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Santa Evita de Tomás Eloy Martínez y la metanarración

por Marcelo Coddou
Artículo publicado el 10/07/2011

El lector requerido por el cuerpo del relato en Santa Evita tiene que ir más allá del papel que, como tal, habitualmente cumple. El carácter metanarrativo [1] que por varias instancias asume el discurso de la novela, implica la existencia de un receptor atento no sólo a la historia narrada, sino también a las informaciones que se le proporcionan sobre la composición de esa historia. Hay, además, toda una metateoría de la narración incluida en el discurso ficticio. Éste se torna, así, orientado tanto hacia el referente extratextual como hacia la historia fabulada y hacia sí mismo, en proceso reflexivo casi permanente (en realidad presente siempre, aun cuando ello por momentos no se ofrezca de modo explícto).

Santa Evita obliga al lector «tradicional» [2] a superar sus hábitos establecidos de lectura de textos narrativos y, con ello, le exige cuestionar sus principios estéticos y hasta su posición ante la realidad.  Hay en Santa Evita un entrecruzamiento de discursos: el del relato propiamente tal y el de las indicaciones extra-relato, pero éste formando parte del primero, ya que la historia narrada incluye, como decíamos, la historia de su composición. De tal modo se constituye el texto, que el metatexto es más una configuración suya que simple explicación subsidaria. Pasa a ser parte del cuerpo del relato. Lo que nos interesa saber ahora es a qué obedece este especial tratamiento de su material narrativo por parte del autor. Y quien mejor ilumina esta fundamental cuestión que nos preocupa es el propio TEM.

En efecto: reconociendo que las operaciones sobre escribir y reflexionar sobre lo escrito han sido siempre de una tensión extrema en Hispanoamérica –«donde hasta la historia y la política nacieron como ficción» [3] –, TEM se preguntaría:

¿De qué modo la crítica podría orientarse en un campo cultural [4] donde todo tiende a ser ficción y donde la realidad es presentada a la vez como profesía, como pasado, como verdad inverosímil, como mito, como conspiración o como invocación mágica? Para entender ese magma,la crítica observa cada texto como un universo en el que hay múltiples códigos; en la tradición cultural de América Latina, nada es nunca lo que parece. Nada podría ser nunca lo que parece porque la realidad se mueve a ritmo de vértigo: los valores, los discursos, las famas, las fortunas, los mitos. Lo que ayer estaba acá, hoy está en otro lado, o no está.

Esta posición frente a la realidad— y es el mismo TEM quien se encargó de señalarlo– entronca con algunas de las corrientes de pensamiento más dominantes en las últimas décadas: las de Foucault, Derrida; los conceptos de narratividad y representación de Hayden White «y hasta los ataques de Roland Barthes a la supuesta objetividad del discurso histórico tradicional». Modalidades del pensar que a TEM le llevaron a concluir que «escribir no es ya oponerse a los absolutos, porque no quedan en pie los absolutos» (id., ibídem). De Foucault, por ejemplo, acepta la idea de que el poder construye su verdad valiéndose de una red de producciones, discriminaciones, censuras y prohibiciones. Y como lo que ha sobrevivido es el vacío, éste comienza a ser llenado –sigue reflexionando TEM–no por una versión que se opone a la oficial, sino por infinidad de versiones. Polaridades, etnocentrismos, márgenes, géneros: la mirada se mueve de lugar, sintetizó bien el escritor argentino. A lo que agregaría: ya no podemos dialogar con la historia como verdad, sino como cultura, como tradición [5].

Partiendo del hecho de que en cada texto de esa cultura hay multiplicidad de códigos y que en su aparición y aceptación se ha ido muy lejos, él, como autor de Santa Evita, pensó que era posible ir aún más allá. Y fue así como decidió ir revelando las fuentes, tanto las reales como las inventadas de la trama ficticia imaginada a partir de un referente histórico. Y hacerlo a medida que la novela avanzaba:

se puede escribir, creo, de dónde fue brotando cada elemento del relato, ir compartiendo con el lector el laboratorio secreto de cada fragmento. El lector es ya un cómplice [6] [subrayo yo]. ¿Por qué no pasearlo entonces por todas las costuras del tejido? De ese modo puedo ir al centro del mito, enfrentarme a la historia como cultura, situarme en un espacio no autoritario, no cerrado, en un espacio que expone sus pasos en falso, sus nudos mal hechos, sus tropiezos, los juegos de la palabra y del documento.

Lo recién citado nos lleva a pensar en la conexión que, de modos muy ricos, matizados y complejos, guarda Santa Evita con Rayuela. Estudiando la «influencia» de esta última en la prosa argentina actual, la mencionada Rita Gnutzman llegó a la conclusión que podría resumirse en una serie que ella enumera y de la cual cito los rasgos que tienen fuerte presencia en la escritura de TEM:

– el tema de la literatura en la literatura: el texto en autorreferencia
– la inclusión del lector en el proceso literario
– la mezcla de los géneros
– el uso definitivo de la lengua coloquial (que incluye a la del narrador)
– la fragmentación de la historia
– el abandono de la cronología
– el uso de las técnicas de la corriente de la conciencia (el monólogo interior y el estilo indirecto libre)
– los cambios de perspectivas.

De ninguna manera estoy proponiendo que estos rasgos caracterizadores de Santa Evita procedan en ella directa y mucho menos exclusivamente, de Cortázar. Más bien lo que intento sugerir es que TEM, por pertenecer a un momento de la narrativa argentina posterior a Rayuela –a la que A. Prieto señaló, según recuerda Gutzman, como la que marcó una «verdadera división de las aguas» [7] en la literatura argentina–, es en este espacio abierto por Cortázar en el que se movía TEM. Podría proponerse que todos los nuevos experimentos –como los de Santa Evita— nacen bajo el signo de Rayuela. Cuando la mencionada Rita Gnutzman le consulta a Daniel Moyano sobre los elementos que destacaría en la obra de su compatriota, el autor de Libros de navíos le respondió:

lo primero que siento cuando leo a Julio: alegría. Alegría con placer…uno siente que con él la literatura deja de ser esa cosa  adusta que nos imponían nuestros escritores españolizantes, como Enrique Larreta o Arturo Capdevilla…Nuestra literatura era de cuello duro, solemne, aspirábamos a escribir bien como lo hacían los españoles, no nos animábamos a usar nuestra propia habla. Nos enseñó a mirarnos de otra manera…A dejar de mirarnos el ombligo, a burlarnos un poco de nosotros mismos para conocernos mejor…Nos hizo ver que se podría salir de la vocación fatalista de los tangos y entrar en el mundo lúdico del jazz [8].

