempo, la literatura y la historia, creando con todo una obra original, con puntos de contacto con la novela histórica pero más con la historia novelada, es decir el tratamiento literario de la historia. Lo que he llamado la literaturización de la historia, apoyada, como siempre, en un riguroso trabajo de investigación. Pero aquí están no sólo los desvelos de una mujer, de una escritora e historiadora, sino, también, la oportunidad para decirnos otras cosas, pensamientos y, sobre todo, sentimientos. Si Nahum Barrán había escrito historia desde su costado sentimental, Collazo tiene pinceladas de sensaciones, a veces poéticas, y se pone en la piel de su personaje, trata de sentir como él, o como lo que él o ella pudo haber sentido. No en vano el subtítulo de la obra es “Amores y desamores en la historia uruguaya”. Y algo de romanticismo permea por la obra, como miel destilada.

Palabras clave
historia, Aparicio Saravia, Francisco Piria, Juan Zorrilla de San Martín, Carlos Gardel, literaturización

 

En lo que viene a cumplir el papel de prólogo, Marcia Collazo nos aclara: “poco importa el lugar y el momento cuando de amor se trata…”, “pero si hay un sitio privilegiado para nombrar a la pasión que se produce entre dos seres, y al alud de emociones que ese encuentro conlleva, ese es el territorio de la literatura”. En cuanto a la investigación, nos dice: “La investigación sobre cada uno de esos personajes históricos, minuciosa en sus fuentes escritas y orales, dejó sin embargo un vacío tan amplio como desesperante desde el punto de vista documental. Esa franja que media entre la orilla del testimonio y la otra orilla, la que está más allá de lo dicho, de lo probado y de lo recordado, es la que pertenece a la literatura, a la intuición existencial y la filosofía”. Y dentro de esos personajes históricos, Collazo buscará destacar a las mujeres “se les suele considerar meras sombras que casi no dejaron rastro de su paso… Yo quise ver en ellas… esa lucidez aguda, feroz y casi heroica que de algún modo tuvieron, y que las condujo precisamente a estos hombres y no a otros” (pág 9). Pero, a pesar de ello, en la obra aludida las mujeres siguen teniendo un lugar secundario, salvo excepciones.

En suma, conoceremos muchos detalles y algunas especulaciones históricas atendibles, de ciertos personajes históricos. Si acaso hay algo achacable a la edición, es que los números en superíndice, las llamadas, que corresponden a las notas de pie de página, son tan diminutos que ni se ven y obligan a buscarlos, deteniendo la lectura corrida.

Cándida Díaz y Aparicio Saravia; las hermanas Blanco Sienra y Juan Zorrilla de San Martín; Carlos Federico Sáez y la joven italiana; Francisco Piria y el amor esquivo; Celia Rodríguez Larreta; Rina o el ardor; Juan José Morosoli y Luisa Lupi; Tres mujeres en pugna y un tal Carlos Gardel; Cabrerita y sus niñas en el cielo con diamantes; y Porque a Becho le duelen violines. Así se titula cada capítulo, que ocupan alrededor de cuarenta páginas cada uno, y nos dan la pauta de que de alguna manera todos estos personajes son fundantes de una noción de identidad nacional.

 

Cándida Díaz y Aparicio Saravia.- Todos sabemos, en grandes líneas, quién fue, qué hizo y cómo murió Aparicio Saravia, allá por Masoller, pero poco, o casi nada, de la mujer, madre de seis hijos, que lo acompañó en vida y después mantuvo vivo su recuerdo. Por supuesto que uno empieza a leer y descubre, con sorpresa y regocijo, que estas historias hablarán de muchas cosas interesantes, porque no es simplemente de cómo se conocerán quienes con el tiempo se unirán en el amor —y en el desamor, en esa dialéctica que atraviesa todas las cosas de este mundo— sino que allí estará el contexto general y el particular, el ambiente y hasta el “perfume” de la época citada, además de otros pensamientos tangenciales que enriquecen la obra. Porque “nadie sabe cómo empieza un amor, una pasión de las que levantan polvareda, un juramento de ofrendar la vida, una fidelidad de las que piden muerte”, pero está, en este caso, la guerra, esa guerra que jamás tuvo sentido para ella. “Y sin embargo la guerra es una cosa que siempre ha estado ahí, una sombra que aullaba por las noches y llamaba a los hombres, cubierta de rocío, de fiebre y de gusanos; y los hombres acudían al llamado, la traían al ruedo de los fogones, de las arremetidas y de las venganzas, le hurgaban el secreto como quien palpa un sexo de mujer, y la guerra les abría las piernas, se levantaba en llamas” (pág. 12). Y era verdad nomás, todo el siglo XIX había estado en guerras hasta el hartazgo.

Debo anotar (porque estas anotaciones se van haciendo conforme voy leyendo, por lo que enuncio, y lo que anuncio, se verá o no confirmado, hipótesis tentativa), debo anotar algo sobre el estilo de la autora. Porque Marcia Collazo le imprime, de entrada, una pasión tremenda a lo que escribe, como si lo hiciera más con el corazón que con la inteligencia, desde la seguridad y la firmeza de su oficio, por más que (lo sabemos porque a lo escrito le sigue, de modo inevitable, la corrección) luego revisará lo escrito, depurará y mejorará el texto. Se nos darán detalles biográficos como antecedentes, referencias y detalles concernientes a la historia, en este caso de la Revolución de las Lanzas y la Revolución Tricolor en lo que atañe a la participación de Aparicio Saravia.

La guerra, entonces, y todos los elementos para ella, se incrustarán en su vida, del mismo modo que en la vida de todos en esa época (hablamos del tiempo de las últimas revoluciones saravistas, pero trasciende, como fenómeno, el tiempo histórico puntual): y ella “…aprendió a distinguir una escopeta, un máuser y un trabuco, a cargarlo y a sentir el sonido claro y concluyente, como cuando un anillo de oro cae en una bandeja de plata; a mandar telegramas cifrados y a contar a los muertos, a dar noticias de ellos en los ranchos perdidos, a difundir consignas, a canjear ganado por armas en la frontera, a esconder la caballada buena, a preparar reuniones más o menos secretas y tantas otras cosas que todas las mujeres —casi sin excepción— organizaron, meditaron, cumplieron hasta el menor detalle, como hormigas civiles que avanzan en procesión cerrada y no perdonan medio ni estrategia” (pág. 13). Y para pintarnos los sentimientos de la mujer, Collazo lo hace por contraste desde su actividad, sea en uno o en otro momento: “En los tiempos del peligro y la sangre, cuando todo caía alrededor, bordó tantas insignias patrias que ya perdió la cuenta; ahora en cambio se dedica a coser ropa de luto, y el luto le recuerda la vocación levantisca de esos hombres a los que nunca pudo comprender del todo”, y nos muestra lo íntimo, para penetrar en otro atisbo de sus personalidades: “…de tarde recibía a la modista que le traía vestidos de corte europeo, prolijamente envueltos en papeles de seda, y sombreritos erizados de plumas. Aparicio, que en medio de sus desvaríos cerriles siempre fue coqueto y atildado, también se encargaba trajes de última moda, perfumes franceses y pañuelos de seda. A veces se asomaba al dormitorio, la contemplaba mientras se vestía, se sonreía y aprobaba con un ligero movimiento de las cejas” (pág. 14-15).

Para una descripción, somera, de la mujer, de Cándida Díaz: “frente alta, cintura apretada y ojos sombreados”. Además, nos dirá de su coquetería y pondrá como prueba las fotos (aunque pienso que en esa época el sacarse una foto era un evento importante, era la imagen que iba a quedar para la posteridad, como prueba del paso por este mundo, y los que iban a ser fotografiados se vestían acorde a la ocasión, con las mejores galas). Dice, en ese sentido, “La geografía física de Cándida —algún cronista llegó a calificarla de buena moza— no precisó nunca de los refinamientos o los afeites dictados por la moda, aunque es justo reconocer que en las fotografías aparece ataviada de punta en blanco, con todos los esmeros y adornos de las época, partida en dos por el corsé, con peinados desgranados en rizos, altos guantes de seda o de gamuza, joyas en orejas y cuello, sobreritos de un complicado aire francés, faldas con profusión de encajes, sedas y terciopelos” (pág. 19). Lo inusitado de ese romance es que Cándida provenía de un hogar colorado (su tío segundo, nos aclara la autora, fue el sanguinario Gregorio Suárez, alias Goyo Jeta). Aunque inusitado no lo es tanto, ya que el amor lo puede todo, o casi, y Aparicio, fiel al romanticismo de la época, la rapta “a plena luz del día, a la hora de la siesta, y aprovechando la ausencia del padre de la novia”. Dice que “el robo de la doncella con fines matrimoniales era un asunto que gozaba de legítimo prestigio” (¿realmente nadie se escandalizaba por ello?).

