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Una Obsesion Existencial. Acerca de “Invención tardía”, de Horacio Cavallo.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 22/08/2018

Horacio-CavalloEl poeta y escritor uruguayo Horacio Cavallo (nacido en 1977), ha publicado El silencio de los pájaros (Alter ed., 2013), Cenizas (La propia cartonera, 2011), Piano solo (Trópico sur, 2011), que son relatos, y las novelas Fabril (Premio Fondos Concursables, 2009; Trilce, 2010) y Oso de trapo (Premio Municipal de Narrativa, 2007; Trilce, 2008). De su poesía, destacamos La mañana olvidada (Melón ed., 2014), Descendencia (Ed. del Estómago Agujereado, 2012), Sonetos a dos, en coautoría con Francisco Tomsich (Premio Fondos Concursables, 2008; Trilce, 2009), y El revés asombrado de la ocarina (Premio Anual de Literatura/ MEC; Ed. de la Crítica, 2006). Además ha publicado literatura infantil: Figurichos, en coautoría con Pantana en ilustración y diseño (EBO, 2014), El jorobado de las alas enormes (Trilce, 2012), Clementina y Godofredo (Premio Fondos Concursables, 2010; Topito ed., 2011). En 2013 y 2014 fue seleccionado para integrar el catálogo Books from Uruguay del Ministerio de Educación y Cultura. En 2014 recibió el Premio Morosoli de Bronce en Narrativa.

Yo obseso, luego existo
Desentrañar el misterio del padre, muerto a la edad de cuarenta y cinco años y tres meses, a causa de un accidente de tránsito, es el objetivo del narrador de esta novela, el hijo, que en la actualidad está “avanzando en la treintena”. “A mi padre lo atropelló una camioneta blanca cuando yo acababa de cumplir seis años. Esta es la frase que repetí mientras crecía. Las veces que mi madre intentó desentrañar qué fue exactamente lo que pasó volvió sobre sus pasos, como si nada tuviera consistencia”.

[La composición de los personajes→] Enrique Salerno, es el padre, escritor de “tres novelas, dos cuentarios y dos poemarios”, para quien “el Estado ha colocado una placa recordatoria en el lugar de su nacimiento”; Agustín Salerno, técnico radiólogo que trabaja en el Hospital de Clínicas, es el hijo y nuestro personaje principal y narrador; Lorena, la “muchacha del largo pelo”, intenta escribir una tesis sobre el escritor y se relaciona con el hijo. Esta es la triada sobre la que se asienta la novela, luego habrá otros personajes secundarios que irán surgiendo a medida que vayamos adentrándonos en la misma.

La obra se compone de capítulos cortos, así como las frases son breves, sucintas. La narración se da en primera persona, desde un yo descompuesto en varios tiempos. Hay una búsqueda existencial que bien podríamos catalogar la novela como de un “raro existencialismo”. Ateniéndonos a lo que sostienen los existencialistas, como Sartre, Camus, o Kierkegaard, estos creen que el individuo es una integridad libre por sí misma. La existencia propia de una persona es lo que define su esencia y no una condición humana general, o sea que la cuestión fundamental en el ser es la existencia, en cuanto existencia humana, y no la esencia, y que respecto al conocimiento es más importante la vivencia subjetiva que la objetividad. Aplicando esto a la novela, podemos decir que la existencia del escritor Salerno, su obra, la memoria de este, su diario, las fotos, y el recuerdo que de él se tenga de entre los que estuvieron cerca, serán los que definan quién fue, para el hijo, su padre. De allí la búsqueda, incesante. Es evidente, también, sin ninguna duda, el impacto de tal pérdida para el niño, y es por ello todo lo que sucederá en la novela. Según el psicoanálisis clásico, “cuando la pérdida ha sido muy temprana o no ha habido condiciones adecuadas para su encauzamiento pueden estos mecanismos actualizarse reiteradamente en distintos contextos del existir del niño constituyendo una brecha yoica que se transforme en obstáculo para su integración psíquica” (Revista Uruguaya de Psicoanálisis editada por la Asociación Psicoanalítica Uruguaya, 1988, pág. 6). Vemos que, en primer lugar, el duelo no ha sido realizado convenientemente (como si no se resignara a haber perdido a su padre), y además, que el trauma que provocó esto no se ha cerrado. O más precisamente, como dice Lacan de aquello que “no cesaba de no ocurrir”, es decir aquello que se recortaba una y otra vez en el recuerdo (del niño y ahora hombre) referidos a la experiencia traumática, ese no saber exactamente qué fue lo que sucedió, o más que nada el porqué, que no le deja superar su trauma. Por lo tanto no se ha cumplido el duelo en toda su extensión. Tras el choque, el impacto ha sido tal que lo ha dejado inerme; luego viene la negación de todo lo que nos iremos enterando acerca del padre y la culpa, como si hubiera sido por él, directa o indirectamente, que su padre se muriera. El miedo que le provoca todo eso, le genera inseguridad, rabia y hasta depresión, pero nunca termina por aceptar la muerte del padre. Así veremos que si Lorena persigue “la sombra” del padre, por cuanto le basta llegar al mínimo necesario para hacer su tesis, y nada más, él, el hijo, persigue la imagen real (que ha quedado en la zona oscura de la historia). “El largo camino detrás de mi padre reverdecía”, dirá, como si cada vez, con cada lluvia (de lágrimas) pudiera renacer, ya desde el recuerdo o desde la imaginación.