Mucho se ha escrito sobre la lección que Rayuela les significó no sólo a los argentinos. Lo resume bien esta proposición de J.S.Brushwood:

la influencia de Cortázar (…) ha sido tremenda, no sólo como innovador de la novela abierta, sino también, en términos más amplios, como desafío ante lo tradicional. Muchos escritores encuentran la actitud tan importante como las técnicas, porque establece un ambiente de libertad para la creación [9].

Y es esta actitud cortazariana la que veo dominante en TEM, quien, por lo demás, nunca dejó de hacer explícita su admiración por el autor de 62 Modelo para armar –lo hizo aún dentro de Santa Evita— a quien sitúa junto a Borges, Bioy Casares, Bianco y Manuel Puig en lo que llamó «el canon argentino» inmediatamente anterior al fin del siglo XX. Así lo estableció en un ensayo en que analiza precisamente el «problema» de un «canon argentino dominado por la sombra terrible de Borges». Y resulta pertinente, en este instante de nuestro análisis, recabar en qué consiste, según TEM, esa «sombra terrible de Borges», pues será precisamente Cortázar el fundamental de los  escritores  que primero supieron buscar su propia luz en medio de algo que había afirmado Borges en su ensayo «El escritor argentino y la tradición» [10].

Según TEM, ese escrito borgeano «influyó sobre la literatura argentina posterior con más énfasis que ningún otro instrumento teórico o ejercicio narrativo» [11]. Tras reconocer algunos de sus efectos beneficiosos (que la literatura no debía seguir en las facilidades del costumbrismo y el suponer que la cultura argentina puede apropiarse sin complejos de toda la cultura occidental), califica de letal otros párrafos de esa conferencia en la que Borges afirmara, por un lado, que «La urna» de Banchs debe su identidad argentina al «pudor» y a «la reticencia» que adornan sus páginas y, por otro, la insistencia de Borges –es cierto que no en este artículo suyo sino en otro de la misma época–, de que era «desventurado» para un escritor publicar un libro de venta masiva. TEM sostiene que el «mandato» de Borges fue acatado de inmediato:

Para ser argentino, para ser un «escritor de acá» –interpreta TEM–, era preciso negarse a ser sentimental o a escribir libros que sufrieran la desventura de vender algunos miles de ejemplares. Muchas de las mejores novelas que se publicaron desde ese entonces en Buenos Aires abusaban de la paciencia del lector y buscaban provocativamente su tedio y su descontento. Algunas, también, borraban cuidadosamente hasta la más inocua expresión de los sentimientos, como si se tratara de algo ajeno a la condición humana. Poner distancia, volverle las espaldas al lector era, se ha dicho, la marca de lo literario en un texto.

Dos conclusiones importantes me parece que se desprenden de estas reflexiones de TEM. Una: atreverse a desobedecer ese imperativo borgeano significaba establecer una ruptura, una verdadera división de las aguas, eso que, como viéramos, cumplió Cortázar con Rayuela. Segunda: es en la línea cortazariana que se moverá el autor de Santa Evita. Recordemos lo sostenido alguna vez por Carlos Fuentes y que sin duda TEM habría suscrito plenamente:

Lo llamé un día [a Cortázar] el Bolívar de la novela latinoamericana. Nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, capaz de todas las aventuras. Rayuela es uno de los grandes manifiestos de la modernidad latinoamericana, en ella vemos todas nuestras grandezas y todas nuestras miserias, nuestras deudas y nuestras oportunidades, a través de una construcción verbal libre, inacabada, que no cesa de convocar a los lectores que necesita para seguir viviendo y no terminar jamás.[12]

Antes de analizar algunas de las instancias metanarrativas de Santa Evita, reflexionemos, en la dirección y medida que nos interesa para nuestros propósitos, sobre el papel del narrador en la ficción, con el fin de afinar las observaciones que antes hemos hecho. Sostiene Vargas Llosa que en una novela de nuestros días  la credulidad que el narrador quiere mantener por parte de su lector sólo se logra a través de lo narrado o, con más precisión, «a través de un narrador disuelto en lo narrado» [13]. El escritor peruano está contrastando la omnisciencia, omnipotencia, exuberancia, visivilidad y egolatría que hacen al narrador de Los miserables el personaje principal de la novela, con la desaparición del narrador personal en la narrativa contemporánea, desde Flaubert hasta el presente. Siendo esto así, resulta más sorprendente y admirable lo conseguido por TEM en Santa Evita, en donde el narrador es figura capital. Y lo es por la función que cumple y por las modalidades de su presencia. Si en la obra mayor de Víctor Hugo hay efectivamente un narrador con las características apuntadas por el autor de Conversación en la catedral,  ese narrador que opina, que permanentemente interpola en el relato reflexiones morales, asociaciones históricas, críticas explícitas a la sociedad, en Santa Evita sucede algo muy distinto. La silueta del narrador en este caso nunca se antepone a la de los personajes hasta borrarlos, aunque por largos pasajes se convierta en verdadero centro del relato. Está ahí porque parte importante de la historia que se narra –como adelantáramos– es precisamente la del proceso de elaboración de la novela.

Citemos nuevamente a Vargas Llosa en su estudio sobre el narrador en la novela del romántico francés. Ello nos permitirá visualizar las grandes y decisivas diferencias que éste mantiene con aquél del novelista argentino, no obstante sus aparentes semejanzas:

monarca absoluto del conocimiento, está enterado de los hechos y de sus motivacioners, de las causas mediatas e inmediatas, de los resortes psicológicos de las conductas, de los repliegues más tortuosos del espíritu, y con frecuencia siente la necesidad de suspender su relato para instruirnos sobre su ubicua sabiduría (31) [14].

