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¿Debe la historia mexicana separarse totalmente de la narrativa y los elementos míticos? Una reflexión

por Luis Ángel Araujo
Artículo publicado el 14/01/2025

Resumen
El siguiente trabajo es una reflexión sobre la manera en la cual se ha narrado la historia de México, desde su instrumentalización proveniente de diversos intereses de la política mexicana, así como el debate entre una narrativa de la historia que aboga solo por la objetividad de los hechos en contra de aquellas interpretaciones que son flexibles a elementos subjetivos.

Introducción
Para analizar cómo la narrativa histórica en México se consolidó como la llamada «Historia de bronce» en el modelo educativo nacional, es pertinente delimitar el período inicial de esta reflexión. Este análisis comienza a partir del momento en que el Positivismo se implementó en México como modelo educativo, de investigación y de orientación para las políticas públicas. Dicho proceso fue promovido por el presidente Benito Juárez tras su retorno al poder, posterior a la guerra de intervención francesa y la eliminación de los principales partidarios del Segundo Imperio Mexicano, incluido el emperador Maximiliano de Habsburgo.

Juárez y el grupo de liberales que lo acompañaban consideraron que el Positivismo constituía el enfoque más adecuado para la reconstrucción del país y la consolidación de las Leyes de Reforma. Estas normativas establecían la separación de los asuntos civiles, administrativos y educativos de la influencia eclesiástica, otorgando al Estado el control absoluto sobre dichas áreas. Además, se buscaba encaminar al país hacia un estado de paz y progreso en un contexto internacional marcado por la Segunda Revolución Industrial y la hegemonía del modelo político y económico neocolonial.

Con el propósito de adoptar esta corriente de pensamiento, figuras como Gabino Barreda y Pedro Contreras Elizalde viajaron a Francia, donde recibieron instrucción directa de Auguste Comte, fundador del Positivismo y precursor de la sociología. Durante su estancia, Barreda adquirió los seis tomos del «Curso de Filosofía Positivista», obra fundamental de Comte, con el objetivo de difundir sus ideas al regresar a México.

De vuelta en el país, Barreda se dedicó a la enseñanza de disciplinas como filosofía médica, historia natural y patología en la Escuela Nacional de Medicina. Pasado un breve lapso de aquel retorno, durante un evento público al que asistieron diversas autoridades del Estado, incluido el presidente Juárez, Barreda como maestro de ceremonias pronunció un discurso conocido como la «Oración Cívica». Este discurso captó la atención del propio presidente, quien lo designó como el primer director de la recién creada Escuela Nacional Preparatoria, establecida en el antiguo colegio de San Ildefonso.

A partir de ese nombramiento, la misión de Barreda consistía en formar ciudadanos instruidos y libres, siguiendo los principios del Positivismo. Este modelo filosófico promovía la enseñanza, la investigación y la difusión del conocimiento fundamentado en las ciencias exactas, apartándose de creencias metafísicas como las religiosas, míticas o espirituales. Según esta corriente, el acceso a un conocimiento comprobable mediante el método científico conduciría al orden, la paz y el respeto dentro de una sociedad evolucionada. Estas aspiraciones fueron sintetizadas por Barreda en el lema: Amor, orden y progreso.

“La labor de Barreda, plasmada en dicha enunciación, consistió en realizar un diagnóstico compacto y homogéneo de los sucesos históricos, pues para el filósofo mexicano, la historia tiene un sentido científico en el cual, los procesos no suceden azarosamente, sino que se sujetan a una ley. De acuerdo a la lectura de este pensador mexicano, en aras de la “evolución progresiva de la humanidad”, el pueblo mexicano ha logrado, gradualmente, dejar atrás doctrinas antiguas y se ha sumergido en los paradigmas modernos para lograr la emancipación mental y establecer un nuevo orden. Dicha emancipación contiene tres vértices, el científico, el religioso y el político. […] Cabe recordar que según lo aprehendido de la filosofía de Comte, la ciencia es la culminación de todos los saberes, así como la base y sustento firme de éstos”. (Yadel Chávez, 2015)

Desarrollo:
Tras el fallecimiento de Gabino Barreda en 1881, la continuidad de la corriente positivista quedó en manos del régimen porfirista, particularmente de su élite intelectual y de los funcionarios públicos conocidos como «Los científicos». Sin embargo, el periodo de la Revolución Mexicana interrumpió gran parte del orden público y de las políticas educativas orientadas por dicho modelo.