Además de intentar “ver” los sentimientos de la mujer, Cándida, o de sentir lo que pudo haber sentido ella, desde la sensibilidad de la autora como mujer, Marcia Collazo aprovecha para pintar al héroe ya legendario que, en este caso, forma parte del “sentimiento nacional”, o de uno de nuestros fundamentos de la nacionalidad, de Aparicio Saravia: “Fue una peculiar fusión de rebelde y apóstata, de héroe y visionario, de astuto estratega y encandilado seguidor de una idea, salido del interior profundo pero formado en una educación de cuyo esmero dan cuenta su letra, su redacción y sus ideas, que potenciaron su pensamiento y lo encauzaron en un método” (pág. 21), pero también nos habla de su entereza y sus firmes convicciones: “fue capaz de acciones tan desaforadas como bajar a Montevideo casi de incógnito, en setiembre de 1896, irrumpir ante el Directorio del Partido Nacional —que desconfiaba de él y que, en el fondo, lo despreciaba por su condición de “caudillo bárbaro”— cortar en seco sus vacilaciones y conminarlo a comenzar de una buena vez con la “patriada”. Ante el argumento de la falta de fondos, arrojó sobre la mesa de este Directorio los títulos de propiedad de sus estancias: “Prefiero dejar a mis hijos pobres y con patria, que ricos y sin ella” (pág. 22). Porque Aparicio Saravia era un hombre con las ideas claras, capaz de definir conceptos como patria: “la patria es la dignidad arriba y el regocijo abajo”, es un hombre que ha bajado del pedestal y, humano como fue, aquí se nos muestra por entero, terco, decidido a todo.

Lo interesante del relato historiográfico de Collazo, es que da voz a las mujeres, voz y voto, alma y cuerpo. “Las mujeres, además, se cartean se cartean entre ellas, se dan aliento mutuo durante toda la campaña, trabajan sin pausa desde sus propios puestos de combate para asegurar y proveer mil detalles vitales a los revolucionarios, se pasan las noticias de la última hora” (pág. 35). Pero también Collazo, de manera sintética pero clara, nos habla sucintamente de los motivos para la revolución comandada por Aparicio Saravia, y concretamente del método, del camino para resolver los grandes problemas del país: “El asunto de la miseria queda para después, para dentro de un rato, para un horizonte que con algo de suerte no ha de llegar jamás, porque ahora no es momento de andar pensando en igualdades y en reparto de tierras, ahora la cuestión es el voto y el derecho a campear y a ser gobierno…” (pág. 34). Esta posición es, en parte, debido a un reparto no equitativo del poder por parte del sistema político, donde los blancos, con gran parte del interior bajo su gobierno, se veían desplazados del gobierno nacional por los colorados. “Aire libre y carne gorda” fue una de las consignas, que resume, aún en la sencillez o en la simpleza, ese designio que tiene algo de la libertad del gaucho, de no tener fronteras (ni alambradas), y de asegurar la alimentación básica.

Como por lo general las mujeres no tienen voz en las guerras o en las revoluciones, a menos que se sumen a la misma o sean parte de la retaguardia (pienso en las soldaderas, las adelitas de la Revolución Mexicana: “Al parecer telón de fondo, sólo hacen bulto, pero sin ellas los soldados no hubieran comido ni dormido ni peleado”, afirma la escritora mexicana Elena Poniatowska en su ensayo Las soldaderas), en el caso uruguayo las cartas son fuente de primer orden para el historiador así como en aquél caso lo fue el relato oral. Es un acierto de Collazo el intercalar partes de esa correspondencia, incluso con cartas que sólo tienen el nombre de la destinataria, sin apellido u otra característica que la haga identificable, pero que sin embargo muestra la mentalidad de la época. “Las cartas de la guerra son escuetas y escasas”, afirmará, pero dicen mucho. Cándida, “que apenas sabía leer y escribir, como la inmensa mayoría de los hombres y mujeres orientales de toda edad y condición, acusa recibo de alguna de estas misivas, procurando disimular a través de los trazos difíciles toda emoción” (pág. 37). Los sinsabores y desgracias de la guerra la transforman en una mujer estoica, que no se deja desconsolar, aunque sufre en silencio, más allá que a veces se le escape algún reproche. “En la revolución de 1904 las premoniciones se le redondean. La muerte continúa rondando a los Saravia y, de a poco, aprieta el lazo” (pág. 39). Las cartas de los hijos a la madre le dan noticias de ellos pero también de los vaivenes de la guerra.

 

Las hermanas Blanco Sienra y Juan Zorrilla de San Martín. El poeta de la patria.- A Juan Zorrilla se lo considera el máximo representante de la poesía épica y romántica del Uruguay, fundador de nuestra leyenda y máximo poeta de la patria. Su primera esposa fue Elvira Blanco Sienra, y la segunda Concepción Blanco Sienra, hermana de la anterior; en total tuvieron dieciséis hijos. El designio trágico envuelve su vida, aunque su obra la trasciende: “la de Zorrilla fue la primera voz literaria de Uruguay que pretendió escuchar la otra voz, la de la “raza extinguida” ” (son las consideraciones sobre el poema Tabaré, asociándola a la imagen recurrente del indio charrúa —casi blanco, o medio blanco— de los viejos cuadernos Tabaré con los que fuimos a la escuela alguna vez. Además, Zorrilla construye a ese héroe con una clara ascendencia española o extranjera en sus ojos claros, lo que daría pie a una crítica en torno al racismo imperante en el siglo XIX. La Leyenda Patria, en cambio, nos dio una patria literaria y fundacional).

Pero antes de entrar en el tema de este capítulo de su obra, Marcia Collazo nos desliza, implacable, una verdad de nuestro tiempo: a pesar de que Zorrilla es considerado algo así como el poeta nacional, ya nadie lo lee, y desde un manoseado billete de veinte pesos nos sigue mirando, con su larga cabellera al aire, como buscando respuestas. Es el paso inexorable del tiempo, que se expresa en cambiantes gustos y otros estilos, nuevos. Toda gloria es, finalmente, efímera. “Ni siquiera los sucesivos abandonos que le fue deparando el destino pudieron con él, porque hasta esos fueron convertidos en materia de significación y de ejemplo glorioso, de gesta y de epopeya” (pág. 67), muestra de fortaleza en la debilidad. Además, como diría John Lennon: “Ni todo el oro del mundo, vale más que una vida humana”. Sobre Zorrilla de San Martín, la autora se explaya, como si estuviera haciendo una biografía.

Empezaría desde Zorrilla casi sobre el final, doblemente viudo: “…el seguía siendo lo único que podía ser: un poeta disfrazado de viudo, un abogado mal avenido con su profesión, el heredero de una fortuna mal administrada y gozosamente dilapidada, que anda por el mundo meditando, haciendo bromas señoriales y poniendo en rima todo lo que veía” (pág. 53), porque de este modo resume en lo que se ha convertido su vida, pero con la lana, luego, como esas mujeres que emulan a Penélope, se descoserán las puntadas para que el hilo vuelva al ovillo; lo de atrás adelante. “Cosechó premios y triunfos, cargos en el extranjero, medallas de honor y loas, admiración y respeto; pero no le faltaron desengaños y desgracias” (pág. 53). Es interesante, a su vez, la reflexión sobre el entrecruzamiento de orígenes que se da en Zorrilla: “Su sangre ibera debió estar atravesada de sucesivas herencias celtas, moras y judías, cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, pero por su mitad materna se le coló más de una gota indígena, lo mismo que al prócer José Artigas. Ese revoltijo de comienzos y de procedencias marcó la historia y el pensamiento de muchas generaciones de americanos y afloró, de una manera u de la otra, en cada pregunta, en cada acción y en cada utopía que los indianos quisieron realizar en América. En Zorrilla, particularmente, no faltó cierta obsesión con la compleja herencia india; en sus versos están presentes el drama de la conquista y la dignidad atribulada del aborigen, la flora y la fauna, “la palma centenaria, el camalote, el ñandubay, los talas y los ceibas” y lo que él mismo denominó “la sangre de un desierto, la triste historia de una raza muerta” (pág. 53-54).

Pero Collazo también dirá que: “Se le ensalzará por lo que ha escrito, pero no se le comprenderá; en sus versos se verá solamente lo agradable, lo trágico y lo solemne, lo lacrimoso y hasta lo conveniente, y se pasarán por alto sus sospechas, sus recelos, sus denuncias y advertencias”. Y sobre todo: “Se la oficializó porque era funcional a cierto momento histórico y se relacionó al poeta con el Estado, porque le cantaba a una gesta cuyos grandes objetivos se hacía concordar con los del incipiente Estado uruguayo…” (pág. 54).

