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Philip Roth
ha dejado de escribir.

por José Díaz
Artículo publicado el 28/05/2018

©Por José Díaz-Díaz

Philip Roth ha dejado de escribir. Paz a sus restos. La siguiente Reseña, valga como un reconocimiento a su extraordinaria consagración al desarrollo de la narrativa estadounidense.
Considerado por la crítica como uno de los cuatro novelistas estadounidenses más importantes de los últimos veinticinco años, Philip Roth, judío-americano nacido en Newark, New Jersey (1933) y postulado al Nobel durante varios años seguidos, en el 2012 fue laureado con el Príncipe de Asturias de las letras, después de ser distinguido en el 2009 con el Pulitzer de literatura. Entre otras distinciones a nivel nacional que enaltecen su carrera figuran: Premio Nacional del libro (1960), Premio Hemingway (2001), Premio Faulkner (2006) y Premio Nabokov (2007), los tres anteriores otorgados por el Pen Club. Doctor en letras honoris causa por la Universidad de Harvard (1993).

Sin embargo, todos estos reconocimientos—que fácilmente obnubilarían a un escritor de ego elevado dado «el éxito» obtenido con la totalidad de su obra— no han confundido a Roth, y por el contrario, él prefiere enunciar su verdad: reconoce que su proceso creativo es una “agonía espontánea […] extremadamente difícil, extremadamente frustrante y poco satisfactoria”, como lo expresara en una reciente entrevista. “Si pudiera dejar de escribir lo haría, pero no sé cómo hacerlo” acotaba en esa ocasión.

Su honda concepción pesimista sobre la condición humana, y no por tal menos realista, lo lleva también a condolerse por la creciente pérdida del hábito que generaciones anteriores mantenían con vigor y exultante satisfacción: la pasión por la lectura. Roth augura la «muerte del lector». “Los lectores van a desaparecer”, afirma. “Seguirá habiendo novelistas que seguirán escribiendo, pero serán leídos por menos y menos gente. Tiene que ser así. Simplemente hay demasiadas pantallas […], dentro de cincuenta años habrá la misma gente leyendo en Estados Unidos que la que lee hoy en día Poesía del Renacimiento en Latín”.

Estas inquietantes reflexiones por sí solas nos deberían impulsar a conocer a su autor. Y es que leer a Philip Roth es obligante y urgente para todo lector (incluido el hispanoamericano) que desee seguir el hilo del desarrollo de la narrativa universal de los últimos cincuenta años, porque detrás de esa novelística va a descubrir los intrincadas señales de la cultura literaria estadounidense de nuestro tiempo. A través de sus treinta y una novelas entre las cuales se encuentran: Pastoral Americana (premio Pulitzer 2009), Operación Shylock (1996), El lamento de Portnoy (1997), Me casé con un comunista (2000), La mancha humana (2001), La conjura contra América (2004), El animal moribundo (2006) Indignación (2008), Némesis (2010); Roth disecciona y critica el comportamiento del ser norteamericano de las últimas décadas; desguaza la conciencia de ese animal masificado, político-cultural y erótico desde sus ancestros y valores impulsados por los «Padres fundadores», para golpear donde debe golpear y salvar lo que es éticamente salvable de las transformaciones que han caracterizado la historia de la vida de los estadounidenses hasta el momento actual.

Me limitaré en esta reseña, a anotar algunas señales literarias que, a mi modo de ver, el genio y la inspiración narrativa de Roth puntualiza en El animal moribundo y que de manera particular, patentiza la impronta de su novelística. Dos personajes centrales: el profesor universitario David Kepesh (alter ego de Roth y narrador personaje en primera persona) un hombre seductor, inteligente y culto, de setenta y dos años y su amante y ex-alumna, de origen cubano Consuelo Castillo (de veinticuatro años) sirven de eje donde convergen los más sentidos e intrincados temas de relación de pareja y de la sociedad en la cual viven. Los escenarios exteriores donde transcurre el drama son Manhattan, Nueva York y Estados Unidos. Los detalles de época y ambientación: desde los años sesenta hasta el año dos mil.

Igual que en sus otras novelas—pero siempre superándose a sí mismo— el autor conforma en su texto un retrato, una ventana, desde la cual nos desvela su mirada sobre la identidad cultural y étnica, sobre la creación artística, sobre los movimientos sociales (hippies, revueltas de 1968, etc.) que dejan al hombre de hoy despojado de cualquier concepto seguro a seguir en la búsqueda de una explicación válida para expresar sus vidas y sus destinos de seres cuyo final ineludible es la incomprensión y sinsentido de la muerte.

