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Fragmentacion de la verdad. Congoja, de Álvaro Ojeda.

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 08/09/2018

Congoja, de Alvaro Ojeda, Estuario Editora,
2017, Montevideo, 143 páginas.

Alvaro-OjedaLa novela Congoja, narra las peripecias vitales de un profesor de literatura jubilado, su relación con su madrina, la cual cumple las funciones de madre y confidente, que desde su soledad pasea un perro por las calles de la ciudad, mira páginas pornográficas y busca comprender cuál ha sido el sentido de su vida.

Palabras clave: Congoja, Fragmentación, Pornografía, Profesor, Larkin

 

Alvaro Ojeda es escritor, poeta y periodista uruguayo, nacido en 1958. Su obra ha sido publicada en diversas revistas literarias de Argentina, Colombia, España, México, Hungría y Polonia. Fue colaborador del suplemento cultural de la revista literaria Hermes Criollo, Cuadernos de Marcha, la revista de la Academia Nacional de Letras del Uruguay, y del apartado cultural Culturas y del diario El Observador de Montevideo. Actualmente colabora con el semanario Brecha, y con el suplemento cultural del diario El País de Montevideo, así como la revista Malabia de España. A su vez fue jurado de diversos concursos literarios, y representó al Uruguay como expositor invitado en varios encuentros y congresos literarios a nivel internacional. Es miembro fundador de la Casa de los Escritores del Uruguay.

Antes que empiece nada, está su perro Larkin “con nombre de apellido de poeta”, y el deslizar del tango, donde hay “cierta solidez de abandono” que lo deleita y lo tranquiliza. Luego, hablará de su madrina (quien parece cumplir el papel de madre, y sabremos que su madre se ha ido, aún no sabemos por qué, después de los siete años), de nombre Adela, con la etimología posible de “justicia” o quizá justiciera. Esa posibilidad nos da una pista.

1.- La forma
El estilo de Ojeda se nos muestra, con su sello propio, en los finales de párrafo, donde (generalmente) coloca una frase a menudo poética, o metafórica, que resume el sentido del párrafo. Por ejemplo: “Te juro que no tengo tiempo para vos, grita una mujer en 18 de Julio y Ejido mientras paso a su lado con Larkin que salvo a ella, desgreñada y gritona, suele provocar inquietud cuando no aprensión ciudadana. La miro y se me ocurre que mi madrina podría estar viva y yo ser medianamente feliz, como en esas letras de tango donde un tipo arruinado retorna sin emociones ni entusiasmo a convivir con su pasado. Responsos gritados y vacíos” (pág. 15-16).

Contrariamente a lo que (supuestamente) debe hacerse, nos cuenta el método de lo que nos está contando: “Contar una historia que se parezca a otra historia, a una historia real, involucra cierta manera que todos defienden como verdadera, sabia, obligada, pero que es falaz. La falacia consiste en narrar según el tono de la otra historia que se narra, lo que produce un doble desplazamiento: lo que se narra es otra cosa y esa otra cosa debe ser narrada con la misma consistencia material, con la misma esencialidad analógica que le dio origen. Si la historia que se cuenta, la otra historia sobre la que se apoya la narración resulta aburrida, la narración que se refiere a ella debe serlo. No siempre es verdad, aunque lo es casi siempre” (pág. 17). Es el método que él llama como falacia mimética. A pesar de esta confesión del autor, al principio sentí una especie de confusión y, más allá de lo ya intuido, sobre todo de la soledad del personaje y que lo que se contaba era en calidad de recuerdo, como no entendía para dónde iba la novela, abandoné el tomar notas y, simplemente, leí, dejándome ir por la narración para ver a donde me llevaba la vida de, lo comprendí con exactitud, un “detallista obsesivo”. Para muestra veamos este aspecto: “hacer un culto del detalle tiene que ver con la vida de los hombres porque todos en algún momento, necesitamos saber qué pasó con la vida de los que amamos o debimos amar o nos abandonaron pese a la necesidad culpable que derramaban sobre nuestros corazones menguados” (pág. 55).