Después de este enfrentamiento civil, el Positivismo experimentó un último auge de la mano de Justo Sierra, quien ya era un destacado funcionario y educador en la era de Porfirio Díaz. A principios del siglo XX, Sierra fundó el Ateneo de la Juventud, un espacio de encuentro para intelectuales, artistas y estudiantes notables, y aunque varios de sus miembros eran críticos del modelo positivista que predominaban en la política y la educación durante y después del régimen de Porfirio Díaz. No obstante, Sierra promovió la libertad de pensamiento entre los integrantes del Ateneo y los respaldó en sus iniciativas. Además, su contribución más destacada fue su papel central en la creación de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

El impacto del Positivismo en la educación mexicana, desde finales del siglo XIX hasta principios del siglo XX, se refleja en la fundación de instituciones educativas en diversos niveles. Este modelo dio origen a colegios de educación básica, media superior y superior, además de escuelas especializadas para la formación de docentes, como las Escuelas Normales de Profesores, cuya influencia permanece vigente en la actualidad.

El pensamiento positivista también marcó la enseñanza de diversas disciplinas, incluida la Historia. Esta corriente promovía una visión de la Historia centrada en la objetividad, basada exclusivamente en pruebas fácticas y documentos verificables. Según Cassirer (2006), el principio fundamental del positivismo histórico establece que «sea el pasado el que hable, no el historiador». En este sentido, un historiador positivista debía limitarse al análisis y estudio de evidencias materiales que pudieran ser corroboradas.

En la adaptación del Positivismo al contexto mexicano, Justo Sierra impulsó también el estudio en campo de los restos de las antiguas civilizaciones mexicanas, mediante expediciones arqueológicas realizadas en diferentes regiones del país. Estas iniciativas buscaban generar un conocimiento histórico lo más fidedigno posible sustentado en evidencias materiales verificables, que dieran la mayor certeza posible en la reconstrucción de los hechos históricos que conforman el pasado nacional. «Se ha dicho que la historia tiene por misión enjuiciar el pasado e instruir el presente en beneficio del futuro. Misión ambiciosa, en verdad, que este ensayo nuestro no se arroja. […] Nuestra pretensión es más modesta: tratamos, simplemente, de exponer cómo ocurrieron, en realidad, las cosas». (Van Ranke, 1986: 38)

No obstante, con el auge del Ateneo de la Juventud, la corriente positivista comenzó a ser objeto de críticas y fue progresivamente reemplazada por otras ideologías y métodos educativos en México. Este cambio marcó una transformación en la enseñanza y en el enfoque historiográfico de la propia historia mexicana.

En 1921, durante el gobierno de Álvaro Obregón, se buscó consolidar su régimen mediante la instauración de ideologías en lugar de recurrir a la violencia y la represión, estrategias empleadas por sus predecesores. En este contexto, aprovechando las críticas al Positivismo, el mismo Obregón promovió un modelo educativo basado en la exaltación de una ideología que se puede denominar como “Nacionalismo mexicano”. Este modelo abandonó en gran medida la rigurosidad metodológica del Positivismo, para ahora incluir varios elementos narrativos de carácter mítico a la historia nacional. Así, se configuró una narrativa histórica que enfatizaba los acontecimientos trágicos y heroicos, evocando los estilos propios de la literatura épica de la antigua Grecia. La intención principal de esta narrativa era inspirar a la población y afianzarlos bajo valores e ideales nacionales, pero dictaminados desde el poder y representarlos a través de las figuras de los héroes nacionales, quienes, desde esta época adquirieron su tono solemne, prototípico e ideal.

