Resumen
Esta novela, ambiciosa y que tiene detrás mucho trabajo de investigación, del conocido y premiado escritor Milton Fornaro, nacido en Minas en el año 1947, y que en 2018 recibió el premio de narrativa José María Arguedas otorgado por Casa de las Américas por la misma obra, podría resumirse en el epígrafe citado del que puede ser el último relato de ese genial escritor judío. Porque la madriguera ha de ser un refugio temporal que dé protección de los enemigos, en este caso del principal personaje, Aarón Goldwicz, natural de Danzig, mitad judío polaco mitad alemán. Es la guarida, el cubil, el escondrijo de quien oculta sus culpas no sólo por vergüenza, sino porque en el camino ha dejado todo lo que tiene de humano hasta el punto de ser una caricatura, bien delineada por cierto en estas páginas, y una consecuencia inexorable de la despiadada condición humana.
La forma y el fondo.- La novela se compone de cuatro partes bien definidas, y es circular, puesto que termina cerrando lo que se abre al principio. Los capítulos son cortos y concisos, refieren por lo general a una cosa por vez, o a un aspecto determinado de la historia. El lenguaje es directo y bastante conciso y, sobre todo en la segunda parte (que considero lo mejor de la novela), es brutalmente preciso. Permanentemente nos da un “color” de época realista y que nos ubica en el terreno mismo donde suceden los hechos como es, en cierto momento, la muerte de Camus (pág. 360); la visión de la ciudad desperezándose (pág. 409); o las películas con Montgomery Clift, Suddenly last summer, Les anges marqués; o el concierto de Ella Fitzgerald en el Opera de Buenos Aires, entre otras. El tiempo es alternado, mientras el principio y el final parecen remitir a un ahora en presente, la segunda y la tercera parte van hacia el pasado, pero abunda en fugas hacia adelante (flash forward) como en retrospectivas (flashback) y en la fragmentación del discurso. Sus personajes están bien delineados psicológicamente, las referencias físicas son mínimas pero bien diferenciadas. Tiene como trasfondo histórico hechos sucedidos durante la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias posteriores. El tema principal es descubrir el origen y la identidad del mal (o del horror), ver cómo fue posible que sucediera eso (el Holocausto) a través de la reconstrucción de un traidor y sus motivaciones, mediante un procedimiento cercano a la novela policial (o detectivesca), con el personaje principal, Aarón Goldwicz y su doble antagonista, Yankev Kuzec (que lo buscará para saber sobre su propio pasado), y el del detective Arquímedes B. Carson (que tratará de saber la verdad). El autor toma partido, claramente, al mostrar (y mostrarnos) la brutalidad del nazismo y la cooperación de distintos actores, por distintas causas, con el mismo. Las relaciones sociales de la época están claramente manifiestas y se expresa en la ideología dominante, el nacional socialismo, y en la supremacía racial frente al judaísmo o al judío como un pretendido “estorbo” para el progreso. Los roles femeninos son secundarios aun cuando tienen su peso relativo, principalmente la abuela del principal personaje. Este se siente de alguna manera poderoso, sicológicamente, y por ello llega a tener cierta posición de privilegio, pero en realidad esconde un descreimiento total y la inutilidad de toda acción, y se refugia en el dinero como si fuera su nuevo dios, al alcance de la mano.
El planteamiento y el narrador omnisciente.- Lo primero será el Palacio Durazno, el territorio donde comenzará la novela, porque buscando la madriguera de las ratas (que alguien, anónimamente, ha denunciado) aparecen unos huesos que por sus características son humanos, y que luego los forenses armarán en esqueleto. Desde el principio, entonces, la madriguera se unirá a las ratas (e incluso en su sentido humano despectivo), a la denuncia y a la muerte. E incluso el término “ratten”, proferido por los alemanes alude, despectivamente, a los judíos. En ese edificio vive la viuda de Aarón Goldwicz, Judith (vieja, con un principio de demencia senil y sorda que usa un audífono) y su hija Ruth (pelirroja). La vieja está más allá del bien y del mal, es mordaz e irónica. “Morder la mano de quien le daba de comer era un entretenimiento de sobremesa que la anciana practicaba con deleite”, dirá el narrador, desde una posición externa, que todo lo ve y todo lo oye. Eso que era como un juego, pero que hacía daño, “finalizaba cuando a la más joven se le saltaban las lágrimas”, y “la vieja sonreía desde el trono y asentía con cabeceos cortos”, con un afán de mortificar y molestar. “Las calamidades por lo general se exageran, con cierta deleitación perversa, a la hora de cargar las tintas y hallar un culpable”, dirá Fornaro desde su posición narrativa.
Arquímedes B. Carson (inquilino del 213), será el investigador privado que tratará de descubrir de quién son huesos encontrados. Es el novio, el amante, el mantenido de Ruth y es quien introdujo las ratas al sótano con un fin que pronto nos será revelado. Porque hecho como para descomprimir, descomprimir de la primera impresión, la de las ratas y un muerto, una increíble asociación de lesbianas contrata al detective en un inusitado, liviano y jocoso relatorio que arranca más de una sonrisa (y de paso nos informa que el detective Arquímedes B. Carson debe el alquiler, que la colorada del 101 —Ruth— le hace el aguante con las facturas y que le secuestran las tarjetas de crédito por impago). Y si no quiere aceptar el trabajo, Mara (que usa una camiseta con la efigie de Mao, y es una seudo lésbico revolucionaria, muy posmoderna y liviana) lo amenaza con escracharlo en internet. Explica que “las mariconas viejas”, que forman El Poder Rosa (ella integra una escisión del mismo, El Poder Rosa Revolucionario) quieren irse a vivir al edificio y él debe impedirlo (“por si las moscas, al detective le gustaba tener a mano objetos contundentes”, lo que suena a amenaza). La silla del detective, que es sobre la que gusta pensar sus casos, es de tipo peluquero, y la información que se da de la misma, casi al pasar, datando el sillón en 1923, nos avisa que la historia puede remontarse a otros tiempos pasados. “Haber descubierto (a los once años) que su madre había asesinado a su padre fue determinante para que se volcara a la profesión” de detective.
Ruth, mientras debe bajar al sótano para ver el tema de las ratas, baja hacia el recuerdo de su padre: “…el conocido olor a gasoil del depósito de la calefacción, que le recordaba el taller mecánico al que iba con su padre cuando ella era niña. Reconocía el tufo picante, lo sabía de su pasado pero le era imposible precisar el momento en que lo había percibido por primera vez. No se trataba del olor a la nafta de una estación de servicio en el momento de cargar combustible o el que quedaba levemente en el aire al encender el coche en el garaje, sino de otro más denso y penetrante que remitía a mamelucos manchados y hombres de manos grandes y sucias, malencarados y con barba de días” (pág. 33). Su recuerdo se detiene —al modo proustiano— en “el rastro agradable de la colonia Atkinson” de su padre, y nos dice que la primera vez que olió aquel perfume —“ocasión de la que es imposible que tuviese memoria”—, fue a los pocos días de nacer, cuando su padre intentó asfixiarla. Y también nos refiere a la desaparición en el frente ruso en el año 1941 de Nathan Kucek, de quien aún no sabemos quién es pero sí podemos intuir la importancia del mismo. Hay, entonces, una historia detrás y otra delante. El que narra esa historia está por fuera de la misma, y va intercalando, en primera persona, al personaje en cuestión que va relatando la historia.
[Descripción de la madriguera→] La hendidura en el suelo del sótano “era una falla, un tajo en el cemento producido por el hundimiento de una parte del piso. Un desnivel de pocos centímetros en la superficie, pero suficientes para permitir la entrada a una confortable madriguera. No recordaba aquella rotura, aunque era probable que estuviese desde el principio de los tiempos” (pág. 35). Y el comentario inevitable, que sugiere un misterio a resolver: “un hueco puede esconder cosas que ni se sueñan, y mucho menos, que se deseen encontrar”. Porque lo que habremos de encontrar, sin duda, es una muestra del descenso al sótano de la memoria.
El autor nos muestra al detective como un auténtico holgazán que se dedica a tomar vino (de preferencia clarete), a jugar solitarios en la computadora, y a vivir de los demás. Un auténtico antihéroe, cursi y sin ningún interés, aunque es obvio que algo va a suceder que despierte su instinto. “En la lista extensa de gente y actitudes que le desagradaban, los que se vanagloriaban de ser transgresores ocupaban los primeros renglones” (pág. 38), por lo cual nos lo muestra de alguna manera conservador. Las primeras impresiones sobre Ruth Goldwicz —que con su madre habla en yidis— son principalmente del aspecto físico. Así, Ruth será una pelirroja de ojos claros y con la cara salpicada de pecas, de piernas bien formadas y que por lo tanto “lo que vio le interesó”; y del otro lado, Ruth ve en Arquímedes algo que “no le disgustaba”, un tipo más alto que ella, robusto y con panza —“sin llegar a ser gordo” se autoconvenció—, con todo el pelo (que no era pelado, y aquí hay una referencia a que el hombre no es viejo, aunque tampoco joven) y de andar lento. Él ve a la madre como una “señora de aspecto frágil, de voz dulce y buenas maneras, de ojos azules y siempre con peluca impecable”, que era una demandante insaciable (“un demonio pequeño, gesticulador, hiriente con su jerigonza y caprichoso como una niña”). En el apartamento, el 101, donde viven Ruth y la madre, Judith, los muebles y la mayoría de los adornos “remitía a cincuenta años atrás”, que ese es el momento histórico en que realmente comienza toda esta historia (y que se desmenuzará en la segunda parte). Como vemos, los tres, cada uno por sus propias razones, se sienten atraídos por el otro.
La relación entre Ruth y Arquímedes va perdiendo bríos con el tiempo y con el “deterioro progresivo” de la anciana, las escenas cálidas se congelan “en un hábito de gestos mínimos y susurros imprescindibles”, porque “cuando los viejos se vuelven niños no hay esperanzas, porque ya no crecerán”. Y finalmente, el sexo se vuelve algo rutinario. La anciana arremete contra los hombres: “En algunas ocasiones maldecía a los hombres en su conjunto, o descendía un escalón en el buen gusto y se refería a los machos, con silabeo lúbrico y equívoco, imposible de detectar si se trataba de deseo oculto o de rechazo. En los días que estaba particularmente procaz bajaba varios peldaños y de los sementales en general pasaba a los amantes de la nena, especies de machos cabríos que detallaba como anhelantes babosos ardiendo en calentura. En aquel desorden mezclaba historias, confundía nombres y se dejaba llevar por los susurros de las criaturas encantadas que habitaban los bosques de la margen norte del Vístula; o la emprendía con maldiciones ancestrales contra la mujer desenfrenada del rabino Zadock, de Lublin, repudiada por haber estrechado la mano de un funcionario. Frecuentemente aludía a las putas en general, y ahí caían todas en la bolsa, todas las mujeres menos ella” (pág. 45), de lo que se infieren algunos elementos del pasado que en el transcurrir de la novela se develarán.
La fantástica idea del detective, contratado por esa liga lésbico revolucionaria, es introducir las ratas al sótano, hacer la denuncia ante la intendencia, filtrar la noticia “al flaco Ruiz en el canal de TV”, porque con ese escándalo no se les ocurrirá mudarse al edificio a las mujeres de El Poder Rosa y así cobrar sus buenos mil dólares de recompensa. Pero su acción desencadenará otro tipo de cosas, otro tipo de fantasmas que hace tiempo andaban sueltos por el mundo.
El Palacio Durazno como remedo del falansterio.- El incipiente deterioro cognitivo de la anciana, además de entreverar las cosas, le da otros significados a las acciones más comunes y éstas alcanzan una religiosidad y una importancia desmesurada. El mundo interior de una vieja judía, visto a través de los ojos de un hombre no muy ilustrado y casi vividor como el detective Carson, lo dejará perplejo, pero también empezarán a asomar otro tipo de rituales —que hacen a la religión y a las costumbres judías—. Se le mostrará otro mundo muy distinto al de todos los días, y que sin embargo estaba allí, al alcance de la mano. “Sentate que ya te sirvo una copita. Se puso de pie con gracia y decidida caminó hasta el cristalero herméticamente cerrado. Tanteó la puerta vidriada que dejaba ver hileras de copas, vasos, pocillos y tazas ordenados al milímetro, y cuando Carson preveía un nuevo berrinche de la doña al verse impedida de sacar lo que buscaba (porque la hija cerraba con llave) se sorprendió cuando la señora giró sobre sí misma y lo enfrentó con una sonrisa de satisfacción. Tenía los brazos a medias extendidos, con la actitud de un director de orquesta a punto de iniciar el primer movimiento de un concierto. Incluso las puntas de los dedos pulgar e índice de cada mano estaban casi juntas, para marcar el primer acorde, o como si sostuviera desde el pie dos copitas de licor. Con elegancia simuló depositarlas sobre la mesa, y sin demorarse volvió al mueble para darse vuelta con el botellón que solo ella veía. Sirvió con pulso firme, y sin derramar una gota le alcanzó una de las copas invisibles a Carson, que agradeció con una mueca. La dueña de casa recogió la restante, y con ella en la mano ocupó su lugar en el sofá. Alzó el brazo y brindó a la distancia con el visitante, quien la imitó. Luego bebieron nada, en silencio. Iban ya por la cuarta ronda, cuando la anciana se quedó dormida. El detective estuvo a punto de levantarse para sacarle la copa de la mano a su anfitriona” (pág. 51), pero se dio cuenta que lo que iba a hacer era totalmente disparatado.
Otro de los personajes del Palacio Durazno, que habita en el 306, es don Líbero, llamado por Arquímedes como el Silbador, uno de estos eternos anarquistas que se resisten a pasar de moda. Su actitud paciente en la asamblea de los inquilinos que decidirán qué hacer frente al hallazgo, calma los ánimos. “Experimentado en esas disputas, como era su costumbre, adquirida en las asambleas gremiales que fatigó a lo largo de su vida, se sentaba detrás de todos y, administrando con precisión suiza los tiempos, se abstenía de hablar en tanto el resto de los vecinos hacían su catarsis, jugaban para la tribuna o se embelesaban con lo que decían”, y también: “le habían enseñado que sentándose detrás, en la última fila y en el asiento del centro, obtenía ventajas tácticas apreciables. Tenía un panorama de campo amplio, de todos los asambleístas y también de los ocupantes de la mesa que presidía los debates; pero lo más importante —así se lo habían dicho y lo comprobó en la primera oportunidad que puso en práctica la estratagema—, cuando hiciera uso de la palabra obligaría a la gran mayoría de los reunidos a girar la cabeza para mirarlo. La incomodidad de esa posición forzada, que incluso dificulta respirar, hacía que quienes al principio prestaban atención y no le sacaban los ojos de encima se fueran rindiendo. Al cabo de unos minutos volvían a la postura original con la vista al frente y dejaban de atender a lo que decía el orador invisible. Implacablemente monótono, haciendo durar hasta la exasperación las frases subordinadas y arborescentes que no permitían avizorar el punto final, ni siquiera una mísera coma, el Silbador adormecía a la audiencia y empantanaba los debates. Al fin ganaba por cansancio cuando muchos se habían retirado y los que quedaban votaban lo que fuese con tal de terminar con aquel arrullo blando” (pág. 53-54). Es la táctica del cansancio para obtener los resultados previstos.
Otro personaje, que es bastante característico en Fornaro, es un bolichero llamado el Pomada, dueño del bar El Cosmopolita, que es un bar similar a los que hay en cualquier ciudad o pueblo del interior, y que son muy comunes en la narrativa fornariana. Este personaje funciona a veces como cuestionador del detective y otras veces como un auxiliar incondicional que siempre se pone de su lado. Y hacia allí va nuestro detective, casi como si fuera una segunda oficina, a pensar o a reflexionar. Es en ese lugar que se dará cuenta que “el episodio de los roedores iba a quedar reducido a una simple anécdota, porque el azar o Dios pronto demostrarían la equivocación de quienes, ociosos, aletargados sudorosos, constantemente se quejan de que en este país durante el verano no ocurre nada importante”.
Cada nuevo acontecimiento es tratado en tono levemente irónico, burlón, desaprensivo, como cuando la empresa encargada de exterminar las ratas se hace presente a las siete de la mañana y los inquilinos del Palacio Durazno, sobre todo las mujeres, “salieron a los pasillos dando voces, entre preocupadas y airadas”. Ese tono se manifiesta en el siguiente párrafo: “iban en bata o a medio vestir, e incluso pintarrajeadas a guerra con los restos de las máscaras faciales que se aplicaban antes de acostarse. Habían sacudido la colmena y las abejas más agresivas salían a defenderse. Zumbaban aprovechando los silencios breves que se producían entre los golpes, algunas afligidas y otras encantadas de comenzar el día con un buen escándalo”, donde, supuestamente, se busca interpretar el sentir femenino. Y por contraposición, nos muestra el contraste (la contraparte) masculino: “Los hombres permanecían puertas adentro ocupados en sus quehaceres matutinos, imaginables en jubilados y en ociosos condenados a pasar las vacaciones en la ciudad. Los más activos intentaban hablar a los gritos con sus mujeres desbandadas. Unos lo hacían sentados a la mesa de la cocina chupando mate, escuchando la radio o esperando a que la taza de té dejara de dar vueltas en el microondas. Otros clamaban desde el baño mientras se afeitaban o, de pie ante la taza enlosada, maldecían por el chorrito intermitente que goteaba de entre sus piernas abiertas y que no satisfacía las ganas impostergables de orinar. Todos vestían de manera parecida: camisetas sin mangas y calzoncillos amplios de tela blanca, que podrían haber sido comprados al por mayor en la liquidación por cierre de alguna tienda grande en la década de los años sesenta” (pág. 58). Y la pobre Ruth, que es la administradora del edificio, “no daba abasto corriendo de la puerta al teléfono, en un ida y vuelta marcado por timbrazos reclamantes”. El portero, en este caso, es el “testigo” que cuenta como si estuviera por fuera de la situación. Y es como consecuencia del trabajo de los exterminadores, que deben picar esa hendidura en el suelo para dar con la madriguera, que encuentran los restos humanos, y a partir de ahí “fue el anuncio escandaloso de que, definitivamente, se habían terminado los días apacibles en el Palacio Durazno”.
Cada nuevo personaje, como es lógico, trae su personalidad a cuestas y su pequeña historia envuelta. El juez, Sánchez Torreón, por ejemplo, que aparece en la escena del crimen, es reconocido por Arquímedes como “un abogado muy activo en las causas que investigaban lo ocurrido durante la última dictadura”, y es caracterizado con algunos elementos externos: “vestía con discreción un saco liviano azul, pantalones claros y llevaba la camisa abierta en el primer botón. Calzaba mocasines” (estaba más viejo y más gordo de como lo recordaba el detective). El secretario, Fernández, que aparecerá por esta vez y luego desaparecerá de la historia para siempre, está “empaquetado por un traje de paño oscuro y atado como para regalo por una corbata angosta”, lo cual es un desperdicio de descripción, puesto que su papel es sólo accidental y completamente tangencial. Las primeras informaciones que se dan es que los huesos son “de un esqueleto humano en aceptable estado de conservación”, y se trataría, por el tamaño, de un adulto. Hay, además, una velada crítica a la exageración y a la especulación periodística, sensacionalista, “veinte segundos del forense ante las cámaras habían rendido diez minutos televisivos y garantizaban que el foco de interés de los próximos días estaría en el edificio de la calle Durazno” (y uno no puede menos que recordar algunos episodios de la crónica roja que tuvieron profusa difusión para espanto de todos cuentos tuvimos que ver, una y otra vez, las escenas macabras de una muerte casi en vivo y en directo).
También se especula “frente a la posibilidad de que se tratase de los restos de desaparecidos durante la dictadura militar. En total, se encuentran algo así como ciento sesenta y cinco huesos de un hombre. Esos restos antiguos databan, por lo menos, de una década antes de las fechas que coincidían con los desaparecidos o con “compañeros asesinados por los militares” (pág, 67).
El investigador sabe, por la amiga de Ruth, Betty, que a su vez tiene un romance con el juez, y que por eso tiene acceso a ciertas informaciones, que el cráneo estaba partido por el lado de atrás, y que las monedas encontradas en el lugar eran tres uruguayas y dos argentinas (a pesar de que dice que eran “irreconocibles en las imágenes por el óxido que las cubría”). Es obvio que el detective se verá tentado a investigar y tiene acceso directo a otro tipo de pruebas (al igual que nosotros) que no son para cualquier interesado. El juez, que se veía con Betty, prendado de ella de un solo golpe de vista, es el origen de la cadena de las informaciones que, manteniéndose en reserva, llegan hasta los oídos del detective (y los nuestros, también), recorriendo el siguiente itinerario: juez Sánchez Torreón (Pico)-Betty-Ruth-Arquímedes B. Carson, y nosotros nos enteramos ya sea por Ruth (que quizá no le diga todo al detective) o por éste. Este juez “estaba convencido de que se trataba de un asesinato” e iba, en primera instancia, a investigar el caso, y por medio de Betty el juez le da cierta información confidencial al investigador para que, a su vez, averigue. Así nos enteramos que las monedas están fechadas en torno al año 1960, y el detective investigará lo respectivo en internet. La preocupación de Ruth, mientras tanto, como administradora del edificio, girará en torno al pago de los arreglos del sótano. [Una de las particularidades del detective es el poner apodos en clave para agendar los teléfonos de ciertos contactos. Esos apodos corresponden a una característica determinada de la persona en cuestión, por ejemplo el juez es “Arbitro”, Mara es “Liebre”…, y siempre lo asocia a palabras cortas, como si estuviera haciendo un crucigrama.] El ventilador de techo en la oficina, que aquí figura como elemento importante por el calor del lugar y el verano en que se desarrolla la investigación, es “un armastote traqueteante y desganado que, más que remover el aire, desparramaba nostalgias”.
