RESUMEN
Esta crítica gira en torno a la última propuesta poética de Oswaldo Guerra Sánchez: Si existe el árbol. Cuaderno iraní. El libro tiene como punto de partida un viaje a Irán que en el fondo es un pretexto para un periplo simbólico en el que la incertidumbre, la memoria, la búsqueda y el compromiso con la palabra se van desgranando en las distintas etapas de ese trayecto. Un trayecto que se sustenta también en cierta tradición mística en la que el concepto de “viaje” es fundamental.
ABSTRACT
This essay addresses Oswaldo Guerra Sánchez’ last poetic proposal: Si existe el árbol. Cuaderno iraní. The book refers to a journey to Iran as an excuse to make a simbolic voyage in which doubt, memory, search and compromise with the creative writing become woven at every stage of the path. The path can only be understood with the knowledge of a mystic tradition where the concept of journey is essential.
Diré, lo primero, que este libro es el más serio y mejor escrito de cuantos he leído de un tiempo a esta parte. Hablo de poesía, claro está. Y daré las razones que me asisten para mantener una afirmación tan concluyente. O espero darlas, si soy capaz de conjurar, antes que nada, el desánimo que me posee a la vista de lo que pasa en la calle; y no sólo a causa de la pobre y vulgar cotidianidad literaria; mucho más que ésta me puede, si cabe, la degradación del pensamiento y de la memoria que nuestra sociedad empoderada y nuestra política de trileros han llevado hasta extremos inconcebibles, e insoportables, en medio de una general complacencia… Como si nada sucediese. Pero no quisiera irme por esas ramas, aunque sean tantas. Vengamos a nuestro libro, Si existe el árbol (El sastre de Apollinaire. Madrid, 2019), y a su autor, Oswaldo Guerra Sánchez (Gran Canaria, 1966); vengamos a lo que importa decir sobre su verdad poética; algo que hoy tampoco parece quitar el sueño a casi nadie. Me refiero a su verdad y a su poesía que, sin la primera, es nada. Si nos limitamos a su apariencia, un libro nacido durante el viaje que el propio poeta reseña en las páginas finales: a la ciudad de Shiraz, vía Estambul, del cual se cumplen ahora cinco años. Advierto, pues el propio autor lo consigna textualmente, que se trata de “una travesía en vela -¿de dónde partió, a dónde llegó ese bote latino?”; y de que “quien en realidad viaja con un pie en Occidente y el otro en Oriente de no se sabe qué centro”, es el “discreto lector”. O debe serlo, añado de mío.
La primera providencia de nuestro viaje, por tanto, será poner toda nuestra atención en la página previa: aguzar mente y oído al leerla, para lograr así “el punto de claridad deseado”; y darnos cuenta de que es hacia “arriba, más arriba”, adonde apunta el trayecto. Más: que nos asalta un “miedo a no sé qué”, a “un reencuentro no sabes con qué” (esta segunda persona no debe pasar inadvertida, como luego se verá)… Y cuando “comienza la travesía en el lugar que las olas entrechocan”, la contundencia de lo dicho no admite seguridades: ¿viaje o quizá naufragio? que acaba por ocultar “el horizonte de una posible tierra deseada”. Por eso no me atrevería a decir que un viaje, sin más; hay aquí una necesidad de arraigo “en mar firme” o “en medio del desierto”… ¿Qué seguridades se buscan, pues; qué satisfacciones, si siempre avanzamos hacia un más allá de toda plenitud, y de su continuidad hasta donde –lo dice el poeta, en algún momento- se confabula lo civilizado? El compromiso, por tanto, es con el conocimiento de sí, con la complejidad que supone forzar el camino hacia un más adentro, fondo u origen del ser humano, en este tiempo de zozobra al que aludía al comienzo de mis palabras. Y con un añadido no menor: que el viaje se cumpla, al propio tiempo, a través de la escritura para llegar con ella hasta los mismos orígenes del leguaje poético, de una palabra que, por eso, dice verdad. El poeta avisa de la trampa: ¿cómo se va a escribir orientado, a sabiendas? Se debe estar disponible para perderse en dicha experiencia: lo contrario, por cierto, de quienes eluden la verdad, y ni tan siquiera piensan en ella, a la hora de poner la primera palabra.
