RESUMEN
En el presente escrito se pretende analizar la novela corta “Los habitantes de una ruina inconclusa” de José Donoso, partiendo de algunos ejes temáticos que se desenvuelven en esta obra humana y sobrenatural, en donde se presenta esa sensación de desequilibrio que envuelve al ser humano cuando siente que sus paradigmas personales son atacados, esa extraña incertidumbre ante lo desconocido que fascina y al mismo tiempo llena de terror, esa lucha entre el mundo interior y exterior, ese punto intermedio y peligroso entre el bien y el mal… todo ello se analizará partiendo desde el espacio físico de la casa como símbolo y el espacio psicológico de los personajes, evidenciándolos como realidades complejas, enmarcadas en la dialéctica entre el orden y el caos.
La novela corta «Los habitantes de una ruina inconclusa» de José Donoso, presenta un orden que se ve amenazado por la intrusión de un espacio diferente que va en contra de la armonía de la distribución proxémica imperante en un barrio residencial. No es sólo el temor de los vecinos por un «nuevo edificio» sino también por la eminente presencia de otros seres, de «otros órdenes»:
Este edificio se estaba alzando en una de las calles arboladas más tranquilas de la parte madura de los buenos barrios residenciales […] Los vecinos no veían con buenos ojos la aparición de un edificio de departamentos en el barrio donde hasta ahora, por suerte, no existía ninguno, porque en primer lugar obstruiría la vista y, en segundo, porque traería gente inclasificable a esta calle hasta ahora habitada por gente de toda la vida (Donoso 95).
Es así como ese miedo a lo desconocido, se instaura como un rechazo colectivo a esa construcción «…vigilante, húmeda, inestable y transitoria» (Donoso 98), que se opone a esas casas estables, refugios de siempre.
De esta manera, el edificio se entromete en la intimidad casera de Francisco y Blanca Castillo, una pareja burguesa, puesto que «las ventanas traseras del edificio se abrían justo sobre su jardín, donde el ceibo por desgracia, no quedaba al lado que debía para ocultar su residencia de la curiosidad de los futuros vecinos»(Donoso 98), es así que sienten como se exponen potencialmente a la invasión visual de los supuestos nuevos vecinos, a su observación acusadora, a su pequeño mundo penetrado por los «otros» que juzgan, se burlan y se apoderan de un espacio reservado para la familia Castillo que el nuevo edificio hace asequible para los demás. Aquí la casa deja de cumplir la función de centro cósmico «en razón de la seguridad que en ella [el hombre] experimenta. Protegido en un ámbito perfectamente delimitado, cerrado y sometido a su exclusivo dominio -a cubierto de las incertidumbres y los enemigos del exterior-» (Revilla; vs. casa); al dejar de cumplir dicha función, la casa se convierte en un espacio desasosegado, en donde prima la intranquilidad y, por ende, ahoga y se convierte en un espacio abierto que lanza a los personajes al caos, a perderse en la otredad, de esta manera “…en «Los habitantes de una ruina inconclusa» predomina una imagen espacial -la casa- que en Donoso tiende a adquirir una naturaleza marcadamente metafórica…” (Fontaine [On line])
De otro lado, esa casa sola y demasiado grande para dos personas maduras cuyos hijos ya han formado sus respectivos hogares y ahora develada por el nuevo monstruo vecino, son circunstancias que incitan a Francisco y Blanca Castillo a pensar vender su propiedad, «…pero Blanca concluyó que por ningún motivo ella moriría en un departamento; estaba acostumbrada a sus flores y a sus árboles y sus empleadas…» (Donoso 98), además los tiempos no son muy buenos y desde el principio se evidencia cómo el caos se va apoderando de todo, es un caos espacial pero también psicológico. Esa recesión económica lleva a detener la construcción del edificio, que se abandona en un espacio que no le pertenece, pero del que poco a poco se adueña, a pesar de que al principio «…los habitantes del barrio sólo recordaban un vago temor de verse invadidos. Tan vacía quedó la obra gruesa que no cerraron a la calle los tres pisos del edificio inicialmente destinado a tener cinco: un cascarón de ladrillo y cemento completamente hueco, con suelo de tierra que no se termina de secar…» (Donoso 99)
Entre la casa de los Castillo y el edificio de al lado se establece una relación dialéctica, el mismo Francisco, quien se siente atraído por el edificio y entra en él, lo reconoce como un «espacio, que [es] pura pregunta, [y lo compara] con el espacio de su casa, que [es] pura respuesta» (Donoso 100), el edificio es inconcluso, deshabitado, esperando su tiempo y su lugar; la casa de los Castillo, está en su tiempo y su lugar, está llena de recuerdos, es acogedora e invita al refugio, es un orden bien concebido; mientras que el edificio inconcluso invita al caos.