Pero no sólo estará esa búsqueda angustiosa, también habrá una seducción de ida y vuelta con la muchacha, con Lorena: “A los veinte años las muchachas transitan desde la niña a la mujer entre un momento y otro”. Lorena mismo se deja seducir, desde la toma de las radiografías, que buscan componerla desde su interior, pero con un objetivo claro que es obtener todo el material posible que coadyuve a su tesis. Y si vemos el egoísmo de Agustín Salerno, introvertido hasta el exceso en su drama (y trauma) interior, también veremos la aparente complicidad pero en última instancia hipócrita y falsa de la muchacha.

Son tres los momentos principales del recuerdo: el de la infancia, incluyendo el accidente; el de la adolescencia y juventud, revoltosa y drogona, a todas luces desesperada y caótica; y la actual, de hombre casi maduro, cuya total aceptación del hecho en sí, la pérdida paterna, y la posterior superación de la culpa, lo harían entrar en la adultez plena.

En todo el proceso (psíquico) habrá, también, una admiración apenas soterrada hacia el padre, y el escritor crece hasta niveles muy altos. Cada línea, cada palabra se festeja, se retiene, adquiere una categoría colosal, como si fuera un dios. El original de un cuento es la llave de la dicha. “El viento crecía”, tanto que una hoja —un original— escapa, vuela, se pierde, y entonces otra vez la tristeza, que se refleja en el texto, porque todo nos deberá llevar, ineludiblemente, a la muerte del padre. El creerá, un poco ingenuamente pero no hay otro modo, que por medio del padre Lorena llegará a él, o al revés, él a ella, que él arribará a ese puerto (a esa puerta y a lo que hay del otro lado) por intermedio del escritor. La pérdida de esa hoja original, creará una culpa compartida, pero sus pensamientos interiores reflejan su angustia, ya que primero dice “papá me va a matar” y luego “mamá me va a matar” porque ya ella (su madre) le había advertido de hacer copias para no perder, justamente, el original. El portero del edificio, que nunca tendrá nombre, es testigo único de su estado de ánimo: “cuando llego fresco bromea diciéndome doctor, se toca la cabeza en señal de saludo y menciona alguno de los titulares de los diarios. Cuando es él quien debe meterme al edificio, tironear conmigo, mirar hacia todos lados con miedo a que nos vean los vecinos, entonces me dice muchacho, muchacho. Abre la puerta del apartamento, me arrastra hasta la cama y me deja ahí, volviéndose en silencio, como si pisara el aire” (pág. 16). Testigo y cómplice, al que él busca su complicidad: “a fin de año se resiste a aceptar una botella de escocés envuelta en papel de diarios, pero va cediendo hasta que la esconde en el fondo del bolso”. Y allá arriba, en el cuarto diminuto de Lorena, la foto del padre, recortada de un diario, verá la consumación del acto sexual entre ellos: “No consigo detalles de esa noche, ni que dejó caer en el abrazo. Si fueron besos cortos al principio o si pasó la lengua por mi pecho. Fuimos un nudo, es cierto”. Todo se va dando de forma fácil, sencilla, apenas la hoja perdida es un contratiempo, pero hay otros manuscritos y cartas para ver, y él lee y relee buscando algo en el diario, ¿encontrará una explicación sobre quién es él?, y sin embargo el diario “cuenta el origen de un relato oscuro”.

