EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


Una lectura de Puig (1). La novela sexual de los géneros.

por Rogelio Demarchi
Artículo publicado el 04/01/2013

1. Una advertencia preliminar: por más que las novelas de Puig sean leídas aquí en serie cronológica y desde una determinada perspectiva temática, no debe olvidarse que en el campo de lo literario manifiestan un más que interesante nivel de experimentación formal [cfr., Amícola, 2000.a y 2000.b; Giordano, 1998; Link, 2003; Pauls, 1986; y Schmucler, 2004 (1969)]. Sus dos primeras novelas, por ejemplo —La traición de Rita Hayworth (1968) y Boquitas pintadas (1969)—, que bien podrían constituir, a su vez, una “macronovela”, porque están centradas en un mismo espacio geográfico y abarcan (con una pequeña diferencia) casi el mismo período histórico, no sólo repiten un esquema estructural que se convertirá en un “ancla” para Puig —dividir la novela en dos partes de ocho capítulos cada una—, sino que también ponen en juego una misma mecánica narrativa: basar la escritura y por tanto el relato en principios cinematográficos. Lo que en el cine, por efecto de lo visual, se vuelve lineal y transparente, en una novela se torna opaco y deviene dificultad de lectura.

La traición se abre con unas conversaciones entre mujeres, pero no sabemos quiénes son, sus nombres van apareciendo a medida que sus interlocutoras los van mencionando. El narrador no nos informa de nada —a no ser por los títulos de los capítulos, que indican una casa, una localidad, un año—, sólo presenta los parlamentos encadenados. Si estuviésemos en el cine, relacionaríamos inmediatamente enunciados con rostros; y aunque recién más tarde supiésemos los nombres, esa pequeña ignorancia no condicionaría demasiado nuestra recepción de la escena. Aquí, en cambio, todo eso se dificulta porque no sabemos a ciencia cierta qué parlamentos corresponden a un mismo personaje ni cuántas personas forman parte del diálogo.

El cuarto capítulo es una conversación entre dos mujeres de la cual sólo tenemos acceso a una de las voces. Podríamos pensar que se debe al punto de vista que asume la narración y que se trata de un diálogo telefónico, pero no tenemos certeza de ello. Si bien la dificultad que esto nos plantea es muy distinta a la anterior, puede ser “habitual” en el cine pero no lo es en una novela.

En Boquitas, en principio, la narración se sostiene a base de documentos: cartas personales, institucionales, expedientes policiales y ministeriales. Si bien representan un segmento altamente “informativo”, la dificultad de la lectura puede radicar, por ejemplo, en la carga de ambigüedad que rodea a los destinarios de las cartas, cuando no a sus remitentes. Y cuando la narración apela a los monólogos interiores, la identidad del personaje nos “llega” fragmentariamente por cosas que éste dice de sí como al pasar.

En algunas situaciones, al contrario de lo que pasaba en la conversación ¿telefónica? de La traición, donde el narrador sólo puede saber una parte del diálogo, aquí nos encontramos con conversaciones donde el narrador, amén de saber lo que dice cada personaje, sabe lo que éste piensa. La diferencia tipográfica nos indica el cambio de “plano”, y la contradicción entre ambos expone la hipocresía del encuentro o las verdaderas intenciones de sus protagonistas.

Finalmente, el capítulo ocho de Boquitas presenta un segmento que es pura enumeración de imágenes, como si se tratara de una cámara en movimiento, un travelling o video-clip que no podemos ver (somos lectores, no espectadores) pero debemos imaginar para comprender la situación: «…el colectivo, el barquinazo, la polvareda, la ventanilla, el campo, el alambrado, las vacas, el pasto, el chofer, la gorra, la ventanilla, el caballo, un rancho, el poste del telégrafo, el poste de la Unión Telefónica, el respaldo del asiento de adelante, las piernas, la raya del pantalón», y así de corrido durante unas cuatro páginas.

Esta mecánica narrativa provoca extrañamiento: nos vemos forzados a re-conocer algo ya conocido, a re-despertar nuestra capacidad perceptiva. La intencionalidad de Puig puede ser doble: por un lado, llevarnos a reflexionar sobre la novela en sí misma, su escritura y su lectura; pero por el otro, sobre ese periodo del cine que tan alto impacto tiene en su obra [cfr., Jill-Levine, 2002; y Speranza, 2002].