Nos corresponde ahora atender a algunos de los pasajes de Santa Evita en que se hace manifiesto el carácter metanarrativo del texto. Inapropiado , e inútil, sería pretender agotar su consideración. Más bien lo que cabe es puntualizar los órdenes en que ese carácter se ofrece, un trazar las líneas fundamentales de su presencia, que procure, así,  ver los cometidos con los que cumple.

El lector de Santa Evita oye en las primeras páginas de la obra a un narrador impersonal, que se encuentra al margen de los acontecimientos que relata, sin implicación ni referencia a sí mismo. Pero, muy pronto, se hace presente, aceptando, al mismo tiempo, que tiene un narratario al que destina su relato y al que alude directamente, integrándolo en el texto, ése a quien Genette denomina narratario «extradiegético» (exterior al texto pero aludido e interpelado), y que sirve de nexo entre el narrador y el lector, que ayuda con su presencia convocada a precisar el marco de la narración y, más indirecta que directamente, sirve en definitiva hasta para caracterizar al mismo narrador que lo interpela. Éste pareciera atender a las necesidades que el lector tiene de que se pongan de relieve determinados temas. Es también como si hiciera progresar la intriga. Lector cómplice en el sentido que las morelianas de Cortázar le dan el término y, de ninguna manera, alguien a quien el narrador tiene en mente sólo para complacerle. [15]

En Santa Evita muy tempranamente encontramos dudas en el discurso de la instancia narrativa. Por ejemplo: «¿Qué día es hoy, se dijo [Evita], o tal vez se dijo» (16). Esa inseguridad está muy lejos de las certezas absolutas de un narrador omnisciente y va preparando al lector para que, cuando sea apelado, directa o indirectamente, reconozca la índole más decididamente personal de quien relata.

La primera señal clara de que en Santa Evita tratamos con un narrador personal se encuentra  ya muy encaminado el relato [16]. Allí el discurso impersonal  alterna con el decir de un yo que se manifiesta explícitamente: «ciertos apuntes del Coronel–de los que tengo copia– dan acaso en la tecla», leemos. Se trata de un yo que, junto al discurso asertivo, seguro de lo que formula– de los que tengo copia–, usa otro más dubitativo, con términos como ese acaso de la cita reciente. Antes de él encontramos un «tal vez» y después un «¿serían tal vez?«, expresiones de dudas y vacilaciones  por parte de la que inicialmente se ofrecía marcadamente como instancia narrativa personal y omisciente. Ahí mismo, en la página en que se nos manifiesta el yo que afirma «de los que tengo copia» (28), aparece también por primera vez la actitud reflexiva sobre el proceder de quien escribe. Tras indicar de dónde se ha obtenido la información precisa que proporciona en ese instante [17], agrega la siguiente consideración: «pero sólo un historiador convencional toma al pie de la letra lo que le dicen sus fuentes» (28).

Es la primera muestra clara que se nos da en la novela no tan sólo de que ésta tiene un narrador personal, sino de cómo él procede en la conformación de su relato: atiende a fuentes documentales y lo hace con prudencia rigurosa, exigente de persistente reflexión crítica. Pocos párrafos más adelante se utiliza otro recurso muy poco acostumbrado en un  texto narrativo: la nota a pie de página. En ésta el yo se enuncia explícitamente informando al lector acerca de cómo obtuvo conocimiento del final de Evita de parte de la madre de ésta «la única vez que la vio» (40). Más aún: en esa misma nota se puntualizan, con precisición total, datos sobre una interpretación de Evita en una radionovela cuyos título, autor, fecha y lugar de difusión se señalan puntillosamente. Se logra con ello  lo que el novelista pretende: ser absolutamente convincente ante el lector sobre la «realidad» de lo que le está narrando. El procedimiento resulta tan eficaz precisamente porque la modalidad de presentación de los hechos no acepta recusación posible. El lector olvida completamente que está frente a un texto ficticio y se deja llevar por la veracidad –que no mera verosimilitud–de lo que se le está diciendo.

Igual acontece cuatro páginas más adelante en que, a la lectura de la carta que Evita le había enviado a Perón el primer día de su viaje a Europa, se le agrega una nueva nota a pie de página, con el comentario: «parece una parodia pero no lo es» y con la indicación precisa –fichas bibliográficas nuevamente incluídas– de tres libros que las reprodujeron. Después de estas afirmaciones «documentadas», al lector no debería caberle duda alguna de la autenticidad de la carta de respuesta a Evita que Perón le habría enviado a Toledo, «al día siguiente de recibir la mía», según le dice Evita a su madre, que la acompaña en su lecho mortuorio.

Pero será en la página 55, al finalizar el Capítulo 2, en que de un modo muy abierto el narrador se refiera a su trabajo como novelista y a hechos del mundo ficticio que ha ido configurando. Es así como señala, por ejemplo, lo siguiente: «en esta novela poblada por personajes reales, los únicos a los que no conocí fueron Evita y el Coronel». Pasa después a contar cómo logró, tras muchas postergaciones, ser recibido por la viuda de Moori Koenig, a quien le habría referido «que estaba escribiendo una novela sobre el Coronel y Evita y que había iniciado algunas investigaciones» (56). De modo que desde ese instante ya no puede haber sino plenas certezas de que: a) el narrador es personal; b) que se presenta como el autor del texto que estamos leyendo; c) que lo vamos a acompañar en el proceso mismo de la escritura, en la cual se incluye el relato de cómo va escribiéndola, de las dificultades que confronta, etc. y d) que el autor, TEM, no sólo no permanece en la sombra sino que también nos indica explícitamente los modos en que maneja los hilos de la trama, de la que él mismo forma parte, aún en los largos y numerosos pasajes en que queda afuera o al margen de los acontecimientos que relata, sin implicación ni referencias a sí mismo, pasajes que parecen ser relatados en 3a persona por un narrador omnisciente.

