EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVI
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTORES | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE
— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —
Artículo Destacado

La religión de occidente

por Raúl Alfonso Simón Eléxpuru
Artículo publicado el 01/02/2023

Resumen
Se indaga en el significado de la palabra “religión”, oponiéndola a “religiosidad”. Se efectúa un recorrido histórico por los orígenes del cristianismo en relación con los conceptos anteriores, con el fin de dar un diagnóstico religioso-cultural de Occidente, con especial mención de Sudamérica (también llamada América Latina).

Palabras clave: religión, religiosidad, cristianismo, América Latina

 

Prólogo General
He decidido reunir en este volumen dos ensayos breves que datan de la primera década del siglo XXI, y que tratan especialmente el tema religioso. El primero de ellos se ocupa específicamente del cristianismo. El segundo pareciera, por su título, referirse a temas más “seculares”; pero contiene, en realidad, un alegato a favor del retorno a la religiosidad (no necesariamente a una religión determinada).

Puede sorprender al lector este interés por la religión en una época y lugar en que, o bien se niega su vigencia y necesidad, o bien se la considera un elemento consabido del paisaje cultural, que no requiere ser pensado (ni menos aún repensado).

Sin embargo, como indica el título general de este libro, se trata aquí de la religión de Occidente: ¿Cuál es la religión de Occidente? ¿Le queda alguna? Estas son preguntas que se sugieren inmediatamente a quien observa nuestras sociedades.

Otro punto que necesita aclaración es: ¿por qué, aquí en Sudamérica, nos ocuparnos de Occidente? ¿No será como querer enseñarles español a los españoles? Es más que probable que estas preguntas se las plantee un europeo o un norteamericano. Ellos han dictaminado que los sudamericanos, en virtud de nuestro subdesarrollo económico, no pertenecemos a Occidente, sino a un cajón de sastre llamado Tercer Mundo. Esta clasificación es meramente económica, y no tiene en cuenta la realidad histórica. España y Portugal nos introdujeron en la cultura occidental (o, más bien, crearon un pueblo occidental en el Nuevo Mundo). Somos, pues, occidentales—de segunda clase, si se quiere, pero occidentales—; por lo tanto, nos asiste el derecho de pensar los problemas de Occidente, que son (o pronto serán) los nuestros.

Concretamente, el problema religioso no parece ser ahora algo patente; pero está ciertamente latente en nuestro medio latinoamericano, esperando la ocasión de manifestarse. En nuestra sociedad se está dando la curiosa paradoja de que económicamente nos hallamos, quizá, en el siglo XIX (revolución industrial), socialmente en el XV (surgimiento de la burguesía), políticamente en el VIII (anarquía altomedieval). Cultural y religiosamente, ¿en qué etapa nos encontramos? ¿Quizá en el siglo V (muerte de una cultura y comienzo de otra)?
Santiago, enero de 2010.

La religión de occidente o Los malentendidos del cristianismo

Prólogo
La religión de Occidente es el cristianismo. Esto parece evidente para quien lea la historia de nuestra cultura. Pero, al examinar esta historia atentamente, aparecen con claridad dos dificultades:

  1. en todo tiempo se han producido fuertes desacuerdos (“herejías”) en torno a la doctrina –siendo el más fuerte de todos la llamada Reforma protestante—;
  2. la moral cristiana no ha sido nunca practicada en todo su rigor, siendo reemplazada por un ascetismo desencarnado mezclado de fatalismo divino, o bien ignorada completamente, aún por sus expositores.

Las dificultades enumeradas más arriba no son argumentos contra la validez del cristianismo; simplemente demuestran que, históricamente, ser cristiano ha sido empresa difícil, intelectual y moralmente. De hecho, la religión cristiana ha ido siempre acompañada de cierto “malestar”, más notablemente a partir del siglo XVI, y más aún durante el XIX y el XX, siendo Nietzsche el mayor vocero de ese malestar.

Las páginas siguientes contienen las conclusiones finales sobre el tema de quien esto escribe. No pretenden ser oportunas ni novedosas; simplemente, creo que alguien que durante toda su vida ha luchado a brazo partido con el cristianismo—tratando de cumplir sus preceptos y, sobre todo, de entenderlo—tiene algo que decir en este asunto. Éste es, por lo demás, el “asunto” de toda nuestra cultura.

&&&

 

Introducción
Contrariamente a lo que dicen algunas iglesias, la doctrina cristiana ha variado notablemente desde sus primeros tiempos. (Últimamente, si bien no cambia la doctrina misma, es el énfasis en uno u otro de sus numerosos puntos lo que varía.) Lo que comenzó siendo el recuerdo nostálgico de un Mesías judío—y para judíos— se convirtió, por obra de Pablo de Tarso, en el culto a un Cristo —Pablo rara vez lo llama por su nombre, Jesús—extraterreno, parte de una abstracta Trinidad, quien deberá volver al fin de los tiempos para someter a todos sus enemigos (no sólo humanos, sino existenciales, como la muerte). Además, Pablo impuso la idea de que el nuevo culto, el “cristianismo”, fuera una religión universal, ya que Jesús había muerto y resucitado “para todos los hombres”.

Al cristianizarse el Imperio Romano, y tras arduas polémicas, la nueva religión ―muy pronto constituida en Iglesia― vio aumentar su número de adeptos por arriba (el patriciado y clases cultas) y por abajo (esclavos y proletarios de las ciudades). Para sostener la polémica con los primeros se fue creando gradualmente la teología, con toda su complicación; para captar el interés de los segundos, se admitió el culto a los santos y a sus imágenes, los cuales funcionaban (y aún hoy lo hacen) como diosecillos menores a quienes pedir ayuda en las dificultades.

Con la entrada al Imperio de pueblos bárbaros ya cristianizados, se acentuó el aspecto idolátrico de la religión, por un lado; y, por otro, la autoridad eclesiástica ―ya plenamente constituida― acreció su preeminencia sobre el común de las gentes y, al prevalecer sobre las conciencias de reyes y reyezuelos, se constituyó en pilar de los nuevos estados.

