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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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Tres tópicos modernos.

por Guillermo García
Artículo publicado el 06/06/2004

Liminar
A partir de la primera mitad del siglo XIX, conforme asciende y se afirma el imperio burgués, la situación del artista dentro del nuevo esquema social empieza a complicarse progresivamente. En un mundo de objetos transformados en mercaderías y, consecuentemente, de sujetos devenidos en público, cualquier creación que se niegue a adoptar para sí el estatuto de un producto ajustado a las demandas de sus eventuales consumidores correrá el riesgo certero de ‘suicidarse’ en el abismo de la negación o, meramente, de la absoluta indiferencia.

Entonces, y mediante la inauguración de novedosas modalidades genéricas, fue que la ficción narrativa principió a ‘descontar’ la versión oficial de la omnipresente urbe, teatro preponderante de la naciente comedia burguesa, encarnando, simultáneamente, una suerte de ‘guarida’ donde los antiguos monstruos y fantasmas que durante siglos habían alimentado el feudo de lo insólito y lo sobrenatural pudieran, bajo máscaras más o menos efectivas, ampararse de los embates del dominante optimismo positivista. Intrigas policiales, relatos de casos psicopatológicos, narraciones anticipatorias y paracientíficas o cuentos de catástrofes, representaron sólo algunas de esas diversas manifestaciones.

Primer tópico: La estirpe denegada
El narrador protagonista de «Los impertinentes» (1844), de E. A. Poe, ha renunciado a su nombre. Y, lo notable, ha renunciado por motivos pecuniarios. De origen francés, pero trasplantado a los EEUU, el joven Froissart cambió su verdadero patronímico por el «muy corriente e incluso plebeyo» de Simpson. El motivo: hacerse acreedor de una herencia.

Resulta curiosa la asociación cambio de nombre-dinero y sin duda sería explicable en tanto que, dentro del orden ciudadano, la nobleza la confiere antes la fortuna que la sangre. Napoleón Bonaparte Froissart, entonces, trueca el pasado orgulloso de su linaje por la seguridad futura que promete el dinero. Dualidad que adquiere, también, una faceta espacial: el viejo mundo, en tanto lugar de los ancestros, corresponde a la nobleza genealógica; mientras que el nuevo mundo, espacio del cambio de la identidad o de renuncia a ella, fundará una singular -y en esencia contradictoria- nobleza pecuniaria.

Si entre el dinero y la sangre se tejen en el ámbito de la ciudad moderna una serie de relaciones por cierto que problemáticas, nuestro texto las profundiza al presentar en forma bastante detallada una sucesión de coincidencias fonéticas en los apellidos del ascendiente materno. Así, la madre del joven Froissart tenía por apellido Croissart; la abuela materna, Voissart; la bisabuela, Moissart.

La casi equivalencia en lo que hace al aspecto significante de esos signos, entraña una actitud marcadamente satírica hacia un tema que, como se comprueba al final del cuento, acaso constituya el tópico por excelencia del imaginario gótico: el incesto. Poe se había ocupado seriamente del tema en algunos de sus relatos de vertiente alemana, «El hundimiento de la Casa Usher» o «Morella», por ejemplo; pero aquí el escenario no es ya un viejo castillo medieval sino una gran ciudad moderna: la truculencia transita hacia la sátira; la homogeneidad propia de la estirpe, pasando por el toque grotesco, hacia la heterogeneidad del intercambio manifestada sobre todo en la circulación de metálico.

Al ser la genealogía un elemento del todo extraño al modo de pensar o al sistema de valores que rige en la ciudad, la posibilidad del incesto deviene impensable como no sea bajo la forma de un equívoco orientado a lo cómico. Por último, si ésta surge como tema a partir del alarmante deseo por no mezclar más de la cuenta la propia sangre, en el heterogéneo reino de las muchedumbres urbanas la mezcla es, precisamente, la que rige y el elemento diferenciador habrá de situarse en aquello que por excelencia gobierna el intercambio: la moneda.

Resumiendo: si «La caída de la Casa Usher» constituye una clausura respecto de la serie del relato gótico, a «Los anteojos» le corresponderá ensayar su parodización extrema -y postrera- en un marco espacial que le es plenamente ajeno.