También comprendí que su discurso era un discurso intelectualizado que, si bien era correcto desde el punto de vista que el personaje principal era un profesor de literatura —y a veces los profesores de literatura son tediosos y acostumbran hablar como si estuvieran dando cátedra, utilizando palabras muy precisas, aunque a veces ambiguas o enrevesadas, para definir conceptos literarios y lingüísticos—, no se podía ocultar que las frases parecían no querer terminar nunca y en determinado momento ya ni sabíamos, con certeza, qué nos quería decir. Además, abundará en citas de críticos, como Julián Barnes, por ejemplo, y con un lenguaje rebuscado. Lo que busca la fragmentación es la totalidad de la obra, al separar las partes del todo e integrarlas de otra forma, generando un discurso alternado.

Además, esa fragmentación por la que la historia que se cuenta, la historia de su vida, se da desde etapas distintas y salteadas, tenía (metafóricamente) “arena en el engranaje del tiempo”, de modo que creaba una atmósfera trans-temporal (quiero decir, el propio tiempo se pliega y debemos reordenarlo mentalmente, para saber qué viene antes y qué después). Esa “arena” funciona como un sonido de estática, el ruido del radio al pasar el dial e intentar sintonizar la audición perfecta. Son, por otra parte, elementos dispersos de la realidad, en los que “la desilusión se adapta a todos los escenarios”, y allí la desilusión es saber que no es el único, sino uno más que está de paso.

Los personajes principales son él mismo, quien cuenta, y su madrina. Y por su intermedio estará su amigo, y las dos o tres mujeres que se cruzan en su vida, así como por intermedio de su madrina estarán el padre y la madre y su propia historia, ambientada durante el otoño y el invierno, principalmente, lo que de algún modo alude a la etapa de la vida en que se encuentra el personaje.

Ya desde el principio nos presenta al personaje, Martin Gaínza, un profesor de literatura jubilado, con un pasado de “soltería extraña”, bella y sola, como cerrada en sí misma. Habrá que decir, junto al autor, que “los profesores de literatura parafraseamos mal y citamos peor, porque lo hacemos desde el recuerdo deslumbrado o desde la cátedra rutinaria”, y del mismo modo parecería que se recuerda. Y también sabemos, aún antes de saberlo del todo, que él es un hombre solo, o solitario, que maneja las nuevas tecnologías (y esto nos muestra la modernidad de la obra), y que tendrá algo para decirnos, aparte del hecho, simple, en que “los sábados de tarde mi madrina hacía pastelitos de dulce de membrillo” y él, al recordar esto, empieza por recordar todo lo demás (lo que es inevitable que traiga a la memoria las magdalenas de Proust): “mientras la pila de pastelitos aumentaba y requería de nuevas fuentes de losa para contenerlos —en sus mejores momentos, mi madrina repletó cinco fuentes— yo la escuchaba perorar sobre la vida del barrio, las costumbres de mi padre, la carestía, el pasado, su pasado. Gorriones escapando al paso de los niños” (pág. 14).

La madrina, hermana mayor de su padre, es quien se encargó del padre mientras vivió (“siempre tuve que cuidarlo, cocinarle, darle de comer, hablar con él, escucharlo”), y cuando éste se casó tuvo que cuidar a su abuela “viuda y enferma” hasta que murió. La podemos ver como a esas mujeres que siempre tienen tiempo y dedicación para los demás, pero jamás para su propia vida, a menudo caótica y sin sentido. Pero la muerte, de su abuela y luego de su padre, le dará un breve tiempo. Ahí, dirá, “empecé a vivir, tuve tiempo”. Y su voz, tan especial y tan segura de sí misma, “se tornaba acerada, firme, grave, pero dulce a la vez que crocante, sobre todo en las palabras terminadas en ese”. Y nos enteraremos, un poco después, que una vez su madrina tuvo una especie de noche de bodas en Río de Janeiro con un tal Ricardo que “llegaba los viernes de nochecita”, porque su padre, “que hacía corretajes, viajaba los fines de semana”. Y también hay una historia con los baldes (pensaremos en esos baldes conceptuales, dogmáticos o ideológicos). Son los de la limpieza, los que usa la madrina e incluso los que se encuentra Martín en uno de los paseos con el perro y que le trae el recuerdo de un perro muerto (y de allí el balde como algo muerto, anquilosado): “esos baldes de mi madrina y los baldes de los perros muertos, y baldear la memoria de otros asuntos” (pág. 20). Aunque no lo dice explícitamente, nos queda la sensación que la madrina “despedirá” a Ricardo (su novio) por algo que no terminamos de saber del todo y quizá ese balde, lleno de agua, porque estaba limpiando el fondo de la casa, cumpla el papel de “detonante”. Y mediante el otro texto, que intercala al suyo, el de la madrina, nos va contando otro registro, por lo que podríamos graficar en un círculo dividido en cuatro partes (aunque no iguales, por cierto): a) la historia propia de su madrina, b) de él en relación con los paseos por la ciudad, y la descripción de la misma, junto a su perro; y sus escarceos pornográficos, filosóficos y onanistas, c) el misterio de su madre ausente y d) el espacio concedido al padre, presente pero distante, y su muerte.

