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Una hija de Eva y La piel de zapa de Honoré de Balzac

por Luis Quintana Tejera
Artículo publicado el 01/07/2024

Resumen
He desarrollado en el presente ensayo una recopilación analítica de los principales acontecimientos que se ofrecen en las dos novelas estudiadas: Una hija de Eva y La piel de zapa. En la primera, destaco la importancia de las dos hermanas y el nivel de sufrimiento que una y otra deben enfrentar. Paralelamente la presencia de los dos consortes resulta fundamental para comprender el papel que respectivamente les corresponde. Fernando, el marido de Eugenia, es el déspota que procede de acuerdo con los cánones de la época. Félix, cónyuge de Angélica, destaca por su forma de proceder ante su esposa y escapa al modelo tradicional de consorte prepotente y dominador.
En la segunda, recurro al modelo fáustico-mágico que el autor ha escogido —según mi opinión— para presentar ese universo fantástico en donde el futuro del personaje depende de la fe en una misterioso piel de onagro.

Palabras clave: Eva, intertexto, matrimonio, desesperanza, muerte y búsqueda.

Résumé
Dans cet essai, j’ai développé une compilation analytique des principaux événements proposés dans les deux romans étudiés : Une fille d’Eve et La peau de chagrin. Dans la première, je souligne l’importance des deux sœurs et le niveau de souffrance auquel chacune doit faire face. En même temps, la présence des deux époux est indispensable pour comprendre le rôle qui leur correspond respectivement. Fernando, le mari d’Eugénie, est le despote qui procède selon les canons de l’époque. Félix, le conjoint d’Angélique, se démarque par sa manière d’agir envers sa femme et échappe au modèle traditionnel du conjoint autoritaire et dominateur.
Dans la seconde, je recours au modèle faustien-magique que l’auteur a choisi – à mon avis – pour présenter cet univers fantastique où l’avenir du personnage dépend de la foi en une mystérieuse peau d’onagre.

Mots-clés: Eve, intertexte, mariage, désespoir, mort et recherche.

 

El inicio
La novela comienza in extrema res, es decir, inicia por una escena que se reincorporará al final del relato, logrando que la diégesis se entienda y se cumpla cabalmente el esquema que ofrece el uróboros, esto es “la serpiente que se muerde la cola”. Es el gran símbolo que revela como un matrimonio puede desarrollarse en un contexto de equilibrio y felicidad a pesar de los contratiempos que por una u otra razón se lleguen a presentar y como, en el otro caso, una unión marital está regida por la aparente autoridad del macho que gobierna a su esposa como si ésta fuera una esclava.

Aludo, en la primera de las observaciones, a Angélica y su relación con Félix, su esposo, mientras la irrupción de Raúl Nathan constituye un obstáculo que debe salvarse a pesar del entusiasmo inicial de la joven por él. Félix gobierna las situaciones desde un principio y cuida a su esposa, a pesar de que ella ignora la labor que el marido enamorado cumple en el marco de su relación.

En el segundo tema, Eugenia es dominada totalmente por un cónyuge prepotente y cruel, quien no le da ni la más mínima opción de ser, en el más amplio sentido del término.

La descripción inicial dice mucho a pesar de la larga digresión a la que Balzac nos tiene acostumbrados. La hora —las once y media de la noche—, el lugar —un hermoso palacio de la rue Neuve-des-Mathurins—, los personajes —Eugenia y Angélica—, quienes dialogan en torno a un tema que martiriza a la segunda de ellas. Este tema no se dará a conocer, sino en pasajes posteriores del relato. Tal modo de postergar la revelación del asunto funciona como una premeditada reticencia para manipular el argumento. La planeada elipsis temática pretende guardar silencio sobre la trama que constituirá el eje central de la momentánea tragedia de Angélica.

Dice el narrador omnisciente:
Dans un des plus beaux hôtels de la rue Neuve-des-Mathurins, à onze heures et demie du soir, deux femmes étaient assises devant la cheminée d’un boudoir tendu de ce velours bleu à reflets tendres et chatoyants que l’industrie française n’a su fabriquer que dans ces dernières années. Aux portes, aux croisées, un artiste avait drapé de moelleux rideaux en cachemire d’un bleu pareil à celui de la tenture. Une lampe d’argent ornée de turquoises et suspendue par trois chaînes d’un beau travail, descend d’une jolie rosace placée au milieu du plafond. Le système de la décoration est pour suivi dans    les plus petits détails et jusque dans ce plafond en soie bleue, étoilé de cachemire blanc dont les longues bandes plissées retombent à d’égales distances sur la tenture, agrafées par des nœuds de perles. Les pieds rencontrent le chaud tissu d’un tapis belge, épais comme un gazon et à fond gris de lin semé de bouquets bleu.[1]

Me adelanto a la trama del relato para sostener que esta novela plantea implícitamente una verdadera pedagogía del matrimonio, en dos sentidos, de alguna manera complementarios, que interactúan. El matrimonio conlleva conflictos diferentes según sea la época en que la pareja convive. En el siglo XIX era muy frecuente —sobre todo en la clase social adinerada— que las uniones maritales se llevaran a cabo por conveniencia y las hijas eran entregadas a sus esposos a muy temprana edad y con una dote aportada por su padre y que recibía el consorte afortunado. Eugenia y Angélica son cedidas —expresión muy válida dadas las circunstancias— a Fernando Du Tillet y a Félix de Vandenesse respectivamente.

Antes de continuar con el perfil de estas pobres víctimas de la sociedad, regreso sobre la presentación inicial para observar los detalles siguientes:
Es uno de los palacios más hermosos, aunque en él anida una tragedia, como lo explicaré infra.

Los ojos del lector pueden deleitarse con un boudoir tapizado de terciopelo azul de suaves reflejos. La impresión sensorial es visual y, a través de ella, puedo constatar como lo invade todo el color azul: ¿será la inmensidad del cielo, el infinito de las estrellas o, será quizás el mar en que se refleja la excelente poética de un gigante como Balzac?

Las mullidas cortinas de cachemira han sido creadas por un artista excepcional y otro artista se deleita en ellas, mientras las mira con ojos que escudriñan en la belleza solemne del paisaje.
Una lámpara de plata ilumina la suntuosidad del ambiente y nos permite ver, a todos, el lugar en que el drama habita.

Lo decorativo abarca hasta los más pequeños detalles y, la decantación que el estilo realista le permite especificar, lo lleva más allá de la anécdota, lo conduce al espacio en donde está presente la verdadera poética; que ni es naturalista, ni simbolista, ni realista, ni romántica; es, simplemente universal. Porque Balzac no tiene patria y si Francia lo reclama como suyo, el mundo entero lo venera como un ejemplo en que el propio cosmos se deleita.

El cálido tejido de una alfombra belga acaricia los pies de quien ponga sus plantas en esa belleza llena de la comodidad, que sólo puede conseguir un dinero gastado únicamente para destacar de una manera frívola y bella —valga el oxímoron—.
En fin, nada que el dinero no pueda comprar.

Ese telón de fondo oculta la desdicha de una mujer; de una cándida ilota, una triste esclava moderna que no tiene ni siquiera fuerzas para revelarse, porque la han educado para servir en silencio a la oscura causa de un marido concupiscente y cruel.