Un verso de Santa Teresa de Jesús, y que nos hace comprender la impronta católica en el poeta, era la divisa del escudo de los Zorrilla: “Vivir se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte”. La temprana muerte de su joven madre debido a la fiebre amarilla lo marcaría para siempre, y será criado por su abuela y por una tía. “A partir de la muerte de la madre, su vida se compone de sucesivos y agrandados abandonos”.

Se enamorará de Elvira Blanco, contando con el beneplácito de ambas familias, y el noviazgo quedó establecido firmemente. Se casarán en 1878, Zorrilla ya escribía poesía y había publicado un libro en Santiago de Chile (Notas de un himno, de 1876), donde viviera un tiempo, “instalado en su vida de recién casado, se las arreglará para continuar con esa debilidad o manía de hacer versos, que para la sociedad y para la familia se reducía más bien a una afición romántica” (pág. 67). Nueve meses después de su casamiento, y como si fuera un hijo muy querido, escribe La leyenda patria: “entre noches de insomnio, sostenido a fuerza de café y cigarrillos” (según versión de su hija Conchita. Otra versión, la del propio poeta, afirma haberla escrito en ocho noches, ayudado por las tazas de café que le servía su esposa). Seis años después “aparece el poema Tabaré, escrito en pleno exilio político”. Sirvan, para decir algo al respecto, las palabras de la autora, hipótesis o querencia: “Aunque Zorrilla jamás pudo desprenderse del todo de esa corriente de superioridad eurocentrista sembrada primero por el español y después por el francés, es justo reconocer que sintió al menos el aguijón de la injusticia. Es cierto que recoge en su obra el puntual horror que los iberos sentían hacia los aborígenes y él mismo toma partido en el prólogo a Tabaré: “el poeta no puede decir mentiras por más dulces que ellas sean” ” (pág. 70-71) y compara al Tabaré como una nueva Ilíada.

En “Tabaré”, se nos da una visión general de los conquistadores sobre los charrúas: “forma imposible de la estirpe muerta”, unos “proyectos, modelados por el tiempo, de razas intermedias, principios sutilísimos que oscilan entre la forma errante y la materia” (pág. 72). Después de que al impulso de Bartolomé de las Casas, la Iglesia Católica le otorgó (le devolvió) alma a los indios, en el tiempo de Zorrilla de San Martín son una raza intermedia, como un escalón inferior en el desarrollo del hombre y por ello se puede hacer cualquier cosa con ellos, matarlos impunemente y, por supuesto, quedarse con sus tierras, con sus mujeres y con todo lo que tengan, por poco que sea. Por cierto, que la heroína se llame Blanca, y que sea la blancura el símbolo de la pureza —de estirpe, de clase y de raza—, nos la hace presentar como el prototipo de la “buena” mujer.

Las circunstancias políticas —su encono contra Máximo Santos desde las páginas de El Bien Público, diario que él mismo fundara—, le hacen tener que exiliarse en Buenos Aires y poco tiempo después muere su sexto hijo, Rafael, y una semana después su mujer, Elvira. La desgracia parece acompañarlo: “Llegaron los demás: un nudo estrecho, de aquellas ropas negras se formó. Yo estrujaba la noche sobre el pecho. La noche eran mis hijos y era yo” (pág. 75). Y se instala en una soledad “porfiada y árida, que no deja de aplastar una y otra vez las pequeñas alegrías cotidianas”. Una mirada sobre Elvira, con quien estará nueve años casado: “Elvira fue a su modo una niña mimada, primero de su padre y después de su marido, mantenida en una especie de infancia permanente, en la que ni siquiera su cuerpo era libre de moverse y expresarse como a ella se le antojara. Andaba de la mañana a la noche aprisionada en aquellos vestidos pesadísimos, de muchas capas de terciopelo y de puntillas, siempre preñada, abultada por delante con su vientre y por detrás con aquellos postillones a la moda francesa, y se le exigía que exhibiera los consabidos rasgos de ternura, estoicismo y sacrificio propios de la figura femenina, además de cierto toque de ignorancia o de suprema ingenuidad que la hacía irresistible” (pág. 76-77). “A la historia se le pasan por alto las historias, los hilos de la trama menuda, los resabios de una idea, de un amor y de un odio, si es que los hubo en el pecho de Elvira, para alguien o para algo” (pág. 77), esas pequeñas historias donde están las anécdotas que pintan el modo de ser y de actuar de las personas, y que quizá nos hagan atisbar la esencia de las mismas. Dos años después de su muerte, “Zorrilla se decidió a hacer lo que se esperaba de él desde que retornó del cementerio: se casó con Cochona, la hermana menor de los Blanco Sienra” (pág. 77), y “se sabe que la segunda fue bastante más plácida que la primera, aunque en su propio destino tampoco habrá de faltar la tragedia” (pág. 77). “Concepción Blanco Sienra se murió el 13 de noviembre de 1907 en un hospital, a los cuarenta y dos años, de algún desorden mental que le provocaba agudas crisis” (pág. 82). Finalmente “…no se sabrá jamás si la más pequeña de los Blanco Sienra se enamoró de Zorrilla, o si éste se enamoró de ella, o si la cuestión del amor tiene la menor importancia en esta historia tan poblada de gente y de apellidos” (pág. 82-83). Entonces, “doblemente viudo, Zorrilla se refugió en su familia y en su literatura” (pág. 83), se le hicieron homenajes y hasta lo candidatearon para el premio Nóbel de Literatura. Murió el tres de noviembre de 1931 y “…la euforia nacional se desató: se decretó duelo nacional, se tendieron crespones negros en todos los sitios imaginables, fue velado en la plaza Independencia, hubo innumerables desfiles públicos y la escuadra de la Fuera Aérea Uruguaya sobrevoló los aires” (pág. 85). Casi como un ministro o un estadista. O un héroe.

 

Carlos Federico Sáez y la joven italiana.- Este fue un pintor nacido en la ciudad de Mercedes, apenas vivió veintitrés años, pero le bastaron para dejar su impronta. Fue “un adolescente que andaba por ahí (en el estudio de Vía Margutta 32, que “era una mezcla de desván polvoriento, bulín de señorito y tienda de anticuario”), con mirada de loco, y con el peso de su inspiración a cuestas”. Lo que mejor sabía hacer era: “revelar el secreto de los otros por medio del pincel y de la línea”.

Con quince años llega al Viejo Mundo y se las tiene que arreglar él solo, “con su dios y su demonio”. “El estudio es una pieza grande situada casi en el centro del barrio de los artistas, con algunas ventanas alargadas, un piso de madera carcomida, amigos y curiosos que se dejan caer cada tanto y un montón de lampreas y de ratas que asoman la mirada entre los agujeros de las tablas” (pág. 92), y además, es “el único y verdadero lugar en el mundo donde Carlos Sáez, el ave fénix uruguaya, pudo estirar sus alas”, o dicho de otro modo: “el estudio es el péndulo y la brújula, la ley de gravedad de su esperanza y de sus pesadillas”.

Marcia Collazo aprovecha para “pintar” sus propios retratos hablados, pero no sólo de la persona que fue Carlos Sáez y su trayectoria, sino de la ciudad, la Mercedes allá por 1888: “un pueblo de amplias orillas de campos, ranchos de palo a pique (palos o troncos clavados perpendicularmente en tierra), río traicionero y serpenteante —y sin embargo el abuelo de Carlos lo cruzaba a nado—; zanjas y caminos de tierra, y cuatro o cinco calles principales que terminaban en una plaza con su iglesia” (pág. 93-94), que es la figura (geométrica) más o menos tradicional de todo pueblo o ciudad del interior. Sigue: “alrededor de esa plaza se levantaban las casas de las familias ricas, con sus pisos de mármol, patios con bancos de piedra y aljibe, altas puertas y ventanas y pasamanos de bronce, siempre pulida y reluciente gracias a las friegas de alguna sirvientita mestiza”; en una de esas casas vivirá Carlos Sáez, Francisco, su padre escribano, y su esposa Luisa Sánchez.