Sin embargo, durante la Edad Media, podemos decir que la Iglesia existió antes que el Estado, y, sin duda, constituyó el máximo poder intelectual y espiritual. A lo largo de estos diez siglos, se formó una nueva cultura—la europea occidental—que debía muy poco a la Antigüedad clásica. El espíritu latino estaba presente en la lengua oficial y casi en nada más, si bien se mira: el derecho era germánico—un sistema arcaico que consagraba el feudalismo y permitía la esclavitud—, y la Iglesia se adaptó con demasiada facilidad a ese sistema, que le concedía grandes privilegios. En todo caso, la jerarquía eclesiástica fue realizando una lenta labor de educación de estos pueblos ya que, repetimos, ella constituía el único sector organizado y culto de la sociedad. Bajo su dirección se realizó la ímproba ―e improbable― labor de formar una cultura—más aún, una civilización—original basándose en una religión tan “extramundana” como el cristianismo.

El otro elemento, el pueblo germanorromano, que hablaba “lengua romance”, fue también creando su propia cultura, una que no era latina, sino simple y supersticiosa, marcada por elementos que podríamos llamar “raciales”, como el famoso “espíritu fáustico”, la desmesura del hombre occidental, que aspira a lo infinito. La flor y nata de este pueblo europeo mestizo constituyó la burguesía, clase emprendedora por excelencia. Clase racionalista también, cuyo primer gran triunfo lo constituirá la Reforma protestante; a ella se debe el impulso irrefrenable de la inteligencia humana, y de la tecnología nacida de ésta.

Con el Renacimiento y la Reforma comienza el retroceso del cristianismo en las mentes y en los corazones. El hombre occidental dirige su mirada hacia el mundo, que antes había despreciado. Sin embargo, llevado de su afán científico y técnico, ve el mundo como una máquina. Al estar psicológicamente impedido de ver el mundo como algo sagrado—por haber dejado atrás su “paganismo”, y por siglos de formación cristiana—, necesita de un Dios externo. Pero este Dios es rechazado cada vez más lejos por la ciencia y la tecnología, de modo que, al llegar el siglo XX, ya no hay lugar para El. “Los cielos” ya no existen; sólo existe el Universo, esa extensión de espacios infinitos que espantó a Pascal (quien, entonces, “retrocedió” al cristianismo).

Parece, pues, que, al “morir Dios” en nuestros corazones, se nos hace imposible toda religión. Pero, ¿qué es religión? Antes de decretar su fin, debemos ver qué designa esta palabra, para poder contestar la pregunta que nos ocupa: ¿cuál es (o puede ser) la religión de Occidente?

Qué es religión
De entrada, haremos una distinción necesaria entre religión y religiosidad. Usualmente se entiende por “religión” un conjunto de creencias acerca del sentido de la vida, creencias que son atribuibles a determinado grupo humano; además, este grupo de creyentes suele estar organizado en una comunidad o “iglesia”. Por otro lado, la palabra “religiosidad” ―cuando se emplea― denota una cierta actitud de reverencia ante la vida, ante el mundo o ante supuestos seres sobrenaturales; pero esta actitud es siempre altamente personal, y no siempre va acompañada del asentimiento a alguna de las religiones tradicionales, ni menos aún de la pertenencia a alguna iglesia o secta.

Diremos entonces, simplificando, que “religión” denota “religiosidad organizada o social”, y que “religiosidad” a secas es la que profesa determinado individuo por convicción propia.

Si no se efectúa esta distinción, se corre el peligro de no ver la religiosidad de ciertos individuos que no hacen ostentación de ella ―por pudor, por individualismo, o por creerla algo de todos los días―. Por ejemplo, es habitual creer que un ateo, que no cree en un Dios personal, por carecer de “religión” carece de religiosidad.

Históricamente, ha sido la religiosidad de ciertos grandes hombres lo que ha dado origen a las religiones, y no viceversa.

Si queremos ahora comprender los diferentes tipos de religión, debemos efectuar un recorrido histórico-geográfico. Todas ellas tienen en común la ambición por explicar el “lugar del hombre en el cosmos” (por usar la expresión de Karl Jaspers), y para ello recurren a relatos que convencionalmente llamamos “mitos” (palabra que no prejuzga sobre la verdad de estos relatos). La finalidad última es, por supuesto, dar un sentido a la vida humana. Este estará ya sea en la vida misma o en relación con seres superiores; ya sea en este mundo o en otro que se espera encontrar después de la muerte.

Esta última constituye, pues, la gran piedra de tope de las religiones. Todas ellas intentarán conjurar el aparente sinsentido de una vida que termina sin ningún atisbo de explicación. Los modos de hacerlo son múltiples, y van desde simplemente alejar el problema («Yavé [Dios] te dará larga vida”) hasta una elaborada jerarquía de estados de ultratumba (como en el cristianismo), pasando por la actitud de “ignorar la muerte”, propia de estoicos y epicúreos (los extremos se tocan), y por la teoría hindú de la reencarnación.

No hay duda de que el hombre intenta responder a dos preguntas inevitables y básicas: ¿por qué sufrimos? y ¿por qué morimos? Todas las religiones del mundo han sido creadas para responder a estas interrogantes. Mientras menos “mítica” y más atenida a los hechos de la vida es la teoría, más cerca se halla de la filosofía. Este es el caso de las religiosidades individuales; en cambio, cuando una explicación entra en el terreno del mito, tenemos una religión.

Como hemos dicho, la religión suele ser colectiva: cosa de clan, de pueblo, de nación, no de individuo. La filosofía, en cambio, suele ser individual. Esto porque los individuos que piensan por sí mismos son pocos. La mayoría se contenta con adoptar el relato aceptado por su clan, y rápidamente pasa a otra cosa; es decir, al negocio de “ganarse la vida”. Estas personas no creen, en el fondo, en ese relato; lo aceptan para no crearse problemas.

