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El reñidero, una metáfora de la venganza.

por Juan Martins
Artículo publicado el 21/08/2006

Esta pieza “El reñidero” de Sergio de Cecco, en una coproducción de la Compañía Regional de Teatro de Portuguesa y la Compañía Nacional de Teatro en el 2003, bajo la dirección de Aníbal Grunn y ahora en reposición, consolida una tendencia estética que ya viene afirmándose desde entonces con el tratamiento de la imagen: la puesta en escena es excelente, bien delimitada en los ochenta minutos del espectáculo. Se dice así cuando nos encontramos con un espacio escénico que se desarrolla en el tratamiento de lo narrativo y conduce aquellas imágenes hacia el sentido de lo que se quiere contar. Es importante pues que dramatúrgicamente se levante sobre un acontecimiento que denuncia las condiciones del poder en un pueblo latinoamericano del siglo xix. Como quiera que sea la estructura escénica se edifica sobre ese elemento de lo narrativo del relato.

Cuando la tragedia se construye desde el contexto de lo narrativo los personajes se hacen responsables de la progresión dramática. De manera que entre la imagen y  el personaje se nos arregla el espacio escénico, lo que se hace obra teatral: edificada en esa relación visual o si se quiere sobre la perspectiva de la puesta en escena. Mérito de la dirección teatral que nos muestra un dominio en el oficio, en tanto que la puesta en escena es coherente con el rol protagónico que sostienen a estos personajes. Tenemos un texto sólido de una tendencia dramatúrgica con la que pocas veces nos encontramos: una dramaturgia del personaje. Digo esto, para destacar en esta ocasión el trabajo de las actrices. En una primera instancia, Edilsa Montilla como “Elena Morales”, seguidamente Mayeli Delfín como “Nélida Morales” quienes trazan aquellas condiciones de los personajes ante el compromiso del relato. Desempeñan su labor actoral con una actitud impecable que registra un estilo de actuación sobre el manejo de las emociones y las condiciones de la vida de sus personajes: éstos conducen el objeto de la trama, sobre el hecho  actancial del relato teatral el cual se exhibió como el dolor que sufrían por la pérdida del “hombre de la casa” (“Pancho Morales”). Esa pérdida era también un proceso de liberación en una, la madre, y en la otra la hija pero con objetivos emocionales completamente diferentes. Mientras que para una era liberarse del marido que sometía, para la otra, era causa de venganza. Para quien la venganza era, a su vez, liberación del amante de su madre, “Santiago Soriano”, representado por Jesús Plaza. Esta diatriba de pasiones familiares sitúa a la obra en el lugar del mito y de la literatura occidental: la tragedia como género. Desde allí el espectador se envuelve y deja conducir ese dolor que será el motivo de una final tragedia cuyo rigor es la representación de la muerte de los personajes. Y así sucede como consecuencia inevitable de ser víctimas de la historia, del dolor como eje actancial. Todo deviene de la venganza, del temor y de la confusión que genera el poder y cómo sustentarlo. Madre e hija se hallan en elementos antagónicos. Una hace responsable a la otra de la muerte del hombre, “Pancho Morales”, amo y señor del pueblo que ha conducido sus vidas como si aquello fuera el reñidero, lugar de corrupción y de poder.

La madre amante de la mano derecha del “Pancho Morales”, “Santiago Soriano”, quien no desea ser descubierta por su hija sostendrá la tensión del drama. Todo es descubierto, la muerte y la venganza toman lugar en el hijo de aquel padre, “Orestes Morales”, representado por Elvis Collado. El objetivo final de la trama será qué sucede con la venganza, de qué manera se hereda el poder. Ahora que destaco estos momentos del relato teatral es para decir de la responsabilidad que han tenido las actrices mencionadas para establecer una actuación orgánica: nos hicieron sentir y conmovernos en el devenir de la obra. Allí está el mérito, hacer creíble al público lo ficcional y la irracionalidad de los personajes. Tales antagonismos se resisten en el transcurso de las escenas.  De allí que lo actancial se dé sobre el hecho de saber quién mató a  “Pancho Morales” hasta que finalmente se consume la historia. Sobre esta estructura las actrices se sostienen y el resto del elenco acompaña el objeto de las actrices. Lo entendemos cuando la imagen de la puesta en escena se sostiene en un tratamiento de lo ficcional, la atmósfera y la tensión general que caracteriza la obra. Sin descuidar lo emotiva de la misma por supuesto.

La actuación de Simón Ortiz  (“Pancho Morales”) es coherente con esa exigencia porque representa la memoria de aquellas mujeres, es el lugar de la conciencia del resto de los personajes, representado a un “caudillo” que está por encima de la misma muerte. Por eso digo que Sergio de Cecco construye una metáfora de lo latinoamericano y el espacio que han tendido los hombres de poder en la historia de nuestros países. Y construye, este actor, el sentido de esa metáfora por medio de una gestualidad donde el rostro define las pasiones y el placer por el poder, muy característico en éstos. El actor mira sobre la escena demarcando una limitación con la realidad a la vez que nos ofrece una atmósfera de temor, de odios y venganzas que buscan caracterizar al tirano. Connota y lo hace muy bien. Nos recuerda a cualquier político de turno ambicionando el poder, aun, por encima de la muerte, siendo su representación un símbolo de nuestras contradicciones. Sin embargo, quienes quedan reforzadas allí son las actrices. Una vez más, ya  es una estilística, el elenco no se arroja sobre aquellas, cuidando esa relación con la obra y su definición en el espacio escénico. Por lo que los espectadores participan en la historia, se les devuelve su condición de receptor, otorgándole sentido al hecho de estar ante una obra interesante y con buenos actores. En este caso, se revelan unas actrices que me ha mostrado, en esa noche de función, nuevos perfiles de representación e interpretación que dan por sentado la calidad profesional de éstas. Se notó profundidad en los desplazamiento e intensidad en el rostro hasta alcanzar ciertos fotogramas que nos recordó, por qué no, estar en el cine. Nos responsabilizó como espectadores. Un tanto encontré en la actuación de Elvis Collado (“Orestes Morales”) quien entregó —pude notarlo más en la segunda función— su dominio de aquél sentido de las emociones y el drama. Es un personaje complejo con esmero y cuidado en la “energía” e intensidad en el parlamento, desarrolló con integridad tales condiciones, mostrando una vez más la calidad de este joven actor. Doy mérito a la dirección que buscó en una estilística determinados aspectos de dominio escénico y de conocimiento del oficio. Sustentando su trabajo sobre elementos estéticos que ya le ceden discurso a esta compañía. Es un verdadero placer encontrarse con trabajos bien hechos a pesar de la distancia con la ciudad de Caracas y de los solos que pueden sentirse una compañía por estar en aquello que mal llaman la provincia. Por encima de todo aquí hay trabajo con calidad de exportación.

Juan Martins, maracay julio 2006

 

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