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Climas, de Coronel Odizzio.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 24/04/2019

Climas, de Augusto Coronel Oddizio,PORTADA-CLIMAS
ed. Civiles Iletrados,
Marzo 2018,
Montevideo, 122 páginas.

Nacido en San Carlos, Maldonado, en el año 1989, con este libro obtuvo el 2º Premio de Narrativa Antonio Lussich convocado por la Intendencia Departamental de Maldonado en diciembre del año 2017. Anteriormente había publicado algunos poemas en una antología de poesía, La Ballena de Papel, en homenaje a la revista del mismo nombre que se publicó entre los años 1968 y 1972, alcanzando ocho ediciones y que tuvo amplia repercusión en la época.

Si bien esta obra tiene dos partes bien diferenciadas (aunque a veces se entremezclan en la segunda parte claras referencias de la primera), en ella lo central es, justamente, el clima, el ambiente, la puesta en escena, el lugar físico (y síquico) donde ocurren los hechos: desde la sensación envolvente que nos provoca. En la primera parte podemos ver cómo la desgracia cae sobre cada uno de los personajes, en un clima mórbido y trágico. En la segunda parte, las narraciones son ideas novedosas, mayormente dentro del campo de la ciencia ficción, pero un tanto menores en cuanto con respecto al discurso de la primera parte, que tiene mayor profundidad en la sicología de los personajes. Hay, además, un entorno delirante cercano al surrealismo. Escribe, a veces, de forma retórica, al modo antiguo.

Coronel Odizzio busca nombrar las cosas de otra manera, tratando sobre la esencia de las cosas: “estoy terminando de ejercer mi ritual diario que comprende la necesidad acérrima de colgar mis ojos en el ventanal del living de la casona, para sumergir la vista en el frondoso patio del fondo. Ese patio parece haber sido extirpado del monte más puro para ser colocado allí con el único propósito de hipnotizar a los propensos” (pág. 11). Como vemos nos “pinta” el cuadro donde se desarrollan los hechos, y lo primero es la casona, que es “una clínica, o un psiquiátrico, o un juntadero amplio y bien decorado de enfermos mentales y emocionales”. A partir de allí, desde la emoción que provoca este cuadro, en el terreno (el ambiente) resbaladizo de la locura, todo puede suceder.

Para que se configure el hecho extraordinario, Coronel Odizzio compone el lienzo, entonces, y luego da vida a los personajes, y todo eso es antes que el abuelo empiece a hablar, “arrojando fragmentos de un discurso raro”, en el que se nos contará la historia.

Además, nos enreda en el primer momento con la confusión sobre los personajes, puesto que aquí habla del abuelo pero dentro de distintas perspectivas, la del nieto, del hijo del abuelo y padre del nieto, e incluso ubicándolos en diferentes épocas, con sus respectivas mujeres. La caracterización de la mujer es pobre, como una sufrida, enferma y desgraciada, pero quizá más por ser víctima, incluso a pesar suyo.

El relato de la primera parte cuenta sobre el pasado, o sobre los distintos momentos del pasado del abuelo, hasta el presente —que se entremezcla en la narración—, y el lenguaje que utiliza, un poco rebuscado, hace acopio de largas frases para referir una escena, pero siempre contando más sobre el hecho puntual. Por ejemplo, y sirva para ver cómo en Coronel Odizzio el papel de la mujer es totalmente secundario, manteniéndose al margen de todo real protagonismo: “Durante varias semanas después de aquel lunes (en que se conocieron en un «bolichito muy lejano”) se fueron sumergiendo en picada hacia un espacio repleto de algo que intentaban disfrazar de amor; así, sujetados por una inercia justificada por la costumbre, y como despidiéndose a la fuerza de su desolación individual y ajustados en lo que se había transformado en un noviazgo, acordaron asegurar lo suyo en casamiento”. (pág. 18). Se trata de la abuela, enferma de un mal que no se lo diagnostica con precisión, pero que resultará fulminante.

I
Delirios y fantasmas del pasado
El gordo y viejo Mejía, delirante y confinado en su último reducto, que bailotea y lanza combinaciones de golpes al aire y esquiva trompadas imaginarias, rememorando quizá viejas épocas, “elabora y desarrolla como puede historias de su pasado que yo absorbo plácido y atento”. El papel del que narra es el de un escucha, un observador que registra lo que sucede a su alrededor a la vez que va internalizando lo que le provoca, las sensaciones y pensamientos acordes.

El discurso de Mejía (escrito en cursiva) se compone de “pedazos puros y amorfos”, como “para moldear en un invento”. Hay, en ese discurso, un inventor. El invento sería él mismo. Y ese discurso, ambiguo, pleno de imágenes sucesivas, parece el relato más o menos inconexo de un sueño. Y un sueño que es, generalmente, violento.

Antes, dice, antes de este Mejía viejo, “se me podía ver cerca de la casa del abuelo paseando al perro”; y describe una de las piruetas clásicas de ese perro. Y la describe como si formara una figura suspendida en el aire. Por supuesto que primero nos ubicará en el lugar donde ocurre este hecho, el fondo del patio “frondoso y extirpado” (del monte más puro que se mencionaba al principio): “…comenzaba a saltar dejando la figura de un arco estampada en el aire unos segundos. Luego, esa figura planeaba hasta colocarse entre las llantas oxidadas y las viejas piezas roídas de motores y chasis aglomerados en el monte del fondo, que se había ido transformando con lánguida paciencia en deshuesadero. Todos los arcos que dejaba suspendidos en el aire el bicho en cada salto se iban metiendo indispensables y oxidándose en la herrumbre de aquel lugar. El bicho en el aire, y luego de tocar el suelo, la forma de su salto perdurando y volando hasta un espacio y mimetizándose en él” (pág.13), con saltos en suspensión, cinematográficos.

El abuelo, que aún no sabemos si es o no el mismo que el viejo y gordo Mejía, “caminaba grueso y aplastado”, y “había superado los setenta años y su utilidad ya estaba hace años acaparada por el ocio”. También él —sino es que es él el que habla— había sido boxeador. Y desde acá sabremos que los personajes girarán en torno al boxeo. Pero él, en definitiva, concretamente, había sido un boxeador sin mucha suerte: “sucedía que cuando estaba cerca de destronar al otro, propinándole una lluvia densa de lo que él llamaba con orgullo su “jab de reserva” y liberando de atrás un ocasional pero certero cross de derecha, descuidaba su guardia, dejando el espacio libre para ser duramente conectado en el hígado o en las costillas, entonces, encorvado, daba lugar al sitio ideal para que surcara un gancho sólido que aterrizaba macizo en su quijada; los brazos entregados al envión inevitable colgaban como serpentinas y la lona lo recibía tendido y desorbitado” (pág. 15), y hay aquí algo onettiano en la descripción de la caída, de la derrota.

De carácter atrevido e insistente, “no le iba nada mal con las mujeres, a la cuarta ginebra sus pasos se volvían firmes y su cara dócil y atractiva… (aquí hay un estereotipo, se me ocurre, del boxeador que cae, inevitablemente, en el alcoholismo y la vida fácil), se abalanzaba confiado sobre la más preciosa y delicada, o se acercaba a la más puta y distraída, que en esos ámbitos solía ser la misma mujer”.

Esa suerte de ganador, sin embargo, se le termina cuando “insultó con ferocidad casi repulsiva a un narco que estaba ejerciendo de filántropo y a quien medio mundo le debía favores”. Además, quizá “esa fue la primera fiesta en la que no ganó la atención de ninguna mujer y andaba medio torcido, y por lo tanto ansioso y propenso al desacato”. Tras el conato violento, frustrado por los guardaespaldas que se encargaron “de neutralizarlo con oportuna inmediatez”, “toda posibilidad de concretar pelea alguna desapareció de un modo tan repentino como predecible” (me hizo recordar el cuento El Batallador, de Hemingway, que cuenta, justamente, desde la caída en desgracia de un boxeador —aunque en su caso debido a que no accedió a que la pelea fuera arreglada—). Y después, dice, “impulsado a desvivirse buscando alternativas para mantenerse en pie, fue dejándose moldear por su alcoholismo latente, abusando más que nada de la ginebra”.