Claro, se contentan con ponerla; pero, ¿la dan, acaso? Porque éste es el verdadero compromiso de la poesía. Razón –otra más- de cuanto decía más arriba: Oswaldo Guerra se empeña aquí nada menos que en una operación de entrega personal, aun antes de dar la primera palabra; y su escritura, en consecuencia, es una forma de conocimiento que es reconocimiento en lo demás, un “sitio de vida en donde quiera que esté (…) única tierramar hasta donde llega la mirada” y donde “la orada tendrá sentido último”. Leamos. Quisiera que se oiga el tono: “Entonces da igual si la planicie por donde se mueve el islote es el gran desierto iraní o el atlántico inabarcable. En este virado, la despedida es solo una y siempre la misma”.
Nunca es tan simple todo, cuando la existencia y el pensamiento que la sustenta se hallan en juego. Esto, lo que ni siquiera se creen, por más que lo pregonen a tambor batiente los medios, esos insensatos que se autotitulan poetas y, además, aseguran poseer la última palabra. Cuando de escritura se trata –sobre todo, si poética- obligado será afrontar la complejidad sin la cual el poema nunca alcanza su sentido mayor, su propio sentido, como en todo momento hace Oswaldo Guerra en este libro. Complejidad que, además, no puede dejar de lado la memoria que nos ha hecho lo que somos, seres humanos; que nos ha dejado su herencia mayor: razón de que tantos, hoy, se afanen por tacharla; por antigua, dicen, cuando lo hacen porque saben que es su peor amenaza: deja en evidencia la debilidad de su escritura. Lo he repetido tanto (otro de los motivos de mi decepción): ¿se puede pensar, se puede vivir, se puede sobre todo escribir sin una conciencia religiosa? No, no se me subleven quienes nada saben, pero vociferan cuanto pueden: digo sin que en ese debate de la conciencia de ser estén presentes, de una parte, nuestros límites y, de otra, la necesidad de completarnos en la demasía. Peor para aquellos, si insisten en esa simplona, cómoda vulgaridad que sólo es muerte; y, como he repetido, ni cuenta se dan.
Cómo iba a comenzar nuestro poeta su viaje (ahora puedo decirlo) si no es en aquel titubeo inicial del reconocimiento: ¿estás o estoy; recuerdas o recuerdo, tuve o tuviste? Un desdoblamiento primordial “como antídoto de la desmemoria”. Y también regresa, cuando lo precisa, de mi yo a mi no-yo enfrentado “a la caída de la noche”, “cuando miro sin verme (…) reintegrándose a una curvatura mayor”. Lo advertí: el lector no debe perder de vista aquella página previa, verdadera carta de navegación para este libro, para este viaje que ya sabemos cuál es. Ése, el momento preciso de la aparición: árbol (el del título) que vertebra con su firmeza tanta un movimiento vertical, un centro, tiempo de la escritura en que la misma se realiza: sustento quieto, silencioso, de la palabra al darse, en su caricia: nada de distraernos con juegos de palabras, esa trivialidad despreciativa. No debe haber la menor desatención aquí. Leamos, tal cual:
Las palabras volverán al aire tras su largo descanso en el papel. Como quería Platón, la única manera de dignificar la memoria.
En los treinta y tres arcos del puente Si-o Seh el vuelo de la palabra en la garganta del sabio se amara a las cuerdas de los enamorados. Así la poesía sigue siendo.
Aliento de la palabra: voz del sabio: atadura del amor. Y, apenas un paso más, en la palabra sola, “los bordes de un misterio sostenidos por la poca luz que se escapa hacia Occidente, donde está el recuerdo engañoso de mi patria”. Bien evidente resulta: la experiencia está a punto de cumplirse sin el menor disimulo; y es en esa calma, en tal silencio, que se abre la visión: “Lograr amor es tan alto como aprender de memoria la palabra iluminada”.