Este cambio epistemológico en la enseñanza de la Historia se fundamentó en la teoría del «gran hombre», desarrollada por el historiador y filósofo escocés Thomas Carlyle. Según esta perspectiva, la historia es moldeada principalmente por las acciones de ciertos individuos excepcionales, cuyas cualidades distintivas, como el liderazgo, la valentía y la moralidad, los convierten en héroes u hombres dignos de valor. En contraposición, los villanos son identificados como aquellos que actúan movidos por la ambición, la envidia, el individualismo o la mediocridad, (Carlyle, 2006).

Una crítica a esta teoría, abordada en el presente análisis, se centra en denunciar la influencia que sitios de poder o posiciones de privilegio que previamente y sin ningún mérito personal ya tenían o gozaban aquellos considerados «grandes hombres», a diferencia de otras personas que, por falta de estas oportunidades excepcionales de poder o privilegio previos, inclusive aunque tuvieran los mismo valores, aquellos menos privilegiados no pudieron trascender del mismo modo que el supuesto “gran hombre”. Además, se observa que muchos de estos “grandes hombres”, a lo largo de su trayectoria, cometieron también los mismos errores comunes dentro de los límites de las capacidades humanas promedio. Sin embargo, debido a la magnitud de su posición, dado su privilegio, dichos errores adquirieron una visibilidad desproporcionada, lo que ha perpetuado su relevancia en los acontecimientos históricos, de los cuales la Historia hace su recuento.

Una vez que la ideología del Nacionalismo mexicano fue plenamente adoptada por la administración obregonista, no resultó sorprendente que, al instaurar la Secretaría de Educación Pública, se designara como su primer titular a José Vasconcelos, un eminente pensador, crítico del positivismo y miembro fundador del Ateneo de la Juventud.

Vasconcelos, al igual que su predecesor, Justo Sierra, es considerado uno de los más destacados educadores y pensadores latinoamericanos del siglo XX. Durante su gestión como Rector de la Universidad Nacional de México, la institución obtuvo su autonomía y defendió sus derechos a la libertad académica y de pensamiento. Además, Vasconcelos otorgó a la UNAM su escudo y lema que continúan vigentes hasta hoy: Por mi raza hablará el espíritu.

José Vasconcelos, a lo largo de su carrera, fue un entusiasta de la metafísica, la estética y la Historia desde un enfoque trascendental, además de ser un prolífico escritor en diversos géneros literarios. Sin embargo, su línea de pensamiento más sobresaliente se centró en un fuerte sentimiento de identidad latinoamericana, basado en una idea metafísica que sostenía que, como mestizos de diversas herencias culturales y genéticas, los latinoamericanos deberían de estar destinados a liderar los grandes cambios del siglo XX. Vasconcelos desarrolló estas ideas en obras como La raza cósmica y Ulises criollo.

“El objetivo del continente nuevo y antiguo es mucho más importante. Su predestinación obedece al designio de constituir la cuna de una raza quinta en la que se fundirán todos los pueblos. […] En el suelo de América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes”. (Vasconcelos, 1948: 27)

Por otro lado, la espiritualidad presente en el pensamiento de José Vasconcelos, influida en gran medida por una perspectiva cercana al catolicismo, se reflejó notablemente en la orientación de sus políticas públicas durante su gestión al frente de la Secretaría de Educación Pública en México. Vasconcelos configura un modelo de educador al servicio del pueblo al que denominó “apóstol de la educación”, el cual fue inspirado en los apóstoles de Jesús y en los misioneros de distintas órdenes religiosas de la época del Virreinato español. Con ello, promovió ambiciosos proyectos de educación masiva que buscaban llegar a todos los rincones de la nación, más allá de los grandes centros urbanos. Durante su administración, maestros, instructores de alfabetización y otros actores pedagógicos se desplazaron a comunidades rurales, rancherías y zonas montañosas con el propósito de brindar educación a sectores de la población históricamente marginados, los cuales habían sido desatendidos por anteriores regímenes.