La otra cara de la desgracia
Pero claro, la cara de la desgracia (tomando prestada la expresión de Onetti, cuyo desánimo existencial prevalece en toda la obra) se seguirá presentando, puntual: “se estaba muriendo de a poco” (la abuela), y acá lo inexorable de las bajas defensas, las manchas en la piel y las llagas en el cuerpo. Ahora bien, al tomar conciencia de que ellos son sus abuelos, entendemos que Coronel Odizzio deberá referirnos a sus padres (aunque sea de pasada, para contextualizar, y eventualmente establecer responsabilidades de sus acciones) y que culminarán en él (el narrador, el nieto). Por esa costumbre mía de adelantarme a lo que vendrá, supongo entonces que, o bien él seguirá de modo similar los pasos del abuelo, o bien será diametralmente opuesto su camino (aunque hay varias variantes más, todas subjetivas), pero en definitiva también su vida perderá pie hasta llegar la locura, el olvido o la muerte. En todo caso depende del hijo o hija de sus abuelos (aún no sabemos qué será). De todas formas, el hecho es que la enfermedad de la abuela no tiene arreglo, y “el abuelo comenzó a descargar furia y asco sobre su esposa, y todavía más cuando supo que estaba embarazada, ignorando por completo las palabras que, desesperadas, intentaban afirmar en vano que una vez que naciera el niño, todo mejoraría”. Es obvio que nos habla desde el momento en que el ahora abuelo todavía no lo era, y más precisamente después que conociera a la entonces muchacha y llevado por un ímpetu desconocido, “como despidiéndose a la fuerza de su desolación individual” todo se transformó en noviazgo y luego en casamiento. La verdad se desnudará, implacable: “estaba crónica y perdidamenteenferma”. Además, “avalado por la culpa, que junto a la enfermedad, corroía a la abuela y a la criatura que le crecía adentro, el abuelo volvía a ser el indomable bicho nocivo y autodestructivo de antes”, aunque esa culpa debemos entenderla sobre él mismo, como si hubiera dejado la guardia baja y la fatalidad le hubiese golpeado en lo más hondo de su propio yo.

Pero también, para la mayor comprensión de toda la dimensión del conflicto presente, en un solo párrafo nos muestra la condición social, económica y afectiva de los padres de la que será abuela (y por contraste la suya propia), y nos lo hará sin ninguna concesión: “Los padres de mi abuela (nótese que siempre es él, el nieto, quien narra, y lo hace desde su perspectiva, trasladando lo que sabe bajo un manto de aparente objetividad, como si no intervinieran sus sentimientos) le enviaban dinero para los remedios, tratamientos y gastos de cualquier tipo; además de haberle estado pagándole por años una linda casa y una serie de intentos frustrados de inserción en diversas profesiones. Y ahora que sabían del embarazo, le hacían llegar más plata aún. Eran casi dueños de todo el ancho norte del país. Habían logrado construir un patrimonio inestable y ramificado, enfrentando cada crisis con la lógica fría y el temple proyectista del latifundista especulador que arriesga lo peor que posee antes del estallido oficial de la debacle económica. Desde que se hicieron padres y durante el ejercicio filial, al descubrir que tenían una hija enferma, eligieron el error común de hacer de ello un problema propio y de alimentar cualquier capricho de la niña, y luego dela adolescente y ahora de la adulta” (pág. 20-21). De esto se desprende que mientras la clase alta (rural) es indolente y cree que todo se soluciona con dinero, y nada más que esto le importa, para la clase que está en el otro extremo del escalafón social no hay nada que la pueda salvar, ni siquiera el dinero. Para los que están en el medio, suponemos los delirios de grandeza chocando diariamente con el terror del descenso social como amenaza permanente y la posibilidad humillante de arrastrarse por el piso para intentar mantenerse a flote y evitar la miseria.

El abuelo, entonces, “entre medio de la resurrección de su antigua y definitiva forma de ser”, comienza a trabajar en una carpintería “con el fin de esquivar sus responsabilidades con la enferma, y con el dinero que ganaba se instalaba diariamente en el bar del Ruso, el infalible, eterno y tremendo Ruso. De ahí no salía hasta anestesiarse”. Este es uno de los ambientes principales en toda esta primera parte, ya que todos los relatos transcurren en torno a ese bar, es decir, con personajes que aparecen y desaparecen en el bar del Ruso, y es, a la vez, el punto de unión de todas las historias, el mínimo común denominador, como se dice en términos matemáticos.

Por supuesto que el abuelo “mantuvo delante de sus suegros una representación engañosa de sí mismo”, en atención “a sacar algo a favor de su gran error”, el de haberse involucrado “con una mujer patética y enferma” que nunca quiso de verdad, como instrumento para forzar un cambio, para limpiarse y ser otro, nuevo. Se vuelve cínico, sólo pensando en salvarse él mismo, desinteresándose a su vez del resto, insensibilizándose. Pero, “durante la cena, mi abuela muchas veces tosía hasta hacer arcadas y escupir sangre, y quedaba suspendida en una mirada vidriosa luego de pegar un grito de dolor. Entonces, mi abuelo le traía su medicina, mientras la madre de mi abuela comenzaba a llorar y su esposo la consolaba” (pág. 22). Lo grave de esa enfermedad, y la atención que él prodigaba, de alguna manera lo elevaban en la consideración de sus suegros, pero a decir verdad después que se iban y la abuela se quedaba dormida, salía corriendo a lo del Ruso, y buscaba allí, “inmediato y abierto, el cuerpo de una mujer dispuesta a escuchar su verborragia ególatra y borracha entre manoseos”.

Y claro, “fue necesario colocar a mi padre en una incubadora cuando nació. Resultó débil, flaco, casi predecible en su fragilidad”. Además, cuando llegó el momento del nacimiento, los suegros “suspendieron toda actividad y se dispusieron a viajar (“durante semanas habían tratado de contagiarle su euforia hasta al último infeliz de la estancia”, y esto demuestra que no eran muy queridos que digamos). “Luego de tres días en el hospital le dieron de alta a papá y a mi abuela, quien había resultado castigada por un parto doloroso que no hizo más que sentenciar los siguientes meses como lo peor de su enfermedad” (pág. 24), y aquí la noción de castigo, aplicado a la abuela, es no sólo por haber mentido al principio sobre su enfermedad, sino a que ésta se revelara cuando el propio embarazo, porque la enfermedad, es casi seguro que será así —y disculpen que me entrometa en supuestos más o menos obvios—se transferirá al nuevo ser. Y la abuela se muere, dejando al niño, de cinco meses, al cuidado del padre, su abuelo. “Mi abuelo dio un discurso socado (llenado, rellenado, apretujado) por un tono grave y acongojado gracias a unos agolpados tragos previos de ginebra que curaban una resaca de vino. En ese turbio estado expuso su tristeza, que tal vez fuera verdadera, pero no se iba a permitir indagarlo. Sus suegros lloraron. Desde la muerte de su hija, venían tragando dóciles las borracheras del abuelo. Las justificaban diciéndose que quizá fueran necesarias para enfrentar semejante tragedia” (pero “sus padres, cuando murió, compartieron en silencio la pérdida de una hija a la que ambos, en secreto, siempre menospreciaron”).

Sin embargo, está la herencia como un premio no merecido pero que se acepta, sin más remedio, para que no todo sea pérdida: “Una casa amplia y robusta (esa amplitud y robustez que representa la solidez económica) en una parcela en un pueblo del norte, una decente pensión de por vida y una camioneta”, aunque “si bien al principio lo amargó la idea de tenerlos cerca, enseguida se imaginó sentado, tomando solo bajo un porche prolijo (se engañó bastante al recrear en su cabeza un gimnasio y emprendiendo una carrera de entrenador), con los pies estirados apoyados en un taburete, acompañado quizá por un perro atento y obediente, mientras al niño se lo criaban los viejos. Nunca imaginó que ellos solo se encargaron de asistirlo en la crianza de mi padre al principio, los primeros tres o cuatros años…”.

¿Por qué el sentimiento de abandono, y sobre todo la culpa, quizá hereditaria? “Mi padre aprendió a sentirse culpable a partir del día en que mi abuelo, para domar algunas de sus insolencias y caprichos infantiles, le mintió diciéndole que su madre había muerto a causa de un derrame cerebral provocado por toda la fuerza que tuvo que hacer para parirlo. El niño, además, de padecer la culpa, sufría porque no podía evitar ser para su padre una molestia, debido a la atención que demandaba por su frágil salud que comenzaba a imitar a la de madre” (pág. 26). Entrará, el abuelo, en una plúmbea (aburrida) rutina.

