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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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El mundo de José Donoso

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 19/10/2020

Para María Inés S. R.

 

Resumen
El estilo narrativo de José Donoso describe mundos en avanzada descomposición social, donde nos muestra una clase alta con valores subvertidos y una clase baja apenas como contraste, con elementos de experimentación técnica y lingüística y una escritura de gran imaginación. La sociedad es fatalmente autofagocitante, carnívora de los hombres y las mujeres que la pueblan.

Palabras clave: boom, realismo mágico, trasvestismo, deformidad, antropofagia

 

“La vida está hecha de fragmentos,
y a duras penas uno logra reunirlos”
José Donoso

 

I.- Introducción
Uno de los autores pertenecientes a lo que se ha dado en llamar “el boom latinoamericano”, fenómeno cultural, social y literario editorial que surgió entre los años 1960 y 1970, que no es tan nombrado ni tan conocido, es el chileno José Donoso, quien sin embargo ha escrito una Historia personal del “boom”, una autobiografía literaria y una crónica, desde adentro, de la novela del boom, donde afirma que “para los hispanoamericanos la novela se transformó de pronto en la forma artística por excelencia”. Usualmente se menciona como los integrantes de este fenómeno literario al colombiano Gabriel García Márquez, el argentino Julio Cortázar, el peruano Mario Vargas Llosa y el mexicano Carlos Fuentes, aunque algunos críticos agregan a otros autores, como la mexicana Elena Garro; María Luisa Bombal, de origen chileno; Clarice Lispector, autora brasileña; Augusto Roa Bastos, de Paraguay, y Manuel Puig, argentino.

El momento clave del boom podría situarse en 1967, con el surgimiento de la novela Cien años de soledad, de García Márquez, y la atribución del premio Nobel de Literatura al guatemalteco Miguel Ángel Asturias. Detrás de ello, como elementos que configuran el momento histórico del nacimiento de este movimiento, está la Revolución cubana y su impacto tanto en América Latina como en el Tercer Mundo en general, y en segundo lugar, el auge de la literatura latinoamericana, “descubierta” desde las editoriales europeas.

Su característica principal, en cuanto al estilo, es el realismo mágico y la ficción histórica, destacando el tratamiento de los dictadores (Yo, el supremo de Roa Bastos, El otoño del patriarca, de García Márquez, La fiesta del chivo, de Vargas Llosa —incluso se menciona Conversación en la catedral—, El recurso del método, de Alejo Carpentier, aunque podríamos situar a El señor presidente, de Miguel Angel Asturias, como uno de los precedentes, y más atrás en el tiempo a Facundo de Domingo Faustino Sarmiento, así como Amalia de José Mármol —ambos publicados en el siglo XIX—, e incluso Tirano Banderas (1926) del español Ramón del Valle-Inclán, que tuvo cierta influencia literaria).

Pero hay más: Cementerio sin cruces (1949), de Andrés Requena, El gran Burundún-Burundá ha muerto (1951), de Jorge Zalamea, La fiesta del rey Acab (1959), de Enrique Lafourcade, Cola de lagartija (1983), de Luisa Valenzuela, A veinte años, Luz (1998), de Elsa Osorio. Y además La novela de Perón (1985), de Tomás Eloy Martínez, y El general en su laberinto (1989), de Gabriel García Márquez, que no tratan propiamente de dictadores, aunque sí de “hombres fuertes de Estado”.

Sin embargo, Donoso, quien fue profesor de literatura en la Universidad Católica de Chile y en el Writers Workshop de la Universidad de Iowa, y que viviera muchos años exiliado en España, muestra la influencia de la literatura anglosajona (Charles Dickens, Henry James, William Faulkner, John Dos Passos, John Steinbeck, Truman Capote) y de algunos autores europeos como Thomas Mann, Jean-Paul Sartre y Albert Camus. Su obra tiende a explorar, en espacios confinados, los mecanismos de la violencia y los efectos del miedo y la culpa en la vida familiar.

Hace mucho tiempo yo había leído, en mi exilio mexicano, Este domingo (1966), que es una crónica realista sobre el contraste de puntos de vista de dos clases sociales, y Tres novelitas burguesas (1973), relatos en los que recrea ambientes de la burguesía de Barcelona, pero cuando tuve otros libros del mismo autor, y los empecé a leer, me di cuenta que no tenía la menor memoria de esos libros, y me invadía la sensación de que esas eran obras menores, sin mucho interés. Por eso, cuando empecé a leer otras obras suyas, encontré que había un autor que tenía excelentes libros (Casa de campo realmente “me voló la cabeza”, como dicen los jóvenes) y me dispuse a comentar algo de ello. Los tres primeros libros que leí no tomé muchas notas, apenas algunos apuntes breves, pero los dos últimos me extendí en otras consideraciones, más críticas o ensayísticas.

II.- La (auto) generación de la locura
La primera que leí fue Coronación (1957), en la que hay un retrato de la decadencia de la clase alta chilena. La obra, que obtuvo celebridad a raíz de concedérsele a Donoso el premio William Faulkner en 1962, se sitúa en una ruinosa mansión presidida por una loca y moribunda nonagenaria. Lo único que había anotado era que en esta novela, de estructura clásica, con un principio, un desarrollo y un final, se trataba sobre la generación de la locura y los evidentes trastornos sexuales. Esto último configura —como pude observar después, al leer las otras novelas— una verdadera obsesión del autor, a tal punto que hubo, en su vida, cierta inclinación homosexual admitida y no resuelta. Al respecto, y para disipar las dudas en torno al tema, en una carta a la que será su esposa, precisa: «Hay cientos de miles de cosas que no he hablado aquí: mi homosexualidad, pasiva y latente e imaginativa en este momento, como una huida al miedo de la entrega total a ti. Pero el miedo a esta entrega total no existiría si no existiera la urgencia y el deseo de esta entrega, que mi neurosis transforma en peligro»(1).

El tema del sexo, de la identificación y la perversión sexual, está presente a lo largo de su obra, a tal punto que quien prologa un libro de cuentos de Donoso (la española Ana María Moix)(2) anota que el crítico Severo Sarduy habla de travestismo, sobre todo en relación a la obra El lugar sin límites, pero que puede adaptarse al conjunto de su obra. Al respecto este crítico dice: “El travestismo, tal y como lo practica la novela de Donoso, sería la metáfora mejor de lo que es la escritura (…) no es una mujer, bajo la apariencia de la cual se escondería un hombre, una máscara cosmética que al caer dejara al descubierto una barba, un rostro ajado y duro, sino el hecho mismo del travestismo” (Cuentos, 1998).

En el mismo sentido, Ana María Moix señala que este travestismo se trataría “de una superposición de distintas realidades, ninguna de las cuales desaparece ante el peso de la otra, sino que, por el contrario, persisten todas a un mismo nivel, se entrecruzan y se mezclan” (ella sugiere el término de “mundo mutante” o, incluso, un mundo “esquizofrénico, donde realidad e irrealidad ocupan un mismo plano” (Cuentos, 1998).

En otra de estas novelas hablo sobre las máscaras y el disfraz, que, en especial en esta primera obra que leí (Coronación), tiene mucho que ver, sobre todo al final de la misma y que descubre el significado del título.

III.- La antropofagia
Luego leí Casa de campo (1978), que es una parábola moral y una exploración en el mundo de la adolescencia. La acción transcurre en un impreciso siglo XIX y en un aislado lugar, una mansión dominada, en ausencia de los amos, por los muchachos y sirvientes, que instauran eventualmente un orden nuevo. Donoso efectúa un giro narrativo que manipula al lector, de modo que la eficacia de la perversidad del relato pasa por su aparente candor. El depurado estilo narrativo de Donoso intenta describir aquí un mundo en avanzada descomposición social, cuyos habitantes son náufragos a menudo a merced de su imaginación y hay, por supuesto, elementos de experimentación técnica y lingüística.

Al principio la empecé a leer con poco interés, sobre todo porque antes que empiece la novela hay una página donde se anotan los nombres y relaciones entre los personajes, ni más ni menos que cuarenta y dos, lo cual me llevó a pensar sobre la complejidad de la misma, pero en determinado momento todo gira y da vueltas, y lo que parece “normal” se descubre de un modo distinto, y el mundo se transforma en un alucinante viaje psicodélico, un viaje místico, donde lo subterráneo sale a la luz. Y eso que sale a la luz es terrible, tremendo y angustiante. Donoso se empecina en hacernos saber que los personajes son eso, personajes, y no personas, para demostrar que todo es una invención. En el plano psicológico —freudiano— es el inconsciente que sale a la luz, en toda su dimensión, y por cierto en una dimensión perturbadora.

Además, hay un manifiesto, en El obsceno pájaro de la noche, una de su más invocada obra, que atribuiremos al autor y su necesidad de autojustificación: “no tenía la vocación de la sencillez. Sentía la necesidad de retorcer lo normal, una especie de compulsión por vengarse y destruir y fue tanto lo que complicó y deformó su proyecto inicial que es como si él mismo se hubiera perdido para siempre en el laberinto que iba inventando lleno de oscuridad y terrores con más consistencia que él mismo y que sus demás personajes, siempre gaseosos, fluctuantes, jamás un ser humano, siempre disfraces, actores, maquillajes que se disolvían… sí, eran más importantes sus obsesiones y sus odios que la realidad que le era necesario negar…” (1979, p. 427). Es decir, proteger su mundo como estaba planteado, como era a toda costa, o bien destruir al que se creía dueño del mundo “porque sólo lo inventó”.

Por suerte tomé algunas notas que quizá puedan describir la sensación que me produjo, y aclaren algo esa sensación.

La unidad Ventura (es el apellido de los personajes principales) se basa en el terror. Es el terror de las convenciones sociales, puesto que si hay alguna alteración de las mismas, la consecuencia será el castigo. Y ese castigo será corporal pero también psicológico, y generará traumas sobre todo en los niños y niñas, que son los hijos e hijas de los personajes principales. Hay, en ese mundo retratado en la casa de campo y anexos donde se desarrolla la acción, el oropel de los ricos, el mundo del oro propiamente y la laminación del mismo que únicamente ellos ofrecen. Por consiguiente, del otro lado, los que efectúan la técnica de laminación del oro, los trabajadores explotados al punto que son casi como esclavos, serán indígenas, nativos miserables y, por supuesto, primitivos y antropófagos.