La historia de don Líbero, por otra parte, nos pasea por un trozo de historia a ambas márgenes del Plata, de la mano de los inmigrantes anarquistas: “Mi padre, Alessio Fazzi, que había llegado a Buenos Aires a fines del siglo XIX, era de Messina. Luego de ser expulsados de Italia, con otros compañeros embarcaron en Marsella tras las huellas, las enseñanzas, por sobre todo, la acción desplegada por Errico Malatesta (uno de los grandes teóricos del anarquismo y fundador de la Sociedad Cosmopolita de Resistencia y Colocación de Obreros Panaderos en Buenos Aires entre 1885 y 1889). El gremio de panaderos era el más organizado, así que mi padre aprendió ese oficio. Cuando las cosas se complicaron en Buenos Aires, él se vino a Montevideo. Aquí conoció a mi madre, una maestra, hija de anarquistas catalanes, una mezcla explosiva para la época, porque la historia de los ácratas no se puede entender si no se conocen los desencuentros entre los distintos grupos. Nietos de Proudhon e hijos de Bakunin, los hermanos terminaron más peleados que los atridas (descendientes de Atreo que estaban todos peleados entre sí). Vaya a saberse cómo, Alessio y Passió, que así se llamaba mi madre, se fueron a vivir juntos. La cuestión es que al tiempo nací yo” (pág. 80-81). Y una síntesis de su vida: “Entré a trabajar en el ferrocarril el año en que los ingleses devolvieron los trenes. Después de cuarenta y cinco años, tengo una jubilación y un martillo liviano de la época británica, que expropié y aún conservo. Tallada en el mango, todavía puede verse la marca de propiedad: The Central Uruguay Railway. Lo guardo como prueba de la infamia” (pág. 81). O sus ideas musicales y la perfección: “Tiene razón en eso que dice sobre la pureza del sonido y hay quienes prefieren que sea así. Mi opinión, y esto tiene que ver con mi gusto, exclusivamente, es que el sonido puro en la vida diaria no existe, quizá pueda lograrse en un laboratorio, en un estudio sofisticado. De hecho, sería de necio decir lo contrario, los compactos son casi perfectos. En mi caso, aprecio, por ejemplo, esos instantes en que se oye el sonido de la púa recorriendo el surco, antes de que comience la interpretación. Es un defecto, lo reconozco. Como lo es que se oiga el deslizamiento de los dedos al pisar una cuerda, o la respiración de un trompetista. El sonido pasteurizado no me interesa” (pág. 83). Don Líbero le cuenta una historia que sucede en el año 1956, la muerte extraña de una mujer (Paulette Donatti) casada con un paraguayo que, en esa época, andaba con guardaespaldas (Paolo Alberzoni), muerte que nunca quedó clara, complicada con Elida (y su hija), ya que Paulette vivía como pensionista de esta, y que “había sido encargada de conseguirle la orina de una embarazada real para poder falsear el análisis de gravidez” con que ella quería presionar al marido para obtener un divorcio ventajoso (en el testamento, se dice, se le dejan diez mil dólares a Elida y otro tanto a la hija de esta. Y en esa época eso era mucho dinero). Por lo artificioso de la narración, parece ser una pista falsa, quizá para desorientar al detective. Una característica más de don Líbero, es su discurso monocorde, ya lo habíamos anotado, que hace aletargar a los que escuchan y desean que todo termine cuanto antes.
El gordo Trápani, otro de los inquilinos del edificio, era el encargado de la “alfabetización digital” del detective. “Trápani era contundente en sus juicios, y sus observaciones agudas pesaban más que los ciento treinta kilos que desplazaba al caminar. En el universo del gordo no existían los matices. Las cosas para él eran blancas o negras, y a menudo se quejaba de vivir en el país del “más o menos”. Al hablar jadeaba, resoplaba y hasta hiperventilaba, pero no se quedaba callado. Invariablemente vestido con pantalón de mezclilla y camisas compradas en tiendas especializadas en ropa de trabajo, largas y amplias como túnicas, y calzando zapatillas de básquetbol, la presencia del mastodonte de casi dos metros de altura no pasaba inadvertida. Sin embargo, era ignorada por la mayoría de los vecinos, quienes al pasar a su lado fingían no verlo, ofendidos en masa por la acumulación de juicios inoportunos del transatlántico. A sus espaldas, anchas como frontón de pelota, lo criticaban. El menospreciaba a los pigmeos y solo se relacionaba con Arquímedes y su círculo estrecho: Ruth, Betty y don Líbero. Era enemigo declarado de los miembros del colectivo de lesbianas y gay, que para colmo vivían en el mismo piso. Lo acusaban de homofóbico porque una madrugada, como a las cuatro, les golpeó la puerta de mal modo para que terminaran con un escándalo que tenía en vilo al edificio. La música, los gritos y las corridas por el pasillo le impedían trabajar con la tranquilidad que se espera encontrar a esas horas, las preferidas por Trápani para comunicarse con sus clientes del otro lado del mundo. Estaba especializado en software, y se ganaba la vida diseñando programas que comercializaba con éxito” (pág. 104-105). Y explicando un poco más sobre el funcionamiento del Palacio Durazno, dice que “si bien la mayoría de los habitantes de la colmena sentían, aunque no lo dijeran en voz alta, el mismo rechazo que Trápani por los ocupantes del 311, el gordo seguía siendo un marginado. Para muchos el escándalo de aquella madrugada había sido una disputa entre iguales no porque dudaran de las preferencias sexuales de Trápani, más de una vez acusado de hacer entrar prostitutas al edificio, sino porque su vida era un misterio. Dudaban de alguien que podía pasarse días encerrado, comiendo pizza y tomando Coca-Cola”, y aquí hay una discriminación en la hiperglosia del gordo.
“Como en los sueños, Arquímedes creía avanzar, pero cada vez que daba un paso hacia adelante estaba retrocediendo. Pero eso él no lo advertía” (pág. 108). Las cosas no son tan sencillas, siempre se complican. La obra se va resolviendo en una novela policial y de misterio, por lo menos en esta primera parte, y va recreando distintas épocas, salteada por sucesivas generaciones. En algún momento se empezarán a unir todas las historias y pasarán a ser una sola, la misma historia de los hombres a través de los siglos, la historia de la derrota y la esperanza.
Es el verano, y especialmente el mes más cálido: “Enero era un mes de ausencias y a la vez de resentimientos”. Y para averiguar algo más, debe salir de los lugares acostumbrados, e ir al Cerro que, como todo lugar potencialmente peligroso, no es cosa así nomás. Y eso lo perturba. Allí el detective se encontrará con un ex portero del Palacio Durazno, Luis Diano, que había trabajado durante cuarenta y siete años, a partir del año 1955. Por medio de él nos vamos a enterar que el padre de Ruth, Aarón Goldwicz, “venía de la guerra, había pasado no sé cuántos años preso y estaba marcado en un brazo”, y también dice que en el edificio no lo querían mucho, “más bien hablaban mal, aunque nunca de frente”. Nos dará otros datos, como que Aarón es prestamista y que había sido constructor en su país, en Europa, “cuando había que hacer los arreglos juntaba a dos o tres obreros y les decía qué hacer”. El sótano “siempre fue el problema de ese edificio porque se pasaba inundando. Parece ser que por ahí abajo corre un arroyo o hay un manantial”. Y entonces es claro que Aarón Goldwicz solucionó el problema. “Primero cuando levantaron el piso y lo hicieron todo de nuevo. Y después cuando se pasó del carbón al gasoil. ¿Vio los dos tanques en el sótano? Los trajeron desarmados porque no entraban. Después los soldaron allá abajo. Don Aarón pasó metido no sé cuántos días, porque primero hubo que hacer las bases de hormigón y después armar los tanques. Me acuerdo de que fue en el verano del 61” (pág. 119), y esto nos da un indicio de que los arreglos coinciden con las fechas que se manejan. Pero también nos da una imagen de nuestro personaje: “me parece que también entre ellos (los de la colectividad judía) le tenían envidia”, dice Luis Diano, en el papel de informante. Los datos le servirían para la investigación, “pero si no fuera así, de la conversación con Luis Diano el detective saldría sabiendo más del lugar donde vivía y de la gente más cercana a él: Ruth, don Líbero (hay una enemistad manifiesta entre ambos que nunca será del todo explicada, es decir entre Luis Diano y el anarquista) y hasta Judith, la bella de otros tiempos, cuyo paso detenía los relojes” (pág. 120), una expresión muy ajustada (y poética) para referirse a la belleza que en algún tiempo tuvo la mujer. También le dice que un hombre joven, que parecía pariente de la mujer, había ido más o menos por esas fechas. “Ese hombre anduvo por ahí unos días y después nunca más se supo”. [Constantemente ese narrador externo nos advierte que la verdad es mucho más compleja que las primeras impresiones del detective, como si hubiera una verdad más dura, o más sórdida. Además, da la impresión que con los datos que le da Luis Diano comienza la verdadera investigación. Estos datos, que son fragmentarios, nos van dando el conjunto de las informaciones disponibles. Ruth, por ejemplo, nos dirá que su padre murió atragantado por un hueso de pollo, muerte absurda pero posible, sin embargo.]
La confirmación de que los huesos corresponden a un hombre de “alrededor de treinta años al fallecer” y que la causa de la muerte “era la consecuencia del golpe con un objeto romo descargado con la suficiente fuerza”, hecha por el juez, sigue al firme deseo de poner fin a la relación entre ambos. “En lo que respecta a nosotros, llegamos hasta acá y acá terminamos. No queremos que los informativos continúen dándole vueltas a un caso cerrado” (pág. 118), y esto, obviamente, hará que se pregunte qué puede haber detrás. Ante esto vuelve con el Silbador, para saber algo más: “La verdad… esclaviza, porque la verdad no es otra cosa que una mentira muy bien contada”, dice. “Mientras lo escuchaba, Arquímedes podía prever las palabras que diría el Silbador. Era monotemático y su habilidad consistía en acomodar su discurso, de modo más o menos convincente, a cualquier circunstancia que se presentara. Lo que el viejo hacía era dar infinitas vueltas para autojustificarse, para mostrarse con una singularidad de la que carecía. En el caso concreto de la conversación de esa noche, alardeaba de conocer vida y milagros de los vecinos, aunque las idas y venidas no tenían otro cometido que enmascarar que se trataba de un jubilado ocioso, apasionado por el chismorreo. Fingía ser reticente, disfrazado con un traje cruzado y poniendo cara de no me importa, pero no dejaba de ser un intrigante de cuidado” (pág. 133), y además, como quien desliza una máxima con algún interés oculto, “durante la dictadura muchos se salvaron porque estuvieron alertas y fueron precavidos”. Es obvio que el papel de prestamista no le hace ninguna gracia a don Líbero: “Me sentía estafado porque nunca lo había visto trabajar de verdad. Me molestaba su presencia, aquel aire de superioridad que lo rodeaba, flotándole a su alrededor como el perfume que usaba. Cómo es, me decía, que un refugiado de la guerra, llegado al país hace diez años, viva de prestar dinero a los demás” (pág. 136). Esa imagen se complementa con esta información: “apenas terminada la guerra, cuando comenzaron a llegar los inmigrantes, para los que habían sobrevivido al horror el Zhitolvsky fue un lugar de referencia, un lugar donde encontrarse con otros desheredados, extraviados en un país del que hasta el idioma desconocían. ¿Se imagina lo que puede haber sido eso? El recién llegado Aarón Goldwicz frecuentó el sitio al principio, participó de las actividades, recibió clases de español, conoció allí a Judith, y al tiempo se casaron” (pág. 135). Y nos dará la imagen de aquel tiempo, de ese Aarón que se empezaba a quedar canoso: “El ciudadano Goldwicz no intentaba disimular la edad que tenía. Incluso podía parecer aún más viejo de lo que era. Siempre andaba de traje con chalecos, camisa blanca y corbata discreta. Los zapatos eran negros, de cordones, y relucientes. Era delgado, casi de la misma altura que Judith. Caminaba erguido y casi siempre con las manos atrás, nunca en los bolsillos… En todo momento lucía impecable, como recién salido de la peluquería… La cara era huesuda, de rasgos bien marcados. Sobresalía la nariz aguileña y sus ojos parecían dos pedazos de carbón, hundidos, apagados. Lo más inquietante era la mirada inexpresiva”. Esa mirada, y aquí el calificativo tiene una expresividad contundente, “era la mirada de un muerto”. [Al respecto, quienes hemos conocido, alguna vez, a gente que ha estado presa largos años durante la última dictadura militar, que ha sido torturada y vejada de una y mil formas, la mirada de esas personas tiene una particularidad única, porque parece mirar hacia un punto que está, siempre, más allá, fuera del alcance. Es, también, con las diferencias del caso, la mirada de quienes han tenido que atravesar el exilio, en este caso es una mirada más distanciada y más global, si es posible ello, por la que uno puede quitar de en medio lo puntual y abarcar algo más extenso.] El Zhitlovsky, entonces, en nuestro país y en especial en Montevideo, como un lugar de referencia, cumplió un papel destacado en la inserción y en la contención de la problemática existencial e incluso laboral entre los judíos.
Danzig, el corredor polaco. El pozo sin fondo de la noche inmensa.- El escritor alemán Günter Grass, que a los 17 años perteneció a las Waffen-SS, esto es, que se contaba entre los soldados, casi un millón, que reclutaron al final de la guerra las SS, ha descrito con suma minuciosidad la ciudad de Danzig, a medio camino entre ser polaca y alemana, y la ha definido como un corredor entre ambas naciones, una especie de pasadizo o puente con personalidad propia. Su famosa trilogía de Danzig (El tambor de hojalata, El gato y el ratón, y Años de perro), dan cuenta de ello, y en el caso de estas tres novelas se cuenta desde la óptica de un grupo de jóvenes que se zambullen en el golfo de Gdansk y encuentran todo tipo de objetos que rescatan de barcos o submarinos hundidos. La ciudad de Danzig (Gdansk) formó parte de Prusia hasta 1920, en que fue cedida a Polonia por la Sociedad de Naciones como parte de los acuerdos de paz con la Alemania derrotada durante la Primera Guerra Mundial en calidad de ciudad libre, y fue anexada por la Alemania nazi (el 2 de setiembre de 1939, con lo que se da inicio formalmente a la segunda conflagración mundial) y devuelta a Polonia tras finalizar el conflicto bélico. La importancia de la ciudad es su acceso al mar Báltico, que para los polacos era el único al mismo en aquella época.
Ante el avance del nazismo, la ciudad es convertida en un gueto. El rabino Abraham Nieuchowicz, jefe del Consejo, “lucía imponente con el sobretodo de seda que le llegaba hasta los zapatos y le abultaba en el estómago. La barba larga y los rizos, que se asomaban por debajo del borsalino encasquetado hasta las orejas, indicaban la presencia de un dignatario respetado por la comunidad” (pág. 144), y éste era el encargado de negociar con los alemanes. Pero les ha llegado la hora a los judíos, y ya nada, ni nadie, podrá detener el avance histérico de las hordas hitlerianas. Mientras se combatía en las arenas del Vístula, ahí cerca, treinta y siete hombres jóvenes, en buenas condiciones físicas como para trabajar, “salieron con lo que habían podido agarrar al vuelo, en revoltijos que atesoraban procurando que nada cayera en la carrera… Los hicieron subir a uno de los camiones y partieron sin tiempo de despedirse de quienes los veían correr, trepar, irse, sin que unos u otros atinaran a un gesto, a una señal parecida a un adiós. Los que se iban cuidaban sus pasos sin levantar la cabeza, los que se quedaban estaban resignados a separarse. Sólo los niños más pequeños lloraban asustados, los otros hacía tiempo que habían comprendido la inutilidad de las lágrimas”. Esa inutilidad es la que da el saber que ya nada puede detener el atropello, el designio de algo más poderoso y terrible que la mano de Dios. Entre esos hombres jóvenes va Aarón y Nathan, su hermano de crianza, y aquí el autor volverá atrás en el tiempo hasta el principio de la historia que cuenta, la genealogía de los hermanos, al modo bíblico. “Nathan, aferrado al talis, el manto sagrado que apretaba contra su pecho, alternaba el rezo de las Dieciocho Bendiciones con pensamientos hacia los que habían quedado atrás: sus padres, Reb Sholem Jonás Kucek, rabino como él, y Beile Rivke, los últimos de su familia que había visto antes de subir al camión. Pedía por el alma de su amada Hindele, que había muerto apaleada por la banda de la SA que asaltó e incendió la sinagoga de Langfurh” (pág. 146). Y también sobre Aarón: “La mitad de su vida había vivido en el bosque en las cercanías del delta del Vístula, un humedal sin sol, de podredumbre rápida y de efluvios intensos” (pág. 147). Aunque en realidad nadie sabe de dónde salió Aarón, es adoptado por Germe Resche, que se convierte en su abuela. Es una especie de bruja o adivina, capaz de pronosticar una “plaga de cornezuelo; dos años después, la inminencia de una granizada devastadora; en el 29, ya anciana y próxima a morir, vaticinó el derrumbe del precio del trigo en la Bolsa de Berlín, que efectivamente ocurrió en 1930”. Ari Meinerkel, que así le decían a Aaron, de pelo ensortijado como el de los gitanos, era presentado como su nieto. Y cuando van camino al campo de concentración, aunque aún no lo saben, para hacer trabajos forzados, “Nathan iba temeroso y compungido, Aarón, Ari, el nieto de nadie, en cambio sentía el regocijo de intuir que su vida, al fin, iba a cambiar” (pág. 150) (pareciera haber ya una cierta predisposición al cambio, sea cual fuere, y a una innata capacidad de amoldarse a toda circunstancia con la habilidad propia de los que aprovechan cada situación, por incómoda que sea, para sacar rédito de la misma). [Acoto aquí que acaso los distintos ritos y tradiciones judías, no explicadas, impidan la comprensión de los mismos para los no iniciados.]
Debemos anotar, antes de continuar con el relato, en sus partes más sustanciales, y de decir que con este método de análisis podemos ir llegando a lo central, a lo más importante que aquí se plantea, que toda la liviandad que pudo haber mostrado antes Fornaro, al plantear la situación del Palacio Durazno y el inicio de una investigación con ribetes tragicómicos, ahora la narración se volverá espesa, seria y terrible, que no ahorra detalle del violento accionar de la maquinaria y de los guardias nazis. “Uno por delante y otro por detrás, se movían como bestias cebadas entre las filas de los ateridos recién llegados. Las parejas se desplazaban ordenando, lastimando, chillando. Parecían chimpancés adiestrados para aterrorizar a los prisioneros. Se encarnizaban con los que se quejaban y con quienes intentaban alguna defensa” (pág. 152) (si acaso en esta imagen podría haber buscado un símil mejor que “chimpancés”, pero quizá sea cuestión de gusto). Fisonomía del campo de concentración de Stutthof: “el descampado era inmenso y el perímetro estaba asegurado por una cerca alta de alambre de púas, interrumpida por el ancho portón por el que habían pasado, y por las garitas de cemento. Del otro lado, el terreno también había sido talado y desbrozado. A doscientos metros se veía el bosque” y también: “a las espaldas de los que estaban en plantón se levantaban las construcciones propiamente dichas, todas de madera, y que, con el trajín de los días, los prisioneros identificarían con la comandancia, el alojamiento de los SS, los barracones para la tropa, los almacenes, el hospital, la cocina, el lavadero y las duchas de desinfección. Detrás, al fondo del campo, estaban los retretes, que, al igual que las duchas, no tenían techo” (pág. 153). El comandante de Stutthof, Max Pauly, SS Sturmbaunnführer: “vestía impecable el uniforme gris de los SS, con la gorra incluida y botas brillantes hasta la rodilla. La cara resplandecía por una afeitada perfecta” (pág. 153).
[Justamente los habitantes de esa región en específico, hablan casubio, que es una lengua de familia eslava y que tiene una cercanía con el polaco pero con una determinada cantidad de arcaísmos germanos. En el caso de Aarón Goldwicz y el entorno en el que se mueve, se habla también alemán y yidis. Aarón, por cierto, “en la casa hablaba yidis para agradar a sus anfitriones. En la Yeshivah estudiaba el Talmud en yidis para satisfacción de sus preceptores, y en el templo por la noche recitaba el Shema reclinándose como enseña la escuela de Shammal. Lo hacía para que los judíos viejos, encorvados y de barbas grises, que se golpeaban el pecho, creyeran que estaban ante un hombre santo y virtuoso” (pág. 155). En realidad, todo parece indicarnos que Aarón no se sentía judío, quizá se sentía más alemán. En esta parte alterna el pasado, cuando era muchacho (flasback), con el tiempo presente que en este caso es el del campo de concentración. La novela, por lo tanto, discurrirá en torno al antes y al después de Stutthof, y esta es, claramente, la parte medular de toda la obra.]
[La cosificación→] “El pantalón, la chaqueta, el gorro, a rayas verticales en dos tonos de gris, y el calzado eran del mismo talle para todos. Aunque la ropa holgada por igual, los altos semejaban espantapájaros y los petisos parecían embolsados, sin manos ni pies a la vista. En la chaqueta, sobre el corazón estaba estampado el número que identificaba a cada preso; debajo de él, en amarillo, la estrella de David deformada. Sentado junto a cada soldado que entregaba los pertrechos, un escribiente preguntaba el nombre del destinatario. Revisaba en una lista escrita a máquina, y al llegar a la línea correspondiente la completaba con el número recién otorgado. Era la única vez que un carcelero se interesaba por conocer el nombre de un prisionero” (pág. 157).
[Los trabajos y los días→] “Cuadrillas de trabajadores civiles sustituyeron a los soldados en los talleres y en las tareas de construcción que los alemanes no dejaban en manos de los presos. Por lo general los Häftlinge, denominación común a todos los prisioneros obligados a llevar el uniforme a rayas, dentro del campo eran utilizados en el acarreo de piedras y troncos, cavaban cimientos o desagotaban las letrinas. Algunos, los más confiables, oficiaban de ayudantes de cocina, fregaban pisos en el hospital o estaban afectados a la lavandería. A los Häftling les estaba vedado acercarse a las máquinas. Es así que los civiles fueron contratados para oficiar de soldadores, mecánicos, sanitarios, electricistas, albañiles y carpinteros. Algunos llegaban desde Danzig pero la mayoría era de pueblos cercanos: Nickelswalde, Steegen o Steinort. Los fines de semana regresaban a sus casas para luego retornar a Stutthof el domingo de noche” (pág. 160). “A los que estaban en condiciones de trabajar, y eso para los nazis no suponía otra cosa que poder desplazarse por sus propios medios, se les asignaban tareas que cumplían de sol a sol. Los otros eran llevados al bosque, siguiendo las huellas profundas de la excavadora que de tanto en tanto salía y entraba por el portón del fondo. Esos nunca más aparecían” (pág. 161).
[La composición humana del campo de Stutthof→] “Los que no eran judíos estaban identificados por triángulos invertidos, de diferentes colores: rojo para los prisioneros políticos, verde para los presos comunes y púrpura para los Testigos de Jehová. Con el correr de los días se sumarían los portadores de triángulos rosa, negros y marrones. Así quedaban marcados y diferenciados homosexuales, asociales y gitanos. Los prisioneros no alemanes tenían la primera letra del nombre de su país natal estampada sobre el triángulo” (pág. 161). “Los prisioneros estaban compartimentados de acuerdo con su categoría y ocupaban barracones diferentes, los llamados Blocks. Los destinados a vivienda estaban divididos en dos; en uno, el Tagesraum, tenía su asiento la guardia y allí se destacaban una mesa larga y sillas. En un rincón había una estufa de hierro y las paredes estaban decoradas por recortes de revistas, generalmente coloridos paisajes bucólicos, y de tanto en tanto, enmarcadas, frases del estilo “El trabajo te hará libre” y otras similares a las utilizadas en las arengas con que se recibía a los recién llegados. En una vitrina se guardaban los utensilios del barbero, los cucharones para servir la sopa y las dos cachiporras de verga de toro seca, una vacía y otra rellena, para castigar a los presos. El otro espacio de la barraca estaba ocupado por ciento cuarenta y ocho literas de tres pisos, hasta el techo y muy juntas, separadas por tres pasillos estrechos. Las literas eran de maderas movibles, apenas cubiertas por un delgado colchón de estopa. A cada una correspondía dos frazadas. Los barracones de los judíos eran los más poblados, alojando a doscientos cincuenta por dormitorio. Esto obligaba a que muchas literas estuviesen ocupadas por dos presos. Para colmo, como no había lugar para estar de pie sin estorbar el paso por los corredores, los Häftlinge debían permanecer acostados. Los Blocks de los judíos estaban aislados del resto de los barracones” (pág. 161-162).