Cada tanto, Coronel Odizzio vuelve al presente, aunque sea de manera fugaz, y registra el declive pronunciado del abuelo: “Ya no lo veo tan dócil e hiperactivo a Mejía. Camina cabizbajo y se aleja…”. Cuando habla de él como Mejía es como si pusiera una voz objetiva, desapasionada y fría para comentar sus actitudes, pero cuando habla de su abuelo es todo lo contrario, explica y trata de explicarse (y explicarnos) su conducta, de modo subjetivo, interesado. Y a menudo incluye sus propios sentimientos.

La desgracia, y el “carácter enfermizo”, ya lo dijimos, lo persigue (y lo perseguirá eternamente): “una mañana gélida mi abuelo se levantó de su cama tras un sueño profundo y reparador, y detrás del humo del primer cigarrillo del día, al entrar al baño, vio sangre y pus en el piso”. Es el comienzo de la enfermedad en su hijo, es decir el padre de nuestro narrador. Y dice más: “pensó que quizá podría ignorar el evento y desaparecer unas horas, y luego volver para encontrarlo en un grave estado de deterioro que exigiese una muerte larga y vigilada en el hospital (o sea que él no tuviera que hacerse cargo). Pero no fue capaz; sintió que de ejecutar aquel desentendimiento horrendo, tendría que arrancarse el corazón del pecho… entonces lo tomó fuerte del brazo y lo llevó a la clínica a hacerlo ver por el médico” (pág.28), es la autocompasión con el último resto de humanitarismo que le queda. Y un mes después cumplirá dieciséis años y por ese motivo el abuelo lo invita a cenar cordero asado y vino, y posteriormente ir a la kermés del liceo donde comprueba que, incluso antes de pensarlo (como si fuera un elemento hereditario que le viene del costado paterno), ya está bailando con una muchacha. Dice: “más que invitarla, la tomó por la cintura como si fuera suya, sin avisar”, y luego: “por momentos paraban a tomar cerveza y hablaban; un vigor ajeno lo manipulaba, ya que las palabras galantes y osadas que le acercaba aun oído parecían pensadas con aguda antelación, cuando en realidad salían de su boca antes de que él pudiera organizarlas en su mente, aunque entre tanto decibel y quizá porque ella ya estaba borracha, no se entendía muy bien lo que le decía, pero poco importaba eso, disfrutaban del cosquilleo eufórico y desapegado de la situación”. Es claro que lo que le sucede al abuelo y al padre parece casi calcado, como si uno (el padre) fuera la imagen reflejada en el espejo. Lo que, trasladándose al nieto, opera como un ambiguo sentimiento de identidad propia y el inmovilismo del pensar de que todo va a resultar de igual modo que antes y por lo tanto no hay nada que hacer.

Como un soplo de algún dios errante
Y es cierto, la muchacha casualmente está sola en su casa, a la que lo invita, y de allí en adelante será su madre, como si una persona sólo necesitara una ocasión casual, un pequeño evento que escape a la rutina, un como soplo de dios, para ser concebida. Dice, en una descripción del erotismo carnal (pero que suena extraña porque el que cuenta es el que fue concebido en esa ocasión, y parece regodearse, acaso con lujuria, en la imagen): “…no parecía él, era como si hubiese venido de otro mundo su yo fuerte, intrépido, sano y atrevido, y pensara quedarse un rato hasta irse y dejarlo otra vez vacío. Las piernas de mi madre abiertas colgaban del aire, y papá entraba y salía desaforado. Tras culminar, un cosquilleo liviano los hundía en calma, mientras afuera de la casa, bien arriba, una cúpula de cielo, limpia y fría, protegía todo con indiferencia”, es decir, como si todo lo demás no tuviera demasiada importancia. Pero, “cuando papá se enteró que mamá estaba embarazada y se lo dijo a mi abuelo, él bajó un gran buche de tinto y se limitó a hacer silencio y a sacarle la mirada para distraerla en la estufa” (pág. 31). A hacer tiempo para pensar la respuesta.

Y he aquí lo fundamental, oculto casi al pasar: “porque antes de crecer e irme a vivir con el abuelo y de que él me hiciera recorrer de forma desordenada, mentirosa e incompleta su vida; antes de fomentar el ocio imaginándome partes de la vida de mi ascendencia; antes de matarme una parte del cerebro por la ansiosa y equivocada obsesión de narrar; antes de conocer al gordo, confinado y viejo Mejía, yo, tenía que nacer” (pág. 31-32), y en esto hay, nuevamente, una sombra (una larga sombra) de culpa, pero también que, finalmente, ese Mejía y el abuelo no son la misma persona, aunque estén en la misma casona, hogar de ancianos, clínica u hospital psiquiátrico. Y el padre, entonces, que tendrá el mismo mal que la abuela, no puede hacerse cargo de él. La madre, como todos los personajes femeninos de la historia, tendrá una opinión marginal (y desechable).

Ocasionalmente, Coronel Odizzio se echa un párrafo en letra cursiva. Habíamos notado que en un principio parecían ser palabras del abuelo, luego de Mejía, y ahora, en las páginas 32 y 33 toma forma de una carta mental, pensada por el nieto y dirigida al abuelo. Hay cierta confusión entre esos personajes (ya lo habíamos dicho y lo reafirmamos, o a mí me lo parece, ya que tenemos que descartar que el autor no sepa, exactamente, lo que está haciendo), es decir si son el abuelo, el padre y el nieto y Mejía, o si este último es uno de ellos. Dejaré en suspenso la elucidación de este asunto porque, como en la vida real, hay algunos misterios que sólo el tiempo nos podrá aclarar —es decir ciertas informaciones ocultas que salen a la luz—. Si sirve de algo, la palabra indiferencia (que es el carácter o la característica predominante del abuelo desde que dejó de boxear) se repite una y otra vez, quizá para indicarnos que nada es tan importante o que, por el contrario, todo es importante, hasta el más miserable detalle. Porque en una novela (si a esto podemos llamarlo de novela breve si sumamos las 65 páginas de la primera parte y vemos cada relato como un aspecto, e incluso un eslabón, de una misma cosa que se refuerza, como ya dijimos, con otras informaciones que dan algún detalle suelto en los relatos de la segunda parte) todo lo que está dentro de ella, es lo que es, lo que existe. Lo demás son suposiciones e intríngulis.

Caigo en la cuenta, de pronto, que Mejía está enfermo (¿cabe la posibilidad de que sea el padre del narrador?), y que esa casona es una especie de hospital pero no únicamente psiquiátrico, a menos que se trate de un hogar de ancianos cuyas enfermedades culminan por afectar, también, la mente de los internos. Es así que el narrador dice que dejará que sus ojos “se muevan recorriendo los rostros de los otros enfermos que, con sus miradas perdidas, parecen contagiarle frío al lugar mientras esperan digerir conjuntamente con el guiso, las pastillas que antes del postre les hará tragar la enfermera” (pág.33). Y hablará de ellos, como si él (el narrador) esté por fuera del asunto, como si estuviera de visita: “Ellos las dejarán rodar por su(s) garganta(s) (las pastillas) adiestrados por el ritual que bien saben solo retrasa el desarrollo de su deterioro anímico que los excluye del afuera”. Ellos y nosotros, adentro y afuera, vivos y muertos.

Y sin embargo él también está allí, como si fuera uno más de los internados: “Humea el plato frente a mi cara. Juego con la cuchara, levanto y dejo caer en el plato la deliciosa comida que esta noche prefiero ver cómo se enfría. Por primera vez desde que estoy aquí dentro no percibo la presencia del abuelo. Sé que se fue, comprendo su ausencia”. En eso se arma el revuelo y se escucha “el griterío ansioso de la masa de enfermeras, doctores y personal de limpieza que se encuentra distribuido por el resto de la clínica”. Y con el suicidio de Mejía, comenzará a cumplir la promesa “que me hice y no pude llegar a hacérsela a él: contar su historia, tratando de no enchastrarla con la de mi abuelo”. Y nos dice el plan completo: “Incluiré mis fantasías y obsesiones, llenaré espacios y dejaré que entre algún personaje de mi cabeza. Lo haré todo para que se sepa al menos un pedazo de la historia de mi gordo y viejo Mejía”.

Es verdad, no está bien visto (aunque esto sea relativo) que el autor, el escritor, o el narrador, cuente sobre qué es lo que va a contar. Para eso simplemente lo cuenta y punto, pero es un recurso estilístico y, como todos, válido. A nosotros nos da la pauta para saber que Mejía no es el abuelo, y que el abuelo simplemente ha sido el “puente” para cruzar el río hasta llegar al “gordo y viejo Mejía”, que, séalo o no, cumple el papel del verdadero padre.

