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Valparaíso y el realismo después de lo real. Imaginarios locales y literarios en «Hija natural» de Natalia Berbelagua y «Barrio» de Cristóbal Gaete

por José Rivera-Soto
Artículo publicado el 20/02/2022

REUMEN
En este artículo, interrogo Hija natural (2019), de Natalia Berbelagua y Barrio (2021), de Cristóbal Gaete, dos obras que, pese a inscribirse en lo que podría denominarse, genéricamente, como estilo realista, acuden a técnicas narrativas que colisionan con los presupuestos ontológicos y epistemológicos de lo real, elaborando imaginarios urbanos y literarios de Valparaíso que imbrican, sin delimitaciones ni fronteras, lo real y lo ficticio. Para esto, primero sitúo las novelas en el marco de las ‘narrativas del tercer milenio’: escritores chilenos nacidos en la década de los ochenta cuyas trayectorias vitales se corresponden al período de la transición política y la mantención -en una democracia de baja intensidad- del neoliberalismo, a diferencia del programa anterior, ‘la literatura de los hijos’, cuyos escritores rememoran experiencias de infancia y juventud durante la dictadura cívico-militar.

Palabras clave
Realismo; Natalia Berbelagua; Cristóbal Gaete; narrativas del tercer milenio; imaginario urbano de Valparaíso.

 

  1. LAS NARRATIVAS DEL TERCER MILENIO

Desde hace un tiempo me he propuesto, con un ánimo exploratorio, aproximarme a autores* nacidos en la década de los ochenta, muchos de los cuales viven o provienen de regiones, e hicieron sus primeras armas, sin excepción, en editoriales autogestionadas. Me refiero a una constelación de autores entre los que se cuentan a Paulina Flores (1988), Diego Zúñiga (1987), Arelis Uribe (1987), Natalia Berbelagua (1985), Esteban Catalán (1984), Carlos Araya (1984), Cristóbal Gaete (1983), Úrsula Starke (1983) y Daniel Hidalgo (1983), entre otros.

Junto con la evidente necesidad de estudiar las narrativas de última hora, considero que esta lectura arroja indicios o trazas de ciertos rasgos generacionales, marcados en temáticas dominantes, opciones estéticas, herencias y rupturas que, sin cerrar el corpus a una lectura totalizadora ni unívoca, habilita claves generales para tratarlos colectivamente.

La investigadora Macarena Areco, en Cartografía de la novela chilena reciente (2014), adelanta una organización generacional que resulta cónsona con la periodización de que hablo. En base al modelo de Cedomil Goic (1980), propone cuatro agrupaciones etarias para los escritores de ficción chilenos de las últimas cinco décadas:

la del 72, uno de cuyos integrantes, Germán Marín, nacido en 1935, publica novelas casi cada año; la del 87, que cuenta entre sus principales autores a Roberto Bolaño (1953), el más reconocido internacionalmente durante las últimas dos décadas; la de 2002, que tiene como miembro destacado a Alejandro Zambra (1975), responsable de una trilogía ampliamente traducida y valorada; y, estirando un poco el tiempo hacia el futuro, la de 2017 (nacidos entre 1980 y 1994), en la que podemos mencionar a Diego Zúñiga (1987), autor de una novela sobre los márgenes territoriales y subjetivos, Camanchaca (2009). (p.8)

Las ficciones a estudiar se enmarcarían, entonces, en un programa narrativo compuesto por autores que, “nacidos entre 1980 y 1994” (p. 8), han publicado sus obras ya entrado el nuevo siglo y que Areco caracteriza como “la de 2017”, en orden a las cronologías de Goic.

Desde luego, parto de la consideración que las nociones mismas de generación y periodización en las letras nacionales han sido problematizadas por sus complejas implicancias epistemológicas y los orígenes de su aplicación en la literatura (Cuadros, 2005). Pese a ello, creo que un uso instrumental, acotado y consciente de las limitaciones de dichos conceptos, entrega rendimientos innegables.

Siguiendo a Víctor Muñoz Tamayo (2016), la categoría generacional permite entender una ““posición socio-histórica” de la que se derivan subjetividades” (p.27); en este caso, serían determinadas por hitos tan relevantes como la vuelta de Chile a la democracia y los gobiernos transicionales, la emergencia de modos de producción, circulación y recepción culturales mediados por lo digital, o la apertura del país al proceso de mundialización durante las últimas tres décadas.

De igual modo, la idea de generación nos hace avizorar una “construcción identitaria que desde la subjetividad crea un “nosotros” y un “otros” en la historia””, que separa los grupos etarios pues “involucra una determinada autocomprensión del sujeto en su contexto y trayecto histórico” y genera una visión coherente de “los universos discursivos, los valores” (p.27) que los articulan.

En ese marco, estas páginas no persiguen la sutura o clausura del período literario en revisión, bajo una interpretación uniformadora y omniabarcante de su producción narrativa; la intención es bastante más modesta: fijar las condiciones de borde para un estudio de las últimas letras nacionales, con las determinantes de su contexto de producción, inscribiéndolo en periodizaciones que cuentan con validez en el espacio crítico académico; esto, sin anular la fuerza de la literatura en tanto proceso y devenir abierto, de la escritura como una modalidad de la agencia.

Con esto en mente, y a fin de acotar las pretensiones de este texto, me propongo interrogar las últimas entregas de dos autores nacidos en los ochenta, cuyo denominador común es la elaboración de un imaginario de la ciudad de Valparaíso. Me refiero a Hija natural (2019), de Natalia Berbelagua y Barrio (2021), de Cristóbal Gaete.