Ahora bien, el hacedor –insiste el poeta en su descubrimiento- tiene que ser creyente; ni burletero incrédulo, ni insolente sabelotodo. En esto me importa insistir, puesto que, día a día, nos vemos ante tamaña aberración; y vienen estos, muy dispuestos ellos, a hacernos callar con su aséptica y mentirosa corrección. Oswaldo Guerra nos lleva entonces de la mano, para que sepamos mirar bien y no nos perdamos. El mundo al cual nos acerca no se reduce a una mera localización geográfica; tampoco nos deja ante un asombro monumental, cuanto aquellos insolentes dicen ruinas, tan seguros de sí. Y de ahí, a la confesión definitiva: final del poema, en el tránsito hacia el Centro de la Mitad del Mundo. Adonde entra, ahora; mejor, sale hacia adentro, quien ya puede saber que “poco a poco soy”… Como adelanté, el viaje hasta un espacio mayor y más profundo, de manera –escribe el poeta- “que mi vida no importe a nadie más que la forma en que la ponga por escrito”. Detenimiento, entonces, y salto: un ahora en donde se dispone a “dar fe del mundo que construyo”; lo que supone un ver más, y más arriba siempre. Hemos entrado, en consecuencia, con el poeta; y lo primero que vemos (y que oímos) es una fragmentación sintáctica, del verso y del poema; ni siquiera puntos suspensivos, rotura por donde el viajero se arriesga a perderse, conforme se ve cara a cara ante la verdad: “Descubrí que la memoria se desenvuelve poco a poco, y que lo escrito va revelando ese espacio hasta convertirlo en luz reconstruida. Ese es el hoy (…) Los niños que fui están aprendiendo a hablar ahora, dicen lo que todavía no está escrito…”
Y el ritmo, en consecuencia, se adapta al descubrimiento (ese titubeante ver las cosas, decir la palabra): “Creo que soy lo que era, pero diferente”; “No sé si veo lo que creo ver”. Ritmo del poema. Pero también de la unidad que es el libro todo, tan prieta, tan perfecta: construida. Por ahí, la escritura a más riesgo, a más desorientación; que no es otra la que exige el conocimiento y el discurso poéticos que se afanan en la verdad. Ni asombro de viajero ni curiosidad de anécdotas, eso sería traicionarlo; ni tan siquiera un orden que establezca continuidad: “Pienso que he llegado al fin, aunque sé que me falta camino. El camino sigue incierto. Nada es seguro”. Por ello la escritura misma se teje en la conciencia de su dificultad para decir la plenitud; ese amargo desengaño: nunca poseerá el poeta la sabiduría del calígrafo sufí, tan cerca del resplandor de la Montaña Sagrada; nuestro hombre logra apenas (y ha de conformarse) “un extraño cosido entre una palabra y otra” que sólo da el “sentido de lo que a nadie ha de importar”.