Vasconcelos fue también pionero en la distribución de libros de texto gratuitos para apoyar la labor de los maestros, promovió la creación de bibliotecas escolares y públicas, y fomentó el desarrollo artístico y cultural. A través de diversos programas, impulsó el trabajo de artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros, los grandes maestros del movimiento artístico del muralismo mexicano; a pesar de que estos últimos mantuvieron posturas críticas hacia el pensamiento vasconcelista. Ya que, contrario a la interpretación histórica apoyada por Vasconcelos, una de corte conservador y defensor de un perfil hispanista y católico. Los artistas muralistas en cambio, se identificaban con una visión histórica distinta, de izquierda y atea. Y aunque compartieron ciertos puntos en común en sus interpretaciones de la historia nacional, como la relevancia del legado indígena y el mestizaje, los maestros muralistas plasmaron en sus obras una interpretación crítica de eventos como la Conquista y el Virreinato, denunciándolos como hechos violentos y de abuso de poder, entre tanto, para Vasconcelos estos episodios de la historia nacional eran acontecimientos más idealizados debido a sus tendencias ideológicas ya mencionadas.

La interpretación histórica de los maestros muralistas se fundamentaba en una visión dialéctica de la Historia, influida por la ideología comunista. Según esta perspectiva, la historia no es el resultado de liderazgos predestinados por el origen racial o espiritual, mucho menos por solo la figura de “un gran hombre” sino más bien la historia es la consecuencia perpetua de una lucha de clases, donde los recursos, los medios de producción y el capital de las élites se utilizan para perpetuar la dominación de las clases trabajadoras. Este enfoque historiográfico desplazó momentáneamente el discurso del Nacionalismo mexicano durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, quien incorporó la enseñanza de una historia dialéctica en sus políticas educativas.

Tras su salida de la vida pública, Vasconcelos se dedicó a la escritura filosófica, histórica y literaria. En su obra Breve historia de México (1937), sostuvo que la historia nacional había estado influida desde sus inicios por intereses políticos estadounidenses, los cuales, según él, promovían simpatías hacia los valores anglosajones y protestantes en detrimento de la hispanidad y el catolicismo. Acusó también a Estados Unidos y al Reino Unido de perpetuar la Leyenda Negra contra España en Latinoamérica y de intervenir activamente para desestabilizar gobiernos conservadores en la región.

Sin embargo, Vasconcelos radicalizó progresivamente sus posturas nacionalistas y conservadoras, llegando a expresar simpatía por el régimen nazi durante la década de 1930, lo cual deterioró significativamente su prestigio como intelectual. Aunque posteriormente se retractó de este apoyo al término de la Segunda Guerra Mundial, su reputación quedó marcada por este episodio.

Durante la década de 1950, con la llegada a la presidencia de Miguel Alemán Valdés, la pedagogía y la construcción de la narrativa histórica nacional fueron nuevamente reconfiguradas. Este periodo marcó la consolidación de una ideología que respaldaba el presidencialismo y la hegemonía del partido gobernante, creando un dominio político casi absoluto que se prolongó durante varias décadas. Según Vargas Llosa, México vivió entre los años 1950 y principios del siglo XXI lo que él denominó “la dictadura perfecta”.

Esta reformulación de la historia de México durante el período de Miguel Alemán se fundamentó en una nueva teoría mítica, la cual se basaba en el concepto del “héroe de las mil caras”, propuesto por el mitólogo y escritor estadounidense Joseph Campbell. Según Campbell, las narraciones mitológicas comparten una estructura común, la cual denominó «monomito». En esta estructura, un individuo común, ubicado en un mundo cotidiano, se ve impulsado por una deuda moral o un profundo sentido de responsabilidad hacia una causa. Tras un hecho trágico desencadenante, el individuo se embarca en una aventura hacia un ámbito sobrenatural, donde debe enfrentar desafíos inéditos. En muchos casos, dichos desafíos son superados por intervenciones extraordinarias (Deus ex machina). La aventura culmina en el hallazgo de tesoros o dones, los cuales no son apropiados solo para el individuo, sino que son compartidos con la comunidad de origen (Campbell, 2020).