Con respecto a su relación con la historia narrada, su papel es muy complejo: forma parte central de ella, puesto que de modo considerable, según observamos, ésta comprende el relato de su misma escritura, al mismo tiempo que se comporta como un testigo de otros hechos, los por él mismo investigados y transfigurados por la ficción [18]. En cuanto a su relación con los (otros) personajes se asumen en Santa Evita las tres posibilidades sugeridas por Jean Pouillon [19], recogidas por Todorov en lo que él denomina «aspectos del relato» [20], tomando este término en una acepción próxima a su sentido etimológico de «mirada»: visión «por detrás», visión «con» y visión «desde fuera» de los personajes.

Constitutivo de esta modalidad metanarrativa  que ofrece Santa Evita es también el empleo de la prolepsis. Por ejemplo, en el mismo pasaje que acabamos de atender, el diálogo con la viuda del Coronel termina cuando ésta le profetiza al narrador: «si va a contar esa historia debe tener cuidado. Apenas empiece a contarla, usted tampoco tendrá salvación» (59). Hay aquí un esbozo de ese tipo de relato que Todorov denomina «predictivo», pues alterándose el orden de exposición de los sucesos, en este instante se anticipa ya lo que efectivamente va a sucederle al narrador por estar intentando contar la historia del cadáver embalsamado de Evita.

El capítulo siguiente sugestivamente se titula «contar una historia» y, aunque la frase, como la de todos los títulos de los 16 capítulos del libro, pertenece a Eva Perón –o se le atribuyen–, resume muy bien lo que la novela misma es: cuenta una historia, pero además cuenta cómo se fue armando tal cuento. La frase de apertura del capítulo es: «Después de aquél encuenro [con la viuda del Coronel] pasé varias semanas en los archivos de los diarios» (61). Y la del párrafo siguiente enuncia: «a medida que me iba hundiendo en las parvas de papeles, descubría más y más indicios de que los cadáveres no soportan ser nómades» (íd). Se ven aquí muy nítidos los dos niveles: uno es el del contenido temático de la narración y otro el de la exposición franca de cómo se procede para dar forma a tal contenido.

Más aún: según sostiene el hace poco citado Genette, otra de las funciones del narrador es la «ideológica», consistente en las intervenciones o comentarios explicativos o justificativos del narrador sobre el desarrollo de la acción. En el caso de Santa Evita,  TEM no acata la convención de la novela realista, que pide la retirada del autor del escenario de la acción sino que, por el contrario, se funde su figura con la del narrador, con lo que puede permitirse, sin que con ello perturbe al lector, no sólo articular el relato según su código peculiar, sino también proyectar, sin vacilaciones, los esquemas de valores, las concepciones de mundo, sus certezas e inseguridades que se derivan de la obra en su conjunto. Cito a modo de ejemplo un largo párrafo constituido justamente por reflexiones, que incluyen, pero no se limitan, al ámbito de la naturaleza de la literatura y su función, indicadoras, por ello, del por  qué de la novela que estamos leyendo, la razón misma de su existencia:

Las almas tienen su propia fuerza de gravedad: les disgustan las velocidades, el aire libre, el ansia. Cuando alguien rompe los cristales de su lentitud, se desorientan, y desarrollan una voluntad de maleficio que no pueden controlar. Las almas tienen hábitos, apegos, antipatías, momentos de hambre y de hartura, deseos de irse a dormir, de estar solas. No quieren que se las saque de su rutina porque la eternidad es eso: rutinas, frases que se encadenan interminablemente, anclas que las amarran a cosas conocidas. Pero así como detestan ser desplazadas de un lugar a otro, las almas también aspiran a que alguien las escriba. Quieren ser narradas, tatuadas en las rocas de la eternidad. Un alma que no ha sido escrita es como si jamás hubiera existido. Contra la fugacidad, la letra. Contra la muerte, el relato (62).

A esa extensa formulación de convicciones, propuesta de modo sentencioso –aceptable por venir del autor, ser libérrimo, a diferencia del narrador, entidad casi totalmente dependiente del autor–, sigue el relato de las direcciones y dimensiones que adoptó la relación entre su escritura y el objeto –ya no objetivo– de ésta: Evita. Estamos aquí en el centro mismo del hecho literario llamado metanarración, que, como recordáramos y estamos viéndolo, constitye un discurso narrativo que trata de sí mismo, que narra cómo se está narrando. Lo singular, en este caso, es que no sólo se refiere a modalidades de configuración de la materia narrativa y a la materialización de los aspectos formales del texto,  sino que se abre a consideraciones sobre las relaciones que como escritor mantiene con el objeto de su escritura:

desde que intenté narrar a Evita advertí que, si me acercaba a ella, me alejaba de mí. Sabía lo que deseaba contar y cuál iba a ser la estructura de mi narración. Pero apenas daba vuelta la página, Evita se me perdía de vista, y yo me quedaba asiendo el aire. O si la tenía conmigo, en mí, mis pensamientos se retiraban y me dejaban vacío (63).

Luego nos informa que ha elaborado otras versiones de la novela, de las cuales nos indica instancias descartadas, muy análogas en su contenido último a las que encontramos en la formulación final que leemos, pero que fueron rechazadas por un principio de rigurosidad en su configuración literaria:

ciertas frases, en las que trabajé durante semanas, se evaporaron bajo el sol de la primera lectura, sajadas por la impiedad de un relato que no las necesitaba (63).

Interesante resulta también una modalidad de intertextualidad que se suma a otras también presentes en la obra: la llamada intertextualidad restringida y que consiste en la relación entre textos de un mismo autor. En Santa Evita el narrador nos confiesa:

recordé el tiempo en que anduve tras las sombras de su sombra [de Evita], yo también en busca de su cuerpo perdido (tal como se cuenta en algunos capítulos de La novela de Perón…) (64).