Carlos Sáez es “un verdadero niño prodigio, increíblemente dotado para el dibujo y la pintura, y tan afortunado como para que sus propios padres prestaran apoyo y respaldo a su vocación, al punto de organizarle en el pueblo una primera exposición, como si se tratara ya de un pintor consumado” (pág. 94). Este recuerdo, expresado en una carta de Daniel Muñoz, a la sazón embajador en Roma, nos muestra el desparpajo y la inventiva, su técnica: “[…] Recuerdo que una mañana, mientras pintaba Sáez mi retrato, entró al estudio el reputado artista Sánchez Barbudo, y […] le llamó la atención un biombo curiosísimo por la mezcla abigarrada de sus colores chillones y sus dibujos extraños […] Al interesarse por su origen Sáez se echó a reír y le explicó que lo había hecho él mismo derramando pintura líquida sobre el papel y soplando encima […] Tomó una hoja de dibujo, la puso en el suelo, derramó pintura de esmalte roja, verde, azul, amarilla; se puso de rodillas y sopló con fuerza sobre los colores. En un minuto quedó la hoja pintada como nadie hubiera podido hacerlo con pinceles, formando jaspes y mármoles rarísimos, el rojo veteado de azul, el verde estriado de rojo, el azul serpeado de amarillo y verde, revueltas todas las tintas a capricho, y de aquella orgía desenfrenada de color se servía Sáez para fondo de sus estudios de cabeza […]” (pág. 101), el biombo pasa a ser, entonces, una pintura dentro de la pintura del cuadro, cajas chinas de la pintura. “En una fotografía (de 1900) que es en sí misma una obra de arte, lo vemos de impecable chaqueta cruzada y cuello blanco de varias vueltas al mejor estilo romántico; melena partida en dos, ojos perdidos en la lejanía de un horizonte que ya lo estaba reclamando, brazos cruzados y dedos índice y anular cargados de anillos serpenteantes, de aire egipcio, que eran también seguramente fruto de su propio diseño” (pág. 103). Porque él era “un hombre de mirada hipnótica, de labios abultados, alto y acaso demasiado delgado…”, que “no se hizo artista por capricho de rico, por veleidad de niño de familia bien. Si algo le está vedado a la fortuna —contada por mansiones o por leguas de campo, por vacas o por títulos—, es la compra del genio” (pág. 103). “Bien se podría decir que cuando se apoderó del pincel y se mandó mudar a Europa, celebró un pacto secreto con los dioses, lo mismo que el griego Aquiles eligió la vida breve a cambio de uno de los sentidos de la gloria” (pág. 103).

Después de su muerte, la madre intentará la tarea de “instalar en el mundo el culto a su memoria”. “Tal era la veneración que por su hijo tuvieron que, unos años después, en 1913, los padres encargaron al pintor Manuel Barthold, a poco de su arribo a Montevideo, que hiciera un retrato al óleo de Carlos Federico” (pág. 112).

Hay un misterio final en torno a una pintura oculta dentro de otro cuadro, que se llama Joven italiana, de 1896, detrás del Autorretrato de Sáez. Las especulaciones giran en torno a un amor del que no ha quedado registro. Su sobrina, Graciela Sáez, dice que “era muy enamoradizo y ardiente y había tenido vinculaciones amorosas en Roma con una modelo”. Si bien no hay seguridad en torno a este hecho, el que el pintor haya ocultado —deliberadamente o no— ese otro retrato, parece tener cierta importancia. Algo de devoción ha de haber tenido por esa joven mujer, devoción estética, íntima. Quizá amor.

 

Francisco Piria y el amor esquivo. Hacerse la América.- Hablar de Francisco Piria, con todo lo contradictorio que fue éste, es hablar de la construcción de la rambla montevideana, de la construcción de lo que hoy es Piriápolis y sus alrededores y la obra arquitectónica de edificios emblemáticos como el Argentino Hotel, y es hablar también de él como el poseedor de una mayores fortunas del Uruguay, pero sin duda poco —o casi nada— sabemos de sus amores. Fueron tres: Magdalena Rodine Crossa, con quien se casó en 1886, la yugoeslava María Emilia Franz, con quien se casará en 1902, y por último Carmen Ruiz, “a la que reconoció como hija natural e incluyó entre sus herederos…”. Si bien entre los inmigrantes creían posible forjar una fortuna en América, en el entendido que estaba todo por hacer y que, además, los que venían del Viejo Mundo eran o podían ser superiores o más capaces que los que vivían en el país, sólo unos pocos lograron “hacerse la América”. Y Francisco Piria fue, indudablemente, uno de ellos.

Para hacer todo lo que hizo, “necesitó de una soberbia dosis de osadía y de cierto cinismo”. Porque “…en muchos sentidos fue un empresario despiadado, no hay quien lo dude; que jamás hizo caridad, tampoco; que hoy por hoy es fervorosamente odiado por biólogos y por ecologistas, debido a que se comió medio cerro en su negocio de extracción de granito y con su famoso puerto le quitó a la bahía su flujo natural de arena; que protagonizó hacia el final de sus días un escándalo de ribetes novelescos al incluir a Carmen Ruiz entre sus herederos reconociéndola para colmo como su hija natural…” (pág. 126), pero ha dejado, en el imaginario popular, algo de visionario y de emprendedor, dejando obras que uno diría inmortales como el puerto de Piriápolis o el Argentino Hotel. Pero además ha quedado la “legión de leyendas, creencias, rituales”, y, por supuesto, Piria “encarna el símbolo de la voluntad, del éxito, de los billetes y de la locura por amasar una fortuna sin límites” (pág. 127).

Piria fue —dice Marcia Collazo— “más que un empresario, un artista del dinero; le dio encanto y euforia, lo dotó de color y de gracia, lo emparentó con las estatuas, los pórticos de mármol, los herrajes de estilo, los sueños de grandeza” (pág. 127). Toda su vida, sin embargo, es misteriosa, con zonas oscuras, multiplicadas por él mismo, quizá para rodearse de una aureola enigmática que, “sumada al asombro, la admiración y la envidia de sus contemporáneos, lo convertía en un dios de la especulación y la abundancia” (pág. 128).

“En sus tiempos de rematador no se contentaba con sacar a la venta un barrio entero, sino que prometía verdaderos pueblos, con calles en línea recta, edificios públicos, estaciones y líneas de tranvía; de esa manera fundó setenta barrios y sentó una verdadera escuela en materia de publicidad” (pág. 130), y “proclamó sin descanso las propiedades portentosas de todo aquello que vendía: los terrenos, el balneario, el hotel, los baños salutíferos, las propiedades milagrosas de aguas y de aires, de bebidas, de cerros y de soles. Quien acudiera a él podía considerarse no solamente sano sino resucitado de antemano”.

Marcia Collazo señala que en lo que hoy es Piriápolis, Piria produjo “su versión criolla de los jardines colgantes de Babilonia, que no se sabe muy bien cómo eran pero de los que todo el mundo habla”. “Él quería un balneario con espíritu, así que al paso del tiempo fue dotando a la bahía y sus alrededores de una verdadera parafernalia de sitios emparentados con el símbolo y la peregrinación. Para la gente del pueblo “era demasiado raro, demasiado distante, implacable y altivo, y lo habrían tildado de loco de remate si no fuera, precisamente, por su condición de millonario, que no deja de concitar respeto” (pág. 133).

En ese espíritu, puesto a hacer fortuna, “más que de amores, parece atinado hablar de fidelidades femeniles, de permanencias afectivas” (pág. 135). “Tres mujeres trascendentales hubo en su vida,; la primera fue Magdalena y perteneció al tiempo de la adversidad y el sacrificio, no exactamente de la pobreza, y mucho menos de la franca miseria, pero sí del combate por abrirse camino… La segunda mujer fue diametralmente opuesta, una yugoslava refinada, de piel traslúcida y aire ausente, una dama de mundo que amaba las pieles y las joyas, la ópera y los viajes, los palacios y el brillo de las veladas elegantes, y que lo conoció cuando él era ya un millonario espléndido”, y “la tercera, la más polémica, la feroz, la rebelde, la que todavía juega con la luz y la sombra, la que sigue riéndose del mundo, se llamó Carmen Ruiz y nada lo que de ella se diga podrá resultar concluyente, transparente o definitivo” (pág. 135), pero también se supo de una cuarta, María Teresa Robasio, que vivía en Argentina. Así, la primera, “Magdalena Rodine Crossa era una jovencita tímida y voluntariosa que, decidida a cumplir en toda regla su papel de esposa y de madre, cargó durante los primeros años con el peso de las tareas domésticas y la crianza de los hijos, mientras él se desgañitaba dieciocho horas por día en el mercado, para vender a los gritos cualquier cosa a cualquiera” (pág. 136), y dice Collazo que “si se piensa en la trayectoria sentimental de Piria, en sus palabras y en sus silencios, en su carácter a medias expansivo y a medias reconcentrado, en lo que buscó en las mujeres y en lo que ellas buscaron en él, Magdalena parece haber sido su gran amor, la pasión primera de su loca juventud” (pág. 137) a pesar de que “se fue a la tierra sin haber presenciado la bendición de la fortuna y la danza de los millones que aguardaba” a Piria. Incluso dice más: “el monumento funerario que mandó construir en 1881 poco después de su muerte grabó dos palabras en la lápida: “Yo y ella”, y sobre esa inscripción Collazo anota que “ni siquiera en el momento final disimuló su carácter avasallante y omnímodo, evidenciado en el “Yo” que pretende seguir devorándose el mundo terrenal y acaso también el más allá” (pág. 138).

