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El remordimiento tardío de Tosltói

por Egberto Almenas
Artículo publicado el 22/05/2012

El lector de La muerte de Iván Ilich difícilmente podría obviar las resonancias entre los últimos tormentos del personaje y los que se trazan en la biografía de su creador, el novelista y ético ruso León Tosltói (1828-1910), maestro del realismo y guía espiritual de los excomulgados. Ya en otra novela corta que tituló Sonata a Kreutzer se adentra en la mente del homicida que, lívido por las sospechas, apuñala a su esposa sin un asomo de refreno: “Cuando la gente dice que en un estallido de cólera no recuerda lo que hace, es basura, es mentira. Yo lo recuerdo todo y en ningún momento perdí la conciencia de lo que hacía”, declara el protagonista años después, en prisión, cuando “el cambio moral ya se consumaba en mí”.

El dilema de Tosltói, el moralista tardío, cuya agudeza y poder de invención en la vejez apenas desprende una astilla de cansancio, se le anuda en la imposibilidad de corregir su propio pasado. Para el iracundo de raíz conservadora que aportaría por deflexión artística a la más alta conciencia revolucionaria de nuestros tiempos, no hay pecado concebible que no haya cometido alguna vez. Podía vaticinar en el tránsito imaginario de Iván Ilich el inevitable curso del suyo, pero los puntos de arranque que elabora la mejor musa en sazón flaquean con una asiduidad odiosa para ahuyentar al ángel de las tinieblas. Y con ese fruncido del odio, el despojado por voluntad propia de su fama y de su riqueza, se abandonó al frío y murió, neumónico, en el catre humilde de una lejana estación ferroviaria.

Este apóstol anárquico que retornaba a la cristiandad primitiva, místico del pacifismo evangélico, fue también el pionero de la “tercera confesión”, ese examen inclemente y ahíto de franqueza que realiza a través de la literatura cuando ya se ha absuelto consigo mismo y con el Supremo. El despropósito que corroe a las criaturas de sus narraciones monumentales lo ha padecido al menos por impregnación intuitiva en su propia alma. “No es novela” lo que escribe el ascético del Volga, “es la vida”, decía José Martí de los “manuscritos veraces” que en los últimos tiempos circulaban de mano en mano entre los labradores cuando la censura del zar y de la iglesia se empecinaba contra ellos.

¿Por qué la moralidad otoña en él como la flor del avellano mágico? La mejor respuesta podría inferirse de su agudo compatriota León Trostki, a quien el sabio barbiluengo ya le parecía, al cumplir sus ochenta años de edad, una “vieja roca cubierta de musgo”, un “hombre de una época superada”. El redimido en rústico camisón, cincho ancho y botas enlodadas que se ve en las fotos fue el último espécimen en el linaje de los Volkonski, encallado en una aristocracia rural de diez generaciones que siguió ignorando la entonces creciente horcadura entre los campesinos y el señorío feudal. Tosltói en realidad nunca dejó el tronco de la nobleza latifundista, y desde el sótano agreste de su mansión y sus herencias extraídas de la servidumbre, como si para escribir se instalara al fondo de la santidad mientras en los pisos superiores bailaban a diario sus pecados de príncipe, jamás se interesó en los personajes intermedios que ramificaban de la nueva sociedad rusa, y menos aún en el “obrero de fábrica, con su reloj y su cadena”. Si bien lo favorece la razón cuando atina que las relaciones entre los fabricantes y los obreros en nada superan a las de los nobles y los siervos, su aborrecimiento al cambio le desabastece un sentido de cumplimiento cabal. Para qué tanto adelanto admirable, reniega, “si es necesario para su fabricación que las noventa y nueve centésimas partes de la Humanidad vivan en la esclavitud y mueran por miles en las fábricas”.