Regreso al tema que me vi obligado a postergar por referirme a los detalles ya comentados.
La primera de ellas —Eugenia— pasó, al casarse, de la tiranía de su madre a la dictadura de su cónyuge; desgraciadamente Eugenia no estuvo ni siquiera cerca de la felicidad y, tampoco llegó a alcanzar la estabilidad que le habría dado el dinero de la dote y la fortuna de su esposo. Vivió apartada del mundo y menospreciada por la pareja.
La segunda, tuvo mejor suerte, porque Félix se propuso —desde el comienzo de su relación— hacerla feliz y educarla para vivir en esa sociedad marcada por la envidia y el menosprecio hacia todo aquel que se atreviera a desafiar los cánones dominantes y, peor aún, si era mujer. La obediencia, la entrega al esposo sin condiciones, la esclavitud moral debían ser las características de una fémina de esa época. Por ello, la misoginia de Fernando se opone abiertamente a esa confianza que un hombre como Félix tiene en los valores que una mujer de verdad puede alcanzar. Para quien conozca los detalles de esta diégesis se creerá habilitado a mirar con una benevolencia falsamente compasiva al señor Vandenesse por confiar a ciegas y por haber sido —parcialmente digamos— traicionado por su mujer. En la pertinencia del análisis, daré infra mayores detalles.

Félix posee una virtud que muy pocos saben cultivar: es capaz de esperar, en el escenario de su propia desgracia, que la anagnórisis de su esposa se produzca y que regrese a sus cabales después de haber vivido el desengaño y la traición de Raúl. Nathan, el amante, es el hombre de muchas caras quien va cayendo gradualmente del pedestal en que él mismo se ha colocado; va cayendo no sólo porque es difícil a un hombre de su condición: pobre y engreído, reconocer sus errores y, cuando finalmente lo hace, ya es demasiado tarde y la consabida estrategia del suicidio, sólo encuentra eco en la inocente Angélica. Pero Félix estará allí para reencausarla y para darle su última lección.

Observemos, entonces, la trayectoria personal de Félix y su disposición a entregarse por completo al matrimonio que lo aguarda. El narrador dice al respecto:
Vers trente ans, le comte Félix résolut d’en finir avec les ennuis de ses félicités par un mariage. Sur ce point, il était fixé : il voulait une jeune fille élevée dans les données les plus sévères du catholicisme. Il lui suffit d’apprendre comment la comtesse de Granville tenait ses filles pour rechercher la main de l’aînée. Il avait, lui aussi, subi le despotisme d’une mère ; il se souvenait encore assez de sa cruelle jeunesse pour reconnaître à travers les dissimulations de la pudeur féminine, en quel état le joug aurait mis le cœur d’une jeune fille : si ce cœur était aigri, chagrin, révolté ; s’il était demeuré paisible, aimable, prêt à s’ouvrir aux beaux sentiments. La tyrannie produit deux effets contraires dont les symboles existent dans deux grandes figures de l’esclavage antique : Épictète et Spartacus, la haine et ses sentiments mauvais, la résignation et ses tendresses chrétiennes. Le comte de Vandenesse se reconnut dans Marie-Angélique de Granville. En prenant pour femme une jeune fille naïve, innocente et pure, il avait résolu d’avance, en jeune vieillard qu’il était, de mêler le sentiment paternel au sentiment conjugal. Il se sentait le cœur desséché par le monde, par la politique, et savait qu’en échange d’une vie adolescente, il allait donner les restes d’une vie usée. Auprès des fleurs du printemps, il mettrait les glaces de l’hiver, l’expérience chenue auprès de la pimpante, de l’insouciante imprudence. Après avoir ainsi jugé sainement sa position, il se cantonna dans ses quartiers conjugaux avec d’amples provisions. L’indulgence et la confiance furent les deux ancres sur lesquelles il s’amarra. Les mères de famille devraient rechercher de pareils hommes pour leurs filles : l’Esprit est protecteur comme la Divinité, le Désenchantement est perspicace comme un chirurgien, l’Expérience est prévoyante comme une mère. Ces trois sentiments sont les vertus théologales du mariage. Les recherches, les délices que ses habitudes d’homme à bonnes fortunes et d’homme élégant avaient apprises à Félix de Vandenesse, les enseignements de la haute politique, les observations de sa vie tour à tour occupée, pensive, littéraire, toutes ses forces furent employées à rendre sa femme heureuse, et il y appliqua son esprit. Au sortir du purgatoire maternel, Marie-Angélique monta tout à coup au paradis conjugal que lui avait élevé Félix, rue du Rocher, dans un hôtel où les moindres choses avaient un parfum d’aristocratie, mais où le vernis de la bonne compagnie ne gênait pas cet harmonieux laisser-aller que souhaitent les cœurs aimants et jeunes. Marie-Angélique savoura d’abord les jouissances de la vie matérielle dans leur entier, son mari se fit pendant deux ans son intendant. Félix explique lentement et avec beaucoup d’art à sa femme les choses de la vie, l’initia par degrés aux mystères de la haute société, lui apprit les généalogies de toutes les maisons nobles, lui enseigna le monde, la guida dans l’art de la toilette et de la conversation, la mena de théâtre en théâtre, lui fit faire un cours de littérature et d’histoire. Il acheva cette éducation avec un soin d’amant, de père, de maître et de mari ; mais avec une sobriété bien entendue, il ménageait les jouissances et les leçons, sans détruire les idées religieuses. Enfin, il s’acquitta de son entreprise en grand maître. Au bout de quatre années, il eut le bonheur d’avoir formé dans la comtesse de Vandenesse une des femmes les plus aimables et les plus remarquables du temps actuel 2

Al cumplir los treinta años —sorprendente madurez para la concepción del siglo XIX— Félix decide dejar la vida mundana, en donde muchas féminas lo echarán de menos. Su galantería y su peculiar carisma para el amor lo habían colocado en un primer lugar que toda mujer sensata deseaba ocupar.
Cuando decide tomar a la mayor de las hermanas por esposa y después de conocer los pormenores brutales de la educación de esta joven, se ve reflejado en ella, porque su madre había tenido un comportamiento semejante para con él. La tiranía de una madre produce dos efectos contrarios, el odio y la resignación —Épictète et Spartacus— según los ejemplos al que el narrador recurre en su juego intertextual; Félix era “en jeune vieillard», «un joven viejo» cuando decide unirse en matrimonio a la cándida Angélica. El oxímoron revela como un individuo mayor puede actuar como padre y esposo simultáneamente. Para llevar a cabo su labor de educador y amante se “atrinchera en sus cuarteles conyugales”.

Me detengo en las metáforas empleadas por el narrador en este momento de la descripción:
“Sabía que, a cambio de una vida adolescente, él iba a entregar los restos de una vida gastada. Junto a las flores primaverales, pondría los hielos del invierno, y la canosa experiencia al lado de la imprudencia rozagante y descuidada.”

Estéticamente son imágenes de un valor incalculable.