Relatos y datos para armar
Y de esta forma se empiezan a intercalar los relatos del padre, como otro texto, mientras él mismo —su historia— permanece en suspensión. Habla de un tiempo anterior y sin embargo el padre tiene, en ese entonces, más o menos la misma edad que tiene el hijo. Así pasa Mario Kleber, como un alter ego paterno, y su misterio; el cuento de La virgen ciega que transmite —y replica insistente en la pieza en que están acostados— un suave erotismo. Luego será el turno de Augusto Manfredi, poeta, director de un colegio, no sabe por qué invitado a un encuentro regional de poetas de habla hispana en Buenos Aires (me estoy preguntando, a esta altura, si estos cuentos que se intercalan tiene que ver, directamente, con la historia del padre, es decir si nos dirán, aparte de lo que escribe, algún dato, algún detalle, alguna pista para que podamos descubrir quién ha sido este escritor, o si sólo nos lo muestra desde el otro lado, el de su creación. Espero, y casi ansío, que aquí haya una clave para entenderlo). La historia de Manfredi tiene un éxito inusitado en el encuentro y en la seducción de las dos hermanas (la irrupción de las dos hermanas, gemelas, me hizo recordar que ya en Ojos de lagarto, primer premio del concurso de cuentos “La democracia cuenta”, con motivo de conmemorarse los 30 años de democracia en el país, Cavallo utiliza el recurso de que ambas hermanas parecen ser una, donde no hay nada que pueda diferenciarlas. Incluso en el cuento de Manfredi, se acuesta con ambas y las dos parecen copiar las mismas actitudes y las mismas poses, por lo que nunca se sabrá si él se habrá acostado con las dos o solo con una. Al respecto, puedo atestiguar la confusión que provoca el hecho de que existan dos hermanas iguales ya que, estando exiliado en México, en un evento en la Casa Argentina de Solidaridad, terminé “enganchado” con una muchacha muy hermosa, rubia de pelo largo —no, no diré el nombre—, que en un momento fue al baño —o a cualquier otro lugar— y al volver y yo intentar darle un beso, la que era su hermana gemela me espetó una sonora cachetada ante las risas, obvias, de los concurrentes).

No hay un claro registro de la época en que sucede la historia, y es evidente que en el transcurso de la narración se irán revelando algunos secretos del padre, por ejemplo la amante, Elisa Carriquiry, pintora, a quien habría dedicado diez de los últimos poemas (excluidos oportunamente de la publicación póstuma por la madre, que en ese sentido figura como censora —censura la realidad y hasta la oculta—), porque “cada libro que involucra a mi padre pasó por sus manos antes de llegar a la imprenta” (pág. 26). Entonces, paralelamente, iniciará una investigación en busca de objetos o recuerdos acerca de su padre (y estará buscándose a sí mismo, sin él saberlo), visitará a la mujer, que está aislada en una casa de salud, al borde de una locura real o fingida pero de la que no sacará nada en claro, como si no lo recordara o como si no quisiera recordarlo. Surgirán, entonces, los recuerdos y los falsos recuerdos (pero que hubieran sido lindos recuerdos recordables). Su anunciada muerte, que le hace vender algunos libros de un cuentario y el festejo del nacimiento del hijo, al que llamará “cachorro”, son dos de ellos. “Si fuera para adelante en ese atrás”, dirá, con un manejo dúctil del tiempo, donde al pasado del padre, a las experiencias sufridas u obtenidas, sucede el pasado del hijo, del mismo modo y salvando las distancias evidentes de las costumbres de cada momento (la experiencia del hijo es en torno a la música metalera y experiencias con drogas). Y es Manfredi, justamente, quien menciona, por primera vez, la frase —y la explicación— que trae consigo la definición del título de la novela: “Esa noche lo vio cenar como si aquel recuerdo que se había traído del festival fuera un recuerdo deformado, una invención tardía” (pág. 48). De ahí podemos deducir, sin mucha imaginación que esos recuerdos deformados son falsos recuerdos, es decir algo que se cree recordar pero que ya no sabe si efectivamente fue real o si la imaginación, la fantasía, el delirio, o algún sueño fugaz pero persistente lo convirtieron en recuerdo (los falsos recuerdos ocurren porque la memoria puede considerarse como un complejo sistema de procesamiento de la información que opera mediante procesos de codificación, almacenamiento, construcción, reconstrucción y recuperación de esa información. Pero ese recuerdo es fragmentario e interpretamos los huecos, las lagunas del recuerdo, de forma que el recuerdo sea un todo coherente. Es aquí cuando se pueden agregar eventos o detalles que no ocurrieron nunca).