La madrina es el soporte fundamental, incluso hasta se atreve a contarle sobre las infidelidades de su matrimonio, haciéndola, de esa manera, una confidente. Ella le retribuirá contándole su venganza personal hacia la madre, y nos la muestra, con una acción terrible, que no es una mujer que deje pasar las cosas, con un carácter firme y una decisión irremediable y sin vuelta atrás.

A su momento nos enteraremos de la muerte de la madrina, aunque no de la circunstancia en que acaece la misma. El tratamiento de la muerte es un tanto especial en Ojeda, puesto que, por un lado, todos los personajes parecen morir, pero nunca se sabe bien de qué mueren (¿importa realmente saber de qué se muere la gente o el solo hecho ya es suficiente?). Es decir, no hay un tratamiento literario de la muerte, sino que es un hecho consumado. Y ni siquiera hay dolor por ello, como si fuera una consecuencia inevitable y de la que no vale la pena hablar demasiado.

La madre tiene un asunto con un afilador, contado con una suerte de sobreentendidos que más que decir sugiere, y dirá que lo abandonó “a los siete años (cuando vivía) en la casa de mi madrina… —dirá él mismo, haciendo introspección— arruinándolo a él, de paso”. Pero descubrirá —y descubriremos— que la madre es muy parecida a él, y si él es un “hijo fallido” daría para pensar que ella es una “madre fallida” (es inevitable pensar en la madre como Yocasta y en el hijo como Edipo, aunque sea un poco forzado, por cierto, ya que su madre abandona al padre y al hijo sin ningún motivo aparente, aun cuando el hijo se siente abandonado y no se explica por qué su madre lo ha tratado de esa manera. Es decir, él se siente “enamorado” de su madre a pesar de lo que le ha hecho a él). Sin embargo, el rompimiento entre ambos progenitores parece causa de un fenómeno natural, ya que el padre, que estaba de corretaje por Paso de los Toros, no puede volver porque los ríos crecidos no daban paso, y ese es el momento en que sucede la ruptura, en lo que la presencia del afilador (y aquí la otra acepción de “dar filo”, de pretender darse un lance) parece más accidental y no el verdadero motivo de esa ruptura.

El padre, que es abstemio, suele hacer ejercicio, correr, y nos parecerá un atleta frustrado. Es particular que del padre casi ni se hable en la novela. Lo único que sabemos es su afición atlética y el abandono en que queda después de que su mujer lo deja, como si hubiera perdido todo interés en la vida.

La casa como territorio: “Aquella casa era como un tubo largo y desnivelado, cocina al fondo, baño enorme, dos cuartos y un altillo —mi cuarto—“ (pág. 13), y “la cocina quedaba encerrada entre la escalera que llevaba a mi cuarto y otro espacio más pequeño, con un ventanuco que daba al patio del fondo, un casi cuadrado con baldosas amarillas y perpetuo olor a humedad”. “La calle Montes donde vivíamos, era corta y adoquinada. Iba de una calle sin importancia a otra de la misma categoría, una cuadra apenas, un by pass de muros con glicinas, hiedras de un verde profundo, macetas ocultas en los fondos, portones con puntas salientes de madera carcomida, empalizadas modestas del barrio Brazo Oriental”. Su niñez la recuerda como con “cualquier episodio de dudosa heroicidad: una pelea perdida, una fuga, un escarceo en la entrepierna. Lo que en ese momento se asume como la inercia de los hechos, resulta transmutada por la memoria y el resultado se fija como una lapa a la quilla de un barco. Las rémoras vienen todas juntas, de noche vienen, y no tienen edad”. Es de allí a donde pertenece, y es allí a donde volverá.