Resumiendo, podemos decir que el término “religiosidad” designa sólo una cosa: la actitud de seriedad ante el mundo, ante la vida propia y ajena, la conciencia de que vivimos en un misterio y somos parte de él. En cambio, el vocablo “religión” designa, en el hecho, muchas cosas diferentes y en general incompatibles entre sí:

I. una “guía turística de ultratumba”, al estilo de la Divina Comedia;
II. un conjunto de ritos mágicos—personales o sociales—para asegurarse la benevolencia divina;
III. una serie de prácticas, también mágicas, encaminadas a conseguir ayuda de ciertos entes sobrenaturales en los cuales se cree;
IV. una serie de relatos acerca de Dios y el hombre;
V. una serie de relatos acerca de milagros efectuados por ciertos personajes cercanos a Dios;
VI. una búsqueda de Dios con prescindencia de lo demás;
VII. una búsqueda del sentido de la vida, con o sin Dios.

Los últimos puntos de la enumeración hecha más arriba constituyen la religión más “pura”, liberada de elementos míticos, mágicos y egoístas, y se acercan ya a la religiosidad personal. Aquellas personas cuya religiosidad es de este tipo suelen sufrir incomprensión en sus respectivas iglesias, las cuales generalmente “nivelan hacia abajo”.

¿Cristianismo social?
En uno de sus artículos, Unamuno pregunta ―a sí mismo y al lector―:” ¿Qué es eso del cristianismo social?” En efecto, bien mirado, el cristianismo es opuesto a todo quehacer humano relacionado con la constitución de una sociedad. Por ello no deja de sorprender el hecho de que toda una cultura haya surgido basada en esta doctrina. Ello quiere decir que, o se suavizó la doctrina, o se la ignoró completamente, o nadie osó llevarla hasta sus últimas consecuencias.

En las primeras generaciones de cristianos, éstos no tenían otra cosa que hacer más que esperar la segunda venida de Cristo. (Ya Pablo de Tarso reprende a estas personas, instándolas a “trabajar”.) A medida que pasaba el tiempo y Cristo no volvía, se hizo necesario buscar una explicación para su tardanza y encontrar algo que hacer entretanto. Esto último llegó de manos de las autoridades romanas, y fue nada menos que el martirio. Pasado el tiempo de los mártires, y convertida la religión perseguida en culto oficial—por obra del supersticioso Constantino—, la Iglesia pasa a identificarse con el Estado romano ―es decir, con el “reino de este mundo”―, con todas sus preocupaciones “temporales”. Desde entonces, no les ha faltado a los clérigos qué hacer mientras retorna Cristo. Sólo algunos hombres y mujeres, de índole más contemplativa, se retiraron al “desierto” para esperar allí, entregados a la oración, la segunda venida del Mesías. Estos grupos de monjes fueron los que llevaron la mentalidad cristiana hasta sus últimas consecuencias; pero fueron un grupo minoritario. Y además, aún ellos debieron darse un mínimo de organización política y económica para funcionar eficientemente.

Para la mayoría de cristianos—muchos recién convertidos y habitantes de las ciudades—, existía el culto oficial como substituto de la oración monástica. Y también la exhortación de Pablo de Tarso: “que posean como si no poseyeran, que lloren como si no lloraran, …, etc.”.

La ciudad ―sea civitas romana o burgo medieval― es el lugar por excelencia donde se desenvuelve la vida humana, en sus vertientes económica, social e intelectual; es la palestra donde los hombres compiten por el honor y la preeminencia. Una vida rica en incidentes de este tipo está, entonces, muy lejos del ideal cristiano; de aquí lo contradictorio de la expresión “cristianismo social”. Sólo puede aceptarla quien ya se ha resignado al hecho ―por otra parte, incontrovertible― de que el hombre es un animal social.

Esta contradicción ―no sólo teórica, sino práctica― no podía subsistir por mucho tiempo sin resolverse. Durante toda la Edad Media el discurso oficial concedió la preeminencia a los “orantes” ―estrictamente, sólo los monjes, pero, por extensión, todos los clérigos― por sobre los “trabajadores”. (Entre ambos estaban los “combatientes”, es decir, los nobles, que supuestamente defendían con las armas a la “cristiandad”. Curiosamente, nadie reparó nunca en la incompatibilidad entre espíritu militar y religión cristiana.) Al llegar la Reforma, este movimiento representó la religiosidad de los “cristianos de a pie”, de quienes veían como legítima su ocupación con los asuntos de “este mundo”, sin que ello les impidiera acceder al otro después de su muerte. Estas gentes eran burgueses, personas cultas para su época—es decir, que sabían leer, escribir y calcular—, pero que, al no saber latín, no tenían acceso a la Biblia. Su tesis fundamental era ―creemos― que se podía ser buen cristiano sin ser monje; aún siendo burgués y ocupándose de negocios mundanos se tenía derecho a la salvación. Lutero—que colgó los hábitos y se casó—, Calvino, Zuinglio y Erasmo de Rotterdam—sobre todo este último—eran partidarios de vivir el cristianismo “en el mundo”, sin prescindir ni del matrimonio, ni del dinero, ni— y esto era lo más grave—del propio juicio en materias religiosas.

La Reforma legitimó la vida diaria para los cristianos; por otro lado, con su insistencia en el “libre examen” de la Biblia, abrió las compuertas del individualismo religioso. No podía ser de otro modo en un movimiento acaudillado por la burguesía, la clase individualista y racionalista por excelencia. Comenzaba a quedarle estrecho a Europa el traje que la Iglesia había diseñado para ella.

Ya durante la Edad Media se daba la inconsecuencia—apenas advertida por nadie—entre valores bélicos y valores religiosos o cristianos (se hablaba de “guerras santas” con toda naturalidad), y entre moral de esclavos (unida a la existencia de esclavos) y “moral de señores”. Con el tiempo estas inconsecuencias se harán patentes, y aparecerán otras. La primera de ellas se hizo más que patente con las guerras de religión del siglo XVI; a tal punto que la paz de Westfalia (1648) representó un deseo de poner fin del todo a aquellas disputas, con lo cual cada bando renunció a imponer al otro su creencia. En cuanto a la segunda inconsecuencia, tuvo que llegar Nietzsche para ponerla de manifiesto.