  1. DE LA MEMORIA DEL HORROR DICTATORIAL, A LA VIOLENCIA NEOLIBERAL COMO SU LEGADO

Gaete nació1983 y Berbelagua en 1985. Así, sus trayectorias vitales se corresponden al período de la transición política chilena; de hecho, el primeo no alcanzaba los ocho años cuando Pinochet cedió el mando, a inicios de 1990, y la segunda apenas llegaba a los cinco años cuando inicia el primer gobierno democrático. El dato es valioso al calibrar que el programa anterior alude a “escritores que fueron niños o adolescentes durante la dictadura militar”, que han desarrollado el ejercicio de la memoria rearticulando “sus experiencias de ese periodo desde la ficción novelesca” (Franken, 2017, p.188), narrando, entre lo vivido y lo conjetural, todo aquello “que fue antes del Golpe, lo que fue durante la Dictadura y lo que fue después de la Dictadura” (Daza, 2014, p.2).

Como ya señalé, Areco se refiere a ellos como “la de 2002, que tiene como miembro destacado a Alejandro Zambra (1975)” (p.8), autor que, en la práctica, entregó el mote con que la crítica ha ido trabajando estas obras, a saber, ‘la literatura de los hijos’, nombre tomado de la novela de 2011, Formas de volver a casa. Se incluyen aquí autores como Álvaro Bisama, Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Rafael Gumucio, Patricio Jara, Lina Meruane, Leonardo Sanhueza, entre otros, como refieren los textos de Patricia Espinosa (2019; 2016, 2013), Lorena Amaro (2018, 2017, 2014), Alejandra Bottinelli (2017), María Angélica Franken (2017), Paulina Daza (2014, 2008) y Rubí Carreño (2013).

De este modo, parece factible hacer una escisión entre quienes nacieron en el primer lustro de la década de los setenta, junto al advenimiento de la dictadura, y cuyas experiencias infantojuveniles del período autoritario son rememoradas en propiedad -como es el caso de todos los autores recién mencionados como parte de ‘la literatura de los hijos’-, de quienes vivieron en plenitud la herencia más significativa del régimen: una sociedad quebrada por las lógicas neoliberales de exclusión y desigualdad (Cociña, 2017), con ciudades atravesadas por violencias estructurales, institucionales y directas (Rivera-Soto, 2021) y conducida por una élite que tuvo como único objetivo el resguardo del modelo bajo una democracia meramente eleccionaria (Martínez-Mejía y Cardoso-Ruíz, 2017).

Resulta significativo, en ese escenario, poner en diálogo a los escritores del tercer milenio con las revueltas populares iniciadas el 18 de octubre de 2019, a partir de una de las frases más repetidas en medio de las movilizaciones: No son 30 pesos, son 30 años. La consigna es una impugnación, sin ambigüedades, a las tres décadas de democracia de baja intensidad y maridaje entre las élites políticas y empresariales, que a los narradores en comento les tocó en suerte vivir, y de la que versan buena parte de sus ficciones, acudiendo a diversos mecanismos de representación estética de la violencia neoliberal.

Por último, un breve apunte sobre un elemento decisivo que, por cuestiones temporales, a los exponentes del anterior programa no les tocó vivir: la publicación de sus obras en editoriales autogestionadas, sellos de los que, en muchos casos, los propios narradores forman parte, así como de las ferias y cooperativas a través de las cuales circulan los textos.

Este fenómeno afectó a la industria del libro, entre otros motivos, por la accesibilidad de softwares de diagramación y diseño, la tecnología de impresión digital que abarató los costos significativamente y la masificación de los libros electrónicos. Dichos factores, hacen viable estas líneas de fuga de los grandes consorcios editoriales. El impacto literario del fenómeno, radica en una mayor libertad para conformar los catálogos, pudiendo “publicar a escritores que no ofrecen una circulación segura, pero que amplían y enriquecen los espacios y modos de representación local” (Areco, 2015, p.15), sean inéditos o de vocación minoritaria, reediciones de obras valiosas, con motivos o géneros menos rentables, como se refleja en el protagonismo del cuento la última década (Amaro, 2014).

Destaca el hecho de que los dos autores en análisis desarrollaran su carrera en editoriales independientes, arribando a transnacionales solo en sus últimas entregas. Asimismo, impresiona una sana diversidad de sellos autogestionados en Valparaíso, donde se sitúan ambos, los que cubren todos los géneros literarios y expresan una evidente vocación regional, contando entre ellos a Emergencia Narrativa, Garceta ediciones, Narrativa Punto Aparte, Barrancas, Periféricas, Inubicalistas, Libros del Cardo, Mímesis, entre otras.

  1. PROSAS DE LA BOHEMIA Y LA TRANSGRESIÓN PORTEÑAS

Cristóbal Gaete nació en Valparaíso en 1983, es autor de Valpore (2009), que ha tenido diversas ediciones en sellos independientes en Chile, Argentina y Bolivia, y una interesante recepción de la crítica especializada; Paltarrealismo (2014); Motel Ciudad Negra (2014), obra por el que ganó el Premio municipal de Literatura de Santiago; Crítico (2016); y Apuntes al margen (2021), volumen donde reúne las novelas anteriores y adiciona dos ficciones inéditas: Hotel Prat y Barrio. En estas páginas, me ocuparé de la última obra.