La pornografía.- Al ver páginas pornográficas contadas con lujo de detalles pero de un modo frío, no erótico, nos hace una referencia —veladamente ideológica— al conflicto entre Occidente y Oriente, dándonos a entender el declive moral de una mujer centro europea, de un país ex socialista (y de este modo, por extensión, el declive moral de las sociedades que fueron socialistas) al mostrarnos la conjunción de la imagen de una felación con música de Chopin, y la caracterización de la mujer como “hija fallida del socialismo real”. “Me pregunto —dice, incluso— si es posible que este juego… logre la creación de un Hombre Nuevo” (pág. 24). El amigo, que lo es desde la época liceal, y que han permanecido en contacto, le da consejos, sobre todo después de que Martín Gaínza se divorcia. Entre los consejos, el principal, es la adquisición del perro, como una compañía para que al estar a cargo de alguien, un animal en este caso, pueda salir de sí mismo. También le aconseja caminar y principalmente entrar en páginas porno, quizá como forma de aumentar su líbido o mejorar su autoestima. En ese sentido hay un regodeo en sus recuerdos adolescentes, que desde allí viene su amistad con Gabriel V., vinculados al sexo femenino: estudiantes de otros tiempos pero también de cuando él es profesor, maestras y profesoras. Las mujeres que aparecen en las páginas pornográficas le despiertan cierta estimulación y alguna que otra reflexión, pero no tanto como para la masturbación: “las variantes no son infinitas, solo lo son los cuerpos, los tamaños, la genética parsimoniosa de las acotadas penetraciones” (pág. 67). Finalmente el objeto de ver emisiones pornográficas, por acción consciente o por reacción involuntaria, es lograr una erección, aunque de rigor modesto. Eso daría pie a preguntarnos si no será que, a esta altura de su vida, su actividad sexual está afectada. De todas formas, ese tema lo preocupa realmente, ya que la novela, quieras que no, gira sobre el sexo, y más particularmente, a su relación con el sexo femenino. Su relación, justamente, con una de las profesoras, es lo que termina con su matrimonio, aunque causa y efecto en este caso no parecen suceder uno después del otro, sino que más bien su infidelidad es consecuencia de algo que está intrínseco en el matrimonio. Hay una similitud de la puesta en escena de la filmación porno —la preparación, el ambiente, la atmósfera— para lo que va a suceder finalmente, y que todos sabemos qué es, con el hecho puntual de la infidelidad, porque la mujer que le hace ser infiel hace con él una puesta en escena que, al deconstruirla para su mujer, omitirá el final previsible y todo se le adjunta a él, que cayó en la red de otra mujer, como un recurso (arácnido) de la reticencia.

El rompimiento conyugal se va desmenuzando, también, lentamente: “Siete años de recorrer el ansia por Lucía, la rutina con Lucía, el rechazo final”; y cuando todo se precipita volverá la ayuda: “no había recogido mis cosas, no había pasado un día del hundimiento, y ya estaba mi madrina parada en la puerta del liceo esperándome. Siempre es invierno en estas ocasiones”. Entonces volverá a la vida de antes, y habrá una reformulación entera de su vida.

2.- El fondo
Hemos de atender a la etimología de “congoja”, puesto que es el título pero además hay una serie de expresiones relacionadas con ese aspecto. Estrechez, ahogo, angustia e incluso tristeza, en relación con el estado anímico de la persona. Y estas son las expresiones: “pesado como la congoja” (esta es la primera indicación que se nos da de la palabra, que aquí podría indicar la angustia, puesto que se trata del balde de latón con el que la madrina lava el patio); los ojos negros y enrojecidos (de su vecina), ya que dice: “enormes y oscurecidos como la congoja”, que nos trae la sensación de angustia, con la cualidad negativa, oscura, del negro de los ojos; también sentirá una congoja espontánea al decidir separarse, sin más, como si ya no quisiera mentir o mentirse, aunque esa separación es “sin demasiado sentido”. Y finalmente se sentirá acogonjado para el resto de su vida, como si estuviera expiando alguna culpa vieja.