Los melodramas de Hollywood durante las décadas de 1930-1940 eran decididamente irreales, inverosímiles. Pero la reiteración de un esquema predeterminado y perfectamente acotado desde todo punto de vista hizo posible la colonización de un imaginario social y cultural; para decirlo rápidamente, todo el mundo soñaba con tener un amor o una aventura o un ascenso social como el de las películas, todo el mundo soñaba con tener una vida como la de su actriz preferida, todo el mundo soñaba con seducir a un galán como el actor preferido… porque todo el mundo eran fundamentalmente las mujeres: a ellas se dirigía la mayor cantidad de productos lanzados por la industria.

A principios de los 30, la industria cinematográfica adoptó el llamado Código Hays, una mezcla de moral y nacionalismo norteamericano que sintetizaba la autocensura pactada entre los estudios a través de una serie de normas que todos debían acatar para que ninguna acción judicial impidiese la exhibición de un filme [cfr., Oubiña, 1996]. Se debía transmitir la imagen de una supuesta sociedad justa, pura y respetuosa de los valores sociales, al mismo tiempo que se exaltaba el famoso american way of life.

En términos amorosos, el resultado no pudo ser más patético: un amor “impuro” jamás podía resultar atractivo y por lo tanto le estaba vedado el happy end; cualquier escena de pasión, hasta la más superficial, debía ser más que imprescindible para llegar al espectador; no existía motivo alguno para que una pareja compartiera una cama y hasta era preferible que los esposos durmieran en camas separadas.

Por este decálogo, que reinó casi sin oposición hasta la década de 1960, dentro de la caja de Pandora con la que jugaban estas producciones, las femmes fatales o mujeres araña se transformaron en todo un mito. A base de una estudiada combinación de candor, ternura e inocencia infantil, por un lado, y de erotismo, astucia y ambición, por el otro, representaban la capacidad de una mujer para atrapar al varón deseado en sus redes, lo que las volvía fascinantes: en el inconsciente colectivo, esas mujeres, reducidas a su condición de objeto del deseo, expresaban el grado máximo de la transgresión y el pecado.

Un ícono insoslayable, en este sentido, es Gilda (1946), protagonizada no casualmente por Rita Hayworth. El afiche promocional de la película aseguraba que Nunca habrá una mujer como Gilda, a quien le hacía decir: En mis manos los hombres son de juguete. En la película, la máxima e irónica metonimia posible es Gilda sacándose un guante como si se tratara de un número completo de strip-tease [cfr., Manetti, 1996].

Si a todo ello remite Puig en sus novelas más experimentales es para que reflexionemos sobre las relaciones entre arte y realidad. Frente a la linealidad y superficialidad estereotipadas de aquellas películas, esta opacidad y profundidad narrativas; frente al conocimiento, por entrenamiento previo, del final sancionatorio que tendrían aquellas historias para tranquilizar las conciencias de los receptores, la incertidumbre y la ansiedad por conocer el final de estos melodramas modernos donde la innovación técnica nos tiene que hacer sospechar que también habrá modificaciones en el curso de los acontecimientos.

2. Curiosa opción, la de Puig: dos novelas consecutivas, ambientadas en el mismo pueblo, casi en los mismos años, con un tema recurrente, que no repite ningún personaje, la mención de ninguna familia, ni siquiera los negocios. Lo único que está presente en ambas es el cinematógrafo. El padre de Toto (La traición) y el padre de Mabel (Boquitas) comparten una actividad profesional: la venta de ganado. Pero no se conocen, no se cruzan, ni ellos ni sus familias, que conformarían eso que suele llamarse los apellidos (las familias) más notables de un pueblo.

La traición transcurre entre 1933 y 1948. El centro es Toto, desde su nacimiento hasta sus 15 años, y su entorno familiar. Boquitas se concentra entre 1937 y 1941, aunque algunos documentos remiten a o informan sobre 1934-1936, y dos segmentos se ubican en 1947 y 1968 para narrar la muerte de dos personajes (Juan Carlos y Nené, respectivamente), y en su centro coloca al conjunto de mujeres conquistadas por Juan Carlos entre sus 18-19 y sus 29 años.

Si Toto nace hacia 1933, en ese momento Juan Carlos debe de tener unos 15 años. Si Toto nuclea a su alrededor (con un par de excepciones tangenciales al relato) a sus iguales y a la generación de sus padres, Juan Carlos hace otro tanto. Con todo, uno de los últimos capítulos de La traición es cronológicamente posterior a la muerte de Juan Carlos y hace referencia a la tuberculosis, la enfermedad que él padece, pero ni siquiera entonces se dice que en el pueblo ya haya antecedentes del mal.

