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Antiperonismo y antichavismo en la ficción: civilización, barbarie e invasión de los espacios de la clase media

por Viviana Plotnik
Artículo publicado el 10/08/2023

Resumen
Este artículo examina las similitudes de los motivos literarios presentes en la ficción argentina sobre peronismo de los años cincuenta y sesenta y la ficción sobre el chavismo de la Venezuela actual. El análisis se concentra en el cuento “Cabecita negra” (1962) del argentino Germán Rozenmacher y en la novela La hija de la española (2019) de la venezolana Karina Sainz Borgo. Se destaca la prevalencia en ambos textos del tropo de la invasión de los espacios “civilizados” de la clase media por parte de la clase baja, representada como una horda bárbara, irracional, animalizada y racializada. En las dos obras se encuentran presentes la dicotomía civilización versus barbarie aplicada a la clase media y a la clase baja, respectivamente, el sentimiento de humillación de la primera ya que se considera superior pero no respetada por la segunda, y el fetichismo del libro como señal de civilización.

Palabras clave: antiperonismo, antichavismo, Rozenmacher, Sainz Borgo, invasión, civilización, barbarie.

1- El antiperonismo en la ficción
A partir del surgimiento del peronismo en Argentina en los años cuarenta, la oposición interpretó a este movimiento político en términos sarmientinos ya que consideró que “el fantasma de la barbarie tomó cuerpo en las masas peronistas” (Svampa 251). En gran parte de la literatura argentina de los años cincuenta y sesenta el peronismo era representado como la encarnación del exceso y la irracionalidad. Autores como Ezequiel Martínez Estrada y Jorge Luis Borges, así como Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar, percibieron el surgimiento del peronismo como una invasión y violación de los espacios civilizados de la clase media. Sus textos representaban a las masas peronistas como hordas bárbaras e incultas que agredían el espacio civilizado de la ciudad capital. El cuento “La fiesta del monstruo” de Borges y Bioy Casares es un ejemplo arquetípico. Narra cómo un grupo de peronistas mata a golpes a un estudiante por no cantar los vítores peronistas satisfactoriamente. Los ecos de la trama de “El matadero” en la supuesta violencia y fanatismo de las clases bajas bárbaras son evidentes en el relato (Svampa 263; Goldar 35). Otros ejemplos son los cuentos de Cortázar “Casa tomada,” “La banda” y “Las puertas del cielo,” entendidos como reacciones negativas a la percibida invasión de Buenos Aires por parte de masas peronistas mestizas. Estas masas aparecen dominadas por la irracionalidad, instintos bestiales, una naturaleza violenta y una sexualidad promiscua; carecen de educación, cultura y refinamiento.[1]

Otro cuento representativo que tematizó, aunque críticamente, el sentimiento de invasión de la clase media argentina ante el surgimiento del peronismo fue “Cabecita negra” (1962) de Germán Rozenmacher, escritor identificado con el movimiento fundado por Juan Perón. El título del cuento se refiere a ciudadanos de clase trabajadora con rasgos mestizos que migraron del interior del país a la capital a partir de los años treinta del siglo pasado.[2] El protagonista es el señor Lanari, un comerciante que posee una ferretería y cuya posición de clase media le ha costado esfuerzos y sacrificios. “Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no, hubieran hecho lo mismo con él” (33). Además de tener un apartamento en la ciudad capital donde vive, Lanari tiene una casa de fin de semana, un buen automóvil y empleada. Su hogar es “su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz, donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban” (33). Sin embargo, a partir del surgimiento del movimiento de masas peronistas, se siente inseguro y teme perderlo todo: “En tiempos como estos, donde los desórdenes políticos eran la rutina, había estado al borde de la quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la perdida de todo” (33). Este sentimiento de inseguridad se verá intensificado cuando una noche ocurren hechos que revelan cambios sociales que percibe como amenazadores. Ya que sufre de insomnio, sale al balcón del apartamento a fumar cuando oye un grito desgarrador de una mujer que pide ayuda. En la calle encuentra a una jovencita borracha en la puerta de un hotel que pide dinero para volver al suburbio donde vive su familia. El señor Lanari la describe como “una china [mestiza] que podía ser su sirvienta” (34) y pensó que “así eran estos negros,” mientras, condescendiente, le dejó dinero para el transporte (34). Repentinamente, apareció un agente de policía que lo amenazó con llevarlo detenido por escándalo público y quien también lo acusó de abusar de la muchacha. Tratando de defenderse y distanciarse de la joven desconocida, se refirió a ella despectivamente, como una más de “esos negros” que se emborrachan y no dejan dormir. Al ver de cerca la cara del agente, se dio cuenta que él también era “un cabecita negra” y que tenía unos “duros ojos salvajes, inyectados y malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal” (36). Para distender la situación y sin pensarlo demasiado, Lanari invitó al agente y a la joven a tomar algo en su casa. “La negra apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó dormida” (37). Lanari pensó que sería “espantoso” que algún pariente o conocido llegara y lo viera ahí “con esos negros”, “como metidos en la misma oscura cosa viscosamente sucia,” donde se sentía “atrapado por esos negros, él que era una persona decente, como si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura en su propia casa” (37). El, que “todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran ‘señor’ (33). Sin embargo, el policía le daba órdenes, lo trataba de “vos” y Lanari se sintió humillado e invadido. No sorprende, entonces, que el narrador aluda al cuento “Casa tomada” de Cortázar y que introduzca explícitamente la dicotomía de civilización versus barbarie:

Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto esos salvajes hubieran invadido su casa. […]Todo estaba al revés. Esa china que podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada. (Rozenmacher 39).

De esta forma, la identidad de los “invasores” que en el cuento de Cortázar se mantenía ambigua, se explicita en este relato. Es la clase baja, animalizada y racializada, que no se comporta con la deferencia esperada por el señor Lanari y penetra su refugio doméstico, ensuciándolo con su presencia, amenazando sus certidumbres de clase superior y humillando su orgullo. Lanari “recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma vejación, la misma rabia” (38). Porque en este país, “había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha” (32).

Lanari, para marcar la diferencia social, muestra su biblioteca al policía como una forma de comunicar que él sí “tenía cultura” (6). Piensa que le hubiera gustado hablar de libros con el agente, pero “¿de qué libros podía hablar con ese negro?” (38). Los libros, entonces, constituyen un indicio de “civilización” y un enfático divisor de clases, aunque no necesariamente los haya leído: “Nunca había podido hacer tiempo para leerlos pero estaban allí” (38). Su sola presencia, entonces, señala que valora la “cultura” que los otros dos no pueden apreciar.

Finalmente, el policía revela que es el hermano de la joven borracha y golpea a Lanari. La muchacha se despierta y aclara que él no es su abusador. Por la mañana, Lanari encuentra su casa revuelta; indignado, piensa que “algo había sido violado” y que desde entonces “jamás estaría seguro de nada”. Por eso cree que los integrantes de “la chusma” deberían ser “aplastados” (40).

Los motivos literarios presentes en la ficción argentina sobre peronismo, como la invasión de los espacios de la clase media por “hordas bárbaras”, y la animalización y racialización de la clase baja reaparecen en un contexto nacional diferente, en la ficción venezolana reciente, específicamente en la novela La hija de la española (2019) de Karina Sainz Borgo.

2. El antichavismo en la ficción
Como han señalado Carlos Sandoval, Miguel Gomes, Patricia Valladares-Ruiz y Katie Brown, la novela representativa de la era chavista (1992-2021) que circula globalmente tematiza de manera negativa la vida en la Venezuela de la revolución bolivariana. Con la numerosa emigración de ciudadanos de este país producida en los últimos años, no sorprende que haya surgido una novela de la diáspora venezolana y que precisamente el tema mismo de la emigración sea central. Todas estas características se aplican a La hija de la española (2019), cuya autora- Karina Sainz Borgo- reside en España. Se le ha criticado su inverosimilitud, maniqueísmo y oportunismo para vender en un mercado europeo que privilegia descripciones de realidades “exóticas” violentas que Magdalena López ha denominado “pornomiseria.” [3]

Sainz Borgo retrata la Venezuela actual como un infierno donde reinan el caos, la escasez, la arbitrariedad y la violencia. Todo se deteriora y se desmorona, desde las carreteras hasta la seguridad personal mínima. La lucha por la sobrevivencia se ha vuelto feroz y la solidaridad entre amigos y vecinos ha desaparecido. Predominan la desconfianza, la competencia por los recursos básicos y la depredación. Todo compatriota en la fila para conseguir comida es visto como “un potencial oponente [. . .] Los que vivían luchaban a dentelladas por las sobras” (Sainz Borgo 65). La salud pública aparece colapsada. Los hospitales no tienen camas libres, ni medicamentos, ni gasas; están sucios y llenos de largas filas de gente delgada por el hambre. Es un contexto de caos, escasez y violencia contra el cual los estudiantes protestan y el gobierno los persigue, tortura y asesina.