Natalia Berbelagua nació en Santiago en 1985, es autora de los volúmenes de cuento Valporno (2011, aumentada en 2017), que recibió gran atención del campo literario; La Bella Muerte (2013); y las novelas Domingo (2015); Hija natural (2019); y Fíbula (2021). Además, publicó el ensayo Manual de autobiografía (2020) y los libros de poemas La marca blanca en el piso de un cuerpo baleado (2016); y Manual de entrenamiento metafísico del ejército femenino (2021). Sus obras Valporno y Domingo también han sido editadas en el extranjero.

Por motivos diversos y quizás atendibles, la recepción de la crítica académica de los autores nacidos en los ochenta, es todavía exigua. Empero, en el caso de los dos narradores que revisaré, es posible encontrar algunas hebras de las que tirar, con abordajes que coinciden en relevar como centro de sus narrativas la utilización de mecanismos representacionales de carácter realistas, que favorecen la inscripción de un imaginario urbano del margen y la violencia neoliberal en la ciudad de Valparaíso.

Según Lorena Amaro (2017), el porteño Cristóbal Gaete “esboza una poética del margen desde el puerto, locación histórica de la poesía y de la novela social chilena”, logrando con el volumen Crítico “una serie de ensayos-cuento con momentos de gran lucidez” (s/p). Con la novela Valpore (2009), Gaete fue estudiado en claves similares: la “violencia que acaba siendo naturalizada como violencia de Estado” (Herrera, 2017, p.39) y “el imaginario urbano de la novela” como recreación y enfrentamiento del “centro y periferia, hegemonía y marginalidad, orden y desorden” (Rosales-Neira y Candia-Cáceres, 2015, p.118). Sobre la misma novela, Vera (2020) explica que la urbe porteña en Gaete se despliega como un “locus eremus, es decir, un lugar de destierro, no deseado, un yermo donde se presentarán escenas de violencia psico-física y simbólica” (p.76), con lo que “socava la idea de un patrimonio idóneo para proyectarse a un lugar violento donde el borde se come al centro”, generando un “imaginario urbano que signa la realidad actual de las problemáticas sociales de la ciudad puerto” (p.76).

En una línea similar, Rosales y Candia (2015) destacan como un esfuerzo importante “el erotismo postmoderno que Natalia Berbelagua explora en la ciudad a través de Valporno (2011), trazando el negativo abyecto y transgresor de la bohemia porteña” (p.139); algo que también indica Constanza Ternecier (2016), quien la instala como portadora de “una desfachatez rayana en lo sórdido” (p. 92), tanto en la novela Valporno como en La bella muerte (2013), donde refulgirían “distintas formas de perversión que pululan en la ciudad de Valparaíso” (2016, p.151), emergiendo, a la par, “elementos simbólicos del biopoder” (p.160) donde

aquellos grotescos rituales de violencia protagonizados por las mujeres de Berbelagua, siempre intentan ser humanizados desde la vulnerabilidad del sexo. Se llega a un estadio donde ambos símbolos se vuelven casi indistinguibles y se tornan funcionales a las mismas nefastas estrategias e intentos por librarse del control. (p.161)

Llama la atención que sobre Gaete se diga lo propio, como si Valparaíso, en estas literaturas, resultara un ejemplo palmario de la idea foucaultiana del poder ejercido sobre los cuerpos individuales y sociales. Vera (2020) dice: “el poder biopolítico se (re)semantiza en Valparaíso invadiendo sus espacios y apropiándose de ellos” (p.77), clausurando cualquier posibilidad de la ciudad puerto patrimonializada que intenta fijar el relato hegemónico y oficial.

  1. BARRIO E HIJA NATURAL: HUELLAS DE UN IMAGINARIO URBANO Y LITERARIO

En Barrio (2021), Cristóbal Gaete explicita, desde sus primeras líneas, que Valparaíso será el centro del relato que emprende:

Abrir la puerta y salir.
Cruzar de golpe en medio del tráfico, en cualquier dirección, como se hace en mi barrio: es el estilo funcional al trayecto. A la vista el parque Italia, desde mi propio punto de partida: un tragamonedas, un restaurant peruano, la reja del edificio de departamentos donde vivo, un restaurant chino.
Lo primero era ver a hombres y mujeres bajando de un segundo piso, de un toples clandestino con habitaciones matrimoniales; compañía de ojos turbios enrojecidos.
En la plaza O’Higgins los mendigos dormían sobre las bancas, enfundados en lo puesto, ni siquiera una manta para paliar el frío de la costa. (p.81)

Y continúa, a renglón seguido, con una inmersión en la experiencia urbana: el bullicio permanente, la vida mundana y simple que baja de los cerros al plan, el comercio irregular que permite el sustento precario:

Todo tranquilo y vacío en calle Uruguay, la noche engaña. Uruguay. Su vida siempre tendrá luz, inimaginable en ese momento. En los espacios vacíos se ubicarán los carros de comida, mesas largas para los libros, estirarán paños para extender objetos a lo largo de la avenida. Habrá siempre capas sobre capas en calle Uruguay, la calle más viva de Valparaíso, la economía precaria de los días hábiles, como la feria de las pulgas de la avenida Argentina el domingo. Uruguay, avenida Argentina: calles ríos donde confluyen las vidas de los cerros que se disponen ahí para vender cosas a otras vidas de cerros. (p.81)