Si se tiene en cuenta que la proximidad en la publicación de ambas novelas se debe a que La tración protagonizó una kafkiana historia de fallidos tratos editoriales durante un par de años [cfr., Jill-Levine, 2002; y Forastelli, 2002], esa falta de ligazón permite enfatizar que Puig tampoco aquí está pensando en términos estrictamente literarios, o mejor, que el gesto le sirve para distanciarse de una tradición muy fuerte en esos años: a la luz de la influencia del Yoknapatawpha de William Faulkner, Juan Carlos Onetti ya había fundado su Santa María y (por ambos) Gabriel García Márquez su Macondo como espacios míticos de sus narraciones [cfr., Demarchi, 2008], mientras que Puig se resiste a convertir a su Coronel Vallejos en un equivalente.

3. Las vidas cinematográficas son tan parecidas unas a otras que es fácil saber, a partir de un par de datos, qué cosas vivirán, qué dolores sacudirán esas existencias. Casi que no tienen secretos para los que están “iniciados” en la materia. Norma Shearer en Romeo y Julieta; Ginger y Fred en una triste de guerra; Luisa Rainer y Myrna Loy en El gran Ziegfeld; Shirley Temple, la niña artista; Rita Hayworth, en Sangre y arena…

El pequeño Toto (La traición) puede entender cabalmente esas vidas y en consecuencia soñar con ellas, su glamour o su desventura, pero no puede entender lo que él mismo vive; tampoco lo que pasa a su alrededor. Juan Carlos (Boquitas), por el contrario, es un hombre de mundo, no de cintas, de modo que cuando va al cine, en plan de conquista de Mabel, no entiende nada.

Es que el cine es evasión, no la realidad, y nadie mejor que Berto (el padre de Toto) para confirmarlo: Sangre y arena es lo único que logra que se olvide de las cuentas del negocio. La realidad es mucho más compleja que el (séptimo) arte y los habitantes de Coronel Vallejos lo saben. Ese heterogéneo conjunto de voces rodea y horada un secreto, un misterio, un enigma que casi nunca llega a descubrir por completo, pero se lo puede deducir a partir de las evidencias: la realidad es violenta, y la violencia es sexual.

El marido le exige a una que no se arregle para no estar llamativa. Hasta es capaz de pretender que una se ponga vestido con manga larga en verano. Y una tiene que vivir pendiente de él, que vive pendiente de sus negocios. El único consuelo de una es la posibilidad de tener empleadas para que se encarguen de las cosas de la casa, y tener algún hijo que dé motivos para sentirse satisfecha. Esta es más o menos la historia de Mita, la madre de Toto, que es profesional y de La Plata y que se ha casado con un hombre que tiene la pinta de un artista de cine —como para compensar que no concretó con un artista de verdad que la festejaba en una época. Y Toto es un excelente alumno, que además estudia piano e inglés y siempre va con ella al cine, aunque tiene problemas para andar en bicicleta y se resiste a ir a la pileta del club. Toto es un niño algo raro, pero ¿quién no lo es? Lo que es una lástima desde todo punto de vista es que tenga que vivir en ese pueblo de mala muerte. Si estuviera en La Plata, se vería bien que su hijo fuera diferente a los de su edad. En cambio, en Vallejos, en medio de tanta chusma que se la pasa todo el día hablando de las vidas de los demás…

En Vallejos gobiernan los prejuicios sociales. Que si la sirvienta sale con el hijo de la casa o con el negro que le corresponde. Que si ésta salió con varios o con uno solo. Que si aquélla aceptó que la festejen los viajantes, que son los peores —porque los hombres viven engañando y haciendo lo que quieren, mientras que ellas no pueden confiarse, no se pueden dejar tocar, no pueden desear y, en última instancia, ni siquiera pueden preguntarse qué quieren.

