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Silvio D’Arzo. Casa ajena

por Ser Escritor
Artículo publicado el 31/05/2025

Publicado originalmente en la página Ser Escritor el 26-05-2025

 

Javier Cercas afirmó que las buenas novelas siempre tienen en su interior una pregunta cuya única respuesta válida es la búsqueda de la respuesta, que es en definitiva la propia novela. Pues bien, Casa ajena cumple con esta norma a la perfección porque la base de toda la trama está en la pregunta que un personaje central le hace al narrador de la historia.

Es un libro desolador, pero maravillosamente bien escrito y pergeñado, y aunque es fácil suponer que el tema de la muerte está de fondo, queremos resaltar que está tratado por el autor de forma distinta y valiente, ya que pone en canción a un actor social tan escurridizo como la iglesia ―mediante uno de sus representantes― y, en última estancia, nos interpela a nosotros, los lectores.

El autor
La biografía del autor es curiosa ya que siempre se ha escondido detrás de multitud de seudónimos (Silvio D’Arzo, Andrea Colli, Sandro Nedi, Oreste Nasi, Nino Cavazzoni) y no llegó a ver publicada en vida más que una obra suya , y no precisamente esta que estamos analizando.  Su verdadero nombre es Ezio Comaroni y nació en 1920 en Reggio Emilia donde vivió con su madre, Rosalinda Comparoni, en una humilde casa de Via Aschieri nº 4 en cuya sala pasaban las horas en una especie de aislamiento voluntario. Allí D’Arzo creció, estudió y escribió. Este exilio voluntario acentuó la relación entre madre e hijo. Aunque él no permitía que sus amigos lo visitaran, avergonzado como estaba de su sencillo alojamiento, supo mantener ya de adulto ciertos vínculos que le aportaron mucho en el desarrollo de su vida afectiva y cultural, como con su editor Vallecchi y con un crítico literario Emilio Cecchi.

Pero será la relación con su madre la que le marcará para siempre: una mujer sin puesto fijo que después de trabajar de cajera en un cine, se dedicaba a leer cartas del tarot. Con muchas dificultades marcadas por la situación social que se vivía en Italia ―Mussolini en el poder con su política totalitaria y como colofón el inicio de la Segunda Guerra Mundial cuyos ecos resuenan en Casa ajena―, sacó a su hijo adelante y su precariedad en lugar de perjudicarles reforzó el vínculo entre ellos de forma que casi sobraba el resto del mundo. En una de las cartas de la correspondencia que Comaroni mantuvo con su editor afirmaba: Si mi madre muriera, creo que odiaría al mundo entero. Sí, a pesar de ser una mujer pobre y humilde acertó a intuir las dotes literarias de su hijo y supo orientarlo hacia la literatura y la cultura.

Esta huella de su madre es la que nos interesa para este artículo; su locuacidad a la hora de hablar, su ironía, su lenguaje lleno de vívidas imágenes y también su religiosidad ―era católica practicante no exenta de cierta superstición marcada quizás por las costumbres del pueblo en el que vivían― tuvo ecos constantes en su obra. Y como muestra, el personaje de Zelinda Icci, su trasposición literaria en esta obra.

Le llamaron a filas y le destinaron al frente del Egeo, allí fue capturado por los alemanes y logró escapar durante una parada del tren que lo conducía a un campo de concentración. A pesar de todo, Ezio Comparoni, no pudo burlar a la muerte: murió en 1952, con solo treinta y dos años.

Su madre logró seguir viviendo gracias al amor sin límites a su hijo y también a su único propósito en la vida desde entonces: conseguir que publicaran sus obras inéditas. En la primera carta que le escribe al editor Vallecchi leemos la gran desesperación de la madre, idéntica a la del personaje de Zelinda: Sé que él puede comprender mi gran dolor, dolor que terminará con mi vida insoportable […] y por eso espero día a día que la muerte me libere y me dé esa paz que nunca podré tener en la tierra, le juro que ya no puedo soportarla.

En cuanto a su producción literaria parece bastante amplia y heterogénea: desde ensayos críticos, que se presentan como ensayos anglosajones, reunidos bajo el título que el propio escritor había concebido, English County; a obras poéticas; a ficción infantil, como Penny Wirton y su madre o El pingüino sin frac y Tobby en prisión; a cuentos, entre los que destacan Dos viejos y Alla giornata; y, finalmente, a novelas  como All’insegna del Buon Corsiero y, sobre todo, Casa d’altri ―Casa ajena― publicada póstumamente y que la crítica reconoce como su obra maestra. Esta novelita ―mejor quizás hablar de relato largo― fue criticada por Cesare Pavese que la consideró demasiado puntillosa y carente de vitalidad, pero recibió los elogios de Giorgio Bassani y Eugenio Montale que afirmó que era un relato perfecto.