Sobre la segunda esposa, María Emilia Franz, Collazo nos revela lo que sabe de antiguo y dice los datos en poder de una de sus fuentes, el profesor Pablo Reborido. Entre las informaciones de este profesor, destacamos: “Es posible que Piria se haya enamorado de María Emilia Franz y que en aras de ese amor se haya casado con ella, pero en el mejor de los casos su sentimiento se enfrío rápidamente” (pág. 139), donde dice que el encuentro entre ellos dos ocurrió en 1899, “en alguno de los numerosos viajes del empresario, quien fue veintidós veces a Europa y educó a sus hijos en un colegio suizo” (pág. 140). “Piria se trajo a la yugoslava a Uruguay y la instaló en su castillo de piedra —recién construido— como si se tratara de una princesa de cuento; la presentó de entrada como su esposa, aunque aún no lo era, y convivió con ella a la vista de todo el mundo durante tres años durante los cuales se dedicó a redondear sus negocios” (pág. 140), “se trató de uno de esos matrimonios herméticos en los que nada sobresale, ni destaca, ni sorprende”. Fue un matrimonio que duró treinta y un años, en donde Emilia “nunca pasó de ser una esposa de adorno, un fetiche de carnes sonrosadas y esmerada educación europea, puesta como de encargo en la vida de él para figuración y realce” (pág. 140). Asegura, con base en las cartas que le escribiera a Rina Massardi, que “María Emilia no fue feliz junto a Piria. Se duele amargamente, aun después de la muerte de su marido, de su destino” (pág. 141).

La tercera mujer, Carmen, “fue la más polémica y la menos glamorosa”. Dos versiones: la primera dice que “Carmen se apareció un día por La Industrial —la empresa de Piria ubicada en la Ciudad Vieja— con el propósito de vender unas baratijas o artículos de escritorio. Venía de Buenos Aires y de algún modo logró hablar con el rico comerciante; este quedó impresionado, y por qué no maravillado, con el porte de Carmen, con la resolución casi sombría de su mirada, con su aire de estatua griega. No era bella ni fea, y la delicadeza jamás estuvo de su lado, pero en cambio tenía algo de guardiana del templo; en las fotografías parece una diosa guerrera a la que solo le faltan el casco y la lanza” (pág. 142); en la segunda versión “Carmen llegó a Uruguay junto a su marido, el francés Gastón Berton, un artista nacido en Florencia, a quien Piria había mandado llamar para que realizara una filmación sobre Piriápolis” (pág. 143), versión que tiene una variante hipotética de mutua conveniencia (por cierto, sería interesante que la Intendencia de Maldonado recuperara esa filmación, es parte del patrimonio nacional). Carmen era cincuenta años más joven que él, y en él, como en “tantos hombres maduros”, habría habido “la búsqueda de la juventud perdida”. “Carmen era la antítesis de la compostura, del que dirán y de la cobardía”. La herencia, fabulosa en ese entonces (representaba el diez por ciento del presupuesto nacional en 1946, sin contar el puerto y el Argentino Hotel), fue motivo de disputa familiar y se dilapidó prontamente. Incluso, “reconoció a Carmen como su hija natural por testamento cerrado y la incluyó así entre sus herederos, a la par de sus legítimos descendientes” (pág. 145). Del carácter de esa mujer, esta anécdota, que trasmite el profesor Reborido, la pinta por entero: “En 1975, en plena dictadura militar, esa casa (situada en la proa de Ponce y Avenida Brasil, frente a la plaza Varela) fue rodeada por el Ejército con motivo de un allanamiento. Carmen sintió ruidos en el jardín y salió con el revólver en la mano. “¿Quién anda ahí?”, preguntó. “Las fuerzas conjuntas”, le respondieron. “Muy bien. Ahora salgan del jardín o les disparo”, respondió ella sin que se le moviera un pelo” (pág. 147).

A pesar que el Argentino Hotel, fue su obra cumbre, también tuvo una veta de escritor. Uno de sus libros, que ha dado paso a decir que Piria era socialista o afín a esa corriente ideológica, se llama “El socialismo triunfante. Lo que será mi país dentro de 200 años”, aunque a decir verdad no comulgó con ninguna de las variantes del socialismo, ni el utópico, ni el científico, ni sus otras variantes, aunque haya imaginado una sociedad en la que “pudieran vivir cómodamente todos los hombres de la tierra”. Su socialismo, dice Collazo, era una suerte de “revolución propietarista”, donde la gente defiende sus propiedades pequeñas y medianas. Pero también escribió “varias obras que oscilan entre el ensayo, la ciencia ficción, la crítica social y la crónica de costumbres”, pero no para deslumbrar académicamente sino para decir lo que deseaba decir.

 

Celia Rodríguez Larreta. Morir por amor.- Desde el principio tenemos el dato, el crudo dato, de que vivió apenas veinte años, de clase alta, casada con el teniente Adolfo Latorre, y que murió por un “exabrupto de odio y de venganza”, pero enseguida Collazo nos advierte que irá tras la historia desde el costado humano de la tragedia y no en el amarillismo periodístico o las “suposiciones maliciosas”. Y nos dice: “Si me acerqué a Celia y a su tragedia fue porque siempre he sospechado, no sin un poco de espanto, que las ideas preconcebidas de que la gente se rodea (amor, noviazgo, matrimonio, fidelidad e infidelidad, decencia e indecencia, culpa, castigo y crimen) configuran una secuencia falsa, en la que no caben ni los retornos ni las salvaciones” (pág. 166). “Como a tantas mujeres, a Celia Rodríguez Larreta le aconteció un aburrimiento, un desdén por el mundo y una angustia sin fronteras visibles que los doctores de ese tiempo diagnosticaban alegremente como histeria” (pág. 167). Su descripción: “…tenía una larga cabellera oscura y era delgada y casi transparente, parecía salida de una pintura de Dante Gabriel Rossetti o de un dibujo de Mucha” (pág. 168), el primero inglés de padres italianos, prerrafaelita, místico y simbolista, cuyas pinturas femeninas tienen una evidente similitud con las pocas fotos de Celia, y el otro checoslovaco, uno de los máximos exponentes del Art Noveau, con sus carteles publicitarios que muestran mujeres estilizadas con adornos neoclásicos.

Descubriremos, en la lectura, la genealogía de sus padres y abuelos, “Desde su nacimiento Celia presenció furiosas desavenencias conyugales, adivinó los golpes, oyó las recriminaciones, los gritos y los llantos; finalmente, su propio padre habría de morir en circunstancias más o menos oscuras” (pág. 171-172). Y la situación por la que pasaron sus padres, se repetiría con ella: “…su propia madre tuvo que darse por enterada, más temprano que tarde, de que Adolfo castigaba a Celia y de que Celia lo odiaba todo lo que se puede odiar a alguien”, y las consecuencias no se harán esperar. Ni el dinero ni el apellido compuesto, ni el frenesí de las novedades que ayudan a olvidar, ni las risas compartidas con dos o tres amigas torpes y maliciosas, podían conjurar la locura, la incomprensión y la venganza” (pág. 174).

Desde la foto en que Celia tiene doce años, de traje marinero, Collazo va componiendo su drama. De la inocencia casi infantil a la venganza consumada y en la que fue consumida como fuego en pasto seco: “Celia, tan niña y tan a salvo en su fotografía, cometió su primer error fatal al ponerse de novia a los catorce años. La piedra en el camino o la desgracia disfrazada de hombre, se llamó Adolfo Latorre Reyes. Se trataba de un militar de escuela a quien le sentaba muy bien el uniforme y cultivaba una estética pretenciosa (melena untada con pomada de olor, bigote a lo Napoleón III, patillas y cejas relumbrosas)” (pág. 174). “Adolfo adolecía, como casi todos los hombres de su tiempo, de una idea del honor exaltada y letal. Su honor, lo mismo que su corazón, venía a ser como el caparazón blindado de un máuser de repetición alemán o un revólver norteamericano de seis tiros” (pág. 175), dice Collazo, pero no como justificación, porque por más honor que se tenga quitar una vida no es una cosa fácil, ni banal. Deja huellas, trae más muerte a su vez, lenta o rápida. Esa tragedia, por supuesto está inscripta en el “humor” de la historia de su tiempo: “En las cuchillas los blancos y colorados se mataban limpiamente desde hacía por lo menos setenta años, y de puertas para adentro, en nombre del amor, la virtud y las buenas costumbres se justificaban los más terribles crímenes, que siempre pasaban por el arrebato pasional del hombre y la ejecución de la mujer” (pág. 176). De los crímenes pasionales hemos llegado hoy al femicidio, con la justificación netamente patriarcal, de dominio y poder de “la maté porque era mía”, como una propiedad intransferible. Pero en su propio tiempo el crimen —el doble crimen— tiene el tono sentimental, romántico, del novecientos. “En el territorio de la virtud y del pecado, el novecientos se cubrió de ropajes mucho más hipócritas que los de cualquier otra época” (pág. 182), asegura Collazo.

