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No Way Out: Comentario a «Lobulo» de Eugenia Prado.

por Martín Hopenhayn
Artículo publicado el 24/02/2005

El lóbulo de la oreja izquierda se recalienta contra el auricular, amortigua con su blanda estructura las conversaciones paranoicas que Sofía, de manera imaginaria o real, sostiene con su otro-masculino. no sabemos de ese otro más que por la forma en que rebota en las concavidades mentales de la protagonista. Desde ese juego de ecos aleatorios podemos adivinar de Ese otro sus consejos imperativos que el lóbulo de Sofía procesa a su modo: blandiendo su blandura. Ni siquiera sabemos si el teléfono ha sonado de verdad o si es sólo un hito en el itinerario psicótico de esta mujer loca que puebla las páginas de la novela de Eugenia Prado. No sabemos cuánto efectivamente transita por el insomnio de Sofía, y hasta qué punto el insomnio mismo, cristalizador de fantasmas, no es también un fantasma más, «otro nudo en la correa del látigo del amo»( Kafka). Pero todo empieza y termina en ese insomnio donde se van haciendo más tenues los límites entre la memoria y su reproyección. Contra las distinciones claras, estas horas impías que yacen fuera del ciclo natural del mundo, estos fantasmas sudan frío y sordamente hierven. Al menos para Sofía, cuya «cabeza divaga entre la suavidad y el desvelo».
El grueso de la novela ocurre en la vieja casona donde Sofía y Carmen Ruiz (su madre), alternan la tregua y la guerra. No hay posible encuentro entre ellas, sino un vínculo perpetuo en que la culpa tiene al verdugo y a la víctima en ambos lados de la relación, girando en redondo y sin romper nunca el círculo de tiza que los hace danzar al son de las recriminaciones.
Dos bastardas o dos esquizofrénicas (en que la psicosis de ambas es inseparable de esa condena que es ser hijas no deseadas). Dos huachas perdidas que sólo tienen para darse un desprecio que se multiplica, y que como una pelota de goma va re-acelerándose y cambiando el ángulo de su trayectoria cada vez que alcanza la pared. La esperanza de la reconciliación no existe, no podrá construirse en esta convivencia entre dos mujeres asediadas por su esencia bastarda, sabiéndose nunca acabadas de nacer. Al punto que Sofía, la hija, puede que no sea más que una de las tantas muñecas que su madre pausadamente viste y desviste, atrapada como está su niña en el cuerpo de la adulta.
Tal vez sea ese el estigma bastardo, a saber, el umbral en que se atasca a perpetuidad el tránsito hacia la adultez. Tal vez la novela no sea más que la resonancia en la escritura de un embarazo resistido, un parto a contrapelo en que madre e hija se van reflejando sin apertura posible.
Sofía pasa las noches consagrada a su manía de ordenar la habitación en que transcurre su vida. Como Gregorio Samsa en La Metamorfosis, su confinamiento es la metáfora de un cuerpo escindido de la conciencia, y de una conciencia que mira el cuerpo como si se tratara de otro (así también, la sexualidad de Sofía estará marcada por la frigidez de quien no logra unirse a su cuerpo). La vida allí es una línea infinita entre la cama y la ventana.
En ese trayecto se dibuja la callada vulnerabilidad de una mujer poblada de voces y teléfonos posibles. Entre el adentro y el afuera apenas se esboza la silueta de un lóbulo que expulsa hacia el exterior a ese hombre imaginario que la habita, o bien traga todo hombre real en un oído-embudo que mastica y disuelve los cuerpos que la rodean. Porque el hombre al otro lado de la línea puede ser tan sólo una voz que circula por su sangre: «Es cierto. No he visto nunca antes ese rostro, imagino hasta sus suspiros. Hay momentos en que aparece una idea de rasgos inconclusos, aun antes de apretar mis dedos en el auricular». Y luego, desde la tercera persona: » Retorciéndose en la alfombra la mujer habla, habla desde algún lugar con aquellos que la ocupan…»
Entre el vacío que recibe y el que ofrece se cuela un deseo errático y disoluto. Deseo que densifica la respiración en el auricular, donde ese otro virtual le dice a Sofía exactamente lo que debe sentir y hacer. Un trance que está siempre recomenzando, cada noche de desvelo, en el cual Sofía espera el timbre del teléfono con ansia y con pavor. «Ese hombre actúa en el límite exacto, una especie de ritual en que él nunca deja de llamar, cada noche, después de las doce». ¿Límite entre el cuerpo y la conciencia, entre ésta y el mundo externo, entre la vigilia y el duermevela ? Sólo Dios -o el narrador- sabe.