Oxidación o Mejía el herrumbroso
No hay nada que hacerle, la mente establece conexiones, que se disparan raudamente. Pensé en Fontanarrosa y “Boogie, el aceitoso”, pero más que nada por el título de este relato, porque en este caso Mejía no es un mercenario dispuesto a todo, aunque… pensándolo bien, algo de eso tiene. Mejía, ya lo dijimos, o nos pareció que lo dijimos, había sido boxeador. Según “algún viejo de ojo avispado”, aunque exagere un poco, le vio cualidades de tres de los mejores boxeadores: Sugar Ray Robinson, La Motta y Mike Tyson. “Algunas veces se dijo que sus golpes podían hacer torcer la luz del sol, haciendo retroceder todo hasta el amanecer”, aunque nos aclara Coronel Odizzio (o el narrador, que a veces se mimetiza en él) que esto “apenas se sostiene como rumor delirante”. Y efectivamente, el discurso parece delirar. Las expresiones que utiliza son claramente pugilísticas, para resaltar el lenguaje del ambiente boxístico.

Empezó a los quince años, con un “despliegue nato de su ritmo feroz, compacto e impredecible”. Pero su conducta es irreverente, cuando les insinuaba a que le pegaran, llegando a imaginarse “que se romperían la mano” al intentarlo. Pero claro, nada brilla tanto como el sol: un día perdió, fue derrotado y enviado al hospital, donde le pondrían una prótesis en la nariz. Y aquí vuelve la desgracia a cumplir su papel: “supo que nunca podría llegar a acostumbrarse a ese pedazo ajeno y artificial que le habían metido en el centro de su cara” (pág. 37). Además, tiene una costilla rota. Esa es la marca de su desgracia, hay otros que la llevan internamente y no se ve, no se nota, pero está allí presente y actúa cuando menos se lo piensa. También aquí hay un dejo onettiano en la forma y en el contenido.

Pero a pesar de estar medio muerto (metafóricamente), apaleado por el contrincante de turno, observa, con detenimiento (y cierto deleite no demasiado manifiesto), “el bamboleo de sus caderas y un culo apretado debajo del uniforme” de la enfermera. Es decir, con mirada lasciva y “con ojos de dueño, como miraba a las putas plastificadas y huecas que frecuentaba luego de cada pelea”. Pero claro, a toda acción corresponderá una reacción, y esta será despiadada: “la enfermera —dice el narrador— que notó esos ojos clavados en su cuerpo, al mostrar su perfil casi saliendo, lo miró como se mira a un perro recién castrado” (por cierto, ¿cómo se mira a un perro recién castrado? ¿Con horror? ¿Con lástima?). Sea como sea, es fácil darse cuenta que la enfermera sabía, perfectamente, que ese hombre ya no servía para nada (por lo menos por el momento).

El entrenador es el Rengo Nacho, “un veterano del oficio, de petiso porte y prominente pelada, que también tiene su historia ligada al boxeo, ya que había sido boxeador. Diez años antes, en un “febrero horrendo y largo… perdió tres peleas seguidas por nocaut y terminó por lesionarse la cadera” (pero antes de esohabía tenido un accidente que lo había lastimado mucho “en lo emotivo”). De allí, de esa lesión, le nace la renguera. Luego sólo le quedó el retiro y el último recurso del boliche del Ruso, que es donde ve al Mejía chico, Gustavito (es decir el padre en esa sucesión abuelo-el hijo de él-y el nieto, donde todo empieza, y termina, por el abuelo, que sería el Mejía primero). Este Gustavito ya va al gimnasio de box y el Rengo lo descubre, por pura casualidad, y observa que “casi siempre se movía con la guardia baja, desafiando uno de los axiomas de la ortodoxia, y manejaba el espacio a sus espaldas como adivinándolo certero”. Y de allí decidirá ser su entrenador. Por cierto, “el Ruso y su bar (ese otro ambiente, así descrito, donde ocurren las cosas que se cuentan aquí), esa cosa entera, casi sin quererlo, ha sido siempre como un manto que arropa como puede a una serie casi infinita de infelices, desencajados, crueles y hastiados de todo tipo y color a lo largo del tiempo, y a veces, se permite incluir bajo esa protección, a alguno que nace pidiendo ser pulido para lloverle genialidad triste al mundo” (pág. 43). Sobre ese tipo de gente es que escribirá Coronel Odizzio en este libro.

Pero la licenciosa vida de Mejía le depara un desgraciado acontecimiento (que por otra parte lo pinta por entero). Semanas antes de esa pelea fatal, se enfurece con una prostituta, por absurdo celo, una prostituta “de la que había empezado a enamorarse”, y le pega repetidas veces, poseído, y termina matándola. Luego se sube a su auto, maneja durante una hora hasta detenerse en un estacionamiento, “una explanada a medio construir que formaba parte del nuevo plan de urbanización que estaban implementando en el pueblo”. Desde allí llamará a su doctor y este acudirá al lugar. “Con las manos tiesas apretando el volante, cerró los ojos y comenzó a desenredar el reciente suceso en la cabeza. Lo percibió como un frenesí agresivo que parecía haber llegado de otro lugar, un lugar tan adentro suyo que olía a entraña. Se bajó irradiando demencia palpable” (pág. 40). Suena extraña la última frase, ese “irradiando”, por más que se entienda lo que quiere decir.

Aquí, el autor va hacia atrás y hacia adelante en la historia, donde la cama del hospital y la derrota en el ring parecen ser los jalones principales de la desventura.

Ante el doctor, “Mejía no tenía palabras, dejaba rodar lágrimas ásperas por su cara”, pero reconoce, en su fuero íntimo, que “esa idea asesina lo había golpeado ni bien supo que su Lorena se le iba, pero logró amansarla por un día o dos, hasta que no lo soportó y se dejó llevar desbocado por el empuje ciego de despedazar algo que quería” (pág.44). Ese “su Lorena”, con sentido de propiedad, nos da la clave (“la maté porque era mía”, aunque en este caso sea una prostituta).

El doctor, otro de esos personajes ambivalentes, que también sucumbirá a la desgracia, aunque primero será un total desdichado, con mucha paciencia para ese tipo de situaciones, era “un viejo sesentón, gordo, alto, pelirrojo, y condenado a reventar solo y vacío, con un gesto paternal incrustado en la cara para siempre”. Su hijo muere por sobredosis “de antidepresivos (que encuentra) en la mesa”, con “la curiosidad del niño, el niño muerto, él llegando tarde a la casa, ya nada que hacer”. Y cerrando circuitos, sabremos que es el Rengo Nacho quien se lo presenta, porque “pensaba que era necesario que Mejía viera a un psiquiatra para manejar sus repentinos despliegues de violencia fuera del ring, y sus ocasionales ataques de angustia a mitad de la noche”, y aquí nos enteramos de los conflictos que aquejan al Mejía chico. A su vez, “el doctor lo escuchaba como nadie, y evitaba a toda costa recetarle psicofármacos, ya que predecía, tal vez equivocado, que eso contribuiría a un desorden mayor en la psiquis propensa de quien él con confianza llamaba Gustavito. Pero el doctor estaba ciego, y equivocaba con cariño paternal enfermizo su profesionalismo. La muerte de su hijo había dejado un hueco enorme en el que justo parecía entrar Mejía”. Queda en evidencia,una vez más, que a todos los personajes (tanto los principales como los secundarios) les va de mal en peor y que son enfermos, inestables emocionalmente. Logran algo en su vida y después se dedican, de forma tenaz, a dejarse ir por el declive pronunciado de la autoaniquilación.

Y es el doctor, por una u otra razón (es decir, porque es su paciente, o porque Mejía le llena la falta del hijo o la posibilidad de lavar su “culpa” por su muerte), que hará los arreglos necesarios para que él zafe del homicidio y, de paso, incriminará al representante que se había ennoviado con Lorena, la muerta. “Nunca supo si la idea del doctor dio resultado, lo cierto es que a Mejía jamás lo increpó la policía y el doctor no lo llamó más. Se fue recomponiendo o aparentando que se recomponía de aquel desatino que mató a su Lorena, tratando de concentrarse para llegar bien parado y hacer lo de siempre en la pelea que se le venía. Pero ya no volvería a ser el mismo. Por el resto de su vida iba a seguir torturado y torcido por haberle arrancado la vida a esa mujer, que él quiso y mucho” (pág.46).