  1. “Donaría los restos de una vida gastada a cambio de una adolescencia despreocupada y feliz”. El contexto posterior nos demostrará que la existencia de Félix no responde a este carácter que le atribuye la voz que cuenta los hechos. Es un hombre vital, sereno y racional que sabrá cómo actuar, a pesar de que las circunstancias que le toca enfrentar no parecen, al menos al principio, estar de su lado.
  2. Junto a las flores primaverales, colocaría los hielos del invierno. Nueva antítesis en donde el sujeto de mayor edad sale perdiendo al atribuírsele, como nota dominante, “los hielos del invierno”. La niña, en cambio, estará definida por aquello de “flores primaverales”. El contraste tiene plena significación, sobre todo si consideramos que esas flores serán cultivadas con esmero por el hombre que la estación de los fríos define.
  3. “La canosa experiencia al lado de la imprudencia rozagante y descuidada.” El eufemismo “canosa experiencia” circunscribe a las canas como atributo dominante en la vejez, mientras la “imprudencia rozagante y descuidada” es la representación alegórica de la juventud.

 

Angélica Vandenesse.
Simultáneamente el narrador se detiene a contar historias entrelazadas, las diégesis de las dos hermanas. Empieza por la mayor de ellas y dice al respecto:
Marie-Angélique éprouva précisément pour Félix le sentiment que Félix souhaitait de lui inspirer : une amitié vraie, une reconnaissance bien sentie, un amour fraternel qui se mélangeait à propos de tendresse noble et digne comme elle doit être entre mari et femme. Elle était mère, et bonne mère. Félix s’attachait donc sa femme par tous les liens possibles sans avoir l’air de la garrotter, comptant pour être heureux sans nuage sur les attraits de l’habitude. Il n’y a que les hommes rompus au manège de la vie et qui ont parcouru le cercle des désillusionnements politiques et amoureux, pour avoir cette science et se conduire ainsi. Félix trouvait d’ailleurs dans son œuvre les plaisirs que rencontrent dans leurs créations les peintres, les écrivains, les architectes qui élèvent des monuments ; il jouissait doublement en s’occupant de l’œuvre et en voyant le succès, en admirant sa femme instruite et naïve, spirituelle et naturelle, aimable et chaste, jeune fille et mère, parfaitement libre et enchaînée. L’histoire des bons ménages est comme celle des peuples heureux, elle s’écrit en deux lignes et n’a rien de littéraire. Aussi, comme le bonheur ne s’explique que par lui-même, ces quatre années ne peuvent-elles rien fournir qui ne soit tendre comme le gris de lin des éternelles amours, fade comme la manne, et amusant comme le roman de l’Astrée. En 1833, l’édifice de bonheur cimenté par Félix fut près de crouler, miné dans ses bases sans qu’il s’en doutât. Le cœur d’une femme de vingt-cinq ans n’est pas plus celui de la jeune fille de dix-huit, que celui de la femme de quarante n’est celui de la femme de trente ans. Il y a quatre âges dans la vie des femmes. Chaque âge crée une nouvelle femme. Vandenesse connaissait sans doute les lois de ces transformations dues à nos mœurs modernes ; mais il les oublia pour son propre compte, comme le plus fort grammairien peut oublier les règles en composant un livre ; comme sur le champ de bataille, au milieu du feu, pris dans les accidents d’un site, le plus grand général oublie une règle absolue de l’art militaire. L’homme qui peut empreindre perpétuellement la pensée dans le fait est un homme de génie ; mais l’homme qui a le plus de génie ne le déploie pas à tous les instants, il ressemblerait trop à Dieu. Après quatre ans de cette vie sans un choc d’âme, sans une parole qui produisît la moindre discordance dans ce suave concert de sentiment, en se sentant parfaitement développée comme une belle plante dans un bon sol, sous les caresses d’un beau soleil qui rayonnait au milieu d’un éther constamment azuré, la comtesse eut comme un retour sur elle-même. Cette crise de sa vie, l’objet de cette scène, serait incompréhensible sans des explications qui peut-être atténueront, aux yeux des femmes, les torts de cette jeune comtesse, aussi heureuse femme qu’heureuse mère, et qui doit, au premier abord, paraître sans excuse. La vie résulte du jeu de deux principes opposés : quand l’un manque, l’être souffre. Vandenesse, en satisfaisant à tout, avait supprimé le Désir, ce roi de la création, qui emploie une somme énorme des forces morales. L’extrême chaleur, l’extrême malheur, le bonheur complet, tous les principes absolus trônent sur des espaces dénués de productions: ils veulent être seuls, ils étouffent tout ce qui n’est pas eux. Vandenesse n’était pas femme, et les femmes seules connaissent l’art de varier la félicité : de là procèdent leur coquetterie, leurs refus, leurs craintes, leurs querelles, et les savantes, les spirituelles ni maïseries par lesquelles elles mettent le lendemain en question ce qui n’offrait aucune difficulté la veille. Les hommes peuvent fatiguer de leur constance, les femmes jamais. Vandenesse était une nature trop complètement bonne pour tourmenter par parti pris une femme aimée; il la jeta dans l’infini le plus bleu, le moins nuageux de l’amour. Le problème de la béatitude éternelle est un de ceux dont la solution n’est connue que de Dieu dans l’autre vie. Ici-bas, des poètes sublimes ont éternellement ennuyé leurs lecteurs en abordant la peinture du paradis. L’écueil de Dante fut aussi l’écueil de Vandenesse : honneur au courage malheureux ! Sa femme finit par trouver quelque monotonie dans un Éden si bien arrangé, le parfait bonheur que la première femme éprouva dans le Paradis terrestre lui donna les nausées que donne à la longue l’emploi des choses douces, et fit souhaiter à la comtesse, comme à Rivarol lisant Florian, de rencontrer quelque loup dans la bergerie. Ceci, de tout temps, a semblé le sens du serpent emblématique auquel Ève s’adressa probablement par ennui. Cette morale paraîtra peut-être hasardée aux yeux des protestants qui prennent la Genèse plus au sérieux que ne la prennent les juifs eux-mêmes. Mais la situation de madame de Vandenesse peut s’expliquer sans figures bibliques : elle se sentait dans l’âme une force immense sans emploi, son bonheur ne la faisait pas souffrir, il allait sans soins ni inquiétudes, elle ne tremblait point de le perdre, il se produisait tous les matins avec le même bleu, le même sourire, la même parole charmante. Ce lac pur n’était ridé par aucun souffle, pas même par le zéphyr : elle aurait voulu voir moduler cette glace. Son désir comportait je ne sais quoi d’enfantin qui devrait la faire excuser ; mais la société n’est pas plus indulgente que ne le fut le dieu de la Genèse. Devenue spirituelle, la comtesse comprenait admirablement combien ce sentiment devait être offensant, et trouvait horrible de le confier à son cher petit mari. Dans sa simplicité, elle n’avait pas inventé d’autre mot d’amour, car on ne forge pas à froid la délicieuse langue d’exagération que l’amour apprend à ses victimes au milieu des flammes. 3

Las palabras del narrador continúan cumpliendo con un fin didáctico, en la medida en que enseñan a su lector formas de comportamiento y de acción en el complicado terreno de la correspondencia amorosa.