La antropofagia es, por excelencia, el objeto del terror hacia los niños y niñas, y con ello se los mantiene a raya, bajo el poder de los mayores. Ser “comidos” por los otros, los bárbaros, controla y reprime los instintos de libertad de los y las jóvenes, y a su vez el darles a comer carne humana es el mayor sacrilegio para degradarlos de su condición humana. El control, entonces, se ejerce mediante el miedo de y hacia todos, y la descomposición social del amplio núcleo familiar, cada cual compuesto por intereses particulares y egoístas.

También aquí hay locura. Tan es así que uno de los personajes literalmente se vuelve loco, pero la realidad toda es alterada, a tal punto que lo irreal se transforma, a medida que vamos leyendo, en la realidad de las cosas, y a partir de allí todo lo demás será su consecuencia “natural”. Es, así lo había anotado, la transfiguración de la realidad y, también, nos será mostrado la frivolidad de la rancia aristocracia, así como la promiscuidad, la lujuria y la pasión anormales.

Para que todo esto no sea tan visible, el autor utiliza una fórmula que habla del “tupido velo” que se echa sobre las cosas de las que no se deben mencionar, ni siquiera elípticamente.

El avance de la naturaleza ante el caos que se genera, siembra de tiniebla y penumbra la casa y sus alrededores, así como tiende a la (des) organización que imperará en su momento. Y como se vive en la mentira, la confabulación de los menores de edad les revela la verdad, aunque, como es entendible, no logran interpretarla y sólo pueden ejercer la venganza. Una venganza que será inútil e ineficaz.

La traición será general, todos se traicionan. Y esto es lo único realmente verdadero.

IV.- Todos los seres son derrotados
La desesperanza (1986), que fue la siguiente lectura, refiere a una novela que aborda la tragedia política chilena desde la perspectiva del hombre, de un artista, que ha regresado a su país. Ante la inmensidad —y la perturbación literaria que me creó de Casa de campo—, puedo considerar esta obra como menor. Pienso que Donoso tenía la necesidad de escribir algo sobre su Chile querido en el final de la dictadura de Pinochet y allí recrear el sentimiento nacional de los últimos años del horror.

Una de las virtudes de Donoso reside en que entra de lleno en el tema, sin dar demasiadas vueltas. En este caso, el tema es el recuerdo y más precisamente la confrontación del recuerdo con la realidad, lo que fue con lo que es, y lo que es como un espejo inmóvil, e improductivo, de lo que fue. No hay posibilidad de cambio, lo que fue ya no será, y lo que es, es apenas la sombra deslucida de lo que fue.

El personaje, Mañungo Vera, un cantante de protesta que se ve exiliado al comienzo de la dictadura de Pinochet, y que sufre de tinnitus y por el que escucha una especie de chirrido en su oído izquierdo, volverá al Chile sobre el final del periodo del terror, cuando hay cierta apertura para algunos sectores políticos, los que no son tan radicales. En medio de su neurosis y una necesidad imperiosa de cambio, de volver a reconquistar su pasado, que musicalmente fue glorioso y actualmente parece estancado, volverá al Chile de los Chicago Boys y el supuesto milagro chileno (que hoy queda claro que no fue tal). El milagro chileno, económico, que “estaba sacando adelante a la clase media” (Donoso, 1995) en realidad no existe, ni existió, hoy podemos verlo con claridad en vista del clamor de una gran parte del pueblo chileno y sus permanentes revueltas sociales.

Llega justo cuando muere Matilde Urrutia, la última mujer de Pablo Neruda, y con ello Donoso parece recuperar el pasado nerudiano desde la casa “La Chascona” donde vivió Matilde, e interpela, de paso, a los impensantes, a los usurpadores del poder. La muerte, el velatorio y el entierro de Matilde, sirve para encauzar la disidencia más o menos pasiva y hacer una resistencia activa, donde el Partido (Comunista) permanece organizado, el MIR trata de continuar su existencia y donde los radicales parecen despertar del letargo. El papel (político) de la Jota (la juventud comunista, vanguardia de algún modo de la resistencia a la dictadura) es la principal fuerza opositora, en medio de las acciones del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y la declaración sobre la lucha armada que hacen los comunistas como la vía no pacífica para sacar a Pinochet.

Mañungo Vera es el revolucionario sin partido, que vive del recuerdo revolucionario que se expresó, cuando el ascenso de la Unión Patriótica y Allende al gobierno, en sus canciones y en sus presentaciones. Pero también, ya decantado por el exilio parisiense, parece hablar del derecho al no-compromiso, aunque podría deberse más al miedo o a un conformismo pequeño burgués. Quizá haya un anhelo de venganza política, sobre todo cuando el personaje femenino tiene cierto “trauma” porque, a diferencia de sus amigas, no ha sido violada cuando estuvo detenida. A pesar de esto, el autor no pone el acento en las violaciones, naturalizando ese proceder, legitimándolo (al menos literariamente).

Y para que la venganza se cumpla, Donoso hace coincidir al probable victimario con la víctima, en una escena (que se lleva dos o tres capítulos) que parece muy forzada. Ella, Judith (y obsérvese el nombre bíblico), debe asegurarse que el jefe de la policía política sea el mismo que no la violó, para vengar, con su muerte, la violación de sus cuatro amigas. “Nadie le confirió el derecho a dar vida o muerte, condena o perdón. Por eso debía morir”, por “la salvaje sorpresa del orgasmo desprovisto de erotismo, fisiológico, triste, solitario, al que un verdugo de voz gangosa y mano húmeda (y esto es lo único que lo puede identificar) había sido capaz de llevarla”.

Pero luego Donoso, como si se arrepintiera de que todo pudiese resultar muy fácil, muy simple, en el momento culminante el disparo no alcanza el objetivo, porque algo, un freno moral, una duda de último momento, o una elevación desajustada del brazo, se lo impide.

Pienso en la incomprensión, de los seres (de los personajes) con ellos mismos y con los demás, con ese mundo patas arriba ahíto de violencias, incluso con las certezas que en otro tiempo guiaron su pasar por la vida. Son seres incomprendidos, aunque en realidad no deberían “hacerse el leso”.

El mundo (de la novela) se reduce a mendigos que son correos clandestinos, aunque no del todo fiables, restos de escorias, y del otro lado la policía secreta que actúa en las sombras. El resto, acobardado por el miedo, o ahupado por el poder, parece casi no existir, mero decorado. La pobreza, por supuesto, redunda y es, como siempre, motivo para el contraste social.

El final, abierto, en tono de spleen y acaso como una suave voz de despedida, tiene un dejo de tristeza. Parece que nos dijera que nada será como ha sido. Es evidente, claro, que hay dos universos paralelos que funcionan de forma inversa, de modo de restaurar cierto equilibrio.

V.- La pérdida del habla
El obsceno pájaro de la noche (1970) es una obra maestra (así ha sido catalogada) en la que José Donoso enlazó distintas historias de seres ambiguos y monstruosos para abordar uno de sus temas obsesivos: la disolución moral de la sociedad. No obstante estar escrita en un lenguaje igualmente realista, Donoso logró allí que las historias oníricas de sus personajes recreasen un escenario de pesadilla e inquietud que, hacia el final, consigue sin embargo ser aceptado por el lector con naturalidad. A diferencia del estilo que caracterizaba a otras de sus obras anteriores, en ésta recurrió al método de la novela dentro de la novela, con un extraordinario dominio de la patológica psicología de sus personajes. Como esta obra es anterior a Casa de campo, deberíamos decir que esta última sigue un patrón similar, donde lo real se nos lo muestra falseado, dado vuelta, y a partir de allí lo que sigue lo hace de modo “natural”.

Lo primero que diremos es que se plantea un escenario frágil, incluso psicológicamente, un terreno inseguro donde, tras la aparente solidez, descubre arenas movedizas. Los párrafos son extensos, donde se va hilando la historia de forma abierta, como si estuviera escribiendo pensamientos interiores que salen como un torrente impetuoso y que nada puede detener, una escritura automática, de juegos mentales. El mismo dice que “por eso invento y voy improvisando”, según las reacciones que provoca. Hay un juego como de cajas chinas pero al revés, en este caso se va poniendo una cosa encima de otra de modo que tapa lo anterior, pero que sin embargo sigue estando allí. Y allí estará la historia, contada de modo fragmentario, de los Azcoitía, sobre todo del último, un senador, desde la riqueza, aunque en declive (desahucio moral), y el falso patriotismo.

Porque hay unas monjas, de un lado de la historia que mientras esperan, barren como lo han hecho toda la vida, y que están instaladas en la pobreza, en la miseria, y que se reiteran, que hacen el discurso, que son el discurso, barroco, aleatorio y azaroso. Allí estará Brígida, la difunta, la oficial y la no oficial. Hay un todo agazapado allí detrás o delante de las cosas: “usted envuelve las manchas y los olores de la agonía que nadie presenció en las sábanas de la difunta: al lavado. Yo levanto las dos hojas del colchón para sacarlas al corredor y dejarlas orearse. Usted arranca el cotí que protege el colchón del orín corrosivo del somier: una jaula de alambres, adentro se agazapan animales, gordos, chatos, largos, blandos, cuadrados, sin forma, docenas, cientos de paquetes, cajas de cartón amarradas con tiras, ovillos de cordel o de lana, jabonera rota, zapato impar, botella pantalla abollada, gorra de bañista color frambuesa, todo aterciopelado, homogéneo, quietísimo bajo el polvo blanduzco que cubre todo con su pelambre frágil, suave, que un movimiento mínimo como parpadear o respirar podría difundir por el cuarto ahogándonos y cegándonos, y entonces, los animales que reposan bajo las formas momentáneamente mansas de ataditos de trapos, fajos de revistas viejas, varillas de quitasol, cajas, tapas de cajas, trozos de tapas de cajas, se movilizarían para atacarnos. Más y más paquetes debajo de la cama, y mire, Madre Benita, también debajo del peinador, entre el peinador y el tabique y detrás de la cortina del rincón, todo agazapado justo debajo, justo detrás de la línea hasta donde alcanza la mirada” (hay una multitud de detalles, la enunciación de objetos y la descripción de ambiente mediante el mismo procedimiento).