Así, desde el Parque Italia, se inicia un recorrido que deja de manifiesto la avidez del narrador por aprehender la densidad vital de un barrio, o de un barrio-ciudad, como son las febriles calles de Valparaíso. Visitará en su tránsito la populosa Errázuriz, el terminal rodoviario, el Hospital Van Buren, el mercado El Cardonal, las avenidas Brasil, Pedro Montt, Independencia. Se lamentará, a su tiempo, de los cambios que merman el rostro entrañable de la urbe: “el Congreso Nacional que sepultó la memoria del Hospital Deformes, derrumbado por un terremoto” (p.97), o aquellos aspectos del decorado portuario que alejarían la idea clásica del turismo patrimonial:

Hay muchas cucarachas bajo casa, eso lo sabía antes de vivir acá, pero lo había olvidado. En el bar que había abajo, cuando era estudiante, los bichos caminaban por las paredes. Una calle, antes de casa, está tomada por unas cucarachas equis ele, que vivirán cuando esta ciudad se destruya, sin duda. (p.105)

En su trayecto, invocará también a personajes del barrio, como el Coyote, la Marcia, el Olguín, el Sergio, Jim Mendoza o la Suzie, una vendedora ambulante de quien se ocupa durante algunas líneas. Sin embargo, lo que más abunda en las páginas de Barrio son personajes de la literatura nacional, como si se tratara de un barrio literario, ficcional, un barrio de la imaginación porteña: de Aniceto Hevia a una mujer parecida a “un personaje de Alfonso Alcalde” (p.87), junto a una pléyade de escritores que se relacionan de maneras diversas con Valparaíso: Manuel Rojas, Floridor Pérez, el Paco Rivano, Joaquín Edwards Bello, Alfredo González, entre otros.

En medio de las panorámicas al barrio-ciudad, esos escritores se imbrican con el comercio de libros usados, la vida universitaria y los vicios porteños, apelando a una lógica casi orgánica:

Cada domingo fui al mismo puesto a comprar libros en la feria de las pulgas de la avenida Argentina. Según la cantidad de páginas costaban dos o tres lucas. No hablábamos, pero un día, de improviso, me contó de dónde los sacaba: como maestro arreglaba pensiones y hacía descuentos para que las patronas le armaran cajas con libros que dejaban los estudiantes, que desaparecían de golpe a medio año en la vorágine alcohólica de la ciudad, de la que eran rescatados por sus lejanos padres. Eran presa del río subterráneo del barrio, un río de cerveza. Su orilla está en la hilera de locales que piden el pase escolar en la entrada, en General Cruz. (p.84)

Porque este barrio es también uno universitario -se trata, mal que mal, de la región con más casas de estudio de Chile después de la Metropolitana-, de jóvenes afuerinos que sucumben a  “la vorágine alcohólica de la ciudad” que los absorbe, un “río subterráneo del barrio, un río de cerveza” (p.84) que, a la par, abastece a los vendedores de libros de las emblemáticas ferias de las pulgas porteñas, con volúmenes que terminan en los estantes del narrador que, sin identificarse jamás como la voz de Cristóbal Gaete, las pistas y coincidencias que va dejando el relato, tampoco dejan lugar a dudas.

Sobre esta relación, precisamente, se pondrá foco en el análisis que sigue: las imbricaciones entre la ciudad de Valparaíso, la literatura y el propio autor, que se despliegan en toda la obra y sirven para comprender la idea de lo real en la novela del tercer milenio.

Antes, empero, me abocaré brevemente a Hija natura, de Natalia Berbelagua, cuyo título enseña el centro de la novela. La narradora-protagonista dice: “En la segunda mitad de los noventa, aún los niños que no habíamos sido inscritos por el padre llevábamos un timbre que decía “Hijo natural”” (p.16). Pero esa condición legal es también una situación psicológica y emocional, que no la abandonará con el posible reconocimiento del progenitor y que se extiende, en figuras masculinas violentas y negligentes, distantes, proclives al exceso y al abandono, por varias generaciones.

La infancia y juventud de la protagonista está marcada por un padre que no la reconoce, así como por un contexto familiar disfuncional debido a los severos trastornos mentales de la madre. El texto, de este modo, pone su foco en la familia y sus ramificaciones genealógicas: los antepasados inmigrantes y sus desventurados arribos a Chile, tías adictas a los medicamentos como forma de regulación emocional, la sombra constante del desamor y el infortunio para las mujeres que comparten su sangre. Se trata de hilos transgeracionales que la determinan y constituyen y, por eso, también emocionan:

Mientras escuchaba esta historia, me brotaban las lágrimas, que en realidad creía que no eran solo mías. Mi corazón se parecía a un grifo abierto a la fuerza por al menos cuatro generaciones. En esta construcción familiar no hay vida sin muerte, no hay muerte sin dramatismo, no hay paz sin tranquilizantes, no hay amor sin sufrimiento, no hay humor si no es negro. (p.31)

Desde luego, el énfasis está en la mujeres de la familia, en aquellas que “crecieron en la precariedad, repitiendo el modelo de elegir a hombres farreros y con una dignidad y altanería a prueba de todo” (p.32), convirtiéndose en “un sino familiar el que las mujeres eligieran hombres atormentados y vividores para luego optar por una vida de monja” (p.33). Y, en el caso del progenitor de la narradora, el estereotipo se cumple a carta cabal. Sobre él, informa:

Sé que se dedica a la venta de productos del mar a restaurantes, pero también sé que desde hace años se dedica a la estafa de mujeres. El poeta del sur por el que nos conocimos, me contó que suele acercarse a tipas mayores de cincuenta años, casi siempre con hijos, a las que convence de iniciar negocios que nunca ejecuta y así luego se va con el dinero de las inversiones. (p.11-12)

Esto, por supuesto, no le impide reconocer que su ausencia fue tortuosa y decisiva:

Con una humildad que aún me cuesta, por la distancia prudente de las cosas que me hacen sufrir, puedo decir que algunas veces eché de menos tener un padre, sentir la protección de unos brazos diferentes, alguien que pusiera paños fríos entre nosotras. Tal vez no solo eché en falta tener uno cualquiera, sino un buen padre. En mi clan, las mujeres suprimieron al masculino por sufrimiento, pero se privaron de amar y de recibir amor, y por extensión sus hijos también lo sufrieron. Tal vez el conflicto estuvo en la elección de las parejas, enredando el vínculo con otras cosas de las que ellas mismas carecieron. Así como ha ocurrido en mi familia, en el país entero ha sido un tópico el abandonar a los hijos. (p.57)

Y ese tópico se visibiliza, asimismo, en las formas de nominar a quienes experimentan dichas situaciones: si la protagonista es ‘hija natural’, provendrá “de una madre soltera” (p.11), categoría social que complementa el rótulo legal de su condición, un tema que emerge también desde el espacio de lo público, como ‘tema país’: “Tiempo después escuché un discurso presidencial acerca de los hijos nacidos fuera del matrimonio” (p.16).

Las determinantes transgeneracionales hacen que la narradora-protagonista elija como su primera y más importante pareja a Roberto, quien posee las características de la torcida masculinidad hegemónica que se repite una y otra vez en su familia. Luego de un viaje de Roberto a Madrid, con la inevitable separación que ese alejamiento supone, retoman su vida juntos en Chile y comienza una degradación ya sin retorno:

Un día llegué del trabajo con un nudo en la garganta porque presentía que Roberto pasaba por un nuevo episodio depresivo, y tenía razón porque lo encontré ebrio, sentado en el sofá con los ojos fijos en la llama que consumía sus libretas con citas de libros, porque después de renunciar a la poesía se dedicó a leer, y leyó tanto que cada vez se hacía más difícil comunicarse con él, porque solo hablaba de textos (p.44)

Con idas y venidas, con fallidos intentos amorosos de ambos con otras personas, la relación se extiende entre una multitud de libros, autores y citas, la decadencia producto del alcoholismo y las enfermedades mentales, la persistente fragilidad y un tenue optimismo que, finalmente, empieza a abrirle paso a una existencia más equilibrada.

En paralelo, la protagonista hará un tránsito similar con el padre, el anverso de la figura amorosa. Y tal como sucede con Roberto, el progenitor persistirá en sus fallos y porfías, como si de su naturaleza o de la fatalidad se tratara, conduciéndola -gracias al tiempo y la distancia afectiva que consigue-, a un proceso de sanación mediado por el reencuentro con la figura materna.

Ahora bien, en esta novela -a diferencia de lo que ocurre con Gaete y en sus propias ficciones anteriores-, Berbelagua opta por no situar a Valparaíso como un motivo narrativo predominante. Pese a que se refiere a la ciudad puerto, también lo hace a Santiago o Puerto Montt, así como al pueblo sanatorio donde reside parte de su vida. Aún así, se consigna que para la biografía de la narradora-protagonista, Valparaíso no será en modo alguno indiferente. Nos dice:

Luego conocí Valparaíso, y lentamente comencé a beber con mis amigos en bares cercanos al campus. Llegué ebria varias veces. Mi madre ya se había convertido en un gendarme que me revisaba los ojos en cuanto metía la llave en la cerradura. Me obligaba a prenderle la luz todas las noches y darle mi aliento. Yo salía a las ocho o nueve de la mañana de la casa y no volvía hasta unas doce horas más tarde porque, al menos por ese tiempo, podía ser quién quería en un lugar donde nadie más que mis amigos sabían cómo me llamaba. (p.25)

Irrumpe el barrio universitario de Cristóbal Gaete, “la vorágine alcohólica”, el “río subterráneo del barrio, un río de cerveza” (p.84) en el que se sumergen los estudiantes.

Será sobre esa relación, y respecto a la que se establece en las novelas de Gaete y Berbelagua entre los imaginarios urbanos, las experiencias vitales y la literatura, que indagaré a continuación.

  1. EL REALISMO DESPUÉS DE LO REAL EN LAS NARRATIVAS DEL TERCER MILENIO

Podemos caracterizar las obras en comento de Cristóbal Gaete y Natalia Berbelagua como realistas. Esto, “por la objetividad descriptiva que desarrollan” (Bedoya, 2006, p.41), el “intento de representar la realidad mediante la descripción de los problemas sociales de la época” (Macedo, 2013, p.249) y el abordaje de “espacios comunes muy bien determinados por sus nombres y descripciones” (Daza, 2008, s/p), logrando que para el lector sea sencillo reconocer los “espacios geográficos en los cuales suceden los acontecimientos del relato” (s/p). A ello, se adicionan rasgos de cierto realismo sucio, con un imaginario “asociado a una estética de violencia”, abyección y de “lo pornográfico”, que busca patentizar “la crueldad de los barrios marginales de las grandes ciudades” (Arcos, 2012, p.25), con personajes “vulgares, mediocres y co­rrientes que llevan vidas habituales”, con una predilección por retratar a las clases medias y bajas en la periferia -sea en contextos metropolitanos, sea contextos provinciales.

Esta caracterización es importante pues, en literatura, el ejercicio conjetural de lo real ha producido “diversos realismos: romántico, costumbrista, social, crítico, psicológico, socialista, mágico, testimonial, neocrítico y el realismo sucio norteamericano, por llamar a lista a los más reconocidos” (Bedoya, 2006, p.43).