La protagonista, Adelaida, es una filóloga de clase media, hija de una licenciada en Educación que fue la primera universitaria de la familia. Recalca que lo poco que tienen, un pequeño apartamento en Caracas y sus diplomas, les ha costado años de esfuerzos y dedicación. La narradora deja muy claro que no pertenecen a una clase media acomodada y afirma lo siguiente sobre su madre:

Habría deseado darme cosas mejores: una lonchera más mona, como la rosada con ribetes dorados que las niñas cambiaban cada octubre y no aquella plástica azul obrero que ella limpiaba a conciencia todos los septiembres; una casa más grande, con jardín, en el este de la ciudad, y no aquel piso pajarera en el oeste. Nunca cuestioné nada que proviniera de mi mamá, porque sabía cuánto le había costado dármelo. Cuántas clases particulares necesitó dar para pagar mi educación en un colegio privado o mis cumpleaños con bizcochos, gelatina y refrescos servidos en vasos de plástico. Ella nunca lo dijo. No fue necesario explicar de dónde venía el dinero que sostenía la casa, porque yo lo veía día tras día. (Sainz Borgo 24)

Tanto Adelaida como su madre son autosuficientes y resilientes, por eso afirma de sí misma y de su progenitora: “Estábamos hechas para resistir” (17). Sin embargo, un cáncer acaba matando a la madre y despoja a la hija de los pocos ahorros que tenía. La clínica donde habían tratado a la enferma les cobraba por todo aquello que no tenían y que debían comprar en el mercado negro por varias veces su valor original: desde las jeringas y las bolsas de suero hasta las gasas y el algodón que un enfermero les proporcionaba tras pedirles una cantidad de dinero exorbitante, casi siempre mayor a la que habían acordado. Debido a la hiperinflación, la moneda local no valía nada y nadie la quería. Adelaida tenía algunos ahorros en euros debido a su trabajo como correctora para una editorial extranjera, y éstos le permitieron subsistir y pagar los gastos del tratamiento y del entierro de la madre.

Más allá de la estrechez económica, son personas que se consideran “cultas.” Adelaida destaca la biblioteca heredada de la madre, que incluye clásicos universales antichavismo en la ficcióny contemporáneos: “Aquellos volúmenes ejercían una fascinación poderosa sobre mí, más que las loncheras rosadas que mis compañeras estrenaban cada octubre” (25). Además de la literatura, aprecia la pintura, la escultura y el teatro. Esta caracterización es importante en la novela ya que es una de las marcas distintivas entre las clases sociales y también dentro de la misma clase media. Son valorados por la narradora quienes tienen un nivel de educación universitario y un interés por la “cultura,” sobre todo por la lectura; los que proceden de una ciudad y no de un pueblo; los inmigrantes europeos y sus descendientes; los que son percibidos como “modernos”- tanto por estar familiarizados con el uso de cierta tecnología básica, como por una manera de vestir citadina opuesta a otra considerada anticuada; y los que manifiestan opiniones basadas en la racionalidad y no en las supersticiones. La madre de la protagonista fue un modelo que reunía estos valores y por eso se dirige a ella póstumamente de la siguiente forma:

De pequeña sentía un orgullo secreto por tu decisión de no vivir en tu pueblo (hermoso y salado, pero al fin y al cabo un lugar pequeño, asfixiado) [. . .] Me gustaba que no te parecieras a tus hermanas. Que fueras discreta y desconfiada. Que despreciaras la superstición y la zafiedad. Que leyeras y enseñaras a los demás a hacerlo. Te parecías, mamá, al país que yo di por cierto. Al de los museos y teatros a los que me llevabas. Al de los que cuidaban la presencia y los modales. No te gustaban las personas que comían o bebían demasiado. Tampoco las que daban voces o lloraban a gritos. Odiabas el exceso. Pero las cosas han cambiado. Ahora todo se desborda: la suciedad, el miedo, la pólvora, la muerte y el hambre. (Sainz Borgo 182-3)

Otro personaje que encarnaba esa clase media culta y admirada había sido el dueño italiano de la zapatería que frecuentaba con su madre cuando era pequeña. Ese inmigrante europeo y el edificio mismo de la tienda representaban el orden, el progreso, la elegancia y los buenos modales que Adelaida admira y considera indicios de civilización:

Olía siempre a agua de colonia [. . .] Nunca vi una arruga en sus camisas o pantalones. Su ropa parecía a juego con la zapatería de la que era dueño y único vendedor, y que ocupaba la planta baja de un edificio de los que se construyeron en los años cincuenta, prodigios de granito y mosaicos que imponían el orden en aquella nación con ganas de sacudirse las montoneras de hombres a caballo. Aquella urbanización fue un intento por ensillar la montura del progreso sobre el lomo de un país sin ley. (Sainz Borgo 56-7)

Sus “esmerados modales” eran un “anticipo del progreso representado en su negocio” (58), como el de otros inmigrantes europeos que habían fundado editoriales y abierto librerías. Para la protagonista, los años cincuenta habían constituido la edad de oro caracterizada por la abundancia de buenas oportunidades de empleo, recursos naturales y consumo. Una época llena de esperanza para una nación que en la actualidad expulsa a los hijos de esos inmigrantes porque la narradora considera que la civilización y el progreso fueron derrotados por la barbarie.

La cualidad de pertenecer a una clase media luchadora y “culta” se complementa entonces con otras características valoradas como la de tener buen gusto, ser moderna, racional, respetuosa de lo ajeno y discreta. Esta clase media se siente hostigada, arrinconada y oprimida, tanto si protesta contra la injusticia como si se resigna pasivamente. Se configura así una polaridad que contrapone esta clase media con una clase baja que carece de cultura, pero tiene un poder excesivo; es supuestamente emocional, arrogante, irrespetuosa, estridente, gritona, violenta y corrupta. Los personajes que representan a este último segmento social hablan de manera incorrecta y se les atribuyen características animales. Su comportamiento prepotente y violento intimida a la clase media. De forma arbitraria invaden sus espacios y se apropian de sus posesiones. Además, destruyen los objetos y lugares apreciados por esa clase media culta o que los representa.

La narradora se concentra en un grupo especifico de milicianas armadas protegidas por la policía que toman posesión de su apartamento y la expulsan. Su vivienda se convierte en el depósito de lo que esas mujeres reciben del Ministerio de Alimentación a cambio de apoyo político y luego venden en el mercado negro. La animalización de este tipo de personajes es prevalente: una tiene “un colmillo ausente” en su dentadura, mira con “ojos becerros” (78) y sus acólitas son “fieras” (153). Las descripciones las califican de “bestias,” con “dentaduras de perros bravos” (54).

La gordura de las milicianas, que contrasta con la delgadez de la mayoría de la población hambrienta, se enfatiza constantemente: las chanclas de aquellas dejan ver “dedos gruesos comidos por sabañones” (72) y “[su] aspecto evocaba una carnosidad absurda en un lugar en el que todos morían de hambre” (172). Los vaqueros ajustados resaltaban sus piernas gruesas, “rematadas con unos pies elefantiásicos calzados con chancletas de plástico.”  Son “obesas” mal vestidas marcadas por el exceso: de peso, de sensualidad, de expresividad verbal y no verbal, y de violencia. Son morenas y tienen la cabellera hirsuta recogida en “un muñón de pelo tieso” (69). Por donde ellas pasan, dejan olor “a sudor y basura” (76). Tenían “tufo a vinagre”, “sudaban como camioneros. Su olor era agrio y oscuro” (71). Todo en la líder del grupo resulta excesivo: “el tamaño de su cuerpo, su hedor a sudor y perfume barato. La mandamasía que desprendía cada uno de sus músculos y sus gestos era casi procaz. Ella era la Mariscala, pues. El grado máximo de aquel ejército de miseria y violencia que asolaba la ciudad” (78).