En ese contexto, el juego infantil, cuando busca aproximarse a lo prohibido, da cuenta de la novela sexual de los géneros: la Pocha, que tiene 12 años, quiere jugar a dormir la siesta tapada con una frazada pero sin bombachas, quiere que Toto sea un muchacho grande y que le haga esa cosa que Toto jura que no sabe. La Pocha se explica: quiere una cosa mala que no se puede hacer, se puede jugar nomás, porque si una chica lo hace está perdida, terminada para siempre. Pero Toto apenas si anda por los 6-7 y no sabe nada del tema, de modo que propone la inversión: que él sea la chica y ella, el muchacho grande, así no sólo juegan sino que también Toto puede aprender de qué se trata.

Cuando Toto se acerca a los 10, un juego a las escondidas se transforma en fisgoneo: la Paqui y el Raúl no están buscándolo, se están tocando, o mejor, él quiere que ella se lo agarre para que sepa cómo es. Ella que se lo agarra, él que intenta ponérselo entre las piernas, Toto que mira y tiene fantasías repugnantes y se siente a punto de vomitar. La masturbación avanza, y Toto no entiende pero sospecha que la Paqui es una puta y Raúl un atorrante. Cuando lo descubren, Raúl lo zamarrea, lo golpea, lo amenaza, lo hace llorar.

También es posible que víctima y victimario sean del mismo sexo porque el deseo es violento y busca su descarga. En el fondo del patio del colegio primario, los más grandes violan a los más chicos contra la pared. Y lo mismo pasa en el secundario. A Cobito cualquier cosa le viene bien, intentar violarlo a Toto o masturbarse viendo a las lavanderas trabajar en los piletones. El límite de lo no admisible para Cobito es político: con la gorda dientuda, lavandera de mierda, gorda peronista del carajo, no podría; me cago antes de ir con ella, dice en un momento. Pero en otro momento la fantasía es violarse a una negra peronista en pleno salón del negocio familiar: la tiro al suelo, le doy un golpe con el rollo de hule, bajo la persiana, le arranco el escudo peronista y no me importa que la primera sea una negra.

A propósito del peronismo: parece un bálsamo contra la violencia. Esther, a sus 14 años, como hija de obrero, reconoce las importantes acciones del líder popular en tan solo un año de gobierno. Pero ella tiene pájaros en la cabeza y en vez de estudiar fantasea con amores, salidas, matinés, y desde el verano que no va al comité… Aunque regresará a tiempo para escuchar duras palabras que hablan de la otra violencia que se avecina: la del obrero contra el oligarca, si éste no entiende sus necesidades. Y entonces la ensoñación también se politiza: ella recuerda que quiere estudiar para ser doctora y administrar medicinas y cuidados a mi pueblo, mi pueblo querido, que quiero que quepa todo en mis brazos.

Pasemos a Boquitas, recordando que se trata casi de la misma época pero de otra generación. Nené, Mabel, Celina y la Raba han sido compañeras de escuela.

(Entre paréntesis, se puede sospechar que Puig sacó mal las cuentas de las edades de sus personajes. Cuando en 1936 Nené es elegida la Reina de la Primavera, dice tener 20 años. Si Juan Carlos muere en 1947 a los 29 años, en aquel baile tenía 18. Esto significaría que Nené era más grande que él y que Celina era su hermana mayor. El texto, por el tratamiento entre los hermanos, porque Celina le hace de “correo” y “abogada” para que pueda salir con Mabel, porque para entonces él ya trabaja en la Municipalidad, da señales de lo contrario: Juan Carlos sería el hijo mayor de doña Leonor. Mabel permite unir las distintas piezas: en 1936 tiene 18 años, y no podría tener una distancia de dos años con su compañera de aula en una situación “normal”, y por una foto y una agenda sabemos que el día de la primavera de 1935 ha sido su encuentro sexual con Juan Carlos. Por último: al final del capítulo 4 se dice que Juan Carlos tiene 22… Pero estamos en 1937. Si muere en 1947 a los 29 y hemos calculado que en 1936, cuando el baile con Nené, tenía 18, ahora, en pleno romance, en 1937, debería tener 19. La edad de Juan Carlos, entonces, tiene una diferencia de 3 años; la de dos de las chicas, una diferencia de 2. Con todo, cuando Nené muere, en 1968, tiene 52 años, o sea que en 1936 tenía 20. Aquí hay un problema.)

Todas, por igual, tienen un secreto que implica una falta, que se relaciona con la sexualidad. Si bien eso ocurre en distintos momentos de sus vidas, no se confían entre ellas sino que se mienten y se distancian afectiva y socialmente: Mabel y Celina son maestras; Nené, empleada “calificada”; la Raba, sirvienta.