Por un lado, Angélica, al comienzo de su relación matrimonial, siente por Félix el cariño que sólo una amistad sincera podía otorgar. Ella desconoce el verdadero valor del controvertido tema del amor; se entrega a Félix porque así se lo han impuesto, porque así se estilaba en el seno de las familias de la nobleza y no puede concebir otro sentimiento que el que resulta expresado en este momento.
Félix, en cambio, quiere educar a esta joven mujer, casi una niña en las reglas que la sociedad impone: “Sujetaba Félix, por tanto, a su mujer con todas las ligaduras posibles, sin que pareciese que la encadenaba; contando, para ser feliz sin que empañase su dicha nube alguna, con la atracción que da el hábito”.
Este hombre, experimentado y hábil en el arte de la relación de pareja, quiere amar a su esposa como hombre alguno en esa época solía hacerlo. Debe mantenerla a su lado con la destreza suficiente para “encadenarla” sin que ella lo llegase a ver de este modo. El ejemplo contrario lo hallamos en Fernando, el esposo de Eugenia, quien es un amo que domina a su esclava.

El narrador se permite dar una opinión sobre los hombres que saben actuar en el marco de la pareja: “No hay como los hombres duchos en el arte de la vida y que han recorrido el círculo de las desilusiones políticas y amorosas, para poseer esta ciencia y conducirse de este modo. Félix encontraba en su obra, por otra parte, los goces que les procuran sus creaciones a los pintores, los escritores y los arquitectos que elevan monumentos; experimentaba un doble placer al ocuparse de la obra y al contemplar su éxito, admirando a su mujer instruida e inocente, inteligente y natural, amable y casta, muchacha y madre, totalmente libre y encadenada”.

Este esposo experimentado y sabio conoce en qué terreno se mueve y por ello se entrega con amor y pretende enseñarle a la inocente Angélica qué es el amor. Dicho narrador recurre a factores que aparentemente se contradicen, pero que en el libre juego del oxímoron se complementan: su mujer era “muchacha y madre, totalmente libre y encadenada”.

Hay una oración que define en su misma simplicidad el alcance de lo que quien cuenta la historia desea expresar: “La historia de los buenos matrimonios es como la de los pueblos felices: se escribe en dos líneas y no tiene nada de literaria”.

Pero: “En 1833 el edificio de ventura cimentado por Félix, minado en su misma base sin que él lo advirtiese, estuvo a punto de venir al suelo. Tanta diferencia hay entre el corazón de una mujer de veinticinco años y el de la joven de dieciocho, como entre el de la Mujer de cuarenta y el de la mujer de treinta. Hay cuatro edades en la vida de las mujeres, y cada edad crea una mujer nueva”.
Es el conocimiento que posee el escritor que se oculta detrás del narrador. Angélica está en la edad en que su corazón es vulnerable.
“Vandenesse conocía sin duda las leyes de estas transformaciones, que se deben a nuestras costumbres modernas, pero las olvidó en su caso como el mejor gramático puede olvidar las reglas al componer un libro”.
A la primera comparación en donde el gramático puede llegar a olvidar las reglas, se agrega otra: “Y de igual modo que, en el campo de batalla, en medio del fuego y preocupado con los accidentes de un cerco, el general más grande olvida una regla absoluta del arte militar”.

La poética del realismo simbólico se define, entre otros aspectos, por el empleo de los símiles y las comparaciones. Puedo sostener que el símil es a los realistas como la antítesis al barroco.
Este “joven viejo” como lo definía supra el narrador, ha olvidado que la vida es: El producto del juego de dos principios opuestos: cuando el uno falta, el ser sufre. Al satisfacerlo todo, Vandenesse había suprimido el deseo, ese rey de la   creación que pone a contribución una suma enorme de fuerzas morales”.
Esta inconsciente postergación por parte del personaje masculino parecería explicar la desviación de Angélica al caer en los brazos del absurdo don Juan: Raoul Nathan.
El auténtico remate conceptual se da en las palabras finales de este fragmento: “En su simplicidad no había inventado otra frase de amor, pues no se forja en frío la deliciosa lengua de hipérboles que el amor enseña a sus víctimas en medio de las llamas”.
El lenguaje del amor es hiperbólico, de eso no hay duda alguna; en el contexto de esa misma hipérbole reaparece la hipocresía que por momentos parece dominarlo todo.

Raoul Nathan.
Presentación y características de su estulticia que fue cultivada por él mismo en años de auto dedicación a la valoración de su propia persona, en el marco de una mitomanía rayana en la megalomanía ascendente que lo conducirá a su propia muerte.

Al respecto leemos:
À un concert donné par la comtesse vers la fin de l’hiver, apparut chez elle une des illustrations contemporaines de la littérature et de la politique, Raoul Nathan, présenté par un des écrivains les plus spirituels mais les plus paresseux de l’époque, Émile Blondet, autre homme célèbre, mais à huis-clos ; vanté par les journalistes, mais inconnu au-delà des barrières : Blondet le savait ; d’ailleurs, il ne se faisait aucune illusion, et entre autres paroles de mépris, il a dit que la gloire est un poison bon à prendre à petites doses.

Depuis le moment où il s’était fait jour après avoir longtemps lutté, Raoul Nathan avait profité du subit engouement que manifestèrent pour la forme ces élégants sectaires du moyen âge, si plaisamment nommés Jeune-France. Il s’était donné les singularités d’un homme de génie en s’enrôlant parmi ces adorateurs de l’art dont les 62 intentions furent d’ailleurs excellentes ; car rien de plus ridicule que le costume des Français au dix-neuvième siècle, il y avait du courage à le renouveler. Raoul, rendons-lui cette justice, offre dans sa personne je ne sais quoi de grand, de fantasque et d’extraordinaire qui veut un cadre. Ses ennemis ou ses amis, les uns valent les autres, conviennent que rien au monde ne concorde mieux avec son esprit que sa forme. Raoul Nathan serait peut-être plus singulier au naturel qu’il ne l’est avec ses accompagnements. Sa figure ravagée, détruite, lui donne l’air de s’être battu avec les anges ou les démons, elle ressemble à celle que les peintres allemands attribuent au Christ mort : il y paraît mille signes d’une lutte constante entre la faible nature humaine et les puissances d’en haut. Mais les rides creuses de ses joues, les redans de son crâne tortueux et sillonné, les salières qui marquent ses yeux et ses tempes, n’indiquent rien de débile dans sa constitution. Ses membranes dures, ses os apparents ont une solidité remarquable ; et quoique sa peau, tannée par des excès, s’y colle comme si des feux intérieurs l’avaient desséchée, elle n’en couvre pas moins une formidable charpente. Il est maigre et grand. Sa chevelure longue et toujours en désordre vise à l’effet. Ce Byron mal peigné, mal construit, a des jambes de héron, des genoux engorgés, une cambrure exagérée, des mains cordées de muscles, fermes comme les pattes d’un crabe, à doigts maigres et nerveux. Raoul a des yeux napoléoniens, des yeux bleus dont le regard traverse l’âme; [4]

Raoul Nathan entra en escena y pronto conocerá y enamorará a Eugenia.
Su natural estulticia y su absurda postura de intelectual falso y decadente queda expresada en los siguientes pasajes que recapitulo en seguida:

  1. Aparece en escena: “Una de las celebridades contemporáneas de la literatura y de la política: Raúl Nathan”.

El tono de las intervenciones del narrador que tienen como objetivo presentar y ridiculizar a este dandi de la cultura es más que evidente. Los hechos posteriores demostrarán que no destaca en literatura y, mucho menos, en política.