El Rengo, por otra parte, “había decidido no tocarla nunca más (a la esposa del Mejía chico, cosa que éste sospechaba, por lo cual las historias entrecruzan adulterios y simulaciones), y con esa decisión firme, ya era suficiente para que su amigo se lo perdonara, no hacía falta confesión alguna”.

Me quedé preguntando: ¿por qué herrumbroso es el adjetivo para este Mejía? Fui buscando conceptos: la herrumbre se produce por la oxigenación, por lo tanto Mejía, al quedar a la intemperie (sin padrinos y sin objetivos vitales) se oxida; y también el color que puede llegar a ser similar al de la sangre, o quizá, que cuando algo está deteriorado, en mal estado, corrupto, se dice que está corroído o herrumbrado. También puede quedar como un sabor, como un mal sabor. De todas maneras, en el final, un soplo de poesía nos refresca de tanto mal olor: “…Afuera, el cielo turbio ya había engullido al sol redondo y fugaz, y amenazaba con lloverse a pedazos”.

El centro de la atención
En el siguiente relato (o capítulo), llamado “El hombre del Gregson´s” (Gregson es la marca de un wiski uruguayo), nos daremos cuenta que, nuevamente, es el bar del Ruso el punto en común que une todas las historias de los personajes. En ese sentido, el boliche es el centro, y todo lo demás gira a su alrededor, como en ondas concéntricas. Allí irán los frustrados de la vida y se convertirán en una sombra más sobre el fondo del local, allí junto a la vieja rocola.

En este caso, se trata de un hombre que vive solo, en el campo pero cerca de la ciudad o pueblo donde se desarrollan los acontecimientos, y se arranca de la soledad de su cuarto y va al bar del Ruso. Allí será testigo involuntario de uno de los hechos (la paliza del boxeador a un joven que jugaba a las cartas —luego el joven morirá, pero este hombre nada sabe—. Este hombre, pues, también fue boxeador, al igual que el Ruso.

Al fondo del bar está Denis, una prostituta con la que él habla. “Yo disfruto del calor de allí dentro, el no estar solo en casa por un rato me amansa un poco”, dirá este hombre que, extrañamente —y es extraño porque no sabemos la razón— parece estar juramentado en matar al Ruso. En tal sentido, dice “porque la premonición (de su muerte) se aferró en el lóbrego fondo de mis entrañas echando raíces”.

Alguno de sus comentarios nos muestra su pensamiento como una queja, al estilo de que antes se vivía mejor, o que las cosas eran claras: “…antes era más difícil, ahora pelea cualquiera, y es un asco lo locos que están con la plata…”. Y mientras el hombre toma el wiski de referencia, el bar del Ruso se ha transformado en la Posada de Mejía (¿cuál de todos?) y la muchacha que aparece por allí es su hija, Eliana, que tiene un aparente cierto retraso.

En este momento encontramos al Ruso tomando grapa y doliéndole el pecho, que, en palabras del narrador, parece “un cascote”. “El Ruso siempre había lucido inalterable ante lo que fuera que la vida le pusiera arriba, y siempre se terminaba acomodando. Pero esta vez era distinto, le parecía que estaba empezando a ser otra cosa, como si su pecho estuviera alojando asco, odio y tortura, no solo dolor” (pág.60). Mejía lava platos, vasos y cubiertos mientras “se dejó imantar por imágenes que volaban desparejas y repentinas. Las fue agrupando de a poco hasta construir un vaivén arrítmico de tiempo, espacio y sensaciones. En casi todas se repetía un ruido seco que identificó como los golpes que le metía a la bolsa cuando entrenaba de chico en el gimnasio” y, sobre todo, “…el olor a perfume de una mujer joven (que reconoció enseguida cuando se le cruzó como relámpago un charco de sangre con una flema dura en el medio)”. Y el Ruso, en su rancho, le pega al hijo (pobre, él solo quiere ayudarlo) y con eso provoca el incendio, otra desgracia que se suma a las demás.

Y antes que termine la primera parte del libro, se desencadenarán una serie de hechos desgraciados encima de las desgracias personales que les va tocando en vida. Todos los personajes que entran a la novela tienen deudas pendientes (morales y éticas), y todos cobran y son cobrados (es decir, al mismo tiempo que deudores son acreedores, o mejor dicho, empezarán como acreedores pero terminarán como deudores contumaces hasta que la muerte, y no otra cosa, los libere del dolor).

II
La cantante húngara
Juan Pablo va, religiosamente desde hace años, al bar “El Titanik” (otra vez un bar en el centro del relato). El “jamás intervenía (allí), era como si paseara a través de un túnel transparente, contemplando a los demás como si se encontraran del otro lado de un cristal”, es decir priorizando la observación, en su papel de observador(la utilización del recurso del “como si” en las oraciones comparativas condicionales, también conocidas como oraciones ejemplificativas, se da en el sentir, en la posibilidad, la casi certeza, la suposición cuasi objetiva o lo que sería bueno o necesario que sucediera). También busca nombrar de otro modo las cosas (un poco rebuscado, con algo de barroquismo): “El color de la estufa a leña se arrojaba sobre el cuerpo de…”, dando entidad al color, una entidad independiente y que se puede arrojar hacia donde quiera, con solo tener voluntad.

Y este Juan Pablo, luego de observar en detalle la composición, de objetos y personas del bar, “abría los ojos, descansa de su obsesa observación y reclinaba la cabeza al techo, arrojando una recta de humo de cigarrillo y suspirando” esto es preparándose para hacer otra cosa. Todos los viernes, por ejemplo, “la cantante Húngara se presentaba en el Titanik, y expulsaba, al cantar, melodías cargadas de melancolía chata y gris; lóbregos y abandonados paisajes de su Hungría natal; vidriosos recuerdos de amores imposibles, despechos y dramáticas peleas; y exhalaciones casi tangibles que resumían su carácter torturado y solitario” (pág. 69-70), y además “cantaba con el pelo en la cara y ligeramente encorvada, mirando al piso durante casi todo su acto”. Las especulaciones sobre su persona, y sobre todo por su pasado, da algunas informaciones entre las que se incluye “una paliza que le dio un borracho amante suyo despechado y de influencia económica y cultural en Hungría”, que “la arrancó de su país y la puso en el Titanik” (aquí se nota que el nombre del bar alude, obviamente, al trasatlántico hundido, pero también al lugar donde los parroquianos van “a hundirse” o donde terminan de hundirse).

En ese día, Juan Pablo era otro, con una “dependencia sensorial acérrima y visceral y enfermiza y crónica” por el canto de esta mujer, rubia y de ojos grandes y celestes. Cuando canta entra en una especie de éxtasis, entrecerrando los ojos y con pensamientos de cariño envolvente: “si supiera pedírselo, ella me cantaría todas las noches y yo no me cansaría de acariciar ese pelo de oro”. Pensaba que ambos “podrían enfermarse de amor para siempre”.

Sin embargo, Juan Pablo no se atreve a acercarse a su mesa mientras ella come y bebe vino una vez terminada la función. Y no se atreve porque temía que se perdiera “aquel encanto sensorial” al hablarle, y todo lo que le provoca desapareciera, se esfumara como un espejismo o una ilusión óptica. Es el “ideal de la relación amorosa infinita”, junto a la fascinación “por el talento de la cantante”, que bien se pueden convertir en excusas “que protegían una insaciable obsesión”. Una insaciable obsesión que se alimenta viernes a viernes.

Pero, ¿qué puede pasar, sino una desgracia, si la cantante no va un viernes determinado? ¿Si todo el tinglado construido queda como un espacio hueco, solitario, ausente?

“Para Juan Pablo la noticia tuvo magnitud de derrumbe, de avalancha, de un recio y súbito despojo, análogo a la ausencia repentina de suelo que anuncia la aparición de vacío, de carencia de sostén. Preso de la inacción y empezando a torturarse, se atragantó con cerveza y cigarrillos obligándose a conformarse con las melodías de un tango que ahora se paseaban por el bar” (pág. 72). Pero al quinto viernes, la cantante seguía sin aparecer, y Juan Pablo “se esforzaba en interpretar, analizar y destripar el motivo de la ausencia de aquella mujer, y empezaba a crecerle adentro la fijación de querer saber dónde encontrarla”. El dueño del bar reconoce que sólo recibió una llamada de ella, en donde le avisa “que no se sentía del todo bien, que estaba enredada en algunas complicaciones y que no podía comprometerse en seguir yendo por un tiempo”, y encima no sabe dónde vive (en este caso el enigma sobre su procedencia y su domicilio, más el encanto y misterio de su voz, es el conflicto que se plantea en el relato, un conflicto en torno a los propios sentimientos del personaje en relación a lo que planteábamos sobre la cantante).