El mundo aislado y tranquilo de Blanca y de Francisco Castillo, poco a poco va siendo «invadido» por el exterior, al principio son elementos, que se podrían clasificar como “simples”, los que tienden el lazo entre el «afuera» y el «adentro», el más importante quizá es el libro «de antiguas fotografías de la Rusia zarista publicadas por Chloé Obolensky» (Donoso 100), que les muestra a esos pequeños burgueses la existencia de otras realidades, de seres lejanos que se aventuran en el mundo, sólo viven, son seres legendarios, casi míticos, que les rebela la estrechez de su mundo y de sus experiencias, «… más que nada en las [fotografías] de mendigos jóvenes, cuya suciedad y desesperación tenía algo de sagrado, de místico, cubiertos de harapos y perdidos en sí mismos y en el espacio, dueños de un orden de experiencias tan distintas a las de ellos, habitantes de este tranquilo barrio arbolado» (Donoso 101).
El otro elemento es Marlene Dietrich, la perrita de los Castillo, quien traspasa a ese «otro mundo desconocido» y exige de sus dueños un paseo nocturno que los saca de su encierro, y se instaura como un ritual que no se sale de un territorio determinado porque «era peligroso asomarse a ese mundo que comenzaba justo más allá del territorio que Marlene Dietrich, noche a noche, marcaba como suyo con su orina»(Donoso 101); es precisamente Marlene Dietrich quien se presenta como un lazo entre el muchacho de la mochila, ser fascinante que instaura el detonante del caos, y los Castillo:
«Cuando Marlene Dietrich llegó contoneando sus caderas de placer ante el paseo, el muchacho se dio cuenta de quién era Marlene Dietrich… y, repentinamente cambiando, lanzó una carcajada, maravillosa, por lo inaudita: acariciando a la perra rubia le silbó el alegre y largo silbido con que los hombres jóvenes celebran el paso de una mujer deseable por la calle»(Donoso 113), esto, además de la palabra «adiós» es lo único que parece unir a esos dos mundos tan diferentes. Después de la destrucción lo único que queda como recuerdo de ese tiempo remoto son los descendientes salvajes de esa perrita «que se había lanzado a la vida después de la muerte de sus dueños» (Donoso 147).
Aquí esa perrita cumple la función mítica de trascendencia, es un lazo comunicante entre dos mundos y al mismo tiempo es lo único que queda como la destrucción de esos mundos que se pierden en la imposibilidad de cohabitación, la «perra» como animalidad, salvajismo se pierde en su soledad, testigo mudo del encuentro de dos mundos que violaron el umbral de la incomunicación.