Las milicianas constituyen “un comando de invasión” (69).  Precisamente, el motivo literario de la invasión predomina: invaden el vecindario de clase media, sus plazas, sus edificios y los apartamentos que arruinan con sus voces chillonas, sus cuerpos excesivos de movimientos torpes, su mal olor, y su poco respeto a los objetos que representan la cultura y la civilización como los libros y las vajillas que destrozan. No parece casual la reiterada mención del estribillo de la canción que cantan: “Tu-tu-tu-tumba la casa, mami,” si entendemos la palabra “tumba” como una orden de tumbar, en el sentido de quitarle la casa a alguien o destruirla. Cuando la protagonista eventualmente consigue volver a entrar a su apartamento lo encuentra en el siguiente estado:

Había un fuerte olor a mierda y faltaba la mitad de los muebles. […] La Mariscala lo había roto todo: mi ordenador, la mesa del comedor, la taza del váter, el lavamanos, Arrancó las bombillas de todas las lámparas y depositó su mierda donde quiso.  La casa en la que crecí estaba convertida en un pozo infecto. (Sainz Borgo 158)

Adelaida también encuentra que restos de figuras de santos y velas ocupan el lugar de sus manuscritos desaparecidos; es decir, lo que para ella representaba la superstición había desplazado a la cultura y la racionalidad. Sus libros habían desaparecido de los estantes y los encontró en el baño colapsando las cañerías. En conclusión, la cultura se había ido por el inodoro y no solamente en su casa sino en la nación.

Su vía de escape se le presenta por casualidad al ingresar al apartamento de una vecina, encontrarla muerta y descubrir que era ciudadana española. Debido a la pérdida de su hogar y al terror que experimenta ante la violencia del régimen, aprovecha la oportunidad que le presenta el destino. Asume la identidad de la vecina muerta, apropiándose de sus documentos y cuentas bancarias, y emigra a España. Irónicamente, entonces, termina invadiendo el espacio de la vecina, y despojando a aquella de sus bienes e identidad, llevando a cabo el tipo de acciones que les reprocha a los grupos chavistas de la clase baja asociados con el gobierno.[4] De todas formas, el robo de identidad que lleva a cabo constituye para Adelaida un desclasamiento ya que considera que la vecina no estaba a la altura de su nivel social y cultural: era “una cocinera con secretariado y un grado técnico superior en Turismo” (178). La muerta había carecido de inquietudes intelectuales o artísticas mínimas y su único interés habían sido las telenovelas. El gran desafío para la protagonista será, entonces, fingir que es la otra ante los parientes españoles de la muerta.

La exitosa salida de Venezuela se produce mediante un trámite intimidatorio y corrupto por parte de oficiales del gobierno que se asombran de que lleve tantos libros. Las descripciones de estos personajes los animalizan: uno tiene “aire simiesco” (197), otro “más que hablar mugía” (200). Caracas misma parece “el nido caliente de un animal [. . .] con ojos de culebra brava” (204). Al llegar a Europa, espacio civilizado, se siente liberada del miedo y se transforma literalmente en otra. La claridad de la mañana marca su nuevo horizonte de esperanza, mientras que, en Caracas, “siempre seria de noche” (216).

Las polaridades presentadas en este texto tienen ecos de la dualidad sarmientina de civilización versus barbarie. La naturaleza nativa forma parte de la polaridad negativa, la barbarie. Invade y destruye la civilización mientras que la ciudad, especialmente la europea, junto con la educación representada por el libro, encarnan el polo positivo. Un recuerdo de la infancia de la narradora es muy sugerente e ilustrativo de la dualidad mencionada. En el pueblo de sus tías había una casa abandonada que siempre se mencionaba de forma negativa y donde nadie debía acercarse. La muchacha, curiosa, se acercó y entró a la casa. Asombrada, descubrió “un lugar ruinoso pero bello, moderno, racional y generoso con aquel pueblo pequeño y salobre. Parecía una concesión de la Bauhaus para dotar de orden y progreso a un matorral” (188). Sin embargo, el interior de la casa se hallaba arrasado por enredaderas; la maleza se había tragado una escalinata y unas marcas en las paredes delataban inundaciones. También se notaba que habían pasado por la casa ladrones y vándalos. El suelo estaba repleto de papeles revueltos con apuntes sobre arte, bocetos y hojas arrancadas de libros en francés y manuales de arte. Esa casa modernista y el estado en que se encontraba representaban la civilización que no resistió la invasión de la barbarie. La casa, reflexiona la narradora, “era la promesa de que algún día seríamos modernos. Una declaración de intenciones. Pero también las intenciones quedaron en ruinas” (189). Para la narradora, la nación, como esa casa, estaba arrasada e invadida por la barbarie triunfante de las hordas incultas. De esta manera, el proyecto liberal de nación que se suponía que evolucionaba hacia el progreso civilizado fracasó. La naturaleza violenta y descontrolada, en lugar de ser dominada por una voluntad racional, fue acompañada o complementada por fuerzas humanas impulsivas y destructivas.