  1. “Raoul, hagámosle justicia, presenta en su persona un no sé qué de grande, de fantástico y de extraordinario, que requiere un marco”.

Continúa prevaleciendo el factor irónico.

  1. “Su rostro devastado, destruido, le da la apariencia de haber luchado con los ángeles o los demonios; se asemeja al que los pintores alemanes atribuyen al Cristo muerto: aparecen en él mil signos de una lucha constante entre la débil naturaleza humana y los poderes de lo alto”.

Observo el intertexto sagrado utilizado con una intención paródica.

  1. “Este Byron mal peinado y mal formado, tiene unas piernas de garza real, unas rodillas infartadas, una esbeltez exagerada, unas manos encordadas de músculos, firmes como las patas de un cangrejo y de dedos flacos y nervudos”.

La descripción física arranca de la expresión cómica de ese Byron mal peinado. Es decir, si algo tiene del poeta inglés es el desaliño que caracteriza y define a Raoul.

  1. “Su corbata queda en un momento enrollada por las convulsiones de sus movimientos de cabeza, que son notablemente bruscos y vivos, como los de los caballos de raza que se impacientan en sus arneses y levantan constantemente la cabeza para desprenderse el bocado o la barbada”.

Es absurdamente vital. Mueve su cabeza como lo hacen los caballos de raza que se impacientan en sus arneses. Acertada comparación que vuelve a definir la idiosincrasia de un personaje que sólo mueve a risa al observador.

  1. “—¿Por qué sois así? —le dijo un día la marquesa de Vandenesse. —¿No están siempre las perlas dentro de conchas? —respondió él.

Presunción, altanería, vanidad, jactancia, es decir, petulancia rayana en la insolencia. Todo esto es Raoul, el hombre que acaparará la atención de Angélica hasta que Félix le demuestre el error en que ha caído; se lo demuestra, la perdona y la devuelve al seno del matrimonio de donde no debió haberse apartado nunca.

La piel de zapa. Lo fáustico y lo mágico.
Leo en el ensayo que cito lo siguiente:
La piel de zapa
 oscila entre la fantástico y lo realista; entre la crítica social y la ficción imaginativa. Que un autor tan pegado a las costumbres de su tiempo como es Honoré de Balzac escribiese una novela dedicada íntegramente a las consecuencias que acarrea la posesión de un objeto mágico, no es una anécdota sin importancia: para el genio francés, lo maravilloso está en el vehículo gracias al cual puede dar rienda suelta a su visión de una sociedad decadente, basada en el oropel y la maleficencia. Para ello se sirve de un recurso fantástico, pero que en verdad apenas tiene relevancia para contarnos la historia que se desarrolla en estas páginas: la fantasía se pone al servicio de una mirada sagaz, pero atroz, al mundo que nos rodea.Cfr.
https://www.clubensayos.com/Acontecimientos-Sociales/La-trama-de-La-piel/2259706.html

Es cierto que la atención del lector permanece concentrada en la anécdota, pero deseo resaltar la aportación fáustica del genio de Balzac, en donde lo mágico ocupa un lugar destacado. Como leo en el ensayo citado, lo fantástico alterna con lo realista; yo diría más bien que lo fantástico resulta expresado en un verbo realista en donde la preocupación principal está en el detalle de lo contado, sin dejar de lado el misterio romántico al que, indirectamente, se alude. Estamos en una sociedad decadente —la del siglo XIX— en donde el atractivo casi lujurioso del juego prevalece.

Continúa diciendo el autor citado:
La trama de La piel de zapa se centra en el joven Rafael de Valentín, un muchacho que ansía alcanzar la fama literaria y para ello emplea todos sus recursos materiales. Tras la muerte de su padre, decide utilizar su modesta herencia en mantenerse durante unos años en los que trata de dar forma a las obras que le rondan por la cabeza. Sin embargo, no tiene suerte y pronto se encuentra en la miseria, a punto de perder su última moneda; su casera y la hija de ésta, devotas admiradoras del hombre, tratan de ayudarlo y animarlo, pero todo es en vano. Desesperado, Rafael decide una noche suicidarse arrojándose al Sena cuando, por azar, sus pasos le conducen a una tienda de antigüedades en la que el dependiente le enseña una piel decorativa con unas extrañas inscripciones en sánscrito; el curioso objeto tiene la facultad de hacer realidad los deseos de aquel que la posea, pero al tremendo precio de restarle años de vida por cada deseo satisfecho…

El punto de partida, como verán, es imaginativo; entronca con una tradición fantástica que hace gala de elementos recurrentes en este tipo de historias: objetos mágicos, contrapartidas respecto a sus poderes, protagonista desesperado, etc. No obstante, y como adelantaba, Balzac no profundiza tanto en el aspecto imaginativo como en el social de los hechos. Rafael es un joven dotado de talento, pero con una personalidad maleable y veleidosa: a pesar de tener buenas intenciones, se deja llevar por la vida licenciosa que la burguesía cosmopolita de principios del XIX, tan gustosamente disfrutaba. Por tanto, apenas basta un leve empujón para hacer de este muchacho un títere en manos de sus amigos o amantes, incapaz de sofrenar sus impulsos y rendido a los pies de voluntades ajenas. Cfr.https://www.clubensayos.com/Acontecimientos-Sociales/La-trama-de-La-piel/2259706.html

Concluye finalmente sosteniendo:
Balzac pinta un escenario casi decadentista, con un París nocturno en el que todo son francachelas, orgías, borracheras y espectáculos. Y, por encima de todo, muestra un retrato de esa sociedad que se dejaba tentar por un género de vida tan luminoso como fatuo. Los personajes que asoman por toda la novela son, en general, personalidades guiadas por el afán de placer, sin miras ulteriores ni consideraciones morales; engañar, seducir, robar o mentir son las cartas con los que se juega en ese mundo, y más vale dominarlas o sucumbir. La amante de Rafael, la condesa Fedora, no es sino el trasunto físico de esa sociedad: caprichosa, vana, inaccesible, cruel y desdeñosa; un universo alejado de la realidad que solo se interesa por la satisfacción inmediata de los placeres. Frente a todo ello se alzará la joven Paulina, la hija de la patrona de Rafael, encarnación de la virtud y de la honestidad. Sin embargo, para Balzac está muy claro la escasa capacidad de la bondad para cambiar hábitos inveterados (y execrables) frente al vicio.

La piel de zapa es una novela cuya primera mitad es quizá un tanto morosa; parece como si la verdadera historia solo empezase a cobrar fuerza pasados unos primeros compases en los que Balzac se deleita más en las descripciones y enumeraciones que en los personajes. No obstante, pronto su firme pulso de escritor retoma el rumbo y sin duda estamos ante una obra que merece la pena leer para impregnarse de costumbrismo, crítica y realidad.

Cfr.https://www.clubensayos.com/Acontecimientos-Sociales/La-trama-de-La-piel/2259706.html

El diálogo entre diferentes corrientes literarias o tiempos de la literatura continúa operando, cuando descubrimos elementos que el romanticismo negro o decadentismo ha de poner en primer plano. Como uno de los grandes intelectuales de su siglo se ubica en su presente realista —ésta es la fe literaria que tiene el autor aquí estudiado— recuerda su pasado romántico en el cual el decadentismo representa y vislumbra ya al simbolismo de finales de siglo. Rafael Valentín es la representación de una axiología en retroceso que apunta hacia el nihilismo del siglo XX.