Es necesario devolverse en el discurso narrativo y ver cómo el edificio de al lado no parecía representar ningún peligro para los Castillo, que seguían su rutina de siempre, su paseo vespertino con Marlene Dietrich; hasta que aparece ese ser sin edad, sin condición, que es como todos los hombres y como ninguno, que parece estar perdido y que los pierde en su obsesión de búsqueda y los obliga a refugiarse en su casa [«Blanca y Francisco entraron y cerraron su reja al verlo acercarse» (Donoso 103)]; y que al entrar en la construcción vecina él mismo se convierte en una amenaza para ellos, así lo manifiesta Francisco: «No voy a poder dormir ni una pestañada pensando que hay un señor en el edificio inconcluso de al lado vigilando mi casa» (Donoso 103). Ese ser desconocido no sólo es totalmente diferente a ellos, con otras experiencias, lleno de vigor y de espíritu aventurero, sino que maneja un código lingüístico diferente y por ende una cultura enigmática, esa imposibilidad de «un terreno común de expresión» lleva a ese hombre a desesperarse y el lenguaje se instaura como símbolo de lo que posteriormente sucede, es así como el lenguaje tiene un carácter ambiguo: profana la norma y al mismo tiempo hace la palabra irrefutable, posibilitando a ese extraño ser la capacidad de imprecar, subvertir, transgredir, es decir, desestructurar estructuras estables; es un lenguaje violento que se impone a los hechos, es hostil y se apodera de todo en un gesto que pretende tomar lo que no se puede asir, de despojar a dos seres de su tranquilidad y de trasladarlos a lo transitorio, al caos de la incertidumbre:
Entonces, con rabia, el andariego hizo un gesto de violencia con la mano, enérgico y vertical, que cortaba toda posibilidad de comunicarse por medio de un idioma, gesto que les arrebataba, como un dolor terrible, su casa, sus muebles, sus cuadros, su jardín, sus libros, y los dejaba viviendo en el agresivo cascarón de la obra gruesa de al lado, esencial y húmeda como cueva para aborígenes, desprovista de los signos de modestas historias personales (Donoso 106).
Esa agresividad del excursionista es motivo de envidia por parte de Francisco, porque manifiesta sus vivencias en un mundo lleno de aventuras que se contrapone a su pequeño mundo rutinario: «Pero siento que pese al caos político y económico, su mundo, y el mío y el tuyo, permanece siendo un mundo benigno, y tan chico que a veces me irrito. El mundo del andariego debe ser enorme, hostil pero libre» (Donoso 108). Lo que no sabe Francisco es que esa supuesta libertad está condicionada por unas leyes, es otro mundo, otra cultura, que no admite transgresiones, es tan estricta o más que ese pequeño mundo que él empieza a menospreciar.
De otro lado, el libro de fotografías lleva a ensalzar al muchacho, a emparentarlo con esos seres sobrehumanos y al mismo tiempo infrahumanos (aunque suene contradictorio) «que vivían en la orilla misma del no vivir, una órbita tan distinta a la de una madura pareja burguesa en una insignificante capital de América del Sur» (Donoso 108).
El muchacho de la mochila sufre una transformación física y síquica producida por su supuesta pérdida, ya no es tan muchacho y poco a poco la agresividad se va apoderando de él; éste, indiscutiblemente, se halla ligado al edificio de al lado, ser vigilante, que poco a poco penetra en la vida de Blanca y Francisco: «Viéndolo agitado y colérico, Francisco se avergonzó de que hubiera sido testigo, quizá envidioso, probablemente dolorido, de tanta paz. Y lo odió por violar su intimidad, por vigilarlo y quizá juzgarlo» (Donoso 109); pero ese odio no trasciende y se convierte en compasión; por medio de signos reconoce que el «muchacho de la mochila» no ha podido encontrar la dirección por la que preguntaba; al comprobarse que la dirección no existe Blanca y Francisco Castillo permiten que ese agente extraño penetre en su casa, se adueñe de ella por un instante con su violencia expresiva en un acto de profanación de ese universo sagrado que es la casa; o en otros términos, como la irrupción de una nueva visión del mundo de carácter profano.