El paradigma sarmientino permea el texto de Sainz Borgo aunque se produce un cambio de género. Si bien Facundo presentaba masculinidades en lucha por proyectos de nación incompatibles, en La hija de la española son casi exclusivamente mujeres las que encarnan tanto la civilización como la barbarie en conflicto. Las que representan la barbarie son mujeres negras de clase baja y las que encarnan la civilización son las mujeres instruidas y cultas de clase media y de origen europeo. Con respecto a la caracterización de las primeras, en el texto de Sainz Borgo resuenan ecos del cuento “El matadero” de Esteban Echeverría. En ambos textos se destacan las mujeres negras de clase baja que se pelean por la comida con descripciones que las animalizan. Todas son vulgares y contribuyen a la atmósfera violenta y arbitraria de los espacios que ocupan, ya sea el matadero argentino o las calles y apartamentos de los barrios de clase media de la capital venezolana que invaden. [5]

3. Conclusión
Es evidente que La hija de la española tiene numerosos elementos en común con la literatura argentina sobre antiperonismo como el cuento “Cabecita negra” de Rozenmacher. Se encuentran presentes la dicotomía civilización versus barbarie aplicada a las clases medias y a las clases bajas, respectivamente; la animalización de las últimas; la atribución de poseer “cultura” a las primeras; el fetichismo de los libros como señal de civilización; el sentimiento de invasión del espacio más íntimo de la clase media; y la experiencia de la humillación de una clase que se considera superior respecto a otra percibida como inferior. De esta manera, se puede concluir que las similitudes respecto a cómo la literatura ha elaborado los cambios políticos y sociales a partir del peronismo en Argentina y el chavismo en Venezuela son notables. La sensación de las clases medias de ser invadidas y despojadas por las masas de clase trabajadora ante el avance del populismo en la Argentina durante el siglo pasado y en la Venezuela actual se ha trasladado a la ficción de manera indudablemente parecida.