Tras el intento infructuoso de buscar alguna información, nuestro personaje deja de ir al bar: “se pasaba encerrado en su casa, sin bañarse, sin limpiar ni ordenar, rodeado por el zumbido de las moscas, solo entregado a la mugre creciente y nauseabunda que inundaba su apartamento, e imaginando todos los escenarios posibles que justificaban la ausencia…”, enredándose en “asediantes suposiciones” y convirtiéndose en enfermo, “insomne, roto y vacío”, identificándose como patético. El rabioso impulso de limpieza, únicamente le provoca una breve pero potente crisis de vómitos y diarrea. Afuera, donde el mundo seguía su curso (en contradicción con la detención del mismo que se opera adentro), “el sol se escondía dejando una pátina rojiza perdiéndose en el cielo que se oscurecía”.

Pero un viernes la cantante vuelve y él también, llevado por la nostalgia o algún secreto registro de las cosas. Sin embargo, “el barco no lo recibió como de costumbre”, “parecía un ambiente ofendido por su ausencia”. El bar ha cambiado, porque los asistentes son otros, “entre la masa apretada de gente”, se destacan: “una mujer robusta y maquillada en exceso (que) pedía una ginebra; un hombre ojeroso, flaco y tambaleante (que) insultaba gente y buscaba pelea, arriesgándose a ser expulsado del lugar en cualquier momento; un enano travesti recién llegado (que) se acuclillaba sobre la estufa frotando las manos”. Son otros los parroquianos, que evidencian el declive, el descenso al infierno. Del mismo modo, “cuando la húngara abrió la boca, el sonido de su voz le llegó a él como un ruido indiferente, como el que hacen los autos al andar sobre la ruta, un ruido ni molesto ni placentero” (pág. 73), un ruido chato, que ya no atrapa ni encanta.

Se había convertido, Juan Pablo, entonces, en un ser en el que “adentro de él todo estaba muerto y estéril”. De esa forma arremeterá con furia contra sus propios fantasmas, hasta aniquilarlos.

Los enanos asesinos de la playa
En esta narración (relato o cuento), el escenario es el cuarto de “un hotelcito de ruta en el que (el personaje) trabajaba moldeado por una apatía paralizante”. Por lo tanto, los muebles adquieren una vida propia y construyen el vacío de ese ambiente. El hotel, se nos informa, no había tenido ninguna consulta ni reservas, a pesar que se encontraba en un lugar privilegiado, frente al mar y al lado de una plantación de olivos. De ese modo el dueño aprovecha para hacer reformas y de recepcionista el personaje principal (que aparece siempre en trance) pasa a ser el sereno y realiza “tareas básicas de mantenimiento”. “En esa ruta (se nos informa), no muy lejos del hotel, había un circo que esclavizaba enanos, exprimiéndolos con amenazas y torturas físicas y psicológicas, para ponerlos en situaciones ridículas y absurdas con el fin de entretener al público”, donde, según él, esos enanos eran explotados de forma cruel.

Uno de los obreros (el pelirrojo Urrutia, que trabaja acondicionando el cuarto con el número 103) baja y comienza “a impartir uno de sus monólogos insoportables”, donde le explica cosas que van desde “cómo funciona una losa radiante hasta la verdadera razón de ser de los impuestos y las crisis inventadas falsamente justificadas por el alza del dólar o la inestabilidad del sector inmobiliario”. Además, “detrás del mobiliario, mientras el otro seguía y seguía hablando, él le dejaba su cara de interés fingido metida en una cabeza que asentía ocasional” (aquí hay algo que podríamos llamar plasticidad de la imagen, que tiene algo que ver con eso que hablábamos sobre nombrar las cosas de otro modo, pero también el dar una sensación de irrealidad, como si las cosas sucedieran en dos planos distintos, en el mismo lugar pero en dos tiempos diferentes). “Por primera vez —dirá, y por esta ocasión escapa al calor del pueblo o a las chimeneas encendidas— nevaba en el olivar, contrariando los dictámenes climáticos de esa zona”. Y aunque la nevada es abundante sólo se da en “secciones aleatorias del llano” (aunque no explica el porqué). Esa nieve, sin embargo, es de forma mental, él sigue del otro lado del mostrador y en la mente va caminando entre la nieve, que aparece y desaparece, y piensa incluso “en que el ambiente y su clima estaba siendo manipulado por una entidad suprema de otro planeta” (lo que parece ser un pensamiento esquizoide). Y cuando “abrió los ojos… cayó sentado tras el mostrador, sobre la última frase del monólogo de Urrutia”, lo cual nos lleva a pensar que efectivamente hay dos mundos paralelos.

Sus pensamientos van y vienen. Supondrá que el operario, el ayudante de Urrutia, “pensaría en algunas frases de su jefe (el colorado), las maceraría sumiso y agradecido”, y acostumbrado a los discursos “que le eran arrojados como granizo, todos los días”, “sentía que aprendía algo nuevo cada vez”.

La figuración mental se corporiza en la narración, de alguna manera, y adquiere proporción de realidad, sin serlo. Sobre todo la imagen —y la imagen de la acción homicida— de los enanos matando a un pescador. “Los enanos asesinos de la playa ejercían una presión casi tétrica en el pecho del recepcionista cuando le mostraban, orgullosos, el cadáver del pescador mal dibujado”, porque está la playa, gris, y están los movimientos atropellados de los enanos de circo, dispuestos a hacer reír al público (nosotros), haciendo piruetas y otras cosas grotescas (muecas graciosas y ridículas). El recepcionista ve que “el paisaje comenzaba a ponerse turbio y a temblar como si estuviese transformándose en otra cosa, y las risas de los enanos retumbaban en su cabeza. Entonces el paisaje aquel empezó a vomitar a los enanos sobre el lobby del hotel” (pág. 80), y los vomita como hologramas “difusos e intermitentes” (lo que le da al texto un carácter surrealista). El carácter fantástico, ese extrañamiento del que hablaba Cortázar (“Yo vi siempre el mundo de una manera distinta, sentí siempre, que entre dos cosas que parecen perfectamente delimitadas y separadas, hay intersticios por los cuales, para mí al menos, pasaba, se colaba, un elemento, que no podía explicarse con leyes, que no podía explicarse con lógica, que no podía explicarse con la inteligencia razonante”, como dijo en una conferencia dictada en la Universidad Católica Andrés Bello de Venezuela en 1982 a propósito de El sentimiento de lo fantástico), es lo que sucede aquí. Los hechos no se pueden explicar, y en la medida que no se explican es entonces que son hechos fantásticos. Si se explicaran por leyes naturales o designios divinos, entrarían dentro de lo extraño o lo maravilloso. Y tanto se muestran esos elementos, que quedan definidos así: “Detrás de unos ojos reflexivos, rigurosos, distantes y subrayados por oscuras ojeras, y como si les lloviera culpa y miedo enchumbándoles el pecho, parecían procesar con gravedad su primer homicidio” (de donde se infiere que habrá o puede haber otros), pero siempre sin dar ninguna explicación sobre el mismo. Para que esa ensoñación se desvanezca, basta el ruido de Urrutia bajando la escalera: “los enanos dejaron tan solo sus contornos flotando en el aire hasta desvanecerse”. Ha vuelto la normalidad.

Una vez solo, las visiones volverán: “En el jardín interior, que se encontraba fuera de su vista, la tierra se secaba y se mojaba y se volvía a secar, todo con una rapidez absurda, ya que no paraba de llover, como si el tiempo de la superficie de esa tierra fuera otro distinto al de las gotas de lluvia, gordas y heladas. La semipenumbra quieta levitaba en el entorno”, donde al ambiente mágico se le agrega lo terrorífico, volviéndolo el sueño o el delirio de alguien (del personaje, en este caso). Además, “detrás de la frente del recepcionista, una maraña de miedo, obsesiones, paranoia y extrañeza coexistía ahora difícil con un desierto sobre el cual los enanos caminaban y lo saludaban entusiasmados cuando los evocaba en cada introspección”. Y ahora que está solo puede “sentir el olor de la soledad: es un tufo agrio que se mete agresivo por la nariz y estalla en el estómago provocando calambres. Pero si uno se acostumbra, puede ignorar los calambres y seguir inhalando soledad, anestesiando todo impulso que motive intención de compañía” (pág.81). Y es claro que vuelven los enanos detrás de las alucinaciones visuales y auditivas: “oteo ansioso y reafirmo lo que supuse de ellos al verlos intermitentes en el lobby: son dos enanos hombres y dos mujeres, los cuatro bailan desentendidos y alegres, ahora están muy bien vestidos, y en las enanas creo distinguir maquillaje”, y donde las palabras se transforman en imágenes.