Al pasear a su perro, Larkin, pasea, también, sus recuerdos. Incluso podríamos afirmar que esta novela corta es un texto sobre el recuerdo, o bien el repaso de toda una vida, y que esto se hace para comprender, en definitiva, cuál es el sentido de la vida, o al menos de la vida de Martín Gaínza. Porque, además, los mejores recuerdos se construyen: “son como los poemas, antes de leerlos se los va releyendo”, o bien “el recuerdo siempre queda reducido al uso de lugares comunes, de imágenes personales”. O desde la memoria: “la memoria agita, a veces, las causas quietas”, pero también cuando dice que “la memoria son las sobras de las palabras”, como el desecho de lo que alguna vez fue, la borra del café. Pero en realidad, sumado a su propio recuerdo, la historia suya pasa a través del tamiz del recuerdo de su madrina, y en ese sentido el recuerdo que ella tiene de todo lo concerniente a su pasado es el eje de la novela. En el juego del recuerdo, interpela a la realidad en forma crítica, porque lo que es no es tan así, sino que… y aquí da una interpretación personal, dando vuelta la historia. O sea, lo que sucedió, lo real, interactúa con la ficción y tanto —y tan firme— interactúa que termina siendo ficción también, por lo que no es real, claramente, y lo que es ficción, bien puede ser algo fantástico que se transforma en realidad. No sé cómo se llama ese procedimiento (lo admito: no sé el nombre técnico, aunque aluda a la fragmentación), pero sí sé lo que provoca: que la mentira y la verdad sean hijas de un mismo deseo, el deseo de Martín Gaínza, hombre solo que bien se lame. “Yo soy el testigo, el testículo, el pequeño testigo de la virilidad vencida —un cruel dato de la realidad— y soy la fértil metáfora de la desproporción que establece la existencia de un adentro y un afuera” (pág. 34).

El paseo del perro (o junto al perro) le permite tener otra visión de las cosas. Y ese yo es el de que “con casi sesenta años, jubilado por el deterioro inexorable de alguna parte de mi anatomía, estoy rodeado de gente. La gente no quiere saber de qué se trata, el pueblo ya no existe. Y sin embargo, es abrumadora la soledad que determina la presencia de tanta gente que no quiere saber”. Y esa enfermedad —ese deterioro anatómico— jamás sabremos a qué se refiere. “El médico me dijo que si quiero sobrellevar mi discapacidad, la que me llevó a la jubilación anticipada, debo caminar. Todos los días” (pág. 81), y ese consejo está de consuno con el consejo del amigo. Porque es eso, el conocimiento se da adentro de sí, pero también fuera de él mismo. “Vuelvo mi cabeza para mirar a los bichicomes que dejé atrás alucinados alrededor de Mahatma Gandhi. Se despiojan al sol pálido de abril. Uno tiene la cara manchada de mugre y un gorro de lana en bastante buen estado que parece enroscado a otra cabeza, una cabeza que estuvo limpia, reposó en una almohada decente, rezó, caviló, tuvo fantasías sexuales, amó a una mujer delicada. Mira a su compañero de intemperie con cierta necesidad aviesa: espera algo que necesita. El otro es todavía un bulto inescrutable. Gente. Gente que pasa necesidades, sentencia el lugar común”. Y allí está el concepto de los demás, y por ese concepto sabremos que su concepto es otro, quizá más cercano al dolor que, él cree, tienen o tendrán esos seres al margen. Pero desde el perro, o desde su nombre, puesto en homenaje al poeta inglés Larkin (Philip Arthur Larkin, considerado por la crítica como uno de los poetas ingleses más aclamados de la segunda mitad del siglo XX, pesimista adusto y que, y aquí tiene un punto en común con la novela, “le gustaba el porno más suave que el que entretiene a las masas” al decir de un académico), el profesor de literatura parece conversar con él, de modo erudito, un diálogo con frases de algún poema y donde todo lo que toca lo mancha, como la congoja, precisamente.