Argumento
Una pequeña aldea de los Apeninos, Montelice, una anciana y un párroco son los elementos de que se sirve D’Arzo para contarnos esta emotiva historia. Un buen día la anciana, de nombre Zelinda, que ha vivido una vida llena de penalidades y tan poco humana que ella misma la compara con la de los animales ―Yo tengo una cabra que llevo siempre conmigo: y la vida que yo llevo es la misma que la suya, tal cual―, se acerca a la parroquia y le lanza una apremiante pregunta al párroco. Todo el relato que consiste, básicamente, en un acercamiento y alejamiento entre el cura y la mujeruca es una preparación para ese momento.

La obra
Lo que llama la atención de esta obra es que, con una extensión de escasas cien páginas, logra una profundidad temática increíble. Analicemos cómo lo consigue.

El narrador es el párroco, que cuenta la historia en primera persona mediante un tono irónico, como resabido y de vuelta de todo. A la vez que nos narra los hechos, nos ofrece también las reflexiones que le surgen a partir de ellos. De esta forma obtenemos un perfil de personaje completísimo cuya psicología y comportamiento nos muestra perfectamente de qué está hecho.

La mirada de ese párroco y sus palabras le sirven a D’Arzo para mostrarnos el elenco de personajes de la obra; esta es, por ejemplo, la descripción que hace de la mujeruca la primera vez que la ve de cerca: Tenía la tez oscura y arrugada y el pelo color gris gorrión, y las venas endurecidas y abultadas como ni siquiera las tienen los hombres. Y si una planta puede servir para dar de alguna forma una idea de un cristiano, pues bien, un viejo olivo es lo que más le pegaría a ella. Viéndola así, me parecía que ahora ni el cansancio ni el tedio tenían ya el menor poder sobre ella: se dejaba vivir y ya está, eso era todo.

Los personajes que pueblan Casa ajena son de dos tipos: individuales y colectivos. Pero en ambos casos valen más por lo que representan que por lo que son en realidad. Dentro de los individuales está el párroco en sus dos versiones: el joven que acaba de llegar ―Sí, puede que tuviera veinte años. Y a lo mejor ni siquiera: dieciocho. Dieciocho, de todas formas, es la edad que se merecía tener: y, salvo por la sotana, era imposible darse de bruces en el mundo con algo más nuevo que él― y el viejo que lleva viviendo ahí más de 30 años; Zelinda, la mujeruca que le pone en un brete al cura, que representaría a la mujer rural; la Mélide, persona que prepara las mortajas de los muertos y conoce todos los chismorreos de la aldea.

Respecto a los personajes colectivos le sirven a D’Arzo para ahorrarse la presentación de aquellos cuya descripción individual le llevaría más trabajo y extensión. Así tenemos a los hombres que van a pastorear a los prados y se pasan allí grandes temporadas; las plañideras, mujeres contratadas para llorar en los entierros; los vecinos del pueblo que actúan en las representaciones teatrales que se organizan todos los años; el grupo de chavales que gastan bromas en  la calle y, por último, también metemos aquí, a los rebaños de cabras, animal al que D’Arzo acude para simbolizar estupendamente la vida en condiciones insufribles como las que padecen los habitantes de aquellas montañas: En cierto sentido las dueñas del pueblo son ellas: incluso se asoman a las puertas disfrutando de quienes pasan si se tercia que pase alguien.

Centrémonos en el personaje principal: Zelinda. Para el cura es la vieja, en muchas ocasiones, pero hay un momento en que no se la quita de la cabeza y se convierte en “su” vieja: Y allí estaba mi vieja. Estaba hilando sentada en el escalón de la entrada de su casa, y no miraba ni la rueca ni el huso, y seguro que estaba pensando en una cosa, en una cosa y en esa cosa solamente. Su obsesión se explica en dos direcciones: una, porque es una mujer que, aunque al final le hará cambiar y darse cuenta de todo, no la había tratado; nunca se había acercado a él ni a la iglesia ni a su casa, él que conocía a todos los del pueblo: Antes o después todos acaban viniendo a verme. Con mayor razón ahora que el invierno está ya a la vuelta de la esquina. Acaban por venir todos, si lo sabré yo, antes o después. También ella tendrá que salir de su madriguera. Y la segunda tiene que ver con el hecho de que guarda un secreto en forma de pregunta que le pone en un brete.