Por cierto, se dice que “la mirada de la Madre Benita no penetra debajo de las camas ni en los escondrijos”, y es por ello que las monjas, las viejas, esconden sus restos allí. Porque ellas son una especie de despojo, cercado por la vejez hedionda, “viejas de voces blandas como bolas de pelusas que la necesidad o la codicia alborotan en un rincón”. A su vez, ellas mismas serán despojadas, encerrándoselas en la Casa de Ejercicios Espirituales de la Encarnación de la Chimba junto a las cosas envueltas de la difunta, “que todas reclaman”. Son voces que quedarán arrinconadas, implorando en vano.

Por momentos parecen cuentos de imbunche, es decir en el terreno de lo mágico-misterioso, que entran más en el orden de las leyendas, o en la conseja, en la narración oral con el fin de inculcar miedo a los niños. Así, lo imposible puede suceder, como el embarazo de unas de las monjas, la Iris Mateluna, un milagro como el de la Virgen María: por eso “hay que buscar una pieza en el fondo de la Casa para guardarla escondida, que nadie vaya a saber que el niño nació, y así va a crecer lindo y santo, sin salir jamás en toda su vida de esa pieza en que lo escondimos de los males del mundo”. Porque “lo más importante de todo es no enseñarle a hacer nada él mismo, ni a hablar siquiera, ni a caminar, así siempre nos va a necesitar a nosotras para hacer cualquier cosa”.

Destacaremos, en este orden, el orden de la Casa de las monjas, el personaje del Mudito, convertido en alguien asexuado y en la séptima vieja de las alrededor de treinta y algo que llegan a convivir en la Casa. Entonces serán siete, con el Mudito, las viejas que ofician los ritos de los nacimientos y las muertes.

Habrá una descripción del padre de esa criatura, una descripción pusilánime, una descripción por contagio: “…la gente que era alguien, la gente con rostro era igual a nosotros”, y donde “el refinamiento que lo deslumbraba no existía más que para un puñado de familias algo viajadas”. Porque “mi padre suspiró (…) por el dolor de lo inasible, de una idea fantástica, abstracta, por la pena que causa lo inalcanzable”. Y eso inalcanzable es un hijo que haga perpetuar el linaje patricio de los Azcoitía, aunque la paternidad se pone en duda, y para ello estará Romualdo, dueño de una cabeza gigante, de cartón-piedra, que tiene los mismos rasgos de don Jerónimo de Azcoitía. Además, dice que “si no nos disfrazamos de algo no somos nada”.

Como en otras novelas, el tema del sexo está presente. En este caso es el sexo femenino, y es un sexo sucio, inservible, inerte, “más arrugado que un higo seco”. Nos muestra la fealdad del sexo femenino, pero también el sexo masculino (en este caso del Mudito), que es “un trozo de carne y pellejo inútil que se ha ido encogiendo”, y allí comparten la inutilidad sexual, y, a la vez, asexúa a las viejas y las transforma, precisamente, en viejas. Como si el sexo femenino fuera un “continente inservible que rodea al útero”.

Estará la Damiana, que hace de bebé (de guagua, en una serie de chilenismos que utiliza el autor para dar voz popular a quienes son hijos del pueblo), mientras la Iris Mateluna hace de mamá. Y la Damiana habrá encogido, está más redonda y más liviana y pierde el habla común (como el Mudito), y llega a balbucear como bebé (teno chueño, papa, agú, etc.). La necesidad de comunicación del Mudito es esto que leemos nosotros, ya que pierde el habla pero no la escritura que es la que, definitivamente, lo ordena, lo compone y lo recompone, y lo salva. Pero Damiana no es guagua, sabe leer y le enseña a la Iris, lee entre el empapelado de los diarios, que “son cosas de verdad que le pasan a personas de verdad” (y que nos remite a la verdad de los diarios, de cuando decían la verdad o lo que supuestamente era la verdad).

Es claro que acá lo que hay es engaño. Todos engañan y son engañados, o porque como engañan son engañados, o viceversa. Allí está lo que otros dicen, y que puede ser verdad: “Dicen que si un hombre se mete con una mujer embarazada el hijo nace fenómeno, un monstruo con cabeza grandota, con los brazos cortos como aletas de pingüino, la boca de sapo, el cuerpo peludo o con escamas, hasta sin párpados puede nacer y por eso los niñitos monstruos no pueden dormir y lloran todita la noche de pura pena de ser monstruos y también porque no tienen párpados que cerrar para poder dormir, debe ser terrible no poder dormir en la noche, dicen…”, que ya nos previene lo que sucederá. Por un lado es ese “dicen que”, que puede ser cualquier cosa, verdad o mentira, pero también el “qué dirán” que mantiene las apariencias, aunque la realidad sea terrible, porque no tiene por qué ocultarse. A su vez ese “dicen que” actúa como disparador, porque en una de esas resulta que lo que dicen es verdad, y es una de las formas preferidas de Donoso para dar rienda suelta a la especulación (literaria) y a su imaginación.

Elogio a la monstruosidad
El personaje de la Peta Ponce, a medio camino entre bruja y demonio, es la miseria revestida de dureza, es la suciedad total, una máscara que representa un papel, en este caso de probable madre por suplantación. Y es claro que el descendiente Azcoitía será “ese repugnante cuerpo sarmentoso retorciéndose sobre su joroba, ese rostro abierto en un surco brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de rasgos rojizos…”. Hay aquí un juego entre la forma (de la escritura) y la deformidad, donde la propia escritura parece no seguir las convenciones de estilo y se permite discurrir sin ton ni son, plegando y confundiendo, multiplicando y dividiendo el tiempo, donde los acontecimientos se refractan. Los personajes, es bueno anotarlo ahora, son estrafalarios, extraños.

Y hay chilenismos, expresiones como: futre, rotos de mierda, meica, queltehues, abutilones, metetes (por entrometidas), poto (sexo femenino), covachas, cachureos, rucas, azorachada, suches… Hay otros juegos, como de repetición y aliteración, por ejemplo: “socavón no socavado que estoy cavando”, o bien expresiones como esta: “el pelo engominado como si en la mañana se lo pintaran con tinta china sobre el cráneo”, o el término popular, inventado, de difariando, que viene a ser desvariando.

Y esa descendencia, que debe ser patricia, termina siendo absolutamente plebeya y deforme: “ese repugnante cuerpo sarmentoso retorciéndose sobre su joroba, ese rostro abierto en un surco brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de rasgos rojizos… era la confusión, el desorden, una forma distinta pero peor de la muerte”. Y sin embargo para llegar a ello, Jerónimo de Azcoitía, inconscientemente, hubo de emplear al Mudito mediante las artes, mágicas, brujeriles, de la Peta Ponce. Porque, además, la potencia del Mudito desnuda la impotencia de Jerónimo.

Es aquí, llegado a este punto, cuando la novela toma un giro brutal, porque a este nuevo nacido, Boy, se transforma todo a imagen y semejanza de la deformidad del niño, para que éste crea que su cuerpo es “normal”. El mundo es una imagen igual a él, y para ello dispone de un encierro que sea autocomplaciente. Porque “una cosa es la fealdad. Pero otra cosa muy distinta, con un alcance semejante pero invertido al alcance de la belleza, es la monstruosidad, por lo tanto merecía prerrogativas también semejantes. Y la monstruosidad iba a ser lo único que, desde su nacimiento, don Jerónimo de Azcoitía iba a proponer a su hijo”.

Por ello puebla su ambiente, gracias a Humberto Peñaloza (quien es el verdadero escriba de esta historia), tapiando “todas las puertas y ventanas que comunican con el exterior”, reuniendo seres deformes, “ejemplares, más y más fantásticos, creaciones insólitas con narices y mandíbulas retorcidas y la floración caótica de dientes amarillentos repletándoles la boca, gigantes acromegálicos, albinas transparentes como ánimas, muchachas con extremidades de pingüino y orejas de alas de murciélago, personajes cuyos defectos sobrepasaban la fealdad para hacerlos ascender a la categoría noble de lo monstruoso”.

Todos estos “especímenes” ingresan a la casa que tiene el senador en las afueras, para “que el mundo de lo normal quedara relegado a la lejanía y por fin llegara a desaparecer”. Hay una elite de monstruos de primera clase que son los que cuidarían y educarían a Boy, y otros de segundo y tercer orden que impedirían, por un lado, que este pudiera escapar o si lo hiciera se encontrara con seres similares a él, y por otro, para que nadie o nada de la realidad exterior pudiera ingresar. Para lograr educarlo, tuvo que convencerlos (y convencernos a nosotros) “de que el ser anómalos, el fenómeno, no es un estadio inferior del género humano frente al que los hombres tienen derecho al desprecio y a la compasión”. Estas son “reacciones primarias que ocultan la ambigüedad de sentimientos inéditos muy semejantes a la envidia, o erotismo inconfesable producido por seres tan extraordinarios como ellos”. El monstruo “pertenece a una especie diferente, privilegiada, con derechos propios y cánones particulares que excluyen los conceptos de belleza y fealdad como categorías tenues, ya que, en esencia, la monstruosidad es la culminación de ambas cualidades sintetizadas y exacerbadas hasta lo sublime”. “El niño debía crecer encerrado en esos patios geométricos, grises, sin conocer nada fuera de sus servidores, enseñándole desde el primer instante que él era principio y fin y centro de esa cosmogonía creada especialmente para él”.

El de Boy era un caso aberrante, y la aberración era “ese gargolismo que le encogía el cuerpo y le encorvaba la nariz y la mandíbula como ganchos, ese labio leporino que le abría la cara como la carne de una fruta hasta el paladar”.

El papel de Humberto Peñaloza (que se transformará en el Mudito cuando llegue el momento), explicado por Jerónimo de Azcoitía ante los responsables principales, será el de “un escritor de gran talento que no ha tenido la paz ni la oportunidad para desplegar totalmente sus posibilidades creativas. Le he encomendado hacer la crónica del mundo de Boy, la historia de mi audacia al colocar a mi hijo fuera del contexto corriente de la vida”. Pero Humberto, incapaz de escribir algo, “no sabía cuál era la realidad, la de adentro o la de afuera, si había inventado lo que pensaba o lo que pensaba había inventado lo que sus ojos veían”.