Lo relevante es que, si bien los autores acuden a un registro realista, teniendo a la ciudad de Valparaíso como protagonista -en Barrio– o en un rol secundario, como trasfondo cultural y psicológico iniciático -en Hija natural-, al mismo tiempo, se valen de técnicas narrativas que colisionan con los presupuestos tradicionales de lo real, a saber: la autoficción, la metaliteratura, la metatextualidad, el fragmentarismo y el apropiacionismo.

Desde la filosofía, esta tensión se escenifica en la problematización al estatuto de lo real en los planos ontológico y epistemológico, lo que Castro (2020) resume del siguiente modo:

El realismo filosófico es la tesis de que existe una realidad independiente de nosotros que puede conocerse de algún modo. [Habría] que distinguir entre la parte ontológica y la parte epistemológica de dicha tesis. La parte ontológica afirma que existe una realidad independiente de nosotros; la epistemológica, que esa realidad puede conocerse de algún modo. (p.19)

Las técnicas narrativas de autoficción, metaliteratura, metatextualidad, fragmentarismo y apropiacionismo, entonces, cuestionarían lo real en ambas direcciones pues nacen de la tematización de la crisis del relato moderno, científico y positivista, crisis esbozada en una primera instancia por los pensadores que Ricoeur (1990) llama “colectivamente la escuela de la sospecha”, donde “dominan tres maestros que aparentemente se excluyen entre sí: Marx, Nietzsche y Freud” (p.32), y consolidada más tarde en los presupuestos desarrollados por los teóricos del posestructuralismo, la posmodernidad y los estudios postcoloniales y decoloniales, en el último tercio del siglo XX e inicios del XXI. Estos planteamientos, que minan los fundamentos mismos de la modernidad, suspenden las certezas de “una realidad independiente de nosotros”, en lo ontológico, así como la confianza en que esa realidad es transparente a la consciencia humana y puede ser conocida por ella, en lo epistemológico. Veamos.

En el caso de Gaete, podemos pensar en Barrio como una obra autoficticia por las múltiples pistas que entrega el narrador en ese sentido. Se trata, por de pronto, de un escritor: “Como varios, cuando me ve me pregunta cómo van los libros; me llaman poeta, soy su esperanza de quedar fijados en una página. Para mí los libros son ellos, libros de los que solo alcanzo a recortar un detalle” (p.89); un escritor que recuerda “caminar en círculos con Elvira Hernández, a su ritmo; un mero cambio de procedimiento hace ver la plaza de otra forma” (p.93). Para más señas, la obra hace coincidir al protagonista y narrador del relato, con quien escribe el texto que tenemos entre las manos: “A la manera de Carlos León escribo las siguientes líneas” (p.104), nos dice. Y después, profundizando ese vínculo entre narración y autoría, agrega:

Camino por El Almendral oscuro, como si pudiera recoger algo para meter en este texto; encontrar un montón de palabras en un tarro de basura; como si ya tantos no hubiesen pasado por cada hito de sobrevivencia.
Uno de esos tarros es el de mi propia memoria, que me devuelve al mercado.
Ese sí es el punto de partida. (p.105)

Con Hija natural, de Berbelagua, ocurre otro tanto, pero acentuado por las similitudes biográficas y ficcionales. Tal como la autora de la novela, la narradora-protagonista inicia sus estudios de Literatura en la ciudad de Valparaíso, sin terminar la carrera por abocarse a la escritura; también, se traslada con su familia de Santiago a otras ciudades; en la misma línea, entrega señas de su aspecto físico que remiten, sin dificultad, a la autora: “Cuando me respondió me fui a mirar al espejo. Tenía una polera rosada recién comprada, el pelo lavado y peinado al sol, los ojos celestes muy claros y brillantes” (p.16), así como al mencionar características de su apellido:

Es curioso que le haya dado una enfermedad así, me hace pensar en que mi apellido nadie sabe de dónde viene. Se supone que es una derivación de uno italiano, pero el primero que lo llevó era de unas cuatro generaciones atrás, lo que dice que es relativamente nuevo. (p.15)

Otro elemento es que la narradora es una escritora a quien aluden como la “Anaïs Nin porteña” (p.66), en un paralelo a los comentarios que se dieron con la primera publicación de Berbelagua, Valporno. Y en ese mismo sentido, al igual que con Gaete, la novela relaciona a la narradora-protagonista con la autora de la ficción que leemos en distintos pasajes, como cuando conoce a su hermano por parte de padre y señala: “Almorzamos en un restaurante mexicano, como si ya me estuviera anticipando a la escritura de estas páginas, que comenzó en Guadalajara unos meses más tarde” (p.60).

Como adelantamos, el registro autoficticio a que acuden Gaete y Berbelagua, tensiona el estatuto de lo real pues imbrica, deliberadamente, dos planos ontológicos diferentes: el de realidad y ficción. Como dice Musitano (2016), estos son

relatos ambiguos porque no se someten ni a un pacto de lectura verdadero, ya que no hay una correspondencia total entre el texto y la realidad como la que postula el pacto referencial, ni ficticio, porque se mantienen en ese espacio fronterizo e inestable que desdibuja las barreras entre realidad y ficción. (p.104)

De este modo, siguiendo a Lozano (2007), se desestabiliza al lector cuando en los relatos “individuos (o el propio autor), pertenecientes a esferas ontológicas totalmente separadas aparecen juntos, en un mismo plano” (p.92), siendo, a la par, “una persona real y ficticia”, llegando “a la esquizofrenia del desvanecimiento ontológico de la realidad” (p.92).