Este discurso, centrado en la idea de que cualquier persona puede convertirse en héroe, logró una notable aceptación en la sociedad mexicana de la época. Los individuos creían que, siempre y cuando siguieran los valores morales promovidos por este relato histórico-mítico, podrían aspirar a convertirse en héroes también. A su vez, esta versión de la historia nacional presentaba a los líderes contemporáneos como ejemplos supremos de virtud y justicia. En este contexto, los presidentes eran vistos como héroes modernos, personas de orígenes humildes que, a través de sus logros excepcionales, alcanzaron el cargo presidencial, desde el cual guiaban al pueblo mediante sus políticas sus mandatos y una autoridad moral por encima de la media.

No obstante, con el tiempo, la ilusión de que los gobernantes y los héroes nacionales eran los modelos para seguir en términos de aspiraciones, admiración y valores comenzó a desmoronarse. Su validez fue cuestionada por eventos como el Movimiento Estudiantil de 1968, el «halconazo» en 1971, las crisis económicas de los años 70, el nepotismo, la corrupción, la respuesta insuficiente del gobierno tras el sismo de 1985, el fraude electoral de 1988, el asesinato del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio, la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), la masacre de Acteal y otros sucesos políticos. Estos eventos contribuyeron a una crítica severa de dicho modelo ideológico y pusieron en duda la eficacia del adoctrinamiento escolar prevaleciente en ese periodo.

Desafortunadamente, durante los sexenios de “transición política”, en los cuales tanto el Partido Acción Nacional (PAN) como de nueva cuenta en su retorno al poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI) asumieron la presidencia durante los primeros tres mandatos presidenciales del siglo XXI; las Humanidades y la educación en general, en México, sufrieron un significativo retroceso. Se implementó una política neoliberal que buscaba eliminar el estudio de las Humanidades en los niveles educativos básicos y medio superior, sustituyéndolas por materias técnicas orientadas a preparar a los estudiantes para el mercado laboral o el emprendimiento. El expresidente, Felipe Calderón fue el primero en intentar estas reformas, pero se encontró con una notable resistencia por parte de la comunidad académica y otros sectores de la sociedad mexicana, los cuales reconocieron las graves implicaciones de eliminar las Humanidades del currículo educativo.

“A fines de 2008, el gobierno inició una reforma de la Educación Media Superior (RIEMS) que afecta a millones de estudiantes. Su puesta en marcha se sustentó en la publicación de Acuerdos (el 442 y 444) publicados en el Diario Oficial de la Federación. Su objetivo principal: preparar a los jóvenes para “la globalización”. (Vargas Lozano, 2011)

Durante la presidencia de Enrique Peña Nieto, se aprobaron las reformas del llamado «Pacto por México», con la abierta cooperación de los que se autodenominaban como “los partidos de oposición”. Estas reformas incluyeron cambios significativos en el ámbito educativo que en la práctica disminuyeron el papel crítico y autónomo de los docentes de nivel básico y medio superior, así como también incluso varios maestros del nivel superior, quienes, durante aquella época se les relegó a los maestros a ser solo aplicadores pasivos de programas educativos y pruebas, adoptadas sin mayor reparo de modelos educativos extranjeros y plenamente apoyados por organismos internacionales de corte neoliberal como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Organización de los Estados Americanos (OEA). Esto sin tener en cuenta las desigualdades y la injusticia que caracterizan la realidad de México. Este enfoque neoliberal en la educación mexicana durante aquella época terminó en un fracaso que, en la actualidad, trata de revertirse con el debutante modelo educativo conocido como la Nueva Escuela Mexicana, promovido por el expresidente Andrés Manuel López Obrador y continuado por su sucesora, Claudia Sheinbaum.

Un aspecto interesante durante el sexenio del expresidente Peña Nieto (2012-2018), fue el resurgimiento del Positivismo y del Porfiriato como temas favoritos entre los estudiantes de Historia de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEMex). Durante aquellos años, muchos estudiantes de Historia adoptaron, promovieron y exaltaron ideas que buscaban eliminar por completo los matices del relato mítico en el estudio de la Historia. Y aunque no se pone en duda la importancia de aprender a consultar e investigar documentos históricos, de acuerdo con la rigurosidad aportada por el Positivismo, muchos estudiantes radicalizaron sus posturas y asumieron, como lo hicieron los estudiosos de la Historia a finales del siglo XIX, que la única versión correcta de la Historia era la respaldada exclusivamente por los archivos y demás pruebas materiales.