[Estrategias de sobrevivencia→] “Aarón no llegó a dormir en los dormitorios que sustituyeron a las carpas (mientras construían los dormitorios de madera, primero estuvieron alojados en carpas). Cuando no habían transcurrido veinticuatro horas del arribo al campo y mientras la mayoría se quejaba de su suerte y lamentaba la pérdida de los objetos personales, el Häftling 0085 hacía un relevamiento mental del lugar donde se encontraban, atendía los movimientos de gente y de vehículos dentro del perímetro, que, con el correr de los días, le posibilitaran concluir cuáles respondían a una rutina y cuáles no. Para la segunda noche no sólo sabía los grados y funciones de los oficiales cercanos sino que en muchos casos hasta conocía sus nombres. El Hauptscharführer del primer plantón era Schmidt, el cabo responsable de la guardia, el Unterscharführer, se apellidaba Gortz, y el barbero asignado, el Blockfrisör, era el polaco Dabrowski” (pág. 162-163).
Su miedo es ante todo la muerte, ya que lo que le toque hacer para seguir vivo lo hará hasta con gusto, y la religión judía no le quitará esa angustia: “Aarón, que cumplía con los Mandamientos, sentía que aquellos piadosos que lo guiaban en su aprendizaje estaban sentados a la espera. Poseían su Dios, sus santos, sus guías, y él sólo tenía dudas. La muerte para aquellos servidores de Yahvé significaba el paraíso, pero para él, miedo” (pág. 163). “Quienes se golpeaban el pecho y elevaban sus ojos al cielo confiaban en lo que les aguardaba; él, que por pusilánime no se apartaba de los rituales, sentía pavor de que un dybbuk lo arrebatara de su cama durante el sueño y lo llevara volando desde la casa del Reb hasta el desierto, por sobre las ruinas de Sodoma y el palacio de Rahab la prostituta, y lo dejara caer en el castillo de Asmodeo donde todo es lujuria y perdición” (pág. 164) (Los dybbuk, cuyo significado es “aferrarse” en hebreo, es un ser místico nacido en el folclore judío, cuyas primeras historias conocidas sobre ellos tienen fecha en el siglo XVI. Se dice que es un demonio ancestral o el alma de un pecador que deambula entre los dos mundos para escapar del castigo que le espera por sus acciones, pero también puede tratarse de la esencia de una persona muerta a la cual le han quedado cosas pendientes que hacer en vida, y por eso vuelven). La abuela le hace cuentos terroríficos “de espíritus, fantasmas, duendes y de los sangrientos werewolves, los hombres que saciaban su hambre con carne humana” (la demonología rabínica cuenta con tres clases de demonios: los shedim (benévolos), los mazzikim (dañadores) y los ruhin (espíritus). Además de estos existían, los tiharire (espíritus del mediodía), los lilin (espíritus de la noche), los telane (espíritus de la tarde) y los zafrire (espíritus de la mañana) ). “Las sombras sinuosas que rondaban en las paredes malformadas de la choza y se agitaban con el vaivén de las llamas del fogón fueron reemplazadas por otros espectros en el muro de la casa de oración, cuando el único cirio encendido en la menorah vacilaba acompañando los lamentos. El olor sofocante de la leña verde al quemarse dejó lugar al que despedía el sebo, la cera y aquellos cuerpos ajados, agrios, cansados, de los viejos barbudos hablándole a un Dios que ninguno de ellos había visto”; es el miedo y la duda eternas. “Aarón entendió que vivir en paz significaba responder correctamente, y que eran los otros quienes interrogaban. Aquellos lo hacían en nombre de Dios y como custodios celosos de los Mandamientos, los seiscientos trece Mitzvot de la Torah. Los pecadores, como sentenciaba el Reb, no solo perdían este mundo sino el venidero. En Stutthof, en el reino del porque sí, la respuesta incorrecta acarreaba la muerte” (pág. 165). “La disputa de Aarón siempre había sido con sus semejantes, y a ellos, sobre todo a los poderosos, pretendía agradar” (pág. 165). Y para ello, entonces, usando de su ingenio, expone ante el oficial nazi ideas para optimizar el trabajo (¿eso lo convierte en un colaborador?). “La persona que sabe conservar el ingenio sabe sacar partido de las cosas”, solía decirle su abuela, Germe Reshe, maestra indiscutida en la práctica de dar y tomar.
Pero por si aún nos queda alguna duda, el celo y la prestancia mostrada en destacar y colaborar, “por su contribución a optimizar la labor de la mano de obra, necesaria en la tala y mal aprovechada en el traslado de los troncos, el cabo Gortz lo recompensó nombrándolo encargado de repartir el agua en el monte. Si bien no se quedó con el puesto de basurero de la plaza donde se recibía a los nuevos prisioneros, participó del reparto de las utilidades”. Y luego, sin ningún pudor, entra en la repartija más abyecta: “joyas, dinero y todo objeto de valor quedaban en manos de los SS. Primero elegía el comandante del campo y luego, en estricto orden jerárquico descendente, les tocaba el turno a los demás uniformados, que se hacían de los restos del botín de guerra. Lo que sobraba pertenecía al que arrastraba el tanque de la basura. Era casi siempre ropa y zapatos en mal estado, algún dulce a medio comer y pocas miserias más. Luego del orden del Unterscharführer, el 0085 pasó a compartir el refugo (objetos de descarte), y en seguida se inició en el trapicheo de cosas rotas, manoseadas e inútiles, que siempre encontraban interesados entre los Häftlinge. Algunos comprometían el pan de tres días por recuperar una foto de familia, un poco de tabaco ardido o unos trapos para envolverse los pies. Los menos se quedaban sin masticar durante una semana por leer un libro, que después debían devolver al prestador” (pág. 167-168).
Junto a otros tres, Aarón es investido como Kapo, Kameraden Polizei, “habían sido elegidos para mantener la disciplina dentro de los barracones, escuadras o brigadas de trabajo”. “Debían administrar el orden y la organización en tareas que debían cumplir los otros prisioneros. A cada uno se le repartieron dos vergas de toro resecas, una vacía y la otra rellena, con la recomendación de usarlas sin miramientos cuando tuvieran que hacer acatar las órdenes, con la advertencia de que quien no castigara sería castigado. A partir de ese momento, lucirían un brazalete que los distinguiría de los otros y entre sus privilegios se contaban comida, abrigo, atención médica y alojamiento en el Tagesraum” (pág. 168) “Sin que alguien se lo hubiese ordenado y sin que nadie siquiera lo mencionara, Aarón competía. Con los otros Kapos, con el resto de los prisioneros e incluso con los alemanes. Por sus méritos, ya para aquel primer invierno, el 0085 había sido promovido a Oberkapo, un grado más en la escala de la infamia. Pasó a cumplir funciones dentro del campo, donde se movía sin restricciones” (pág. 170). El contraste con su hermano, y por su intermedio con el resto de los judíos, se hace cada vez más patente y despiadado: “mientras que el 0085 se paseaba enhiesto y mirando por sobre las cabezas rapadas, Nathan languidecía como la mayoría de los prisioneros, hambreados, enfermos y derrengados por los trabajos” (pág. 172). Aarón siempre “fue el ángel guardián del pelirrojo delgado con manos de mujer”, y esa quizá sea la única concesión que fue capaz de hacer en el campo de concentración.
Volviendo al pasado, sabremos que el hijo de Nathan nace el mismo día que muere su abuela, “por eso no oyó las palabras de agradecimiento por el advenimiento del heredero, ni bebió el vino que compartieron ese día en la casa” (pág. 173), y eso, de algún modo, es como si le diera pie a que, hiciera lo que hiciera, no se iba a quebrantar ningún mandamiento. Porque esa abuela es más importante para Aarón que todo lo demás, ya que de alguna forma fue, también, su madre. Ella dirá, con esa voz profética que es su sino, “dentro de dos días dejaré este mundo. Antes tengo cosas que resolver y quiero ver a mi nieto Aarón, que vive en la ciudad” (pág. 174), porque él había sido adoptado por la familia del rabino Kucek y vivía en Danzig. Aarón “ignoraba, ingenuo, que su destino y el del recién nacido habrían de cruzarse trágicamente años más tarde” (pág. 176) (y aquí Fornaro nos adelanta información que, llegado el momento, descubriremos que ya estábamos advertidos. Son las advertencias que se resolverán en el futuro de la narración.) Al morir su abuela, y de cumplir el rito de rasgarse las vestiduras, la mitad del dinero que tiene ahorrado va para Aarón, y éste, luego de “los siete días de luto riguroso que siguen al entierro con la ropa en jirones y evitando sentarse en sillas altas, como ha sido transmitido de generación en generación y es mandato”, se despidió del rabino, Reb Kucek, de su mujer, de Nathan y su mujer, Hindele, y del pequeño Yankev y se fue “sin mirar atrás”.
Advertencias del infierno.- “Cuando servía la comida a los hambrientos, el Kapo (Aarón) también premiaba y castigaba”, y a Nathan siempre le servía más que a los otros. “Los que se atenían a las reglas, cumplían con su trabajo y comían únicamente lo que se les daba sobrevivían a lo sumo tres meses en el campo. Eran muertos en vida” (pág. 177). “Los Prominenten, los prisioneros privilegiados, los que habían elegido salvarse a cualquier precio, evitaban a los agónicos, a los extenuados que se desplazaban como muñecos ridículos, condenados a quedar inmóviles cuando se les acabara la cuerda. Les rehuían como si estuviesen apestados, temerosos de que los contagiaran, o peor: que las autoridades pudiesen llegar a confundirlos con los desahuciados. Esos duendes, desvaneciéndose con el paso de los días, no temían la muerte porque no sabían, estaban tan derrotados que no tenían fuerzas para pensar en ella, ni siquiera como liberación” (pág. 177-178), el comentario es de una dureza tal, que la piedad no tiene la más mínima cabida en esta parte de la narración. “Mientras el kapo ascendía en su carrera despiadada, únicamente clemente con su hermano de crianza, Nathan se iba reduciendo. Tan ingrávido que un viento fuerte podría derribarlo. Pero persistía, y cuando tenía fuerzas para caminar se acercaba a sus compañeros para confortarlos con palabras, arroparlos con la manta que quitaba de su propia litera o arrimarles el pan que no comía. Sin proponérselo, el rabino joven, que parecía más viejo que Matusalén, derrotó el afán numerador de los SS, dejó de ser el 0084 para ser reconocido como el Reb Pan entre los judíos del barracón, y el Geist y el Duch para los polacos, el Fantasma, el duende de alguien que tendría que haberse muerto mucho tiempo atrás” (pág. 178-179).
[Para una semblanza del Sturmbannführer Max Pauly, que puede ser la semblanza de muchos jóvenes alemanes que se vieron influenciados, impactados y cooptados por la ideología nazi: “A los diecisiete años se había enrolado como voluntario en el Decimosexto Regimiento de Infantería de las reservas bávaras, que en los meses finales de la Gran Guerra, cuando la derrota era inminente, combatieron a las órdenes del príncipe heredero Rupprecht. Aunque nunca llegó a conocer al noble que los conducía a la muerte, sí padeció la promiscuidad en las trincheras, donde lluvia, barro, sangre, piojos y sexo entre camaradas eran los componentes de la vida de ratas que llevaban en tanto esperaban turno para disparar a nada o para recibir el plomo enemigo, bala o esquirla, que les mordería la carne. El regreso sin honor, después de la batalla de Somme y de la contraofensiva que los obligó a replegarse y finalmente a firmar el armisticio en noviembre de 1918, hizo que Max Pauly, como otros trescientos mil excombatientes, se enrolara en los Freikorps, ejércitos privados, de saqueadores armados, que en aquellos meses crecían como hongos después de la lluvia. Asaltaban y mataban en nombre de la patria y de sus fronteras indefensas. Fue la solución más provechosa, y casi la única, para jóvenes desempleados y resentidos, a los que se les proporcionaba uniforme, comida, bebida, mujeres, franca camaradería y vía libre para robar, violar y asesinar impunemente” (pág. 181-182), luego participa en “la masacre de Munich de 1919, que aplastó a la incipiente República Soviética de Baviera, y por la marcha sobre Berlín en 1920 para desalojar al gobierno de Weimar” (pág. 182) (estas unidades irregulares se caracterizaban por su fuerte carácter nacionalista y su anticomunismo y durante la República de Weimar colaboraron con el gobierno en la represión del movimiento obrero y organizaciones izquierdistas, sobre todo contra el levantamiento espartaquista o el levantamiento del Ruhr, además de participar en el fallido Golpe de Estado de Kapp contra la joven república). Fue lógico que las palabras de Hitler calaran hondo en medio del descrédito. “Con el tiempo se hizo miembro del Nationalsozialistiche Deutsche Arbeiterpartei y se inició en el estudio de la filosofía alemana y ciencias políticas. Luego se incorporó a las Sturmabteilungen, y bajo el mando de Goering y del capitán Röhm, como soldado de las SA peleó por la posesión de esquinas estratégicas, rompiendo con bastones y cadenas las manifestaciones de los opositores políticos. Comunistas, socialdemócratas, judíos, todos metidos en una misma bolsa, enemigos acérrimos de la fantasía sagrada que les animaba” (pág. 183). “Pauly pronto cambió el uniforme marrón de las SA por el negro de las SS. Lo hizo cuando advirtió que la fuerza creada por Goering se había vuelto un selecto club de travestis, alcohólicos y drogadictos, cuyos cuadros estaban más preocupados por maquillarse y participar de orgías que por salir a combatir a los enemigos de la patria. Con la saña que caracteriza a los apóstatas, y fiel al lema “Mi honor se llama lealtad”, denunció los desvíos y participó del arresto de muchos de sus antiguos camaradas. Dos años después, revistando como subteniente, la noche del 30 de junio de 1934 se lanzó a las calles a la caza de los camisas pardas” (pág. 184), lo que termina con la depuración de los miembros “desviados”. Y finalmente, “como la mayoría de los alemanes, el Sturmbannführer de Stutthof sabía cuál era el destino fatal, el final que les esperaba a los dioses condenados, y eso exigía hombres diferentes, más duros, más tercos, más fuertes. Hombres como rocas, guerreros wagnerianos seguros de la victoria, fundadores del milenio de gloria predestinado al Tercer Reich” (pág. 186), pero él mismo se convertirá en un miembro desviado, al ir descendiendo en su condición humana producto de la misma tensión a que se ve sometido, y se hará adicto a la cocaína y al alcohol.]
En Danzig, Aarón se convierte en un gentil, desplazando su judaísmo. “No llevaba barba, ni tirabuzones a los costados de la cara, y había sustituido la gabardina larga por una chaqueta que no le llegaba a las rodillas. Debajo no vestía ropa con flecos sino una camisa de seda. Iba con la cabeza descubierta”, y “descubrió los placeres de la carne, se hizo de una profesión aunque dudosa muy lucrativa, y en las tabernas que frecuentaba bebía hasta caerse y comía cerdo como lo hacen los goyim sin que le ocurriese nada malo” (pág. 189) (los goyim son personas ajenas al pueblo judío). “En las noches de arrepentimiento lo visitaba el recuerdo del rabino Esdras de Turín, quien se había arrancado los ojos para ser un judío cabal” (pág. 190), y eso demuestra que él sabe que actúa mal, sólo que ya no puede redimirse. Aprenderá de Adán Levi, “ayudante de sastre… que estaba de paso en Danzig como otros miles, ansiosos de partir hacia América o Jerusalén”, juegos de cartas y hará de banca, de tallador. “Dependiendo de la fortuna y de las artimañas del tallador, en ocasiones los beneficios fueron más suculentos, y esas oportunidades eran aprovechadas por Aarón para reponer primero y luego engrosar el fajo de billetes que tenía escondido. Los clientes habituales eran marineros de paso, trabajadores portuarios, los soldados polacos del apostadero de la Westerplatte y maridos fugados de sus casas con las pocas monedas que habían podido embolsarse antes de que sus mujeres llegaran a descubrirlos” (Fornaro nos muestra al personaje como un auténtico habilidoso para sobreponerse a cualquier circunstancia, sobre todo por su capacidad de observación, su rápida “aclimatación” al ambiente que lo rodea, su intrepidez y la seguridad en los pasos a dar, sin dejar lugar a la duda que lo pueda hacer trastabillar). “No respetaba el Sabbat, ya que la del viernes era la noche más productiva para su negocio, y se alejó del templo, pero no dejó de visitar la casa del Reb Kucek. Aunque se había afeitado y llevaba el pelo corto, cuando pisaba las calles de su antiguo barrio vestía el desgastado abrigo largo hasta los pies, e iba con la cabeza cubierta” (pág. 193). Sin embargo, a pesar que “los pormenores de lo cotidiano…” que se extendían por Danzig, los rabinos, el viejo y el joven (Reb y Nathan) “desestimaban las advertencias” proferidas por Aarón. Después de que “centenares de enardecidos, con los ojos rojos como las brasas que habían contemplado, tiznados y ahumados, recorrieron las calles rompiendo vidrieras, pintarrajeando esvásticas y vociferando contra los enemigos de la patria (pág. 196), los que pudieron se fueron: “el puerto, el mar abierto era una posibilidad seductora de un viaje a un lugar menos amenazante. Las familias pudientes que aún permanecían en la ciudad fueron las primeras en irse. Llegaban en sus coches cargados hasta el techo a la dársena norte y abordaban, bien vestidos y elegantes, el barco que los trasladaría hasta El Havre, donde parientes parisinos estarían aguardándolos” (pág. 198), de lo que nos enteraremos que los que tenían medios económicos podían esperar una salida, pero los que no, nadie se apiadaría de ellos. “Irse o quedarse era la disyuntiva que alteraba los ánimos y resucitaba antiguos miedos”, y “como si pasara en limpio los argumentos que en los últimos días había utilizado para confortar a los desorientados, aquella noche el Reb rememoró en voz alta la historia de persecuciones, que era la historia de los judíos” (pág. 199). [Para una explicación de la pasividad: “…huir no era la salvación porque más tarde o más temprano los malvados los alcanzarían”, eso dirá el rabino.] “A Aarón le costaba entender a aquellos judíos encerrados, temerosos de salir de sus casas, que continuaban hablando de un Dios compasivo y misericordioso, judíos que se enorgullecían de pertenecer al pueblo elegido por El, cuando lo que habían recibido desde siempre habían sido persecuciones, epidemias, pogromos, pobreza, hambre, guerras” (pág. 201-202).
[La cara del dinero y el negocio→] “Su reemplazo, el nuevo comandante Paul Werner Hoppe, hallaría un campo de ciento veinte hectáreas para alojar a más de cincuenta mil Häftlinge, con casi cuarenta subcampos con actividad plena, fabricando armamentos y piezas para Focke-Wulf, AEG, BMW y Heinkel, entre otras empresas que se beneficiaban de la mano de obra esclava. Treinta nuevos barracones se habían sumado a los ocho originales de madera del antiguo campamento” (pág. 204). [Este es un aspecto que a menudo se soslaya al hablar del nazismo y los campos de concentración. La mano de obra esclava, apenas submantenida, hizo, por un lado, el obtener la elaboración de ciertas materias primas que eran directamente robadas de los países anexados, principalmente lo relacionado al armamento, como, por el otro, enriquecer a esas mismas empresas —algunas de las cuales aún siguen funcionando hoy día sobre la base del capital engrosado en esa época—, empresas tanto alemanas como de otros países. A su vez, el conocimiento obtenido por investigaciones científicas y médicas se continuó principalmente en Estados Unidos y ejemplo de ello es la creación de la bomba atómica como ciertos estudios sobre enfermedades mentales e incluso el autismo.]
Ascendido a jefe de campo, Lagerältester, Aarón argumenta con astucia (la idea es suya) para establecer un prostíbulo al alojar a prisioneras en el campo y así ampliar el negocio del comandante (a este respecto se puede ver el episodio de las jóvenes surcoreanas, «mujeres de confort», esclavas sexuales al servicio de los soldados japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Se estima que en total llegaron a sumar 200.000 las que satisfacían a los japoneses en el mismo periodo histórico que estamos analizando. También hubo mujeres de China, de las Filipinas, Indonesia y Taiwán). Aarón “estaba exceptuado de llevar el número cosido en el uniforme, pero debía lucir el doble triángulo. Ante él, los Häftlinge debían descubrirse quitándose la gorra, practicando el saludo, Mutzen ab, obligatorio al paso de un oficial o miembro de las SS. Para los prisioneros autorizados a dirigirle la palabra era Herr Lagerältester, los SS lo nombraban por el apellido, y para Pauly era indistintamente, Goldwicz, Aarón o judío de mierda, dependiendo del humor del comandante. Cuando estaban desnudos, entre las sábanas de seda o revolcándose sobre la alfombra de pieles de oso del dormitorio, lo bautizaba Dieter, Lars, Helmut, Carl o Rainer, evocando antiguos amantes de otro tiempo, cuando dar por adelante y recibir por atrás era una práctica civilizada, entre arios puros” (pág. 204-205), es la degradación total tanto del comandante como de nuestro personaje. “El hombre se detenía ante cada una y, como comprador de caballos, les examinaba la dentadura, en algunas ocasiones les tocaba las tetas, los muslos y el culo para arrimarles la ropa al cuerpo y sentir, palpar, que estaba en lo cierto. Algunas se movían molestas, las menos se animaban a manifestar su indignación con algún gesto duro y a veces con alguna imprecación mordida, apenas audible. Las rebeldes eran las que excitaban a Aarón, que las intuía fogosas en la cama. Las rechazadas eran sacadas de la fila. Las que se iban creían que terminarían en el bosque ante el pelotón de fusilamiento o en la mesa de operaciones de los doctores encargados de los experimentos. Las que se quedaban pensaban exactamente lo mismo. Por eso no hubo demasiadas protestas cuando el hombre que tenían enfrente explicó, primero en alemán y luego en polaco, la tarea que les esperaban a las que pasaran la revisación médica. Alguna muy joven lloró su susto ante lo desconocido, las que se animaron miraron de reojo a quienes tenían a su lado, y las que no hablaban ni alemán ni polaco no necesitaron traducción para comprender que, no sabían bien por qué, esa vez se habían salvado” (pág. 206-207), es decir, de cómo hacer negocios hasta en las peores circunstancias, con una sonrisa satisfactoria y prestándose al juego del enemigo, hasta el punto de camuflarse y ser parte del mismo. Ya su esencia era nazi, no sólo como método para sobrevivir, sino como si fuera su trabajo agradar y ser servil ante el amo.