Blanca es quien evidencia que ese hombre trae peligro y desea que se marche de su casa, de su espacio, con sus órdenes, con su jerigonza extraña y temida, con su violencia que los desarma. Se dirige a su cuarto en busca de refugio, exigiéndole a Francisco que saque a ese hombre de su casa; sin embargo éste no es capaz porque prevaleció en sí un sentimiento: mezcla de envidia y de compasión, ese otro mundo que se le presenta y que arrastra lentamente a Francisco a los deleites de la anomia:
«Pero en su rostro percibió trazas de tal hábito de dureza que no dudó de que este pobre loco había llegado a algo a lo que él nunca podría llegar: estaba en peligro. O estaba poniendo a otros en peligro. Y porque Francisco le envidió esa experiencia no llamó a la policía […] ¿Para qué ser duro con él si lo que le envidiaba era su conocimiento de la dureza, él que sólo sabía manejar matices?» (Donoso 112); así que con cordialidad le muestra la salida y lo despide sin hacer nada contra él; mientras que Blanca se desestabiliza por el temor que le causa ese ser y culpa a Francisco de lo ocurrido; aquí empieza a desmoronarse el orden de la casa de los Castillo, la violencia del andariego se ha apoderado del ambiente y de la tranquilidad de la pareja; hasta el punto que Blanca estalla contra lo ocurrido y contra su marido:
«-Nunca más va a pisar una persona como ésa mi casa […] Odio el terror, la brusquedad…, odio lo que no entiendo. Sí odio el odio, y te prohíbo que me lo vuelvas a traer a la casa» (Donoso 113). Nuevamente se instaura una relación entre el excursionista y el edificio inconcluso: «… y ese edificio tan inhumano como el idioma que habla el andariego, vigilando mi jardín…, no puedo…, no puedo…» (Donoso 114). En esa crisis Blanca se siente perseguida, vigilada y manda a su marido a que dé recorridos por el edificio inconcluso, para asegurarse de que no hay nadie, cosa que fascina a Francisco; después de su ataque de histeria Blanca pasa de perseguida a perseguidora y empieza a demostrar una especie de manía por los mendigos, los sigue, los observa minuciosamente y penetra lentamente en su intimidad, cosa que si hicieren con ella le causaría pánico.
Poco a poco Blanca empieza a compartir la obsesión de su marido y cuando regresa el muchacho de la mochila, más viejo y más parecido a un vagabundo, para despedirse definitivamente, se muestra maternal, sin ningún signo de temor; no los une un código lingüístico pero sí la atracción de ese mundo hostil que llama a la libertad, a las descargas tanáticas, el idioma no parece ser un inconveniente pero más adelante se mostrará como una barrera fundamental entre dos mundos irreconciliables: «Él (el muchacho de la mochila), entonces, riendo un poco, abrió la boca mostrando su lengua, indicando que qué le iban a hacer, no tenían lengua en común con la cual comunicarse y menos escribirse» (Donoso 118).
Todo parece llegar hasta aquí, la aceptación del muchacho y de su caos, pero resulta que no es el único habitante de ese caos, hay otros. Blanca y Francisco han abierto ese portal entre dos mundos irreconciliables y pagarán sus consecuencias, son señalados y a su casa llega un «paquete» que se adueña no sólo del espacio físico sino también psíquico de los personajes, Blanca recae y aunque Francisco lleva el «paquete» a la construcción de al lado, el desasosiego se ha apoderado de su casa. Es Andrés, el hijo de la pareja guiado por la razón práctica, el que decide abrir el «paquete» y dilucidar cómo la locura se va apoderando de sus padres; Francisco lo juzga, pero la trasgresión ya está hecha y decide ocultárselo a Blanca escondiendo las prendas y «porquerías», según Andrés, en el closet, en donde Blanca las descubre y culpa a su esposo y a su hijo de no respetar la intimidad del «paquete» que se les ha confiando y del que quizá dependen varias personas, no obstante al organizar y tratar de armar el “paquete” queda fascinada por una bufanda de seda y ella también se convierte en transgresora al adueñarse de ella, así se instaura un juego simbólico con las cosas del «paquete» y poco a poco la miseria de esas prendas se transmiten a las suyas, Francisco también entra en ese juego, de esta manera se asiste poco a poco a la penetración de un mundo en otro, de cómo se muestra la destrucción del orden por el surgimiento de un mundo caótico desesperante que envuelve en la confusión al lector.