Viviana Plotnik

Bibliografía
Adamovsky, Ezequiel y Esteban Buch. La marchita, el escudo y el bombo. Una historia cultural de los emblemas del peronismo de Perón a Cristina Kirchner. Buenos Aires: Planeta, 2016.
Avellaneda, Andrés. El habla de la ideología. Buenos Aires: Sudamericana, 1983.
Bioy Casares, Adolfo y Jorge Luis Borges. “La fiesta del monstruo.” Nuevos cuentos de Bustos Domecq.  1977. Buenos Aires: Emecé, 2004.
Borello Roberto. El peronismo (1943-1955) en la narrativa argentina. Ottawa Hispanic Studies 8. Ottawa:Dovehouse Editions, 1991.
Brown, Katie. Writing and the Revolution. Venezuelan Metafiction 2004-2012. Liverpool:    Liverpool University Press, 2019.
Cortazar, Julio. “Casa tomada.” Bestiario. Buenos Aires: Sudamericana, 1951.
—-.  “La banda.” Final del juego. Buenos Aires: Debolsillo, 2018.
—-. “Las puertas del cielo.” Bestiario. Buenos Aires: Sudamericana, 1951.
Echeverria, Esteban. “El matadero.” El matadero. La cautiva. Madrid: Cátedra, 1999.
Gallegos, Rómulo. Doña Bárbara. Miami: Vintage Español, 2020.
Goldar, Ernesto. El peronismo en la literatura argentina. Buenos Aires: Freeland, 1971.
Gomes, Miguel. El desengaño de la modernidad. Cultura y literatura venezolana en los albores   del siglo XXI. Caracas: ABediciones, 2017.
López, Magdalena. La hija de la colombiana – Efecto Cocuyo. Accedido 8/1/2023
Osorio Amoretti, Omar. La narrativa de la violencia, ese muerto saludable. Sobre «La hija de la española», de Karina Sainz Borgo – Omar Osorio Amoretti. Accedido 8/1/2023
Plotnik, Viviana. “El peronismo revolucionario en la ficción: intertextualidad y desplazamientos de clase en la temática de invasión”. Políticas del sentimiento: El peronismo y la construcción  de la Argentina moderna. Compilado por Claudia Soria, Paola Cortés-Rocca y Edgardo Dieleke. Buenos Aires: Prometeo, 2010. 255-264.
Rozenmacher, Germán. “Cabecita Negra.” Perón Vuelve. Cuentos sobre peronismo. Selección de Sergio S. Olguín. Prólogo de Jorge Lafforgue. Buenos Aires: Norma, 2000. 29-40.
Sainz Borgo, Karina. La hija de la española. Barcelona: Penguin Random House, 2019.
Sandoval, Carlos. Estética y moral en la narrativa de la era de Chávez: La hija de la española ~ Revista Carátula Accedido 8/1/2023
Sarmiento, Domingo Faustino. Facundo. Madrid: Cátedra, 2005.
Svampa, Maristella. El dilema argentino: civilización o barbarie. De Sarmiento al revisionismo peronista. Buenos Aires: El Cielo por Asalto, 1994.
Valladares-Ruiz, Patricia. Narrativas del descalabro. La novela venezolana en tiempos de revolución. Woodbridge: Tamesis, 2018.
Notas
[1] Ver los reconocidos estudios de Avellaneda, Borello y Goldar sobre peronismo y literatura de los años cincuenta y sesenta. Es de notar que a partir de los años setenta la relación entre peronismo y clase media fue reconsiderada. La radicalización de los estudiantes universitarios y la creación de movimientos peronistas revolucionarios encontró eco en los jóvenes de clase media. Este fenómeno dejó su marca en una ficción que invirtió la atribución de los roles invasor/invadido para representar a una clase trabajadora tradicionalmente peronista que se veía invadida por los nuevos peronistas, los jóvenes revolucionarios de clase media. Ver Plotnik, “El peronismo revolucionario en la ficción.”
 [2] Como explica Ezequiel Adamovsky, a partir de los años cuarenta este segmento social fue considerado la base de apoyo del movimiento peronista:
Ello generó una fuerte ansiedad en una sociedad que se había acostumbrado a reconocerse en los discursos patrocinados por las élites, según los cuales Argentina era un país “blanco” y europeo. Cuando el peronismo irrumpió en la política nacional y las clases bajas asumieron un lugar de influencia mayor al que nunca habían tenido, estas ansiedades se multiplicaron. Así, entre los antiperonistas pronto se instaló una explicación del nuevo fenómeno, que apuntaba a descalificarlo mediante anatemas fuertemente racistas. (47)
Entonces, el término “cabecitas negras” se extendió:
Estas invectivas racistas funcionaban con una lógica equivalencial por la que cada término parecía intercambiable: si los “cabecitas negras” eran peronistas, entonces toda persona de clase baja que fuera peronista podía ser considerada un “negro”, independientemente de su fenotipo o su procedencia. El propio peronismo aparecía como “cosa de negros.” (47-8)
[3] Carlos Sandoval sostiene que todo lo que le ocurre a la protagonista es inverosímil en tiempos de redes sociales. Por otra parte, Magdalena López critica de la novela, entre otros aspectos, la ausencia de inmigrantes sudamericanos que marcaron la vida venezolana, especialmente en los setenta y ochenta. También, para López, como para Omar Osorio Amoretti, se trata de una novela maniquea dirigida al mercado español, en la cual los pobres solo pueden ser criminales chavistas. Osorio Amoretti sugiere que las demandas del mercado editorial europeo estimulan la publicación de una literatura sobre Venezuela que corresponda con el estereotipo esperado de un contexto violento y dantesco. Para López, lo que ocurrió en los noventa con la literatura cubana publicada en el exilio, que se llenó de personajes balseros y delincuentes, podría estar repitiéndose con la literatura venezolana; es decir, la proliferación de una “pornomiseria” literaria para vender en Europa un exotismo grotesco sobre un país del Tercer Mundo en crisis.
[4] Como afirma Sandoval, la novela de Sainz Borgo puede considerarse como una denuncia contra la inmoralidad de los chavistas representados en ella.  Sin embargo, sostiene, el alegato se mancha con la inmoralidad de la protagonista de la novela, al robar la identidad de una fallecida y desaparecer el cuerpo. Se podría argumentar, afirma Sandoval, que solo actuando con inmoralidad se puede sobrevivir en el contexto descrito.
[5] Mientras que, en Facundo, “El matadero” y La hija de la española la barbarie triunfa arrasando con la civilización, lo opuesto ocurría en Doña Bárbara, el antecedente venezolano de la dicotomía literaria de civilización versus barbarie. En este caso, mediante la educación la barbarie era superada. Como en Facundo y en la novela de Rómulo Gallegos, el valor atribuido a la instrucción y la cultura es mayúsculo en el texto de Sainz Borgo.
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