En cuanto a las mujeres, esclavas sexuales, “las trabajadoras de la noche al principio fueron rechazadas por las otras mujeres con las que compartían los barracones. Las acusaron de indignas, oportunistas y hasta de colaborar con el enemigo, sin medir que a las cuestionadas no se les había permitido elegir, y que atendían también a los prisioneros que reunían el dinero para abonar la tarifa. Los primeros días, las compañeras de infortunio, sintiéndose más desgraciadas aún, no podían tolerar que las mujeres del burdel durmieran hasta tarde, llegaran oliendo a perfume y a hombres desfogados, y que tuvieran doble ración de comida. Maldecían cuando en el atardecer las veían irse dejando atrás la barraca cochambrosa y la mala suerte, taconeando, enfundadas en medias de seda y vestidos de colores vivos, con pelucas baratas, pero suficientes para tapar la ignominia de los cráneos desnudos, y pintadas con exageración, aun para las putas de las ciudades. Luego la situación comenzó a cambiar, cuando un pancito extra, una fruta enana, un jarro de leche o una barra de chocolate obraron el milagro de la aceptación. Y la reconciliación definitiva tuvo lugar cuando compartir los beneficios de las privilegiadas se hizo una práctica frecuente. Esto incluía tanto el uso de un alicate de uñas como poseer un pañuelo de seda mojado en perfume, o ser confidentes de historias eróticas que devolvían la femineidad perdida. Así ocurrió en todos los barracones donde había mujeres que salían a trabajar apenas había anochecido. Las que quedaban terminaron aguardando ávidas el regreso de las afortunadas” (pág. 207-208). Se establece, así, una relación interesada entre el comandante y el Kapo, ambos se satisfacen en los negocios y en los placeres sexuales.
Para entender en lo que se convierte Aarón, hay que ir hacia atrás, un poco antes, y saber que una vez que había perdido toda fe en la religión y que sólo confiaba en él mismo, es capaz de hacer hasta lo imposible por lo que desea. La anécdota de la salvación del pequeño Yankev nos lo muestra con toda crudeza. Así, a pesar de los ruegos ante el rabino joven y el viejo para que se vayan mientras aún hay tiempo, opta por pedir que salven al hijo de Nathan y Hindele. Pero también se niegan, en parte porque no ven el peligro que se cierne sobre ellos. Sin embargo, “embozada y misteriosa, Hindele Moskver, sin quitar los ojos del piso, recitó de corrido la breve lección repetida mentalmente hasta el cansancio. Las palabras se mordían unas a las otras con la prisa de quien quiere sacarse algo de adentro. Dijo que abominaba de la intransigencia de su suegro, de su marido y de la madre de su marido, quienes siquiera la habían consultado acerca de qué era mejor para la familia en aquellos días aciagos, que sabía que si se quedaban iban a morir y que, le rogó sin hacer una mínima inflexión, la ayudara a salvar al pequeño Yankev. Sin remilgos, conocedora de la calaña del que tenía enfrente, le prometió, como compensación, que estaba dispuesta a hacer todo lo que él le pidiese” (pág. 213). La tentación es muy grande, “veía el rostro color de aceitunas, de profundos y negros ojos judíos, con pómulos altos y marcados, de nariz respingona y con labios delineados….”. “Llegó a la casa del gran rabino Nieuchowicz, y mientras esperaba a ser atendido pensó cuidadosamente lo que debería decirle. Aunque nadie se animaba a manifestarlo en voz alta, la colectividad estaba al tanto de las negociaciones que el Consejo, presidido por el hombre a quien iba a ver, mantenía con los nazis de la ciudad. Más que respetado, Abraham Nieuchowicz era temido por los hijos de Israel, pues sabían que tenía el poder de decisión, la potestad de determinar quiénes tendrían la posibilidad de salvarse, aquellos a los que el Judenrat defendería, y los otros, los desamparados que quedarían abandonados a su suerte, a la mala suerte de no poseer bienes suficientes para pagar por su vida y la de los suyos” (pág. 216). “Una vez convenido el precio (con el rabino), que haría desaparecer todos los ahorros de Aarón, y que serían insuficientes para colmar la voracidad de los traficantes, la puerta se abrió” (pág. 220) (de los que siempre tratan de pescar en ríos revueltos, tenemos actualmente las terribles historias de los refugiados que quieren llegar a Europa guiados por hipócritas comerciantes de la muerte). “Mientras se dejaba llevar (por el asco suscitado por el rabino negociador) por el deseo impostergable de beber, se sorprendió recordando al maestro que leyó una cita del Talmud donde se comparaba a los judíos con palomas. El preceptor dijo, o tal vez él mismo lo había leído en alguna parte, que las palomas carecen de armas en su lucha por sobrevivir. Se sustentan casi exclusivamente con los restos de lo que la gente les da. Temen el ruido y huyen ante el más insignificante susto. Ni siquiera ahuyentan a los gorriones que les roban la comida. Las palomas son felices y prosperan en la paz, el silencio, la quietud y la buena voluntad. Lo que nadie dijo, y él, Aarón Goldwicz había corroborado esa mañana, es que entre las palomas hay algunas que reniegan de su raza. Existen palomos que atacan a sus congéneres, que les dan picotazos y se comen el grano antes que los demás” (pág. 221). A pesar de la actitud de querer salvar al pequeño, que parece hasta cierto punto humanitaria, sólo la podemos entender como para justificar su propia culpa con un acto redentorio. Pero más lo podemos ubicar como un renegado y oportunista.
Desprenderse de todo. Ziklon-B.- “La llegada del Sturmbannführer Werner Hoppe modificó la rutina del campo”. Pero ante la “cantidad abultada e impensable” de dinero, dicho como al pasar, que su antecesor se había llevado, el nuevo comandante “no demoró en decirle que continuara con lo que venía haciendo”, porque Aarón, con astucia, le mostró las pingues ganancias que había obtenido el comandante anterior. “Ambos sabían que si sus negociados eran descubiertos serían fusilados sin apelación”, pero ello no sería impedimento de continuar con los negociados. “A ambos los regía la ambición: al poderoso lo movía el dinero, al desposeído el poder, aunque no le hacía asco al contenido de las dos cajas que tenía ocultas bajo las tablas del piso de su dormitorio” (pág. 224). “El único punto oscuro de la entrevista (que mantiene con el nuevo comandante), que ensombrecía lo que podría haber sido una tarde provechosa, tenía que ver con la suerte del Häftling 0084 (Nathan). Sin siquiera haberlo visto, Hoppe sabía de la existencia del inmortal, y que era protegido por Aarón. Sin apelación, le dio veinticuatro horas para deshacerse de él. El que apenas tres años atrás había sido el joven rabino Kucek era un despojo empecinado en no morirse, y si antes los otros prisioneros y los guardias se burlaban de él nombrándolo de distintas maneras, con el tiempo, más por temor que por piedad, dejaron de hacerlo. Los más desesperados lo respetaban y no pocos sentían que estaban ante un santo. Así las cosas, el nuevo comandante, quien en solo tres días daba muestras de saber todo lo que ocurría en el Lager, sentenció que el 0084 era un peligro y debía ser eliminado. Ingenioso, con el argumento de que la muerte del prisionero podría elevarlo a la categoría de mártir, el renegado le propuso al jefe enviarlo al frente ruso, a limpiar minas. El otro aceptó. Sabía, como los demás, que a aquella peligrosa unidad se la conocía sarcásticamente como “Destacamento de ascensión a los cielos” (pág. 224-225). Asombra la sangre fría de nuestro personaje para condenarlo a una muerte segura sin que le tiemble el pulso, por más que haya sido su hermano de crianza.
“Con Reinhard Heydrich a la cabeza, el Alto Mando nazi, sin la presencia de Hitler, concluyó que solo el exterminio resolvería el tema de la cuestión judía. La conferencia de Wannsee sirvió para establecer la coordinación de las distintas áreas para que la tarea fuese rápida, eficiente y limpia. El Dr. Ernst Rudin fue el encargado de presentar las pruebas documentales de la eficacia del Zyklon-B a base de cianuro de hidrógeno cristalino, que en contacto con el aire producía cianuro de hidrógeno gaseoso” (pág. 225-226). “Los resultados eran altamente satisfactorios, aunque las víctimas demoraban entre veinte y veinticinco minutos en morir sofocadas. La principal ventaja del método probado era que se requería poco tiempo para vaciar la cámara e introducir a un nuevo grupo de víctimas” (pág. 226) y todo eso construido “bajo licencia de la empresa IG Farben, dueña de la patente, (y) las compañías Degesch y Testa (que) habían sido seleccionadas para la fabricación del Zyklon-B”. El principal problema, según las autoridades que le encomiendan la tarea a Hoppe, es que “actualmente el campo está superpoblado, albergando, al día de ayer, sesenta y tres mil doscientos treinta y un prisioneros. Los judíos eran treinta y cinco mil ciento dos, los gitanos, desviados sexuales y otras lacras sociales quince mil cuarenta, y los trece mil ochenta y nueve restantes correspondían a delincuentes comunes y prisioneros de guerra… en tres meses usted tendrá que abatir a la mitad esa cifra”, con una precisión en las cifras que se han dejado traslucir en algunos documentos encontrados luego de finalizada la guerra. El cinismo total habla de “razones humanitarias (que) nos llevaron a buscar métodos más efectivos para desembarazarnos de nuestros enemigos”.
[Fiel a lo que es cuestión de forma, cada tanto nos da información de lo que va ocurriendo después, cronológicamente: “Guiado por un afán perfeccionista” que años después, a Yankev “le permitiría ser uno de los más grandes falsificadores de todos los tiempos…” —y que sospecharemos que en ese oficio la influencia de Aarón, al menos en su rescate, será decisiva. Y esto nos da pie para continuar con la historia anterior.] Por lo tanto Aarón —y volviendo hacia atrás en lo que se está contando, como si fuera una sinfonía a contrapunto—, siempre dispuesto, le dirá lo que se acordó con el gran rabino a Hindele para que su hijo pueda escapar, y cuando la mujer escucha la cifra exorbitante —diez mil dólares—, exclama: “como nunca, odiaba al mundo, a su condición de judía pobre que la hacía dos veces maldita, a su destino, que la condenó a nacer en la zona más miserable de aquella ciudad que los devoraba, en la calle triste de la resignación, la Gerbergasse que mataba los sueños apenas uno plantaba sus pies en la tierra, y que en invierno para colmo se cubría de nieve sucia. Renegó de sus antepasados y maldijo, sin que la lengua se le secara o un rayo bajado del cielo la fulminara, a todos y cada uno de los hijos de Abraham y a los hijos de sus hijos. Finalmente se las agarró con Dios, a quien interrogó burlona, tratándolo de Tú, como si le pidiera cuentas al carnicero que la quiso estafar con la balanza o a la puestera a quien descubrió en el momento de cambiar la col elegida por la que estaba en mal estado. Llegó a levantar el puño y gritar amenazas a las nubes negras, desafiando al vacío” (pág. 236), lo cual es el símbolo absoluto de la impotencia y la desesperanza (el hecho de que Aarón tenga esa suma de dinero, nos hace pensar en la gran habilidad suya para hacer ese capital a partir de lo que le había dejado su abuela y, particularmente, de sus turbios manejos). Y encima, la mujer le dice que “para el próximo encuentro procure un lugar seguro, lejos de miradas indiscretas”, lo que despierta locas fantasías en nuestro personaje. “Ella se había ido (después de la conversación, mantenida en calles laterales, menos transitadas) pero le dejó el demonio metido en el cuerpo al reclamarle, como una amante reciente, un lugar recatado donde encontrarse”.
Siguiendo con el plan, se encontrará con el hijo del gran rabino, David, y éste le dirá que “los rabinos del Consejo proclaman que se empeñan en salvar almas, nosotros intentaremos salvar vidas”. Ese nosotros son los que están encargados de los viajes a Palestina, ocupada por los británicos, y de proveer ayuda a los judíos que ya están establecidos allí. Y más aún, David dirá: “estuve en la Tierra Prometida, la pisé con estos pies y sentí que había cumplido con mi propósito en la vida. Sin embargo, a las pocas semanas de estar allí sentí que usurpaba el lugar de otro. No me pregunte por qué, solo sé que, contra la opinión de mi padre, regresé para facilitar que otros tuvieran la posibilidad de viajar e instalarse allá. Antes íbamos a desecar pantanos, plantar eucaliptos, construir casas y a luchar contra árabes y británicos. Hoy llegar a Palestina significa salvar la vida” (pág. 240). Esto sucede en la sede de la Jalutz, y al salir de allí se encuentra, como si fuera un viejo amigo, a la primavera: “corrió por los trigales con las alas desplegadas, peinando con las palmas de las manos las espigas, mientras los pájaros huían espantados, trinando su susto y su protesta por la presencia del extraño. Volvió a sentir el calor en la cara y respiró por un instante el olor verde del campo” (pág. 241). “Si bien no hacía frío, Aarón llevaba levantadas las solapas del saco, ocultando a medias la estrella amarilla. La misma que los jalutzim lucían orgullosos” (pág. 241). “Como era su costumbre, daba rodeos interminables para transitar por calles desiertas. En ellas iba a su aire, arrastrando los pies junto al cordón de la vereda, yendo sin prisa, con la cabeza levantada, en una actitud normal en otros tiempos, aunque desafiante y provocadora en esos días” (pág. 241). Quizá sea esta la última vez que Aarón disfrute la vida al aire libre y se sienta congraciado con la naturaleza.
Pero la realidad es dura: “en principio (los ingleses) admitían con cuentagotas a los judíos que deseaban establecerse en la Tierra Prometida, y a la vez armaban a los árabes para que los hostigaran. El divide y reinarás de los británicos funcionaba aceitadamente, hasta que la emigración se volvió masiva. Luego de esos acontecimientos, la Jalutz —le había asegurado David— no despachaba refugiados sin que el Alto Comisionado judío en Palestina no hubiese negociado antes con los británicos su admisión. En general la partida de los Kindertransports era autorizada sin dilación” (pág. 242). Pero el tiempo se está acabando, y eso lo saben (y lo sabemos) todos.
El exterminio, los exterminados y los exterminadores.- En el campo de concentración de Stutthof, “su función consistía básicamente en recibir y hacer cumplir las órdenes, tarea en la que se prodigaba con maestría. Era un perro faldero en el momento de escuchar la voz del sargento de turno y un mastín cuando aplicaba el máximo rigor con los desgraciados, que soñaban con ser invisibles y así evitar la furia del que caminaba como nazi, gritaba como nazi, humillaba, castigaba y mataba como nazi, y sin embargo era judío. Aunque un renegado y un traidor, era un judío al fin, o mejor dicho desde el principio de sus días, cuando el rabino, sin atender las quejas del recién nacido, procedió con el Brit Milá y lo circuncidó para cumplir con el primer mandamiento que Abraham recibió de Dios” (pág. 245), en definitiva, dice el narrador desde su posición extemporánea, “un nazi circunciso, como otros que había en Stutthof, aficionados, imitadores burdos que le copiaban el paso, la voz y hasta el revoleo del vergajo, que con un movimiento de la muñeca restallaba como un látigo antes de caer en la cabeza o en la espalda del castigado, o de la castigada, pues el golpe no diferenciaba entre hombres o mujeres, ni a viejos de niños”. “El Talmud enseña que el hombre no puede vivir dentro de un cesto en compañía de una víbora. Sabía que aquellos que se arrastraban a sus pies intentarían morderlo a la menor oportunidad. Debía cuidarse las espaldas porque unos cuantos prisioneros deseaban ser Kapos y todos los Kapos aspiraban a ser el Lagerältester” (pág. 246).
La mujer del nuevo comandante va a vivir a la casa de campo cercana al campo de Stutthof, y la servidumbre, elegida por Aarón, es de religión evangélica, porque estos “eran pacíficos, limpios y discretos, y por sobre todo serviciales, siempre dispuestos a ayudar a un semejante, sin distinciones de ningún tipo. Cristo había sido torturado y muerto por salvar a los hombres, y ellos no podían ser menos” (pág. 247). “La primera recomendación de Charlotte a Greta (la esposa del comandante a la niñera) y a Fräulein Hafner fue que debían mantener alejados a los niños de los sirvientes. Si los pequeños necesitaban algo debían pedírselo a ellas. La maestra utilizó gran parte de una clase para explicarles didácticamente a sus dos alumnos las diferencias de clase, educación y cultura existentes entre las personas y la inconveniencia de relacionarse y mucho menos mezclarse los unos con los otros. Puso como ejemplo lo que sucedía en la casa y fue terminante en indicar que el personal de servicio estaba destinado a acatar las órdenes de los patrones, que esa era su misión en la vida, y nada más”, lo cual muestra la clase de racismo imperante.
[La incitación al odio desde la infancia: “Era Der Giftpilz, y en él una madre caminaba por el bosque con su hijo mientras le advertía sobre la existencia de seres malignos que eran como los hongos venenosos. El pequeño de la historia sabía que se trataba de los judíos porque, aclaraba, el maestro se lo había dicho en clase. Aquel era un cuento que a los hermanos les metía miedo y a la vez les fascinaba, y como pollitos que buscan el amparo de la gallina, lo escuchaban arrebujados a la nana, rodeados por los brazos generosos y bien olientes de la lectora, que exageraba remarcando las palabras clave, separándolas en sílabas alargadas y ahuecando la voz, para que “bosque”, “setas venenosas” y, especialmente, “judíos” sonaran tenebrosas”, es un cuento aleccionante que nos muestra de qué manera se instruye a los niños alemanes sobre sus sentimientos hacia los demás y sobre su pretendida superioridad.]
Pero lo más importante está a punto de suceder a pocos kilómetros de distancia de allí. La descripción, pormenorizada, no es ociosa, nos muestra el tamaño de la obra realizada y el fin perseguido: “Los ingenieros encargados de las obras garantizaban que las ejecuciones serían más eficientes, y lo mismo el operativo de limpieza posterior, que comenzaba sobre los cuerpos aún tibios y terminaba diez minutos después de haber sido retirado el último cadáver. Los falsos baños, con cañerías y duchas por donde nunca circularía el agua, sin embargo tenían el piso y las paredes revestidos con azulejos que facilitarían la higiene del lugar. Las plantas de faena de mataderos y frigoríficos habían proporcionado un antecedente válido a los encargados de dibujar los planos y determinar los materiales adecuados para edificar las modernas cámaras de la muerte. “Nada queda librado al azar”, como le gustaba repetir con pedantería el ingeniero de la firma Topf & Söhme, de la cercana Erfurt, especializada en la construcción y puesta en funcionamiento de hornos crematorios” (pág. 251). Y la rapiña y el ansia de dinero no escapará a los muertos: “cuando el exterminio se hiciera masivo y sistemático, entre las tareas de los Sonderkommander, encargados de limpiar con mangueras las cámaras de gas y de trasladar los cadáveres a los camiones que aguardarían con los motores encendidos, estaría la de hurgar con los dedos en los cuerpos de los muertos. Esa fue la orden que el comandante le transmitió al Lagerältester una semana antes de que finalizaran los trabajos de construcción de las cámaras y del horno gigantesco” (pág. 252). Y Aarón, solícito, se encargará de seleccionar la gente de confianza para esa tarea, para incautar cualquier objeto de valor que haya escapado a los controles. “Además de la inteligencia natural, aguzada por el encierro, que le permitió desarrollar tácticas de supervivencia que a la vez le rindieran buenos dividendos económicos, el Lagerältester era reconocido como un renegado, y no solo por quienes padecían sus excesos sino también por los jefes. Si para los prisioneros el mandamás era un ser vil y despreciable que se merecía la muerte más horrible, que los más temerarios tan solo se atrevían a pensar, entre los nazis del campo las opiniones se dividían entre quienes lo menospreciaban por considerarlo un oportunista y los otros, los que atendían al desempeño y sobre todo a los resultados alcanzados por el servil comparándolo con los demás Kapos, incluso con los soldados y hasta con algunos oficiales” (pág. 253).
Como otro de los proyectos de los nazis que se llevaron a cabo, en este caso fue el fracaso del jabón hecho con grasa de judíos: “A Himmler no le interesaba la suerte corrida por las prisioneras ni el método en sí: le asqueaba la posibilidad de que él o sus hijos, involuntariamente, pudiesen llegar a lavarse las manos con un trozo de aquel jabón, cuyo mayor atributo era que estaba elaborado con Reines Judische Fett, pura grasa judía” (pág. 254). De entre los experimentos que se hicieron, uno de ellos era la esterilización, como supuesto método para combatir algunas enfermedades (y de paso impedía que la raza judía pudiera seguir procreándose): “sabían cómo quedaban los sobrevivientes a los experimentos: reventados por dentro. Las mujeres con el útero destrozado de tantos pinchazos y sustancias introducidas, y los hombres castrados quirúrgicamente sin anestesia. Todos con dolores insoportables que los doblaban en dos. Las atenciones, las curaciones y la asepsia duraban una semana, mientras el paciente era objeto de estudio. Pasado ese lapso, eran desechados. Abandonados a sus barracas. Los que habían sido expuestos a los rayos X y no habían resultado con quemaduras, vivían un poco, condenados a la muerte lenta”. El doctor Heidi, uno de los principales que realizaba los experimentos, tiene sus obsesiones: “el tifus y la malaria eran obsesiones en Otto Heidi (que eran enfermedades que aquejaban a los soldados en el frente de batalla), hasta que tuvo noticias de que su colega Carl Clauberg había logrado avances significativos en métodos de esterilización masiva, que por otra parte eran una de las obsesiones de Himmler” (pág. 253). Y Aarón se ofrece como voluntario para la esterilización: “No quiero dejar hijos. Y si llego a tener alguno que desconozco, pido perdón”. “Cuando Aarón salió de la entrevista (con el doctor Heidi) y caminaba buscando la salida, sintió que había conquistado un aliado. Iba satisfecho, envanecido al comprobar que los poderosos e incluso hasta los científicos de túnicas blancas y palabras incomprensibles también eran fáciles de engañar” (pág. 256). Porque: “Antes de tomar la decisión de operarse, lo que más le había costado había sido superar el temor enorme, crecido en el cautiverio, de padecer dolor. Como otras veces lo había experimentado, no era el dolor en sí, sino que lo que le asustaba era la posibilidad de sentir dolor. Hacerse abrir por aquellos carniceros no estaba en sus planes, pero sentía que iba perdiendo pie en la consideración de los jefes y que debía hacer méritos urgentes con el nuevo comandante. Tenía que echar el resto. Un judío que pide para ser castrado no es cosa que se dé todos los días, y ese era el triunfo que había jugado con habilidad” (pág. 257). Podemos darnos cuenta con facilidad que una persona de este calibre es capaz de hacer cualquier cosa con tal de quedar bien parado y seguir siendo bien conceptuado.
[La clase sexual→] Un pasaje ilustrativo se da en la forma en que se les cuenta a los jóvenes sobre el sexo, y que de alguna forma los incita a realizarlo como si se tratara de una cuestión científica y una especie de pasatiempo físico: aprete acá, estimule allá y luego hágalo. Reunidos todos, muchachos y muchachas, un hombre con túnica blanca muestra dibujos, señala las partes íntimas y diserta sobre posiciones sexuales, pero luego “el hastío inevitable desapareció como por encanto cuando el hombre colocó una silla en el centro de la escena. Enseguida chasqueó sus dedos y su ayudante se despojó de la túnica y se exhibió como Dios la trajo al mundo. Los espectadores no podían creer lo que veían. Era una estatua de mármol blanco perfecta, sin siquiera un vello que les recordara que estaban ante una mujer de carne y hueso. El disertante señaló con deleitación las zonas erógenas y con el extremo de la vara golpeó con delicadeza y persistencia sobre los pezones, hasta lograr que alcanzaran la erección deseada… (luego) hizo que la diosa se sentara en la silla. Ella se sentó en el borde y cuando estuvo en posición abrió las piernas, con la elasticidad de una rana, para facilitarle la tarea al expositor, quien sin dejar de hablar señalaba, tocándolos apenas, los labios externos y los pliegues inmediatos de la vagina” (pág. 260-261), y finalmente le estimula el clítoris hasta que le hace obtener un orgasmo a la mujer. Como es de esperar, luego de la “clase”, “uno de los muchachos se puso de pie y caminó hasta un grupo donde había tres muchachas, estiró el brazo y tomó la mano de la niña elegida. Juntos se fueron lejos del bullicio y de los fuegos (de las hogueras que habían encendido), internándose en la espesura”. Lo que llama la atención es en primer lugar el culto a los cuerpos perfectos y la total falta de recato, allí lo único que hay es una especie de animalidad sexual, pero no amor y ni siquiera deseo. Deben hacer lo que se espera de ellos.