Con un estilo directo y descarnado, fluido e incisivo— propio del narrador en primera persona— la trama de la novela va desenvolviendo con desenfrenada profundidad el hilo de secuencias rememoradas por Kepesh y contadas al narratorio( su amigo George), para clavarles sin dilación alguna su valoración ética. Trata de la juventud y de la seducción, de la vejez y la pulsión omnipresente de la muerte; del eros y el tánatos; de la belleza física y de su decadencia; de la obsesión de los celos (…de la deliciosa imbecilidad de la lujuria…) y del poder del hombre sobre la mujer y de la mujer sobre el hombre. Trata sobre el sexo como arma de doble filo que puede darle coherencia a la existencia pero que también puede echar por la borda la disciplina más férrea. Habla sobre el matrimonio como un acuerdo social facilista y cobarde y habla sobre el enamoramiento como un abandono de la identidad personal. La fuerza de los cambios conquistados en la década de los sesenta por los movimientos juveniles en la sociedad estadounidense, le sirve de marco histórico para ambientar sus personajes. Habla también del concepto de pornografía,dentro del contexto argumental de El animal moribundo. A propósito, leamos el siguiente fragmento:

“… ¿Cómo cautivo yo a Consuelo? La idea es moralmente humillante, pero ahí está. Ciertamente, no voy a retenerla prometiéndole matrimonio, pero ¿de qué otro modo puedes retener a una joven cuando tienes mi edad? ¿Qué puedo ofrecerle aparte de eso en esta sociedad de leche y miel de libre mercado sexual? Y ahí es donde empieza la pornografía. La pornografía de los celos. La pornografía de la autodestrucción. Estoy arrobado, estoy subyugado y, no obstante, estoy subyugado fuera del marco. ¿Qué es lo que me sitúa fuera? Es la edad. La herida de la edad. La pornografía en su forma clásica es estimulante durante cinco o diez minutos antes de que resulte más bien cómica. Pero en esta pornografía las imágenes son dolorosas en extremo. La pornografía corriente es el esteticismo de los celos. Elimina el tormento. ¿Qué… por qué «esteticismo»? ¿Por qué no «anestésico»? Bueno, quizá ambas cosas. La pornografía corriente es una representación. Es una forma de arte decadente. No consiste sólo en una simulación, sino que es patentemente insincera. Deseas a la chica de la película porno, pero no sientes celos de quien se la está tirando, porque él se convierte en tu sustituto. Totalmente asombroso, pero tal es el poder del arte incluso decadente. Él se transforma en un doble, está a tu servicio, y eso elimina el escozor y convierte el acto en algo agradable. Como eres un cómplice invisible del acto, la pornografía corriente elimina el tormento mientras que la mía conserva el tormento. En mi pornografía no te identificas con el saciado, con la persona que lo está consiguiendo, sino con la persona que no lo consigue, con la persona que lo pierde, con la persona que ha perdido […]”.

En la medida en que avanzamos en la lectura de El animal moribundo, podemos sentir asco o admiración; aturdimiento, vergüenza o asombro y, como cuando estamos a las puertas de algo grande, fascinación. Gracias a la pluma despojada de retórica y de artilugios, en donde la poesía anda escondida entre el tono realista y desconsolado de un angustiado existencial, la desnudez y sabiduría de un escritor como Roth sigue la orden de Nietzsche de «escribir con sangre», asumiendo con valentía una realidad trágica que a la postre nos ahoga en su verdad, las más de las veces, amarga y dolorosa.

Pero para comprender y entender con sentido ecuánime a Philip Roth, tenemos que transitar— para fortuna nuestra— por la lectura de las obras de aquellos clásicos de la psicología y de la literatura erótica que le dan entorno, consistencia y peso específico a la singularidad del arte de narrar rothiano. Es menester que recordemos a Freud y sus planteamientos sobre el placer y el dolor amén de transitar por la narrativa del marqués de Sade. Debemos continuar la lectura con la obra cumbre del erotismo, me refiero a Historia del ojo, de George Bataille y regalarnos con las exquisiteces de La Lolita de Vladimir Nabokov. Quizás debamos releer algunos de los Trópicos de Henry Miller y condimentarlo con algún poema de Charles Bukowski. Tal vez de esa manera podríamos vanagloriarnos, de que teníamos vivo, hasta hoy, a uno de los grandes de la literatura nacional estadounidense.

Desde hoy, 22 de mayo de 2018, la posteridad mantendrá viva su presencia.

 

 

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