A medida que el capitalismo, con su tecnología, producía cada vez más bienestar material y cultural (si bien, al principio, mal repartido), la población europea― que iba paulatinamente convirtiéndose en “masas urbanas”― se hallaba cada vez menos dispuesta a aceptar la “moral de esclavos” que les había sido predicada a sus antepasados campesinos. Sin embargo, el discurso cristiano, con sus “virtudes” de desprecio de la vida sensorial y sumisión a un mundo suprasensorial (y a sus representantes) perduró por siglos, pero batiéndose en retirada. En la práctica, todos comenzaron a actuar de la manera calculadora y realista característica de la burguesía. De modo que, cuando Nietzsche dio la voz de alarma, ya era demasiado tarde: Dios había muerto (no, ciertamente, en el corazón de Nietzsche ―a quien podemos calificar sin temor a errar como un cristiano frustrado y desilusionado de su tiempo―, sino en el de sus contemporáneos).

Antes de que Nietzsche apareciera en escena, se produjo otro “escándalo” que abrió otra caja de Pandora, aún más letal en su contenido: el “caso Galileo”, que, si bien terminó en forma incruenta, puso de manifiesto el conflicto entre la ciencia natural naciente y lo que entonces se creía ser parte indispensable de la “religión”: la interpretación literal de la Biblia. No es de extrañar que tanto el papado como Lutero (alma profundamente medieval, con todas las neurosis que la época produjo) se lanzaran en contra de la nueva ciencia. Sin embargo, ésta prosiguió imperturbablemente su labor de exploración desprejuiciada del mundo, y ha continuado haciéndolo hasta hoy.

Fue la teología la que debió retroceder en sus posturas, y desde entonces no ha cesado de hacerlo—si bien en forma subrepticia, sin declaraciones oficiales—. Dice Thomas Mann en su novela “Doctor Fausto” (cuyo protagonista comienza por estudiar teología):” Pero, ¿qué ciencia es ésa que mantiene con la razón una relación tan precaria, tan llena de encogimiento, y que se expone a cada instante a hundirse en los compromisos que pactó?”(1) (El autor dice esto de la teología protestante; la católica, si bien es menos dada a pactar compromisos, adolece de la misma relación conflictiva e insegura con las ciencias naturales.)

El “conflicto entre religión y ciencia” se dio primeramente con la astronomía; luego hubo un período de calma, una suerte de “armisticio” ―durante el cual los jesuitas se embarcaron en el empeño imposible de combatir a la modernidad (es decir, a la ciencia) con sus mismas armas, y terminaron seducidos por ella―. La lucha renació en el siglo XIX con Darwin y la teoría de la evolución. Ahora, curiosamente, sólo los protestantes saltaron a la palestra; la Iglesia católica, más cauta, trató de ignorar el problema sustituyendo muy gradualmente a Adán y a Eva por el Pithecanthropus erectus.

Al seguir esta historia, un cristiano serio concluye que su religión ha ido perdiendo paulatinamente una serie de elementos que previamente se consideraban esenciales. (Quien quiera hoy en día conservar esos elementos, debe creer en ellos los días domingos, y descreer durante la semana. Esto es lo que hacen la mayoría de los cristianos sin darse cuenta.) Parece natural preguntarse: ¿Hasta cuándo podemos seguir así? ¿Existe un núcleo no transable de cristianismo que no corra peligro de ser eliminado algún día? Y si esto último ocurre, ¿qué queda de esta religión?

Resumiendo
A lo largo de su historia, el cristianismo, pese a constituir la base de la civilización occidental, ha chocado con cada uno de los elementos característicos de la fisonomía espiritual de los pueblos que formaron esta cultura: contra sus instintos vitales, especialmente el instinto sexual, culpabilizándolo como “concupiscencia” ; contra su espíritu de empresa, desvalorizando la actividad en “este mundo”; contra su sentido de la justicia, al apoyar ―aún en tiempos modernos― regímenes sociopolíticos basados en la desigualdad ; y, por último, contra su racionalismo, al mantener un relato mítico que poco a poco ha resultado inaceptable para la razón. Si hay dos cosas en que el hombre moderno se niega a reconocer una autoridad externa, es en su libertad individual y en el uso de su razón. Esta, por su propia esencia, no reconoce límites; todo debe ser sometido a su escrutinio.

Las principales objeciones—cargos, más bien—que se formulan contra el cristianismo y sus iglesias son, entonces, los siguientes (yendo de más bajo a más alto):

I. Que culpabiliza los instintos vitales del hombre (es decir, su misma estructura biológica inalterable), sustituyéndolos por una moral de esclavos, hecha de sumisión, mansedumbre y credulidad (llamada “fe”). Las clases dominantes no aceptaron jamás este discurso; la burguesía lo hizo de la boca para fuera. Esta fue la queja de Nietszche.
II. Que—al menos en su versión católica tradicional— desvaloriza los emprendimientos humanos en “este mundo”, a no ser que vayan dirigidos a conseguir la salvación en “el otro”. Esto no lo aceptó la burguesía, y por ello se hizo protestante.
III. Que, ligado desde sus orígenes a un sistema social arcaico (el feudalismo), se ha opuesto tenazmente a todo progreso en esta materia, como si el orden social feudal fuera también “eterno e inmutable”. Esta fue la queja de “liberales” y marxistas.
IV. Que mantiene un relato mítico contrario a la razón. (Y nosotros agregaríamos: innecesario para la verdadera religiosidad.) Esta última objeción—que es la de más peso—son pocos los que la formulan, y menos aun los que la expresan.

Las iglesias cristianas ―la católica más lentamente, las protestantes con mayor facilidad― han ido cediendo (aunque más no sea que con el silencio) en los puntos i) al iii); pero sienten que no pueden hacerlo en el punto iv), que parece afectar a su misma razón de ser. Esta última objeción es de carácter filosófico y, más allá de los dogmas, afecta a la misma fe en un Dios personal.