Mabel es la novia de Juan Carlos y se inicia sexualmente con él. Más tarde, mientras novia con un hacendado inglés, que será estafado por su padre, todavía recibe las visitas nocturnas de Juan Carlos. Celina, hermana de Juan Carlos, tiene varias relaciones ocultas que incluyen a los viajantes y que dan lugar a habladurías que llegan hasta oídos de su propia madre. Nené, novia de Juan Carlos después de Mabel, tiene que abandonar su trabajo como asistente de un médico cuando la mujer de éste descubre que se acuesta con su marido, y desde entonces trabaja como empaquetadora en una tienda (podría pensarse que el descenso en la categoría del empleo es una especie de sanción acorde con la falta cometida; si a ella la sanción le llega inmediatamente con el descubrimiento de su falta, en el caso de Mabel hay una distancia temporal y un encubrimiento como para que algunos puedan pensar que no le ha llegado).

Cuando Nené novia con Juan Carlos, (1) se niega a tener sexo con él como una manera de contradecir los rumores sobre su pasado y (2) no se queja de que su novio visite a la viuda Di Carlo porque los rumores sobre esas visitas le sirven para dar a entender que con ella no pasa nada. De modo que este noviazgo, que es el centro de la novela, atraviesa la rutina de las visitas al caer la noche, horas de vereda y zaguán donde los besos apasionados —por las caricias reprimidas— se transforman en forcejeos.

De todas maneras, las intenciones de Juan Carlos no son serias. En diálogo con su amigo Pancho, confiesa que todo lo que pretende es acostarse con Nené. Una vez que lo consiga, adiós Nené. Además, incita a Pancho, que es albañil y que aspira a ingresar en la policía, a que utilice su método con la Raba. Esa “técnica” incluye diversas alternativas si la mujer no se deja tocar. Si la persuasión fracasa, se puede recurrir a la inversión de roles: colocar la mano de ella en la bragueta para que se dé una idea de lo que se está perdiendo. Un nuevo fracaso puede implicar una medida extrema: abandonar todo intento como si se hubiese perdido súbitamente todo interés y manifestar que ahora ella deberá implorar que por favor la toque para que él haga algo.

Así como Juan Carlos aconseja a Pancho, la patrona —que es, nada menos, la mujer del médico— aconseja a la Raba. Una sirvienta no debe ser acompañada por un hombre en la calle y no debe bailar varias piezas con la misma pareja en las fiestas. No tiene que pretender a estudiantes, viajantes, comerciantes ni empleados de banco o de tienda; todos ellos abusarán de la ignorancia innata de las sirvientas. Debe concentrarse en un muchacho trabajador, entiéndase obrero.

Pancho es un obrero con aspiraciones. Pancho seduce a la Raba. La Raba se entrega. La Raba queda embarazada. Pancho le hace el cuento de que no pueden decir nada hasta que él ingrese definitivamente en la policía, que entonces se solucionará todo. La Raba le cree y acepta. Cuando Pancho regresa de la instrucción, con su lustroso uniforme nuevo, no busca a la Raba sino que cae gustoso en la red de seducción que le tiende Mabel y se acuesta con ella. Ahora la Raba es sirvienta en la casa de Mabel. Una noche los descubre y mata a Pancho con una cuchilla. Mabel tiene que actuar rápido y ante los ojos de sus padres y la propia policía para establecer un pacto con la Raba: ella la salvará de la cárcel a cambio de que ella no la delate; la coartada será que Pancho ha ingresado a la casa por el patio anhelando tener relaciones con la Raba, con quien ya tiene un hijo, la mujer no quiere saber nada, el hombre se violenta, quiere tomarla por la fuerza, ella se defiende.

Mabel se casará por conveniencia cuando su familia esté al borde de la ruina por el juicio que les ha iniciado el inglés estafado. Después de varios noviazgos fallidos y un amante asesinado en el patio de la casa paterna, es la mejor opción aunque no esté enamorada y aunque no se case de largo y no haga fiesta.