En ese micromundo deforme, los “normales” son feos y pasan por anormales. La normalidad es lo otro. Humberto entonces escribe y cuenta la historia de Jerónimo de Azcoitía y Boy (y todo lo que gira a su alrededor), mientras el Mudito cuenta la historia general desde otro ángulo. Es decir, una historia dentro de otra historia dentro de otra. El discurso —la escritura—, como si fuera una marejada, va y viene en el tiempo, alterna personajes y hasta por momentos no se está bien seguro quién habla, o de quién habla. El escritor escribe pero también cuenta y, además, hay alguien más que cuenta (¿el autor?) desde afuera, el narrador externo y frío, supuestamente objetivo. La Madre Benita, es la destinataria del discurso del Mudito, y por extensión la destinaria de esta novela.

Al ir leyendo, a medida que transcurre la novela, vamos delineando la biografía de Humberto Peñaloza, de mal estudiante a contertulio de parroquianos bohemios del bar Hércules y su romance con la Rosita “en un cuartucho hediondo a limpieza encima de una lavandería” cuando se va de la casa paterna (y materna) tras un breve altercado con su padre.

Otro de los personajes indispensables, indispensable para que todo esto pueda ser posible, es el doctor Crisóforo Azula, víctima de serias deformidades, quien suavizará la deformidad del niño y lo dejará apto para que viva, a su modo. Tiene “su único ojo brillante de satisfacción casi en el medio de su frente y sus manos de pájaro de rapiña”, esas manos por las que sacará órganos sanos para injertarlos en otros cuerpos. El doctor “lo tajeó y lo cosió para organizar en el revoltijo de su anatomía los aparatos esenciales para que funcionara”. “Boy debía vivir en un presente hechizado, en el limbo del accidente, de la circunstancia particular, en el aislamiento del objeto y el momento sin clave ni significación que pudiera llegar a someterlo a una regla y al someterlo, proyectarlo a ese vacío infinito y sin respuesta que Boy debía ignorar”, es decir, ni origen ni fin.

Así como al escribir, Humberto da voz al Mudito, también dará voz a Boy mientras es “transformado” por el doctor Azula en un ser más “presentable”. El aislamiento en La Rinconada y el trato preferencial busca alimentar cierta seguridad sobre sí mismo, no para que se sienta superior sino para que no se sienta inferior, porque ningún Azcoitía, desde la aristocracia y el abolengo, puede serlo. Así irá “conformando un nuevo yo que nunca terminará de formarse”. El niño, mientras es reconstruido a la imagen y semejanza de lo que debe ser un Azcoitía, “siente” todo el proceso de las operaciones y una vaga conciencia, moral, se abre camino en su pensamiento, y calificará a todos los demás como enemigos porque no lo dejan ser como es, sino únicamente como quieren que sea.

La mujer con la que se casará Azcoitía, Inés, incapaz de darle un hijo, aunque el incapaz es él, se terminará acostando con Humberto (mediante las artes de la Peta Ponce), y por ello será castigado: “Hay que castigarlo. Que nunca más pueda usar su sexo. Injérteme el suyo (pide Jerónimo), y el mío, no se lo pongan a él ni siquiera inútil como está, tírenlo a la basura”. Sin embargo, para Humberto, lo mismo le da, ya que ha sido inutilizado después del embrujo de la Peta Ponce, y entonces está de acuerdo con don Jerónimo: “¿Para qué me servirán, entonces, mis órganos genitales? ¡Que me los arranquen, que se los tiren a los perros para que se los coman! Salté la barrera. Toqué lo prohibido: Inés. Sí, don Jerónimo no puede saber este último triunfo mío, él cree que me va a robar mis órganos genitales tal como me robó mi herida (refiere a un suceso anterior, por el cual tras una elección alguien intenta matar al senador pero lo hiere a él y el senador le roba la herida y la lástima que genera el hecho), pero no, don Jerónimo, no: se los regalo, ya no los necesito. Tómelos, son suyos. Que el doctor Azula me los extirpe. He encontrado la paz”. La mutilación como una forma del castigo, aunque más adelante dirá que logró huir antes de serle extirpado el miembro, más allá que nunca más lo utilice en su función sexual.

En definitiva, él es “Mudito porque se olvidaron de reemplazar tu garganta por otra y has quedado mudo, tus oídos por otros y has quedado sordo”, que en realidad son aproximaciones o justificaciones, y allí, en esa casa, “en nuestras galerías húmedas y muros ruinosos y patios abandonados el sexo no existe, de modo que no serás un fenómeno impotente, serás igual a nosotras, otra vieja más que superó la tiranía…” de la Madre Superiora.

Tumba de primicias caducas
En la Casa de las monjas, el forzoso encierro y las paredes están empapeladas con diarios que son viejos pero dan una sensación, en retrospectiva, sobre la marcha del mundo exterior, y sobre todo resaltan las tragedias, de las que, en la casa están a salvo: “inundación en el Yang-Tsé-Kiang, terremoto en Skopje (Macedonia), hambruna en el nordeste de Brasil”, una especie de rompecabezas de errores humanos y naturaleza errática. Como si siempre quedara algún recuerdo —incluso inconsciente— presto a salir a la luz. Pero el mundo, por supuesto, es todo lo demás, lo que está afuera, y es inalcanzable.

El Mudito le habla de usted a la Madre Benita, en señal de respeto, aunque esta fue condenada (por la Madre Superiora) a esperar, por ser demasiado inteligente. Y en esa espera todo parece convertirse en y volver al polvo, desmoronarse: “espera, el año que viene te prometo que te pondré a la cabeza de un colegio, tú, con tu ilustración y tu clase estás desperdiciada en la Casa, pero a esa Superiora la mandaban a Roma o se moría y la Superiora nueva no conocía la labor de la Madre Benita, así es que también le decía espera, hija, espera, tengo que conocerte mejor para saber de qué eres capaz…”.

Entonces quedará el aburrimiento tras la larga espera, “me estoy muriendo en la Casa, de aburrimiento, de no tener con quién hablar, me muero de miedo que esta legión de viejas me devore como devoraron a las demás monjas, me muero de estar rodeada de imbecilidad y decrepitud”, y luego sólo quedará un “resígnate”, gana el Cielo, “ofrécele tu sacrificio a Dios que con eso te vas a ganar el cielo porque es grande tu sacrificio quedándote en la Casa, mira que si no te tenemos a ti la Casa se nos cae”. Por eso es “el apuro por demoler (la Casa) ahora que las elecciones están cerca”, porque si no no habrá ganancia alguna, que siempre están los que ganan con la necesidad ajena, vaya si lo habremos visto en el transcurso de los tiempos.

Estará Brígida, que es empleada de Misiá Raquel y que enviudó joven del jardinero de la casa de la mamá de Raquel, ahorró todo lo que pudo e invirtió el dinero en acciones mediante el marido de Misiá Raquel, que era corredor de bolsa. Astuta, cambia sus acciones por oro y salva su capital cuando “vino ese bajón enorme en la bolsa internacional y la gente lo perdió todo y muchos se suicidaron”. Y cuando muere el marido, misiá Raquel es quien compra y vende propiedades en su nombre, porque no sabe leer ni escribir, “ni siquiera firmar”: “Era (como) un juego. Pero yo no jugaba, el juego jugaba conmigo, porque yo no podía salirme de él, me envicié, corriendo de departamento en departamento, rabiando por un vidrio roto, pescando bronquitis en los corredores de las casas de renta de la Brígida, en sus conventillos, distanciándome de mis amigas, descuidando a mis nietos que me interesaban menos que este juego, desgañitándome de tanto gritarle a un arrendatario que no quería o no podía pagar, mientras ella, la Brígida, me esperaba en mi casa calefaccionada, siempre tranquila y compuesta con su moño gris tan soignée” (arreglada, cuidadosa).

Pero es un dinero inservible ese hacer el “juego del dinero inútil de la Brígida”, puesto que se acumula pero para nada es provechoso. Además, se muere sin testar y por eso queda todo a su nombre, pero, dirá: “toda su fortuna está a mi nombre. Estoy terminando de liquidarla… no sé qué hacer con tanto dinero, sigo cobrando arriendos, sigo haciendo transacciones de propiedades como si la Brígida viviera… dicen que en el barrio Matadero… dicen que las cocinas de gas licuado… pero no puedo seguir prisionera de la plata de la Brígida, no puedo seguir oyendo esos dicen, quiero deshacerme de ella, estoy cansada, quiero sacarme a la Brígida de encima para vivir lo que queda de mi propia vida… claro que quizá no va a quedar nada…”. Y entonces, decide “costearse un funeral estupendo, no debérselo a nadie, planearlo en todos sus detalles, (lo que) fue la obsesión de su vida”, y esa es la tibia justificación del porqué o el para qué de hacer dinero.

“Lo que quería (Brígida) era impresionarlas (a las monjas) con el hecho de que tenía una patrona que la quería tanto, que le regaló este funeral: transformarme en ese monstruo de amor que no soy fue el lujo que se compró con su fortuna”. Es que, en definitiva, el sueño y la pesadilla es lo mismo, la realidad y la fantasía son dos extremos de lo que se cuenta, que está promediando el ánimo y la vida.

Lo cierto es que el Padre Azócar va tras el remate de las pocas cosas de la Casa, y dice de él: “Hace tiempo que se llevó lo poco de valor que había”, y el resto no vale “más que como leña”. Y la mejor expectativa con la que se ha engañado a los pobres, con el Cielo, es el Paraíso: “dicen que allá dan de todo, y nuevito”.