Panorama religioso actual de Occidente
 Hemos titulado nuestro ensayo “La religión de Occidente”, porque nos proponemos indagar cuál es la religión actual de nuestra parte del mundo—si es que tiene alguna—. Después de haber presenciado fenómenos tan perturbadores como el ascenso de la burguesía al poder, el llamado “conflicto entre fe y razón” y el Holocausto nazi, cabe preguntarse si todavía somos cristianos, o si nos queda algo de tales. Y, si la respuesta es negativa, nos aguarda el siguiente interrogante: ¿cuál es nuestra religión entonces, ya que ninguna cultura puede subsistir sin una actitud religiosa?

En los tiempos modernos (siglo XVI en adelante), los cristianos hemos pasado de la “intolerancia española” a la “tolerancia anglosajona”. La primera era consecuencia de una religiosidad mal entendida. La segunda es hija de la indiferencia, de la convicción de que la religión ―debidamente neutralizada― no tiene fuerzas para afectar los negocios (suprema preocupación de la burguesía). Mientras las sectas no se peleen entre sí y reconozcan al Estado, éste las reconoce a todas.

Por ello, no debemos dejarnos engañar por la profusión de iglesias diferentes en algunos países como los Estados Unidos. Esto es inherente a la dinámica del protestantismo; pero la religiosidad de esas iglesias es superficial, limitada a lo externo. En realidad, no es religiosidad (en el sentido que nosotros damos al término), sino mera religión: cultos exteriores, observancia mecánica, creencias no puestas a prueba. (En Latinoamérica estamos acercándonos peligrosamente a una situación similar. La Iglesia católica pierde adeptos por arriba ―hacia los grupos orientales― y por abajo—hacia los protestantes, que parecen tener más consecuencia entre su actuar y su fe—.)

En Europa, donde las contradicciones se viven más a fondo, existen grupos cristianos serios y comprometidos; pero sus integrantes, si buscan una mayor densidad intelectual y espiritual, terminan siendo cristianos sin iglesia, o derechamente “no creyentes”.

Los occidentales estamos quedándonos sin religión—lo cual amenaza la supervivencia de nuestra cultura, y podría verse como el comienzo de una decadencia irreversible—. Pero esto no significa que hayamos cancelado nuestra religiosidad; como hemos visto, ésta es algo inherente al ser humano, una necesidad equiparable a la búsqueda de equilibrio o de sentido para la propia existencia. Aún aceptando la sentencia de Nietzsche “Dios ha muerto”, no por ello dejamos de explorar el Universo, con un sentido religioso quizá inconsciente. “Sentido religioso” quiere decir: sentido de maravilla, de perplejidad ante el misterio. En nuestro tiempo, la única religiosidad posible—es decir, compatible con la ciencia—es esta actitud de admiración ante el mundo y de participación en él.

Lo que se opone a ella es el deseo de dominar y manipular el mundo, como si éste y el hombre fueran antagónicos, o al menos indiferentes el uno al otro. Esta es la actitud que podríamos llamar “impía”. Ella dimana del deseo “fáustico” del hombre occidental, de esa necesidad de omnipotencia buscada por un “ego” que se siente desvalido o desvalorizado. Según Alan Watts (y yo lo suscribo), el hombre occidental no acepta su propia finitud, porque la contrapone a la omnipotencia divina: “El sentimiento de culpa acompaña la experiencia del ego solo e inseguro. “Estoy solo; soy libre, pero me siento inseguro. Me siento desterrado de mi hogar. Debo de haber hecho algo malo.” (…) La impresión total de soledad, inseguridad, responsabilidad y culpa que acompaña al nacimiento de la autoconciencia es tan intolerable que uno debe escapar de ella a todo costo.”(2)

Hay dos modos de escape. El primero es el que han seguido los cristianos: considerar la carne como el mal, “reconocer el error de ser un ego [pero sin comprender realmente en qué consiste este error], e implorar al Infinito Diferente [sic] misericordia y retorno al estado paradisíaco. Y luego, como prueba de sinceridad, el ego …debe abrazar la disciplina de la perfección que someterá la naturaleza de lo finito y material a las leyes de lo infinito y espiritual. Este es el “Combate Espiritual” entre el espíritu y la carne…”(2) He aquí el origen de la ascesis cristiana, que es en el fondo un modo mágico de apropiarse a Dios.

“El otro modo consiste en absorber lo infinito en lo finito … por medio de la técnica, aboliendo las limitaciones de espacio, tiempo y dolor. En términos filosóficos, implica dar al ego humano el valor de Dios.”(2) Este es el origen del frenesí tecnológico de la cultura actual.

Para salir del dilema religioso en que nos hallamos, necesitamos comprender que no necesitamos religión, sino una religiosidad como la esbozada más arriba, y que ésta constituye—al menos para nosotros—una necesidad orgánica.

Antes de ver este último problema, sin embargo, haremos una revisión de la decadencia de la religiosidad en las artes occidentales.

El retroceso religioso en las artes
La baja en la calidad religiosa de nuestra cultura es demasiado evidente en los ámbitos de la ciencia, de la técnica y del pensamiento. En las artes ello es quizá menos claro, pero también es perceptible en cierta falta de poesía, cierto prosaísmo que afecta al arte burgués, aun cuando pretende estar en conflicto con la pesadez de su ambiente.

El arte europeo medieval estaba completamente dominado por la visión cristiana del mundo. En las artes plásticas, se representaban casi exclusivamente escenas de la Biblia, de la vida de Jesús y de los santos; también era común mostrar a Cristo “en majestad”, es decir, con exclusión de otros personajes u objetos, sobre un fondo neutro—generalmente

de oro—para concentrar la atención en la figura sacra: era ésta la representación más perfecta del Cristo abstracto de Pablo de Tarso. Estas son las que Guardini llama “imágenes de culto”, porque por su sola apariencia ponían al espectador ―que era, más que eso, un “orante”― en un trance de contemplación.