Segundo tópico: La privacidad asumida
La primitiva ficción policial sintió predilección por el enigma del cuarto cerrado. Desde el inaugural crimen de la calle Morgue de Edgar Allan Poe, pasando por «La banda moteada» de Arthur Conan Doyle, El misterio del cuarto amarillo de Gastón Leroux, los ‘borgeanos’ The big bow mistery de Israel Zangwill o «El oráculo del perro», de G. K. Chesterton, y hasta arribar, incluso, a nuestro por varios motivos problemático El enigma de la calle Arcos (Sauli Lostal, 1932), la posibilidad de un crimen cometido en el interior de una habitación herméticamente inaccesible no dejó de fascinar a los mayores cultores del género. Tal vez porque ese espacio acotado no represente otra cosa que un puntual reverso de la gran ciudad burguesa, con su abrumador despliegue de luces, calles y masas humanas. Perturbador reverso, en verdad, de la ‘racionalidad’ de la cual la urbe moderna constituye el emergente espacial más palpable.

En efecto, la actividades del razonador y del asesino parecieran requerir un lugar abreviado y no demasiados participantes; la mirada analítica, de otra forma, se diluiría en los nuevos escenarios ciudadanos cada vez más amplios y más poblados. Deviene por ello necesario que el enigma de «El hombre de la multitud» [E. A. Poe, 1840] quede irresuelto: frente al cuadro urbano impera la mirada sintética, la mirada que tipifica; el personaje de aquel cuento constituye, contrariamente, un caso, una individualidad inclasificable: busca la multitud pero se recorta, es expulsado de ella a un mismo tiempo. Su supuesto secreto no habrá de revelarse, remarquemos, a causa de la irreductible oposición entre la mirada adoptada por el narrador y el medio en que se mueve e intenta aplicarla; en otros términos, nos referimos a la imposibilidad de conjugar una visión de corte analítico sobre el escenario tumultuoso y cambiante de la gran ciudad.

El espacio privado, así, se manifestaría como condición indispensable para el intento de un crimen perfecto y su posterior elucidación. Entiéndase: privado a las miradas, a la participación y aún el entendimiento de los otros, ese resto representado por la muchedumbre. De ahí que la suma de discursos que la manifiestan ensayen invariablemente conjeturas o soluciones erróneas. Son ellos las voces institucionales: del periodismo, los informes policiales o la jurisprudencia. En contraposición, la del razonador es una voz solitaria, aislada, anárquica. El suyo representa un contradiscurso de lo social.

El investigador comparte con el criminal el hecho de ser un animal de interiores -Isidro Parodi, el detective creado por la dupla Borges/Bioy Casares, constituiría el ‘paródico’ extremo de esa tendencia: injustamente preso, resuelve los casos desde el interior de la celda 273 de la penitenciaría en la que se encuentra confinado-, esto es, ambos son actores de la privacidad. Al respecto, no debe ser casual que los hábitos de esta clase de personajes sean preferentemente nocturnos ya que su modus vivendi se desarrolla en un todo a contrapelo del de la multitud.

Una curiosa referencia del narrador de «Los crímenes de la calle Morgue» [Poe, 1841] sobre una costumbre de su amigo, el chevalier Dupin, parece no dejar dudas sobre lo arriba apuntado:

Una rareza del carácter de mi amigo -no sé como calificarla de otro modo- consistía en estar enamorado de la noche. Pero con esta bizarrerie, como con todas las demás suyas, condescendía yo tranquilamente, y me entregaba a sus singulares caprichos con un perfecto abandono. No siempre podía estar con nosotros la negra divinidad, pero sí podíamos falsear su presencia. En cuanto la mañana alboreaba, cerrábamos inmediatamente los macizos postigos de nuestra vieja casa y encendíamos un par de bujías perfumadas intensamente, y que no daban más que un resplandor muy pálido y débil. En medio de esta tímida claridad, entregábamos nuestras almas a sus sueños; leíamos, escribíamos o conversábamos hasta que el reloj nos advertía la llegada de la verdadera oscuridad (…).

Quizá no sea improbable que Poe concibiera a su personaje sobre el modelo del gótico. En verdad, al menos en lo que atañe al punto señalado, Auguste Dupin no pareciera apartarse demasiado de Roderick Usher, protagonista del memorable cuento «La caída de la casa Usher», quien afectado «de una agudeza morbosa de los sentidos» vivía totalmente enclaustrado ya que «una luz, incluso débil, atormentaba sus ojos, y exclusivamente algunos sonidos peculiares, los de los instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror».