El Mudito se esconde, “se nos pierde por los pasadizos”, en guaridas “que el Mudito se organiza entre tanto papel inservible”, “refugiado en esas cuevas de letras inútiles”, “papel inservible, fardos de revistas, libros roídos por los ratones, hacinamiento de diarios, montones de enciclopedias truncas, de libros de pasta lujosa manchados de colorado porque las tapas se fueron destiñendo”. Es que el Mudito se ha leído todo y “por eso ya no tiene fuerza”. Y las monjas lo han bien afeitado, allí, “para que quedara como el sexo de un niño”, porque se preparan para el futuro. Y ese niño milagroso de una santa casta y pura, la Iris Mateluna, es hija de un presidiario. Y para que sea casta y pura, debe hacer nacer al niño milagroso, porque “si no hay niño milagroso entonces nosotras nos vamos a tener que quedar en este valle de lágrimas esperando a la pelá que vendrá a llevarnos una noche de terror”.

La niña-beata y el insomnio de Misiá Inés
Inés Azcoitía, la esposa de don Jerónimo Azcoitía, vuelve de su misión. La beatitud de la Inés Azcoitía anterior no ha sido concedida y volverá para tomar venganza, instalándose en la Casa, renegando de su marido y del mundo exterior. Lo cierto es que “el Vaticano te negó tu venia para iniciar el expediente de beatificación”, ni siquiera le dieron permiso para iniciarlo. “Inés nunca tuvo la menor probabilidad de conseguir esa beatificación”, más allá que la “crónica posterior recordando hechos que se murmuraban podían considerarse milagrosos”.

El milagro máximo es el sostener la Casa en un terremoto: “durante el más catastrófico de los terremotos de fines del siglo dieciocho, el que derribó la mayoría de las casas de la capital y de los campos circundantes, la Casa de la Encarnación de la Chimba permaneció intacta, firmemente en pie, pese a que no era más que una construcción de adobe y teja como todas las de esos tiempos”, y dicen que antes de que comenzaran los remezones de tierra, Inés Azcoitía (la beata) “cayó arrodillada en el medio del patio”, y “cuando los truenos subterráneos y las sacudidas que agrietaron los campos amenazaron tumbar los muros de la Casa, Inés abrió sus brazos en cruz proyectándolos como con un terrible esfuerzo que sacrificaba a su ser entero para sostener esos muros, y los sostuvo, y la Casa no cayó”.

Todo esto es la conjetura o el recuerdo de un rumor, pero sin embargo la beata es considerada por la sabia superiora de las capuchinas como bruja. La conseja popular de la niña-bruja, frente a la tradición de la niña-beata. Porque la beatificación es, también, un acto de sobrevivencia de la estirpe de los Azcoitía (aunque esta Inés es antepasada de la Peta Ponce, y por eso ella tendría sus dones milagrosos o brujeriles, que esto depende del punto de vista). Se trata, entonces, de conjeturas seudo históricas, y las distintas versiones de los hechos no son comprobadas.

“Cuando un caballero procrea bastardos en las mujeres de sus tierras los hijos conservan con cierto orgullo la marca del bastardo hijo del patrón, y es como si este solapado orgullo acentuara en el bastardo las facciones del padre que todos, menos su padre y su madre oficial, señalan como suyo. Pero cuando es una mujer la que da a luz un bastardo, el hijo pierde instantáneamente todo vestigio de identidad, se borran todas las huellas de su origen exaltado”, es el orden patriarcal, expresado desde antiguo.

La importancia de las mujeres, existe, aún desdibujada: “nosotras las mujeres ignorantes que no comprendemos nada ni sabemos nada de nada y nos cansamos con todo y lloramos porque no tenemos otra cosa en qué entretenernos…”, “nos llamamos por teléfono y comentamos y hablamos estupideces y nos contamos chismes (…) (y) en esos comentarios idiotas, a veces, una preserva algo importante disfrazado de cosa trivial”.

Inés, tras la negativa del Vaticano, estuvo en un sanatorio en Suiza, porque sus nervios quedaron alterados, aunque ella dice que fue a envejecer para que don Jerónimo Azcoitía la deje en paz. Es cierto que don Jerónimo la odia porque no le dio un hijo que perpetuara la descendencia, e incluso la histerectomía que le hace el doctor Azula (como una especie de creador de Frankestein), no la deja tranquila, porque “manteniéndome joven con su asedio Jerónimo me estaba robando las prerrogativas de las viejas y sus poderes”. Es por eso que se queda en la Casa y no vuelve con su marido.

La perra amarilla, que es la transformación del deseo, por medio de las artes de la Peta Ponce, para engendrar a Boy, se transforma, nuevamente, pero ahora en Misiá Inés: “El cirujano (Azula) desarmó el cuerpo de la vieja, reservó sus órganos en recipientes especiales, los guardó en cámaras diseñadas por él que proporcionan el oxígeno necesario, que bombean sangre, suero, agua, cortó los órganos con bisturíes muy delicados para que después el lugar de la incisión no se notara, almacenó todo en sótanos asépticos, revestidos de loza blanca sin vida, sin muerte, sólo con espera, listos para cuando llegara la ocasión de servirse de ellos”. De esa manera Misiá Inés se transforma en la Peta Ponce y la sexualidad de la última hace carne en la primera, de modo bestial y reprimido.

Pero mientras tanto, en La Rinconada de los monstruos, tras la huida de Humberto Peñaloza, se hace el relajamiento total que prefigura el final. Todo queda en manos de Emperatriz (la gorda más gorda del mundo, prima de don Jerónimo y esposa futura del doctor Azula).

El nacimiento (milagroso) encarna en el Mudito, que ha perdido peso en su papel de guagua-entrenadora. “Todos me tratan con miramientos y consideraciones. Antes, cuando era sólo el muñeco de la Iris, no las merecía”. Y ahora: “…conmigo en brazos, recibimos las reverencias de las feligresas, sus oraciones, sus cánticos apenas susurrados para que las otras nos oigan porque las otras son unas envidiosas, encienden cirios, nos rodean de flores, Inés prosternada entre las demás viejas que nos piden cosas, que se me pase el reuma, que nos den porotos en vez de garbanzos la semana que viene, que a Rafaelito lo suelten de la cárcel por la estafa que dicen que el niño hizo pero cómo la va a haber hecho si era tan bueno de niño cuando yo lo criaba y tenía el pelo color de choclo, miren, aquí lo tengo para que me crean, un salve para que la Madre Benita no nos descubra, un credo para que el niño crezca santo, un padrenuestro para que nunca salga de esta Casa, y las viejas rezan y cosen y cantan alrededor nuestro”. Y es “tan flacuchento (sietemesino) este chiquillo que la beata tiene en brazos, yo creía que los niños-santos eran gorditos y rubios como en los cuadros de pintura, pero éste es morenito, no importa, la cosa es que es un niño milagroso concebido sin mancha y sin pecado”.

Por supuesto que Inés tiene alucinaciones y padece de una locura, temporal o no, que le hace creer en haber sufrido una violación, al límite entre el sueño y la pesadilla.

El desenlace, que ya venía configurándose, comienza cuando Boy desaparece de La Rinconada en revolución —y luego sigue en la Casa—. Allí estarán los quince años de sacrificios del doctor Azula para irse a Europa y hacer su clínica privada: “una casa de reposo, un sanatorio elegante en Suiza para monstruos hijos de padres ricos, uno que otro transplante cuando me interese el caso”. Boy se muestra desnudo: “la autoridad del sexo descomunal entre las piernas enclenques, los brazos cortos, el pecho sumido, el peso de la joroba proyectando hacia adelante el rostro donde la ojiva de la boca quedaba presa entre la nariz y el mentón, el artificio de la frente, las orejas y los labios sin cuajar como los de un feto, el arco voltaico de los ojos azules descubiertos por párpados de lagarto…”.

Hemos descubierto que en todas sus novelas hay bailes de disfraces, y en ese sentido lo que hemos dicho sobre las máscaras y el ocultamiento de la persona como la revelación de la auténtica personalidad (en torno a Allan Poe y La máscara de la Muerte Roja): “Como sabemos, las máscaras ocultan la identidad de la persona pero nos muestran, de alguna manera, su interior, o su proyección, su verdadero rostro. La persona enmascarada incita a abandonar convenciones sociales, y da paso al desenfreno moral”. Aquí también hay una puesta en escena en los bailes de fantasía que da Emperatriz, una vez por año, con los monstruos de primera, de segunda y de tercera categoría (que configuran, por cierto, los tres anillos de la degradación y la fealdad; el armar, desarmar y recomponer).

Y el fin del noble linaje es un viaje psicodélico, casi incoherente, atropellado en su discurso, enredador, en el que Jerónimo cede a su curiosidad, a esa ansia de ser padre y ser reconocido como tal. Es capaz de humillarse por ello, e incluso reventar. “La noticia de la muerte del senador causó verdadera consternación en la capital. El país entero, entonces, recordó los servicios del eminente hombre público y se le tributaron los mayores homenajes”. Pero los monstruos siguen, y Boy quiere dejar de recordar todo, ser como una planta, por el terror de ser (y sin embargo querer serlo).
Iris Mateluna será castigada por mentirosa, y quedará convertida en puta.

Las viejas, sobre el final, y las huérfanas, viviendo todas en la Casa, ya cada vez más en ruinas, suman treinta y siete: “treinta y siete viejas, el detritus de treinta y siete vidas, pálidas, flacas, débiles, sucias, estrujadas…” que, según pronóstico, durarán “bien poco” en la nueva Casa, luego del remate o la demolición. Sin embargo, siempre hay una sorpresa, para que nada salga como si viniera establecido.
Y por último, el viento se encargará de soplar fuerte, para dispersar todo.

VI.- La bulimia de la ambivalencia
Donde van a morir los elefantes es la última novela de José Donoso (de 1995) y, aunque mantiene presente algunas de sus obsesiones particulares, no está totalmente lograda. Hay una sentencia inicial que de alguna manera nos da la tónica de que esta obra refleja algunas vivencias del autor como profesor en los Estados Unidos: el que escribe una novela, dice, lo hace “por un anhelo vergonzante de participar en hechos que, se figura, tuvieron esa condición”. Es decir, la condición de haber vivido algo novelesco, por cuanto “babear de miedo ante sobrecogedoras imágenes televisivas no es lo mismo que vivirlas”. El vivir los hechos, los hechos que se habrán de narrar (hayan ocurrido realmente o no) le da otra categoría, cierta verosimilitud, a la narración. Además, pondrá en boca de su personaje su propia idea sobre el lenguaje: “El lenguaje es una convención: las palabras son solo el uso que yo les asigno, instrumentos que empleo según me acomoden. El lenguaje, las palabras, a fin de cuentas, son un disfraz. Y todo lo que uno dice o viste es, finalmente, literatura”.