Por otra parte, el edificio de al lado se llena de esos seres enigmáticos que realizan rituales «que no eran juergas de alegría y de vino dionisiaco y erótico, sino crueles verbenas tanáticas» (Donoso 137), en donde prima la destrucción, que se ha apoderado de los Castillo, no sólo con sus vestimentas de pordioseros, ni con el cambio de sus hábitos cotidianos, sino que a pesar de que el edificio, por iniciativa de ellos mismos es cerrado, se aventuran a penetrar en ese mundo vedado para ellos, el cual les atrae y al mismo tiempo repele; pero se acercan a él de la peor manera, apoderándose de lo que no les pertenece de «ese paquete» que será su perdición.
De nuevo un ser extraño ha penetrado en su espacio y ellos «se dieron cuenta de lo que el hombre venía a buscar, pero que ellos ya no estaban dispuestos a devolverle…» (Donoso 133) y haciendo uso de su pertenencia espacial llaman a la policía para que se lleve a ese «vagabundo» cuando los ladrones son ellos, pero la Rita, su empleada doméstica, ese ser que sabe todo de ellos y del que ellos no saben nada a pesar de convivir con ella por más de veinticinco años, lo deja escapar, porque ese hombre puede ser todos los hombres, ser su hermano lejano y perdido. Ante el reproche de sus patrones la Rita se va y entra en ese mundo plasmado de violencia, que lleva a aceptar a Blanca que la han perdido definitivamente porque «escondida por el idioma del rencor no se la podía rescatar ni con todo el amor del mundo» (Donoso 136).
Esas riñas que se escuchaban en el edificio inconcluso atraían a Francisco y su mujer, era un misterio que los llamaba, que se escondía en un idioma indescifrable, esa atracción los lleva a penetrar en ese mundo misterioso para tratar de esclarecer:
«-No sé…, cómo hablan…, de qué hablan, en qué están empeñados, y quizá participar en su cólera, que puede ser justificada…, por qué nos odian…» (Donoso 137), aquí cabe la afirmación de Hyppolite, citado por Bacherlard: «el alcance del mito de la formación de lo de adentro y lo de afuera es el de la alineación que se funda sobre esos dos términos. Lo que se traduce en oposición formal se convierte más allá en alienación de hostilidades entre ambos, y así la simple geometría se tiñe de agresividad» (Bachelard 251); es por ello que dos mundos completamente distintos no pueden habitar armónicamente sino es por la destrucción de alguno de los dos.
Al principio los transgresores, Blanca y Francisco, actúan como observadores pasivos de un mundo hostil y viven su doble vida de infractores, sin mayores contradicciones; hasta que regresa el muchacho de la mochila, totalmente degradado físicamente, más hostil que nunca y castigado por permitir la trasgresión de esos burgueses: «hasta que, de pronto, el muchacho de la mochila abrió su boca en la pantalla: un hueco enorme donde no había lengua, apenas un muñón, una llaga aún sangrante. Con sus dedos rabiosos hizo un breve gesto brutal de tijera que corta […] se quedaron mudos cuando, con su dedo índice, los señaló a ellos y desapareció» (Donoso 141).
A sabiendas de lo que les espera, Blanca y Francisco se dirigen al edificio inconcluso, a realizar su ritual de muerte, a ser juzgados sin derecho a defensa, a perderse en el laberinto de lo inexplicable.