Pero esta entrada en el taller del escritor no se limita a lo que hemos anotado: se amplía hasta el punto de que podamos enterarnos de lo cumplido por él en su intento por escribir una «biografía» de Eva Perón («y que debía llamarse, como era previsible, La perdida ) (64) [21], material a partir del cual se configura la novela. Se nos comunica que mantuvo conversaciones con la madre, el mayordomo de la casa presidencial, el peluquero, su director de cine, la manicura, la modista, dos actrices de su compañia de teatro, el músico bufo que le consiguió trabajo, etc. Sus testimonios irán efectivamente apareciendo a lo largo del relato. En esto hay algo del procedimiento periodístico que, según ya lo señaláramos, TEM deliberadamente quiso cumplir en la elaboración de su novela. En ésta, además de lo dicho, se nos comunica a sus lectores el por qué de la selección de sus informante: «no los ministros ni aduladores de su corte», sino «las figuras marginales» ya que -confiesa el autor y con ello indica la dimensión que le interesa del personaje histórico–:

lo que a mí me seducía eran sus márgenes [los de Evita], su oscuridad, lo que había en Evita de indecible. Pensé, siguiendo a Walter Benjamin, que cuando un ser histórico ha sido redimido se puede citar todo su pasado: tanto las apoteosis como lo secreto (64).

Y todavía más: el texto nos comunica varios de los motivos que le dieron origen. Vale decir: su autor nos narra no sólo el cómo lo estructuró sino también qué provocó su existencia. En este capítulo decisivo que estamos apostillando, «Contar una historia», se anuncia uno de esos motivos pero no se le da desarrollo, con lo que se consigue crear un suspenso de gran fuerza, entrañablemente trabado a la trama misma de la novela. Se nos revela:

fue un fracaso aún más hondo [ya ha contado otros de índole diversa] el que dio origen a este libro. A mediados de 1989 yacía yo en una cama penitencial de Buenos Aires, purgando la calamidad de una novela que me nació muerta, cuando sonó el teléfono y alguien me habló de Evita. Nunca había oído antes aquella voz y no deseaba seguir oyéndola. Sin el letargo de la depresión quizás habría cortado. Pero la voz, insistente,  me hizo levantar de la cama y me internó en una aventura sin la que Santa Evita no existiría. No ha llegado el momento aún de contar esa historia, pero cuando la cuente se entenderá por qué (64).

Y efectivamente no será sino al final mismo de la novela que veremos llenar las expectativas creadas por el anuncio de esta situación crucial, cuyo incierto desenlace nos ha mantenido en vilo. Observarlo nos permite apreciar, una vez más, la extraordinaria eficacia con que TEM supo utilizar la metaficción como discurso narrativo, no sólo de ninguna manera intruso en el relato sino, por el contrario, cabalmente integrado en él. Si en la trama que podríamos llamar central los protagonistas –uno de ellos el mismo TEM, el autor del texto que leemos–, están sometidos a la permanente amenaza de fuerzas invisibles, que provocan un estado de angustia creciente en el ánimo de los personajes y del lector, esto ocurre también con la dimensión de esa trama que es la que reflexiona y narra sobre el proceso y origen del escrito que se está leyendo. Nos preguntamos, con la misma ansiedad que sentimos en las novelas y el cine de suspense–la obras de William Isish, Holding,  R.Bloch, las películas de Hitchcock– en qué consiste ese hondo fracaso al que alude el narrador que dio origen a la novela y cómo se internó «en una aventura sin la que Santa Evita no existiría» (64).

Además de hablar del origen, la estructura y las motivaciones de su escritura, el autor-narrador proporciona la imagen que él ve y sugiere veamos de la novela:

Si (…) se parece a las alas de una mariposa –la historia de la muerte fluyendo hacia adelante, la historia de la vida avanzando hacia atrás, oscuridad visible, oxímoron de semejanzas–también habrá de parecerse a mí, a los restos de los mitos que fui cazando por el camino, a la yo que era Ella, a los amores y odios del nosotros, a lo que fue mi patria y a lo que quiso ser pero no pudo. Mito también es el nombre de un pájaro que nadie puede ver, e historia significa búsqueda, indagación: el texto es una búsqueda de lo invisible, o la quietud de lo que vuela (65).

Según ya hemos propuesto, fragmentos como el recién citado hacen recordar las morelianas de Rayuela: proporcionan claves de lectura que permiten que ésta sea más adecuada, no sólo porque reponde a la voluntad autorial, sino porque obliga al lector a una consideración cuidadosa de lo que se le está pidiendo apreciar. Por ejemplo: ¿cómo no valorar  lo justo que resulta ver en Evita –el personaje histórico  y su transfiguración literaria en esta novela–  lo que fue Argentina y lo que quiso ser y no pudo ? O sea, el discurso narrativo orienta, sin ser por esto, imposición de lectura. Nos lleva a una especie de diálogo que nos tiene como interlocutores silentes, pero muy atentos al decir del narrador, interesándonos tanto en el entramado fundamental del relato que éste arma como en el proceso mismo de su conformación.

Junto  al reflexionar sobre los más diversos aspectos de la transfiguración literaria que de hechos reales es la novela, este discurso metaficcional apunta también a preocupaciones que son medulares cuando se trata de un texto que parte de la Historia. Así, por ejemplo, el narrador nos dice que en el arduo trabajo de reaprendizaje de la escritura que le significó elaborar Santa Evita

los personajes conversaban con su voz propia a veces y otras con voz ajena, sólo para explicarme que lo histórico no es siempre histórico, que la verdad nunca es como parece (65) [22].

TEM dedicó muchas páginas ensayísticas suyas al planteamiento y consideración de las relaciones entre Historia y Verdad, lo problemático que le resultaba aceptar como definitivamente válida lo que parece verdad irredargüible. Resulta efectivamente interesante que eso «se lo explicaron» los personajes de su novela. Esto es: en el transcurso de imaginar lo que en definitiva es ficción, fue encontrando lo discutible que son las certezas que se ofrecen como definitivas. De allí que también pueda poner en discusión frases famosas que se le atribuyen a Evita, como esa inventada por creadores de mitos, «Volveré y seré millones», y concluir «Nunca existió, pero es verdadera». Lo mismo podría decirse con respecto a otra frase, ésta inventada por el propio TEM y que se la cree de Evita, quien le habría dicho a Perón el día en que lo conoció: «¡Gracias por existir!».

