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La derrota: el último triunfo de la Concertación

por Jaime Vieyra-Poseck
Artículo publicado el 17/01/2010

Publicado también en el diario
La Nación (Chile)

 

No hay nada más desasosegador que las realidades políticas tal como son, crudamente expuestas. La chilena, con un doble acontecimiento histórico, el triunfo de la derecha y la derrota de la Concertación, no se libra de esta condición. Pero para explicar este doble acontecimiento político no basta el realismo crudo y sangrante; son muchas las contradicciones, sutilezas y sofisticaciones incomprensibles para usar sólo un realismo duro y despiadado.

Para empezar, habría que constatar que una simple elección rutinaria se transforma en histórica por el vértigo de años que ponen fin a dos ciclos: primero, el triunfo de la derecha termina con una travesía por el desierto sin alcanzar La Moneda por elecciones libres que duró nada menos que 52 años – sustrayendo los 17 años cuando fueron gobierno de facto durante la dictadura de Augusto Pinochet-; y el fin de la era concertacionista postdictadura que duró nada menos que 20 años.

A todos estos números redondos que abarcan  un poco más de medio siglo, se agrega una realidad política que es diabólicamente paradójica y en esencia turbadora. Porque ¿quién puede entender cómo con una Presidenta socialista que ostente el estrambótico apoyo ciudadano del 80% y su gobierno el 60%, el electorado, sin embargo, elige al candidato de la derecha?

Y hay más contrasentidos. El país que la derecha recibe ostenta una economía saneada y vigorosa, con un superávit espectacular que instala a Chile como el país más rico de América Latina y a unos pasos de ser su primer país desarrollado, cuya guinda en la tarta la puso la invitación formal de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) para que Chile entre a este privilegiado y selecto grupo de países desarrollados. El país que gestionó la Concertación  y que recibe la derecha, ha tenido como política  de Estado hacerse cargo de las desigualdades estructurales que padece en la repartición de la riqueza implementando una programa de protección social, aún incompleto, que abarca desde la infancia hasta la vejez beneficiando a millones de personas. Y, sin embargo, pierde el poder.

Las respuestas a estas interrogantes, inexplicables para los especialistas y observadores internacionales y para muchos nacionales, habría que buscarlas fuera de la exitosa era concertacionista y, en especial de la veneradísima Presidenta Michelle Bachelet y de su Administración; están en el aparato político de su coalición. Y cómo no, en el desgaste natural de 20 años ininterrumpidos en el poder sin que se hicieran los cambios, generacionales y estructurales en el aparato político de los partidos, que hubiesen ido paralelos a los cambios económicos y sociales que la propia Concertación iba implementando. Este desfase queda muy bien  ilustrado en la abismante diferencia de aprobación ciudadana entre Michelle Bachelet (80%) y la de su propio partido, el socialista, que recibe una de las votaciones más bajas de su historia el la elección parlamentaria, un poco más del 12%.

En este contexto, los partidos políticos fueron incapaces de transmitir el éxito de la Administración Bachelet a las grandes mayorías; los puentes nuevos que deben construir los partidos políticos para unir gobierno y ciudadanos, no se construyeron. Y los puentes que ya existían los dinamitó, en gran medida, la propia clase política concertacionista en estos últimos cuatro años con un amasijo de excesos execrables: ceremonias diarias de ambiciones desmedidas llenas de agendas propias que sólo ofrecieron una descomunal y supina mediocridad y (casi) ninguna propuesta constructiva. En fin, un desagradable espectáculo maquiavélico y repulsivo lleno de politicastros con una monstruosa egolatría, diestros en llevarse por delante lo que hiciera falta –incluyendo a la propia coalición- para conseguir sus mediocres ambiciones personales. La borrachera de proyectos maquiavélicamente personalistas en la coalición que, con justicia o no, fueron obsesos en un narcisismo desbordante y obsceno no permitió separar aguas entre arrasar con todo o conservar lo irrefutablemente positivo de la era concertacionista.

El exponente máximo de esta corriente destructiva que dividió a la Concertación, fue el tan carismático como divo temperamental lleno de planteamientos ideológicos y políticos bipolares, Marco Enríquez-Onimani. Su candidatura fue levantada por el poderoso monopolio de los medios de comunicación de masas en manos de la derecha, en Chile más del 90%, convirtiéndolo en un candidato fast food con el solo afán, cómo no y al que Enríquez-Ominami se prestó gozoso, de fracturar la Concertación, única forma segura que vivió con regocijo la derecha para ganar las elecciones. Tanto Enríquez-Ominami y la derecha usaron la tan vieja como efectiva estrategia clásica: dividir para reinar. Ni el candidato del 20% ni el candidato del 48% ganaron. Fue la derecha la única que supo dividir bien, con su candidato fast food, para ganar.

No obstante, Enríquez-Ominami se convirtió en el rostro de los descontentos con la Concertación. Sin embargo, este 20% de fastidiados que votó por él hubiese votado igual si el candidato se hubiese llamado Perico de los Palotes: lo importante era manifestar la irritación y decepción castigando a la Concertación, sin que ello significara un giro a la derecha. La gran mayoría de este 20% es un voto ideológico de centro-izquierda y anti derecha. Así se demostró en el resultado del balotaje: del 29 % que recibió Eduardo Frei en la primera vuelta, subió nada menos que 19% y algo más en sólo 34 días en el balotaje; casi con seguridad el 15% era voto E-O.

Uno de los factores más notable, en mi opinión, que explican el histórico triunfo de la derecha, es que trabajó de modo central la estrategia de convertirse en un clonde la Concertación; maniobra ya usada por la derecha europea  también con mucho éxito. El conglomerado derechista fue detrás de todo lo que anunció la Concertación, haciéndose un lifting permanente para ser el clon de ésta, una especie de Concertación II de centro derecha. Al final, y en una demostración de excesivo simulacro electoralista, se declaró también progresista. Una jocosidad política que parece, por los resultados, algunos se lo creyeron. Ahora se han comenzado a llamar Centro derecha progresista.

Jaime Vieyra-Poseck

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