El pasado se entromete, aparentemente sin ninguna otra intención que la de hacerse presente: “Cuando era niño mi madre recibía todos los miércoles a una mujer negra, cargada de bolsos, cubierta de ropa vieja, que se sentaba a la mesa con nosotros y comía, con un agradecimiento casi perruno, obligatorio, la misma comida que comíamos mi madre y yo. No era gente, era doña Lila y como tal la saludábamos en una especie de estado puro de la bondad”.

El fracaso, entonces, se hace presente: “hace unos años, en los inicios de la cincuentena, amé a una mujer desconsoladamente”, es el otro pasado, el más reciente y el que más le duele. Y, con un tiro por elevación que describe una parábola casi perfecta, dice que “desde que el Ché en Bolivia nos hizo creer que nos dejaba al borde de la posibilidad revolucionaria, no creí ni creo más en la voluntad vencedora de todos los obstáculos que se crucen en el camino. En el pequeño patio de la escuela de mi matrimonio, fui fusilado miles de veces y me levanté de la tumba boliviana para corregir la puntería del asesino” (pág. 38-39), donde la metáfora incluye el divorcio con la realidad, así como sus sueños (de justicia) ya no podrán ser posibles, su amor —el que tuvo alguna vez— tampoco. O sea “…todo se acaba, salvo el deseo”, el deseo de la otra, Ivana, que “tenía menos de treinta años cuando la vi sentada en la sala de profesores del liceo en el que enseñaba literatura”. “Ivana era bella. Bella es un adjetivo en desuso, anticuado”, y he aquí la belleza, pero una belleza ya inútil porque no podrá acceder a ella, o no totalmente. Porque el intento de conquistar a Ivana fue hecho en tres etapas: “La convertí en una especie de belleza asexuada… conversaciones elusivas, encuentros que tenían la misma espontaneidad que el amanecer”, luego “empecé a intentar invitarla a mi casa temiendo que la lejanía premeditada la alejara de manera efectiva y para nada deseada”, y “la tercera etapa consistió en la escritura de poemas… Me acercaba a ella durante los recreos y simulaba una nueva lectura relacionada con su materia” (ella es profesora de computación, por lo que la falsedad de su discurso quedará en evidencia).

Dentro de lo inútil y vacío de su existencia, las anécdotas que va desarrollando no tienen ningún fin —salvo el continuo paso del tiempo— y le mostrarán como los hechos a veces están desconectados de la realidad y, más que nada, de sus preocupaciones, de Ivana y el probable flirt. En ese marco el reallity show de los dos hombres enamorados que se enteran que son medio hermanos, anécdota que por su fuerza lo podría despertar de su letargo, con la estrepitosa huida de uno de los dos hermanos cierra la historia sin ninguna conclusión evidente, porque “…los relatos desgraciados solidifican el sino de la ruindad que, mal que bien, es el que hemos elegido en este valle de lágrimas poco susceptible de conceder la victoria a los ingenuos irreductibles en los ansiados comicios de la felicidad” (pág. 50). Es como si Martín Gaínza, a propósito, se negara a la felicidad y prefiriera deambular por los pasillos de la tristeza.

Hay algunas frases poéticas, o bien expresiones plásticas, como éstas: “una luz que se achata sobre el horizonte”, o “la verdad es un esquisto bituminoso”, e incluso esta definición: “la literatura: una disciplina basada en administrar la desobediencia y el descontrol”. Aún más, en cierto momento dice que lo que está haciendo (escribiendo) son “palabras que explican palabras”, y no conceptos o ideas, sino la pura cáscara de las cosas, sin querer llegar al centro neurálgico de su drama particular. Como si fuera “la proverbial legitimidad de las mentiras”.

Hay también, por último, el recurso de hacer analogías con algunas películas, comentarlas y sacar conclusiones. Precisamente se comenta El vuelo del Fénix, una película que, casualmente, vi no hace mucho (no es una gran película, por cierto) pero por haberla visto puedo entender lo que quiere decir Ojeda con este ejemplo. Me queda la duda, válida, si alguien que no haya visto el filme podrá entender algo.

Y cuando todo parece haber terminado, vuelve hacia atrás para contar sobre algo que había quedado colgado. Es la historia de Silvina Méndez (Falacia poética), con lo que cierra el punto pornográfico, del que él parece formar parte, como si fuera un actor novato. Seguramente ahora comenzará otra sesión… U otra novela.

 

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Requerido.

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