De esta índole, compleja, son, entonces, los gestos metanarrativos de Santa Evita. Reitero que el narrador emplea, una y otra vez, expresiones que refuerzan su presencia personal y garantizan la fiabilidad de sus acertos. Por ejemplo «leí en los diarios» es frase que intercala en el relato del proceso de petición de canonización de Evita que se quiso iniciar aún antes de su muerte. «Recuerdo», «he oído», y muchas otras afirmaciones como éstas acompañan permanentemente a lo narrado: como hemos puntualizado, son componentes de un discurso metanarrativo, ya que indican la supuesta procedencia de los hechos narrados. Digo supuesta pero el tipo de ficción al que pertenece Santa Evita es el que TEM reconocía como ficciones verdaderas, esas que tienen un antecedente real, documentable. En el caso de sus novelas las fuentes a las que acudía son, como hemos subrayado, de muy diversa índole: testimonios oídos y leídos de preferencia, además de esos escritos literarios con los que guarda relación intertextual [23].

Un ejemplo más de cómo procede el narrador –ya he dicho que no pretendo revisarlos todos–: tras relatar con pormenores la empresa del talabartero Raimundo Masa con su familia, la más famosa entre muchas otras que la novela cuenta, el narrador nos indica:

encontré un ascético relato sobre la partida de la familia Masa en el diario Democracia, pero los pormenores de la travesía completa, narrados con lo que entonces se llamaba «lenguaje poético» están en el último número de octubre de Mundo Peronista. Pasé algún tiempo rastreando a los hijos de Raimundo Masa (…) (75)

Nuevamente tenemos al novelista contándonos cómo compuso un pasaje concreto de su novela, de dónde obtuvo el relato que, recompuesto, transfigurado, nos ofrece. Todo esto se suma, integrándose a ella, a la historia de la escritura de la novela, incluidos los instantes, a veces muy prolongados, en que el escritor dice haberse sentido «llagado por la perfidia de un maleficio desconocido» (76), el que sabemos le anunciara la viuda del Coronel y al que vendría a agregarse una carta que le enviara el recién recordado Raimundo Masa: «Si usted me andaba buscando, ya no me busque. Si usted va a contar la historia, no va a tener salvación» (77). Como en el caso que antes analizáramos: la instancia metanarrativa inserta y formando parte de la trama del relato. Se nos hacen igualmente importantes lo que acontece y lo que el narrador dice sucede en el paso del hecho a su escritura. En Santa Evita, subrayémoslo una vez más, «contar una historia» es contar también cómo se cuenta, por qué y para qué se cuenta esa historia, a partir de qué materiales de base, con vistas a qué objetivo, en qué circunstancias, en cuáles estados de ánimo del narrador.

El párrafo de cierre del capítulo con cuyo análisis quisimos mostrar el carácter de metaficción que asume el discurso narrativo de Santa Evita es el siguiente:

No iba a dejar que las supersticiones me arredraran. No iba a contar a Evita como maleficio ni como mito. Iba a contarla tal como la había soñado: como una mariposa que batía hacia adelante las alas de su muerte mientras las de su vida volaban hacia atrás. La mariposa estaba suspendida siempre en el mismo punto del aire y por eso yo tampoco me movía. Hasta que descubrí el truco. No había que preguntarse cómo uno vuela, sino ponerse simplemente a volar (78).

Además de reiterar la imagen de Evita, de la historia de Evita que se está contando, el autor-narrador nos hace explícitas la identificación de sí mismo con esa imagen y la decisión de un definido modo de proceder ante la escritura. Y lo dice no con lo que entonces se llamaba lenguaje poético, sino en plasmada palabra de auténtica poesía.

El último punto que quisiera tocar, aunque sea muy apretadamente, en relación con la metaficción que aparece en Santa Evita, se refiere a la presencia en ella de lo que podríamos designar como concepto y función de la escritura que tenía TEM. Y es productivo hacerlo por cuanto es en respuesta a ese concepto y función que se escribió la novela: constituye algo así como su principio sustentador. Recordemos que escritura fue el término elegido por Roland Barthes para designar una realidad lingüística y literaria que él define como «lenguaje literario transformado por un destino social» [24]. Piensa el teórico francés que la escritura es consecuencia de «la elección de un comportamiento humano, la afirmación de un cierto bien», lo cual implica una forma de compromiso y un «acto de solidaridad histórica». Este compromiso del escritor da un tono y un determinado ethos a su obra. La escritura surge de la idea que el escritor tiene sobre «la función social de su forma», lo que supone una manera de pensar la literatura y una poética determinada. La escritura, piensa Barthes, es «la moral de la forma y la elección del área social en cuyo seno decide situar el escritor la Naturaleza de su lenguaje». Su elección es una «elección de conciencia, no de eficacia».

Hasta ahí el concepto bartheano. Veamos ahora cómo se da en el autor de Santa Evita, según él lo ofreciera en algunas de las instancias metanarrativas de esta novela que hemos estado examinando. Relatándonos sus encuentros con Julio Alcaraz, «el famoso peluquero de las estrellas en la edad dorada del cine argentino» (79) y que lo fuera también de Evita [25], TEM recuerda las reflexiones que en ese entonces, fines de 1959, se hacía:

tenía la impresión de que, al pasar su voz [los monólogos de Alcaraz transcritos por TEM]  por el filtro de mi voz, se perderían para siempre la parsimonia de su tono y la sintaxis espasmódica de sus frases. Esa, pensaba, es la desgracia del lenguaje escrito. Puede resucitar los sentimientos, el tiempo perdido, los azares que enlazan un hecho con otro, pero no puede resucitar la realidad. Yo no sabía aún –y aún faltaba mucho para que lo sintiera– que la realidad no resucita: nace de otro modo, se transfigura, se reinventa a sí misma en las novelas. No sabía que la sintaxis o los tonos de los personajes regresan con otro aire y que, al pasar por los tamices del lenguaje escrito, se vuelven otra cosa (85-86).