La niñera y sus cambios de humor chocan el conservadurismo de Charlotte, que establece nuevas rutinas para la servidumbre, rutinas excesivamente estrictas. Y a pesar que la madre de Charlotte, que está de paso, le intente decir que Greta supuestamente le quiere birlar al marido, nos enteraremos que el ahora comandante perdió la virilidad en el frente de batalla. “Los médicos le salvaron la pierna, pero no pudieron devolver lo que se llevó la metralla”. Enterada, la madre cambia de plan: “Aún eres joven y tienes toda la vida por delante…”, porque en el fondo nunca le gustó el marido, ya que ella pertenece a la casta militar prusiana, aristocrática y tradicionalista: los hombres militares, las mujeres tienen que ser “las bravas, el sostén, la brújula”.
Uniendo los discursos con base en el mismo o similar tema, al dejar hablar a las mujeres volverá a Hindele, y a la historia anterior. Esta le comenta a su suegra, Beile Rivke, la idea de enviar a su hijo Yankev a Palestina. “Al fin la suegra había acabado convenciéndose y accedió al pedido de la joven de que la apoyaría si los hombres requerían su opinión. Beile Rivke no intervendría, se mantendría callada hasta que le fuera dada la palabra. En ese caso y solo en ese instante abogaría para que su marido y su hijo revieran su posición común en relación con el viaje del niño” (pág. 268). Llegado el momento, Hindele “no gritó y ni siquiera hizo un gesto destemplado, sin embargo las palabras retumbaron entre las paredes y terminaron suspendidas contra el techo, nubarrones cargados de tormenta, amenazantes sobre las cabezas de los cuatro. El lugar de estudio durante el día y dormitorio de la pareja joven en la noche fue la antesala del Infierno por un instante” (pág. 269) Las reacciones del rabino más viejo oculta un machismo disfrazado de religión: “Alzando la voz, el más viejo no se dirigía a su nuera, sino a su hijo, a quien acusaba de débil por no llevar con mano firme el matrimonio, por no haberle enseñado desde el principio a su mujer cuál era el lugar de la esposa en el hogar, por no poner por sobre todo a la familia y permitir que aquello estuviese ocurriendo” (pág. 270). “Hindele también le reclamaba a su marido por qué no la defendía y le exigía que, por una vez en su vida, peleara por su hijo” (pág. 270). La suegra se pone de su parte: “Sholem Jonás Kucek, tú tienes razón en querer mantener unida a la familia. Y Hindele tiene derecho a querer lo mejor para su hijo. Debo confiar en su criterio, porque ella es familia, es la mujer de mi hijo, es mi nuera, es la madre de mi único nieto. Eso es la familia para mí. Ayudaré a Hindele, porque confío en Dios y nada malo puede pasarle a Yankev en la Tierra Prometida. Lo haré aunque Nathan se oponga, porque los hijos son primero de las madres” (pág. 271). “Desde la tarde en que Hindele irrumpió y alteró la hora del café, la furia de las calles se había metido en la casa, y, aunque no se hablara de ello, la incertidumbre, la desazón, la impotencia y otras diversas formas del miedo fueron creciendo y terminaron por dominar el ánimo de Reb, su mujer y su hijo, como si la mujer joven los hubiese contagiado cono una enfermedad extraña o hubiera plantado una semilla maldita” (pág. 275).
Y Aarón “aunque desde el día que partió de la casa del Reb para irse a vivir por su cuenta había comenzado a alejarse de las leyes, aun profanando el día sagrado como lo hacía, el Sabbat seguía siendo para él la mezcla de aromas que comenzaba en la mañana y permanecía entre las paredes después de que volvían del templo, luego de haber entonado el B´nai He Jala, y de rezar la plegaria Dios de Abraham. Olores que recuperaba en aquel momento y de los que disfrutaba cerrando los ojos” (pág. 274), algo queda en él de la tradición. Para convencer a los rabinos “Aarón irrumpió haciendo lo que mejor sabía: mintiendo”, en realidad sobre el asunto del dinero, diciendo que los jóvenes del Jalutz recaudaban “fondos para que también los más necesitados pudiesen viajar”. El viejo rabino le creyó porque “se había criado en un pueblito, un shtetl del norte de Polonia iluminado por las enseñanzas del Baal Shem Tov, donde la comunidad estaba asentada en la ayuda mutua, especialmente a los más desposeídos” (pág. 276). De esa forma, “el dinero requerido no estaría más en consideración ni podría ser utilizado como pretexto por los rabinos”.
Mientras tanto en Stutthof, los hornos empiezan a funcionar: “…se procesaban tandas de quinientos condenados cada cincuenta minutos. Los que integraban los comandos de limpieza estaban aislados del resto de los prisioneros y tenían prohibido hablar con quienquiera que fuese del trabajo que realizaban. Los cadáveres, luego de expurgados, eran trasladados en carretillas hasta un camión estacionado de culata a la entrada del edificio de cemento, hermético, totalmente, si no fuera por la puerta de dos hojas metálicas y los ventanucos que en lugar de vidrios tenían chapas que se abrían y cerraban mecánicamente. Después de cargado, el camión hacía un recorrido corto hasta donde estaba emplazado el crematorio e ingresaba también marcha atrás para que la caja quedara oculta a los ojos de los curiosos. Esas precauciones provenían de las órdenes que recogían las experiencias de otros campos, donde la guardia había tenido que sofocar protestas e incluso reprimir conatos de levantamientos por parte de los prisioneros, conscientes del destino que les esperaba” (pág. 280-281). “Al cabo de los meses transcurridos, la mentira de los baños por razones de salubridad dejó de ser eficaz. Era imposible ocultar lo que estaba ocurriendo en el campo. Cuando el comandante Hoppe veía desde la ventana de su despacho las filas que marchaban hacia la muerte, apenas custodiadas por cuatro guardias armados, invariablemente movía la cabeza. Parecían mansos corderos, y eso no lo podía entender. No sentía compasión sino rabia por no conocer el porqué de aquella actitud. Sospechaba que había algo que él ignoraba, un secreto que quienes caminaban arrastrando los pies, algunos tomados de la mano, se llevaban a la tumba. En un momento pensó en torturar judíos hasta que confesaran lo que para él era un misterio, pero no demoró en desechar la idea, pues si la llevaba a cabo estaría demostrando su debilidad. No ante los torturados sino frente a su personal, los cientos de ojos que lo vigilaban de la mañana a la noche. Prefirió saberse estafado que hacer público que sus víctimas sabían algo que él desconocía” (pág. 281-282).
Hasta su mujer se marcha, alegando “el olor nauseabundo que llegaba del campo y las cenizas que ensuciaban la ropa recién lavada”. “Incluir dos poderosos extractores de aire en la segunda cámara de gas que se estaba construyendo obligó a los ingenieros a cambiar los planos, pero una vez instalados demostraron su eficacia reduciendo diez minutos el tiempo del aireado. La solución había recibido el beneplácito del propio Himmler, quien dispuso que fuera contemplada en las construcciones previstas para todos los campos de exterminio. La idea había sido de Aarón, y cuando Hoppe le preguntó por qué sólo dos extractores, recibió como respuesta que dos bastaban, ya que si bien ventilar era importante, lo sustancial era que la cámara continuara siendo hermética” (pág. 282), lo que es la última estocada traicionera a sus orígenes y a lo que quedaba de dignidad, porque ahora sí colabora conscientemente para que el sistema de exterminio sea más eficaz. Y otros datos que Fornaro nos va dando, para ilustrar el horror: “la capacidad de cada cámara estaba calculada para seiscientas personas por turno, aunque generalmente esa cifra era sobrepasada en un par de cientos por vez. Los comandos encargados de la limpieza se encontraban con los cuerpos amontonados. Arriba los hombres jóvenes, más abajo los débiles y las mujeres, y contra el piso los ancianos y los niños” (pág. 282-283); “al concluir su primer año en la comandancia y a nueve meses de puestos en funcionamiento las cámaras y el horno, había disminuido la población judía de Stutthof a ocho mil sobrevivientes y ya no quedaban homosexuales ni gitanos” (pág. 283). Pero de pronto Hoppe “constató que algo no andaba bien” cuando recibe un mensaje cifrado de Himmler que le ordena demoler, “hasta reducir a escombros, las cámaras y los hornos crematorios, así como todos los documentos relacionados con la operación”. Es la derrota en todos los frentes, aunque en este campo de concentración los ecos de la guerra no se escuchan y nada se sabe, y ya empezó la retirada y la desbandada, pero también esa orden es la confirmación de que hay que ocultar el procedimiento, la llamada “solución final”, como si no hubiera existido. Marchan hacia el interior de Alemania con un grupo de prisioneros, muchos de los cuales irán quedando por el camino, pero unos cuatro mil quinientos quedan en el campo. “Aunque poseía la misma información que los demás, Aarón sí era consciente de lo que estaba ocurriendo. Lo que veía le recordaba a los animales de su niñez, especialmente las veloces ratas de campo, poniéndose a salvo cuando el río desbordaba por la crecida. Tenía el presentimiento de que esa vez las aguas no volverían a su cauce. Por esos días, el Kapo Josef Reiter lo convenció de tatuarse un número en el antebrazo izquierdo, como habían visto en prisioneros que llegaban de otros campos. “Nadie podrá dudar de dónde estuvimos”, le dijo el otro. Pero si finalmente decidió quemarse la piel fue porque vislumbró que, además de ser víctima visible, de esa manera, marcado para siempre, lo relacionarían con otro Lager, no con Stutthof” (pág. 291), y esos siguen siendo mecanismos de sobrevivencia pero también como coartada de impunidad. “Aarón salió caminando de Stutthof. Iba solo y mirando con prevención a los costados. Sabía que algunos prisioneros se habían escondido en el bosque y aguardaban para regresar a los barracones a esperar a los rusos. Apuró el paso. A pesar de que el aire era primaveral, vestía un sobretodo de paño grueso y pesado, maltratado por el uso, del que no se separaría. Debajo del forro, en la espalda y en el frente, llevaba marcos y dólares dispuestos en ordenados montones iguales, atados con hilo. Los anchos dobladillos, así como el interior del ruedo inferior de la prenda, cargaban algunas joyas que estimó valiosas y pequeños trozos de metal que siempre supuso de oro. Durante las noches de las últimas tres semanas, con la misma devoción que empleó Germe Reshe para confeccionar su mortaja, Aarón descosió primero y luego cosió aquel abrigo, que en el camino le pesó más que la culpa que algún día pudiese llegar a sentir” (pág. 291-292).
Volviendo al punto anterior, Hindele muere, entonces, con “la cara deformada por los golpes” y Aarón “se reprochaba por no haberla acompañado, por no haber insistido ante la mujer, que no quería que la viesen en su compañía. Pensaba y actuaba como una adúltera que desea mantener su secreto a toda costa, y sin embargo no había cedido a la tentación de ser infiel al matrimonio” (pág. 294-295). El permiso de salida de Yankev, que Aarón le había facilitado, es, para la suegra, “la prueba del sacrificio de mi nuera, esta es su última voluntad. Luego que pasen los siete días de pena, veré que se cumpla el deseo final de la madre de mi nieto, mi único nieto, sangre de mi sangre” (pág. 296). “Aquel fue el último embarque de niños judíos que salió de Danzig. Pocos días después de la partida, la oficina de la Jalutz fue allanada y los jóvenes, que siguieron trabajando sin atender a la irrupción, fueron golpeados y obligados a mirar cómo el escaso mobiliario era destruido y las donaciones recibidas terminaban esparcidas y pisoteadas por quienes acuchillaban bolsas de trigo, envoltorios con ropa usada y atados con medicinas, vendas y gasas” (pág. 297). “Las tropas del Gauleiter Forster asaltaban las casas de los judíos, obligándolos a salir de prisa. Los más previsores tenían lista una valija con lo que consideraban imprescindible para un viaje obligado, los apresados en las calles fueron arreados con lo puesto. Unos y otros, con la estrella amarilla cosida en la ropa, no tuvieron tiempo ni oportunidad de otra cosa que de acatar los gritos de los desaforados, quienes no dejaban de apuntarles para que se movieran hacia los vehículos con los motores encendidos” (pág. 298), y, como siempre, Aarón “no sólo lograba filtrar información sino que se las ingeniaba para entrar de contrabando medicamentos y leche para los más pequeños. En tanto que el rabino Nieuchowicz se demoraba en gestiones interminables ante las autoridades, Aarón se las ingeniaba para solucionar las necesidades más inmediatas de los que acudían a él, olvidándose, especialmente las mujeres lenguaraces y los hombres envidiosos, de que le estaban pidiendo favores a un maldito” (pág. 299). “El destacamento militar, emplazado en la península de medio kilómetro cuadrado de superficie, estaba separado de la ciudad por el portón del ferrocarril, aunque, en los últimos tiempos de presagios y anuncios inquietantes, había sido fortificado con casamatas”, que, justo es decirlo, no sirvieron de nada. Es el comienzo de la guerra y del horror.
Nota: El Gauleiter Albert Forster, del partido nazi, fue directamente responsable del exterminio de los no alemanes y fuerte partidario del genocidio de los polacos. Declaró, antes de la guerra, que los polacos y los judíos no eran humanos. En un discurso en el Hotel Prusinski en Wejherowo, en 1939, incitó a los alemanes a atacar a los polacos diciendo: «Tenemos que eliminar a los polacos plagados de piojos, empezando por los que están en la cuna. En tus manos les doy el destino de los polacos; puedes hacer con ellos lo que quieras». Forster fue juzgado, condenado y ahorcado por sus crímenes en Varsovia después de que Alemania fue derrotada.
La importancia de Eichmann.- La tercera etapa de esta novela, y digo etapa como si fuera parte de un viaje en el tiempo —y en el espacio—, se dedicará a desmenuzar el secuestro del criminal nazi Adolf Eichmann, que vivía en Buenos Aires bajo otro nombre (Ricardo Klement) y manteniendo un perfil bajo y un modo de vida nada ostentoso. La acción, en la que está envuelto el Mossad (servicio secreto israelí) cuenta con la participación de Yankev Kucek, que lo encontramos aquí como relojero (pero sabemos, de antes, que es falsificador, seguramente de pasaportes y documentos necesarios para operaciones encubiertas). En el transcurso de la narración, imaginamos, volveremos sobre nuestros pasos y veremos dónde ha desembarcado Yankev al inicio de la segunda guerra y qué fue de él. Por ahora se dedicará a contar los detalles del operativo (hay un libro, La casa de la calle Garibaldi, escrito por Isser Harel, quien fuera el jefe del Mossad y director del Shin Beth, el servicio de seguridad interior, que cuenta los detalles de la operación Garibaldi. Hay incluso una película, “La caza de Eichmann”, basada en el libro «Eichmann in My Hands», escrito por Peter Z. Malkin, que participó en el secuestro del criminal nazi, y Harry Stein). Además, la noticia del secuestro se ha hecho bastante conocida, e incluso hay otras teorías que desmienten la participación del Mossad. En la novela de Fornaro, se tratará de la operación Garibaldi y la participación del servicio secreto israelí en la captura, el secuestro en una casa de seguridad y la extracción del mismo hacia Israel. La parte del juicio y la condena a muerte no forma parte de La madriguera.
“Yankev, que desde hacía diez años trabajaba para el espionaje israelí en Europa, con base en París, fue reclutado por Rafi Eitan, el jefe de operaciones del Shin Bet, para integrarse al comando responsable de capturar a Eichmann y trasladarlo a Jerusalén, donde sería juzgado. Eitan, por orden directa de Isser Harel, era el responsable de toda la operativa, desde la formación y dirección del equipo, la planificación táctica, hasta la ejecución de todos los detalles” (pág. 308). Además, Yankev, “en el mundo en que había ingresado una vez terminada la Guerra de Independencia, se había acostumbrado a enmascarar sus sentimientos, sin medir a quien tuviese enfrente” (pág. 308), por lo que debemos ir descubriendo en qué tipo de hombre se ha convertido uno de los participantes del operativo. Y detrás de este operativo está el caza nazis Simón Wiesenthal, quien, con poco apoyo real, se dedicó a escarbar en los archivos para encontrar a criminales nazis que se desperdigaron por el mundo. Y sabemos que Wiesenthal no lo hizo por venganza, sino por justicia, y por ello se transformó en la verdadera conciencia del Holocausto, ayudando a identificar a más de mil nazis que tuvieron participación directa en crímenes de guerra. El fervor de Wiesenthal “era el de los locos, los iluminados, el de los santones del desierto”. Además de todo eso, Simón Wiesenthal lo ayudará a encontrar a su padre, y le da el dato de alguien cercano, pero nosotros sabemos que terminará encontrando a Aarón, casi de seguro.
Aunque la novela entra en la acción de este operativo, aun cuando alternará el pasado desde que llega a Palestina y se instala en un kibutz, sabemos que hay algo más, siempre hay algo más: “si un mes antes la posibilidad de atrapar a Eichmann lo aproximaba al objetivo que perseguía desde tiempo atrás, la confirmación que había escuchado de boca de un Aharoni (otro de los integrantes del grupo que captura al nazi) inusualmente locuaz lo ponía prácticamente en las calles de Montevideo” (pág. 311). Porque detrás de la acción, hay un trasfondo jurídico, legal, acerca de si es justo el secuestro, si es de justicia o si tiene componentes de venganza. “No se trata de una operación de captura común, sino de la captura de un criminal nazi horrendo, el peor enemigo del pueblo judío” (pág. 311), y esa es la justificación que se da. “Más allá de hablar a la perfección siete idiomas, Yankev, con sus veintiocho años recién cumplidos, era el mejor falsificador del Mossad”, y por eso es que fue escogido para la operación. “La práctica de su oficio, que él había transformado finalmente en un arte, la hizo trabajando veinte horas por día adulterando pasaportes para que cientos, tal vez miles de judíos pudiesen abandonar Marruecos para viajar a la Tierra Prometida, y así salvar sus vidas” (pág. 317), y ese oficio le viene de las innatas aptitudes para el dibujo (y siempre, aunque esté distraído, dibujará el rostro de su padre, el rostro de la tristeza de su padre). En secreto, Yankev busca a su padre, quiere saber sobre su suerte: “Los racionalistas que se apegaban a la lógica desalentaban las búsquedas, valiéndose de cálculos de probabilidades y argumentos que pretendían ser contundentes; quienes sostenían que se necesitaba dar vuelta la página eran más cerriles al decir que el pasado debía enterrarse para construir el futuro”. Y así como en esa época, en la nuestra también hay quienes llaman a dar vuelta la página sin siquiera saber la verdad, tal vez sin darse cuenta que si no sabemos lo que sucedió podemos volver a repetirlo, y eso fue muy doloroso para las víctimas del terrorismo de Estado y sus familiares, pero también fue muy catastrófico para el país, que retrocedió en todos los índices. Es por eso, también, que hay que desenmascarar el negacionismo, porque detrás de relativizar o minimizar el Holocausto, hay una intención de justificar los aberrantes actos que se hicieron en nombre de una falsa pureza.
No creo necesario describir puntualmente la acción que se llevó a cabo, ni las peripecias que sucedieron para secuestrar a Eichmann (podemos remitir al lector de este ensayo a que, cuando tenga el libro en sus manos, vaya al resumen del mismo entre las páginas 322 y 324, o bien en las páginas que siguen). Pero sí nos referiremos a pensamientos y reflexiones de Yankev, porque hacen a la historia que vamos siguiendo, de modo de mostrarnos a este protagonista secundario, que funciona como contrapeso del personaje principal que es Aarón Goldwicz.
“Pero lo que más le atraía (de Argentina) era estar por primera vez en una ciudad, en un país por donde no había pasado la guerra. Era como un oasis en su vida e intentaba disfrutarlo observando, atendiendo la existencia feliz de aquellos privilegiados que sin duda desconocían lo que tenían. Esa inocencia, tal vez la de Adán y Eva antes de la condena, resultaba extraña para quien, como todos los que lo acompañaban en la misión, había sido criado y educado en la lógica implacable de la defensa y el ataque, de las tácticas rigiendo los hechos cotidianos más simples, de la tragedia de un pasado que no debía ser olvidado, por ellos ni por las generaciones siguientes” (pág. 325-326). “…le costaba aceptar que él, su padre desaparecido, su madre asesinada, sus abuelos fusilados, los seis millones exterminados, los perseguidos desde el principio de los tiempos fuesen ellos, justo ellos, parte del pueblo elegido. Sin duda todo era una gran broma de Dios. ¿El Dios de quién?, se preguntaba. ¿El de los judíos? ¿El de Hitler y de los nazis? El Dios de Eichmann, el indolente que en medio del interrogatorio en la noche anterior, según le había contado un furioso Aharoni, se puso a recitar el Shema en perfecto hebreo, para hacerles saber que conocía en manos de quiénes estaba prisionero, diciéndoles, luego que lo obligaron a callar la oración sagrada, que el rabino Leo Baeck le había enseñado el idioma. Cuando pensaba en Dios, Yankev no podía dejar de sentirse indignado y temeroso al mismo tiempo” (pág. 326-327).
La importancia de capturar a Eichmann, y eso debemos tenerlo presente, es porque “es el mayor asesino de judíos de todos los tiempos”, como se dice en la página 331. Y además Eichmann era “un asesino irredento y astuto que había escapado a varias prisiones, que a la menor oportunidad intentaría fugarse”. “Lo que Wiesenthal no le dijo aquella tarde fue que la paciencia es el requisito indispensable del investigador” (pág. 332), porque habrá de tener mucha paciencia si quiere saber algo que, de por sí, es muy incierto.