Los textos en comento también despliegan técnicas narrativas metaliterarias, entendiendo por este concepto un procedimiento que supone la introducción de la historia de la literatura -sus anécdotas, nudos, referencias-, como motivos ficcionales, tan frecuente en Bolaño, Piglia y Vila-Matas, entre otros (Cortés, 2010).

A Cristóbal Gaete, de hecho, ya se lo ha asociado con esta técnica por poner en el centro de su producción a la cultura, la crítica literaria y cultural, el mundo de los escritores, el arte y la bohemia porteña. Sobre el punto, Amaro (2017) dice: “El tema de Gaete es casi siempre la literatura y en este sentido es imposible no hallar fragmentos, pedazos, de autores como el Bolaño más rabioso” (s/p). En Crítico, señala la académica, Gaete da vida a un personaje paródico, dueño “de una voz patética: el escritor maldito [que] no hace otra cosa que buscarse en los diarios”, a la espera de “una crítica que lo catapulte a otros mundos” (s/p).

En Barrio, como ya adelantamos, Gaete despliega un barrio urbano y literario, uno que ha sido ficcionalizado muchas veces, hasta dar con un robusto imaginario de la ciudad puerto que incluye, acaso dialécticamente, a los escritores que la bosquejan y los volúmenes que se intercambian en una mítica economía libresca alojada en las sinuosas calles de la urbe:

La biblioteca de Valparaíso está en esas calles. Veo mi propio librero y nunca lo poblé con novedades, sino con libros de una luca o dos. No se necesita más. Y una biblioteca insondable repleta la insistencia de la calle, se devuelve poco a poco cada día, en las mochilas de los que buscan salvarse. Durante la semana estos puestos son una esquina, en la que a veces hay un escritor de verdad, nunca bien editado, que afirma con un cordel sus pantalones y vacía sus libros de un saco: Óscar Farías Assen. El pirateo, fotocopias o papel roneo, algo suave la tinta. Suave, como pagar la mitad que en la librería. Suave, como las palabras de mi hija, alegando por ilustraciones descoloridas, vigilando de reojo los libros de sus compañeros. O duros, como se ven los libros en la otra esquina de la misma cuadra, siempre al lado de material metálico. En el suelo, al mismo nivel de lo útil, la moneda y la sobrevivencia. (p.83-84)

Los libros, los escritores, los personajes de la literatura se entremezclan en Barrio sin respetar las posibles delimitaciones entre la ficción y lo real, entre las narrativas historiográficas del puerto y sus narrativas literarias. Así, festeja cómo “Joaquín Edwards Bello, en uno de sus momentos más crueles e inspirados, aseguró que en Valparaíso el incendio es una fiesta, y que colabora con la municipalidad en la reconstrucción constante de la ciudad” (p.90); o asegura que “Augusto d’Halmar escribió haciendo el camino del fuego hacia la plaza Victoria, relatando la muerte de un niño en Las Heras, por robar un sombrero” (p.94), o percibe como un movimiento poético su aproximación a “La Puerta del Sol, donde Pablo de Rokha miraba a los hombres comer” (p.96).

En Hija natura, el rol de la literatura ostenta idéntica importancia. Por ejemplo, el primer encuentro de la protagonista con Roberto, quien cumple en su vida el mandato familiar de la masculinidad ominosa, es “en el lanzamiento de una revista literaria” (p.38); y retomarán contacto a través de las letras: “Unas semanas después me llegó un correo diciendo que había leído un comentario mío en una página sobre literatura” (p.39). Porque la suya, es una relación atravesada por autores y obras, como cuando se enamoran y se suceden con rapidez las decisiones: “Abrazando la cursilería, elegimos el día de la muerte de Bolaño para casarnos, como un homenaje por habernos juntado” (p.39), o cuando Roberto emprende un viaje fatal a Barcelona y ella permanece en Chile: “Mientras él leía a Julio Ramón Ribeyro, yo leía a Françoise Sagan” (p.40).

La protagonista, que “soñaba con ser una gran escritora” (p.22), está siempre rodeada de literatura y de escritores. Así sucede con el autor de Cuentos extraños, que es amigo y será el contacto con su padre, o al rememorar sus comienzos y verse a sí misma con algún grado de ternura o conmiseración: “publicando mi primer libro con un editor de pacotilla, pero con un material bajo el brazo” (p.55), o en el episodio en que es comparada con la enigmática amante de Henry Miller y June Smerdt:

Cuando compraba frutos secos me encontré con un amigo escritor que andaba con el director de un diario de izquierda
—Hola, ¿cómo estás, te vas de viaje?
—Sí, al sur.
—¿La conoces? —le preguntó al tipo con el que andaba—. Nuestra Anaïs Nin porteña —dijo entre burlas—. ¿Adónde vas? (p.66)

Literatura y escritura tienen tal grado de importancia, que vislumbra su propio cuerpo como un espacio escritural: “Anotaba todo lo que me parecía relevante en un espejo de cuerpo entero, así que esa visión mía, amargada y contradictoria, estaba escrita de pies a cabeza”. (p.20). Y esa relevancia queda de manifiesto desde el inicio de la novela, cuando entrelaza el oficio literario con el conflicto con el progenitor, señalando así los dos motivos cardinales de la obra. Dice:

Cuando cumplí treinta años conocí a mi padre. Después de haber llegado del viaje que me enfrentó con él por primera vez, me saqué el abrigo sin saber quién era yo. Luego las preguntas surgieron como callampas en el barro.
¿Debía seguirme llamando igual? ¿Seguiría escribiendo? ¿Cómo iba a decirle a mi madre? ¿Cómo me relacionaría con los hombres?
Las frases son definitivas mientras se repiten y yo quisiera repetir esta historia por última vez. Así me libero de sentir este peso en los hombros que, a estas alturas, es como la roca de Sísifo. (p.4)

Este fragmento, además, apunta a otra técnica: la metatextualidad, entendida como la “reflexión, los comentarios y las consecuencias sobre y del proceso de construcción” del propio texto literario (de Toro, 2008, p.205). En el comienzo de Hija Natural, recién citado, la narradora-protagonista se pregunta si “¿Seguiría escribiendo?”, y luego explica: “Las frases son definitivas mientras se repiten y yo quisiera repetir esta historia por última vez” (p.4). Con ello, Berbelagua reflexiona sobre el ejercicio escritural a partir de la confección de la propia obra que se inicia, en una escritura que se (re)pliega sobre si misma y que se concibe como una forma de sanación.

En el transcurso de la obra, la protagonista identifica aquello que constituye el centro de la actividad literaria, sus nudos críticos: “Soy la que regresa a revisar sus palabras. Me veo en camisa de dormir mirando el cerro desde lejos con una vela encendida, escribiendo una novela que nunca terminé que hablaba sobre las fobias” (p.20), y los detonantes de su proceso creativo, enlenzando otra vez la ausencia del padre con el oficio de narrar:

El mío era una salida al mundo, a través de la primera historia que inventé, que fue la de su muerte. Fue el gatillante de mis viajes emocionales hacia la tragedia; su fantasmagoría, desaparición, mi memoria y reconstrucción, si bien estaban lejos de haber sido una travesía feliz, me habían dado algo por qué luchar, las ganas de conocer mi propia voz, la génesis de mi voz narrativa. (p.59)

Gaete, por su parte, va comentando su trayecto por la urbe como si se tratara de la misma operación que la construcción del texto que leemos, y confiesa: “Puedo seguir estampando lo que me rodea” (p.107-108), homologando después el tradicional comercio callejero del puerto con la escritura que emprende:

Recorto los pedazos que le corresponden al barrio y los tatúo en mi brazo, en las paredes de la habitación donde el sonido es la moneda que dice “escribe para sobrevivir”, como la gente que sale en la mañana y vende montañas de ropa por unas chauchas. Estas pueden ser un montón de palabras sin orden y quizá sin valor, de las que alguien extraerá algo: cachivaches, una caja de plátano llena de libros, cargadores de celular o llaves mecánicas. (p.108)

La feria de las pulgas o el escritor describiéndola, el margen y la sordidez de los cerros o las ficciones que las (re)crean, la violencia y solidaridad de quienes bajan de los cerros para tener con qué vivir, aparecen como polos y binarismos del imaginario de Valparaíso que él, como narrador, no desprecia como insumos para la elaboración de su propia narrativa:

Un golpe de moneda sobre metal, un recorte salvador. Una ola de suerte, cascada, el sueño de tantos; es lo que busco, un párrafo largo, algo para seguir tirando la escritura de la vida y el barrio. Un cuchillo sobre la hoja o sobre el vidrio del mapa del barrio, que anime esta reescritura. Fragmentos que son las calles escondidas donde pasan los secretos. Alzo la mirada y los evoco, los marco, a ver si existen para los que vengan después, para los que vengan conmigo. Tengo el barrio dentro, escribir encerrado sería una performance: todo está afuera. (p.109)

Por último, tenemos las técnicas del fragmentarismo y el apropiacionismo. El primero, es un mecanismo estético que nace, como estable Cortés (2010), “contra el marco ideológico (…) caracterizado por el predominio del positivismo” (p.104), y que viene a validar una realidad discontinua, no monolítica, afirmando que lo “que existen son múltiples visiones, casi todas ellas relativas, y todas estas visiones cristalizan en fragmentarias perspectivas” (p.116). Lo múltiple-heterogénero, la pluralidad irreductible, el singularismo, se hacen evidentes en Hija Natural y Barrio: si la primera está compuesta por 24 capítulos en apenas 99 páginas, la segunda es, literalmente, una suma de textos brevísimos que no superan, en muchas ocasiones, las 10 o 15 líneas. En ambos casos, son obras que corresponden apenas a “fragmentos narrativos, a retales, a narraciones unificadas por su propio carácter abierto y partitivo que conducen a la disolución del sentido” (p.116).

El apropiacionismo, por su lado, se funda en que el narrador “asume que no es factible “escribir un libro que no haya sido escrito previamente”; por el contrario, su tarea sería ejecutar “parodias de lo canónico” [como] una estrategia estética y, sobre todo, política” deconstructiva (Rivera-Soto, 2018, p.89). En Gaete esto resulta palmario, al comprobar el ejercicio de hibridación que emprende: un diálogo que hace converger los géneros de la crónica urbana, la narrativa autoficcional y el ensayo literario, como ha quedado de manifiesto en la revisión que precede. Berbelagua muestra una operación análoga: la novela avanza desde las escrituras del yo, recurre a gestos reconocibles de las narrativas de la memoria y las imbrica con la tradición literaria y la práctica escritural, siempre dejando entrever los hilos que las unen, las costuras de que se vale para desplegar el texto propio, lo que también subvierte cada una de esas categorías.

José Rivera-Soto

* En este artículo, usaré el masculino genérico por motivos de extensión y claridad del documento.

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