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El nuevo liderazgo bacheletista: el cambio tranquilo.

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 20/09/2012

Publicado también en elquintopoder.cl

 

El imaginario colectivo que anima y nutre las demandas sociales de calado que propone el movimiento social de los últimos tres años -que ha terminado diseñando la agenda de la elección presidencial- es más rico y generoso que la realidad política que ofrece la democracia heredada de la dictadura, consagrada -paradojas de la política chilena- en la antidemocrática Constitución de 1980, aprobada en plena dictadura y en plena vigencia.

En este contexto se desarrolla el nuevo liderazgo bacheletista: propone una nueva institucionalidad política, articulada dentro del orden institucional actual, que permita y otorgue a Chile la democratización plena; e invita, en gran medida, a una ruptura tranquila y ordenada con el statu quo que heredamos de la dictadura.

En efecto, la arquitectura institucional pinochetista ha creado una crisis de representación grave al impedir, después de 23 años de postdictadura, las reformas de calado que ahora el movimiento social exige y que el país necesita para democratizarse plenamente e implementar la equidad social y económica. Entre estas reformas está el fin del antidemocrático sistema binominal de elecciones, pieza clave en la prolongación de la institucionalidad pinochetista, ahora en crisis, por producir siempre un empate electoral (el que obtiene 30% recibe el 50%), lo que a su vez reproduce ad infinitum el modelo económico ultra neoliberal que instauró el gobierno de facto, marcado por la desigualdad social y plasmado en una asimetría devastadora en la repartición de la riqueza.

Si a esto último se agrega el elevadísimo quórum que exige la Carta Magna de la dictadura para cambiarla (el 75%), imposible de materializar por el empate que siempre arroja el sistema binominal de elecciones, la consecuencia de este amarre institucional que heredamos de la dictadura, es la creación de un inmovilismo político endémico que está arrasando, en un verdadero tsunami político, la credibilidad y legitimidad de todas las instituciones democráticas y, lo peor: ha terminado secuestrando la democratización plena de Chile.

El liderazgo bacheletista tendrá que practicar una ingeniería política de alta precisión para lograr la gobernabilidad de un cambio tan formidable, sólo semejante al que se vivió en la transición política de la dictadura a la democracia entre 1988-89. Cuenta para ello, y en esto no hay ningún género de dudas y será su mejor soporte, con la enorme capacidad de diálogo y empatía con la ciudadanía que cristaliza en un poderoso y auténtico vínculo emocional (y racional) de dimensiones soberbias.

Sin embargo, en un cambio de esta envergadura, nada menos que el fin de la herencia institucional de la dictadura y de su paradigma socioeconómico ultra neoliberal, donde se debe alcanzar un nuevo contrato político y social basado en un debate político abierto y transparente, deben participar todos los agentes sociales: empresarios, trabajadores, partidos políticos y, ahora más que nunca, representantes del movimiento social. Pero, en dos palabras: se debe incluir a la derecha en este Segundo Gran Cambio (con mayúscula por lo histórico).

La derecha chilena, dueña absoluta del sistema económico y comunicacional en Chile, debe tener una vida digna después del fin de su ortodoxia pinochetista. Y, me atrevo a postular, que es ella la que más saldría ganando si se pone fin a los enclaves dictatoriales que heredamos, aún en plena vigencia: la paz social que para la clase económica es de primerísima importancia, tanto o más como lo es para todo país, quedaría salvaguardada. Además, el cambio de la institucionalidad pinochetista por uno plenamente democrático que sea capaz de recoger las demandas del movimiento social, como una reforma estructural en educación y del sistema tributario, es esencial para continuar con el crecimiento económico, área donde la derecha tiene un rol intransferible y, por eso, determinante.

Una nueva Carta Magna, enteramente democrática, legitima el sistema; el fin del sistema electoral binominal por uno representativo, otorga más credibilidad tanto a los representantes de la ciudadanía como a las instituciones democráticas, y un nuevo paradigma en la política económica que prescinda del ultra neoliberalismo salvaje (perdón por la redundancia), reproductor de la profunda y demoledora asimetría en la repartición de la riqueza, y su reemplazo por la implementación de un capitalismo con un rostro más humano -teniendo como modelo el Estado Social Europeo, no el norteamericano- es una propuesta razonable y viable en este momento histórico de transición hacia un país desarrollado (pobre), y arroja, sin duda, beneficios a todos los agentes sociales.

Si no reconocemos que la institucionalidad antidemocrática pinochetista se resquebraja y que sus cimientos ya fracturados son incapaces de resistir la enorme presión de un movimiento social imponente y sólido de enorme y resolutiva envergadura que clama por un cambio estructural; si no aceptamos que el nuevo liderazgo bacheletista se alzaría con la confianza de la ciudadanía, convirtiéndose en el único garante de un cambio tranquilo y regulado para impedir un auténtico Big Bang político y social que produciría la prolongación de una institucionalidad que ya es incapaz de canalizar los cambios que la ciudadanía y el país demanda, la calle será la única fórmula política que subsistirá para forzar el fin definitivo de la herencia pinochetista para instaurar y consolidar la plena democracia y la equidad social y económica en Chile. E implicaría el fin de la paz social y, sin ésta, el desarrollo económico sufriría un enorme y ¿mortal? estancamiento.

Jaime Vieyra-Poseck

 

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