Veamos como inicia la novela:

  1. El talismán:

En este punto, el silencio de la Administración es absoluto. Pero, sábelo bien; apenas avances un paso hacia el tapete verde, ya no te pertenece tu sombrero, como tampoco te perteneces tú mismo; tanto tú, como tu fortuna, tus prendas de vestuario, hasta tu bastón, todo es del juego. A tu salida, el juego te demostrará, mediante un atroz epigrama en acción, que te ha dejado algo, devolviéndote tu indumentaria. No obstante, si en alguna ocasión llevas sombrero nuevo, aprenderás, a tu costa, que conviene hacerse un traje de jugador.

El asombro manifestado por el joven al recibir una ficha numerada a cambio de su sombrero, cuyos bordes, por fortuna, estaban ligeramente pelados, reveló bastante a las claras un alma todavía inocente. Así, el viejecillo, sin duda, desde su mocedad en los ardientes placeres de la vida del jugador, le lanzó una mirada de compasiva ternura, en lo que un filósofo hubiera leído las miserias del hospital, la vagabundez del arruinado, los sumarios y procesos, los trabajos forzados a perpetuidad y las expatriaciones.

Aquel hombre, cuya escuálida y exangüe faz denotaba la deficiencia de alimentos, presentaba la pálida imagen del vicio reducida a su más mínima expresión. Sus arrugas delataban las huellas de antiguas torturas, y debía jugarse sus menguados honorarios el día mismo en que los cobraba. Semejante a esos rocines en los que no producen mella los palos, no había nada que le inmutara; los sordos gemidos de los jugadores que salían arruinados, sus mudas imprecaciones, sus estúpidas miradas, no causaban en él la más ligera impresión. Era la encarnación del juego. (2014: 7-8).

  1. Aparición fantasmal del viejo, que le hiela la sangre:

De pronto creyó ser llamado por una voz terrible, y se estremeció, como cuando en medio de una tremenda pesadilla nos sentimos precipitados de golpe a las profundidades de un abismo. Una deslumbradora claridad le hizo cerrar los ojos. Acababa de surgir del seno de las tinieblas una esfera rojiza, cuyo centro estaba ocupado por un viejecillo que se mantenía en pie, enfocando hacia él la viva claridad de una lámpara. Había llegado sigilosamente, sin hablar, ni moverse. Su aparición tuvo algo de fantástico (2014: 40).

  1. Inscripción en la piel. Pacto diabólico.

Las palabras cabalísticas estaban dispuestas en la siguiente forma:

Si me posees, lo poseerás todo. Pero tu vida me pertenecerá. Dios lo ha querido así. Desea y se realizarán tus deseos. Pero acomoda tus aspiraciones a tu vida. Ella está aquí. A cada anhelo menguaré tus días. ¿Me quieres? ¡Tómame! Dios te oirá. ¡Así sea! (2014: 51)

  1. “Ha firmado usted el pacto”

Ya todo está hecho y Rafael no podrá volverse atrás. Al aceptar y recibir la fatídica piel de borrego ha sellado su destino. Todas sus acciones posteriores estarán marcadas por este hecho.

  1. La relación de Rafael con Paulina y el triste destino de la joven.

Paulina se enamora del hombre que no podrá tener. Rafael la recibe, pero sabe, al mismo tiempo, que no podrá pertenecerle.

  1. Epílogo.

Los últimos momentos del relato son desgarradores. Rafael está muriendo y Paulina no quiere aceptarlo. Dice el narrador:

«La joven prorrumpió en un grito desgarrador; sus pupilas se dilataron; sus cejas se distendieron violentamente, enarcándose en una expresión de inusitado dolor. Paulina leyó en los ojos de Rafael uno de esos deseos furiosos, que en otro tiempo constituían la gloria para ella; pero a medida que se acentuaba el deseo, la piel se iba contrayendo, cosquilleando la palma de su mano. Sin reflexionar, huyó al salón contiguo, cuya puerta cerró (2014: 394).».

En el epílogo una voz anónima —posiblemente la del narratario— pregunta tres veces por Paulina. El narrador contesta con extensas digresiones al estilo de la corriente literaria a la que pertenece y la obra concluye con la muerte y la decepción.

De este modo he resaltado los aspectos que entiendo como representativos en esta amplia novela del escritor francés. Al estudiarla por separado, en un posterior ensayo, ampliaré los contenidos y ahondaré en el análisis de éstos.