El relato se detendrá en el hijo y en las experiencias místicas de juventud, como método para “recuperar” al padre. Pero en sus momentos de lucidez, comprende que al final de todo “uno pasa la vida tomando conciencia de que lo más preciado es lo irrecuperable” (pág. 51).

Si la novela, además de la búsqueda existencial del padre —que en esta parte ha quedado relegada a un segundo plano— necesitara algo de misterio y algún golpe de efecto, terrorífico, de esos golpes que te dejan impávido por unos largos segundos, como un cross a la mandíbula que si bien no te noquean te dejan grogui, el cuento de Manfredi pone la cabeza de Bernardo, poeta peruano que conoció en el encuentro poético de Buenos Aires, sobresaliendo impávida de su valija abierta (este hombre ha viajado a Montevideo como si estuviera siendo perseguido, presa de algún temor innominado, donde un “terrible problema familiar lo había sumido”). ¿Deberíamos decir, entonces, por extensión, que el padre ha perdido la cabeza? Pues parece que algo de eso hay.

Hay, además, un registro acerca de la ciudad, apenas entrevista, apenas nombrada, principalmente la zona centro oeste y sobre todo desde la azotea en que vive Lorena. Estará el Palacio Díaz, edificio oscuro en la esquina más céntrica de Montevideo, donde “Lorena encendió un cigarrillo y estirando el brazo dejó que el humo saliera desde la cúpula de la iglesia del Cerrito, que bailara sobre la cruz de cada una de las iglesias del Cordón, que desapareciera con el viento mientras mostraba el Cerro con dos dedos. —Desde allí parece mansa la ciudad, sus azoteas…— dijo” (pág. 13), con las referencias a unos versos de Benavides, el poeta. La ciudad termina por nombrarse en torno a algunos barrios: Villa Española, Parque Posadas, Capurro, pero sin dar detalles.

La blanca muerte
Como la muerte del padre ha sido producto de un accidente —atropellado por una camioneta blanca, es bueno recordarlo y es oportuno decirlo— él pensará que cualquiera puede ser el que manejaba dicho vehículo, cualquiera —o todos— puede ser el asesino: “…la angustia que siempre me generó saber que todos en la calle son mis enemigos de acuerdo a que no sé quién mató a mi padre, desapareciendo con él”, dirá nuestro personaje. Esa generalidad, en la que cabemos todos como posibles homicidas intencionales, se expresa en el comentario, malhumorado, despectivo y triste en donde “esa persona (cualquiera, alguien que hablaba en otro apartamento) podía ser la que había matado a mi padre”. El tiempo, que no pasa en vano, y sobre todo el saber de esa pintora amante que fue la causante indirecta de su muerte, hacen que su perspectiva cambie: “Ni siquiera mi padre es el mismo, aunque perdure el olor en los sacos que colgaban en el fondo del ropero, donde me metía a respirar en mitad de mi infancia” (pág. 59). El recuerdo, entonces, viene en oleadas con sabor a despecho: “de las otras veces (que el padre iba a su cuarto y le contaba cuentos para dormirse) retuve el olor a tabaco en los dedos que llegaba cuando estiraba las frazadas. Yo quise ir a buscarlo alguna vez, pero no encontré la forma. Hubiera preferido que no escribiera nada. Tener un padre muerto, pero en silencio” (pág. 63), y allí una especie de ruido, lastimero, de la memoria. Y Lorena, que lo ayudará pero con la secreta intención, egoísta, de servirse de él en lo atinente a lo que sirva a su tesis, se presta a visitar a Elisa Carraquiry, la pintora. Nos deslumbrará, hay que decirlo, la punzante imagen de la vejez: “Desde la vereda de enfrente las cabezas de dos o tres viejos que la miraban acercarse parecían globos blancos movidos por el viento de la tarde”. Justamente esa vejez a la que no llegó el padre.