Pero Donoso es un escritor sobre las otras opciones, como escritor de la marginalidad, o de lo marginal de la historia, de los monstruos, los lumpen, los discriminados por su orientación sexual, por sus deformidades físicas o por su condición social.

La clave de esta novela es la ambivalencia: cada uno es lo que es, lo que muestra, pero también es otra cosa, otra cosa distinta, no necesariamente antagónica, sino en planos distintos. Esa es la personalidad propia, intransferible.

Como acostumbra hay, primero, la presentación de los personajes y la descripción del territorio, en el medio oeste norteamericano: “esas tierras —cuyos pobladores aborígenes habían sido exterminados—, explotadas sin medida por los codiciosos colonos y sus descendientes, drenadas, abonadas y violadas, mostraban cierto cansancio pese a su inmensidad, transformándose poco a poco en fincas de menor lucro”. A su vez lo delimita: “En su zona de mayor concentración urbana, el pueblo no era más que una vaina de tres o cuatro manzanas, con tiendas y oficinas alrededor de la Plaza del Capitolio, el cual, digno y seminal en su blancura, se alzaba en medio de patrióticas estrellas y franjas de cianotus y begonias. Más allá el pueblo iba desgranándose en casas y jardines de mayor prestancia. Pero la urdiembre vegetal lo acaparaba todo, aislando una que otra construcción en su espesura, poniendo de manifiesto la clorofila como elemento dominante”, el rumor de hojas, la marea vegetal.

La historia de San José está ligada al ferrocarril y a la producción de maíz, y tiene una réplica del Capitolio donde funciona una biblioteca con una famosa sala de lectura que tiene “paisajes de ruinas y vegetación exótica”. El espacio central de la biblioteca era una obra de Pier-Paolo Vitello, que “alteraba cuando le venía una idea”, y pertenecía al movimiento del concreto hechizado. Volveremos sobre ello.

Hay varios personajes singulares, empezando por el principal, Gustavo Zuleta, profesor de literatura chileno que acepta una oferta para trabajar en universidad norteamericana (San José), a pesar de que su esposa está embarazada. Hay dos chinos que parecen ser el anverso y el reverso de la misma moneda, estudiantes de altas matemáticas; una gorda rubia, la Ruby, fundadora del grupo radical Gordura es Hermosura, capaz de provocarle pequeñas fantasías eróticas (lechosas, blancas, pecosas); Jeremy Buttler, un eminente matemático local y su hermana, Mi hermana Maud, charlatana, verborrágica, medio bruja, insoportable. Todos estos personajes representan un papel definido. Hay, además, un múltiple asesinato que involucra a algunos de esos personajes y cuya novela intentará darnos las pistas para entender cómo ha podido suceder eso.

Pero también nos hablará sobre el ecuatoriano Marcelo Chiriboga, que es un personaje ficticio creado por José Donoso y Carlos Fuentes, “como personaje mítico de la literatura ecuatoriana —esa literatura que estuvo ausente del boom—, y que Donoso ya había trabajado en El lugar sin límites. Es que Chiriboga será capaz de decir la expresión que de algún modo lo legitima: “puro realismo mágico”.

Pues bien, el profesor Gustavo Zuleta justamente es especialista en Chiriboga (y admirador suyo) y por ello es invitado por el profesor Rolando Viveros a dar sus clases en la universidad, aunque al principio se resiste. Tendrá nostalgia por su padre, el doctor Zuleta: “un médico más aplicado a la baraja y a los caballos de carrera que a su profesión”, y su casita en El Quisco.

Visión del alumnado: “los estudiantes leían sentados en el suelo, sus espaldas reforzando la pared, sus oídos empachados con la música vil de los walkmans, sus piernas flojamente drapeadas sobre el brazo de un sofá, riendo en grupos. Gordos y gordas —o por lo menos personas de proporciones desmesuradas— acariciándose obscenamente, devorando palomitas de maíz que sacaban de gigantescas bolsas de papel. Algún negro rítmico, alguna parlanchina oriental, compartían la superficie de esa comunidad de piel lechosa y salpicada de pecas, lengüeteando las descomunales boñigas de helados de frambuesa que las máquinas evacuaban en cucuruchos de galleta, o devorando cuñas de pizza colosales, enajenados todos en su burbujeante parloteo o coqueteo, patipelados por puro placer, los jeans jironeados…”. Ya de entrada la gordura, a lo Botero, impone su presencia, como si fuera parte de algo normal. Gustavo, por cierto, tiene sus fobias, detesta a las morenas teñidas de rubio y “la formalidad de los norteamericanos cuando intentan ser elegantes” y, en definitiva, el mundo alrededor de la universidad parece otro, al menos para nuestro personaje.

A diferencia de sus otras novelas, aquí hay elementos tecnológicos y cierta prevención sobre ellos, en especial acerca de la realidad virtual que será mejor que la realidad y es un aspecto de la modernidad de la obra, o su pretensión y búsqueda.

Durante la presentación ante los alumnos del profesor Zuleta, Gustavo ve de soslayo una mirada azul, esta “se fijaba sobre su frente, deslizándose luego hacia abajo por su manzana de Adán y anidando en el nacimiento de sus clavículas”, y esa mirada le hace soportar la exagerada evaluación académica sobre su persona.

Josefina Viveros, la esposa del profesor que lo ha traído a la universidad, con “su personalidad causaba cierto recelo, algo como una vergüenza distanciadora, que podía no ser más que una resistencia natural a dejarse anonadar por la euforia de sus chistes y sus avasallantes demostraciones de amistad”, y “al cabo de quince años se hallaba en el punto crítico en que ya no se habla ningún idioma con propiedad” porque “echaba mano a barbarismos de origen chileno con los que rociaba su mediocre prosa inglesa”.

Al poco vemos al profesor Rolando Viveros persiguiendo una adolescente de 17 años, Portia, escabulléndose ambos de la reunión “en el cementerio del bosque con el fin de recordar a cierto patriótico polígrafo”, gloria local en San José. Pero, por supuesto, teme que se lo pueda acusar de “apremios sexuales indebidos contra una menor de edad” (es cierto, ahora lo vemos más claro, eso es el patriarcado, un conjunto de acciones, muchas veces irreflexivas, que denotan cierto sentido de autoridad y severidad, al que se le debe obediencia y sumisión). Pero también Viveros tiene otra faceta, y sabe perfectamente que Gustavo Zuleta no es más que “un profesorcito de poca monta”.

La novela tiene un punto de inflexión cuando Marcelo Chiriboga viene a San José. Es que siendo un personaje, y reconocido como tal, bien puede ir y venir. Ahora, vuelve.

Pero lo más interesante, al menos para mí, es el personaje de la Ruby, su bulimia y el pensamiento crítico que provoca, por ejemplo para sus padres: «su gordura, además de asquerosa, era para ellos señal segura de condena, el baldón de los que carecerían para siempre de toda cultura, aquellos a quienes la ignorancia condenaba a la prisión de su propia carne”, y la respuesta: “Mi gordura es mía: la asumo como parte integral de mi ser y de mi vida, no como algo vergonzoso que deba disimular. Es mi opción personal”. Y más, aún: “¡No quiero ser flaca! Los flacos me producen asco… el mismo asco que los gordos les producimos a ellos. Mi gordura es algo que no estoy dispuesta a sacrificar, porque mi esencia, lo que más valoro en mí, reside en ella. La considero mi bandera de lucha, mi grito de protesta, mi rebelión, mi forma de desobediencia civil. Cualquier otra condición sería, para mí, artificial, una venia obsequiosa al último pataleo del machismo en su crisis terminal”.

La Ruby funda el grupo radical Gordura es Hermosura, como ya hemos dicho, y mediante la teoría y la praxis (luciéndose al nadar o bailando en las discotecas —y acá está el baile también, y los disfraces—) “buscaba demostrar que el ser humano gordo no es un monstruo ni una extravagancia de la naturaleza, sino sencillamente la víctima de una sociedad represiva que, por temor o culpa, lo clasifica todo según cánones dictatoriales”. Lo cierto es que la Ruby, con toda su procacidad, era “una señorita un poco menos gorda que una florista de Botero y bastante más abotargada que una Sabina de Rubens”.

Y por medio de ella sabrá detalles de la vida de quienes giran alrededor de la Universidad, y conocerá la realidad virtual, al ingresar a una cámara “de espejos deformantes” (como la que suele haber en circos y ferias modestas) donde se produce un desdoblamiento de la identidad y de la personalidad, ocurriendo el desmembrar para armar de otro modo, utilizando, como es su costumbre, máscaras. Esta realidad virtual será atendida por grunges (es un género, o subgénero anticomercial y contracultural). “En esta experiencia sólo podía participarse premunido de guantes acolchados y alambrados, con sensores de variada especie que, enchufados a cables de misteriosa trama, se conectaban a una fuente de energía: era la parafernalia indispensable para conocer el mundo virtual”. Es, en pocas palabras, “la llamada Generación X, post yuppie. Muy retro; un poco Ginsberg, o Ferlinghetti, en la onda del Kerouac de On the road. Carecen de ideología. Nada les importa nada, fuera de hacer lo posible por irse a vivir a Seattle o Katmandú, sus ciudades sagradas. Nadie sabe qué bicho los ha picado… Consumen droga blanda y viven preocupados de la ropa…”. Es una realidad que busca expandir la percepción humana.

Ruby, por lo pronto, buscaba el reflejo de sí misma, “una mujer que fuera pura vestimenta: disfraz, arreo, atuendo en perpetua fluctuación”, como una Venus de Willendorf. Como el disfraz que usará en uno de esos bailes: pantalones de bayadera, corselete de campesina y los faralaes de la españolada. Y el disfraz, entonces, les permite ser otros, sin dejar de ser ellos mismos.

