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La París de Lucy Barbosa.

por Carlos Barbarito
Artículo publicado el 03/12/2002

Borges considera a Buenos Aires tan eterna como el aire y como el agua. ¿Decir cosa diferente de París, de Roma, de Benarés, de Cádiz? No, da la impresión de que estas ciudades, y algunas otras diseminadas por la tierra, siempre estuvieron donde están, situadas en un eterno presente, sin pasado fundacional ni futuro bajo las llamas o la arena. Cada uno de nosotros tiene, en su mente, una París, una Roma, una Buenos Aires personal, intransferible. No importa si uno nació o no en la ciudad, si anduvo alguna vez por sus calles o no, la ciudad soñada o imaginada no es menos cierta, menos auténtica que la ciudad real, de piedra. No recuerdo con exactitud la primera vez que supe que había en el mundo un lugar llamado París. A veces pienso que siempre lo supe, como siempre supe que había una Benarés, una Roma, un Buenos Aires. Me recuerdo en mi vieja casa de infancia, en las tardes de lluvia y relámpagos, leyendo atlas geográficos llenos de nombres que me emocionaban: Timboctú, El Cairo, Calcuta, Terranova, Adén, París… Por ese entonces jamás había salido de mi Pergamino natal, incluso nunca había estado en algunos de sus barrios. Pero cada lectura significaba para mí estar allí, en esas islas, naciones o ciudades, dejar mis huellas en ellas, mezclarme entre sus gentes o bestias. Mi París es esa de la que hablaban los ajados y gruesos libros de mi niñez, el escenario de las novelas de ambos Dumas, de Sue, de Balzac, de las películas de Clair, de Renoir, diversos materiales que se funden con la París que transité durante varios días hace ya dos décadas. Lucy Barbosa, estoy seguro de ello, debe pensar algo semejante. Cualquiera puede pensar que el ojo de una cámara fotográfica es objetivo, impersonal, neutro. Entonces, aún los mismos lugares o edificios, ¿por qué aparecen distintos en las obras de cada fotógrafo? No interesa si están fotografiados desde la misma posición, con la misma óptica, incluso con la misma luz, en cada uno lo captado es diferente. Hay en el arte de la fotografía, más allá de lo técnico, de la maquinaria, una enorme porción de subjetividad, hablo de certezas, incertidumbres, sueños, miedos, deseos, represiones, que impregnan cada fotografía. Aunque haya quienes piensan lo contrario, la lente de una cámara es también un pincel. Cada fotografía de Lucy, entonces, es un aspecto de su París. Una París interior, profunda, que no muestra presencia humana directa sino la obra de los hombres, en metal y en piedra. Construcciones bajo un cielo cubierto de nubes, por entre las que, a veces, se filtra la luz del sol. Al fondo, árboles desnudos. Me detengo en las estatuas. Masas pétreas que se abrazan o combaten, que tienden sus brazos hacia quién sabe qué norte o esperanza o los alzan para defenderse de una asechanza celestial o terrena. Cuerpos destinados a la eternidad, que cumplen su destino para siempre detenidas en un acto, en un gesto, situados en ciudades que un poeta, y tantos de nosotros, juzgamos eternas. No se trata de las fotografías tomadas por turismo, incluso la propia autora llama a su experiencia errancia y no viaje. Errar es, dice el diccionario, no acertar, faltar, no cumplir con lo que se debe, divagar el pensamiento, la imaginación, la atención, andar vagando de una parte a otra. Lucy Barbosa anduvo, vagó por su París, divagó en imaginación, pensamiento y atención mientras sus pies transitaban cemento, hierba y tierra movidos por el más puro azar. Y de vez en cuando se detenía ante el hierro, el mármol, transformados por el hombre en torre o en figura Cada fotografía de Lucy Barbosa manifiesta un estado de su alma, un momento de su pensamiento, embarcados ambos en un derrotero por aguas cambiantes, diversas, caprichosas. Ahora, ¿cómo se manifiesta la vida en estas fotografías? ¿De qué modo, por qué vías se cuela la vida en estas imágenes de piedras y metales? Hasta ahora se habló aquí de metal y piedra, en apariencia sinónimos de inmovilidad. La inmovilidad es lo mismo que la muerte, lo muerto. Sin embargo, hay en las esculturas destellos de vida -pienso en Rodin, en Moore, en Brancusi-, signos de vitalidad. Es que a la piedra o al metal todo artista transfiere su pasión, su nervio, su deseo. En esto, aún más que en la técnica, radica la diferencia del arte que trabaja la piedra -o el bronce o la resina- con la piedra en bruto, metida en lo profundo del planeta o tirada en alguna playa. En su errancia por su París personal, propia, Lucy Barbosa -lo veo en su máxima intensidad en uno de los grupos de su ensayo fotográfico- captó la vida que, conferida por el artista a la materia, emana de los cuerpos que hace que superen su quietud, su frialdad. Hay en estas fotografías una nítida deleitación por tendones, músculos y nervios, tras una idea -que celebro- de encontrar latidos y pulsaciones donde otros ven apenas rigidez y silencio. Quizás Lucy Barbosa piense algo semejante a lo que una vez pensé cuando niño y sigo pensando cada vez que me enfrento a una escultura, una estatua. Son figuras que pugnan por ya no serlo y desean alcanzar la vida, adquirir un calor, un movimiento, mezclarse con los hombres y, de ese modo, ya no estar condenadas al peor de los infiernos: la eternidad -aunque muchos opinen lo contrario, no hay mejor paraíso que saberse mortal, perecedero, transitorio-. Hay en estas fotografías, me parece, una idea semejante.

En Muñíz, Buenos Aires, 2 de agosto de 2002

 

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