Francisco Castillo no se pudo defender y defender a su mujer de esas leyes desconocidas, de ese ritual furioso que los develaba como transgresores y que necesariamente requerían un castigo, porque ellos penetraron a un mundo donde «desconocían la jerarquización de los valores que regían a los vagabundos, que llegaban a intensidades insospechadas, a una fuerza, a un orden envidiados…, ellos eran los indigentes, Blanca y Francisco, ellos eran los mendigos que llorando arrodillados […] imploraban que les enseñaran la lengua que a ellos los unía, y que la Rita parecía haber aprendido de la noche a la mañana» (Donoso 143); pero ya no había nada que hacer: ellos, que exigían el respeto por la intimidad, habían penetrado a un caos que se adueñó de sus vidas, aceptando su condena con resignación y frustración por no haber descifrado ese lenguaje que les hubiera revelado todo lo que querían saber de esos seres que poco a poco se apoderaron de su cómoda vida de burgueses y los lanzó al abismo de la destrucción, porque «cuando no se logran controlar los hilos de ese gran tejido social de la ciudad, lo que se está construyendo es una gran bomba de tiempo que silenciosamente se hace más compleja y su explosión sólo generará destrucción» (Morales 92).
La casa de los Castillo y el edificio inconcluso, paradójicamente terminan unidos en una simetría planeada por Andrés, para quien el hogar familiar sólo tiene un valor funcional, que después de la muerte de sus padres le asegura continuar su actividad como homo-faber, como el hombre trabajador que la sociedad industrial exige, para quien la casa no trasciende más que del beneficio económico que puede proporcionar; ese ser calculador convierte la casa de sus padres en un edificio gemelo al que tantos problemas les causó; dos edificios que se alzan en medio de las ruinas de lo que en otro tiempo fue un barrio tranquilo.
La estructura narrativa de la novela se vislumbra en forma circular: todo vuelve a empezar con la reconstrucción de un nuevo barrio, el bullicio que ya a nadie incomoda, porque el caos triunfó sobre el orden y ya sólo quedan en la nostalgia el recuerdo de un lejano y tranquilo barrio burgués que fue invadido por el mundo hostil de los vagabundos; es así como se puede deducir que «si es verdad que ‘nuestro mundo’ es un cosmos, todo ataque exterior amenaza con transformarlo en caos» (Eliade 47) y eso es lo que en verdad sucede en «Los habitantes de una ruina inconclusa», donde la casa se convierte en el símbolo de la familia que se hace y de la familia que se deshace, perdiéndose por los laberintos del sinsentido de su pequeño mundo burgués.
De esta manera, lo inconcluso es lo caótico. Ser habitante del caos es ser habitante del todo y de la nada, es perderse por los caminos impensables de lo indescifrable; es arriesgarse a participar de lo natural, de lo salvaje, de un mundo paralelo donde el sentir se impone sobre el pensar, donde el caos es otro tipo de orden que impone sus reglas macabras.
«Los habitantes de una ruina inconclusa» son una sociedad secreta que actúa como ese espejo pasional que muestra la cara perversa de lo humano, del juego simbólico que se quiere establecer con el «otro yo» y del que se escapa por miedo a adentrarse en la propia animalidad, sin tiempo y sin espacio.
El orden y el caos son dos instancias que se contradicen y al mismo tiempo se entremezclan en un juego de contrarios, donde sólo uno sale triunfante. El caos es destrucción, pero también implica renovación, mientras que el orden representa a la rutina y al cansancio: elegir el caos es penetrar en la muerte; elegir el orden es renunciar a las emociones y adentrarse a la dolorosa simetría de la repetición, donde no hay lugar para la contradicción. Blanca y Francisco se inclinaron por la pasión de lo desconocido, por un lenguaje caótico, que lo dice todo a pesar de lo indescifrable, en donde prima una violencia simbólica como liberación del alma salvaje, como una visión renovada del mundo. Esa elección los lanza a una muerte segura, a la que se entregan defraudados porque no lograron adueñarse de ese caos, sólo observan, pero no son partícipes de esa rabia ciega por el mundo o por los mundos. Esa pasión tanática no los posee y terminan pagando su no-iniciación en el universo de esos seres que parecen salidos de libros de fotografías exóticas, con lo único que parece no tener importancia para éstos: la vida.
BIBLIOGRAFÍA _______________
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