La hipótesis de que el policial surja, al menos en parte, como consecuencia de un singular transplante al marco de la ciudad moderna de algunos elementos de raíz gótica, de los cuales el primer Poe no fue para nada ajeno, no deja de ser seductora. No es este el momento, por cierto, de profundizar tal aspecto, no obstante remitimos al lector a una narración bastante posterior donde se recrean varios códigos de la novela negra dieciochesca en función del policial. Se trata de «La aventura del vampiro de Sussex» (1924), de Arthur Conan Doyle y con Sherlock Holmes como protagonista.

Si el de la ciudad es el reino de lo previsible fundado en la estadística, de lo constante sustentado en la norma, en fin, de lo ordinario, el criminal y el razonador apostarán entonces a lo singular. Ambos constituirían ‘casos’ sociales, casi en el sentido clínico de esa palabra: seres altamente ilustrados y aparentemente sin ocupación alguna, situados al margen de cualquier circuito productivo, coinciden no sólo en el lugar en que se mueven sino en representar una imagen ideal y extrema que el naciente homo urbis anhelaba formarse de sí mismo en su afán por sustraerse al tedio regulado que la multitud imprime.

Tercer tópico: La multitud triunfante
El rasgo diferenciador de la multitud es la movilidad exasperada. El cuento de Poe recrea magistralmente ese estado casi paroxístico: en la gran ciudad moderna nada parece estar quieto y la quietud constituye el estado fundamental y necesario del ver, de la observación metódica y certera. El narrador de «El hombre de la multitud» contrasta con el resto porque él sí está quieto. Y su accionar es el de observar detenidamente primero y catalogar después a la variada fauna urbana que se despliega incesante ante sus ojos. En cambio, los tipos de la muchedumbre apenas se miran entre sí, estando sujetos a una especie de automatismo cinético.

Sin embargo, en la segunda mitad del relato el narrador va a fracasar en su intento tipologizador: precisamente cuando se suma al movimiento de la masa la pieza disonante, la que no se ajusta a ninguna categoría o grupo previamente establecido, el extraño ‘hombre’ aludido en el título.

Resulta indudable que este texto preanuncia al inminente policial (su fecha de publicación corresponde a diciembre de 1840, mientras que «Los crímenes…» ven la luz en abril de 1841), pero es evidente que no llega a serlo; la causa de tal hecho radicaría justamente, a nuestro entender, en que al efectuarse la persecución del singular personaje por parte del narrador, este último suma su mirada a la de la multitud en el mismo momento en que abandona el estado de quietud. El mirar pasivo a través de la vidriera de un gran café se opone, entonces, al ver activo y directo propio de la persecución.

Una de las claves fuertes del policial clásico radicará, consecuentemente, en ese choque de miradas: por una parte, contamos con el mirar sin ver, la mirada automatizada e inmediata típica del ‘mundo ordinario’, cuya representación en los textos correrá a cargo de las instituciones ciudadanas (sea la policía, la jurisprudencia, el periodismo, la medicina clínica y demás discursos sociales); por otro lado, nos encontramos con la mirada particularizada del detective, aquella que percibe las diferencias mínimas y que es capaz de captar aún el espesor de lo obvio, integrándolo a su discurso.

Asimismo, según se adelantó, la del investigador consistirá en una suerte de visión mediatizada, o sea, una visión que le llega solamente por medio de relatos o testimonios de otros. Lejos de los escenarios del crimen, lejos de las calles y sus muchedumbres, el detective es un frecuentador de los estados de quietud que dicta el encierro. En la soledad de su domicilio piensa y repiensa cada detalle de los relatos que los participantes del caso en cuestión le han hecho.

Un cedazo lingüístico se interpone -igual que la vidriera del cuento de Poe- entre el observador y lo observado, porque en última instancia esa es la materia con la cual el razonador trabaja: narraciones ajenas que él desmontará y reordenará a fin de arribar a una verdad que se oculta tras el espeso telón de las palabras.

Al menos desde el planteo que el policial nos propone, la consecución de la verdad en la época moderna pareciera tener que ver, entonces, antes que con lo falible o infalible de unos indicios concretos, con la manera más o menos coherente en que dichos indicios se articulen en un continuo narrativo, ya sea el de autoría criminal, ya el perpetrado por el detective.

Vínculos ampliatorios
Sobre los géneros narrativos de la modernidad en general, cf. http://www.ucm.es/info/especulo/numero24/monstruo.html .
Y en cuanto a su utilización por parte de un autor en particular, cf. http://www.ucm.es/info/especulo/numero26/arlt.html .

 

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