 

Rina o el ardor. Pionera. Señas de identidad.- En esta parte, Collazo nos habrá de Rina Massardi, cantante lírica y cineasta de origen italiano, fundadora de la Primera Compañía Lírica Uruguaya, y que en 1937 realiza la primera película musical. Es considerada pionera de la lírica nacional. Y en la introducción, que nos habla sobre el tema del eterno retorno, y en ese retornar se encuentran los parámetros —nunca tan bien valorados— de lo cursi como uno de los elementos culturales, más allá de gustos o preconceptos, de las sociedades de todos los tiempos. Pero Collazo, con el pretexto de enmarcar este nuevo capítulo, la historia de una mujer pionera en el canto y en el séptimo arte, revive o retorna a su niñez y a recuerdos de su Minas natal. Porque si pintas tu aldea, pintarás el mundo. Y lo cursi se expresa en “el único libro que escribió y en la única película que produjo”, donde “Rina hace tal despliegue de cursilería que logra cautivar y confundir los sentidos del lector hasta inducirlo a cierto trance hipnótico; solo en trance se puede soportar tamaño alud de nostalgias, llantos, arrebatos de entusiasmo y alegrías. Y están presentes, por supuesto, el amor y el despecho, la tragedia y la oposición de terceros” (pág. 201).

Nacida en Virle Tre Ponti, pueblo cercano a Milán (1897), era “invencible, talentosa, llena de juramentos y de supersticiones, ladina y esquiva según las circunstancias, y más orgullosa y porfiada que una mula de montaña” (pág. 203). También nos dirá de la influencia italiana en la sociedad uruguaya, ya que “los que venían podrían estar huyendo de sequías, de pestes, de impuestos y de guerras, pero todos traían oficios venerables. Algunos fueron arquitectos y maestros constructores, marmolistas, albañiles, paisajistas, carpinteros, ebanistas e incluso cristaleros; gente para la cual la plomada, el cincel y el compás, las tablas y las piedras en bruto no eran piezas inanimadas sino verdaderos objetos de culto y celebración” (pág. 204), entre ellos el padre, Luigi Massardi: “los mármoles salían de su taller convertidos en encaje de filigrana, lleno de caladuras y de curvas, en frisos, en guirnaldas colmadas de hojas y de flores, como aquellas que adornaron las tumbas de los Césares; en capiteles jónicos y corintios similares a los de la Acrópolis de Atenas y en escalinatas que chorreaban sus pliegues como si se tratara no de peldaños sino de una capa de seda” (pág. 204-205). “El mármol era cada día más requerido, pero traerlo de Italia costaba una fortuna y por eso se concibió la idea de buscar y emplear las variedades nacionales” (pág. 205), y José Batlle y Ordóñez le contrata para “encontrarlos, calcular la extensión de su veta, su calidad y sus posibilidades” de explotación.

Para quienes —como yo— no conocemos mucho del tema, nos extrañará saber que “en materia de cine, Uruguay fue uno de los pioneros, aunque pueda parecer insólito. Claro que, si se piensa en la gran influencia de la cultura francesa por estos lados, el asunto resulta algo más entendible. Nuestro primer filme se realizó apenas un año después de que los hermanos Lumiére presentaran su película (1895)” (pág. 208). “Lo característico —dice Collazo, y uno imagina la sorpresa, grata, reflejada en su rostro—, lo que da valor particular al filme que ella hiciera, y paradójicamente contribuye a su condena y a su relegación, es que encierra una mirada radicalmente femenina, cosa rara por aquellos tiempos, que rompía con la estética dominante…” (pág. 218). ¿Podríamos pensar en vocación? Pero de todas formas es la primera película lírica de Sud América, del mismo modo que Alice Guy es la primera directora de cine, y como Louis Weber es la primera en dirigir un largometraje.

Rina “no solamente hizo nuestro primer musical, sino que también contribuyó a formar la primera compañía de canto lírico del Uruguay. Trabajó junto a Eduardo Fabini y aprendió de él a darle música, ritmo e incluso filosofía al campo nativo” (pág. 210).

Su personalidad, desde la infancia: “siempre proclive a accidentes, desastres y ocurrencias insólitas, que se trepaba por cornisas y caños de desagüe, armaba teatros domésticos con todas las sillas y sábanas de la casa…” (pág. 213), capaz de romper el compromiso con un estanciero porque este quiso “prohibirle que cantara”. Su carrera lírica, como soprano: “había recibido una medalla de oro de manos del mismísimo Mussolini y actuado en teatros de Milán, Roma, Brescia y varias ciudades italianas más”. Además, según consigna la propia Rina Massardi: “actué en el Metropolitan de Nueva York… en el Brasil, en el Municipal de San Pablo y en Río de Janeiro; en Buenos Aires en el Colón… en Chile en el teatro Municipal de Santiago, en Montevideo en el Solís y en el Sodre” (pág. 215).

Era Rina una mujer libre que vivía para el canto, pero hubo algunos hombres en su vida, “no demasiados, a juzgar por los escasos testimonios en ese sentido”. La poca información, la incógnita, lo secreto reserva algunos eslabones de su vida, e incluso “…hasta su propia muerte fue misteriosa y cargada de sospechas, y anda por ahí el rumor de que la habrían matado de un golpe en la cabeza” (pág. 222) Además, casi todos sus archivos fílmicos fueron quemados por sus dos hijas adoptivas, sin que sepa la razón. Nos quedará una sensación de pérdida, pero irremediable.

 

Juan José Morosoli y Luisa Lupi. Obra de vestigios biográficos.- Un escritor, bastante conocido, y una maestra que fue, a su vez, la primera lectora de aquél, quien le pasaba sus escritos en máquina de escribir y se los corregía: de eso va la historia. Y Collazo nos advierte, en lo que prologa, qué es lo que está buscando, y no es hacer la crítica literaria, sino lo que queda de su recuerdo de infancia, de las historias de “Perico”, y mostrar el Morosoli oculto, el de entrecasa, unido a Luisa y la memoria que hace Mary, su hija mayor: “la memoria es un territorio de penumbras, del que van emergiendo formas inacabadas”. La barraca-almacén donde trabaja, que es del padre, “fue el escenario en donde transcurrió casi toda su vida”. Morosoli “iba a la barraca caminando, cada día, desde su casa del barrio Olímpico, hubiera sol o lluvia” (pág. 230). “De repente está caminando y pesca una mirada, una intención, una frase de pocas sílabas que vale para un cuento entero y el cuento vale por una vida, y la vida vale porque sí, porque anda desparramada bajo el sol y aunque no lo parezca, reclama y siembra espíritu; y además, la vida y la mirada y la frase son todo lo que hay en el mundo” (pág. 230-231). Le viene la inspiración y escribe donde puede, “después pasará todo en limpio y le entregará las hojas a su esposa, una por una…” para que ella las corrija. Es quizá por el origen humilde que “las desigualdades sociales le pesan como otras tantas lacras y lo asquea hasta lo más hondo ese afán de figurar y de aparentar tan propio de ciertas comunidades, en las que se precisa que haya pobres para poder lucir mejor lo que a esos pobres les está vedado” (pág. 233). “Su continuo trato con los hombres y las mujeres del campo y de las orillas del pueblo le depararía el sustrato fértil de su obra literaria” (pág. 237), explorado y explotado en sus cuentos. “El hombre que contempla y medita, el que escribe sobre cartones de embalaje, facturas viejas, tablas o lo que tenga a mano, el que maneja la pluma como si se tratara de un nivel, un machete o un metro de carpintero, es un escritor de ojos negros y nariz respingada, de estatura más bien baja y de frente espaciosa…” (pág. 238), y “en los ratos libres va desgranando una constelación de letras para sacar a la luz la arcilla elemental de las almas anónimas, esas que de tan insignificantes lo mismo podrían vivir debajo de una piedra sin que ni dio ni el diablo se enteraran”. Porque, además, “la obra entera de Morosoli está hecha de gente mucho menos importante que un caballo, una oveja o una vaca, gente que está o no está; que vive o sobrevive sin que nadie lo note” (pág. 239). “Y está además la cuestión social, está el pobre que no es el pobre de antes, y en el que hay que fijarse más que nunca” (pág. 239).