Y de pronto, una radio que se enciende por sí sola (otro elemento fantástico), proyecta las siguientes palabras de un vuelo de la Discovery 3040 hacia Plutón, y en el que un instrumento cósmico-climático revela la existencia de ciertas neblinas que, tarde o temprano, podría invadir nuestra atmósfera y causar efectos irreversibles en el clima y en el ser humano (¡esto es ciencia ficción pura!). Quizá sea esto lo que perturba a nuestro recepcionista. El hecho es que los enanos se comunican con él y van diciéndole sus vidas, lo horrible de sus vidas y el odio a los “domadores de enanos”, quienes los torturan y por ello tienen pensado matar a todos ellos, y, por supuesto, necesitarán de su apoyo. También le recetan dos ansiolíticos y antidepresivos para ayudarlo en sus estados de “extrañeza y paranoia”. Otra vez la enfermedad, bordeando las costas.

Con premeditada delicadeza, Coronel Odizzio nos va deslizando pistas en medio de un cúmulo de elementos cotidianos que realizan figuras y movimientos fantásticos, para que la realidad, distorsionada, parezca factible. “En el cuarto blanco (y ahora ese cuarto ya no parece de un hotel sino el de una clínica psiquiátrica, tal vez la que inicia el libro), que seguía creciendo como un vientre, además de los muebles ya dichos, se habían desplegado lujosas alfombras y varios sillones reclinables. Una heladera enorme llena de botellas de cerveza, chorizo ruso, pan lactal y mayonesa, pegaba saltos cortos y nerviosos. Una estufa a gas se iba armando sola parte por parte rodeando, envolviendo, a una garrafa de trece kilos. Un ropero ancho y pesado rodaba en el piso por su cuenta, como un perro. El gato gordo que había sacado del trance al recepcionista con su maullido, había logrado entrar al cuarto, y ahora, flotando y panza arriba, dejaba que una botella de cerveza, que había salido de la heladera, volcara el contenido en su boca, bebía sediento, desesperado” (pág.85). El gato, cuyo maullido corta la primera alucinación de esta historia, ahora se ha integrado al juego de los enanos, y pasa a participar. Y las cosas suceden al revés: no va uno a la heladera, las cosas de la heladera vienen a uno, y así con todas las cosas.

Urrutia vuelve porque se ha olvidado de unos detalles y sube al cuarto 103, pero no hace ruido alguno. La fatalidad ya ha llegado, y el tiempo, representado en una pelotita, que retumba en la habitación contigua, rebotando “eterna, imparable, inmortal” parece esfumarse, irse, como quien dice por la bajada.

Japón ayer
El primer elemento, fantástico, tiene conexión con el cuento anterior. Una nube turbia y espesa (como la que es descubierta mediante un instrumento cósmico-climático, que revela la existencia de ciertas neblinas que, tarde o temprano, podría invadir nuestra atmósfera y causar efectos irreversibles en el clima y en el ser humano) se mueve deforme y hambrienta en Aoyama, Tokio. Es que a las afueras de Tokio han reventado en pedazos fábricas enteras de las que escapan vapores tóxicos que se transforman en un tsunami cósmico, formando (con rapidez) una serie de tornados. La expresión singular de ese hecho (tsunami cósmico) es hecha por un gallego que muere, vomitando sangre por el balcón, de una forma “muy agresiva y dolorosa”. De hecho ese tsunami arrasa todo y reduce a escombros la ciudad de Tokio y la montaña Kitedake, arrancada de cuajo, desgarrada “y lloviéndose en trozos” que vuelan y forman parte de una mole tóxica y flotante, que mezcla escombros, animales y cadáveres despedazados. Esa clasificación de cosas, con sentido acumulativo, la del gallego, será luego retomada por los científicos, y su extraño comportamiento, en la que “llegará inclusive a cesar su actividad por completo hasta desaparecer y luego resurge de la nada” con sorprendente violencia y rapidez, será cada vez más viva y caprichosa.

Tras ese inicio digno de ciencia ficción (y pienso en un escritor japonés, autor de la novela “La mujer en la arena”, Kobo Abe, quien sobrevivió a la bomba atómica quedando desfigurado para el resto de su vida, y si esa nube no la vio o la sintió, por cuanto podía ser —y era— real, aquí aumentada en tamaño y en terror; la película homónima de Hiroshi Teshigahara es bastante fiel a la novela y una excelente película, por cierto), por contraste, y al estar en las antípodas, ubicará la acción en el boliche Alianza, anclado “en un barrio de alguna ciudad uruguaya”.

De pronto se vuelve un relato “tradicional”, aunque como una segunda voz, porque una serie de parroquianos esperan, ansiosos, que esté pronta la buseca que hace Rogelio Rosi, el dueño, “acompañados de un vaso de vino y rodajas de pan casero” (buseca es el nombre dado a una especie de guiso muy común en ciertos países de América, particularmente en Uruguay y Argentina. Es originaria de Italia, de la región de la Lombardía, cuyo ingrediente principal es el mondongo, estómago de la vaca). Y digo tradicional en el imaginario uruguayo; la buseca como plato casi exclusivamente nacional, de esta parte del mundo. Muy distinto a lo que sucede en Japón, mientras tanto, con ese tsunami cósmico del que, aún no se sabe nada en el bar Alianza. Estarán personajes típicos, como el Virolo Arrascaeta, y también, en algo que parece pertenecer a la primera historia de “Climas”, un profesor de cuarenta años (que debe de estar en aquella fiesta del liceo, la kermés) ve a una muchacha de catorce años y nos cuenta que ella, según él, lo provoca con miradas que luego traduciría en cuchicheos con sus amigas. Es casi obvio lo que sucederá, con su cuota de violencia (gratuita, por otra parte, pero que sigue a la línea de respuesta y reacción de todos los personajes de todas las historias: impulsiva e irreflexivamente): “Él la mira y sabe lo que va a pasar, o mejor dicho, lo que va a hacer, quiera ella o no. En ese momento deja de ser el profesor-amigo-confidente y se vuelve bestia mecánica e imparable, agrietando el aire amistoso con un ejercicio repentino de lasciva agresividad”. Se trata del profesor de matemática y ex amauter de peso ligero (con lo que vuelve al boxeo y su mundo) Andrés “el ñata chata” Ranoni, y está también en el Alianza, esperando la aparición de la buseca, esperando su ración y suprimiendo imágenes “que le volaban frenéticas adentro”, de la violación y el después, tratando “la posibilidad de obligar en olvido” todo el asunto.

También estará Julito, quien trabaja como limpiador en un hotel tres estrellas, que vive con la madre sobreprotectora y es misógino, que estudia inglés porque el gerente le había asegurado que podría ponerlo de recepcionista (¿es el mismo recepcionista de los enanos asesinos?). Pero tenía momentos en que “comprendía que su vida era un cúmulo de recuerdos magros y monotonía agria e infinita, entonces, su cara reflejaba tal miseria y soledad incontrolable, que parecía ser capaz de contagiar a cualquiera que le convidara un vistazo, haciéndolo estallar en pedazos” (pág. 96).

Mientras tanto, por supuesto, la “mole flotante y tóxica —el desatado tsunami cósmico, como con ondas concéntricas que se van expandiendo— sigue su avance incontenible, eliminando por completo al Japón. Había adquirido, de manera temporal, la forma de un taladro y actuado como tal, penetrando en las dos Coreas. Los trozos de ambos países “eran absorbidos por el taladro junto a miembros humanos y animales reventados y fragmentos de edificios, así, todo lo que destrozaba lo consumía en el acto”. Pero, inesperadamente, “sobre China se detuvo, congelado en el aire unos minutos, y desapareció”.

