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Intervención de Waldo Rojas en la ceremonia de inhumación de Raúl Ruiz, el viernes 27 de agosto en el Parque del Recuerdo, en Santiago de Chile.

por Waldo Rojas
Artículo publicado el 28/08/2011

Querido Raúl:

Dentro de poco más de un año se habría cumplido medio siglo del comienzo de nuestra amistad. Y de seguro eres tú quien me lo hubiera recordado disculpándote de deber celebrar este aniversario con sólo una copa de vino, dosis a la que te limitaba la nueva higiene de vida impuesta a un reciente trasplantado hepático. Pero en ese gesto habría desbordado tu afecto, como el hombre de efusiones contenidas, que siempre fuiste, sobrio en comunicar tus sentimientos con alguna de tus astucias de lenguaje venida al socorro de tu talante púdico y lúdico.
Nunca pretendí ser depositario del monopolio de tu amistad. Fuiste hombre de muchos y muy buenos amigos tantos como la variedad de faces de tu personalidad podía congregar. La nuestra, aparte de extensa en el tiempo, fue construyéndose poco a poco en su consistencia y profundidad.
Cierto es que nos predispuso a ella la connivencia de un cierto bagaje juvenil de lecturas y culturas, aunque de hecho coincidíamos de plano en pocas afinidades electivas. Lejos de distanciarnos, esas diferencias, que no discrepancias, pimentaron nuestro diálogo. Y a propósito de “pimentar”, no es menos cierto que también nos reunieron muy a menudo los ritos epicúreos de la mesa y la fiesta. Nuestros “almuerzos dominicales”, oportunidades de emulación gastronómica, y de animada sobremesa, a los que alternativamente nos invitábamos, siempre en “petit comité”, pero cuyo eco, a causa de la indiscreción de algún comensal de ocasión, dio la vuelta de París revistiéndolas de un carácter propiamente legendario.
Me llevabas en edad, como se dice, por cuatro años, diferencia que en el comienzo de nuestra amistad hizo de mí el hermano menor de un “hijo único profesional”, como, con la plena aceptación de tus padres, que no carecían de sentido del humor, yo mismo te definí algún día. Los años siguientes no redujeron por cierto ese trecho, antes bien consolidaron a ojos de muchos de nuestros amigos comunes ese hipotético lazo fraterno. Yo tenía mi puesto fijo en tu mesa, y en aquellos domingos de París, cuando correspondía almorzar en nuestra mesa, tú ocupabas ahí, como hermano mayor, el puesto que por el resto de la semana era el mío.
Un día decidiste que no soportabas más la soltería, y me pediste ser tu testigo de matrimonio. Luego fuimos vecinos de barrio tanto en Santiago como en París, nuestras respectivas esposas, Elie y Valeria, han sido desde entonces inseparables comadres cómplices. Jugué muchas veces en tu hogar el papel del “hermano práctico” que lo mismo se las ingenia para reparar un enchufe, restaurar una silla descalabrada, colgar unas cortinas…
En adelante todo se fue dando bajo la forma de pequeños ritos familiares, puntuados de avatares cotidianos de los cuales aquellos del exilio no fueron los menos significativos ni, en algunos momentos, los menos angustiosos. En otro orden de cosas nuestro pacto tácito, condición de nuestra amistad, consistió en guardar mutua y prudente distancia en nuestros respectivos afanes creadores. Lo que no te impidió sugerirme lecturas que me fueron provechosas, ni me impidió tener algún papel de “extra” o actor (muy) secundario en varios de sus filmes ni componer unas letras de bolero para uno de ellos. No faltó tampoco el albur que me llevara a hacer de cocinero en Europa para tu equipo de filmación. Traduje tu “Poética del Cine”, y llegué a escribir más de algún pequeño texto en el que intenté hacer claridad para mí mismo sobre tu proyecto creador.
Desde el primer momento, allá por los primeros años sesenta, cuando tú no eras todavía todo Raúl Ruiz, supe que tenía enfrente a una personalidad fuera de lo común. Inútil evocar entre quienes te conocieron lo que esta frase significa: tu notable inteligencia, si por ella se entiende esa capacidad tuya nada apabullante de proveer de un sentido coherente unas situaciones de muy diverso orden, o sin orden alguno, y de proyectarlas, recreándolas, en una cartografía de laberintos imaginarios, de arborescencias insólitas. Tu habilidad para mantener firme en las riendas el trazado geométrico del razonamiento justo al mismo tiempo que los desenfrenos de la paradoja y las alquimias de doble fondo del lenguaje poético.
En tu palabra afable, privada de afectación, sabías traer de la mano las referencias más doctas al terreno de la visión corriente, que es la gentileza de la inteligencia; y otorgar con humor un soplo fértil e inesperado al yermo de los lugares comunes. En fin, qué decir de tu memoria francamente prodigiosa, sólo comparable con tu inagotable, desarmadora, capacidad de trabajo, de tu natural bonhomía intelectual, generoso de tu ser y de tu haber como te mostraste en incontables circunstancias no sólo con tus amigos. Fiel al amor y a la amistad. Fiel sobre todo a tu cometido de creador comprometido con su propia obra en permanente y libre curso, inacabada, inacabable, en virtud de los designios de sus mismas condiciones de posibilidad imaginativa. Compromiso en nada negociable con la seducción del lucro mercantil como intratable ante las complacencias del aplauso fácil.
Ya quisiera yo que toda este cúmulo de palabras, a las que no quiero agregar las de tristeza, pena, congoja, dolor… que el uso y los abusos de lenguaje han gastado y pervertido vaciándolas de su real sentido, pudieran recobrar aquí, en este momento, toda su validez primigenia, y que bastara alinearlas a la siga de tu nombre para traer a presencia toda tu verdad y la de nuestro sentir.
Permíteme parafrasear malamente aquí un propósito tuyo venido al azar en uno de tus lances de incursión literaria en el territorio del orden sobrenatural, cuando te preguntabas y nos preguntaste, así, de golpe, si “¿hay una muerte después de la muerte…?” Ahora me digo que contrariamente al porfiado adagio del viento y las palabras, si hay una muerte después de la muerte, yo sé que ella no se lleva consigo todas las palabras de los hombres, ni será la que se lleve las tuyas. Aquellas que nos hablaron con tu acento y vueltas un juego de imágenes como se hacen juegos de palabras, lo hicieron desde la pantalla….
No, no seré yo quien te diga adiós, hermano.

Waldo

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