Luisa Lupi, hija de un albañil, se hace maestra, en un tiempo que no estaba bien visto que las mujeres trabajaran: “Para los padres de Luisa, la mujer decente no sale de su casa más que para ir al almacén o asistir a misa, y eso con un pañuelo hasta los ojos. Hacer una carrera era para una hembra la antesala de la perdición y del pecado” (pág. 241).

Algunos elementos de su trayectoria y vida son destacados por la autora. Desde 1923 colabora en varios periódicos: La Unión, de Minas, Mundo Uruguayo, El Día y Marcha. Con un socio (Malaspina) abre el Café Suizo: “era una mezcla de humo de tabaco, mostradores de mármol, espejos biselados, caña, café negro y desbocadas inquietudes sociales”. (pág. 244).

“Estaba —dice Collazo, como síntesis— tan consustanciado con la razón y el sentimiento de su tierra, de su pago natal y de sus serranías, que no podía imaginar otro sitio mejor en toda la extensión del universo” (pág. 254).

 

Tres mujeres en pugna y un tal Carlos Gardel. Una versión maldita.- La introducción al tema, de página y media de extensión, nos muestran la sensibilidad, trasladada en la escritura, que sobre Gardel tiene Marcia Collazo. Escribe desde sus recuerdos personales, puntuales, pero logra sintetizar el sentimiento que provocó y provoca aún escuchar su voz.

“En torno al coronel, el estanciero Carlos Escayola, y su corte se fraguaron, favorecidas por las apariencias y astucias de la época, y también por la relativa impunidad de aquel sitio perdido en la mitad del país, tempestuosas pasiones que provocan placeres, pero también rencores y suicidios, desparramo de hijos naturales —al coronel se le calcularon unos cincuenta— y toda suerte de entreveros de sangres y venganzas” (pág. 263), porque ese es el inicio de la historia de Gardel, la real o la ficticia, con o sin adornos, y la actitud del poderoso estanciero Escayola es la esencia del modo de vida de cierta clase social rural. Y en Gardel “la duda, o mejor dicho la maldición que acompañaba su condición de hijo bastardo, abandonado de madre y padre, se le metería sangre abajo y le provocaría más de un estremecimiento subterráneo”. Sin embargo, Collazo dirá que: “me parece que no debe existir historia semejante, con tal enredo de apellidos, nacionalidades, fechas de nacimiento y hasta madres distintas” (pág. 264).

Aunque Collazo es profesora de historia, aquí toma partido por una de las versiones sobre el parentesco y circunstancias acerca de su nacimiento, así como de las prolíficas —y terribles— aventuras del coronel Escayola, visto como un padrillo semental. “El fruto de sus desafueros con María Lelia (se dice que era su hija), que tenía trece años cuando se embarazó, habría sido el mismísimo Carlos Gardel, nacido el 11 de diciembre de 1884 en la estancia “Santa Blanca”, así llamada en honor a la segunda esposa del coronel, que al enterarse del asunto se suicidó…” (pág. 265), y “para deshacerse a tiempo del fruto de sus amores prohibidos, no tuvo mejor idea que entregar el niño a una amiga suya, la planchadora francesa Berta Gardes, recompensa mediante” (el abogado Mateo Parisi, yerno de Escayola, habría entregado el niño a Berta y le habría dado 3000 pesos, pág. 266). Gardel, sin embargo, “anduvo por el mundo ofreciendo diferentes versiones acerca de su fecha y lugar de nacimiento. Adoptaba su pose de ídolo popular, sonreía por lo bajo con el cuerpo ladeado y las manos en los bolsillos, y dejaba que los demás hicieran afirmaciones contradictorias, que era francés, que era uruguayo, que era argentino”.

Dice Collazo, sin embargo, que “Gardel fue y sigue siendo nada más que lo que quiso ser, o sea un hombre dividido en dos o tres figuras, en pasaportes y en documentos de identidad distintos, divergentes, absolutamente desesperantes para quienes todavía porfían en discutir y volver a discutir su procedencia” (pág. 267). Berta Gardés, su madre, “declaró en varias entrevistas que Gardel tuvo más de una madre de crianza”, porque ella no pudo hacerlo”.

“Es difícil imaginar una niñez más triste que la de Gardel, por lo menos si se tiene en cuenta su condición de hijo notoriamente repudiado, concebido en una relación turbia que roza los extremos del incesto” (pág. 269).

Después Collazo nos hablará de Isabel Martínez del Valle: “ni los dieciséis años de ella, ni la ternura o la pasión que su adolescencia pudiera haber despertado en él, pudieron en todo caso mantener a salvo semejante sentimiento (de amor), aunque Isabel lo haya afirmado hasta el cansancio” (pág. 278). Comentará que Gardel, en su fuero íntimo, “buscaba esos rituales de familia que jamás conoció, que incluían una turba de hermanos reunidos alrededor de una mesa invitadora, el mantel de lino blanqueado al sol, el bargueño de luna biselada con su olor a pan viejo, el tumulto de las voces mezcladas, el vaho de los alientos entreverados con el vapor de la comida, el relumbrar de las mejillas subidas de color por el vino” (pág. 279), es decir el abrazo de la comunidad de sangre, sus iguales, sus hermanos…. “Gardel es un hombre en cierto modo desafiante, que no deja de combatir cuerpo a cuerpo con el mundo; y si su afán combativo se derrumba, solo le quedará la soledad, levantada en el medio de su alma como una torre recorrida por los vientos” (pág. 280).

Aunque no fue un hombre de amores, en su vida existieron “más de treces romances conocidos”, entre ellas sus primas Manuela y Elodina Escayola; Margarita Petrera, “una muchacha que vivía en la calle Nueva Granada”, en Buenos Aires; en 1913 la famosa “Madame Jeanne” o Giovana Ritana, al parecer muy hermosa; Elena Fernández, a quien conoció en Montevideo; Andrea Morand; la actriz española Perlita Grecco; la bailarina Alicia Coccia; la actriz Gaby Morlay, en París; Ivonne Guitry; Rosita Moreno, en Nueva York; la bella Mona Maris, Gloria Guzmán, y “sombras y más sombras de amores resbalosos, esquivos, ubicados entre el anonimato y el vértigo de una sola noche, condenados de antemano, todos ellos, al territorio móvil de un olvido sin dolores ni pasiones, sin un solo lazo que los una a la nostalgia por el pasado perdido” (pág. 282).

Y al final, el pueblo, la memoria colectiva, salvará no su imagen sino su interior adolorido, en cada tango que suena, porque ese pueblo es el que se emociona, todavía, ante su retrato, “con el respeto reverencial que suele tributarse a quienes están más allá de la muerte”.

 

Cabrerita y sus niñas en el cielo con diamantes o La genialidad de la locura.- Con la referencia, casi obligada, de The Beatles en su periodo psicodélico, aquél de Lucy in the sky with diamonds, canción del famoso disco Sargent Pepper´s Hearts Club Band, Collazo nos ilustrará sobre un pintor, niño abandonado cuya infancia “transcurrió en el Asilo Dámaso Antonio Larrañaga y pasó más de treinta años en la Colonia Etchepare”, rescatado por la familia Luchinetti.

La pintura de Raúl Javiel Cabrera, “ha sido considerada enigmática, mística y anímica”. Pintó especialmente figuras de niñas, una particular obsesión. Yo me quedo pensando en sus inicios, en la desolación y la soledad, en la muerte espectral y los fantasmas redivivos, cargando la bella locura que pueda hacer soportable todo, como si no existiera más en el mundo, o a lo sumo sus recuerdos, que es lo único que posee. Su vida entera “entre choques eléctricos, drogas para caballo y enfermeros con cara de verdugo… transcurrirá en instituciones no exactamente de abandono, soledad y pobreza, sino más bien de pesadilla, sobresalto y castigo” (pág. 302). Toda su vida pasa en medio del hambre, del frío, abandonado y mugriento hasta que lo descubre el pintor Guillermo Laborde. “Padece, en suma, el vértigo de una cosa que se quedó girando durante treinta año en el aire rapaz del Etchepare; una cosa que lo tiñe de negro, que le pone una sombra azulada en los labios, que lo deja inerme como un pájaro con las patas atadas, el pecho acribillado, las entrañas abiertas, hirvientes de gusanos. Una cosa compuesta de chillido sin ruido, picoteo y desvelo” (pág. 308).