De ahí, en consecuencia, la síncopa del discurso y sus detenimientos: respiración de la escritura de Oswaldo Guerra en este libro. Y, mucho más, cuanto más sabemos de su verdad. Una manera de hacer perceptibles, pues en esa razón de ser se sustenta, las roturas naturales del oficio: han de verse, puesto que son decisivas: “La palabra cae (…) su son va creciendo/ hasta verse multiplicado./ No es su eco/ sino la palabra misma”. Éste, el trazado de la vía y la provisión para el viajero. El taller –se advierte- en la no existencia; linaje mayor y creciente, aunque sin certezas, tal atestigua ese poema mayor que es “Torre del silencio”. Ascenso y sagrado que preparan y predisponen para recuperar la palabra por fin incendiada. Es entonces cuando el viajero alcanza el Lugar del No-dónde; y que, desde dentro ya, pueda volverse y ver con el conocimiento y la mirada ya otra que… ¿Y si fuera sueño? El asunto, entonces, es cómo habitar ese revés al cual la poesía siempre nos franquea el paso y nos ilumina, allí, la existencia. Mi pregunta, ahora, sería: ¿una vez dentro, el objetivo será regresar? Me parece que –si aún sé leer, que empiezo a dudarlo; y no precisamente porque la poesía de Oswaldo Guerra sea oscura-; me parece, intentaba decir, que esas no certezas del verdadero conocimiento, a las que ya me he referido, antes que corroborar el hallazgo, dejan al ser que es el poeta ante lo que debe dilucidar conforme cumple su viaje: una operación de atrevido calafate (lo ve muy bien), con cuyo artilugio –lo dice sin rodeos- “repta por el límite entre lo que está afuera y lo que no”; que va de los vivos de hoy y sus fiestas al antaño del gran abuelo y su acción de gracias (“golpean contra el mar la rama, golpean”); o a perderse por las calles “de ese sueño que ahora miro desde el otro lado” (subrayado del autor).
En el último cuarto del viaje, una quietud por la cual “el ojo avanza entonces a más allá, cada vez más arriba”. No se trata, sin embargo, de un único impulso: pequeñas deliberaciones se multiplican entonces, sin que el camino acabe: rústicas geometrías, una caída que acucia con sus preguntas: “no necesito –confiesa el poeta- abrir los ojos/ para ver cómo la lengua/ logra un acuerdo en esta covacha/ de embalsamada luz”. Una vez más, el viaje verdad del cual hablamos y que nos lleva hasta ese tiempo primordial en donde se construye con palabras el paisaje (esa habitación del ser) y no la historia: “La hoja iluminada del tiempo”, el otro poema imprescindible para completar el conocimiento que aquí se halla en juego. Instante penúltimo, con el poeta seducido entonces por “el cristalino pozo de un saber oculto que emula al del alquimista”. Es ahí, cuando la respuesta del místico adquiere todo su sentido; y nos damos cuenta que ancla en nuestro ser, que nos asiste en el trayecto todo de nuestra memoria, por el cual se ha aventurado Oswaldo Guerra hasta dar –lo comprendemos ahora- con la razón poética que nos asiste y sustenta. Se justifica de ese modo que, durante todo el viaje, la primera y la segunda persona mantengan una tensión mutua hasta alcanzar el momento dramático en que sujeto y voz se miran y hablan en ese “ningún sitio/ donde no hay ojo que vea/ ni tampoco ya oído”. Corroboran, así, la continuidad sin final del discurso:
–Debes saber que encima de esta montaña
hay otra que se llama igual
y, encima de ella, otra con el mismo nombre.
–¿Y encima de esta última?
–Está el árbol sagrado, que hinca sus raíces
hacia arriba.
–¿Y cómo sé que llegué al verdadero puerto?
–Sólo sabrás que caíste
Y que el ascenso fue tu propio ascenso.
Me arriesgaré a concluir, no con lo que deja dicho el poeta; que es mucho más de lo que yo haya podido siquiera insinuar. Más que del libro, he hablado del lector que soy y de mi experiencia con estos poemas, con este viaje en el cual también yo he procurado reconocerme, y no sólo porque coincidamos, el poeta y yo, en “aquel zaguán de casa, tras el portón trancado”. Mi lectura se detiene, y me detiene, en la encrucijada dramática de esas voces: la experiencia para mí más arriesgada de este viaje. No una entereza satisfecha por saber; el vértigo entre el ascenso y la caída… Que lo es del conocimiento mayor. Demasiado libro, dije desde el comienzo de mis palabras, para un lector como yo de tan limitados recursos. Espero, cuando menos, haber dejado mi testimonio de asombrado compañero del poeta en su viaje. Desde luego, a Shiraz; aunque no menos al fondo del ser que escribe, atento siempre a los meandros del discurso en que dicha escritura se realiza. Gracias a ello, consiguió llegar y reconocerse: un elegido.
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