Nené ya se ha casado, y para entonces tiene dos hijos. Pero tampoco es feliz. Muy pronto ha aprendido a inventar dolores de cabeza y a esquivar la siesta compartida por miedo de que él la busque. Pero como vive en Buenos Aires, la distancia la obliga a escribir cartas que le permiten mentir sobre sus condiciones de vida, su felicidad, su confort y su situación económica. Sin embargo, la muerte de Juan Carlos hace caer la máscara de Nené, que entonces escribe a Vallejos para admitir toda su desdicha, su resentimiento, su versión de la historia de aquellos años… sin poder saber que entonces cae en la trampa de Celina, que las contesta haciéndose pasar por su madre y aprovecha las cartas de Nené para provocar un distanciamiento entre ella y su marido. (Por cierto, Celina sigue soltera y las habladurías sobre su vida sexual se han multiplicado.)

Cuando Boquitas termine, 21 años después de la muerte de Juan Carlos, de aquel grupo, la única mujer que habrá conocido la felicidad será la Raba. Primero concubina y más tarde esposa de un señor mayor de su vecindad, ahora es viuda. Está a punto de presenciar el casamiento de su hija Ana (que casualmente tiene 21 años, como símbolo de que con la muerte de Juan Carlos se abrió otra etapa también en su vida); su hijo Panchito está casado, tiene 3 hijos y posee una bella casa en el centro, además de un buen trabajo; y los hijos de su ex marido se encuentran en buena posición rodeados por sus propios hijos, que sin prestar atención a la sangre y a los prejuicios tratan a la Raba de abuela.

Si la Raba es la única que se aproxima a la felicidad pero también es la única que decide responder violentamente a la violencia que se ejerce contra ella, ¿la violencia del oprimido purifica? Probablemente; al menos es lo que se dice hacia 1968, en el marco de un creciente enrarecimiento político y social.

Ver + del mismo autor en
Una lectura de Puig(2). La violencia, entre la perversión y la subversión.
Una lectura de Puig(3). Agotamiento, repetición y falla.
Una lectura de Puig(4). Relaciones personales, relaciones peligrosas.
Una lectura de Puig(5). Las operaciones de canonización.

 

Bibliografía
Amícola, José [2000.a] “Manuel Puig y la narración infinita”. En Noé Jitrik (director de la obra) y Elsa Drucaroff (directora del volumen), Historia crítica de la literatura argentina. 11. La narración gana la partida. Emecé, Buenos Aires.
[2000.b] Camp y posvanguardia. Manifestaciones culturales de un siglo fenecido. Paidós, Buenos Aires.
Demarchi, Rogelio [2012] “Vidas de película”. Diario La Voz del Interior, suplemento “Ciudad X”, Córdoba, diciembre 27.
[2008] Padre Brausen que estás en mi cama. Una excursión literaria a la Santa María de Onetti. Alción-Centro de Estudios Avanzados, Córdoba.
Forastelli, Fabricio [2002] “«Manuel Puig, ese villano». Una teoría sobre la inestabilidad del valor”. En José Amícola y Jorge Panesi (coordinadores), El beso de la mujer araña, de Manuel Puig. Edición crítica. Colección Archivos.
Giordano, Alberto [1998] “La serie Arlt-Cortázar-Puig”. En José Amícola y Graciela Speranza (compiladores), Encuentro internacional Manuel Puig. Beatriz Viterbo, Rosario.
Jill-Levine, Suzanne [2002] Manuel Puig y la mujer araña. Seix Barral, Buenos Aires.
Link, Daniel [2003] “El boom, Manuel Puig, la realidad”. En Cómo se lee y otras intervenciones críticas. Norma, Buenos Aires.
Manetti, Ricardo [1996] “Una misma mujer. Rita es Gilda”. En aa. vv., Cien años de cine. La Nación Editorial, Buenos Aires.
Oubiña, David [1996] “Autocontrol y censura. El Código Hays”. En aa. vv., Cien años de cine. La Nación Editorial, Buenos Aires.
Pauls, Alan [1986] Manuel Puig: La traición de Rita Hayworth. Hachette, Buenos Aires.
Puig, Manuel [2000 (1968)] La traición de Rita Hayworth. Seix Barral, Buenos Aires.
[1995 (1969)] Boquitas pintadas. Planeta, Buenos Aires.
Schmucler, Héctor [2004 (1969)] “Los silencios significativos”. En aa. vv., Ficciones argentinas. Antología de lecturas críticas. Compilación realizada por el Grupo de la Investigación de Literatura Argentina de la uba. Norma, Buenos Aires.
Speranza, Graciela [2002] “Del escritor como contrabandista”. En José Amícola y Jorge Panesi (coordinadores), El beso de la mujer araña, de Manuel Puig. Edición crítica. Colección Archivos.
Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