No obstante, es necesario recordar que estas pruebas materiales que nutren los archivos, museos, bibliotecas, hemerotecas, etc., ningún documento u objeto es un testimonio absoluto de la verdad histórica. Toda prueba hecha por el hombre está necesariamente influenciada por una postura subjetiva, que responde a factores como la funcionalidad, la pertinencia, la intención y otros juicios de valor que determinaron qué eventos o datos merecieron ser preservados y cuáles no.

Es curioso que como menciona Mark Twain, “La Historia nunca se repite, pero muchas veces rima”, En este sentido, el sexenio de Peña Nieto compartió varias características con el Porfiriato. Ambos periodos estuvieron marcados por una visión y reformas políticas de corte capitalista, un entreguismo a empresarios e inversores extranjeros, un gabinete compuesto por «expertos» y «estadistas», cuya única credencial era su educación privada o extranjera. Asimismo, ambos presidentes se distinguieron por reprimir al pueblo, ocultar la violencia, pactar con la delincuencia organizada para dar una falsa sensación de paz, censurar a los medios de información y permitir que la familia presidencial protagonizara escándalos por sus excesos. Tanto Peña Nieto como Porfirio Díaz parecían preocuparse profundamente por su imagen y las apariencias, esforzándose por proyectar una imagen de éxito, ante las élites nacionales e internacionales.

Finalmente, como muestra el ejemplo de los estudiantes de la Facultad de Humanidades, en la carrera de Historia, varios de ellos, al igual que Gabino Barreda, Justo Sierra y Luis Felipe Contreras, anhelaban repetir el salto comtiano: abandonar el estadio de lo metafísico de la Historia de bronce para dar paso a un discurso de las ciencias sociales con un enfoque, metódico y fundamentado en la capacidad de verificarse a través del archivo, con la idea de querer “renovar” (sobre una ideología ya previa) a la narrativa histórica nacional que en el diagnóstico, se coincide con aquellos estudiantes, es cierto que la Historia de Bronce está desgastada y sobre explotada por los regímenes e intereses políticos antes señalados.

Conclusiones
Una visión de la Historia construida solo bajo los principios de exactitud puede carecer del impacto emocional que una narrativa histórica más flexible podría generar. La ficción, o la incorporación de elementos mitológicos dentro del relato histórico, no solo crea un relato más accesible, sino que apela a los sentimientos y valores de apego e identificación para con su historia. Mientras que la exactitud historiográfica, que propone el Positivismo es crucial en algunas situaciones académicas y profesionales, la historia, para la mayoría, quizás debe de ser contada de manera más interpretativa, en principio, para generar este interés inicial y general y que, posteriormente aquellos que quieran continuar y profundizar en el estudio de la Historia, puedan ahondar en estudios y sistemas historiográficos más exactos y rigurosos.

Si se despojase completamente a la historia nacional de su componente mítico podría generar una versión más «pura» de los hechos, no hay duda, pero el sentido de identidad y apego que las personas sientan hacía su sociedad y su entorno disminuiría de forma paulatina, ya que gran parte de la construcción de la identidad colectiva se nutre principalmente de relatos simbólicos, un simbolismo que en gran parte es entendido a través de la figura narrativa del mito; y aunque esta narrativa ciertamente en varias ocasiones distorsiona el hecho en sí,  no deja de ser el elemento más efectivo para crear o reforzar los lazos de unión entre los individuos al ofrecerles un marco de referencia común que apela no solo a la razón; ya que la razón no es la única materia de la que se sacia la inquietud y la avidez del hombre, pues ésta también se nutre de las emociones, las querencias y los valores morales, esta serie de variados contenidos, encuentran un mejor medio de expresión a través de lo ofrecido por el mito.