Nos encontramos, entonces, con la misma concepción de la escritura literaria, estrictamente de la escritura narrativa, que se puede var al estudiar la poética del autor. Antes de transcribir lo dicho por Alcaraz –uno de los modos determinados por el autor para aproximarnos a su personaje, a Evita: citar lo dicho por otros sobre ella–, advierte que su escritura es una reconstrucción y acepta que se la pueda concebir como una invención, a la que define en estos términos: «una realidad que resucita», agregando de que el hecho de que Alcaraz hable y él escriba es un jugar al libre juego de leer escribiendo (86).

Siempre en esta línea de establecimiento de concepciones literarias, el autor-narrador se vuelve nuevamente sobre la reconstrucción-invención que es el texto que transcribe de Alcaraz y propone lo siguiente:

todo relato es, por definición, infiel. La realidad, como ya dije, no se puede contar ni repetir. Lo único que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo (97).

Constituye ésta una de las convicciones más arraigadas que sobre la escritura narrativa tenía el autor. Es, en términos recién recordados de Barthes, «la moral de la forma» de este escritor, y su elección es «de conciencia y no de eficacia» [26].

Y, ahora sí para terminar, una palabra sobre el receptor de este discurso metanarrativo de Santa Evita. En ella son muchos los momentos en que el discurso metanarrativo apela directamente a nosotros, los lectores u oyentes del relato: «déjenme remontarme a marzo de 1958″ (79); » ¿alguien querrá oír, de todos modos, cómo sé lo que estoy narrando?» (144); «la habitación [el despacho del Coronel, que se ha descrito antes], recuérdese, tiene un ventanal de vidrios» (147); «permítanme dejar por un momento la grabación de Cifuentes» (151); «¿no he dicho esto antes?» (189); «le conté todo lo que Uds. [nosotros; los lectores] ya saben…» (245). Son todas frases que reconocen en nosotros a narratarios extradiegéticos: el narrador cuenta con nuestra presencia y su discurso nos está, entonces, dirigido. Vale decir: así como el autor no oculta su presencia, tampoco finge que ignora que estamos efectivamente oyendo su relato, que , por lo demás, como viéramos, incluye la información de las fuentes en que se basa, las dudas y las certezas que lo acompañan en el proceso de armar la trama y de escribir: «Cariño –el amigo de Magaldi–me lo dijo con un lenguaje más esotérico y temo que, en mi afán de aclarar sus ideas, lo que estoy haciendo es enrarecerlas» (314), confiesa, por ejemplo. Como también nos indica con total nitidez qué es lo que importa, según él, en lo que relata:

No sé cuanto de la imagen que él [Cariño] me transmitió está teñida por la Evita que frecuentó después, durante los primeros meses de 1935. La memoria es propensa a la traición y, en definitiva lo que importa en este relato no es su desabrida belleza [la de Evita] de aquellos años sino su osadía (313).

Y de este modo va manteniéndonos permanentemente enterados no sólo del acaecer de los hechos de la trama sino de cada detalle de su escritura. Los directamente apelados por el narrador somos los lectores virtuales (para el autor-narrador) y muy reales: nosotros mismos sumidos en el proceso de lectura. Nótese que todas las apelaciones son en plural, lo que equivale a decir que no se tiene en cuenta a un lector específico. Y como los narratarios no nos encontramos integrados en el texto, cabemos en ese tipo de destinatario –exterior al texto–, al que Genette denomina «narratario extradiegético» [27].

 

Bibliografía

Barthes, Roland. El grado cero de la escritura. Buenos Aires: Siglo XXI, 1973.
________      El placer del texto. Buenos Aires: Siglo XXI, 1982.
Brushwood, J.S. La novela hispanoamericana del siglo XX. Una vista
panorámica. México: FCE, 1984.
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junio 1990): 121-128.
Martínez. Tomás Eloy. “Evita: la construcción de un mito”.El sueño argentino. Buenos
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__________         Santa Evita. Buenos Aires:Planeta, 1995
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Vargas Llosa, Mario. La tentación de lo imposible. Víctor Hugo y Los Miserables.
Madrid: Santillana Ediciones, 2004.
Villanueva, Darío. El comentario de textos narrativos: la novela. Gijón: Júcar, 1992.