En el siglo XVI aparecen las “imágenes de devoción”, empleando la terminología de Guardini. Estas son imágenes de los “seres divinos” trazadas con el realismo que el Renacimiento trajo a la pintura; a medida que avanza el siglo, se advierte en ellas más un afán de lucimiento del pintor que un deseo de hacer visibles los personajes sacros. La verdadera religiosidad es cada vez menos notoria en estas obras, por otro lado admirables. Estos cuadros son encargados por los burgueses para ilustrar sus “devociones particulares”, y más adelante serán simples “entendidos” los que los comisionen, a menudo prescindiendo de su significado religioso. Se instauró el dogma de que “lo importante no es el tema, sino su ejecución”; con semejante principio, la pintura propiamente religiosa pierde su razón de ser.

Algo similar ocurriría luego con la música. Durante el Renacimiento alcanzó su madurez la música instrumental (que, por naturaleza, es abstracta y profana). Pero aún durante este período y el siguiente ―el Barroco―, la música se mantiene en un plano de abstracción que puede servir de base al tipo de meditación que los especialistas llaman “meditación sin objeto” ―es decir, un simple ejercicio de autoconocimiento, primer paso de una religiosidad no mítica―.

La verdadera decadencia ―que continúa hasta nuestros días― se produjo con el Romanticismo. El desborde emocional propio de este estilo impide la meditación serena y exalta los aspectos sociales y emotivos del ser humano; es decir, en lugar de adormecer el “ego” —esa falsa construcción de la mente humana—, lo trae al primer plano. De hecho, toda composición romántica desborda en cada línea el “ego” del compositor. Comprendemos que esta exhibición de sensibilidad—hija de la mentalidad burguesa, y a la vez rebelión contra ella—era quizá necesaria para combatir el prosaísmo de la Revolución Industrial; pero, para las personas educadas en la música de siglos anteriores, ello debía parecer, sin duda, algo plebeyo y de mal gusto.

El culto al artista como “iluminado” ―en el fondo, como sustituto del sacerdote― trajo como consecuencia la separación entre el arte y la vida. Se opuso a la “vida cotidiana” ―prosaica y gris― los momentos de creación (o de recreación), en que el artista (o el oyente o espectador) entraba en contacto con un mundo superior. Esta separación es similar a la separación más antigua entre “lo sagrado” y “lo profano”, y tan nociva como ella.

En Oriente, en cambio, ni la religión ni el arte están separados de la vida cotidiana. La primera es simplemente la vida cotidiana vivida conscientemente; el segundo es creación espontánea de objetos que son bellos “sin proponérselo” ―es decir, sin que su fabricante se lo proponga―. Creemos que ésta es la manera de alcanzar una vida con sentido, plena pero no marcada por el penoso esfuerzo hacia la perfección que entorpece ―y a menudo impide― los logros del occidental.

La religión como necesidad biológica
La vida humana está marcada por la insatisfacción, la incomunicación, el temor y otras emociones negativas. Ello es así desde que el ser humano, al llegar a la edad adulta, comienza a percibirse a sí mismo como un “ego” separado del resto, como un “individuo” o una “personalidad”. Esta es la verdadera “pérdida de la inocencia” que aparece simbolizada en la expulsión del jardín del Edén.

Esta errónea actitud, fuente de todos nuestros errores, sólo puede corregirse practicando una meditación asidua y silenciosa, que constituye la culminación de un proceso de autoconocimiento. “La meditación significa el establecimiento del orden en nuestra vida cotidiana, y … entonces, la mente es absolutamente libre, no es dirigida, y está en completo silencio.” (3)

La meditación ―y no la oración, que pretende comunicarse con seres divinos― debería ser la herramienta principal de una vida religiosa. Esta última debería estar encaminada a restablecer la armonía del ser humano con el Universo. La religiosidad, entendida de este modo, es más que nada un ejercicio de atención—atención a sí mismo y al mundo circundante—, y no debería verse como una actividad separada del resto de la vida, sino ser más bien la propia vida vivida atentamente. “Una vida religiosa es una vida en orden y diligencia, una vida que aborda lo que realmente existe dentro de uno mismo, sin ninguna ilusión, de modo tal que uno lleva una existencia ordenada, virtuosa.” (4)

Dice Kenneth Leong: “La verdadera religión es ordinaria, no especial. Si no puede integrarse en nuestras actividades cotidianas, no es una religión viva.” (5) Una religión viva es, en realidad, la sal de nuestra vida, lo que la hace más intensa; la conciencia perpetua del momento presente. La vida es una sucesión de instantes, y cada uno de ellos es un tesoro; pero nosotros los dejamos pasar, atentos sólo al pasado (que ya no existe) o al futuro (que aún no llega). La verdadera religiosidad consiste en atesorar cada momento presente, en vivir cada acto de la vida con plena consciencia. Si la vida es un don (de Dios, de la naturaleza, o de quien sea), ser distraído equivale a ser malagradecido.

Al alcanzar esa perpetua consciencia del presente, dejamos de atormentarnos con el pasado y el futuro, nos hacemos conscientes de nuestra unidad con el Universo, y por tanto ya no nos vemos como un ente separado, y dejamos de sentir miedo. La religión, vivida de esta manera, cumple (por fin) con su función biológica: la de religar al ser humano con el resto del mundo, curándolo de su erróneo sentimiento de separación, que es la fuente de su infelicidad.

Siguiendo a Alan Watts, podemos conjeturar que la cultura ―en sus etapas superiores a la de “salvajismo”― se originó del modo siguiente: “Cuando sale del estado primitivo [en el cual también hay una cultura, pero mínima], el hombre pierde esa participation mystique, esa identificación de sí mismo con la tribu y con la tierra que Lévy-Brühl ha observado como característica dominante del hombre primitivo.” (2) Sobreviene una sensación de desvalimiento, tanto material como existencial. Para aliviar el primero, el hombre crea la cultura, que en todos sus aspectos va encaminada a evitar o retrasar el dolor y la muerte. Para explicar y, si es posible, aliviar el segundo desvalimiento, el hombre desarrolla la religión, entendida como una relación—generalmente mágica—con seres superiores; de aquí provienen los dioses y, más adelante, el único Dios.