Los chinos, que son las víctimas pero también victimarios (puesto que son dos, pero que funcionan como si fueran una unidad), que sólo hablan chino pero se entienden con el doctor Buttler, la eminencia local, serán mostrados en su extrañeza. Se divierten sacando fotos con una cámara Polaroid Instamatic y cuando menos lo pensamos desaparecen y aparecen de improviso. “No se han ido de San José, porque todo el mundo afirma haberlos divisado revoloteando con su cámara en alguna parte. Hasta metiéndose en un silo, dicen que los alcanzaron a ver. Pero ha sido imposible cazarlos. Es como si se desvanecieran justo cuando los van a atrapar… y cuando nadie espera verlos, aparecen”. “Los muy tontos se están jugando un nombramiento importantísimo en el Pentágono al perder el tiempo con esa Polaroid. Ya están grandecitos y sabrán lo que hacen”, dice alguna de esas voces moralizantes. Porque lo cierto es que uno de los dos, el que sea más brillante como matemático, podrá acceder al Pentágono.

Y algo más, que los muestra por entero: “Parecían dotados de una agilidad prodigiosa: uno se encaramaba en el lomo de uno de los leones mientras el otro presionaba el obturador; bajaba luego de un brinco para esperar el retrato que salía de la Polaroid Instamatic, y ambos lo recibían haciendo venias, con una expresión que podía ser de risa o de llanto, profiriendo comentarios o explicaciones que no aclaraban nada. Enseguida el fotógrafo le entregaba la cámara al fotografiado, que se trepaba al león para repetir la hazaña: el fotografiado era ahora el fotógrafo, y el fotógrafo, el fotografiado. Saludaban con reverencias a la nueva imagen, dándose palmaditas de mutua congratulación. Reproducían luego el rito en otro lugar…”. Lo cierto es que la conducta de los chinos es lo que va pautando la obra.

Sobre ellos la Rudy dirá que “me figuro que para ellos somos sólo un reflejo, una realidad virtual”. Según Vitello la realidad virtual es “una realidad más real que la real”, donde aquí se denota una transcripción sarcástica del mundo (Vitello tuvo nociones aproximadas a la asociación de ideas y del subconsciente. En torno a la perspectiva dirá que “existen cuerpos intelectuales y corpóreos”, y la luz será la primera de las entidades visibles). La exposición tendrá piezas hológrafas.

El encuentro, casual, entre Marcelo Chiriboga y Gustavo Zuleta, es aprovechado para ironizar sobre el estructuralismo de Bajtin y Barthes, y sobre la crítica que no entiende nadie. “Los ojos les brillaban como a dos muchachos, los tendones del cuello relajados, los dientes relucientes con la luz de las lámparas”, donde resalta la felicidad del (re) encuentro. Porque el único que entiende a Chiriboga es Gustavo Zuleta, y por eso va a verlo. Los escritores latinoamericanos le gustan a los norteamericanos si “hay revoluciones e injusticia social y dictadores y mucha pobreza y sexo”. Por cierto, este Chiriboga recibe el Premio Cervantes pero “no lo anunciaron ni en la radio ni en la televisión”, porque “que un desconocido obtenga ese galardón no es noticia”. Más adelante se nos darán detalles y secretos de la vida de Marcelo Chiriboga.

Debemos consignar, por cierto, que las universidades, “…dicen que en Estados Unidos son los sitios donde van a morir los elefantes”, y esta es la justificación del título de la novela. Además, los elefantes, “cuando sienten que se van a morir, se van a refugiar” en cierto lugar escogido por instinto. Tampoco podrá faltar Nùria Monclùs, “la Ninfa Egeria del boom”, versión novelesca de la agente literaria catalana Carmen Balcells, “legendaria capomafia del grupo de célebres novelistas latinoamericanos”, en especial Gabo, Vargas Llosa y Cortázar. Aquí, a diferencia de El jardín de al lado, (otra novela de José Donoso que habla sobre Chiriboga pero de modo de quitarle importancia al boom latinoamericano) donde Nùria Monclùs era mafiosa, pasa a ser “protectora de las novias como futuras madres así también de los partos”, que viene siendo una expresión que significa “al que actúa como un consejero privado que orienta todas las decisiones y motiva los actos de otra persona”.

Algunos elementos, como la noche, en una metáfora poco feliz, es “color de pechuga de pavo real”; o esta otra que tiene algo más de plasticidad: secos de rabia “como la costra de caldo pegoteada en el fondo de una cacerola que ha hervido durante demasiado tiempo”. También, como siempre, utiliza algunas palabras y términos chilenos: tan patoso, parronales de uva, cueca (baile tradicional), dando una zapateta, sandial, bototos, chaqueteo (“afán envidioso de destruir al otro y su obra”), hasta el concho (de un tirón, hasta el fondo, en este caso una bebida, un book doble de cerveza), berma, azumagadas, siútica…
Y la época histórica queda reflejada en las menciones a Fujimori y a Clinton, en su primera presidencia.

Ansiedad y persecución
Al nacer Gustavo Nathanael, nuestro personaje se sume en la ansiedad por verlo y “sentirse” un padre, aunque en realidad no sabe lo que es eso. Zuleta parece más interesado en perseguir a la Ruby, quien “le da filo” pero parece incapaz de entregarse. Una de sus amigas es Helena Vander Valk, “dueña de la ropería mejor surtida de la comarca”, donde “de vez en cuando merodeaban por ahí tristes personajes de estrambótica catadura, urgidos por deshacerse de los suntuosos ajuares de un pasado de actriz, o de belleza en subasta, y liquidar así, de una vez, los remanentes de sus vidas ya cumplidas”. “Nadie salía de la casa de Helena con las manos vacías. Salvo aquellos que, dolorosamente necesitados, se desprendían de un acervo cuya venta alimentara sus hambrientas carteras”. La casa de ropa tenía, por tanto, “trapos fétidos a desinfectante y naftalina”.

Gran parte del dinero de Helena, “provenía de la reventa mayorista de ropa usada”, expatriada “a países miserables” donde otras mujeres, “en general de pigmentación más oscura, la arrebatarían de los mostradores” (del mismo modo que sucede donde se vende ropa de segunda mano en ferias y locales de todo el mundo). Algunas clientas alquilaban ropa: “sobre todo estudiantes pobretonas que se pavoneaban ante los revenidos espejos”.

Donoso siempre se las ingenia para mostrarnos, de una u otra forma, los desórdenes humanos y la transformación (travestismo) de sus personajes, en este caso en el ocaso de un baile de disfraces: “Una Colombina obesa abrazaba a un húsar: alcohólicamente complacidos, roncaban tirados en un sofá. Un cowboy solitario se chupaba el dedo en un rincón, en posición fetal, arrullándose con una vieja canción de cuna…”.

Y como todo exiliado, temporal o permanente (un exiliado nunca dejará de serlo), vendrán los recuerdos, ya sea de Gustavo Zuleta o Donoso por medio de aquél: “En Santiago, nadie necesita morir para ingresar en la memoria: ya están todos inscriptos en ella, como una forma del pasado”.

Lo central, lo hemos dicho pero vale la pena recordarlo, es la historia del personaje con la Ruby, su infatigable acecho. Pero la Ruby tiene una explicación a mano: “…no quiero entregarme. Es mi prerrogativa elegir cuándo y cómo y con quién. ¿O no? No acepto que nadie me obligue a nada”, y quedará convertida entonces en una allumeuse, una provocadora, una “calienta braguetas”. Pero la explicación, en realidad, será otra.

“Tenía veintitrés años. No lograba trascender el solitario plato de comida, desprovisto de recuerdos y asociaciones, en cualquier restaurante fast food”, y además, “el pathos de la figura de la gorda devorando su comida, sola en un restaurante, con el dolor de su rabia por quién sabe qué carencias, le representó a Gustavo lo respetable de su cólera” contraponiéndose con los chilenos, un país “signado por su historia de generaciones desnutridas”. Es el esplendor del exceso. “El superávit que florecía en estos ejemplares le causaba estremecimientos de repugnancia y envidia”, y por último: “La Ruby, en todo caso, constituía un espectáculo sórdido, una visión melancólica: la gorda solitaria, anonadada en su tristeza, tragando esa maloliente comida de tercera clase”.

Los matemáticos chinos, llamados Duo y Er, están relacionados con el misterio de los números primos (que son números completos que sólo son divisibles por la unidad y por sí mismos). “Se hablaba de los números primos desde el tiempo de los faraones, unos mil quinientos años antes de Cristo”, “en el Siglo XVIII, apareció el alemán Euler, que se atragantó con los números primos: le parecieron grandes fallas en la urdiembre racional de las matemáticas, una extraña rebeldía de la lógica…”, aunque no conflictiva. Establecida su frecuencia entre los números simples, y al elevar los números cardinales a enormes potencias, los primos comienzan —mágicamente y sin obedecer a ninguna ley conocida— a presentarse en agrupaciones, en curiosos racimos o montones o piñas que aparecen de tarde en tarde sin reglas que gobiernen ni su frecuencia, ni su estructura, ni su densidad”.

Padecían afasia parcial: “Era inútil hacerlos comprender, y para qué decir pronunciar con relativa propiedad, un idioma que no fuera el chino”. “Era como si los paladares chinos estuvieran construidos de una manera distinta a los paladares occidentales”. Y, sobre todo, “eran iguales como el anverso y el reverso del mismo objeto”. “En la calle algunas madres se los señalaban a sus hijos —había sólo dos chinos en San José—, describiéndolos como “personas muy valiosas, un ejemplo para la juventud”. En la realidad cotidiana, nunca se sabía quién era quién, si Duo era Duo o Er, y viceversa. Y, al igual que el resto de los personajes, estos tienen sus obsesiones, sus manías.

Hasta en el discreto encanto de la burguesía, de los burgueses, la locura le puede atacar a uno desde un pequeño accidente. Así, siempre hay un personaje, como en este caso Mi hermana Maud, cuya historia personal, trágica, se narra por extenso. “Mi Hermana Maud vivía en un mundo brumoso, en el cual se movía como una comparsa, un número, una cifra”.

Para los norteamericanos, los latinoamericanos forman parte de etnias diferentes, y en ese sentido hay un concepto étnico sumado al de tribu, donde resaltan giros de reciente cuño, léxicos incompatibles que formaban una sola trenza multiforme del idioma. De este modo aunque los latinoamericanos no puedan, o no quieran, verse como iguales, para los americanos del Norte somos lo mismo.