NOTAS
[1] Metanarración es el término con que se alude al «discurso narrativo que trata de sí mismo, que narra cómo se está narrando». Vid. D.Villanueva, El comentario de textos narrativos: la novela, Gijón, Júcar, 1992. El narrador interfiere en el relato aclarando pormenores o peculiaridades de ese discurso narrativo. En la literatura contemporánea no son infrecuentes los textos construidos en forma de metanovela (novela dentro de la novela) o de antinovela : Rayuela, por ejemplo, donde está implicado ese discurso referido al modo como se está narrando, e incluso, a la recepción de los relatos y las formas de lectura e interpretación de éstos. Se apunta la posibilidad de que el lector llegue a ser «copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma«. Es el caso, como veremos, de Santa Evita.
[2] Así llama, convencionalmente, Adriana Bocchino a uno de los tipos de lector de Rayuela y lo diferencia del otro desarrollado por la metateoría cortazariana incluida en la novela, al que llama «explícito», y del que denomina «lector libre», construido desde las dos primeras instancias. Citado por Rita  Gnutzman, «El otro discurso en el discurso de Rayuela«, Escritura, XV,29, Caracas, enero-junio 1990: 121-128.
[3] Vid TEM, «Evita: la construcción de un mito»,
[4] En ese mismo ensayo señala que para la escritura de Santa Evita «trató [dice él] de repetir los mismos gestos que legitiman su trabajo los criticos de la cultura , exponiendo (o, más bien, dejando expuesto, a la intemperie de las miradas) lo que en todo relato hay de subjetivo, la textualidad de las fuentes, y tomar en cuenta las redes sociales, políticas, musicales, visuales, que están tejiendo una trama con el tiempo histórico narrado, para luego mostrar esas redes junto al texto, donde se las pueda ver«. Id: 355. Subrayo lo que más me importa.
[5] Habría sido el caso de Yo, el Supremo de Roa Bastos y Terra Nostra de Carlos Fuentes que, en los 60 y 70, cuando todavía existían certezas totales, enfrentamientos o sumisiones al poder, se propusieron sustituir las «falsas» imágenes de la historia oficial por verdades fabuladas. Pensando en ellos, TEM dice: «movida por un viento de justicia, la novela trataba de señalar que la verdad había dejado de ser patrimonio del poder». Id.: 352.
[6] En Rayuela se lee (quien habla/escribe es Morelli):»Posibilidad tercera: la de hacer del  lector un cómplice [subrayo yo], un camarada de camino. Simultaneizarlo, puesto que la lectura abolirá el tiempo del lector y lo trasladará al del autor. Así el lector podrá llegar a ser copartícipe y copadeciente de la experiencia por la que pasa el novelista, en el mismo momento y en la misma forma» . Cfr. Julio Cortázar, Rayuela, Buenos Aires, Sudamerican,1963: 453.
[7] Vid. A. Prieto, «Los años sesenta», Revista Iberoamericana, núm. 125, oct-dic 1983: 889-901.Cit.:892.
[8] Cfr. art.cit. de Rita Gnutzman : 116.
[9] Cfr. J.S. Brushwood, La novela hispanoamericana del siglo XX. Una vista panorámica, México, FCE, 1984.
[10] Incialmente fue el texto de una conferencia que Borges dictó el 7 de diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Corregida la copia taquigrafiada, la publicó en la revista Sur, enero-febrero de 1955.
[11] Cfr. TEM, «Una mirada sobre la literatura argentina. El canon argentino». http://sololiteratura.com/tomartelcanon.htm
[12] Cfr. Carlos Fuentes «Prólogo» a VVAA, Visiones cortazarianas: historia, política y literatura hacia el fin del milenio, México, Aguilar, 1996: 11-20. Cit: 16-17.
[13] Cfr.Mario Vargas Losa, La tentación de lo imposible. Víctor Hugo y Los Miserables, Madrid, Santillana Ediciones Generales, 2004 : 32-33.
[14] Recordemos otra afirmación tajante de Vargas Llosa: «el narrador de una novela no es nunca el autor, aunque tome su nombre y use su biografía» (47). Y no lo es, según reflexiona el mismo Vargas Llosa, «porque el autor es un hombre libre» y el narrador «se mueve dentro de las reglas y límites que aquél le fija» (íd). Es así, efectivamente, como TEM inventó un narrador en función de lo que quería contar, a quien le puso su nombre y al que hace vivir en la ficción algunas de las experiencias de su propia vida y muchas otras estrictamente imaginadas.
[15] TEM fue insitente en señalar que éste es uno de los aspectos que separan al novelista del periodista: es este último quien tiene la obligación de estar siempre atento al  lector.
[16] En la pág. 28: en la edición que manejo el texto narrativo se inicia en la pág. 11.
[17] Información sobre las inquietudes del embalsamador de Evita, Dr. Pedro Ara, a cuyo libro El caso Eva Perón, nos remite con adecuada información de la ficha bibliográfica: CVS Ediciones, Madrid, 1974.
[18] Ser testigo es una de las funciones básicas que, de acuerdo con Genette, le compete a todo narrador: éste sugiere –en el caso del narrador de nuestra novela frecuentemente de modo explícito– cuáles son las fuentes de información de las que parte, la posible  fiabilidad de sus recuerdos, etc. Vid. Gerard Genette, Figures I, Paris, Seuil, 1966.
[19] Jean Pouillon, Tiempo y novela, Buenos Aires, Paidós, 1970 (1946).
[20] Tzvetan Todorov, «Las categorías del relato literario», en VVAA, Análisis estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970 (1966): 155-192.
[21] El título de la supuesta biografía que TEM, el autor-narrador de Santa Evita, dice haber pensado escribir es polisémico, puede tener dos o más significados diferentes: la muerta cuyo cuerpo anda perdido, o la mujer fácil de vida repugnable. Juega así, en esta última significación posible, como oxímoron no sólo léxico sino también axiológico del título de la novela: semánticamente vinculados, uno socava y destruye al otro.
[22] Las reflexiones sobre la historia –también la entendida como historiografía–son explicablemente abundantes en la novela. Las realiza no sólo el autor-narrador–, también los personajes. A modo de ejemplo: el Coronel cuando lleva el cuerpo verdadero a  Obras Sanitarias, piensa: «La historia: ¿era así la historia? ¿Uno podía entrar y salir de ella tranquilamente? (…)A lo mejor no estaba sucediendo nada de lo que parecía suceder. A lo mejor la historia no se construía con realidad sino con sueños. Los hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado. No había vida, sino relatos» (176).
[23] En otro trabajo, aún inédito, estudio la presencia de textos literarios argentinos en la novela de TEM. En la pág. 143 de Santa Evita se ofrece otra instancia metanarrativa importante, cuando leemos: «las fuentes sobre las que se basa esta novela son de confianza dudosa, pero sólo en el sentido en que también lo son la realidad y el lenguaje: se han infiltrado en ellas deslices de la memoria y verdades impuras».
[24] Vid Roland Barthes, El grado cero de la escritura, Buenos aires, Siglo XXI, 1973 [1953] y El placer del texto, Buenos Aires, Siglo XXI, 1982 [1973].
[25] «Evita fue un producto mío. Yo la hice», afirma el personaje de la novela (83).
[26] El discurso metaficticio se destina en Santa Evita no sólo a la escritura narrativa: por ser reflexión mantenida sobre una novela histórica, dirige también sus inquisiciones a la historiografía. Se afirma, por ejemplo, por medio de una pregunta claramente retórica: «si la historia es –como parece–otro de los géneros literarios, ¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la indelicadeza, la exageración y la derrota que son la materia prima sin la cual no se concibe la literatura?» (146).
[27] Vid. Gerard Genette, Figures III, Paris, Seuil, 1977.
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Un comentario

he llegado a esto casi por casualidad pero no puedo reprimirme una pregunta…¿el que ha escrito esto entiende algo de lo que él mismo dice?. No he visto jamás una cosa tan incomprensible y tan pretendidamente elevada que acaba resultando completamente ridícula…

Por Fon Herrera el día 19/02/2014 a las 11:35. Responder #

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