“Yo había estado tres o cuatro veces recostado al plátano, en Garibaldi, mirando la calle, reconstruyendo la sombra de mi padre; primero de pie sobre el cordón, después a lo largo de la calle, observando las tonalidades de las ramas como lo último que vería” (pág. 66), porque Agustín va y ronda la zona donde murió su padre, presa de una obsesión, a esta altura malsana. Y en el otro relato, el de la banda metalera-punk, que se atraviesa en la narración, se suceden los hechos vergonzosos, pequeños actos vandálicos y, sobre todo, una serie de personajes estrafalarios, parte de la fauna desbocada de los años noventa (de la que él mismo forma parte). De entre esos personajes surge Luciana, quien “le agranda la ciudad”, teniendo que viajar a la periferia de la misma. Y la historia sobre esta muchacha termina siendo aterradora, y evidencia, en Cavallo así como en varios autores uruguayos contemporáneos, la irrupción de personajes al margen, en el borde (de la ciudad, de la locura, de la realidad), a punto de perderse para siempre. Si nos atenemos a la caracterización de que la literatura es una de las manifestaciones de la sociedad, lo actual de la pervivencia de ese tipo de personajes, extraídos de la realidad, nos lo muestra a diario (basta ver cualquiera de los informativos que desarrollan, con evidente placer mórbido, las noticias policiales del momento). “Uno vivencia en base a lo que viven otros, para transmitir eso (lo que los demás dicen sobre su padre), que termina siendo en muchos casos una gran mentira que se asume como una gran verdad” (pág. 74). Es el relato oficial que, recurrentemente, busca ocultar el verdadero relato.

Hubo un gato blanco “que trajo mi madre cuando yo tenía diez años porque alguien le dijo que purificaban la energía de la casa y ayudaban a superar los traumas. Un gato que fue haciéndose viejo sobre las frazadas de mi cama y al que más de una vez le hablé con la certeza de que ahí adentro se encontraba mi padre” (pág. 76), e incluso nuestro personaje termina creyendo que es, efectivamente, el padre en otro cuerpo, y habla con el gato como si fuera él. Este hecho parece demostrar una alteración de su equilibrio mental, porque este hablar con el padre, es decir buscarlo en todas las cosas, animadas e inanimadas, se sucede en el tiempo. En el capítulo 22, por ejemplo, enumera una serie de objetos, mudos testigos de la decadencia, vestigios del desuso, como forma de ocupar la mente en esa atención para distraer, o postergar, la obsesión permanente de la pérdida.