Otras sentencias, definitorias y definitivas, se van intercalando acerca de la gran novela: “su poder es la forma en que está narrada, y actúa sobre nosotros por conductos más sutiles que las ideas”, y “las ideas demasiado claras siempre derivan en alguna clase de tinieblas”. Por otra parte, “…todos los novelistas latinoamericanos que permanecen en el exilio, voluntario o no, buscan alejarse para tener una mejor perspectiva sobre sus verdades”, y el conocimiento sobre su propio país, como un todo. Pero toda acción que sucede, en la novela, siempre encuentra escollos, problemas, es decir que hacen de la misma un desarrollo intrincado. “Nada tiene existencia mientras uno no lo cuenta, y cuando lo haces, ya es una existencia habitada por la imaginación del que la narra”.

Como contraste del ambiente donde predomina la naturaleza, Donoso nos describirá las autopistas, la velocidad y cierta tristeza, las melancólicas rutas y avenidas: “El anochecer parecía más denso aun en esa autopista de ocho carriles, bruñida por la llovizna. La Ruby manejaba con toda clase de precauciones para no resbalar en el pavimento brilloso, que se proyectaba directo hasta las entrañas mismas del Medioeste. En los horizontes de la llanura brillaban, solitarias o en racimos, chispas de luz, y los autos circulaban por la red de autopistas como un desfile de luciérnagas frenéticas. Los más rápidos pasaban jironeando el pavimento empapado, como un lienzo que se rasga, más y más autos, más y más rápidos, cientos de bólidos insistiendo con sus breves chillidos sobre el asfalto”. Y además “el silencio, adivinado más allá de los autos que pasaban, era inexpugnable”.

Es evidente que todos tenemos una historia (y uno o dos muertos en el ropero), detrás de nosotros, y que a nosotros importa, y por lo general, la historia (como la de la Ruby) es traumática (la pobreza, en este caso, y el alcoholismo de los padres): “Sus padres eran campesinos irlandeses sin raíz ni ley, arrojados por el destino en medio de una multitud de trabajadores mexicanos —mano de obra barata no calificada— que apenas hablaban inglés”. Y luego Donoso no nos ahorrará los detalles sórdidos del aborto que le practica, de modo salvaje, una mujer, peluquera y quién sabe qué más (y que se la sugiere como amante del padre). Así, entonces, la Ruby no es lo que parece, pura fachada, monumental fachada que esconde su misterio (y su sufrimiento): “Lo de la virginidad no es más que mi arma defensiva: espanta a los hombres, que le tienen terror al compromiso, y yo soy soltera, divertida, con demasiadas opiniones propias” —dirá Ruby.

Así la Ruby conoce el odio. “Un rencor sobrehumano, porque mis padres se habían apoderado de mi destino sin consultarme, torciéndolo a su antojo”, y entonces “quedé condenada a vivir, desde entonces, no mi propia vida, sino una vida determinada por otros, ajena a mi voluntad. No volvería a ser nunca más mi propia vida” (porque iba a ser “un mexicanito más” el improbable niño, en el concepto racista del padre. “Por eso es tan difícil un compromiso total, por eso no puedo acceder a darle placer a un hombre. Agazapado dentro de mí arde siempre el odio por la mirada masculina que te desnuda, o por la vejación de un piropo… el asco por el hombre que se acerca a mí con pretensiones carnales… todo eso enciende en mí un deseo infantil de venganza”. “Ropa, cuerpo, disfraz, máscara, lenguaje: ¿no es todo lo mismo para las mujeres?, se pregunta la Ruby y con ella, quizá Donoso lo pregunte también. ¿Será así?

El final viene con la muerte imprevista de Marcelo Chiriboga, debido a “un galopante cáncer de hígado”. “Marcelo Chiriboga, ex embajador de su país en Roma y en París, Premio Cervantes, Chevalier des Arts et des Lettres, Gran Cruz de la Orden del Rey don Alfonso el Sabio, célebre novelista traducido a todos los idiomas cultos del mundo, ejemplar emblemático del renacimiento de la novela latinoamericana contemporánea —fenómeno editorial y literario iniciado en la década de los ´60 y conocido como el boom—, falleció en una clínica privada en las afueras de París, hace dos días. Vivió en exilio obligado, y después voluntario, durante treinta años, añorando siempre su tierra natal”. Será cuando nos enteraremos que nunca pudo volver porque sus compatriotas “no le perdonaban su filiación política de centro, luego de haber pertenecido al Partido Comunista en su juventud y haberse declarado partidario, posteriormente, de la economía de libre mercado” (¿un guiño con respecto a Vargas Llosa?). “Hacía frecuentes giras como conferenciante, sobre todo a Estados Unidos, donde las multitudes atestaban las salas para oírlo hablar, la mayor parte de las veces en su perfectísimo inglés, aprendido en los colegios británicos quiteños donde se educa la oligarquía de su país”.

Pero Donoso nos reserva una nueva sorpresa, dando un vuelco a la historia de la Ruby, aunque lo que se cuenta es anterior, y tiene que ver con la huida de la casa paterna —luego del aborto— (aunque en realidad la echaron por ser “una obesa irredenta”: “Engullía, engullía, engullía, para consolarme, para acariciarme, para hartarme. Porque estar harta era mi única fuente de placer y seguridad, y el placer sólo podía procurármelo, yo a mí misma, con la comida. Engordaba casi voluntariamente. Era la perfecta venganza contra mis padres. Sobre todo contra mi padre”), y nos enteraremos de las películas pornográficas que la tienen como protagonista. A su vez, el autor hace venir a Nina y Nat (la mujer y el hijo de Gustavo Zuleta) e, incontenible, “mientras hacía el amor con Nina, pervivía en él un ápice de libertad que le escamoteaba ese cuerpo mínimo, de piel lisa pero fría, y recreaba el de la Ruby, y fue con la Ruby que hizo el amor, como en una escena de realidad virtual”.

También Butler tuvo otra vida anterior, cuando fue escritor. Y en esa época su amigo de cuarto, músico, integró las Brigadas Internacionales y fue fusilado por los franquistas. Y según él, los chinos “son víctimas de lo que los psicólogos llaman una paranoia vera; y por mucha verosimilitud lógica que contengan sus argumentaciones, parten de premisas equivocadas y llegan a unas conclusiones que, generalmente, son barbaridades…”.

También para Nina los chinos son raros, aunque para ella todo lo que ve es horrible: “Todo es basura, grasa deformante”. “Decían que en Estados Unidos había tanto crimen y tanta droga, y tanto negro suelto y tanto chino, sí, los chinos, sobre todo, le daban miedo”. Y ellos pasan a ser una pareja de jóvenes exóticos y primerizos, “de origen tan remoto y extraño”.

Sobre el final, antes del Epílogo, ya empieza a despedirse: “…la visión que tuvo de ella (la Ruby) desde la ventanilla trasera del bus, alejándose, seguiría conmoviéndolo durante muchos años”, y nos previene de algo que sucederá después, muchos años después, que por supuesto no nos lo contará, apenas nos dejará el sabor agridulce que le producirá.

Por fin llegará el examen de los dos chinos, el complot de los exámenes cambiados y la muerte: “Habían transcurrido cuatro minutos desde el primer disparo hasta el último, los famosos cuatro minutos sangrientos que la prensa desparramó por el mundo”, y todo esto hará sublevar al pueblo, descontrolarlo. “Las especulaciones acerca del cuádruple crimen fueron creciendo a medida que avanzaba la noche”. Y luego, solo quedará la huida, repentina y terminante.

La sospecha final que será, entonces, la certeza: “todo lo de la Ruby (…) todo había sido falso, una mentira formidablemente urdida, como una red viciosa, para atraparnos a todos nosotros…”. Porque “¿…dónde estaba la Ruby, mi Ruby, espléndida de carne sobrante, en que las facciones finamente trazadas eran como la punta de un iceberg asomando del océano de su obesidad, de modo que los enamorados, yo por lo pronto, teníamos que amar su forma divina escondida en el fondo de sus carnes, y con nuestro amor descubrirla para adorarla? Lo que muestra la obsesión, fija e imperecedera, por quienes son el “eslabón” débil de la Historia.

Pienso que José Donoso ya veía que su vida llegaba a su fin, y quiso dejar por escrito algunas ideas suyas sobre el arte y la escritura en general. Lo más importante, me parece que es esto: “No creo en la inmortalidad, ni en la eterna sobrevivencia del arte. Creo, en cambio, en la infinita dignidad del ser humano en su tentativa de conocimiento, no tanto racional, sino ese conocimiento que aporta la creación artística con sus mutaciones, contradicciones, olvidos y redescubrimientos. “El hecho de hacer (esta novela, por ejemplo) me parece más interesante que significar, o que explicar, una obra de arte, que para mí no es reducirla a algo distinto de sí misma, porque todo razonamiento reductivo es insuficiente…”. También, dice que “no es necesario hacer vanguardia, ni ser un escritor conceptual o minimalista, para encontrarse con la aventura de un lenguaje rico en invenciones y hallazgos”, “ni tampoco abanderarse con el afán consciente de cruzar fronteras”. “No creo que ninguna obra de arte pueda reducirse a otro discurso que no sea su propio texto”. “Se trata, pues, de ampliar, de estimular, de ventilar el departamento estanco de la información y la opinión, para leer el discurso implícito en que se encarna, consciente o inconscientemente, la aventura de la imaginación”. Y, por último, “creo en la subjetivización que arrastra la realidad de la historia para hacerla parte de la imaginación”.

Sergio Schvarz

Notas
1.- Cita tomada del diario La Tercera, de Chile, edición del 5 de diciembre de 2009)
2.- Cuentos, de José Donoso, Alfaguara

 

Obras
Coronación, de José Donoso, Seix Barral, 1978, España, 219 páginas.
Casa de campo, de José Donoso, Seix Barral, 1980, España, 498 páginas.
La desesperanza, de José Donoso, Seix Barral, 1986, España, 329 páginas.
El obsceno pájaro de la noche, Editorial Argos Vergara, 1979, 476 páginas.
Donde van a morir los elefantes, Alfaguara, 1999, Chile, 377 páginas.

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