En su diario de tiempos todavía juveniles había apuntado que la esclavitud rusa era un mal abominable, pero un mal extremadamente grato para quien hasta entonces había vivido sin principios y dado a una soberbia abusiva. En esa misma página infausta de su existencia se asquea de no ser más que un feo patán, un enviciado ocioso que sobrepone su propia fama a la virtud. De ahí que el perdón se le hiciera más distante, enloquecedor, suicida. Desde su casta mal dispuesta de conde hosco intenta salvarse por medio de los únicos ramales abocados a su histórica renuncia, y los que lo hieren más de cerca: el del empobrecido mujik, el campesino ruso, y el del aristócrata sin glorias ni belleza interior. Tras esa “dialéctica del espíritu” situada allá en las estepas de los Urales, teje retazos vivientes donde su puntillismo psicológico y universal nada calla. Hunde así el imperio monárquico y su religión, y así, reconocería después Lenin, quiso barrer el suelo y reemplazar el estado policiaco de los terratenientes por uno fundado en la comunidad libre y de igualdad con el pequeño campesino.

Con idéntica lucidez poética emprende su concepto de la educación voluntaria para los niños del campo, a quienes siempre les sobra la voluntad si el método se ajusta a su naturaleza congénita. Debido a que son esclavos sólo los que se dejan esclavizar, su pensamiento anima en el débil ese arrojo primario del bien que desata una fuerza incontestable. Satanás, asegura, no puede vencer a Satanás. El amor representa el poder supremo. Piénsese que lo dicho es una sandez de Perogrullo, y he ahí la mejor emboscada para embrutecerse. Tolstói saja y descubre en su nervio crispado cómo el mal predestina según se apoque la libre voluntad. En el código pragmático de su obra, el mismo en que la burguesía halla un chivo expiatorio, la limosna empobrece y remolonea, y la inutilidad pudre. El escritor ha de ser útil por cuanto revele el mecanismo interior del alma. Por ello, después de haberse alejado de la literatura, vuelve a ella hacia los últimos años de su vida.

En su última novela, Resurrección, Nejliúdov es un príncipe lánguido a quien el tribunal le pide un mal día que sirva en un jurado. Durante el juicio reconoce a la mujer que acusan de asesinato, Máslova, la airosa criada a quien él de joven sedujo y abandonó, y por lo cual la pobre, con el vientre cargado y destituida, sufrió carencias que pronto la obligaron a prostituirse. El príncipe, para aliviarse de su culpa, decide “resucitar” en el sentido tolstiano del término: a través de la decencia que surte desde el propio ser interior, jamás en acuerdo con la intervención divina que falsea y se arroga la ortodoxia cristiana. Observa entretanto cómo el ladrón, el asesino, el espía, la prostituta, viven todos encerrados en un cerco regido por una escala de valores propia de la gente de su misma calaña, dentro del cual cada uno se procura un lugar que prestigie su ruindad. En cambio, pocos notan cómo los adinerados se trazan asimismo un cerco en el que se jactan de su riqueza —robos—, en el que sus jefes de guerra se enorgullecen de sus victorias —asesinatos—, y en el que se vanaglorian de su poder —violencia— aquellos que ocupan altos cargos. No vemos esta perversidad, concluye, porque su expansión es mayor, y nosotros a menudo nos movemos dentro de ella.

Pero la reclusa Máslova aventaja a Nejliúdov. Bien conoce ella la debilidad más terca del varón, sea rico o sea pobre, y en el momento culminante de la obra le increpa al príncipe arrepentido que, para salvarse, le ha propuesto el matrimonio: “En esta vida, cuando buscabas placer, te saciaste de mí, y ahora, para la próxima vida, también quieres salvarte a través de mí… ¿Dónde estaba tu Dios cuando me engañaste? ¡Lárgate, grueso canalla!”

Tosltói al fin también se largó, con un hatillo mínimo al hombro, lejos de la insidia de su pasado y, en su coloso talento, ya por siempre más cerca de la verdad revolucionaria.

[Enero 2008]

Egberto Almenas
Artículo publicado el 22/05/2012

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