Pero Sofía, loca como su madre y a la vez en las antípodas de esa misma locura, quiere romper el solipsismo de la habitación. Sale expulsada hacia un mundo que es Santiago-Centro, entre la calle San Diego, La Fuente Alemana y el Galpón de Matucana. Irrumpe en un centro atiborrado de vendedores y compradores navideños o en una fiesta donde los cuerpos se mueven en un enjambre colectivo. Se deja rozar por la mundanidad tórrida y sin embargo, nada llega a rozarla. Su cuerpo desplazándose parece un traje de astronauta que la protege asépticamente de ese mar de cuerpos de fin de año. No hay, para Sofía, más que la sordera de un mundo que perdió el común denominador que llamamos, intersubjetivamente, la realidad.
En este mundo real que carece de nombre está Javier, el único personaje auténticamente que conecta la casa de las locas con el mundo de los cuerdos.
Javier lucha desesperadamente por retrotraer a Sofía a la sociabilidad. Es el referente de la normalidad, de la comunicación gregaria y del sentido común. El espejo frente al cual se hace patente esa identidad entre frígida y huacha de Sofía. Porque para Javier (como para nosotros) Sofía imagina cosas, y no le extraña que ello ocurra conociendo la casa que la cobija: Recuerda sus primeras visitas, no entiende que dos mujeres solas puedan vivir en esa casa, una casa como de espantos. Un laberinto cargado de cosas inútiles2. Javier quiere a Sofía, puede ser. Pero tampoco sabe bien quien habita en ella. Posee su cuerpo sin llegar a ella. En el abrazo que los une siempre aparece la distancia que los divorcia, porque Sofía entrega su cuerpo para no entregar nada. Y también el propio Javier queda engullido, deglutido por esa casona madre-hija, abraza a ambas en una traición filial y materna, deviene finalmente la bisagra entre Sofía y Carmen, pero en esa bisagra consagra el abismo intransitable entre las dos. Nadie sobrevive en ese pacto sanguíneo, subcutáneo y maldito. El hilo bastardo de la procreación estrangula al tercero, como también condena al padre ausente. El tercero que es la salvación para romper el maleficio, queda reciclado como parte del propio círculo que estaba llamado a abrir. Sofía no tiene remedio, lo sabemos desde la primera página. Casi no la aguantamos ya desde el comienzo. No podrá reordenar los objetos de su habitación porque ellos no hacen más que reflejar el desorden de su espacio interno. Ella, que tanto puede exasperarnos, está rodeada de sí misma y a la vez aislada de sí misma.
La novela nos incluye en la novela, nos implica precisamente en aquello eue nos prescribe: un viaje al mundo de Sofía. Al punto que a nosotros, lectores, nunca nos queda claro qué es real y qué es simbólico, que es literal y qué es metafórico en ella. ¿Espera un hijo o es sólo la compulsión por volver a nacer desde ese huevo hermético que la tritura por dentro? ¿Es la serpiente en su vientre que Sofía imagina o construye, el lugar del hijo que nunca va a tener, o la embajadora uterina de la esterilidad?
«Por las noches sus pensamientos y sus sueños van concretándose lentamente en escamas y cuero. La serpiente desarticula sus percepciones, como si buscara apoderarse de todos sus instintos, sus sentimientos. Han aparecido los primeros síntomas: nauseas. La preñez, el cansancio que la tumba».
¿Intenta abortar, o abortarse, o más bien se trata de protagonizar el aborto frustrado desde el cual ella probablemente llegó al mundo? ¿Alimenta otra vida en su regazo interno, o sólo el espejo del huevo que ella misma es? ¿Sangra por pérdida o por alumbramiento, por las vísceras o por el lóbulo, por el lóbulo de la oreja o el lóbulo dentro del cual ella se acurruca, entera, blanda pero reseca?
«Aprieta las manos contra el vientre con violencia, lo hace con violencia, tratando de asfixiar a ese niño que se mueve adentro. Maldiciendo el momento en que todo se inicia contradice los actos, casi de inmediato se acaricia, acaricia su vientre con suavidad.» Pero en el otro extremo de sí mismo habla el que lucha por ser hijo: «Te necesito para construirme»? tengo todo el dominio para manejarte madre, de una forma simpleS? soy porte de ti y en nombre de esto te haré comer del polvo.» Y entremedio la serpiente, que es parte de ella y de él, que es la portadora viscosa de las voces que es arrastran sangre adentro: «En cada pequeño que nace, muchos pequeños repitiéndose adentro de Sofía y ella solamente como un conducto de voces ocultas que la claman.» Sofía como el campo de lucha entre el niño y la serpiente en el vientre:

-«Madre, está sólo en tu imaginación -le dice el niño-, es tu vicio, existo y me protejo adentro de ti»? Tengo todo para ti, entrégate a esta gestación y en poco tiempo estarás libre.
-No puedes hablarle de ese modo -interviene la serpiente- estando unidas nadie puede contra nuestra fuerza, ocupo parte de su vientre y quiero ser la única que habite su organismo -pero es un gesto inútil, la serpiente no puede luchar contra ese niño, el pequeño tiene la sangre fría y está completamente separada de la de su madre
-Tú no estás adentro de su vientre, eres una articulación de su cabeza, -interviene el niño- otra de sus perversiones, no tengo registros para ti».

¿Cómo soportar esta mujer que lleva adentro un hombre que rechaza y nutre al mismo tiempo, un niño y una serpiente que le argumentan desde trincheras opuestas, un intento por romper el exilio, pero un intento que siempre es la máscara de un nuevo boicot para traspasar hacia afuera? Nadie podrá evitar que ambos se fundan a través de los traspasos. ¿Pero quiénes son ambos? ¿Madre e hijo, madre y feto, Carmen y Sofía, Sofía y el padre que nunca conoció y que ahora se prolonga en un hijo que nunca dio a luz? ¿Y no es esa serpiente, que alimenta en sus vísceras, el hijo que conduce hacia la madre que la abortó sin abortarla, el aborto virtual que la conduce al padre y con él, a todos los hombres eternamente ausentes en su vida? Todo es dolor en el traspaso: «Duele el nacer -dice la voz del extraño- el hombre trae consigo dolor. No desesperes, el momento se aproxima. El niño crece entre movimientos desenvueltos, al descubrir la garganta gritará de inmediato. Tú no estarás allí para escucharlo. Sus manos redondas perforarán la curva de tu pelvis. El niño rasguñará con los dedos el laberinto de su madre.»
Tal vez el leitmotiv subcutáneo de Lóbulo sea el traspaso. El mismo lóbulo, pedazo de carne carente de músculo y de hueso, apenas un cedazo grasiento que filtra las voces hasta hacerlas casi inaudibles, la aduana entre voces externas e internas. Hay que concretar el traspaso del aborto a la fertilidad, de la habitación a la calle, de lo imaginario a lo real. Traspaso que también es paradójico en su intento: la serpiente que permite deslizarse sin ruido y que une los cabos, o la serpiente que estrangula por dentro y por fuera, el tajo que oxigena la sangre pero que desangra, el cuchillo que sirve indistintamente para abortar, suicidarse o atacar a quien viene en auxilio. (¿Quién está gritando ahora? ¿Sofía, Carmen, tal vez la propia Eugenia, el bebé-serpiente, el amigo impotente, la voz masculina que gatea y trepa por las paredes del cráneo?). Hay que lograr el traspaso, extirpar la serpiente. Pero con ella, la escritura que también se traspasa desde la tercera a la primera persona, desde Eugenia a Sofía, y que exorciza a la vez que siembra demonios.
Sofía la convulsa, la clínicamente psicótica, la endemoniada, la traspasada por la serpiente-macho, la serpiente-hijo, la serpiente-padre. No hay caso con esta mujer. Está maldita. Su intento por salvarse es siempre el gatillo que la liquida. Está de atar, pero también ha estado siempre atada. hecha de frases inconclusas, insuflada por voces, intoxicada por pedazos de papeles llenos de letras que han terminado por llenarla y vaciarla a la vez. Yo ya no la quiero. La abandono, se lo merece. Hagan con ella lo que les de la gana. Pero ojo: no la compadezcan. Por allí se agarra y ya no suelta.

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Requerido.

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