Luis Quintana Tejera
Artículo publicado el 01/07/2024

Bibliografía
. Balzac, Honoré (2003). Obras completas, traducción y prólogo de Rafael Cansino Assens, Madrid, Santillana [Tomo III: Una hija de Eva, 658-728].
. _________________ (2014). La piel de zapa, trad. Julio Acerete, Madrid, Alianza.
. __________________ (1970). Una hija de Eva, trad. De Pedro Garzón del Camino, México, colección Málaga.
. Benedetti, Mario (1968). Tres géneros narrativos: cuento, nouvelle y novela, Montevideo, Alfa, (p. 14 en adelante).
. Del Prado, Javier (1994). Historia de la literatura francesa, Madrid, Cátedra.
, Párraga Hidalgo, Ángel (2017). El cuento y la nouvelle en el siglo XIX francés, Publicaciones didácticas.
Hemerografía
.https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida. Consultado el 25/02/24.15/nouvelles-a-la-vista_583104/
.https://core.ac.uk/download/pdf/235854421.pdf Consultado el 28/02/24.
.https://www.clubensayos.com/Acontecimientos-Sociales/La-trama-de-La-piel/2259706.html. Consultado el 15/03/24
Notas
[1] A las once y media de la noche, y en uno de los palacios más hermosos de la calle Neuve-des-Mathurins, estaban sentadas dos mujeres delante de la chimenea d’un boudoir tapizado con ese terciopelo azul de suaves reflejos tornasolados, que la industria francesa no ha sabido fabricar hasta estos últimos años. Un artista ha cubierto sus puertas y ventanas con mullidas cortinas de cachemira de un azul semejante al del tapizado. Una lámpara de plata, adornada con turquesas y suspendida por tres cadenas de un hermoso labrado, cuelga de un lindo rosetón colocado en el centro del techo. El estilo decorativo se extiende a los más pequeños detalles e incluso a ese mismo techo cubierto de seda azul con aplicaciones de cachemira blanca, cuyas largas bandas plisadas caen con simetría sobre el tapizado, al que están sujetas por lazos de perlas. Los pies encuentran el cálido tejido de una alfombra belga, gruesa como un césped y con un fondo gris de lino sembrado de ramilletes azules (1970: 9).
2 Hacia los treinta años, el conde Félix resolvió acabar con las desazones de su fortuna por medio de un matrimonio.  En este punto, su decisión estaba tomada: quería una joven educada en los principios más severos del catolicismo. Bastóle con saber lo sujetas que tenía a sus hijas la condesa de Granville para tratar de obtener la mano de la mayor. Él también había sufrido el despotismo de una madre; recordaba todavía su cruel juventud dirigida por una madre poco comprensiva; de esta forma estaba en condiciones de reconocer, a través de los disimulos del poder femenino, en qué estado había dejado el yugo el corazón de una joven. Si ese corazón estaba agriado, apesadumbrado e insubordinado, o si había permanecido apacible, amable y dispuesto a abrirse a los bellos sentimientos. La tiranía produce dos efectos contrarios cuyos símbolos existen en dos grandes figuras de la esclavitud antigua: Epicteto y Espartaco: el odio y sus malos sentimientos, y la resignación con sus cristianas ternuras. El conde de Vandenesse hubo de reconocerse en María Angélica de Granville. Al tomar por mujer a una muchacha ingenua, inocente y pura, había resuelto de antemano, como joven viejo que era, mezclar el sentimiento paternal al sentimiento conyugal. Sentía su corazón secado ya por el mundo y por la política, y sabía que, a cambio de una vida adolescente, él iba a entregar los restos de una vida gastada. Junto a las flores primaverales, pondría los hielos del invierno, y la canosa experiencia al lado de la imprudencia rozagante y descuidada. Después de haber juzgado de este modo sensatamente su situación, se acantonó con amplias provisiones en sus cuarteles conyugales. La indulgencia y la confianza fueron las dos anclas a que se amarró. Las madres de familia deberían buscar hombres semejantes para sus hijas: el talento es protector como la divinidad, el desencanto es perspicaz como un cirujano, y la experiencia es previsora como una madre. Estos tres sentimientos son las virtudes teologales del matrimonio. Los galanteos y las delicias que sus hábitos de hombre afortunado en amores y de hombre elegante le habían hecho aprender a Félix de Vandenesse, las enseñanzas de la alta política, las observaciones de su vida, sucesivamente activa, cerebral y literaria, todas sus fuerzas fueron empleadas en hacer a su mujer feliz, y a ello aplicó su talento. Al salir del purgatorio materno, María Angélica se vio elevada de repente al paraíso conyugal que le había preparado Félix en la calle del Rocher, en una casa donde las menores cosas tenían un perfume de aristocracia; pero en la que el barniz del buen tono no cohibía ese armonioso abandono que anhelan los corazones amantes y jóvenes. María Angélica saboreó ante todo los goces de la vida material en su totalidad, y su marido se hizo durante dos años su intendente. Félix explicó lentamente y con mucho arte a su mujer las cosas de la vida, la inició gradualmente en los misterios de la alta sociedad, le enseñó las genealogías de todas las casas nobles, le mostró el mundo, la guio en el arte del tocado y de la conversación, la llevó de teatro en teatro y le hizo seguir un curso de literatura y de historia. Terminó esta educación con un cuidado de amante, de padre, de maestro y de marido; pero también con una sobriedad bien entendida, atemperaba los goces y las lecciones, sin destruir las ideas religiosas. En suma, desempeñó su empresa como un gran señor; y al cabo de cuatro años tuvo la dicha de haber hecho de la condesa de Vandenesse una de las mujeres más amables y notables de la época actual.
3 María Angélica experimentó precisamente por Félix el sentimiento que Félix deseaba inspirarle: una amistad sincera, un agradecimiento bien sentido y un amor fraternal mezclado oportunamente con el cariño noble y digno, como debe serlo el existente entre marido y mujer.
Ella era madre, y buena madre. Sujetaba Félix, por tanto, a su mujer con todas las ligaduras posibles, sin que pareciese que la encadenaba; contando, para ser feliz sin que empañase su dicha nube alguna, con la atracción que da el hábito.
No hay como los hombres duchos en el arte de la vida y que han recorrido el círculo de las desilusiones políticas y amorosas, para poseer esta ciencia y conducirse de este modo.
Félix encontraba en su obra, por otra parte, los goces que les procuran sus creaciones a los pintores, los escritores y los arquitectos que elevan monumentos;
Experimentaba un doble placer al ocuparse de la obra y al contemplar su éxito, admirando a su mujer instruida e inocente, inteligente y natural, amable y casta, muchacha y madre, totalmente libre y encadenada. La historia de los buenos matrimonios es como la de los pueblos felices: se escribe en dos líneas y no tiene nada de literaria. Del mismo modo que la dicha no se explica sino por sí misma, aquellos cuatro años no pueden ofrecer nada que no sea delicado como el gris de lino de los eternos amores, insípido como el maná y entretenido como la novela de la Astrea.
En 1833 el edificio de ventura cimentado por Félix, minado en su misma base sin que él lo advirtiese, estuvo a punto de venir al suelo. Tanta diferencia hay entre el corazón de una mujer de veinticinco años y el de la joven de dieciocho, como entre el de la mujer de cuarenta y el de la mujer de treinta.
