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Fondo Nacional del Libro 2014: ¿quién evalúa a los evaluadores?

por Edmundo Moure
Artículo publicado el 29/12/2013

Postulé al Fondo del Libro con “El Libro de los Anhelos”, obra en la que llevo trabajando durante más de siete años (lo que no garantiza nada, entiéndase). Es tercera vez que concurro al certamen con esta obra; antes lo hice a través de una editorial, como exigen las bases de clara orientación mercantilista, acentuadas en el actual gobierno, donde el texto y el escritor son simples productos de consumo, sujetos al “ratting” o “interés público masivo”, juez supremo e irrefutable, para el que tiene la misma categoría un libro que un calcetín… No fui seleccionado, asunto que es parte del juego cuando uno concursa, y la diosa de la estadística nos confirma que las posibilidades de triunfo suelen ser escasas. Lo asumo, como buen perdedor, con el sentido del humor que no me falta y con el escepticismo cribado en tantos caminos…

No obstante, debo reparar en los –para mí- curiosos, inexactos y aun fútiles argumentos de la des-calificación perpetrada. Cito de manera textual: 1) “Texto de difícil lectura, sobreadjetivado y árido”; 2) “Texto de poco interés público”.

En el primer acápite, ¿a qué se refiere lo de la “difícil lectura”? ¿Acaso los cinco jurados del género llamado “referencial” (¿invento nominativo vanguardista?) no son avezados lectores dispuestos a asumir, de manera profesional, una encomienda por la que reciben la correspondiente paga? Si suponemos que el nuestro es el mundo de la literatura y que los elegidos para la tarea discernidora son especialistas y no aficionados del ámbito periodístico o de la docencia sin talento, la supuesta dificultad debiera obviarse, salvo, claro está, que los parámetros para considerar al lector sean producto de esa mínima sapiencia rectora al servicio del mercadeo.
Respecto a la “sobreadjetivación”, me remonto al maestro Huidobro, cuando sentenciaba que: “el adjetivo, cuando no da vida, mata”. Estimo que, en mi caso particular, acostumbro adjetivar con la propiedad que me otorgan cincuenta años de oficio y sesenta de asiduas lecturas en mi idioma Castellano (español para el vulgo hablante; “chileno” para el universo reporteril).

El adjetivo “árido”, empleado por estos cinco ministros no togados, me parece el más arbitrario de todos los juicios sobre la obra en cuestión, tomando en cuenta que ésta, en sus cinco centenares de páginas, está compuesta sobre la adaptación de mis mejores crónicas literarias escritas a lo largo de quince años, publicadas como tales en España, Francia, Argentina, Brasil y Chile. Según encargados de redacción de aquellos periódicos y revistas, de papel y virtuales, donde han sido y son publicadas, amén de la opinión constante de avezados lectores, sus méritos serían: “amenidad y humor, desarrollados a través de una escritura pulcra y vivaz, donde se refleja un considerable bagaje de conocimientos de los principales tópicos de la cultura”.

Esto que señalo podría ser sospechoso de vanidad y muy cercana recomendación, pero no invento nada (“Dios me libre de inventar cuando escribo”). En todo caso, nada parecido advirtió el sesudo jurado del “género” adscrito, junta hermenéutica, encabezada por un periodista de cierto renombre que ha procurado, al parecer con escaso éxito, incursionar en la literatura como narrador proclive a ese estilo “retahíla” (Ignacio Valente dixit), que suele emplearse para ocultar limitaciones del lenguaje con propósitos de efectismo “rupturista”… Como número dos figura una poeta de sólido renombre y considerable obra, de cuya idoneidad no me cabe ni siquiera un pichintún (sustantivo de origen mapuche que puede usarse también para adjetivar, y que el corrector de Word marca en rojo, como si de un error se tratase) de duda razonable… Los tres restantes convocados son para mí desconocidos, por lo que mal puedo cuestionar su “ojo clínico” (de “clínica”, no de “Clinic”). En todo caso, si perseveran en el oficio crítico, ¿quién dice que no puedan llegar a ser ministros de cultura? En este país nuestro todo parece posible si se sabe escoger la escalera para trepar rápido.

Se me quedaba atrás el “escaso interés público” aducido por el quinteto… ¿A qué público se refiere, al literario, al “webista”, al asiduo a periódicos tipo “La Cuarta” o “Las Últimas Noticias”; o a los cultores de “La Segunda”, donde escribe el también “árido” Jorge Edwards?

Y como de impresiones se trata, a juzgar por lo discernido, tengo la impresión que mi libro no fue leído en su integridad, sino apenas hojeado (y con seguridad, “ojeado”, a la manera de los muñecos lacerados con alfileres), pues resulta también presumible que el fárrago de textos por acometer superó la diligencia y el aguante estético de los cinco cedazos…

Al respecto recuerdo que, hace treinta años, en un concurso de cuento patrocinado por la SECH, una frustrada participante impetró al presidente del jurado, el mismísimo Luis Sánchez Latorre, Filebo:

“¡Me va a decir usted que en quince días leyó las tres mil páginas presentadas, cuando todos sabemos la cantidad de actividades que desempeña, aquí en la Casa del Escritor y fuera de ella!”.

Filebo apeló al humor (ese que a mí parece faltarme, según Mouat y compañía) y respondió a la incordiada: -“Señora, cuando usted va a comprar dos kilos de carne, basta que examine un pequeño trozo para determinar su calidad… No precisa probarla toda… Lo mismo hago yo cuando soy jurado: leo las diez primeras carillas; si las considero débiles o malas, me voy al centro del texto y repito la operación, y luego la aplico a las cuarenta páginas finales… Nunca falla este esquema”-…

Se pudo haber refutado al maestro de la prosa irónica y sutil, advirtiéndole que hay varios tipos de carnes que suelen verse menoscabadas y aun magras en la superficie, pero que al penetrar en ellas con un adecuado cuchillo, cabe descubrir las virtudes de su consistencia y la sazón de grasas, fibras y jugos prometedores que a primera vista no son apreciados por un comprador inadvertido o ignaro. Esto puede ser válido en la literatura, máxime cuando se trata de obras de largo aliento, cuyo abordaje produce urticaria entre forzados lectores de circunstancia.
(Ayer, 28 de diciembre, Día de los Santos Inocentes y del Escritor, en la cena anual de la SECH recibí el entusiasta espaldarazo de mis pares por mis crónicas publicadas en un ágil semanario y en muchas páginas virtuales, leídas asimismo por medio millar de “lectores cautivos” que acostumbran a disfrutarlas… Al menos es lo que expresan… ¡Dios guarde la inocencia y también el humor!).

Surgen otras preguntas, y aunque no quiero hacerte perder el escurridizo interés en la lectura de mi crónica, amable y paciente lector, formularé otras: “¿Por qué hay escritores y/o concursantes que se repiten hasta tres veces el plato del Fondo?, ¿son acaso genios en estado de perenne merecimiento o hábiles gestores en el intríngulis burocrático del sistema?”.
Con pleno humor y plácida ecuanimidad de domingo por la tarde, dejo flotando en el éter enrarecido de nuestra aldea de las letras nacionales la gran interrogación sin respuesta:

¿Quién evalúa a los evaluadores?

Edmundo Moure Rojas
Escriba en permanente postulación
Diciembre 29, 2013
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Un comentario

«Quis custodiet ipsos custodes?», el eterno problema de los jurados, las cortes y los guardias. Lo importante es seguir escribiendo, más si le gusta, parafraseando una conocida canción de los prisioneros «que no destrocen tu vida».

Por Nicolás López el día 04/01/2014 a las 21:12. Responder #

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Requerido.

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