[Detalles del pasado: apenas llegados al kibutz de Eim Hamifratz, “aún antes de instalarse, mientras comían bajo un toldo amplio, al que alguien había nombrado como “el comedor”, recibieron la primera advertencia, de las muchas que oirían con el correr de los días. No podrían salir solos más allá de la muralla de palos. Afuera estaban los árabes esperando para llevárselos” (pág. 334). Yankev tiene casi 7 años, y “la única cara que recordaba o creía recordar, era la de su padre” y la dibuja una y otra vez.] El kibutz era una “comunidad afincada en la colectivización de los bienes y del trabajo, sin distingos de ninguna especie entre sus miembros, ni siquiera los que podrían surgir de méritos propios”. “Isaías Mendel (el maestro del kibutz), junto con algunos exalumnos, participaba de un grupo de estudios de ateos fervientes que habían sustituido la Gemará por El Estado y la revolución, que transformaban en santos y objetos de culto a Lenin, Trotski, Bujarin y Dzerzhinski, y que, como los jasídicos abundaban en relatos moralizantes, repetían El Capital como si fuese la Torah…” (pág., 337), que es otra manera de encontrar la explicación de las cosas que venían sucediendo. Y ese maestro, buscando la explicación al nazismo y a esa xenofobia que culpaba a los judíos de todos los males del mundo, “se volcó a la acción revolucionaria, intervino en conspiraciones y atentados, colocó bombas y conoció la cárcel y salió de ella con cicatrices aunque sin respuestas. Una noche, participó de una reunión clandestina donde el orador dijo: “¿Hasta cuándo seguiremos soportando nuestro exilio? ¿Hasta cuándo seguiremos siendo huéspedes indeseables en la mesa de extraños? Nadie puede negar que después de ochocientos años seguimos siendo ciudadanos de segunda clase en Polonia. Debemos convertirnos en una nación igual a las demás naciones. Tenemos una tierra, la tierra de Israel. Tenemos una lengua, esa lengua es el hebreo” (pág. 338) y eso lo decide a ir a la Tierra Prometida, pero Yankev no participa de ese grupo de estudio, “la vigilancia (de guardia, de centinela), como después lo serían los documentos vistos a través de una lupa, era un pretexto para mantener la mente distraída, alejando a los inoportunos visitantes de la noche disfrazados de recuerdos, pensamientos alevosos y preguntas sin respuestas” (pág. 339). “Aprendía rápido, se destacaba en los estudios, no remoloneaba en cumplir con sus obligaciones y aunque podía expresarse en yidis, hebreo, polaco, alemán, español, inglés y francés, apenas hablaba lo necesario. Leía todo lo que caía en sus manos y solo con David (el hijo del gran rabino) mantenía conversaciones extensas”, y aquí lo vemos ya adolescente. “Yankev estaba condenado a recordar. Sin embargo en el kibutz no sabía qué”, porque su pasado inmediato le era desconocido. Y “tres meses atrás (del operativo para secuestrar a Eichmann) Simon Wiesenthal le había informado que el Aarón Goldwicz que buscaba podía ser el mismo que vivía en Montevideo. Un pasajero con el mismo nombre había partido a fines de 1945 desde el puerto de Génova con destino a Buenos Aires” (pág. 350), y ahí está su esperanza, porque de encontrarlo estará más cerca de hallar informaciones sobre su padre. “Por David, Yankev supo que quien había realizado las gestiones en las oficinas de la Jalutz y depositado el dinero para que él pudiese abandonar Danzig se llamaba Aarón Goldwicz. Durante muchos años el tal Goldwicz fue un enigma y se conformó con pensarlo como un benefactor desinteresado puesto en su camino para salvarle la vida. Nada sabía de él y David solo recordaba que vestía como un gentil. Recién cuando finalizó la guerra y el gran rabino Abraham Nieuchowicz se trasladó con su familia a Israel, luego de haber sido liberados del campo de Theresienstadt por los rusos, Yankev se enteró de que sus abuelos y su padre habían estado confinados junto a ellos en el campamento de Victoriaschule. La hija mayor del rabino fue la que identificó a Aarón como el hombre que había llegado a la casa paterna, y fue su madre la que confirmó que era el mismo que no se separó del Reb Kucek y de los suyos en el poco tiempo en que permanecieron prisioneros en el gimnasio” (pág. 351-352). Pero esa son todas sus informaciones, ahí terminaba todo.
Al llegar a Montevideo, se debía encontrar con Salomón Bergstein en el Zhitlovsky. “Salomón Bergstein era el ser más afable del planeta” comprobaría cuatro días después (cuando ya se había ido de Buenos Aires a Montevideo), y esto es, nuevamente, el recurso del flash forward. “Como era su costumbre apenas entraba en su casa, encendió la radio. No importaba el lugar en que se hallase ni el tiempo que fuese a pasar allí, antes de desempacar lo primero que hacía era comprobar si en el sitio había un aparato de radio. Si no había lo procuraba, y luego se sentaba ante él a buscar en el dial, con paciencia de orfebre o del falsificador que era, una emisora que pasara música. No importaba en qué país estuviera, siempre había una estación que emitía, generalmente sin interferencia de avisos, el arrullo que lo acompañaba mientras trabajaba, leía, dibujada o dormía. Cuando la hallaba, marcaba el sitio con un lápiz de color rojo y ya no movía la aguja” (pág. 361), al poner alguno de los gustos del personaje secundario, pero que ha desplazado al principal protagonista en esta parte de la novela, hace que tome presencia real, que tome cuerpo, como si realmente fuera una persona. Y mientras se preparan los últimos detalles para la extracción de Eichmann, Yankev “pensaba en Montevideo, y que un día después, a esas horas estaría embarcado en el vapor de la carrera rumbo a la ciudad desconocida donde esperaba obtener las respuestas que buscaba. Trataba de imaginarse cómo sería el huidizo Aarón Goldwocz, acerca de quien poco se sabía y que presumiblemente, solo presumiblemente, fuese el compañero de infortunio de su padre” (pág. 379-380). Y una vez que su presencia ya no era necesaria, “se había sentido aliviado de dejar atrás las responsabilidades de la misión. Mirando por encima de la borda los últimos preparativos para la partida, imaginaba cómo sería la ciudad que lo esperaba al final del viaje, y si encontraría respuestas a sus preguntas. Tendría unos días para perderse en Montevideo, pero al final (el final, debió decir) estaba en París: la oficina donde tendría que reportar, los superiores a quienes debería dar cuenta de su tardanza en llegar al punto de reunión acordado, los interrogatorios inevitables, y aunque no descubrieran la mentira, y aun sin probarle nada, quedaría flotando la duda, quizá el descrédito y la condena final. El engaño, la historia falsa debería tener la contundencia de la verdad comprobable y se tenía confianza para irla madurando con el transcurso de las horas”, porque la pesquisa en pos de su padre la hacía de modo íntimo, ya que no podían permitirse asuntos personales dentro de los servicios secretos, y menos en esta situación.
Algo más que la otra orilla.- [Una visión de la ciudad→] “Por lo que había visto subiendo desde el puerto, la zona antigua mostraba signos inequívocos de descuido que no obstante permitían imaginar pasados esplendores. Como en Buenos Aires, aunque en una escala más amigable, la ciudad nueva que se elevaba pujante remarcaba el contraste con las casas viejas amenazadas por baldíos cercanos viniéndose abajo con la mansedumbre de lo inevitable, sobre veredas estrechas y calles cariadas” (pág. 387-388). Salomón Bergstein, Salo, era un gordo exultante, de manos “acolchadas, cálidas y sudadas”, de “un metro sesenta de estatura, calvo, de lentes, extrovertido y sonriente”. “Poseía una simpatía demoledora”. Dirá que “aquí somos de preguntar poco, especialmente a los que llegaron con la guerra o después del 45. El pasado, querido amigo, es cosa de cada uno, y hay quienes no tienen problemas en contar lo que fueron antes de venir acá, y otros, como es el caso de Aarón, no miran atrás, y si miran no dicen. Todos son muy respetables, y esta institución es una sociedad de hombres libres, laica…” (pág. 391), y abunda un poco más, siendo concreto: “lo que te interesa saber es qué dijo cuando supo que lo andabas buscando. Nada. No es muy expresivo que digamos. Al nombrarte movió la cabeza y quedó mirándome en silencio, pero no me miraba a mí. Miraba más lejos. Al rato dijo que hacía muchos años había conocido a alguien con tu mismo nombre. En un momento quiso saber qué edad tenías, pero no supe responderle. Después que hablamos de otras cosas, se preguntó para qué lo andarías buscando y se quedó pensando. Como pareció no haberme oído la primera vez, le repetí que tú eras conocido de Wiesenthal, que más no sabía. Le pedí que se reuniera contigo, que viniera a la una, que ya han de ser —aventuró sin necesidad de ver el reloj—, pero me respondió que lo iba a pensar. Quizá se aparezca. Deseo de corazón que no hayas hecho el viaje en balde” (pág. 392). Y allí, en el Zhitlovsky, tiene lugar el encuentro. “Al fin el anfitrión (Salo) fue discreto y los dejó solos. El hombre de terno gris y con corbata azul ocupó la silla de Salo. Yankev volvió a sentarse en el asiento que hacía un rato había dejado. Estaban a un poco más de un metro de distancia y continuaban envarados escudriñándose, como si cada uno tuviese ante sí una pintura indescifrable, o el mecanismo desnudo de una máquina compleja. No pestañaban, con la misma fijeza del toro que ve al hombre que tiene enfrente, el brazo extendido, el estoque que le apunta, la punta acerada, antes de bajar el testuz y embestir a la muerte” (pág. 393). E inmediatamente Fornaro da paso al punto de vista de Aarón: “Apenas lo vio, Aarón supo que los ojos vivaces, negros como carbones, del que lo andaba buscando eran una copia fiel de los de la malograda Hindele Moskver; de ella eran la nariz respingona y los pómulos altos, los rasgos eslavos de la familia de su madre, que junto con las vidas salvadas fue lo único que sus viejísimos antepasados pudieron llevarse en su huida de Chmielnicki (ciudad del centro de Ucrania). El pelo oscuro de quien tenía ante sí presentaba entradas que anticipaban una calvicie precoz, y su rostro evidenciaba la fragilidad enfermiza de su padre. Aunque con rasgos diferentes, era como mirar a Nathan, a la misma cara de la tristeza”, y aquí están todos los recuerdos agolpados, y hasta su propia tristeza. “Por la expresión del que lo observaba, de inmediato advirtió que no había sido reconocido. Corría con la leve ventaja de saber a quién se enfrentaba sin que el otro supiese quién era él. Por su condición de sobreviviente perpetuo, Aarón Goldwicz valoraba toda situación, buscada o no, que le permitiese estar un paso adelante de algo o alguien” (pág. 394). La noche anterior, y como resultado de saber que era buscado por el hijo de Nathan (o al menos a quien tenía el mismo nombre), “había emergido agitado y a los manotones de la pesadilla, para encontrarse con la oscuridad del dormitorio y la respiración ruidosa de su mujer, que dormía a pierna suelta a su lado. El demonio, metido entre las sábanas y el sueño, había disfrutado atormentándolo como hacía tiempo que no le sucedía”, es el miedo y la culpa, resaltado, contrastado por el sueño tranquilo, a pierna suelta, de la mujer. La sensación, descrita minuciosamente: “transpirando de miedo, se había bajado de la cama y al tocar con sus pies desnudos el piso, el sudor fue escarcha sobre el cuerpo vestido apenas con un calzoncillo húmedo, agitado por el temblor de las piernas ateridas. A tientas encontró el saco colgado en el respaldo de una silla y con él sobre los hombros se dirigió a la cocina, buscando la luz y un trago de leche para aplacar la puñalada que sentía en la boca del estómago. Para deshacerse del frío había prendido las tres hornallas y el horno, que dejó abierto. Sentado lo más cerca posible de la boca sin tapa, advirtió que de a poco se recuperaba, y que la quemadura en las tripas iba cediendo. Cuando se sintió mejor, encendió el primer cigarrillo y comenzó a pensar la estrategia para enfrentarse al inoportuno, cuyo mero anuncio de visita había bastado para desatar los fantasmas adormecidos” (pág. 394-395), si acaso aquí llama la atención el saco, y nos imaginamos que es el mismo con el que salió del campo de Stutthof y que, por lo tanto, le da una seguridad extra, y el detalle del horno abierto que nos trae reminiscencias a los hornos crematorios.
Y lo que sabe Yankev es “porque Aarón Goldwicz de Danzig sería el único que podría darme cuenta de lo que pasó con mi padre, de quien apenas sé que era un rabino pobre y lo único que me acuerdo de él era su cara y especialmente el color de su pelo y su barba. Sé que mi madre está muerta, que la mataron en la calle, pero de mi padre lo único que sé es que fue enviado a un campo de concentración. Sería el único pariente vivo que me queda” (pág. 395), y esto desnuda una realidad que sucedió en la época, y es que muchos judíos se quedaron sin ni un pariente, sin ningún familiar, y ni siquiera pudieron saber exactamente qué pasó, como murieron, en qué circunstancias, y elaborar el duelo en esas circunstancias les llevó mucho tiempo, décadas. Y a pesar del desdén de las respuestas de Aarón, que dice lo apenas necesario (que era pelirrojo, inauguró el campo de concentración de Stutthof junto a unos pocos judíos y, sobre todo “lo mandaron al frente ruso y nunca más lo vi”), Yankev le dice “sé que usted me salvó la vida. Averiguar qué pasó con mi familia es uno de los motivos de este viaje, el otro es agradecerle lo que hizo por mí” (pág. 396). “El hombre flaco (Aarón) estaba interesado en saber por qué el joven decía que él lo había salvado. Aliviado, aunque cuidadoso al elegir las palabras, el visitante contó lo sucedido al dejar Danzig, de su amistad con David y de las charlas con el gran rabino Nieuchowicz y su mujer al finalizar la guerra… Antes de extenderle la mano, el hombre del traje oscuro, sin modificar su semblante ni dar alguna señal en consonancia con lo que estaba diciendo, lo invitó a seguir la conversación en su casa, al mediodía siguiente” (pág. 396-397). Sin sospechar siquiera que todo puede ser una celada, y nos extrañaremos porque Yankev es experimentado en esos temas, por su actividad en los servicios secretos, se dejará embargar por sus sentimientos: “eran más de las tres de la tarde, la luz otoñal contrarrestaba la incomodidad del viento, constante desde que bajó del barco, e invitaba a caminar sin prisa, atendiendo los reflejos del sol entre las ramas de los árboles, las fachadas más vivas que en la mañana, y las hojas caídas, en distintos tonos de ocre, que cada tanto revoloteaban en torbellinos breves. Miraba lo que lo rodeaba, lo que tenía delante, y pensaba acerca de la conversación mantenida, particularmente sobre el final inesperado. Ingenuamente se consideró afortunado porque Aarón Goldwicz, de quien continuaba sin saber demasiado le abría las puertas de su casa. Satisfecho de haber hecho el viaje, se dejaba llevar por sus pasos” (pág. 397). Yankev irá a la casa de Aarón, ciegamente confiado, y éste trama un plan, porque hay algo que lo molesta de la presencia del joven, y es el recuerdo, el pasado, hecho presente.
Todo eso se complementa con estos párrafos: “Sumado a las revelaciones de la tarde anterior, en no más de cinco horas había averiguado mucho más de su pasado que en toda su vida. Conmovido por emociones nuevas y antiguas que lo sacudían sin concierto (y es esto lo que le hace bajar la guardia), con la cara oculta tras el diario, se esforzaba por ordenar sus pensamientos. Pretendía saber lo que había ocurrido con su familia, y a la vez entender lo que le estaba pasando. Si antes lo había intuido, ahora tenía la certeza de que la clave era Aarón Goldwicz, de quien sabía muy poco. Sentía que ese desconocimiento lo dejaba en inferioridad de condiciones y que no le quedaba otra posibilidad que creer en lo que le contara el hombre que no sonreía. A la vez —así era de caótico su pensamiento en ese momento— desconfiaba, sin razón aparente, del que le había abierto las puertas de su casa. Quizá sus sospechas —conjeturaba— tuviesen que ver con la actitud distante del otro, con su manera de ser hosca, que lo volvían al menos para él, inasible e impenetrable” (pág. 404). Y luego de esa entrevista, algo sobre la mujer de Aarón, mucho más joven que él: “por más que se esforzaba, apenas si la recordaba fugazmente. Se preguntaba por el color de sus ojos y demás rasgos de la cara, y ensayaba respuestas que terminaban por no convencerlo. Esto también sucedía con el resto de su cuerpo, comenzando por las manos, en las que evidentemente no había reparado, a pesar de que fue ella quien sirvió la pasta y le alcanzó el plato. Lo mismo con el café, y al acercarle la caja de chocolates para que él tomara uno. Rememoraba las situaciones, los movimientos e incluso asociaba alguna frase de ocasión, pero era incapaz de determinar la forma de sus dedos, si tenía las uñas cortas o largas, y si las llevaba pintadas o no. Sin esfuerzo volvía a ver el conjunto rosa pálido, el saquito abierto con las hileras de botones y ojales cayendo en paralelo a lo largo del torso, pero no podía decirse algo, tan solo una pista del tamaño del busto. Si tuviese que dibujarla no sabría por dónde comenzar, y eso le fastidiaba. No obstante se sentía atraído por Judith y estaba deseoso de volver a verla” (pág. 405), y en esa confusión, que es de sus propios sentimientos, “…al alejarse de esa sospecha (la de que se estaba engañando en cuanto al no haber visto a la mujer, y que era porque el otro “era el amo y el señor del lugar” y le mostraba lo que quería mostrarle), al culparse por el olvido, Yankev se negó la posibilidad de entender que todo lo ocurrido desde que puso un pie en el apartamento sucedió porque Aarón lo había permitido. Estuvo cerca de descubrir que lo que habría de acontecer en los días siguientes no sería fruto del azar. Sin embargo prefirió culparse” (pág. 407), lo que es la transferencia de la culpa. “Esa mañana su atención estaba puesta en la mujer que pronto iría a visitar. Se había dormido pensando en ella y al despertarse seguía allí. Ni el desconcierto de encontrarse en una habitación que le costó reconocer, y ni siquiera el fastidio de ducharse en cuentagotas con agua helada habían sido capaces de alejarla de sus pensamientos. Lo curioso era que, como en la noche anterior, no podía recordar tan solo un rasgo de Judith. Le bastaba la sensación, la atracción rara que sentía y se manifestaba en una excitación como hacía tiempo no experimentaba. Se dejaba llevar, liberado de la obligación de calcular cada paso, de prever lo que podría llegar a acontecer, de permanecer con la guardia en alto, como le habían enseñado sus instructores. Misteriosamente Aarón Goldwicz, la razón de su viaje al Río de la Plata, había pasado a un segundo plano, borrado por la mujer difusa” (pág. 408) —eso es, justamente, lo que quería Aarón, que Yankev no pensara en él”.
[La ciudad desperezándose→] “El primer día laborable de la semana parecía desperezarse sin prisa del tedio del domingo. No había que ser un mago para adivinar que quienes descendían de los autobuses en las esquinas y se sumaban a los transeúntes que comenzaban a poblar las veredas eran empleados que iban a ocupar sus puestos de trabajo. Lo hacían sin apuro, procurando que durara la libertad de ir por la calle, antes de encerrarse entre cuatro paredes durante ocho horas. Los hombres, hasta los más jóvenes, vestían saco y corbata. Las mujeres llevaban polleras hasta la rodilla, algunas usaban trajes de chaqueta y todas calzaban zapatos de taco alto. Ellos y ellas iban peinados con esmero. En las cabezas de los más jóvenes, por lo general perduraba el trabajo de peluquería hecho para la salida del sábado a la noche. Los hombres, sin importar la edad, tenían el pelo pegado al cráneo con fijador. Desentonaban los vendedores de diarios, la mujer que armaba un puesto de flores, los porteros que baldeaban las entradas de sus edificios, los barrenderos y los pocos policías con quienes se cruzó Yankev. Aparte de los autobuses —muchos de ellos eléctricos—, circulaban, también sin prisa, camiones de reparto, algunos taxis y escasos coches. No obstante la desmesura de algunos modelos norteamericanos, abundaban los lugares donde estacionar”, este párrafo, que nos muestra la ciudad despertando, como un color local que nos sitúa en determinada época (en la que aún “no pasaba nada”), funciona como un pequeño descanso antes del desencadenamiento de la trama urdida por Aarón.
Pero fatalmente, porque en toda la novela la fatalidad campea como algo inevitable, como un destino inexorable al que no se puede eludir, lo que tiene que suceder, sucederá. Además, es Aarón quien les hace concertar la cita, seguramente con ideas no muy alegres. “Desde el momento en que ella apareció, Yankev no dejó de mirarla. Primero a la cara: los ojos eran color miel, el pelo castaño le caía dócil y llegaba un poco más allá de los hombros, la nariz armonizaba con las mejillas levemente hundidas y los labios gruesos sobresalían sobre el mentón redondeado. Era como si la viera por primera vez, y lo que estaba mirando le agradaba. Tenía los labios pintados y una discreta sombra azulada resaltaba los ojos. Aunque no la recordaba fielmente, podría jurar que Judith lucía diferente. Quizá fuese el pelo, o los toques de color que resaltaban en la piel pálida. Cuando la tuvo más lejos pudo recorrer el resto de la anatomía de la mujer, que sin ser ostentoso le resultaba muy apetecible. Era flaca, pero con las prominencias apropiadas en los lugares precisos” (pág. 412), y lo que sucede es una especie de amor a primera vista, un enamoramiento repentino. “La mujer estaba locuaz, como si al pisar la calle se hubiese liberado de un voto de silencio obligatorio puertas adentro. Sin detenerse, como si las palabras llevasen el mismo impulso de sus pies en la pendiente, ella le informó que aquello que veían a lo lejos no era el mar, aunque los montevideanos lo llamaban de esa manera, y tampoco era río, como lo nombraban los porteños, sino un estuario, pero que nadie le decía así y que si ella lo sabía era porque lo había aprendido en la escuela o en el liceo. Sin que el otro se lo pidiese explicó qué era un estuario, se excusó por el color del agua y recordó que un poeta, no se acordaba quién, lo había bautizado como “el río color piel de león” (poema Las ciudades, de Leopoldo Lugones, que en sus primeros versos dice: “Primogénita ilustre del Plata/ En solar apertura hacia el Este./ Donde atado a tu cinta celeste/ Va el gran río color de león…”), aunque no estaba segura de la cita, pero que era más o menos así, dijo, y agregó sin vacilar “pero hay días que está azul y a veces hasta verde” ” (pág. 413-414). Sobre Aarón, su mujer, escéptica, dirá: “Hace trece años que lo conozco y más de doce que estamos casados, y sigue siendo tan misterioso y callado como la primera vez que lo vi” (pág. 415). Y lo que debía suceder, acontece: “De la cafetería pasaron al salón comedor y de allí a una habitación del segundo piso, que tomaron por todo el día pero que solo usaron hasta el atardecer. Fue el devenir de una sucesión lógica en dos jóvenes deseosos, sabiéndose furtivos y apremiados por no desaprovechar quizá la única oportunidad de estar juntos. Fue un dos más dos cuatro que ocurrió sin que lo advirtieran y si lo hicieron no hablaron de que estaban allí, en aquel hotel semivacío, pasado el mediodía, a la hora de la siesta, para hacer algo más que conversar” (pág. 417). Y allí, ya en la intimidad, Yankev querrá saber algo más de su salvador, porque su misterio le sigue preocupando. “El es de hablar poco, como viste. Dice lo indispensable, y casi siempre tiene que ver con la casa, que esté ordenada y limpia, que cambie las toallas y las sábanas una vez a la semana, y por sobre todas las cosas que siempre haya comida, preparada y en la despensa. Solo usa camisas blancas y tienen que estar perfectas”, y también: “él me conoce. Me mira y sabe cómo estoy o lo que tengo ganas de hacer. Él es como es, y para mi está bien…” (420).