Y así llegamos a la ambientación que es también un elemento que le va a ayudar al autor a cincelar a los personajes. De hecho, la naturaleza que rodea la trama tiene en sí mismo calidad de personaje debido a la influencia que ejerce sobre todo y sobre todos. Les marca en su personalidad y en sus relaciones con los demás. Nos ofrece tres vertientes:

  • La descripción de las estaciones: El otoño estaba agonizando. Por la noche los matorrales se cubrían de escarcha y la luna se había vuelto más fría que una piedra, y tan quieta, redonda y nítida como solo puede verse en Navidad: las dos nubes que tenía alrededor parecían aire empañado.
  • Pero también la descripción del sentimiento de los personajes ante la visión de una naturaleza agreste, áspera y salvaje: […] y un rato después estaba solo y a mi alrededor no había más que cárcavas y hoces de ríos y más allá algún que otro prado y aún más allá la cresta de los montes. […] De las cimas de los montes y de los prados descendía el color azul de la noche. No había compañía más mísera que la de aquella hora. En momentos así le asaltan a uno determinados pensamientos, y los recuerdos le entran en el cuerpo: “¿Eso es todo?”, se nos ocurre entonces preguntar, de modo que un hombre ya no es ni siquiera un hombre.
  • E incluso la descripción del personaje de Zelinda a partir del ambiente: En medio de todo aquel silencio y de aquel frío y de aquel color cárdeno del anochecer y aquella inmovilidad un poco trágica, lo único vivo era ella.

Como se puede comprobar a través de las citas con las que ejemplificamos las características de la obra de D’Arzo, el estilo es digno de reseña puesto que es una prosa llena de lirismo que persigue otorgar intensidad y profundidad a la narración. Y para conseguir esto en una obra tan breve y con un tema de tanto calado y complejidad, no hay nada mejor que echar mano del lenguaje figurado que como todos sabemos aporta un extra que lo eleva a un plano superior.

Junto a las figuras literarias se sirve también de paralelismos sintácticos; adjetivación relacionada con el mundo animal ―muchas veces calificando al personaje de la mujeruca―; repeticiones de palabras y de ideas, y por último abuso de la conjunción “y” con lo que, además, logra marcar un ritmo con la clara intención de representar la monotonía de vida en esos desolados paisajes.

Unido a esto último, debemos hablar de la estructura de este texto. Comienza con una escena de un grupo de personas reunidas a la luz de la vela hablando sobre la preparación de un entierro y al día siguiente el encuentro del párroco de Montelice con el nuevo del pueblo de al lado. Y al final de la novela tenemos una escena semejante ―con los cambios lógicos que marca el tiempo―, justo antes de la última reflexión del párroco con la que acaba la novela. Esta estructura refuerza la idea de que todo va a seguir igual, de que allá arriba, en los Apeninos, la vida va a seguir siendo dura y terrible.

A todas las características que hemos resaltado aquí, hay que añadir una más: la llamada constante que el narrador hace a los lectores desde las primeras líneas. El sentido de esto toma forma cuando llegamos al final de la historia porque la pregunta que está en la base de toda la obra también va dirigida a nosotros.

Y ya entramos en el significado último de la historia, en la interpretación. Giorgio Manganelli calificó esta obra de “tragedia teológica”. Y, dejando de lado el hecho de que no es una obra dramática ni está contada en verso, sí es cierto, como hemos ido viendo, que tiene algunas de las características técnicas de la tragedia.   Zelinda se siente al límite de sus fuerzas; la vida que vive no es de persona sino de animal ―de cabra, dice ella en un momento de la historia―; no vive sino sobrevive; la vida no la acoge, no la siente humana, no la entiende como suya, no le da la paz que necesita, le es ajena.

Por ese motivo acude al párroco, como representante de la iglesia y de Dios en la tierra, y le pide de una forma muy tierna si puede obtener la dispensa eclesiástica y acortar e irse antes de tiempo. El párroco no está a la altura, solo ofrece verborrea fácil, mil veces dicha en sermones y confesionarios, palabras que no calman, que no sanan, que no acogen, palabras desgastadas, ajadas, que no acompañan en un momento en el que uno necesita sentirse humano. Esa palabrería del cura es poco menos que el silencio, solo que viniendo de un representante de la iglesia lo que obtiene es el silencio de Dios, la soledad más absoluta para un católico. Si la palabra ya no te protege ni te acoge, si te sientes, por tanto, desahuciado de la casa de la palabra ¿qué te queda?

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Requerido.

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