Observemos que el hombre es el único animal que necesita ―y se crea― un ambiente artificial, llamado “cultura”, para sobrevivir. Sin embargo, este ambiente, en lugar de facilitar la comunión del hombre con la naturaleza, lo separa de ella, y separa a los hombres entre sí, asignando a cada uno una función diferente. De aquí proviene el error psicológico y existencial de creer que cada ser humano es un “ego” separado del resto del mundo, y sin comunicación con él. Es decir, la cultura, en un primer momento, alivia la indefensión del ser humano; pero, pasado cierto umbral, ayuda a mantenerla.

Esto es especialmente válido en el caso de la cultura occidental. Su característica saliente es la exaltación de la libertad humana. Esto, en sí, es bueno, y ha permitido a los occidentales sacudirse cadenas institucionales innecesarias e injustas. El error ha consistido en que se ha exaltado también el ego individual, adulando el nivel social-emotivo de la persona, en detrimento de su nivel superior, puramente espiritual.

Este ego individual ―compuesto de recuerdos del pasado, temores del futuro, deseos de preeminencia social y otras cosas, que antiguamente se llamaban “vanidades”―, para ocultar su vacío interior, recurre a todo tipo de actividades externas, muchas de ellas destructivas, y aún autodestructivas.

“El carácter peculiar y singularmente violento y destructor de la civilización moderna es inherente a cierta peculiaridad de la mentalidad occidental.” (6) Agrega Alan Watts: “Esta peculiaridad consiste en que el hombre occidental no quiere ser finito, ni aceptar las condiciones de la vida finita.”(2) Si el ser humano no acepta las condiciones—por otro lado, inalterables— de su vida, corre peligro de ser presa de las neurosis. Llevado por ellas, intentará hacer infinito lo finito, o viceversa: “forzará a la naturaleza [humana] a que sea semejante a Dios, o forzará a Dios a ser natural.”(2) El primer camino lo intentó la cristiandad medieval, y fracasó; el segundo lleva al agnosticismo y ateísmo actuales, y — esto es lo grave—a la negación de toda religión.

¿Es posible un sistema de pensamiento—una espiritualidad, una religión—que nos haga sentir de nuevo en comunión con el mundo? La respuesta viene del Lejano Oriente, y responde netamente a la “necesidad biológica” de religiosidad.

Falsos problemas
La creencia en un único Dios, al estilo occidental, no pasa de ser una hipótesis indemostrable, rebuscada e innecesaria. Desde que abrimos los ojos al mundo, sólo percibimos lo que éste nos ofrece: materia en movimiento y transferencias de energía. (Cuidado, que la palabra “materia” no la empleo, como lo hacían los marxistas, para excluir el misterio; bien saben los físicos lo misteriosa que es la materia de que está hecho el Universo.) En realidad, si pensamos desprejuiciadamente, caeremos en la cuenta de que, para nosotros, no hay más Ser Supremo que el Universo mismo, del cual formamos parte. Nosotros también constituimos un misterio, parte del misterio total.

Quien acepta creer en un Dios personal se ve arrastrado a una serie de problemas innecesarios (falsos problemas, en realidad); problemas de índole ética que han resultado insolubles. El que los resume todos es el llamado “problema del mal”: si Dios—por definición—es todopoderoso y bueno, ¿cómo tolera el mal? Se ha intentado culpar al ser humano de este mal. Esto presupone un ser humano libre para obrar, lo cual nos lleva a otro problema, el de la libertad: el hombre, ¿es libre? Si no lo es, ¿es Dios culpable, en último término, de que el hombre obre el mal?(6)

Repitiendo la última pregunta de otra manera: ¿puede el hombre, libremente, dejar de amar a Dios (y, por tanto, de hacer el bien)? Según Alan Watts:

La falacia de los supuestos teológicos acerca del problema del mal es [suponer que] no se puede decir que el hombre ama a Dios a menos que lo haga por propio impulso. (7)

Esto último es lo que suponen implícitamente los teólogos católicos: que el hombre es libre para aceptar o rechazar a Dios, para amarlo o dejar de hacerlo. Mas lo divino—entendido como “misterio del Universo”—es Algo (no Alguien) que se hace amar por sí solo, y que nos incluye; en nosotros, Dios (el Universo) se ama a sí mismo: “lo amamos con su propio amor, como espejos que vueltos hacia el sol reflejan su luz.”(7) Una vez aceptado este punto de vista, desaparece la separación entre Dios y el yo, y con ella todos los falsos problemas. En cuanto a la diferencia entre el bien y el mal, ésta deja de ser absoluta, ligada a un orden de valores: “bien” y “mal” pasan a designar aspectos opuestos de una misma Realidad que lo abarca todo.

Las vicisitudes del mito
Hemos dicho que las religiones suelen revestirse con un ropaje mítico. Los mitos pretenden explicar el carácter trágico de la vida humana. Esta es trágica porque se basa en aspiraciones incompatibles (por ejemplo: para mantener la vida—orgánica y mental—se necesita energía; pero, para conseguir ésta hay que gastar más energía).

A lo largo de la historia y de las diferentes culturas hay, entonces, ciertas figuras míticas o simbólicas que se repiten. Joseph Campbell(8) las ha estudiado y clasificado acuciosamente: el Crucificado, el Paráclito, el Rey Herido, el Rey Pescador, etc., son algunas de ellas. Jesús crucificado expresaría la situación trágica del ser humano sometido a la muerte y al dolor, y lo mismo expresarían Ixión en su rueda y Prometeo encadenado. También (ciertamente, desde una perspectiva cristiana) podemos ver a Jesús como Rey Herido, o como “anzuelo de Dios” en manos del Padre ―quien sería, entonces, el Pescador― para salvar al hombre.