[El contraste: “En su casa, Judith, luego de despojarse del abrigo y de librarse de los zapatos apenas entró, fue al dormitorio a terminar de desvestirse. Cubrió la ropa interior con un batón holgado, metió sus pies en unas zapatillas cómodas, y antes de encaminarse a la cocina encendió en la sala una estufa que al principio ahumó y despidió olor a querosene. Frunció la nariz y añoró la calidez limpia, inodora, de la habitación del hotel. Comenzó a extrañar a Yankev y a lamentarse de que Aarón volviese tan pronto. Fantaseó con la posibilidad de que su marido se muriera en un accidente en la carretera. No le disgustó la idea de ver al coche sin control precipitándose por un barranco o incrustándose en un árbol. Otras veces había deseado la muerte de Aarón, pero pocas con la intensidad de esa noche, mientras se disponía a preparar los platos (los platos tradicionales judíos) que él desdeñaba”; y, del otro lado, “hundido en la cama desvencijada, vestido como había llegado de la calle, Yankev miraba el techo de la pieza del hotel y pensaba en Aarón. Anhelaba el próximo encuentro con aquel hombre al que durante tanto tiempo había recordado sin rostro, quien al principio fue solo un nombre familiar asociado a unos cromos de colores y después, aún sin cara, fue Aarón Goldwicz, el último que quizá hubiese visto vivo a su padre. Presumía que la búsqueda estaba próxima a finalizar, pero temía que los tres días que quedaban antes de subirse al avión y reportarse en París no fueran suficientes para averiguar lo que quería. Lo había visto, lo tuvo enfrente, podía describirlo, pero, satisfecha su obsesión por descubrir los rasgos del que comenzó como un recuerdo desvanecido, sentía que sabía poco de él. Quien en el principio era apenas el tío Ari, y luego que avanzó en su investigación fue Aarón Goldwicz, don Aarón, Aarón a secas, acabó siendo, como si alguien se hubiese propuesto entreverar aún más la baraja, el marido de Judith. Cuando vio la oportunidad de quedar a solas con la mujer, supuso que podría sonsacarle información y, sin preverlo, habían terminado cómplices de un engaño del que no se arrepentía, pero que le había servido de poco pues continuaba con las manos vacías. Cerró los ojos con la intención de descansar un instante antes de levantarse e ir a cenar y ya no los volvió a abrir. Se durmió pensando en ella; la imaginó cocinando para el hombre que al otro día estaría de vuelta” (pág. 423-424).] La mujer, Judith, en cambio, “al final apagó la radio y se quedó quieta, esperando en silencio que la tristeza se alejara siguiendo a los sonidos que ya no se oían. Aguardó en vano. Entonces rompió a llorar” (pág. 425).
Salomón Bergstein (Salo) le comunica las noticias a Aarón: “La conversación con Salomón lo inquietó. No por el secuestro de Eichmann ni por la declaración que debían redactar (el Zhitlovsky debe hacer una declaración para deslindar responsabilidad en el hecho), sino porque el nazi había sido raptado en Buenos Aires, justamente desde donde había viajado el hombre joven que procuraba respuestas. Descreía de las coincidencias. A ese desasosiego se le agregaba una frase que Salomón dijo eufórico: “el largo brazo de la justicia termina por imponerse” ” (pág. 428). Fornaro vuelve al punto de vista de Aarón: “pero esa no era la preocupación (adulterio) de quien se sabía un marido engañado, sino la certeza de que el visitante imprevisto había participado en el rapto de Eichmann, que por lo tanto era un agente del Mossad o miembro de algún escuadrón a las órdenes de Wiesenthal, que estaba en Montevideo por él, y muy probablemente no estuviese solo” (pág. 433). Y más, aún: “tenía claro que no lo secuestrarían ni lo llevarían a juicio. Desde el primer encuentro en el Zhitlovsky sospechó de las intenciones del que había aparecido de la nada, dudaba de que lo hubiese buscado y terminara recorriendo medio mundo únicamente para saber lo ocurrido con su familia. Los últimos hechos confirmaban su presentimiento: Yankev había venido a matarlo” (pág. 433-434), lo cual trae la culpa, aunque inconsciente, por lo que hizo en el campo de Stutthof. El conflicto se plantea en que Aarón cree que Yankev vino a matarlo porque sabe de su colaboración con los nazis o porque dejó abandonado a Nathan a su suerte y el hijo viene a cobrar su deuda, y Yankev, por otro lado, sólo quiere saber más de su padre, de su pasado y se ha cobrado la deuda —simbólicamente— con la infidelidad de Judith, porque él intuye que hay algo extraño en la conducta de Aarón. Y Judith queda en el medio (la relación entre Aarón y Judith parece más una coartada, como para aparentar una normalidad matrimonial y así justificarlo a él). En definitiva, Yankev había equivocado por completo el camino: “se había salteado varias recomendaciones y errado los procedimientos para lograr su objetivo: inducir a Aarón a que hablara del pasado. Estaba en un punto muerto porque había sido incapaz de adelantarse al otro y de esa manera prever su juego. En sus momentos de euforia, omnipotente y desafiante, pensaba que la vida tenía el encanto de lo imprevisible y que la sorpresa era la sal y la pimienta. Cuando se deprimía, porque la desorientación le impedía avanzar sin siquiera adivinar cuál debería ser el próximo paso, terminaba por aceptar que todo se reducía a una partida de ajedrez, que era el símil preferido de los instructores. Riesgos calculados, márgenes de error, planificación, anticipación, conducción, objetivos precisos, alternativas posibles, variantes admitidas eran expresiones que recordaba en tropel cuando ya era tarde” (pág. 437), es el error del método, en el que comprende que hay algo equivocado en todo eso y que, por eso, no llegará a saber más de lo que ya sabe.
Toma y daca. Metido en el baile hay que bailar.- Un personaje accidental, que está en el mismo hotel que Yankev, el Cervantes, le cuenta de “unos escritores franco-uruguayos” (Isidore Duccase, el Conde de Lautréamont, con Los cuentos de Maldoror, y La colina del pájaro rojo, de Emilio Oribe, aunque no tiene nada de francés, pero en cambio sí Jules Laforgue, o Jules Supervielle que debió haber nombrado el ilustre huésped) y le da dos libros, entre ellos Los cuentos de Maldoror. “Fue hasta la confitería alemana, eligió una mesa alejada y abrió el ejemplar más viejo y maltratado e inmediatamente quedó cautivado con los versos desgarradores, como cuchillos ferruginosos, y desafilados abriendo la carne, rompiendo los músculos, serruchando los huesos. Asombro y asco, placer y dolor le impedían quitar los ojos de aquellas páginas amarillentas y manoseadas, salpicadas de manchas, consecuencias del maltrato, el descuido y tal vez el abandono a la intemperie. Leía con avidez, pero no podía dejar de notar que una mugre vieja se le iba pegoteando en los dedos, contagiándolo de una rara lepra añeja” (pág. 439). Estos pequeños desvíos que toma la novela, si bien nos indica un expreso estado de ánimo particular del personaje, y de las influencias que recibe del mundo exterior para sentirse de esa manera, también funcionan como descansos para aflojar la tensión y así preparar el salto a lo que vendrá. En este caso: “Cuando se despertó, aún con el malestar de otra noche agitada, Aarón Goldwicz estaba lejos de imaginar que aquel viernes, que comenzaba a vivir con las primeras luces colándose por las rendijas de la celosía, sería inolvidable para él. Ni por asomo sospechaba que lo tendría presente hasta el mismo instante de su muerte, y más precisamente en aquel momento cuando el hueso de pollo lo dejaría sin habla, sin aire, manoteando ante la impavidez de la mirada de su mujer, contemplándolo pasiva dejándolo ir; agarrándose el cuello, cabeceando hacia atrás, cayendo de la silla, con los ojos desorbitados como si hubiese visto un fantasma” (pág. 444) (por un momento nos habíamos olvidado cómo iba a ser su muerte, su absurda muerte, y acá tenemos el cuándo, lo que —parece— nos desvía, otra vez, sobre quién será el muerto en el sótano, si sólo puede ser quien creemos que es, y, sobre todo, quién será entonces el asesino, porque el recuerdo, inevitable, vuelve. Y además, la impasibilidad de la mujer nos quiere hacer creer que ella algo sabe, quizá no de una forma racional, sino como efecto de una vieja intuición nunca expresada textualmente). Ese día, el día crucial que venimos esperando, como tantos otros, Aarón pelea con su mujer. “Ella terminó llorando y amenazándolo con que se iría a la casa de sus padres. Él la incitaba desafiándola a que lo hiciera, burlándose de esos arranques y recordándole cómo terminaban, cuando volvía con la cola entre las patas y pidiéndole perdón. Como otras veces, Judith acabó yéndose. Se fue cargando un bolso pesado y juramentándose que esa vez sí era para siempre. Antes de irse tendió la cama y miró que todo estuviese en su lugar en el dormitorio, especialmente las puertas del ropero, cerradas” (pág. 444). En el detalle del cerrar del ropero, está el cerrarse del todo, que en este caso parece definitivo.
Hay algunos detalles más de nuestro personaje principal, que hasta ahora lo hemos tocado de modo tangencial, como el de su trabajo, de prestamista, con su “libreta de recibo y carpetas con pagarés, documentos y títulos de propiedad dejados en garantía por los deudores, a quienes él prefería llamar clientes”. Ese trabajo “lo hacía con base en dinero en efectivo, en definitiva, papeles que daba y recibía, que reconocía al tacto y que al tocarlos le producían placer. Que los números le cuadraran era una consecuencia lógica del negocio previsto, apenas una comprobación matemática de que todo iba bien, que las entradas superaban con creces a las salidas. Apenas operaciones de sumas y restas, a veces matizadas con algún cálculo de interés. Para Aarón Goldwicz sacar cuentas era rutinario, aunque nunca aburrido. Era metódico, cuidadoso al extremo de revisar varias veces los resultados antes de darlos por definitivos, y sumamente prolijo al asentar las cantidades, fechas y nombres” (pág. 445). Además “…el verdadero goce estaba en sentir los billetes en sus manos, contándolos, alisándolos, cuidando que las puntas no estuviesen dobladas, apilándolos de acuerdo con sus nominaciones, emparejándolos por los cuatro costados y atando cada fajo con dos bandas elásticas, ni muy apretadas ni muy flojas, colocadas cada una a dos centímetros de los bordes laterales. Los billetes demasiado estrujados o los que estaban rotos los separaba y los metía en un sobre, y era lo último que entregaba al cajero, siempre acompañado de un comentario acerca de lo poco cuidadosa que era la gente con el dinero” (pág. 446), donde nos lo muestra hasta cierto punto como un maniático y en extremo puntilloso con el dinero, demostrando su verdadera naturaleza de usurero. Su conducta precavida y la suspicacia quedan expresadas así: “Desde que meses atrás se enteró de que a un sexagenario lo habían pungueado en un ómnibus robándole más de treinta mil pesos, evitaba ir al banco en autobús. Por una razón elemental de ahorro se abstenía de viajar en taxi, así que cuando debía hacer un depósito caminaba los quince minutos que separaban su casa de la sede central en la Ciudad Vieja. También desconfiaba de las sucursales, aunque no sabía muy bien por qué. Acondicionaba los fajos de billetes en los bolsillos interiores del saco, y de ser necesario usaba también los del pantalón. En la calle fingía desplazarse con aire despreocupado, evitaba las esquinas con semáforos para no tener que detenerse, y elegía ir junto al cordón, desde donde, ante cualquier posible amenaza, podría salirse rápidamente de la vereda” (pág. 446-447), una precaución lindante con la desconfianza hacia todo y hacia todos.
Incluso Fornaro nos hace situar un hecho de la historia nacional, como lo fue la “infidencia” (atribuida a Jorge Batlle, pero que con base en nuevos indicios se indica que fue otro el culpable. La devaluación fue en el año 1959, que es cuando se firma la primera carta de intención entre el gobierno colegiado, perteneciente al Partido Nacional, con el FMI y el inicio de una deuda externa con este organismo que supeditó al país a políticas decididas dentro del seno de la organización financiera) dentro de la trama (de esta manera nos ubica el año y la situación económica del país): “Hacia fines del año anterior, por una decisión del gobierno había estado a punto de perder gran parte de las ganancias de los últimos meses. Un soplo a tiempo, la infidencia de un gerente del casino, yerno de un senador, le advirtió de que era inminente una devaluación del peso por efecto de una reforma monetaria en proceso por aquellos días. El infidente le sugirió lo mismo que el político le aconsejaba en privado a sus amigos y parientes con ahorros en moneda nacional: que se pasara rápidamente a divisas fuertes. Aunque no dudó de lo dicho por el gerente, al principio le pareció raro que lo anunciado fuese a ocurrir. Finalmente prevaleció su instinto de conservación, al despertar la desconfianza adormecida por años de estabilidad. Recordó a su abuela Germe pronosticando desastres inminentes en tiempos convulsos, y cómo los que la escucharon salvaron sus propiedades e incluso se enriquecieron, y los incrédulos terminaron en la miseria, suicidándose algunos, emigrando a la ciudad la mayoría y los más afortunados trabajando para los ricos en las que habían sido sus tierras” (pág. 447). Y por esa razón, por su desconfianza eterna, “prefería el efectivo y algunas monedas de oro de fácil traslado en caso de tener que salir huyendo. El apartamento donde vivía era su único inmueble, adquirido poco tiempo después de establecerse en el país, luego de calcular que le resultaba más conveniente comprarlo e inmediatamente hipotecarlo que pagar alquiler de por vida” (pág. 447). Además de ese bien, “en un taller mecánico a la vuelta de su casa conservaba, tapado por una lona, un Taunus de mediados de los años cincuenta. Había sido la única posibilidad de cobrarse un préstamo fallido, y lo tomó con la intención de deshacerse de él en cuento consiguiera el comprador adecuado. Aunque estaba a la venta, que se demoraba porque Aarón rechazaba una tras otra las ofertas, comenzó a utilizarlo en sus viajes al interior del país, a lugares donde los ómnibus no llegaban…” (pág. 448). “Si bien conocía de motores, especialmente de camiones y máquinas pesadas cuando estuvo encargado de mantenimiento durante el primer año en Stutthof, no estaba actualizado en cuanto a marcas y modelos de automóviles. Le bastó enterarse de que aquel coche era un Ford fabricado en Alemania para saber que al final había terminado haciendo un buen negocio. Dueño de casa y auto, aun sin ser totalmente de él, a los ojos de vecinos y conocidos era un triunfador que había logrado el anhelo de muchos uruguayos de entonces” (pág. 448).
“Se sabía poseedor de un sentido especial que le permitía detectar enemigos a la distancia y las alertas se habían insinuado apenas supo de la existencia del que lo buscaba. Las pesadillas recurrentes eran señales insoslayables. En aquellos días recordó la advertencia acerca del peor sordo, ese que no quiere oír” (pág. 449-450). El ve en Yankev a un enemigo a quien le va a ajustar las cuentas pendientes y por eso lo invita a cenar, “luego de disculparse por su comportamiento y lo ocurrido la tarde del miércoles (en que Yankev había tenido que irse por la agresividad del otro), atribuyéndolo a que estaba pasado de copas, mintió que Judith deseaba desagraviarlo invitándolo a cenar. Como si hubiese estado esperando esa llamada, luego de hacerse rogar por un rato simulando estar ofendido, Yankev terminó aceptando el convite” (pág. 451), y recordaremos que la mujer se había ido de la casa, por lo que la mentira de Aarón tiene sabor a venganza. Yankev, mientras tanto, “deseaba el encuentro y había pasado los dos últimos días especulando acerca de cuál era la mejor manera de provocarlo. La reacción intempestiva y violenta de Aarón le había dejado poco margen de maniobra. No se consolaba, pero las oportunidades de salvar el viaje eran prácticamente nulas. Siempre le quedaba la posibilidad de presentarse a la puerta del apartamento del Palacio Durazno y tocar el timbre. Era la única, pero la eludía siempre por la misma razón: no por evitar enfrentarse con Aarón sino porque temía perjudicar a Judith. Sospechaba que el marido estaba enterado de la infidelidad de su mujer. En el momento en que su anfitrión se desbocó y terminó echándolo de su casa, ese fue el primer pensamiento que ocupó su mente. Le rondó durante toda la noche y al día siguiente, y continuaba preocupándolo. No deseaba crear más inconvenientes a su amante fugaz, pero a la vez no se resignaba a irse sin saber qué había ocurrido con su familia, que por lo averiguado se reducía a la suerte que había corrido su padre. De otra manera regresaría a París vacío, a continuar su vida incompleta por culpa de su torpeza, porque él y sólo él, se castigaba, era el responsable de haber cortado el único eslabón con el pasado. Milagrosamente el llamado telefónico había puesto las cosas en su lugar” (pág. 452). Y en la nueva entrevista, con la disculpa de que Judith había ido a la casa de los padres para encender “junto a su madre las velas del Sabbath”, Yankev se encontró con que si estaba en el baile, pues entonces debía bailar, sacando todo el repertorio de los pasos: “El alcohol los había vuelto locuaces y desinhibidos. Lo que al principio fue un torneo de recelos mutuos, al cabo de un tiempo derivó en un intercambio franco, por momentos escandaloso, donde cada uno dijo lo que quiso, y especialmente violento cuando, al cabo de dos horas y de la aparición de una segunda botella, los reproches airados derivaron en insultos soeces. Por la furia, las sutilezas para conocer lo que el otro ocultaba parecían haberse diluido. Si bien discutían por el pasado, por lo que uno sabía y el otro suponía, la violencia en el intercambio de reproches era por el presente, por el hecho de estar cara a cara. Enfurecidos y borrachos, la pelea terminó siendo por algo que ninguno de los dos recordaba” (pág. 454). Y entonces, “en algún momento de la tardecita, quizá ya de noche, Aarón se puso de pie con esfuerzo y con el cenicero en la mano caminó a los tumbos hacia la cocina. Yankev ni pestañó, seguía con la vista fija en el asiento de enfrente como si el otro continuase allí. No prestó atención al tambaleante que pasó a su lado. Lo había visto ir y venir varias veces. Sabía que regresaría con la pieza de metal reluciente y que la dejaría ufano en el centro de la mesa” (pág. 455). Y entonces sucede: “Vaya a saber (nos dice el narrador omnisciente) en qué estaba pensando Yankev que no oyó cuando Aarón se le acercó por atrás. Un solo golpe seco bastó para rajar la cabeza como si fuese una sandía. El crujido sonó simultáneamente al quejido, el último aire exhalado por quien había sido sorprendido por la muerte. Las gotas de agua en el pistón recién lavado se confundieron con la sangre que entibió la mano y oscureció la manga del saco del asesino” (pág. 455).
El dolor amansado con el que se convive.- En la última parte volverá el detective Arquímedes B. Carson y su pesquisa. Ya nosotros sabemos lo fundamental de la historia, qué sucedió, por qué, cuándo y cómo, pero Fornaro nos deparará aún alguna sorpresa. Queda Judith y la hija, y ya sabemos quién es el padre y quién no puede serlo. Las sorpresas, por tanto, irán hacia otro lado. Y nos quedará saber cómo armará el rompecabezas nuestro investigador, de qué manera cerrará el círculo.
Antes de eso, debemos anotar que el detective “no le temía a la oscuridad, se asustaba de sus propios pensamientos”. Quizá porque “las pistas eran endebles y confusas. Los hechos habían sucedido más de cincuenta años atrás y los sobrevivientes que podrían haber sido testigos o al menos tener alguna información no eran fiables. Doña Judith estaba perdida irremediablemente, extraviada en su mundo, el Silbador mentía sin pudor, y el portero Diano protegía el recuerdo de su antiguo patrón. Aparte de ellos, de los sobrevivientes de aquella época que aún seguían habitando sus apartamentos en el Palacio Durazno estaban las hermanas Díaz y la viuda del peletero. El inconveniente era que entre las tres sumaban más años que la patria” (pág. 460), es decir más de doscientos años.
Y con total parsimonia, Fornaro nos irá mostrando de la hilacha, la sospecha, como llega a la madeja y al corazón de la historia, y nosotros, que ya sabemos casi todo, sólo nos quedará develar las últimas incógnitas; el cuándo preciso de la muerte de Aarón Goldwicz (ya con Judith nuevamente en la casa), el cómo del descubrimiento de toda la trama por Arquímedes B. Carson, y algunos cabos sueltos como el final de la historia de Eichmann con lo referente a Yankev (a su desaparición, puesto que nunca llegará a París, y alguien debería investigar), o la historia de Judith y hasta lo que puede, o no, saber Ruth (y hasta lo que pudo saber Salo). Detalles. Porque desoyendo las veladas amenazas, tanto del juez Sánchez Torreón, como del Silbador, de “que no continuara escarbando en aquellos escombros”, porque “el pasado está presente, y que no hay manera de sacudírselo de encima”, el detective se siente acicateado para seguir investigando, como si estuviera en entredicho su honor profesional. “Acostumbrado a caminar con el viento de frente, desestimó los inconvenientes y decidió continuar adelante. No rehuía las cosas fáciles, simplemente no se le presentaban a menudo. Lo que había comenzado siendo un pasatiempo para el verano que se presentaba interminable terminaba siendo un desafío, estimulado por lo que el viejo callaba, o peor, decía a medias” (pág. 462) [En el boliche del Pomada, El Cosmopolita, el comentario del dueño nos muestra a alguien común, del pueblo: “Yo no sé si sos detective y ni me importa, pero hablás como detective y para mí eso es lo máximo. Te oigo y es como ver una película en la tele” (pág. 467). “El dato más relevante (y es la puntita de algo que se va a desenrollar) de la conversación con el Silbador, que no había aparecido en las charlas anteriores, era que alguien del Zhitlovsky le había comentado al viejo sobre la presencia del hombre que se había presentado preguntando por Aarón Goldwicz, y de quien además se sabía que había perdido a toda su familia durante la guerra” (pág. 463), por lo tanto irá tras esa pista. Pide ayuda al juez, pero este parece no querer involucrarse. “Era evidente que Sánchez Torreón evitaba que su turno se le enredase y, como todos los judiciales obligados a trabajar en enero, solo esperaba que terminara de una buena vez la dichosa feria. Poco parecía quedar del abogado joven y entusiasta que, cuando la euforia democrática celebraba el fin de la dictadura, se había comprometido en la búsqueda de los desaparecidos y en la condena a los culpables. En aquellos días inaugurales y de esperanzas para los familiares que no se resignaban a olvidar, el doctor Pico Sánchez Torreón era figura repetida en los diarios y la televisión. Su opinión importaba y los periodistas andaban tras él para acercarle un micrófono a la mínima oportunidad. Sin embargo, de la noche a la mañana desapareció de los medios, se había esfumado como por arte de magia” (pág. 474) (hay aquí una velada crítica al trabajo de algunos jueces que dejaron todo como estaba, sin averiguar demasiado, quizá advertidos por los que trabajan en las sombras del poder). “No cabía duda de que Pico, cansado de pelear, frustrado o simplemente avinagrado, no deseaba ser importunado por nada o por alguien” (pág. 475). El juez se había convertido en un pragmático.