Ya que el mito, es un αρχή (arché), un concepto que proviene de los antiguos griegos y significa en pocas palabras, lo sustancial del origen, el principio en sentido de pluralidad, “La forma concentrada de la vida real, mediante los cuales lo múltiple se capta en imágenes sensibles, inmediatamente accesibles a la intuición, no son otra cosa que las arjái míticas” (Hübner, 1996: 397)

El arché proveniente del relato mítico es el trasfondo de toda comunidad y de toda polis, estos están presentes en narrativas tales como, la oda, la tragedia e inclusive hasta la comedia, las cuales, si son usados con responsabilidad dentro de la narrativa de la historia nacional, pueden aportar sentidos de pertenencia, identificación y empatía dentro de la sociedad, aquella que sabe usar al mito como una virtud aristotélica, entendida tal virtud como el llamado justo medio.

“Es un medio entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar, en un caso, y sobrepasar en otro, lo necesario en las pasiones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. Por eso, de acuerdo con su entidad y con la definición que establece su esencia, la virtud es un término medio, pero con respecto a lo mejor y al bien, es un extremo”. (Aristóteles, 2010: 169)

El sentido social, aunque de ello tenemos algunos rasgos naturales que como especie nos hacen tener cierta tendencia a buscar reunirnos con nuestros similares, en su mayoría, tal sentimiento es una cuestión ficticia y uno de los mejores inventos del ser humano. La cultura necesitará del pegamento del mito, la creencia del origen que alude al plural, para conjuntar a los individuos y el sentido de identidad individual y de pertenencia de los unos con los otros.

En un hipotético caso donde un neo-positivismo anulase toda huella del mito en la narrativa de la historia, al principio, este sistema ideológico generaría una aparente sensación de seguridad, basándose en la idea de que la verdad absoluta es alcanzable por el entendimiento humano, pero con el tiempo se hará evidente que, al igual que en la filosofía, las perspectivas positivistas dejan una sensación de insatisfacción en aquellos que creen que la verdad solo puede adquirirse mediante un enfoque lógico, metódico y verificable. Al paso del tiempo, quienes sostengan esta visión se verán confrontados con la realidad de que no es suficiente para calmar las inquietudes más profundas de la condición humana, el solo apoyarlas en aquella visión de la verdad, sino que, estas inquietudes y esta búsqueda de un estado de armonía y sentido buscan otra serie de discursos más amplios, trascendentales y hasta relativos.

“Cuando estoy en el juego de la regla no puedo echarme atrás, tengo que jugar y de algún modo jugármela. Detrás de toda determinación social o cultural se halla una indeterminación universal que se vuelve la condición imprescindible para generar cualquier tipo de determinación cultural. La necesidad nace de la contingencia. La regla es una premisa que tenemos que aceptar a pesar de la falta de fundamentos lógicos o filosóficos en que puede descansar”. (Schaffhauser, 2012: 7-8)

Esta última aseveración hipotética se basa en lo ocurrido en la historia de la filosofía occidental, específicamente con el caso de Ludwig Wittgenstein, un brillante filósofo analista, alemán, del siglo XX, quien tuvo que retractarse de la primera parte de su trabajo, el cual pretendió forjar un sistema filosófico absoluto, exacto y libre de toda metafísica basado en buena medida en las leyes y principios de las matemáticas y del método científico. Tal proyecto de Wittgenstein fue expuesto a lo largo de su obra del Tractatus Logico-philosophicus, pero posteriormente, los objetivos universales y unívocos que el propio autor se propuso tuvieron que ser editados, pues el mismo Wittgenstein se dio cuenta de que el mundo no cabe dentro de los márgenes de la más pura lógica y solo la demostración fáctica, tal como el positivismo sustenta y que se concluye, le pasará una vez más a la historiografía que se base en esta corriente. Al mundo parece ser que le gusta su dosis de ambigüedad, misterio e incertidumbre. El mundo, su discurso, aquel que alude al cuándo, por qué, qué y quiénes que el hombre quiere encontrar sus respuestas, muchas veces estas mismas contienen partes inextricables e intrínsecas para dotar a aquellos mismos, paradójicamente, de un sentido más pleno y mejor reconocido. (Wittgenstein, 2012)

Luis Ángel Araujo
Artículo publicado el 14/01/2025

Bibliografía
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Hübner, Kurt. (1996). La verdad del mito. Siglo XXI.
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