En el caso de Occidente, el ropaje mítico de la religión cristiana estaba destinado a ser impugnado por las tendencias racionalistas de la cultura burguesa. Es así como, según C.G.Jung:

La historia del protestantismo ha sido una historia de iconoclastia crónica… El protestante se encuentra en un estado de indefensión [metafísica] que puede hacer temblar a un hombre “natural”. Su conciencia ilustrada, por supuesto, rehúsa reconocer este hecho, y busca calladamente en otras partes lo que Europa ha perdido…”(9)

Por otro lado, el problema para los católicos no es la escasez de símbolos, sino su superabundancia. Según J. Campbell:”El [el católico] no está privado, sino sobrecargado de símbolos que han penetrado hasta sus mismos nervios, pero que no tienen relación con la vida moderna.”(10) Esto es lo grave: las personas se acostumbran a esta dualidad entre el símbolo, que nada les dice, y la vida diaria, que tiene sus propias leyes; esto hace de todos ellos escépticos inconscientes.

Para no caer en el escepticismo consciente, los católicos más serios—notablemente, algunos teólogos—han tratado de dar un significado antropológico universal a los mitos y símbolos de la Iglesia, además de—quizá en lugar de—su significado pseudohistórico tradicional. Aun así, muchos fracasan en este intento, y terminan por reconocer que “no saben qué significan” las antiguas fórmulas de la fe (esto le sucedió recientemente en Dinamarca a un pastor que tuvo la honradez de reconocer sus dudas en público).

Sin embargo, estamos llegando a una situación en que el “lugar del hombre en el cosmos” sea visto, simplemente, como “una parte del Todo”, y ya no necesitemos ni un Dios exterior al mundo, ni pecado, ni redención, ni culpa. Esto no significa que debamos apropiarnos irreflexivamente de las religiones orientales—notablemente más simples—. Significa que estamos entregados a nuestros propios recursos, en especial a los más olvidados de ellos: el sentido de lo maravilloso, el amor por la naturaleza finita como tal, y la búsqueda del silencio y la introspección. Con estas herramientas milenarias deberemos construir nuestro propio marco religioso: ésta es, a nuestro juicio, la principal tarea pendiente de Occidente.

Apéndice
Diagnóstico religioso-cultural de América Latina
Escribiendo desde América Latina, se hace indispensable agregar unas palabras sobre la situación de nuestra región en este terreno, aunque más no sea que para aclarar que nuestros problemas no son exactamente los del “Occidente desarrollado”.

América Latina forma parte de Occidente, pero adolece de problemas específicos de su situación histórica. Entró en la historia universal de la mano de dos potencias ―España y Portugal― que, siendo todavía medievales en la época del Descubrimiento, siguieron siéndolo, por decisión propia, cuando el resto de Europa entraba en la modernidad. A consecuencia de esto, América Latina ha sido fiel—hasta ahora—al modelo católico de cristianismo, y ha conservado con notable persistencia algunos rasgos propios de la sociedad feudal.

Actualmente, si bien tenemos oligarquía (a la cual sería precipitado calificar de burguesía), ésta no es emprendedora, como la europea, sino que confía en un modo feudal de explotación de las personas; tenemos (y en forma creciente) iglesias protestantes, pero ellas predican un cristianismo emotivo que poco tiene que ver con el luteranismo “clásico” y que satisface a las clases bajas por su emotividad y por su rigor moral (es como si, por fin, alguien hubiera condescendido en ser exigente con estas personas); tenemos las formas externas de la democracia, pero no comprendemos su fundamento—como se ve por las “luchas entre poderes del Estado” (que suelen ser sólo luchas entre personalidades públicas) y en nuestra tendencia a personalizar todos los incidentes de un régimen político que debería ser lo más “impersonal” posible—. En realidad, quien nos observe superficialmente verá en nosotros casi todos los rasgos de la modernidad; pero éstos han sido adoptados sólo en forma externa, sin comprender el espíritu que los originó.

Estamos obsesionados con el “desarrollo” ―que entendemos sólo en su vertiente económica― y, en nuestra prisa por alcanzarlo, queremos quemar etapas, “saltándonos” el capitalismo, la Reforma y hasta el Renacimiento. Debemos comprender que esto es imposible; si queremos alcanzar el nivel de desarrollo del resto de Occidente, deberemos recorrer sus mismos pasos.

Pero, ¿es realmente deseable para nosotros llegar al estado actual de los “países avanzados”? Hemos visto más arriba que su “espíritu fáustico” está llevando al Occidente desarrollado a un callejón sin salida, del cual no sabemos cómo saldrá. Nosotros deberemos intentar lo que Europa logró hace siglos, así como ya lo hemos hecho en las artes y en la literatura: buscar-―y hallar, a fuerza de originalidad y de audacia intelectual― nuestra propia religiosidad, nuestra propia filosofía y nuestro propio pensamiento político.

Santiago, 2008

Raúl Alfonso Simón Eléxpuru

Notas
(1)   Mann, Thomas: “Doctor Fausto”, Barcelona, Plaza & Janés, 1982, p. 109.
(2)   Watts, Alan: “La suprema identidad”, Buenos Aires, Sudamericana, 1961, pp. 129-130.
(3)   Krishnamurti, J.: “La madeja del pensamiento”, Buenos Aires, Troquel, 1998, p. 109.
(4)   Krishnamurti, J.: Ibid., p. 107.
(5)   Leong, K.S.: “The zen teachings of Jesus”, New York, Crossroad, 1999, p. 133. Traducción del autor.
(6)   Para un examen filosófico detallado de esta cuestión, remitimos al lector al libro de Alan Watts mencionado en la nota (2), en su capítulo III.
(7)   Watts, Alan: op. cit., p. 144.
(8)   Campbell, J.: “The masks of God” (4 tomos). New York, Penguin, 1968.
(9)   Jung, C.G.: “The archetypes of the collective unconscious”, pp. 13-15; citado por J. Campbell en op. cit. Traducción del autor.
(10)  Campbell, J.: op. cit., tomo IV: “Creative mythology”, p. 368. Traducción del autor.

 

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