Un último personaje, aunque de alguna manera es la prolongación del padre, Salomón Bergstein, es Bernardo Bergstein, importante para cerrar una parte de la historia. Es como si fuera la copia exacta de aquél, hace los mismos gestos, y tiene la misma figura y los mismos hábitos (y seguramente morirá de un ataque al corazón, al igual que el padre). “Como en todos los de su especie (es decir, los que son dueños de un negocio grande y se sienten importantes), su fascinación mayor estaba en escucharse a sí mismo”, por lo que el detective buscará tirarle de la lengua. En el año 1960, contará Bernardo Bernstein, “las salidas para mi hermana y para mí se cortaron y no solo por el bendito ahorro sino porque las calles se habían vuelto peligrosas para los judíos. Me acuerdo como si fuera hoy: una noche, mi padre y mi madre nos reunieron a mi hermana Miriam y a mí en el living de la casa y el viejo nos contó que había habido ataques violentos contra la colectividad. Habían empezado con pintadas en los frentes de las sinagogas, de los colegios, y yo mismo ayudé, con otros compañeros, a borrar las amenazas de las paredes y la puerta del Zhitlovsky. Después siguieron con bombas de alquitrán, profanaron las tumbas en el cementerio de La Paz, y dos noches antes de que mi padre nos contara eso habían atacado y torturado a dos muchachas judías y a una de ellas le tatuaron a punta de cuchillo una cruz esvástica en uno de los muslos. La otra, a quien iban a marcar en la cara, se salvó porque un vecino escuchó los gritos y salió de su casa a defenderlas. Las dejaron tiradas, golpeadas y con las ropas arrancadas en medio de la calle” (pág. 483) y nos da el dato que empieza por unir todo: “todo por culpa de los argentinos”…, “porque los ataques antisemitas empezaron en Buenos Aires, en respuesta al secuestro de Eichmann, y las banditas de acá los imitaron” (pág. 484). Y dice, además, “por esos días algunos judíos argentinos buscaron refugio en nuestro país a la espera de que pasara la fiebre antisemita desatada, sin prever que los neonazis locales pronto seguirían sus pasos” (pág. 484). Y cuando hablaba de esto, Bernardo parecía que estaba a punto de llorar pero se contenía, de la misma forma que “el llanto reprimido de Ruth era de rabia o de impotencia, en cambio el de Bernardo tenía que ver con un dolor primitivo que se transmite a través de las generaciones. El de un dolor amansado con el que se convive” (pág. 486), el dolor del eternamente perseguido en todas partes, del incomprendido.
[El detective tiene otra de sus particularidades que, con el primer cigarrillo del día, prorrumpe en “toses, ahogos, dolor en el pecho y lágrimas… del que se está asfixiando”, y a pesar de eso no puede dejar el vicio, aunque vuelva a decirse “que algún día tendría que dejar de fumar”.]
[Otro flash forward: “Estaba lejos de sospechar que la audiencia pública contra Eichmann, cuya información él entonces desdeñaba, aportaría elementos para aproximarse a la comprensión de quién podría haber sido el misterioso Aarón Goldwicz y a qué temía ese hombre. No lo percibió en ese momento y tampoco más adelante, y habría seguido sin avanzar en su investigación si no hubiese sido por la oportuna intervención de Pico, que días después, a partir de lo que había sido el juicio en Jerusalén, conjeturaría acerca del posible motivo para matar y enterrar al que terminó siendo un esqueleto hallado por casualidad” (el juicio de Eichmann empezaría el 11 de abril de 1961).]
Para la circularidad de la novela, volverá a estas páginas Mara, “la reina de Lesbos”: “a ella y a su grupo le interesaba mantener vivo el asunto (los huesos encontrados) para beneficiarse del escándalo” y que no fueran al edificio las mujeres del grupo opuesto al suyo, del cual se escindieron. “Era evidente que tan solo le importaba el provecho que pudiesen sacar de la situación. La intención manifiesta en términos de mercado apuntaba a que la ONG fuese percibida como la más activa del verano. Ella no se andaba con vueltas y no ocultó que detrás de su preocupación había un tema económico” (pág. 497-498) y le propuso “que continuara trabajando para ellas y ellos, como se encargaba de recalcar a la menor oportunidad, consiguiéndoles notas en la prensa a cambio de una solicitada que pagarían en los diarios. El detective no dudó en aceptar. Aparte de los fondos frescos que le entrarían por el adelanto pactado, se quedaría con el veinte por ciento de comisión de los avisos gestionados” (pág. 498).
También volverá a tener una charla con don Líbero, el viejo anarquista, como para terminar sus cuentas con él. “No se alegraba ni entristecía, simplemente sabía que a ese tipo ya no le debía nada, ni siquiera una explicación”. “Había pasado mucho tiempo desde la fecha presunta en que ocurrió la muerte (de Aarón Goldwicz) y cada uno contaba lo que le convenía o se ajustaba a su versión de los hechos, a lo que sospechaba que podría haber pasado” (el subrayado es mío, porque eso es exactamente lo que pasa en la novela, cada uno cuenta según su interés particular). Y ese hombre, “desencuadrado y abatido sobre la mesa” (se trata de don Líbero) de un café cercano, le dice que “tenía la firme sospecha de que Ruth podía ser hija del extraño visitante”, que, como sabemos, es Yankev, y que también sabemos que es verdad lo que dice. Y lo justifica diciendo que “después de tanto tiempo, dijo, enterarse de la existencia de una hija natural y comprobar un adulterio sospechado sería un festín para muchos. Terminó recordándole al detective que los trapos sucios se lavan en casa” (pág. 501).
Y además, para ir cerrando del todo el círculo, el gordo Trápani querrá saber sobre “una inmediata puesta al día de la investigación del fiambre que tanto tiempo tuvimos bajo nuestros pies”. Enterado, a su vez, del asunto Eichmann, el gordo Trápani se dedicará a averiguar todo sobre el caso desde su computadora.
Y será Bernstein hijo que le confirmará la teoría del viejo anarquista, a la vez que nos da otra visión sobre él: “me acuerdo de Yankev y del revuelo que causó principalmente entre las muchachas. Era un hombre joven, bien parecido, que venía recomendado por Wiesenthal. Esa era una carta de presentación muy apreciada en aquel tiempo, muy tenida en cuenta por mi padre y sus compañeros de directiva, quienes inmediatamente le abrieron las puertas, porque para ellos era un visitante ilustre. Lo vi una sola vez, cuando mi padre nos llevó a la reunión para darle la bienvenida. No me pregunte por qué pero destacaba de los demás hombres, tenía algo que lo hacía especial. Al menos así lo veíamos, tal vez porque era extranjero. Lo que sé es que fue el tema de conversación de mi hermana y de sus amigas en los días siguientes. Era como si todas a la vez se hubiesen enamorado del tipo, o más bien quisiesen protegerlo. Era un flaco de lentes, con pinta de intelectual” (pág. 505-506). Y sobre todo, esto: “parecería que Yankev andaba tras la pista de un Aarón Goldwicz, quien podría haber conocido a sus familiares en Europa, y Wiesenthal lo ayudaba en esa búsqueda. Ese Aarón Goldwicz, que no necesariamente tendría que ser el Aarón Goldwicz casado con Judith y padre de Ruth, sabría el destino de los familiares de Yankev, muertos durante la guerra. Según mi padre, Wiesenthal le había pedido que arreglara un encuentro entre el Goldwicz de Montevideo y el joven que llegaría de Europa. Y eso fue lo que hizo, de acuerdo con lo que me contó. Incluso afirmaba que Aarón había reconocido a Yankev. Hasta ahí la historia más o menos comprobable” (pág. 507-508). Y por último, antes de descubrir por entero sus cartas, Bernardo Bergstein le dirá: “Lo que es innegable es que mi viejo tenía un gran olfato para descubrir al que tenía enfrente, y si decía que Yankev era del Mossad le firmo donde quiera que era del Mossad. Mire, no sé si heredé esa virtud de mi padre, pero es evidente que a usted le importa poco la historia del Zhitlovsky (porque esa había sido la justificación para entrevistarse con él). Si al principio tuve dudas, ahora sé que es así. No sé en qué anda, y no pretendo que me diga. Pero no me tome por bobo —alcanzó a advertirle antes de que el mozo se acercara a tomarles el pedido. No había enojo en su voz, sino firmeza (pág. 508-509). Yo diría que el detective tiene buena estrella, porque a pesar que se descubre fácilmente su juego, todos deciden jugar al modo de él.
Y el juez (antes de irse de vacaciones por la Feria Judicial, largamente esperada), le autoriza a ir a la Jefatura para revisar los partes del mes de mayo de 1960, y es la licenciada a cargo, cuyo único pensamiento es el de que algún hombre se fije en ella, la que le suministra los diarios. Pero no encuentra nada, y ese no encontrar es un modo de encontrar, también, por ocultamiento. El detective, aunque a la uruguaya, y lo anotamos acá que casi terminamos este ensayo, que indudablemente se ha alargado un poco más de la cuenta, me hace acordar a los que aparecen en las novelas negras, las duras, como Marlowe, fuma sin parar y bebe abundantemente hasta caer rendido, por lo que se despierta con dolor de cabeza y a cualquier hora. Alguien ha anotado, también, y tiene algo de verdad, que nuestro Arquímedes Berreta Carson tiene algo de Boogie, el aceitoso, de Fontanarrosa. El detective, para completar el bosquejo, era “un vocacional de la desprolijidad, una máquina de meter la pata”.
El gordo Trápani averigua, “revisando un libro de Isser Harel” (ex jefe del Mossad y quien ideó y estuvo a cargo del operativo para capturar a Eichmann), el dato sobre un hombre joven, “flaco, pálido, de lentes, con pinta de enfermo”. Y dice que es falsificador y que en el pasaporte francés, que se había hecho él mismo, figuraba como “artista” (¿podría ser Yankev una especie de alter ego de Fornaro, no por su historia, sino por algún aspecto de su personalidad?).
Se encontrará nuevamente con Luis Diano, el que había sido portero del edificio del Palacio Durazno en la época de los sucesos que aquí se cuentan, pero en vez de ir al mismo boliche de la primera vez, el hombre lo invita a su casa: “En mi casa estaremos más tranquilos para conversar, además me llevo una botellita…” (pág. 525). Por las dudas, desconfiado, saluda al dueño del bar y bien fuerte anuncia que irá a la casa del otro. Pero claro, don Luis le cuenta los detalles que a nosotros nos faltan saber (y que es obvio que no voy a contarlos). Pero sí podemos decir sobre las motivaciones, o confesiones, en este caso del portero: “Me queda mal decirlo, porque no se puede hablar mal de los muertos, pero yo en el fondo le tenía miedo. No porque fuera mala gente, que conmigo y con mi familia siempre se portó bien, sino más bien porque daba miedo, nomás. Y no era por los chismes del barrio y lo que se decía en el edificio de este hombre, que había estado en la guerra, que había matado gente a mano limpia, y no sé qué cosas más. No era por eso, la gente inventa porque es envidiosa o dañina, eso se sabe; me daba miedo de solo mirarlo. Y hasta el día de hoy, me sigue dando miedo. Le aclaro que no le estoy contando esto porque yo sea valiente. Se lo cuento porque usted quería saber, y porque soy un viejo de mierda esperando para morirme” (pág. 532). Y del otro lado, del detective: “Daba vueltas para no reconocer que la conversación con Luis Diano era la que lo había desacomodado. Fue la confesión que esperaba oír, la que confirmaba sus sospechas sobre la culpabilidad del padre de Ruth. Sin embargo, en lugar de sentirse aliviado estaba abrumado” (pág. 536). E incluso, después de la confesión, el silencio: “…el viejo, después de terminar la confesión, se quedó mirándolo a la espera de una respuesta, de algún comentario o al menos un gesto. Pero a él no se le ocurrió nada. Tan solo estuvieron frente a frente, acezantes, dándose un tiempo para recuperar el resuello, como si hubiesen terminado de correr una maratón. Aunque la mayor parte del gasto parecía haberlo hecho Luis Diano, el convidado de piedra también jadeaba, miraba alternativamente el piso y la cara del otro, y sentía los pujos de la adrenalina. A veces escuchar da tanto o más trabajo que hablar. Y era lo que había ocurrido esa noche” (pág. 536-537). Y por si faltara algo, hacia el final algo que está en el principio del detective y que forma parte de su psiquis: “hacía tiempo que sabía que Lily Carson era maníaco-depresiva y que tenía una mediación estricta. A veces, como en ese momento, la sombra de la enfermedad de su madre planeaba bajo y amenazaba posarse sobre su cabeza, sobre sus hombros, y aplastarlo” (pág. 536).
Finalmente el juez Sánchez Torreón (Pico) le envía un correo con las conjeturas sobre el caso que, podemos decirlo, con conocimiento de causa, no son del todo erradas.
Con todo esto, sólo me queda añadir algunas expresiones que desmerecen a esta obra, que le quitan seriedad. No puedo soslayarlas, más allá que son pequeños detalles que pueden —si lo desea el autor y lo cree conveniente— corregirse en próximas ediciones.
Anoto: “la eficiencia de Bugs para devorar las zanahorias de Elmer Gruñón”. Y “separó las piernas, que tenía cruzadas, y por el vacío (el espacio) en V entre sus zapatos…” (se entiende, la explicación es, a mi juicio, demasiado banal, como si hubiera tenido pereza de buscar otro tipo de comparaciones). Ruth intenta apaciguar a la anciana, “sin descuidar la marcación individual” (y la metáfora que usa es futbolera, con desplazamientos como “los de un puntero hábil evitando quedar en offside o los de un basquetbolista robando una pelota en primera línea e iniciando un ataque rápido”, y todo eso para decir, sencillamente, que Ruth debía estar pendiente de que su madre no sufriera ningún percance. Hay veces que es mejor decir lo que se quiere decir, sin buscar tantas vueltas). O esta: “corbata angosta, propia de una fotografía de los Beatles” (tendría que buscar las fotografías y encontrar la adecuada para ver qué tipo de corbata es); Fernández, por su cara y actitud, “merecía ser pariente directo de las ratas… (¿porque?) transpiraba a chorros” (¿las ratas transpiran a chorros?). “El especialista determinó que se trataba de una tibia y huesos del pie, y nombró astrágalo, escafoide y cuboide, como si recitara la línea media de un equipo de fútbol de la Facultad de Medicina” (pág. 66), nuevamente la metáfora futbolera. La expresión “hiperventilaba” que suena un poco extraña, aunque no sea incorrecta, o darle característica de “transatlántico” al gordo Trápani por gordo, cuando un barco de ese tipo es grande, sin duda, pero no asimilable a lo rechoncho. O esto: “sos como Zapata, si no la gana, la empata”, dicho coloquial que quiere ser divertido. “Luego los hicieron entrar en fila y mientras marchaban, dos soldados con tapabocas, uno de cada lado, los rociaban con desinfectante, como si estuviesen sulfatando una hilera de árboles” (pág. 156), ese sulfatando parece una comparación no muy feliz con lo dramático de la situación. La expresión “calles cariadas”, ¿qué significa?, ¿calles con pozos?, ¿qué tiene agujeros? (la carie, por definición, es “destrucción o necrosis que afecta a los tejidos duros del organismo, en especial a los dientes y a los huesos”). O esta, que a pesar de ser ingeniosa rechina un poco: “seguía más ciego que un murciélago sordo”. “Lepra añeja”, y me quedo pensando cómo puede ser la vieja lepra en comparación con la nueva, ¿más horrible?, ¿con olor nauseabundo?, ¿más cercana a la muerte? Y también: “…y con la palma abierta, picando una pelota inexistente, le indicó que se sentara” (la descripción hace entender el movimiento respectivo, y quiere ser simpático, pero le resta seriedad en un momento clave —para el detective y para unir los hilos sueltos—). Y por último: “El que tenía enfrente era dueño de una cabeza de rinoceronte asentada en un cuello grueso y corto”, y “como una quilla, las tetas de la mujer se abrían camino…”, que suenan de mal gusto, por más que sean expresivas de lo que quieren significar.
Independientemente de estos detalles, mínimos, debo decir que esta novela es una de las grandes obras que se han escrito, por la complejidad de la misma y por el trabajo de investigación, y seguramente será una referencia ineludible para entender la literatura en los albores del siglo XXI con una de las historias más dramáticas que tuvo que enfrentar la humanidad y que aún hoy día sigue teniendo consecuencias. Los agradecimientos que se exponen al final de la misma, nos muestran la calidad de los interlocutores de esta gran obra.
Anexo.- I.- Del testimonio de Miriam Bek, recogido en el libro Una voz para la memoria (Editorial Planeta), quiero transcribir ciertas partes referidas al campo de concentración de Stutthof, que son ciertamente ilustrativas:
“El campo donde nos tenían recluidos era enorme, imponente y estaba muy bien organizado. De mañana y por la tarde, nos formaban en tzelapel (filas de a cinco). Allí no me hacían trabajar, estaba todo el día sin hacer nada…”. La imagen de una kapo: una mujer hermosa pero muy sanguinaria que le pegaba a todo el mundo; su nombre era Bárbara. Las kapos eran elegidas entre las más sádicas, unas verdaderas bestias que castigaban sin misericordia y que se peleaban entre ellas por el predominio en los favores de los oficiales. Eran las únicas que recibían una buena alimentación”. “En este campo, el Dr. Mengele estuvo eligiendo “conejillos de indias” y se comentó que esta elección había sido realizada debido a una orden suya”. “En la enfermería, nuestros cancerberos siempre tuvieron colaboradores entre los prisioneros que ayudaban en las tareas médicas”. “…mucho después de la guerra, supe que Stutthof tenía cuarenta campos anexos. Se trata del primer campo levantado fuera de Alemania y el último en ser liberado por los Aliados. Al principio, el “viejo campo” estaba compuesto de ocho barracas y un gran edificio para los SS. Pero hacia 1942, incorporaron treinta barracas más. En 1943, los alemanes construyeron un horno crematorio y una cámara de gas. Esta tenía una capacidad máxima para matar hasta ciento cincuenta personas a la vez. Pero se quedaron cortos y, cuando las SS se veían superadas, agregaban vagones de ferrocarril con todas las aberturas tapiadas y los utilizaban como cámaras de gas. Siempre, buscando que el resto de los prisioneros no se enteraran, para que no se produjesen sublevaciones”. Y finalmente: “El comandante del campo era el oficial de las SS May Pauli. Al finalizar la guerra, fue juzgado y sentenciado a muerte. El oficial de seguridad del campo era el capitán de las SS Cerner Hoppe, quien solo fue sentenciado a nueve años. Otros asesinos fueron los subtenientes Schwarz, Dittman, Oerli, Mathesius y Neubauer”. Miriam Bek, actualmente con 91 años, recién pudo hablar y dar su testimonio cincuenta años después de haber sido liberada del campo de concentración.
II.- Sobre el negacionismo del Holocausto: para ver que este tema sigue siendo actual, por ejemplo el líder palestino, Mahmud Abbas, en declaraciones hechas el 30 de abril de 2018, dijo que fue «la función social» de los judíos, y no el antisemitismo, lo que provocó las masacres que sufrieron estos a lo largo de los siglos. “Desde el siglo XI hasta el Holocausto que tuvo lugar en Alemania, los judíos que vivían en Europa occidental y oriental sufrieron matanzas cada 10 o 15 años. Ellos (los judíos) dicen: ‘porque somos judíos'», pero ello se habría dado debido al carácter de banqueros y prestamistas de los mismos, y en tal sentido sugirió que las matanzas realizadas contra los judíos de Europa en el curso de la historia se debieron menos al antisemitismo que a su rol en la sociedad, en particular en el sector bancario (y al cobro usurario de intereses). Sin embargo, en sus dichos se había apoyado en fuentes de propios israelíes, señalando el libro de Arthur Koestler, La Decimotercera Tribu, que afirma que los judíos ashkenazíes descienden de los jázaros. Abbas dijo que los judíos europeos, por lo tanto, “no tenían vínculos históricos” con la tierra de Israel y que fueron los europeos que implantaron a estos judíos en lo que hoy es Israel, en Palestina (en vista del conflicto palestino-israelí, estas declaraciones deben enmarcarse más en este conflicto que en un verdadero negacionismo, aunque, como es lógico, el gobierno de Israel haya “distorsionado” en cierto sentido las declaraciones del líder palestino para favorecer y justificar su política de intervención en las regiones palestinas). En 2014, sin embargo, Mahmud Abbas calificó por primera vez el exterminio judío de “el peor crimen de la época actual”, dato que no se puede desconocer. Según el Dr. Edy Cohen, orientalista y académico del Departamento de Estudios sobre Medio Oriente en la Universidad Bar Ilan, la tesis de doctorado del Mahmud Abbas, La otra cara: la relación secreta entre el nazismo y el sionismo, que se editó, por primera vez, en Ammán (1984) y se recibió con el título de doctor en el Instituto de Orientalismo de Moscú, el cual es un libro de 252 páginas, dividido en cuatro partes y 16 capítulos, se establece que la ideología nazi y el sionismo se derivan la misma manera de pensar y creencias iguales. “Por ejemplo, muestra a Adolf Eichmann como alguien agraviado, secuestrado por el Mossad por el único hecho que revelaría al mundo la conspiración sionista con los nazis y que no tuvo nada que ver con el Holocausto”, dice el Dr. Cohen.
Pero hay otro negacionismo que quiere relativizar tanto la cifra de muertos como el hecho de que fueran asesinados por medio de gases (dicen que el Ziklon-B, el gas utilizado para matar a una cifra aún indeterminada pero muy alta de judíos, en realidad se usó para “desparasitar” o “desinfectar” a los judíos). Una muestra de la intolerancia la tuvimos, apenas el año pasado, con los atentados al Memorial del Holocausto ubicada en la rambla montevideana. Detrás del negacionismo está la repetición de estos hechos racistas y xenófobos, así como el avance del neofascismo en Europa y en la misma Alemania.
III.- Hace poco hubo una muestra, denominada “Los judíos en el ejército polaco”, abierta al público en el Palacio Córdoba de la ciudad de Salto, que nos da otra visión sobre el “sacrificio” de los judíos. No todos los judíos fueron pacíficamente al matadero, hubo quienes combatieron a los nazis en distintos lugares, como por ejemplo en el gueto de Varsovia hubo un levantamiento que duró cerca de un mes en ser aplastado por los nazis. Son los judíos que decidieron morir luchando, como en especial la figura de Mordejái Anielewicz, que habiéndose salvado volvió a ingresar al gueto de Varsovia para liderar la revuelta, por la que lucharon durante un mes, resistiendo a los nazis. Pero también ocurrieron sublevaciones en el gueto de Vilna y Bialystok (pero hubo unidades de resistencia en más de 100 guetos en Polonia, Lituania, Bielorrusia y Ucrania) y en los campos de exterminio de Sobibor y Treblinka. En Auschwitz, por ejemplo, cuatro mujeres judías ayudaron a algunos judíos que trabajaban en los hornos crematorios a volar uno de ellos. Las cuatro fueron asesinadas. En Francia, varios elementos de la resistencia judía se juntaron y formaron l’Armee Juive (ejército judío), pero además las unidades de resistencia operaron en Bélgica, Ucrania, Bielorrusia, Lituania y Polonia. Los judíos también lucharon en organizaciones generales de la resistencia francesa, italiana, yugoslava, griega y soviética.
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