Hay cuatro edades en la vida de las mujeres, y cada edad crea una mujer nueva. Vandenesse conocía sin duda las leyes de estas transformaciones, que se deben a nuestras costumbres modernas, pero las olvidó en su caso como el mejor gramático puede olvidar las reglas al componer un libro, y de igual modo que, en el campo de batalla, en medio del fuego y preocupado con los accidentes de un cerco, el general más grande olvida una regla absoluta del arte militar. El hombre que puede grabar perpetuamente el pensamiento en el hecho es un hombre de genio; pero el hombre que pueda tener más genio no lo despliega en todos los instantes, ya que, de no ser así, se asemejaría demasiado a Dios. Después de cuatro años de llevar esta vida sin un contratiempo espiritual, sin una palabra que pudiese producir la menor disonancia en aquel suave concierto de los sentimientos, y sintiéndose perfectamente desarrollada como una hermosa planta en un suelo propicio, bajo las caricias de un bello sol que irradiaba en medio de un éter constantemente cerúleo, la condesa experimentó como un trastorno espiritual. Esta crisis de su vida, tema de la presente escena, sería incomprensible sin unas explicaciones que acaso atenúen, a los Ojos de las mujeres, los errores de esta joven condesa, tan feliz esposa como feliz madre, y que debería, a primera vista, parecer carente de toda excusa. La vida es el producto del juego de dos principios opuestos: cuando el uno falta, el ser sufre. Al satisfacerlo todo, Vandenesse había suprimido el deseo, ese rey de la creación que pone a contribución una suma enorme de fuerzas morales. El calor extremado, la extremada desdicha, la felicidad completa, todos los principios absolutos ejercen su imperio en ámbitos desprovistos de toda producción: quieren estar solos y ahogan todo lo que no son ellos. Vandenesse no era mujer, y sólo las mujeres conocen el arte de darle variación a la felicidad: de ahí procede su coquetería, sus negativas, sus temores, sus querellas, así como las sabias e ingeniosas simplezas con las que ponen en duda al día siguiente lo que en la víspera no ofrecía dificultad alguna. Los hombres pueden cansar con su constancia, las mujeres jamás. Vandenesse era un carácter demasiado bueno en todos sus aspectos para atormentar deliberadamente a una mujer amada, y la lanzó al cielo, más hermoso y más limpio de nubes, del amor. El problema de la beatitud eterna es uno de aquellos cuya solución sólo es conocida por Dios en la otra vida. En ésta, poetas sublimes han aburrido eternamente a sus lectores al emprender la descripción del paraíso. El escollo del Dante fue también el escollo de Vandenesse: ¡Honra y gloria al valor fracasado! Su mujer acabó por encontrar alguna monotonía en un edén tan bien organizado. La dicha perfecta que la primera mujer experimentó en el paraíso terrenal le produjo las náuseas que provoca a la larga el empleo de cosas dulces, e hizo desear a la condesa, como a Rivarol cuando leía a Florián, encontrar algún lobo en la pastoral. En todos los tiempos ha sido éste el sentido atribuido a la serpiente emblemática, a la que se dirigió probablemente Eva por aburrimiento moraleja que parecerá quizá aventurada a los ojos de los protestantes, que toman el Génesis más en serio que los propios judíos. Pero la situación de la señora de Vandenesse puede explicarse sin recurrir a figuras bíblicas: sentía en su alma una fuerza inmensa sin empleo, su dicha no le hacía sufrir, marchaba sin cuidados ni inquietudes, no temblaba por perderla, y se le aparecía todas las mañanas con el mismo color azul, la misma sonrisa y la misma palabra encantadora. Ni el más leve soplo, ni aun el del céfiro, rizaba la superficie del lago tan puro, y ella hubiese querido que aquel espejo ondulase. Su deseo llevaba en sí algo de infantil que debería valerle de excusa; pero la sociedad no es más indulgente de lo que lo fue el Dios del Génesis. El talento adquirido hacía comprender a la condesa admirablemente cuán ofensivo debía ser aquel sentimiento, y encontraba horrible confiárselo a su querido maridito. En su simplicidad no había inventado otra frase de amor, pues no se forja en frío la deliciosa lengua de hipérboles que el amor enseña a sus víctimas en medio de las llamas. (1970: 31-34).
[4] En un concierto dado por la condesa hacia el fin del invierno apareció en su casa una de las celebridades contemporáneas de la literatura y de la política: Raúl Nathan, presentado por uno de los escritores más inteligentes, aunque más perezosos de la época, Emilio Blondet, otro hombre célebre, pero a puerta cerrada, elogiado por los periodistas y desconocido en las afueras. Blondet lo sabía; por otra parte, no se hacía ilusión alguna; y, entre otras frases de desprecio, ha dicho que la gloria es un veneno que se ha de tomar en pequeñas dosis. Desde el momento en que había logrado darse a conocer, tras de haber luchado largo tiempo, Raúl Nathan se había aprovechado del súbito entusiasmo que por la forma manifestaron aquellos elegantes sectarios de la Edad Media, tan chistosamente llamados Joven Francia. Había adoptado las singularidades de un hombre genial alistándose entre aquellos adoradores del arte cuyas intenciones, por otra parte, eran excelentes, pues nada más ridículo que el traje de los franceses en el siglo XIX, que ya hacía falta valor para atreverse a renovar. Raoul, hagámosle esta justicia, presenta en su persona un no sé qué de grande, de fantástico y de extraordinario, que requiere un marco. Sus enemigos o sus amigos, tanto los unos como los otros, convienen en que no hay nada en el mundo que esté más de acuerdo con su espíritu como su forma. Raúl Nathan sería quizá más singular al natural de lo que lo es con sus adornos. Su rostro devastado, destruido, le da la apariencia de haber luchado con los ángeles o los demonios; se asemeja al que los pintores alemanes atribuyen al Cristo muerto: aparecen en él mil signos de una lucha constante entre la débil naturaleza humana y los poderes de lo alto. Pero las profundas arrugas de sus mejillas, los entrantes y salientes de su cráneo tortuoso y lleno de surcos, los hoyos que marcan sus ojos y sus sienes, no indican nada de débil en su constitución. Sus duras membranas y sus huesos visibles presentan una solidez notable; y aunque su piel, curtida por los excesos, se adhiera a aquéllos como si unos fuegos internos la hubiesen secado, no deja de cubrir por ello una armazón formidable. Es delgado y alto. Su cabellera larga y siempre en desorden tiende a producir su efecto. Este Byron mal peinado y mal formado, tiene unas piernas de garza real, unas rodillas infartadas, una esbeltez exagerada, unas manos encordadas de músculos, firmes como las patas de un cangrejo y de dedos flacos y nervudos. Raúl tiene ojos napoleónicos, unos ojos azules cuya mirada atraviesa el alma; una nariz atormentada y llena de sutileza; una boca encantadora, embellecida por los dientes más blancos que una mujer pudiera desear. Hay movimiento y fuego en su cabeza y genio bajo su frente. Raúl pertenece al pequeño número de hombres que os impresionan al pasar y que en un salón forman desde el primer momento un punto luminoso que atrae todas las miradas. Se hace notar por su desaliño, si se nos permite tomarle a Molière la palabra empleada por Elianta para describir el desaseo de la persona. Sus ropas parecen siempre haber sido retorcidas, arrugadas y abarquilladas intencionadamente para armonizar con su fisonomía. Tiene habitualmente una de sus manos en su chaleco abierto, en una actitud que el retrato del señor de Chateaubriand por Girodet ha hecho célebre; pero la adopta menos para parecérsele, ya que no quiere parecerse a nadie, que para deshacer los pliegues uniformes de su camisa. Su corbata queda en un momento enrollada por las convulsiones de sus movimientos de cabeza, que son notablemente bruscos y vivos, como los de los caballos de raza que se impacientan en sus arneses y levantan constantemente la cabeza para desprenderse el bocado o la barbada. Su barba larga y puntiaguda no está ni peinada, ni perfumada, ni cepillada, ni alisada como las de los elegantes, que la llevan en abanico o en punta; la deja según es. Sus cabellos, que se introducen entre el cuello de su frac y su corbata, lujuriantes sobre sus hombros, engrasan los lugares que acarician. Sus manos secas y correosas ignoran los cuidados del cepillo de uñas y el lujo del limón. Varios críticos pretenden que las aguas lustrales no refrescan a menudo su piel calcinada. En suma, el terrible Raúl es grotesco. Se mueve por sacudidas como obedeciendo a un mecanismo imperfecto. Sus andares están en pugna con toda idea de orden por sus zigzags entusiastas y sus altos inesperados, que le hacen tropezar con los burgueses pacíficos que se pasean por los bulevares de París. Su conversación, llena de humor cáustico y de epigramas ásperos, imita la marcha de su cuerpo: abandona súbitamente el tono de venganza y se hace suave, poética, consoladora, dulce, sin venir a qué, y ofrece silencios inexplicables y espasmos de ingenio que fatigan a veces. Lleva a los salones una torpeza atrevida, un desdén de las convenciones sociales y un aire de crítica hacia todo lo que en ellos se respeta, que le indispone con los espíritus pequeños, así como con aquellos que se esfuerzan en conservar las doctrinas de la antigua cortesía; pero es algo original, como las creaciones chinas, y que las mujeres no aborrecen. Además, con éstas muestra a menudo una amabilidad exquisita, y parece complacerse en hacer olvidar sus maneras extravagantes y en obtener sobre las antipatías una victoria que halaga su vanidad, su amor propio o su orgullo. —¿Por qué sois así? —le dijo un día la marquesa de Vandenesse. —¿No están siempre las perlas dentro de conchas? —respondió él.

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