Obviamente que se disparan las más fantásticas teorías entre los científicos, dándole categoría de “ser pensante y bestial extraterrestre”, por ejemplo, y todos esos restos serían enviados al planeta de donde debía venir esa mole fantástica, dando nacimiento en ese planeta a una “nueva raza híbrida de carne humana y animal terrestre con materia alienígena”. También había otros que veían en este fenómeno una vuelta al principio del universo, una vuelta a “su estado original de nada pura…”. Sin embargo, “súbito el taladro reapareció en el cielo de China, y en segundos se transformó en dos puños gigantes y comenzó a trompear asesino, destrozando al enorme país con todo lo que tenía. Luego, se vio la aparición de una boca gigante, y uno de los puños se extendió en mano abierta y empezó a arrojar todos los pedazos del país hacia la boca…”, donde los puños refiere, nuevamente, al boxeo. Posteriormente “de un tiquiñazo hizo polvo el Sudeste Asiático” y ahora se dirige a Australia, Nueva Zelanda y demás islas y países de Oceanía.

En el Alianza, todavía se seguía esperando el mondongo, la buseca, el paso del tiempo. Y para que la espera no sea tan incómoda, Julio les recita un poema (de Semónides de Amorgo, poeta yámbico y elegíaco, nacido y muerto en Isla jonia de Samos, siglos VII-VI a. C.) sobre las mujeres… es decir sobre lo “ruin” de la condición de mujer (donde a las malas mujereslas trata de híspida cerda, —lo de híspida por ásperas, duras y tiesas: sucias—, perversa zorra, perra gruñona e impulsiva, comadreja de linaje triste y ruin —y ladrona— y la última, que parece “la más sensata/ esa resulta ser la que más ofende a su marido…”, y la supondremos adúltera. Abundando sobre el tema, sabremos que Semónides de Amorgo también define a las mujeres en: quisquillosas como perros, apáticas como la tierra, veleidosas como la mar, obstinadas como los asnos, orgullosas como las yeguas de pura sangre o más feas que un mono; por el contrario, las buenas mujeres son hacendosas y melíferas como las abejas). Y a continuación del poema recitado, cuenta una historia, siniestra, desgraciada, de un torturador, psicópata vicioso, que se escapa. Sigue la misericordia: nadie tiene una miserable compasión, negra suerte. Y como Julio le recuerda el episodio de la violación, el Virolo se va a abalanzar, rabioso, sobre el cuerpo de Julito, cuando se escucha la campana salvadora: “Está pronto muchachos —dice Rogelio—, cuando quieran”. Es decir, nunca.

El tsunami cósmico se transforma en lluvia ácida, toma forma de caño y funciona como aspiradora, “con ansiosa velocidad, como una garganta gigante y sedienta”; luego se transforma en una lengua gigantesca que termina con la Antártida, da la vuelta y hace lo mismo con el Polo Norte, hace de Rusia una ola gigante “que devoró como a una pelota de mozzarella”, destroza a Europa, Africa y lo que resta de Asia desde abajo, “como una mega bomba nuclear submarina e insaciable”. Luego, “con tranquila pero severa trayectoria”, consume América del Norte y Centro América, “casi riéndose de todos los misiles que los yanquis le arrojaban, desesperados y congelados por una inacción aterrada”.

La única respuesta posible, ya lo sabemos y solo nos asombrará el saber cómo es posible tal cosa, vendrá del Alianza, que desde el nombre comercial sabemos que resume su condición unitaria. Y sabremos que a punto de servir el guiso, finalmente, entra en escena un hombre, que se asomó desde los repentinos escombros del boliche y que les anuncia el próximo e irremediable fin del mundo. Era “una bestia, o entidad carnosa y viva adornada con aleatorias partes de los otrora parroquianos y con un pecho convexo y amplio, que alojaba en su centro un hueco oscuro turbio, profundo, insondable, quizá infinito; una especie de puerta o canal que conducía vaya uno a saber a qué lugar o tiempo. La bestia se paró brusca y con porte rígido y expectante, esperando la llegada del tsunami cósmico, al que veía allá arriba, duro, apretado y ansioso” (pág. 104). Después, “en esa conjunción de fuerzas opuestas, de poderes universales ajenos a cualquier época, el aire se sacudió tembloroso y otra vez hubo silencio total y un cegador destello”. Y por último, nos queda que “…al final, todo aparentaría ser una especie de sueño lisérgico de algún dios de otro universo”. Sin duda, un sueño —una pesadilla o un mal viaje— de ácido lisérgico.

El androide cinéfilo
Siguiendo la veta de la ciencia ficción (en este caso lo que se denomina “soft ficcion”, es decir la ciencia ficción “suave” o “blanda”, cuyos argumentos son más literarios que rigurosamente científicos y técnicos), Coronel Odizzio nos propone otra idea más o menos original, tan original como la anterior: Sergei Pevklin, un androide cinéfilo, es el encargado de evitar la destrucción del primer Hombre-cámara. Este es un sujeto capaz de trasladar a la realidad películas enteras, previamente realizadas en su mente, sin necesidad de involucrar ningún otro componente relativo a una producción cinematográfica. En realidad se trata del acceso a “una serie de documentos” recopilados sobre la llegada de este androide. “A lo largo de este documento el lector tendrá acceso a: textos elaborados por el mismo Sergei, marcados por su férrea tendencia a narrar; material crudo sobre el Hombre-cámara y transcripción de obras y reflexiones incompletas de su autoría; y apuntes y observaciones en general sobre el desarrollo de la presencia de Sergei y su influencia en el Hombre-cámara” (pág.107), donde nos muestra el itinerario que recorrerá esto que leemos. Y efectivamente, en cursiva se insertan trozos de esos textos. “Siempre que un hombre imagina algo que luego pretende ser apreciado por otros, pierde un pedazo importante de sí mismo que nunca podrá recuperar, lo pierde en la transición en el puente obligado entre sus creaciones y la realidad; y el resultado, la obra, nunca será idéntica a lo imaginado”, esto parece enunciado sobre la creación artística (un poco más adelante vuelve a utilizar el término socado, como persona difícil de tratar, y alude a algo que está muy ajustado, apretado. También puede aludir a emborracharse —y/o, por extensión, a comportarse como un borracho. Dice: “…un paisaje lánguido, socado en bruma, semiurbano y nocturno”—).

Deberá luchar contra un Ojo-cámara que le registra todos sus recuerdos, y es allí donde, por medio de sueños, Sergei, el androide cinéfilo, intentará ayudarlo. El sueño será “un impetuoso ejercicio de ficción que yo no puedo hacer más que fomentar, el resto deberá hacerlo él”, dirá. Es una especie de potencia imaginativa telepática, una guía onírica.

Aunque esto que decíamos de la lucha entre el Hombre-cámara, ayudado por Sergei Pevklin, y el Ojo-cámara, es lo que subyace, inserta un guión escrito por el Hombre-cámara que parece un manifiesto surrealista (y por momentos dadaísta): “Se trata de unguión literario con acotaciones técnicas para filmar un mediometraje de corte absurdo y surrealista” (p.113), y es exactamente así, absurdo y surrealista, pero allí aparecen (o creo que tiene que ver, como una reminiscencia antigua) algún desenlace de las historias anteriores, como el aborto de una de las hijas violadas por un gaucho y la venganza que busca el padre por este hecho pero de la que resulta perdedor (o sea que muere).

Sumando las dos historias de este relato, llegan al mismo final: todos pierden, y gana, como durante todo este “Climas”, la desgracia.

Las mujeres en Coronel Odizzio
Capítulo aparte es la forma en que el autor describe y hace figurar a las figuras femeninas. Todas, jóvenes o no tanto, mueven el culo de un lado a otro, bamboleándolo, como una incitación de claro contenido sexual. Además, desde la primera, la abuela, con su enfermedad, parecería que todas las demás estuvieran ya predestinadas para ser desgraciadas. No tienen pensamientos y son siempre una especie de adorno. Incluso la cantante húngara, poseedora de un don especial, pierde su esencia. Las muchachas se embarazan a la primera de cambio y luego de eso dejan de tener importancia, son más un vehículo para la expansión (y la represión) del hombre que algo similar al amor. Los que deciden son, siempre, hombres, lo cual trasunta una misoginia general. Nada, nunca, puede salvarlos. Aunque, en realidad, tampoco ellos tienen salvación, ni el mundo o el universo.

Otro aspecto, por último, y lo hemos anotado durante esto que hemos escrito, es la permanencia del bar como la locación principal. El clima del bar, variante según las temporadas y los parroquianos, con distintos nombres y que aluden a diferentes establecimientos, siempre terminan siendo el mismo. Es allí, entre la conjunción de hombres fracasados, que a menudo se consuelan con el alcohol (y expresan su violencia y sus delirios tremendos por su firme y furibunda dependencia) donde se conjugan estos relatos, desprovistos de cualquier rasgo de humanidad.

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Requerido.

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