Y hay un hecho fundamental que termina por quebrar la resistencia psíquica de nuestro personaje. Se trataría de otro hijo del padre, cuya madre sería la pintora, que al momento de la muerte de Ernesto tendría entre ocho y diez años. De hecho los moradores actuales de la casa que había sido de la pintora le cuentan que había un señor mayor, e incluso hay un cuadro que aparece y que muestra a ese niño que no se parece a él. Esta noticia lo trastorna, al punto que quiere comprar el cuadro y ofrece cualquier cantidad. E incluso los sueños de Lorena, que intercalan episodios de su propio pasado, se regodean también junto a los últimos acontecimientos, como signo —y refugio— para el surrealismo onírico y la introspección que practica Cavallo con este recurso. Agustín, por supuesto, siempre quedará celoso de los hombres que ella nombre, y con los que mantuvo cierta relación, a veces sólo sexual, a veces también sentimental, como si hubiera dos Lorena, una dulce y levemente tristona, y otra insensible, dura. Con la aparición de ese probable hermano, él se refugia en la lectura del diario, porque allí es donde puede estar la esencia de su padre, en forma más directa. Y nos lo mostrará, una y otra vez, como si lo estuviera diseccionando, “como un montón de partes encima de una mesa”. (He de pensar que ese inventario de cosas es para no pensar, para no pensar en su padre o en relación con él, que entonces observa y cataloga objetos que ve. La letanía del inventario tiene el poder de un mantra apaciguador, como un calmante. Por supuesto que de antemano Agustín odia al que podría ser su medio hermano, Andrés, porque le quita lo único que tenía, ese privilegio del amor total del padre hacia él). Y Lorena insistirá en conocerlo, “aunque no quería compartir el silencio con Andrés, me negué a que viajara sola a conocerlo. Ella insistía en que lo hacía por mí. Yo estaba seguro de que lo hacía por ese afán de seguir quitándole la ropa a mi padre, para buscar esa desnudez que nadie había encontrado antes. También estaba seguro de que lo hacía para coquetear con Andrés, o para hurgar entre los recuerdos del otro, esos recuerdos que yo no podía ofrecerle” (pág. 96). Y nos enteraremos de la verdad, de la otra parte de la verdad, la que Agustín no había querido ver y que de pronto le explotó en la cara: “Hasta los ocho años nos veíamos dos o tres veces por semana (con el padre, Enrique)… Mi madre siempre me decía que estaba trabajando, que él no era como los padres de mis compañeros de la escuela, que tenía un trabajo diferente, porque los artistas tenían que recorrer lugares, y cosas así”. Y luego agrega, ofreciéndonos una característica auténtica sobre ese padre: “…me ponía contento cuando lo veía, porque le gustaba mucho hablar, inventar cosas; de una cosa común y corriente idear un origen casi que… mitológico. Era capaz de agarrar el tapón de una pileta y decirte que antes esos tapones eran sombreros de unos seres muy chiquitos que bajaban de los árboles en la noche. Te inventaba un pasado y un presente para esos animalitos que ibas a buscar cada vez que anduvieras cerca de la pileta” (pág. 97) (al respecto debo hacer notar que Cavallo escribe, usualmente, historias para niños, y aquí se nota su inventiva). Obviamente se sentirá celoso, mortal y doblemente celoso, por no ser el único hijo y porque tampoco es el único al que parece interesarle Lorena.

La historia de Luciana, que interrumpe el relato, ahora internada en un psiquiátrico, medicada, sólo puede terminar mal. Y al respecto a esta altura pienso que todas las historias terminarán mal (lo que mal empieza —con un accidente— sólo puede mal terminar —¿con otro accidente?—). El mismo, como estando en momentos de lucidez, o como si todo lo demás fuera un sueño, se autoasume: “…yo, Agustín Salerno, el de las ideas obsesivas, el que no podía dejar de pensarla (pensar en Lorena), así como había intentado armar a mi padre desde las cosas que lo componían, intentaba armar a la muchacha para poder respirar aliviado” (pág. 110). Cuando suceden hechos que él no quiere ver o saber, la vista y el oído, todos sus sentidos, confunden las cosas, le dan otra intencionalidad, para no ver-ocultar la realidad. Y ahí está esa mirada, “…por qué esa idea de que uno no es uno, que es otro…, de modo de ocupar la mente inventariando objetos mientras espera en este caso que venga Lorena, y ese inventariar es para no pensar en el padre, o en Lorena, o en Luciana, en él mismo o en los otros hombres de Lorena, en su medio hermano que le ha quitado, de un golpe, la calidad de único deudo, de náufrago, de casi huérfano necesitado de la lástima de los demás como si fuera una caricia.

Y ella, Lorena, había decidido, y como, en definitiva, había decidido por el padre de entre todos, Agustín Salerno, quien desde niño su mente se mantuvo afiebrada, convulsiva, itinerante y obsesiva a la vez, y que por ello se había puesto enfermizo y doliente, propenso a imaginar cosas y repasar con insistencia las imágenes tortuosas del recuerdo, no iba a dejar las cosas así nomás.

Lo macabro, lo pesadillesco, se diluye en una anécdota sencilla, en la temática más o menos clásica del hombre con dos mujeres que, a su vez, tienen un hijo suyo. Pero todo eso trabajado de buena manera, y habremos de reconocerlo como una construcción literaria precisa, imaginativa y artesanal.

 

(Invención tardía, Horacio Cavallo, Estuario editora, 1ª edición 2015, Montevideo, 131 páginas)
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