No se sabe, ni se sabrá ya, cuándo, cómo, por qué, empezó a dibujar. Mientras sus maestras se desesperaban, por el bajo rendimiento, por su aire de ausente y su escuálida figura, él dibujaba, y la primera fue la imagen de una niña rubia y de ojos celestes, “una de esas diosas inalcanzables que parecen contemplar a los mortales como detrás de una pared de vidrio”: Lidia Noemí Scheps. Porque Cabrerita “…concebía el arte y, dentro del arte, la pintura, y dentro de la pintura, los colores, las formas, las texturas que iluminan y oscurecen cosas sin nombre y se demoran en detalles mínimos, rodillas angulosas, mechones de pelo casi siempre amarillos, erotismo tensado como una flecha a punto de ser lanzada, aire mudo, acribillado de pureza difícil” (pág. 313), pero no era tan “outsider”, con todo “llegó a ir al Círculo de Bellas Artes, a la Universidad del Trabajo y al Taller Don Bosco, y entre sus maestros figuró gente como Guillermo Laborde, Gilberto Bellini, Pablo Serrano y Carlos Prevosti” (pág. 314). No aceptaba dinero pero daba sus acuarelas a cambio de un café con leche en el Centro, “en el circuito de los cafés que daban a la plaza Cagancha”, y en 1944 resultó premiado en el V Salón Municipal, por supuesto que “ese hecho no dejó de causar una ola de admiración y de perplejidad en “el ambiente” ” (pág. 315). Y en 1946 obtiene dos primeros premios, el del IX Salón Nacional y el del Salón Municipal.

“Cabrerita se quedó para siempre en el borde de esa línea que divide la sinrazón de la cordura, palabra esta que, más que a corazón suena a cuerda, correa, cincha o algún otro instrumento de aprisionar y mortificar el alma, y de cualquier manera la cordura nunca quiso entenderse con él” (pág. 316).

“Es que en él, desde el mismo día de su nacimiento, las cosas como el amor, la amistad y la existencia misma adquirían una sustancia diferente” (pág. 325). Quizá por eso todo juicio, y mucho más en este caso, es relativo.

 

Porque a Becho le duelen violines… y otras regiones del corazón.- Carlos Julio Eizmendi Lovisetto vivió entre 1932 y 1985. Collazo nos dispara, a quemarropa, las preguntas de rigor: ¿Quién fue ese Becho? ¿Qué hizo? ¿Por qué en este lugar perdido (Lascano) se molestaron en hacerle una estatua? (pág. 329), y además ¿qué sucede con el enigma de una imagen… que se muestra como presencia de una cosa ausente marcada con el sello de lo anterior? (pág. 330). ¿O acaso no hemos visto, entonces, que todos los que aquí tuvieron exposición, estos diez personajes del libro, fueron personas de carne y hueso (y sueños), que vivieron otras vidas? Por ejemplo: “…pienso en ese Becho tocando en la Sinfónica, o en ese Becho pasando la gorra en los boliches, o en aquel otro Becho enmascarado para siempre jamás detrás de su soledad irremediable…” (pág. 330), como dice y piensa Collazo. “El mérito de Zitarrosa está en haberlo nombrado y convocado, pero sin develar los pliegues más recónditos, como en una custodia del secreto” (pág. 330).

Yendo de atrás hacia adelante, volviendo y revolviendo, contándonos varias anécdotas, nos abrirá el sobre donde en una carta, escrita por la madre, notifica de su muerte a su amigo austriaco Ernest Blume, y allí definirá su carácter: “Él era mi aliento, mi orgullo, mi dicha. Le encantaba tocar a la perfección, dicen los críticos, como los dioses. Le pedían música, la hacía, la regalaba. Hacía dibujos divinos. Los rompía para hacer otros. Era un poeta, un bohemio total” (pág. 332). Porque de Lascano “salió uno de los dos o tres mejores violinistas del mundo”, “un talento que se bastaba y se sobraba a sí mismo, circular como todo lo eterno, una exhalación largamente olvidada, zarandeada por la ingratitud del tiempo, por su propia bohemia y por la indiferencia con que la sociedad contempla la irrupción de esos prodigios” (pág. 333). La reconstrucción de su vida es en base a los testimonios de sus padres, en primer lugar (que accedieron en dar la entrevista como una forma de “resucitar” a Becho, pero también lo hicieron otros, como artistas de la talla de Pepe Vázquez, Nancy Marino, Rubens Motta, José Ortiz de Taranco y de Carlos Castillos, este último director del documento “Becho el del violín”).

Collazo vuelve al recurso de las fotos, buscando detener el tiempo, quizá brevemente anterior a la muerte del hermano mayor y su huida a Cuba, en 1961, para conjurar el dolor. Su vinculación musical había sido adoptada desde chico, se decide por el violín —que requiere mucha práctica hasta arrancarle unas notas limpias— y quien le enseña es el maestro valenciano Camilo Bonorat, director de la Banda de Música de Lascano.

En 1953, con veintiún años, entra por concurso a la Orquesta Sinfónica Nacional. “Ese puesto le abrió el camino no solamente a la verdadera ejecución musical de academia, sino también a la pasión que no conoce cauces, a la posibilidad de recorrer el país con su música y también al territorio de esa bohemia de la que tantos hablan, incluida su madre, como si se tratara de su rasgo más característico” (pág. 343). De forma increíble y “…lo que es brutal, porque lo muestra como era, es que después de tocar con el Guarnerius y dar la vuelta al mundo, un buen día se aburrió de Europa y se vino a Montevideo, y se fueron con el Carpincho Olivera a tocar violín y guitarra en los cafetines del puerto” (pág. 344). “Todos los acontecimientos de la vida los dramatizaba con su música, fueran divertidos o francamente jodidos”, “…por aquellas cuerdas desfilaban gallos madrugadores, gallinas encocoradas, perros que aúllan a la luna, borrachos caminando a los tumbos; todo lo que cobra forma y significado en este mundo era devorado por la música, recreado en sus partes ocultas” (pág. 347). Para Ernest Blume, “Becho era un alma alegre que en sus años jóvenes solamente veía las cosas buenas de la vida” (pág. 348).

“En 1961 viajó a Cuba, por contrato, para integrar la Orquesta Sinfónica, recreada a imagen y semejanza del arrebato revolucionario, incendiada ella misma de pasiones patrióticas y compuesta de lo mejor que se podía conseguir en el mundo entero en materia musical. Entonces todo o casi todo presagiaba para Becho el éxito, la fortuna, la felicidad” (pág. 349), pero el destino de las cosas quiso otras, distintas. “Es casi seguro que la muerte de Cholo (su hermano mayor) fue una fatalidad que lo conmovió en sus cimientos, lo sacó de su propio eje gravitacional y terminó por empujarlo a otras tierras, en parte para conjurar esa desgracia y en parte para huir de sí mismo” (pág. 349). Después de eso, “tocó y maravilló a todos en Venezuela, Bolivia, Alemania, España, Francia, Holanda, Austria y Checoslovaquia, y se tejieron infinitas leyendas en torno a su tan llevada y traída bohemia, sus triunfos y su derrotero” (pág. 351). En Hamburgo, Alemania, “pasó hambre, en verano durmió en la plaza pública, siempre con su violín al lado; en invierno se guareció en la casa de alguna de sus nuevas amistades y se ganó la vida limpiando la nieve de las vías del tren” (pág. 351) hasta que el gobierno alemán le concede una beca. Se presenta a un concurso en el Conservatorio y ocupa la única plaza “entre doscientos participantes de distintos países”.

Estuvo en pareja con la bailarina Mary Minetti y luego vendrá Ana Corti, “ella tocaba el oboe… Era una chica bonita, de buena figura, muy agradable, muy fina, de bajo perfil…” (pág. 356). Es contratado por la Orquesta Sinfónica de Maracaibo, Venezuela; toca con la Orquesta Sinfónica de La Paz, y en el Conservatorio Musical, Bolivia; llegó a integrar la Orquesta Filarmónica de Munich, actuó en la Orquesta Filarmónica de la Opera en el Teatro del Liceu de Barcelona.

El que fuera el rancho de Becho en La Barra (Chuy), tiene un letrero: Anybe, apócope de Ana (Corti) y Becho, como muestra de quien fuera su gran amor, “la mujer que compartió con él ese difícil universo de pasión y de acordes” (pág. 356). “Becho tenía una cara que iba errante y casi desconsolada por el mundo, la de un chiquilín sin maestra. Sería su aire ingenuo, en parte distraído y en parte demasiado sabio, la redondez de sus mejillas, los ojos que siempre andaban buscando otras estrellas” (pág. 358).

Para René Pietrafesa, “Becho era como la naturaleza, amaba el mar, los árboles, el viento del sur, los gatos, y era también un prodigio” musical (pág. 359-360).

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